HIJOS EN EL OPUS DEI
Javier Ropero
5. ANDANZAS, DESVENTURAS
Y OBLIGACIONES DE UN PEQUEÑO TORNILLO
La "vocación de numerario" conlleva las
siguientes obligaciones:
a) Vivir la pobreza, lo cual es equivalente a entregar
todo el dinero y bienes personales al grupo. Todo numerario
ha de realizar diariamente "movimiento económico".
Ello significa, aplicándolo al caso de un adolescente,
que éste ha de entregar al secretario del centro la
cantidad que le dan sus padres de "paga" más
lo que le quede de sus gastos diarios, como dinero para el
transporte, bocadillo, etc. El secretario le dará a
cambio un recibo. Sin embargo, el joven no podrá recuperar
libremente esa cantidad. Tendrá que explicar al secretario
en qué la va a invertir y, si éste lo considera
oportuno, se la dará. Vivir la pobreza quiere decir
también que todo socio que posea terrenos, fincas u
otras propiedades inmuebles debe designar un administrador
para las mismas, según se especifica en el punto 162
de las Constituciones de 1950:
A todos estos miembros se les exige ceder la administración
de sus bienes propios a quien quieran y disponer de su uso
y usufructo.
Es importante señalar que el dinero de la Obra figura
como si en realidad fuese de cada uno de los socios, aunque
sea el Opus Dei quien lo administre. Es por ello por lo que
se dice que la Obra no posee dinero alguno. Cada socio ha
de responder de su dinero cara al exterior, aunque para comprarse
una corbata haya de pedir permiso al secretario del centro.
Por otra parte, cada joven, y cada miembro en general, ha
de entregar mensualmente al secretario la cuenta de todos
los gastos que haya realizado por ínfimos que sean,
como se señala en el punto 253 de las Constituciones
de 1950:
Para mejor adquirir el espíritu de pobreza, cada
mes los socios han de rendir al director del centro o residencia
cuentas de lo recibido y de lo gastado, a no ser que a dicho
Director le parezca más conveniente de otro modo.
Todo este dinero servirá para financiar las actividades
apostólicas de la Obra: crear colegios y centros de
San Rafael que son los principales "semilleros de nuevas
vocaciones", universidades, colegios mayores, etc. En
definitiva, todo se utilizará para engrandecer la institución.
Es notoria la exquisita e incluso lujosa decoración
de muchos de los centros de la Obra situados en los barrios
más caros y elegantes de las grandes ciudades. A esto
es a lo que implícitamente se refiere el punto 844
de Camino:
¿,Levantar magníficos edificios...? ¿Construir
palacios suntuosos...? Que los levanten... Que los construyan...
¡Almas! ¡Vivificar almas..., para aquellos edificios...
y para estos palacios! Qué hermosas casas nos preparan!
b) Todo miembro de la institución que quiera
leer un determinado libro ha de consultar previamente un fichero
donde se indica si lo puede leer o no. Puede suceder que la
obra pueda ser leída con ciertas reservas. En este
caso se indica qué otra literatura puede servir de
antídoto. Suponiendo que, por fuerza mayor, el neófito
necesite trabajar sobre una obra censurada, como "El
capital" de Carlos Marx, se le proporcionará una
sinopsis del libro enfocada bajo la peculiar óptica
del Opus. Lógicamente, si no existe dicha sinopsis,
el joven no tendrá más remedio que ingeniárselas
para evitar hacer ese trabajo. Como señalamos anteriormente,
era paradigmática la actitud del fundador a este respecto:
"Cuando el Papa quitó el Índice de la Iglesia
yo puse el mío", decía con actitud jocosa
y mostrando en alto el índice de su mano derecha.
De la misma manera, como vimos, es "costumbre"
de la Obra el consultar siempre al director espiritual la
conveniencia de ver u oír cualquier programa de televisión
o de radio. (No olvidemos que, según los directores
de la institución, "la costumbre obliga más
que la norma".)
Es de esta forma como se elimina de la mente del neófito
cualquier posibilidad de "ruidos", es decir de posibles
contenidos ideológicos que puedan perturbar la pureza
del nuevo ideario que, gradualmente, se le irá introduciendo.
c) Como apuntaremos en el capítulo titulado
"Tan antiguo como el Evangelio", otra obligación
a la que se comprometen los numerarios es la de obtener un
doctorado en una carrera civil superior (no vale estudiar
una carrera técnica) y otro doctorado en una carrera
eclesiástica, para lo cual aprovechan las vacaciones
de verano. No olvidemos que la orientación específica
del Opus se dirige, como vimos, a la clase intelectual, ya
que el prestigio social es el mejor "anzuelo de pescador
de hombres" (Camino, punto 372).
Aparte de los compromisos anteriores, cualquier socio numerario
ha de cumplir diariamente más de una docena de normas
de piedad como el rezo del rosario y de las preces privadas
de la Obra, la oración de la mañana y de la
tarde, misa y comunión, angelus o regina coeli, lectura
espiritual y del santo Evangelio, visitas al Santísimo
Sacramento, exámenes de conciencia particular y general,
mortificación personal, correcciones fraternas, las
tres avemarías de la pureza, asperger su cama con agua
bendita antes de acostarse, etc. A la vez que existen estas
obligaciones diarias, hay otras de cumplimiento semanal como
la charla personal, la confesión con un sacerdote que
sea de la Obra, la asistencia al "círculo breve"
y al de "San Rafael", etc., otras mensuales como
el retiro espiritual, y algunas de cumplimiento anual como
el llamado curso anual y los ejercicios espirituales. Para
que el lector se haga una idea de cómo es una jornada
diaria de un numerario y, a modo de resumen de los capítulos
anteriores, he elaborado un relato ficticio basado en varios
"sketch" autobiográficos en el que vemos
cómo un joven neófito desarrolla su actividad
cotidiana.
Comencemos, pues, con la narración:
¡Hola! Mi nombre es Paco y conocí la Obra hace
año y medio, cuando unos compañeros de clase
me invitaron a una maratón de estudio. Hace seis meses
que "pité". (Pitar: hacerse socio del Opus
Dei.) Mi "jefe" (directores espirituales sólo
pueden ser los sacerdotes y, como los nuestros son seglares,
ahora nos han dicho que los llamemos "jefes") me
ha dicho que puedo ser sincero con vosotros y contaros, como
se lo contaría a él, cómo es una cualquiera
de mis jornadas. Por eso procederé a relataros lo que
hice, por ejemplo, durante el día de ayer, esperando
que ello redunde en vuestro provecho.
Bien, comenzaremos cuando suena el despertador a las seis
menos cuarto de la mañana. Me levanto de un salto de
la cama y beso el suelo a la par que digo: "¡Serviam!",
que significa: ¡Te serviré, Señor! Es
lo que nuestro padre llamaba el minuto heroico:
El minuto heroico. Es la hora, en punto, de levantarte. Sin
vacilación: un pensamiento sobrenatural y... ¡arriba!
El minuto heroico: ahí tienes una mortificación
que fortalece tu voluntad y no debilita tu naturaleza. (Camino,
punto 206.)
Sin haber abierto bien los ojos me dirijo a tientas al cuarto
de baño. Me desvisto y, guardando el suficiente recato,
me meto en la bañera y me digo a mí mismo: "Esto,
por las intenciones del Padre." Contengo el aliento y
giro el grifo de agua fría... ¡Uf...! Está
helada... Por las intenciones del Padre, por las intenciones
del Padre... ¡jolines! Esto también en invierno...
