LIGERO DE EQUIPAJE
Tony de Mello, un profeta para nuestro tiempo
Carlos G. Vallés S.J.
EL YO Y EL NO-YO
Esta era la gran bomba que Tony nos tenía guardada.
Desde el principio hizo alusión a ella repetidas veces,
anunció a cada paso que la respuesta final a cada una
de las cuestiones propuestas tendría que esperar hasta
que quedara establecida esta tesis esencial, se pasó
un día entero explicándola a placer, y volvió
a referirse a ella en los días siguientes para recoger
y atar todo lo que había dicho en este nudo único
de suprema importancia. Lo llamó "la meta de Sádhana",
el recurso definitivo para eliminar todos los apegos, falsas
ilusiones y condicionamientos, la búsqueda tradicional
de todos los místicos y la última conquista
de todos los santos. Se trataba, en una palabra, del todo-o-nada,
del ahora-o-nunca de nuestro esfuerzo espiritual y de nuestra
existencia sobre la tierra. Aquí estaba Tony, el guru,
revelando su sagrado mantra (fórmula de salvación)
a sus discípulos consagrados. Lo único que faltó
(me permití observar yo en broma, dada la solemnidad
que revistió la ocasión) fue haber consultado
al astrólogo, como se hace siempre en la India, para
fijar el momento sideral en que la iniciación debería
tener lugar para alcanzar su efecto pleno. No creo que Tony
llegara a esos extremos, pero, a parte de eso, no perdonó
esfuerzo alguno para convencemos de la importancia de lo que
iba a decimos.
Lo que nos iba a decir era, de hecho, bien sencillo de decir:
el Yo no existe. El "Yo", el "ego", la
"persona" o como quiera que se llame aquello que
yo soy y represento, es pura ilusión sin realidad alguna.
No que mi cuerpo y mi alma no existan; sí que existen
clara y solemnemente, fuera de toda duda; pero el "sujeto"
que se presume existe dentro o por detrás o por encima
de ese alma-cuerpo es pura imaginación, es una ficción
de la mente que es del todo gratuita, inútil y dañosa.
Ese imaginario Yo es la causa de todos nuestros problemas,
y el deshacerse de él es la liberación final.
Así de sencillo. Antes de que nos armáramos
más lío o nos pusiéramos a la defensiva,
Tony citó las palabras del Señor a santa Catalina
de Siena: "Yo soy el que es; tú eres la que no
eres." Esa es la verdad que hemos de alcanzar. Nosotros
no existimos. Nosotros, en tanto que nosotros, no somos. Yo,
como yo, no soy. Estoy tan acostumbrado a verme a mí
mismo como a mí mismo que esto no me resulta muy fácil
para empezar. El primer paso será entender con la mente
el sentido exacto de esa proposición, y luego vendrá
el paso mucho más importante y mucho más difícil
de aceptarlo, asimilalo, identificarse con esa verdad íntima
y llevarla a la vida cotidiana. Vamos paso a paso.
Tony se levantó y se puso de pie en medio del grupo,
que seguía sentado en círculo en las célebres
"sillas de Sádhana" , verdaderas tumbonas
de respaldo de ángulo adaptable, cariñosas compañeras
y refugio de nuestros cansados huesos en las largas horas
de las sesiones interminables, en las que resultaba duro a
los miembros entumecidos acompañar al interés
siempre vivo de la mente. Cogió una de las sillas,
la enseñó a todos como un prestidigitador que
va a comenzar la sesión, la plantó en medio
y dijo: "Si yo digo 'Esta silla' y luego 'Mi silla',
¿ha cambiado algo? En la silla, desde luego que no.
El que yo la llame 'mía' no causa ningún cambio
en ella. Es decir que, por lo que concierne a la naturaleza
de las cosas, el 'mío' o 'mía' no tiene sentido.
Si yo desaparezco, esta silla se queda tal como está.