Por las intenciones del Padre... Por las intenciones del Padre...
Titiritando, me seco, termino de asearme, me hago mi cama,
desayuno y, sigilosamente, salgo de la casa de mis padres.
Como a esa temprana hora no hay autobuses por mi barrio, monto,
con más cara que espalda, en el vehículo de
un vecino, a la par que le saludo con una sonrisa de oreja
a oreja. El, sin girar la cabeza me dice: "Buenos días",
y no me vuelve a dirigir la palabra hasta que llegamos a nuestro
punto de destino. Me bajo del coche y mientras espero en una
parada de autobús, comienzo a rezar jaculatorias: ¡Cor
Mariae Dulcissimum, iter para tutum!, que significa: "Corazón
dulcísimo de María, prepáranos un camino
seguro."
A eso de las siete y veinte de la mañana ya estoy
llamando al timbre del centro. Siempre me ha gustado el elegante
portalón de recias formas que tengo delante. Otro socio
me abre y yo le saludo:
-Pax.
El me contesta:
-In aeternum.
Penetro en el vestíbulo que da paso a una amplia estancia
con el suelo de mármol y las paredes de maderas nobles.
A la derecha se encuentra el oratorio. Me introduzco en él
para saludar al Santísimo mediante una genuflexión.
Salgo y me dirijo al armario de las crónicas. La llave
está escondida en otro mueble próximo. Tras
recoger la llave y abrir la puerta del armario observo un
conjunto de grandes volúmenes, unos de gruesas tapas
verdes y otros de tapas marrones. Son las crónicas
o publicaciones internas, que se reciben mensualmente. Al
cabo del año se encuadernan como he indicado y se colocan
correlativamente en sus estanterías. En las crónicas
se recogen indicaciones del presidente general de la Obra,
noticias acerca de cómo se desarrolla nuestro proselitismo
a lo largo y ancho del mundo, temas de meditación,
etc. Las llamamos publicaciones internas pues están
reservadas exclusivamente a los miembros del Opus Dei y nadie
ajeno a la Obra debe utilizarlas ni saber dónde se
encuentran. Esto os lo cuento a vosotros, pues mi "jefe"
me ha dado plena libertad para que conozcáis absolutamente
todo lo que acontece en mi jornada diaria. Vuelvo al oratorio
con mi crónica y mi agenda bajo el brazo. Los socios
residentes se dirigen en silencio desde sus respectivas habitaciones
hacia el mismo. Os preguntaréis: ¿por qué
en silencio? Pues porque desde la tertulia de después
de la cena hasta el final de la misa del día siguiente
todo socio numerario ha de vivir el "tiempo de la noche".
Esto consiste en que se ha de permanecer en silencio, recogido
en oración, para preparar la eucaristía de por
la mañana. Todos los residentes, como iba diciendo,
van entrando también al oratorio perfectamente trajeados
y aseados. Os diré un secreto: casi todos huelen a
colonia Atkinsons. Mucha gente ha criticado esta costumbre
de perfumarse con la misma colonia. Pero es que, si no, el
oratorio se transformaría en una perfumería;
olería a todas las colonias y a ninguna en concreto.
Además, si ésa era la colonia que le gustaba
al fundador, ¿por qué otra nos íbamos
a decidir? El también se sacrificó por nosotros,
no sólo en lo minúsculo y sin importancia sino
también en lo grande y costoso.
Perdonadme esta disgresión. Estábamos en el
oratorio. Yo también penetro en el mismo y, tras hacer
una genuflexión, me siento en uno de los bancos, apretadamente,
entre otros dos hermanos de la Obra. El director se arrodilla
y todos con él. Se persigna y reza:
-Señor mío y Dios mío, creo firmemente
que estás aquí, que me ves, que me oyes, te
adoro con profunda reverencia. Te pido perdón de
mis pecados y gracia para hacer con fruto este rato de oración.
Madre mía inmaculada, san José, mi padre y
señor, ángel de mi guarda, interceded por
mi.
Nos volvemos a sentar y cada uno, íntimamente y en
silencio, comienza a entablar su diálogo con Dios,
presente en el sagrario que preside el oratorio.
Yo, como habitualmente suelo estar medio adormilado, trato
de utilizar la crónica que he cogido como apoyo para
mi oración y comienzo a leer algunos párrafos
de la misma. Sin embargo, no soy el único que está
somnoliento: el numerario que tengo a mi derecha no deja de
dar cabezadas, así que le doy una pequeña palmada
en el hombro para que se percate de su embarazosa situación.
Otros socios repasan la lista de "pitables" que
tienen apuntada en sus agendas, mientras algunos anotan en
ella las conclusiones que van sacando de su rato de oración,
para tenerlas en cuenta a lo largo del día. A mi izquierda
el secretario del centro mira fijamente al sagrario, moviendo
levemente los labios; seguramente repite las jaculatorias
que nuestro padre nos enseñó y que constituyen
un eficaz remedio para subsanar una posible sequedad del alma.
Como veis, no se puede decir que yo sea un modelo de oración
fervorosa; muchas veces, como en esta ocasión, me encuentro
distraído mirando de soslayo lo que hacen los otros
socios o contemplando la decoración del oratorio, decoración
que de suyo invita al alma a elevarse a Dios: al lado de la
puerta hay una cruz negra de palo que habla con voz propia:
Cuando veas una pobre cruz de palo, sola, despreciable
y sin valor.., y sin Crucifijo, no olvides que esa Cruz
es tu Cruz: la de cada día, la escondida sin brillo
y sin consuelo..., que está esperando el Crucifijo
que le falta: y ese Crucifijo has de ser tú. (Camino,
punto 178.)
El sagrario de plata, de austero barroquismo; a ambos lados,
recios candeleros, también argentinos, coronados por
esbeltos velones cuya luz parpadea sobre el ara. Tras él,
un cuadro que representa la purificación de la Virgen.
En él María entrega a su divino Hijo en los
brazos del anciano Simeón mientras san José
contempla la escena... Todo en este óleo es equilibrio
y elegancia, sin romper la armonía del resto del oratorio.
La mesa, de una sola pieza de madera policromada, exhibe en
su parte frontal el escudo del Opus Dei: una cruz inscrita
en un círculo y debajo una rosa, escudo que tiene grandes
similitudes con el de la antigua hermandad de la orden Rosacruz,
tan emparentada con la masonería. ;Ojo!, entendedme
bien, con ello no quiero decir que haya alguna relación
entre la Obra y estas asociaciones que repudiaba firmemente
nuestro padre:
¿No ves cómo producen las malditas sociedades
secretas? Nunca han ganado a las masas. En sus antros forman
unos cuantos hombres-demonio que se agitan y revuelven a
las muchedumbres, alocándolas, para hacerlas ir tras
ellos, al precipicio de todos los desórdenes.., y
al infierno. Ellos llevan una simiente maldecida. (Camino,
punto 833.)
Bueno, la media hora de oración concluye cuando el
director del centro o bien el muchacho al que le toque estar
de guardia ese día se pone de rodillas y reza:
-Señor mío y Dios mío, te doy gracias
por los buenos propósitos, afectos e inspiraciones
que me has comunicado en este rato de oración. Te
pido ayuda para ponerlos por obra. Madre mía inmaculada,
san José mi padre y señor, Ángel de
mi guarda, interceded por mí.
En este momento algunos socios aprovechan para salir del
oratorio e irse, a toda prisa, a su colegio, universidad o
puesto de trabajo, aunque la mayoría continuamos sentados
esperando a que comience la misa. Con gran recogimiento, las
manos unidas en actitud de oración, los ojos semicerrados,
vistiendo una amplia casulla verde con el anagrama de la Obra
bordado en oro sobre ella, accede al oratorio don Claudio,
el joven sacerdote de nuestro centro. A su lado, uno de nosotros
porta con cuidado el incensario que utilizará durante
la celebración. Comienza la misa:
-In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti...
Y de esta manera continúa hasta el momento de la consagración.
Obsérvese que cuando el sacerdote eleva el cáliz
lo hace manteniendo unidos los dedos índice y pulgar,
cuyas yemas utilizará exclusivamente, a lo largo del
sacrificio del altar, para tocar el sagrado cuerpo de Cristo.
Terminada la celebración, todos los socios permanecemos
unos diez minutos más en el oratorio, dando gracias
a Dios por haberse entregado a nosotros en forma de pan y
de vino.
Cuando salgo del oratorio suelo despedirme de mi "jefe"
y del director del centro. En este momento mi "jefe"
suele aprovechar para indicarme a qué amigos he de
traer al centro:
-No se te olvide hablar con José Luis sobre el curso
de retiro de este fin de semana. ¡Ah! Y dile a Fernando
Domínguez que tenemos un nuevo curso de introducción
a la informática en el club, ¿De acuerdo? Bueno.
Hasta esta tarde. "Pax".
-"In aeternum" -contesto. Y salgo pitando al colegio.
Generalmente llego medio sudando porque el club está
bastante lejos. Comienzan las clases y trato de santificar
mi trabajo profesional, en este caso el estudio, poniendo
el máximo empeño en atender al profesor. Pero
me doy cuenta de que mi mente no es realmente eficaz para
comprender todo lo que se me explica. Tras mis escasas seis
horas de sueño, y a pesar de haberme duchado con agua
fría, no estoy lo suficientemente despejado para realizar
provechosamente mí labor. Entre clase y clase me pongo
en contacto con José Luis y le invito al curso de retiro
tras haber rezado una estampa al fundador para que mi propuesta
prospere. Pero todo ello, en vano.
Mi amigo, con cierta afectación incomprensible para
mí, pues. siempre le he tratado con respeto, me dice
que ya está harto de tantas invitaciones y de las comeduras
de coco del Opus. Lógicamente, en este punto no estoy
en absoluto de acuerdo con él y así se lo manifiesto,
de manera que comenzamos a discutir. Sinceramente, me alegro
de haber utilizado con este amigo lo que nuestro padre llamaba
el "apostolado de la mala lengua". Además,
tengo la obligación de no transigir. Como diría
nuestro Padre:
El plano de tu santidad que nos pide el Señor está
determinado por estos tres puntos: La santa intransigencia,
la santa coacción y la santa desvergüenza. (Camino,
punto 387.)
Si por salvar una vida terrena, con aplauso de todos, empleamos
la fuerza para evitar que un hombre se suicide..., ¿no
vamos a poder emplear la misma coacción -la santa
coacción- para salvar la Vida (con mayúscula)
de muchos que se obstinan en suicidar idiotamente su alma?
(Punto 399.)
La transigencia es señal cierta de no tener la verdad.
Cuando un hombre transige en cosas de ideal, de honra o
de Fe, ese hombre es un hombre sin ideal, sin honra y sin
Fe. (Punto 394.)
La intransigencia no es intransigencia a secas: es la santa
intransigencia. No olvidemos que también hay una
santa coacción. (Punto 398.)
Enfrascados, como estábamos, en aquella discusión,
no nos dimos cuenta de que ya había transcurrido la
media hora de descanso. Subimos apresuradamente las escaleras
que conducen a nuestra clase pero cuando llegamos todavía
no estaba el profesor. Esperamos unos diez minutos hasta que
un bedel nos avisó que el maestro se había puesto
enfermo y no podía venir a explicar. Así que
abandoné el colegio y me dirigí, de nuevo, al
centro de la Obra.
Víctor, que era el "farolillo rojo", es
decir el último que acababa de "pitar" en
el club, me abrió la puerta y me saludó afectuosamente:
-"Pax", Paco.
-"In aeternum" -contesté.
-¡Qué pronto has llegado hoy de clase!
-Sí, es que el profesor se puso enfermo...
-Mira -me dijo-, te estaba buscando porque quería hacerte
una corrección fraterna. Si te parece, podemos ir a
la sala de visitas y allí hablamos...
Antes de continuar, permitidme un inciso para explicaros
someramente lo que es la corrección fraterna. Es una
de las costumbres recomendadas por Nuestro Padre que más
me entusiasman. Consiste en corregir a nuestros hermanos en
privado, con suavidad y comprensión, acerca de algo
en que los hayamos visto comportarse de manera inadecuada.
Recordemos que Jesús mismo nos recomendó: "Si
pecare tu hermano contra ti, ve y repréndele a solas.
Si te escucha habrás ganado a tu hermano" (Mt.18,15).
Para realizar una corrección fraterna, una vez constatado
el erróneo comportamiento de otra persona del centro,
hay, en primer lugar, que dar cuenta de este hecho al director
del mismo. Este nos dirá si es adecuado o no el realizar
dicha corrección. Es posible que otro socio ya le haya
amonestado, con lo que sería superfluo hacerlo de nuevo,
a menos que el individuo reincidiese. Por ello es necesaria
la consulta previa con el director del centro. Con el permiso
de éste ya podemos corregir a nuestro hermano. Después,
hemos de volver nuevamente al director para informarle que
ya hemos completado la corrección fraterna.
Tras esta aclaración continuemos donde nos quedamos.
Fui con Víctor a la sala de visitas y éste me
dijo que, en mi agenda, tenía una cita de "Juan
Salvador Gaviota", el conocido libro de Richard Bach.
-Ese libro no es recomendable. Antes de haberlo leído
debías haber consultado el fichero o haber preguntado
a tu director.
-Pero... si me parece totalmente inofensivo.., y además
bastante espiritual.
-Mira, no es conveniente que lo leas porque tiene un trasfondo
de religiosidad oriental.
-Bueno, a partir de ahora seré más cuidadoso
con mis lecturas. Gracias, Víctor. Pax.
-In aeternum -concluyó Víctor dando la vuelta
y disponiéndose a salir de la habitación. Intentó
abrir la puerta pero estaba cerrada por fuera. No nos habíamos
percatado de que, mientras hablábamos, la administración,
que es como se llama a las numerarias sirvientas, había
salido a hacer la limpieza del centro.
Mientras permanecíamos encerrados en la sala de visitas
Víctor desgranaba en silencio las cuentas de su rosario.
Yo, por mi parte, contemplaba los pequeños detalles
ornamentales de la sala, detalles todos que evocaban un profundo
significado que trascendía su propia materialidad:
el borriquillo de esparto, que nos recordaba la profunda humildad
de Nuestro Padre, que se comparaba a sí mismo con un
burrito sarnoso; la foto de los abuelos, es decir, de los
padres de Nuestro Padre, marqués de Peralta, de linajuda
estirpe, que nos recuerda cuáles son nuestras auténticas
raíces humanas y espirituales; la elegante y a su vez
sencilla talla de nuestra madre la Virgen con el niño
en sus brazos... Contemplando atónito esta imagen me
percaté de que se nos había olvidado rezar el
Angelus y ya eran las doce y cuarto. Enseguida se lo hice
saber a Víctor, que todavía estaba rezando el
rosario.