El decir 'mía' no le añade nada a la silla;
es una pura invención de mi mente, una etiqueta en
mi cabeza. Y lo mismo hay que decir de mi comunidad, mi grupo,
mi país, mi familia, mis amigos. Buda dijo estas sabias
palabras: 'Estos son mis hijos, mi casa, mi tierra...: ésas
son las palabras de un necio que no entiende que ni él
mismo es suyo.' Si el 'mi' no añade nada cuando se
usa con cualquier otra cosa, tampoco añade nada cuando
se usa con uno mismo. 'Mi' persona no quiere decir nada. 'Yo
mismo', sencillamente, no existo."
Tony dejó la silla en su sitio, cogió un libro
y volvió al centro del grupo. "Mirad este libro.
¿De qué está hecho? Lo puedo expresar
claramente como si fuera una ecuación matemática:
páginas + letras + cubierta + ilustraciones = libro.
¿Está claro? Pero imaginad que ahora digo: páginas
+ letras + cubierta + ilustraciones + libro = libro. Ahí
hay algo que no funciona, ¿no es así? He metido
de contrabando la palabra 'libro' en la definición
de 'libro'. Eso, desde luego, no vale. Cualquier profesor
(o alumno) de lógica descubrirá el sofisma e
indicará que no se puede usar el concepto de libro
para definir qué es un libro. Círculo vicioso.
Bueno, pues ahora, atención. Aquí está
Kurien (uno de los del grupo, a quien Tony cogió de
la mano y lo llevó al medio.) ¿De qué
está hecho Kurien? Claro, habrá que decirlo
de manera distinta según cada teoría; según
una, estará hecho de tierra, agua, aire y fuego; según
otra, de moléculas, átomos, electrones o lo
que sea; según otra, de mente, alma y cuerpo, o sencillamente
de alma y cuerpo como nosotros preferimos decir. De modo que
ahí tenemos nuestra ecuación: alma + cuerpo
= Kurien. Pero no es eso lo que nosotros decimos en la práctica.
Lo que nosotros pensamos y decimos es: alma + cuerpo + Kurien
= Kurien. Es decir, metemos también de contrabando
la persona de Kurien en la definición de Kurien. Ponemos
un 'Yo' por encima de su cuerpo y su alma y distinto de ambos,
es decir, metemos a 'Kurien' en 'Kurien' y hacemos que Kurien
posea y controle a Kurien, con lo cual le creamos un lío
de identidad que Kurien ya no sabe quién es Kurien,
si el que controla o el que es controlado, y ya no sale de
ahí en toda su vida."
Después de decir que ese ejemplo del libro y la persona
era la manera más fácil que había encontrado
hasta la fecha para introducir esta materia, Tony continuó:
"Fijaos bien. Yo estoy hecho nada más que del
conjunto de alma y cuerpo; y, sin embargo, les pego luego
un 'Yo' encima y hablo de 'mi' alma y 'mi' cuerpo. ¿Quién
es ese 'Yo' al que pertenecen mi alma y mi cuerpo? Como le
preguntó el irlandés a su párroco: 'Cuando
yo me muera, mi cuerpo se quedará en la tumba, y mi
alma se irá al cielo; pero... ¿dónde
estaré yo?' De hecho, no existe el tal 'Yo', pero nosotros
nos imaginamos de algún modo que hay una personilla,
asentada allá por la base del cráneo, que es
dueña de nuestra alma y cuerpo, se siente responsable
de ellos, los maneja y controla, y así se erige en
el 'yo' que me controla a 'mí', que es una confrontación
imposible.
Pensad por un instante en la frase 'Yo he de salvar mi alma'.
¿Quién es ese 'yo' que ha de salvar 'su' alma?
Alguien distinto del alma, ¿no es así? Si no,
¿cómo podría 'él' salvarla a 'ella'?
De modo que hemos puesto un Yo que se encargue del alma. El
Yo salvará a su alma. Parece que está claro.
Pero ¿quién, si se puede saber, salvará
ahora al 'Yo'? Es evidente que tenemos que poner a otro Yo
que se encargue del primer Yo. Este segundo Yo se cuidará
del primer Yo y, al fin, lo 'salvará'. Todo va bien.
Pero ¿quién se encargará ahora de este
segundo Yo? Nos hemos metido en un lío infinito. Un
laberinto sin salida. El salón de los mil espejos.
La cueva de las ilusiones. No hay manera de escapar de la
trampa si no es eliminar de entrada el primer Yo."