-Oye, Víctor, ¡que se nos ha pasado el Angelus...!
Y al instante nos encontramos ambos rezando la oración
del mediodía.
Alrededor de las doce y media la administración había
terminado su "apostolado de la limpieza", según
una expresión de Nuestro Padre y, tras abrirnos por
fuera, pudimos salir del recibidor.
Me dirigía al guardarropa para recoger mi jersey cuando
me topé con Jerónimo, mi "jefe", un
brillante estudiante de ingeniería naval, bastante
delgado, con gafas y de sonrisa sincera.
-¿Adónde vas? -me dijo.
-Pues, a comer a mi casa.
-Querrás decir a la casa de tus padres -interpuso.
-Es verdad, eso quería decir. Bueno, Jerónimo,
me voy. ¡Pax! -Y di media vuelta.
-¡Espera un momento! -reconvino entrando conmigo en
el guardarropa.
-¿Qué? -exclamé.
-Vamos a ver... -musitó tanteando sus bolsillos-. ¿Dónde
está el encendedor?
Hurgó en ellos un poco más y primero sacó
su pequeño crucifijo metálico, luego el rosario
y por fin el mechero.
De otro bolsillo extrajo su característica cachimba
y se dispuso a encenderla con parsimonia. Tras exhalar una
amplia bocanada de humo, arguyó lapidariamente:
-Me parece que estás muy apegado a tus padres. Tienes
diecisiete años y a tu edad yo vivía en un centro
de la Obra. Ya sabes que este año habrás de
informar a tus padres de tu condición de numerario
y venirte a vivir aquí. Así que lo mejor es
que vayas preparando el camino quedándote a comer hoy
con nosotros.
-Perdona, Jerónimo, pero es la primera noticia que
tengo de que precisamente este año tengo que dejar
a mis padres.
-¿Es que acaso no te lo dijo don Claudio?
-En absoluto, además ya sabes que me gustaría
estudiar en el CUNEF y, si me voy de casa, mis padres se negarán
a pagar mis estudios y mi residencia aquí.
-Por eso no te debes preocupar -adujo-. Todos los padres
dicen lo mismo al principio pero luego ceden. Por algo son
tus padres. Además, de esta forma se van introduciendo
poco a poco en la Obra hasta que, al final, ellos mismos se
hacen de Casa.
-Pero... supongamos que se niegan. ¿Quién iba
a costear las casi cuarenta mil pesetas que me cuesta vivir
aquí más las veinte mil del CUNEF?
-Hombre, tú también podrías ganar algo
de dinero dando clases particulares. Precisamente conozco
a una familia que está montada en el dólar y
necesita un profesor para el más pequeño. Además,
como estiman tanto a la Obra, seguro que pagarán lo
que les pidas. Ten en cuenta que Nuestro Padre decía
que todos nosotros hemos de ser como "los padres de una
familia numerosa y pobre". ¡Bueno! ¿Te quedas
a comer? ¿Sí o no?
-Muy bien, Jerónimo, muchas gracias.
-De acuerdo. Entonces avisaré a Gonzalo, el director,
para que avise a la administración por el teléfono
interior de que pongan un servicio más a la mesa.
Abandonamos por fin el guardarropa y, aprovechando que disponía
de un rato libre hasta el almuerzo, me dirigí a la
biblioteca para coger de allí unos libros y poder cumplir
así dos normas del "plan de vida": la lectura
espiritual y la lectura del Evangelio. Mientras me empapaba
de la segura doctrina de estos libros en el oratorio empezaron
a entrar, de repente, el director y todos los residentes.
Todos ellos se arrodillaron y, cuando el director exclamó:
¡Serviam!, todos, prácticamente al unísono,
besaron el suelo. Entonces me di cuenta que se había
iniciado el rezo de las preces, oración particular
de los socios de la Obra. Así que, abandonando la lectura,
yo también besé el suelo y me uní al
ritmo de la plegaria.
Al concluir la entonación de las preces, nos dirigimos
al comedor. Cuando me disponía a entrar, Gonzalo, el
director, me hizo una señal como si me quisiese indicar
algo. Me acerqué a él.
-Escucha, Paco, deberías ponerte el jersey antes de
entrar al comedor.
-¿Por qué, es que hace frío dentro?
-No es por eso. Es porque no conviene estar en manga corta
delante de la administración mientras nos sirve la
comida.
Tras poner en práctica el consejo de Gonzalo, me senté
alrededor de la bien dispuesta mesa junto con otros trece
numerarios. Gonzalo pronunció la bendición en
latín y, poco después, nuestras hermanas de
la administración salieron de su zona para servir en
silencio la mesa.
Durante la comida me saltó una gota de grasa al pantalón,
así que intenté dirigirme a una de ellas con
la intención de pedirle polvos de talco. Pero otra
vez mi condición de numerario novel se puso de manifiesto
y el que estaba a mi lado tuvo que llamarme la atención:
-Si quieres pedir cualquier cosa no debes dirigirte a la
administración sino que se lo has de decir al director
que será el que lo transmita.
A pesar de este pequeño incidente, el almuerzo se
desarrolló en un ambiente familiar y agradable. Algunos
numerarios contaron anécdotas de su jornada laboral
mientras otros estaban realmente pendientes de que yo me sintiese
a gusto. Me encantó, aunque no me extrañó
en absoluto aquel entorno de fraternal camaradería.
Por otra parte, me llamó la atención el atento,
meticuloso y a la vez discreto servicio por parte de la administración.
Finalizamos la comida y pasamos a la sala de estar para la
habitual tertulia de sobremesa. En aquella ocasión
vino invitado un ex ministro tecnócrata López
no sequé. Ya nos habían avisado unos días
antes de esta visita para que se lo dijésemos a nuestros
amigos y así pudiesen, de paso, conocer el club.
Tuvimos oportunidad de formularle numerosas preguntas, a
las que contestó con una elocuencia y una gentileza
poco comunes. También pasamos un buen rato escuchando
algunas anécdotas divertidas de su época de
ministro. Sin embargo, y perdonadme esta observación,
noté que la exagerada hilaridad de algunos socios antiguos
parecía absolutamente artificial. Es algo que había
notado en otras ocasiones y que algunos amigos del colegio
me habían echado en cara:
-Tanto afán por agradar, más que atraer,
repele.
Terminada la tertulia, que me pareció corta por lo
divertida e interesante, iniciamos, en familia, el rezo del
santo rosario. Unos lo rezaban sentados mientras la mayoría
lo entonábamos paseando por la sala. Como éramos
bastantes, lo hacíamos caminando unos detrás
de otros, en fila india, al son del cadencioso ritmo de la
plegaria. Me impresiona el pensar que detrás de cada
una de las cincuenta avemarías que estructuran el rosario
cada numerario esconde una petición: por Fulanito para
que "pite", por Menganito para que se aproxime más
a nuestros apostolados, por éste y por el otro para
que se confiesen, etc.
He de hacer notar que, tras este fervoroso homenaje a María
-causa nostrae laetitiae, causa de nuestra alegría-,
el alma experimenta una suavidad y un gozo difícilmente
descriptible en términos coloquiales, cuya explicación
no me parece que sea otra sino la gracia vivificante del Espíritu
Santo derramada sobre aquellos que intentamos conducirnos
según su inspiración. Aquel día tocaba
rezar los misterios gozosos y entre ellos el pasaje de "El
niño perdido y hallado en el templo", que termina
así:
Y, al consolarnos con el gozo de encontrar a Jesús
-¡tres días de ausencia!- disputando con los
maestros de Israel (Luc, 11,46), quedará muy grabada
en tu alma y en la mía la obligación de dejar
a los de nuestra casa por servir al Padre celestial. (Josemaría
Escrivá de Balaguer: "Santo Rosario", ed.
Rialp.)
Esta última frase de Nuestro Padre hizo que, en aquel
preciso momento, tras el estado de beatífica calma
insuflado en mí por el rezo de tan hermosa plegaria,
apareciese en mi alma una sensación de ansiedad que
nunca había experimentado:
Dejar a los de nuestra casa por servir al Padre celestial,
dejar a los de nuestra casa...
Y así, sin concesiones, sin prevenirles, sin avisarles
antes de mi condición de numerario, sin explicarles
lo que para mí representa esta vocación, sin
saber qué pasará después, qué
reacción tendrán, si me pagarán los estudios,
si la Obra me ayudará a costearlos en caso contrario.
Y si no ocurre esto, ¿qué haré? ¿Volver
cabizbajo a casa de mis padres, tras haberlos abandonado,
mendigando una manutención y una carrera de la que
no me había hecho merecedor?
Desde la mañana en que Jerónimo me avisó
de que este mismo año habría de abandonar a
mis padres, y con ellos la seguridad en mi propio futuro,
las anteriores inquietudes siguen bullendo en mi cerebro y
se acentúan aún más cada vez que medito
el pasaje del niño perdido y hallado en el templo.
Desgraciadamente, me temo que esta inquietud no cesará
hasta que, en aras de la vocación al Opus Dei que he
recibido, dé ese paso tan decisivo como inseguro de
revelar a mis padres mi vocación de numerario para
abandonarlos de manera definitiva.
De esta forma continué recitando el rosario, junto
con los demás hermanos de la Obra, aunque mi mente
se encontraba en otra parte, angustiada por las inciertas
consecuencias de una decisión ineludible, estrechamente
vinculada a la vocación al Opus Dei que de Dios había
recibido.
Tras el rosario comienza el tiempo de la tarde o tiempo de
silencio menor. Desde las cuatro hasta las siete los numerarios
se dedican a estudiar o a trabajar, tratando de reducir el
diálogo al mínimo imprescindible. Durante ese
período es habitual que se reúna la dirección
de la casa, dirección colegiada constituida por el
director, el subdirector, el secretario y el sacerdote, para
analizar el funcionamiento global del centro y el particular
de cada uno de los que residen en él o lo frecuentan.
Aunque yo no soy quién para criticar la actuación
de mis superiores, creo que el sacerdote nunca debería
estar presente en estas reuniones, por la dificultad que implica
el tratar de la espiritualidad de un asociado sin violar el
secreto de confesión. Creo que el sacerdote tendría
una memoria de elefante si fuese capaz de acordarse de lo
que le fue dicho dentro o fuera de la confesión por
cada uno de los más de cien muchachos vinculados al
centro. Sé que es por este motivo por el cual, en la
mayoría de organizaciones religiosas, el sacerdote
o director espiritual jamás está presente en
las reuniones directivas de las mismas.
Antes de disponerme a estudiar me dirijo al aseo para colocarme
el cilicio. La caja de los cilicios se encuentra "disfrazada"
de botiquín en un cuarto de baño poco frecuentado.
Abro la caja y encuentro un compartimento dividido en casilleros
en cada uno de los cuales hay un cilicio y una disciplina.
Cojo el cilicio y me lo ato bien prieto al muslo. Saliendo
del aseo empiezo a andar hacia la sala de estudio mientras
noto, cada vez que doy un paso, cómo el entramado de
alambre se cierra y se abre hincándose en la piel.
Abro la puerta de la sala de estudio y encuentro una amplia
estancia en semipenumbra con unos funcionales pupitres iluminados
por lámparas de color azul. Ya hay algunas personas
concentradas en su trabajo, entre ellas algunos jóvenes
que desconozco, pero que seguramente vienen a estudiar aquí
atraídos por la propia idoneidad de la sala y el ambiente
de laboriosidad que en ella se respira. Dispongo mi material
escolar en el pupitre y al tomar asiento un breve y agudo
dolor recorre mis fibras nerviosas. Es el cilicio, que se
ha cerrado sobre mi piel en este momento y continuará,
con el peso de mi propio cuerpo gravitando sobre él,
hincado en mi carne durante las siguientes horas de estudio.
Abro mi agenda para poder ofrecer esta mortificada labor intelectual
por la vocación de los muchachos cuyos nombres están
anotados en la misma y pongo mi pequeña cruz sobre
la mesa:
Me preguntas: "¿Por qué esa Cruz de
palo?" Y copio de una carta: "Al levantar la vista
del microscopio la mirada va a tropezar con la Cruz negra
y vacía. Esta Cruz sin Crucificado es un símbolo.
Tiene una significación que los demás no verán.
Y el que, cansado, estaba a punto de abandonar la tarea,
vuelve a acercar los ojos al ocular y sigue trabajando:
porque la Cruz solitaria está pidiendo unas espaldas
que carguen con ella." (Camino, punto 277.)
Así, lentamente, van transcurriendo las tres horas
que cada numerario dedica al estudio después de la
sobremesa y el rosario. Realmente es admirable la fuerza de
voluntad de todos mis hermanos de la Obra al dedicar las horas
más difíciles del día, durante la digestión
del almuerzo, a la ardua labor del estudio, labor que indudablemente
se ve dificultada por el hecho de llevar un cilicio atado
al muslo. No es de extrañar que, a pesar de este nada
agradable estímulo, algunos socios sucumban al sopor
que sucede a la hora de comer y queden dormidos con la cabeza
encima de sus apuntes. En esta ocasión en concreto,
el numerario que estaba al lado de la puerta no cesaba de
dar cabezadas en su desesperado intento de doblegar el fantasma
del sueño vespertino que poco a poco se iba apoderando
de él. Mientras el socio se batía en esta desigual
lucha llamaron a la puerta del centro, coyuntura que aproveché
para despertar al muchacho en cuestión y decirle que
fuese a abrir la puerta y así liberarle de aquella
embarazosa situación. Cuando, tras abrir, volvió
a la sala de estudio, le pregunté de quién se
trataba. El, todavía medio adormilado, me contestó:
-Es don Vicente (el vocal de San Rafael de la delegación
regional), que viene a ponerle las pilas a Gonzalo (el director).
Tras esta respuesta, que me dio que pensar, volvió
a sentarse y al cabo de unos minutos dormitaba en una incómoda
postura sobre su libro de física.
Continué estudiando hasta las siete menos diez de
la tarde. Poco después don Claudio, el sacerdote, dirigiría
la habitual meditación de los viernes y para tal ocasión
yo había invitado a dos compañeros de clase
al centro, aunque a uno de ellos de una manera muy poco ortodoxa.
Le había dicho que aquella tarde yo iba a acudir a
una conferencia en la que un sabio gurú, vestido con
una túnica negra, iba a dirigir una "meditación
trascendental". ¡Vaya sorpresa se llevaría
al ver que el sabio gurú era don Claudio!
Tras recibirlos en el vestíbulo los conduje hasta
el oratorio, que en esta ocasión estaba abarrotado.
Nos sentamos y esperamos en silencio la entrada del sacerdote.
Dos numerarios dispusieron a la derecha del altar una pequeña
mesa cubierta por un faldón aterciopelado con un flexo
encima. Tras ella situaron una silla desde la cual el sacerdote
nos daría la meditación.
Llegó el sacerdote y todo el auditorio se levantó;
luego él se arrodilló al pie del sagrario y
comenzó a recitar:
-Señor mío y Dios mío, creo firmemente
que estás aquí, que me ves, que me oyes. Te
adoro con profunda reverencia. Te pido perdón de mis
pecados y gracia para hacer con fruto esta meditación.
Madre mía Inmaculada, san José mi padre y señor,
ángel de mi guarda, interceded por mí.
Posteriormente se sentó ante la sencilla mesa y, tras
encender el pequeño flexo, con el oratorio en semipenumbra,
empezó a aleccionarnos con su brillante alocución
que procedo a resumiros:
-Hoy, en la presencia de Jesucristo, escondido en el sagrario,
vamos a reflexionar sobre un tema que actualmente no está
de moda. Pero, sin duda alguna, vosotros y yo, que pretendemos
luchar para conseguir la perfección cristiana, hemos
de aprender, incluso, a navegar contra las modas, soslayando
cualquier turbia marea que amenace con hacer zozobrar nuestra
nave. Se trata de que meditemos acerca de esa maravillosa
virtud que nos hace más recios, más viriles,
y nos capacita para alcanzar los más encumbrados derroteros
en nuestra evolución espiritual. Se trata de hablar
de la virtud de la pureza, esa capacidad que nos permite decir
sí a Dios cuando los impulsos de nuestra carne nos
instan a negarle. Por eso, esta virtud ha de ser entendida,
más que como una negación como una afirmación
gozosa de nuestro amor a Dios y al resto de los seres humanos.
"Seguro que algunos de vosotros que hayáis leído
Camino os acordaréis de aquella cita de Nuestro Padre:
"Aunque la carne se vista de seda... Te diré,
cuando te vea vacilar ante la tentación, que oculta
su impureza con pretextos de arte, de ciencia... ¡de
caridad!
"Te diré, con palabras de un viejo refrán
español: aunque la carne se vista de seda, carne
se queda. (Camino, punto 134.)
"Y es que, hoy en día, asistimos a un auténtico
bombardeo pseudocultural en que se nos pretende presentar
la sensualidad y la vida licenciosa como la característica
más elocuente de la liberación humana, cuando
la auténtica liberación es aquella que proviene
del Evangelio. Recordemos en este sentido el ejemplo de Jesucristo.
Leo textualmente un párrafo de la homilía "Porque
verán a Dios", pronunciada por Nuestro Padre:
A mí, me gusta referirme a la santa pureza contemplando
siempre la conducta de Nuestro Señor. Él puso
de manifiesto una gran delicadeza en esta virtud. Fijaos
en lo que relata san Juan cuando Jesús, fatigatus
ex itinere, sedebat sic supra fontem (Ioh IV, 6), cansado
del camino, se sentó sobre el brocal del pozo.
Recoged los ojos del alma y revivid despacio la escena:
Jesucristo, perfectus Deus, perfectus horno (Simbolo Quiqum
que), está fatigado por el camino y por el trabajo
apostólico. Como quizás os ha sucedido alguna
vez a vosotros que acabáis rendidos porque no aguantáis
más. Es conmovedor observar al Maestro agotado. Además,
tiene hambre: los discípulos han ido al pueblo vecino,
para buscar algo de comer. Y tiene sed.
Pero más que la fatiga del cuerpo, le consume la
sed de almas. Por esto, al llegar la samaritana, aquella
mujer pecadora, el corazón sacerdotal de Cristo se
vuelca, diligente, para recuperar la oveja perdida: olvidando
el cansancio, el hambre y la sed.
Se ocupaba el Señor en aquella gran obra de caridad,
mientras volvían los apóstoles de la ciudad,
y mirabantur quia cum muliere locuebatur (Ioh, IV, 27),
se pasmaron de que hablara a solas con una mujer. ¡Qué
cuidado! ¡Qué amor a la virtud encantadora
de la santa pureza, que nos ayuda a ser más fuertes,
más recios, más fecundos, más capaces
de todo lo grande! Por eso, al recordaros ahora que el cristiano
ha de guardar una castidad perfecta, me estoy refiriendo
a todos: a los solteros, que han de atenerse a una completa
continencia; y a los casados, que viven castamente cumpliendo
las obligaciones propias de su estado. Escrivá de
Balaguer, Josemaría: "Amigos de Dios",
párrafo 176, ed. Rialp.
"Como hemos podido escuchar en palabras de Nuestro Padre,
los solteros hemos de atenernos a una perfecta continencia
y con ello trato de hacer hincapié en que yo, como
sacerdote y vosotros como jóvenes, habéis de
vivir una total, recia, viril y completa castidad... ¿Cómo?,
me preguntas... Y te contesto: viviendo vigilantes, frecuentando
los sacramentos y apagando los primeros chispazos de la pasión
sin dejar que tome cuerpo la hoguera (Camino, punto 124).
Y ¿de qué forma podemos vivir vigilantes? Concretemos
un poco más: pues evitando mirar en los quioscos de
la prensa cuando nos desplacemos por la calle. Os recomiendo
incluso no pasar cerca de ellos. Hemos de cruzar a la otra
acera, si es necesario, para soslayar la tentación
que se asoma a través de la multitud de revistas indecentes
que se exhiben en los mismos. A este respecto es ilustrativa
la distinción que hacía Nuestro Padre entre
el mirar y el ver. Se puede "ver", pero seamos precavidos
en el "mirar". Salvaguardar la vista es necesario
para vivir como auténticos caballeros cristianos. Por
eso es importante que evitéis el hojear, como si no
tuvieseis otra cosa que hacer, esas revistas de moda que vuestras
madres llevan a casa, e incluso hablo de la revista "Telva",
cuya directora es del Opus Dei. Pueden ser un foco sutil de
tentación y, en cualquier caso, os harán perder
el tiempo, que no solamente es oro sino también gloria,
como decía Nuestro Padre.
"Por otra parte, el pudor y la modestia, hermanos pequeños
de la pureza, ayudan a vivir esta virtud. Pudor que se manifiesta
en el cuidado que hemos de tener al cambiarnos de ropa o al
duchamos, procurando evitar el vernos desvestidos ante el
espejo. Este pudor también se manifiesta en una discreta
y elegante forma de vestir, e incluso en el lenguaje que utilizamos
cotidianamente, aunque, en determinadas circunstancias y para
no sentirnos cohibidos ante la ofensa o el vituperio a la
Iglesia o a la religión, Nuestro Padre recomendase
el "apostolado de la mala lengua".
"Pero hay algo más importante, e incluso más
grave, y es que en este tipo de faltas no existe "parvedad
de materia". Toda falta cometida contra el sexto mandamiento
puede alejarnos de manera total y definitiva de nuestra amistad
con Dios, y ¿qué es la condenación eterna
sino el verse privado del bien más grande que existe
y que es Dios mismo?
"En contra de determinadas corrientes laxistas, la Iglesia
afirma y siempre ha afirmado que, por ejemplo, la masturbación
representa una falta grave contra el sexto precepto del Decálogo
y, por lo tanto, constituye un pecado mortal, pues es un acto
de soberbia que no va encaminado a la procreación.
De la misma forma, cualquier comportamiento conyugal del que
no se tenga las suficientes garantías de que va destinado
a la procreación es intrínsecamente pecaminoso,
pues subordina el principal fin del mismo, la reproducción
de la especie, al del puro goce animal. En este sentido, la
anticoncepción, excepto el método de la continencia
periódica, atenta de manera flagrante y directa contra
la principal finalidad del matrimonio.
"En cualquier caso, os invito a que abráis vuestro
corazón a vuestros directores para que puedan aconsejaros
con más tiempo y dedicación sobre cómo
vivir esta virtud de la pureza. Os aconsejo que seáis
salvajemente sinceros con ellos, aunque tratéis sobre
estos temas con prudente educación.
Terminamos este rato de conversación, en la que
tú y yo hemos hecho nuestra oración a nuestro
Padre, rogándole que nos conceda la gracia de vivir
esa afirmación gozosa de la virtud cristiana de la
castidad.
Se lo pedimos por intercesión de santa María,
que es la pureza inmaculada. Acudimos a Ella -tota pillchra-
con un consejo que yo daba, ya hace muchos años,
a los que se sentían intranquilos por ser humildes,
limpios, sinceros, alegres, generosos. Todos los pecados
de tu vida parece como si se pusieran de pie. No desconfíes.
Por el contrario, llama a tu Madre Santa María, con
fe y abandono de fino. Ella traerá el sosiego a tu
alma. (Josemaría Escrivá de Balaguer: "Amigos
de Dios". Homilía "Porque verán
a Dios".)
Habiendo concluido su disertación, se arrodilló
sobre el marmóreo embaldosado y pronunció despacio,
como saboreándolas, las siguientes palabras:
-Señor mío y Dios mío, te doy gracias
por los buenos propósitos, afectos e inspiraciones
que me has comunicado en esta meditación. Te pido ayuda
para ponerlos por obra. Madre mía inmaculada, san José
mi padre y señor, ángel de mi guarda, interceded
por mí.
Se encendió la iluminación del oratorio que
estaba en semipenumbra durante el transcurso de la meditación.
Todos nos pusimos de pie y el sacerdote abandonó el
recinto. Salimos del oratorio y despedí a los dos amigos
que había invitado, no sin antes haberles animado a
realizar una romería:
-¿Os apetecería venir mañana conmigo
a hacer una romería?
-Y eso ¿qué es?
-Pues consiste en rezar las tres partes del rosario. Las
primeras cincuenta avemarías yendo de camino hacia
un santuario o imagen de la Virgen, otras cincuenta delante
de la imagen y otras cincuenta al volver.
-¡Vaya rollo!
-Eso es lo que os parece a vosotros.., pero ¡qué
paz se siente después en el alma! Al igual que un deportista
repite una y otra vez un ejercicio para fortalecer su cuerpo,
la repetición de avemarías o jaculatorias representa
un ejercicio muy eficaz para fortalecer el espíritu.
-Bueno, ya lo pensaremos.
Tras cerrar el recio portalón de entrada, me topé
con Jerónimo, mi "jefe" espiritual:
-¿Te parece bien que nos veamos ahora para hacer la
charla semanal? -me dijo.
-Estupendo -contesté y, entrando en una pequeña
habitación, comencé a contarle a Jerónimo
todas mis vicisitudes a lo largo de la última semana.
En primer lugar me preguntó si había realizado
puntualmente las normas de mi plan de vida. Le contesté
que, excepto asperger mi cama con agua bendita antes de acostarme,
el resto de las normas las había cumplido con diligencia.
Jerónimo me contestó que uno nunca debe estar
plenamente satisfecho del cumplimiento de las normas y me
instó a que fuese más exhaustivo en mis exámenes
de conciencia. En relación al tema del agua bendita,
me leyó el punto 572 de Camino:
Me dices que por qué te recomiendo siempre, con tanto
empeño, el uso diario del agua bendita. Muchas razones
te podría dar. Te bastará, de seguro, ésta
de la santa de Ávila: De ninguna cosa huyen más
los demonios para no tornar que del agua bendita.
Posteriormente me preguntó acerca del apostolado:
-¿Invitaste a José Luis al retiro de este fin
de semana?
-Sí -contesté-. Pero la verdad es que no le
hizo mucha gracia la invitación.
-¿Y a Fernando Domínguez al curso de informática?
-Pues, no le he invitado aún. Además todavía
no me he hecho tan amigo suyo como para traerle a la Obra.
-Carlos, yo creo que no deberías andar con tantos
miramientos, porque Fernando es un chico muy majo y saca buenas
notas.
-¡Pero Jerónimo...! ¿No decía
Nuestro Padre que el nuestro era un apostolado de amistad
y confidencia? ¿Por qué precipitarse tanto?
Primero tendré que hacerme amigo suyo. ¿No...?
Jerónimo se repantigó en el sofá y sacó
del bolsillo su característica cachimba. Mientras encendía
la pipa, entre bocanada y bocanada, me dijo:
-A ver, ¿a qué amigos vas a traer esta semana
por el centro?
Abrió su agenda y apuntó, uno tras otro, la
media docena de nombres que le fui dictando.
-Fernando Domínguez, Enrique Pérez, Antonio
Tamayo... y José Luis Hurtado... ¿Nadie más?
-Pues no, no se me ocurre más gente.
-En fin, esta lista no está mal; de todas formas recuerda
que el consejo de Nuestro Padre era que cada numerario ha
de tener al menos quince amigos que vengan con cierta regularidad
al centro, de los cuales media docena asistan a los círculos
de formación, "pitando" dos de ellos cada
año... Bueno, ¿qué más me cuentas?
-Tengo que preguntarte una cosa, aunque no sé bien
cómo decírtelo... Te quería preguntar
cómo puede un socio numerario como yo hacerse sacerdote
de la Obra. Es que me parece que tengo vocación...
-Mira, Carlos, en el Opus Dei nadie tiene vocación
sacerdotal e inclusive está bien visto un santo anticlericalismo.
Nuestra vocación es laical, ser individuos de mundo
sin ser individuos mundanos.
-Pero, Jerónimo... ¿Cómo es posible
que el mismo Papa ordene anualmente a tan gran proporción
de sacerdotes del Opus Dei si no tienen vocación sacerdotal?
Mi "jefe" se levantó del sofá y se
dirigió a una estantería... Cogió un
pequeño folleto titulado "Qué es el Opus
Dei" y me leyó unas palabras del fundador:
Quiero hacer notar, porque es una realidad muy importante,
que esos socios laicos del Opus Dei que reciben la ordenación
sacerdotal no cambian su vocación. Cuando abrazan
el sacerdocio respondiendo libremente a la invitación
de los directores de la Obra, no lo hacen con la idea de
que así se unen más a Dios o tienden más
eficazmente a la santidad: saben perfectamente que la vocación
laical es plena y completa en sí misma, que su dedicación
a Dios en el Opus Dei era, desde el primer momento, un camino
claro para alcanzar la perfección cristiana. La ordenación
sacerdotal no es, por eso, en modo alguno una especie de
coronación de la vocación al Opus Dei: es
una llamada que se hace a algunos, para servir de modo nuevo
a los demás: (Escrivá de Balaguer, Josemaría:
"Qué es el Opus Dei". Folletos Mundo Cristiano,
n. 67, pág. 35.)
-¿Significa eso que un socio del Opus Dei, aunque
lo pidiese, no se podría ordenar sacerdote y que son
los directores quienes determinan quién va a ser sacerdote
y quién no?
-Creo que el texto que te he leído es bastante explícito.
Fíjate que dice "...abrazan el sacerdocio respondiendo
libremente a la invitación de los directores de la
Obra". Pero ¡ojo!, fíjate que dice "libremente"...
En ese momento me acordé, no sé por qué,
del punto 941 de Camino:
Obedecer..., camino seguro. Obedecer ciegamente al superior...,
camino de santidad. Obedecer en tu apostolado... porque
en una obra de Dios, el espíritu ha de ser obedecer
o marcharse.
...y no me extrañó que en el Opus Dei hubiesen
tantas "vocaciones" sacerdotales.
Estaba dándole vueltas a esta idea cuando llamaron
a la puerta del cuarto donde nos encontramos. Era Fernando,
el subdirector del centro.
-¡Pax, Fernando!
-In aeternum. Venía a avisaros que esta noche, en
la televisión, dan el programa "La Clave"
y, como sabéis, el tema que se debatirá es el
Opus Dei. Es propio del espíritu de la Obra no asistir
jamás a este tipo de debates. Por eso se ha avisado
a todos los socios de que se abstengan de asistir a dicho
programa, de forma que el señor Balbín se va
a encontrar sin nadie con quien iniciar la discusión.
Por otra parte se pide a los socios que se abstengan de ver
"La Clave". Bueno, tengo que avisar al resto del
club. Pax.
-In aeternum, Fernando.
Continué hablando con Jerónimo. En la "charla"
de la semana anterior le comenté que, durante una de
las clases de religión del colegio, se leyó
el siguiente pasaje de la Epístola de San Pablo a los
Romanos:
Pero yo no conocí el pecado sino por la Ley. Pues
yo no conocería la codicia si la Ley no dijera: No
codiciarás. Mas, tomando ocasión el pecado por
medio del precepto, activó en mí toda concupiscencia,
porque sin la Ley el pecado estaría muerto. Y yo viví
algún tiempo sin Ley, pero sobreviviendo el precepto
revivió el pecado y hallé que el precepto que
era para vida fue para muerte. Pues el pecado, con ocasión
del precepto me sedujo y por él me mató. (Epístola
de San Pablo a los Romanos. 7:7-11.)
En la anterior charla le argumentaba a mi "jefe"
si éste texto no significaría que tantas leyes
como existían en la sociedad judía, impuestas
bajo la amenaza de la eterna condenación, refrendadas
por el poder moral y económico de los fariseos, y tantos
preceptos y tradiciones ridículas que encorsetaban
la libertad del individuo de aquella época no podrían
representar, precisamente, un acicate para que el individuo
las transgrediese por el propio morbo de hacer algo que está
prohibido.
Jerónimo me dijo que había consultado el tema
con sus superiores y que, tras estudiar el asunto, habían
llegado a la conclusión de que, de ahora en adelante,
yo debía de dejar de asistir a las clases de religión
del colegio y no volver a leer más la Epístola
de San Pablo a los Romanos cuando hiciese la reglamentaria
lectura espiritual. He de seros sincero: a pesar de que he
intentado, en la presencia de Dios, entender este consejo,
aún no se ha hecho la luz en mi mente acerca de cuál
puede ser la razón por la cual no se me permite leer
la Epístola de San Pablo a los Romanos. Quizás
el quid de la cuestión no radique en el fondo, la carta
a los romanos, sino en la forma, es decir, en la actitud con
que yo leía este texto del Nuevo Testamento. Como decía
el fundador:
Es mala disposición oír la palabra de Dios
con espíritu crítico. (Camino, punto 945.)
Continuamos con la charla semanal y no pude evitar hacer
alusión a lo que mi interlocutor me propuso a mediodía:
abandonar la casa de mis padres ese mismo año para
irme a vivir definitivamente a un centro del Opus Dei.
-¿,Sobre qué fecha tendré que venirme
a vivir aquí?
-Pues cuando termines el curso. De todas formas no debes
estar preocupado. Conozco a varios padres que eran como los
tuyos: no querían saber nada del Opus Dei. Luego sus
hijos se vinieron a vivir a Casa y al cabo del tiempo los
propios padres se hicieron supernumerarios. Y si no, pregúntale
a Gonzalo. Sus padres se opusieron de tal forma a que se viniese
a vivir aquí que llegaron acompañados de la
guardia civil para "rescatarle". Al cabo de una
semana Gonzalo se escapó de la casa de sus padres para
hacerse residente. Desde aquel momento han transcurrido, aproximadamente,
tres años y ¡no veas lo que han cambiado sus
padres! Actualmente son supernumerarios y, por lo tanto, ellos
también se han incorporado a la auténtica familia
de sus hijos que es la Obra. Abundando en el tema, quería
comentarte que antes de venirte a vivir aquí podrías
pedirles a tus padres que te llevasen al dentista para que
te practiquen una ortodoncia. Así podrás dirigir
las charlas y círculos de forma simpática y
complaciente. Bueno, creo que hoy nos hemos extendido más
de lo habitual. No se te olvide hablar con cada uno de los
amigos de la lista que me acabas de dar. Pax.
-In aeternum, Jerónimo.
Miré el reloj. Eran ya las nueve y media y aún
no había hecho "movimiento económico".
Así que, a toda prisa, me dirigí hacia la habitación
de Enrique, el secretario del centro, y puse sobre su mesa
todo lo que llevaba en los bolsillos. Mientras retiraba de
ella algunas pipas y unas llaves que habían caído
junto con el dinero, Enrique puso en mis manos un papel que
decía: "He recibido de Carlos Martínez
doscientas cincuenta pesetas." Le dije que necesitaba
cien pesetas para llegar a mi casa y junto con el dinero me
extendió otro papel que justificaba esta devolución.
Tras despedirme del secretario fui al oratorio a realizar
el "examen de conciencia". Este consta de un examen
general en que se pasa revista al cumplimiento de cada una
de las normas del "plan de vida" (oración,
misa, rosario, preces, lectura espiritual, ángelus,
mortificación, etc.) y de un examen particular en el
que se analiza con más rigor nuestra eficiencia en
un punto de lucha determinado.
Para facilitar la realización del examen general,
todos los numerarios tienen una hojita parecida a una quiniela
donde anotan la puntuación que creen haber merecido
en el cumplimiento de las normas del plan de vida. Dicha hoja,
junto con otra que refleje todos los gastos del numerario,
habrá de entregarse al director al finalizar cada mes,
como se indica en el punto 253 de las Constituciones de 1950.
Concluido mi examen de conciencia salí del centro
de la Obra para ir a dormir a casa de mis padres. Tras departir
con ellos un rato durante la cena y concluir algunos deberes
escolares, me dirigí a mi cuarto. Antes de acostarme
asperge mi cama con agua bendita. Luego, de rodillas, con
los brazos en cruz, recé las tres avemarías
de la pureza. De esta manera, rezando jaculatorias e intentando
recuperar en las breves horas de sueño las energías
gastadas durante el día, finaliza mi jornada, que podría
ser una cualquiera de un numerario del Opus Dei.
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