"Os lo propongo ahora de otra manera. La mente se ha
inventado el primer Yo. Eso ya crea un dualismo que separa
al Yo del alma. Ese dualismo es lo que llamamos la oposición
entre mi Yo verdadero y mi Yo sometido a las pasiones, mi
Yo redimido y mi Yo pecador, el hombre viejo y el nuevo, la
Bestia y el Angel, el Yo libre y el Yo acomplejado... según
la terminología tanto en espiritualidad como en psicología.
Pero, una vez que hemos establecido ese dualismo, es decir,
esa separación y división, hay que poner a alguien
por encima de ella para que juzgue, gobierne y controle. Hay
que poner otro Yo. Y luego otro y otro, en cadena sin fin.
Jerarquía interminable de 'yos' dentro del cerebro.
Locura sin remedio. El vigilante que es vigilado por el vigilante
que a su vez es vigilado por... La espiral que se pierde en
las nubes. No hay manera de escapar al abrazo asfixiante de
la espiral si no es cortar por lo sano y evitar ya su primer
lazo, es decir, denunciar decididamente el sofisma del primer
Yo."
"¿Habéis oído en vuestra vida una
expresión más disparatada que 'el dominio de
sí mismo'? La usamos con frecuencia y con respeto como
figura de la personalidad equilibrada y del carácter
ideal, sin pararnos nunca a examinarla de cerca. ¿Qué
es lo que quiere decir el dominio de sí mismo? ¿Que
yo me domino a mí mismo? Es decir, ¿que el Yo
domina al Yo? ¿Que el Yo domina alguna otra cosa? ¿O
que alguna otra cosa domina al Yo? Todo es absurdo. El campeón
de ajedrez que se derrota a sí mismo. ¿Tiene
eso sentido? ¿Quién ha vencido y quién
ha perdido? En psicología, eso es esquizofrenia, y
es enfermedad mental. Camino del manicomio. Otra frasecita
de muestra. 'Me echo la culpa a mí mismo.' ¿Quién
le echa la culpa a quién? ¿Es que me han dividido
en dos mitades para que una de mis mitades le eche la culpa
a la otra mitad? O como áquel que dijo: 'Tengo que
echarme una mano a mí mismo.' Es decir, echarse una
mano a su mano. Asunto tan difícil, en comparación
de Alan Watts, como el morderse los dientes con los dientes,
ver el ojo con el mismo ojo (sin espejo) o tocar la punta
del dedo índice de la mano derecha con la punta del
dedo índice de la mano derecha. Que lo pruebe quien
quiera. Y, sin embargo, eso es lo que estamos haciendo todo
el día como si fuera nuestro objetivo supremo. Dominarse
a sí mismo, negarse a sí mismo (¿no es
eso alta traición?), autodeterminación, autodisciplina.
Pero ¿quién disciplina a quién, quién
niega a quién, quién rige a quién? Eterno
tiovivo de vueltas y vueltas que hace imposible todo progreso
espiritual mientras no nos apeemos de él."
Todos los recursos histriónicos de Tony, que eran
muchos y variados, hubieron de ponerse en juego para mantener
viva nuestra atención mientras él hablaba, actuaba,
gesticulaba, cambiaba de voz, hacía el payaso y el
mimo con dejo profesional y se dirigía, ya a uno, ya
a otro, ya al grupo entero, que le seguía perplejo,
interesado, divertido. Todos le escuchábamos con intensa
determinación, aunque la intensidad del escuchar no
estuviese en relación con la claridad del entender.
A mi alrededor podía ver yo lápices vacilantes
cerniéndose sobre cuadernos en blanco, imagen de las
mentes en blanco, a las que no resultaba fácil pensar
rápidamente a lo largo de rutas nuevas. Tony corrigió
el objetivo y bajó de la lógica a la descripción.
"El Yo es sólo una etiqueta pegada a este binomio
alma-cuerpo. Yo soy un organismo que se llama Tony. Eso es
todo. El problema es que la etiqueta tapa a la realidad y
nosotros, como siempre hacemos, tomamos la etiqueta por lo
que significa, el mapa por el territorio, el nombre por el
objeto. Le concedemos una existencia independiente a la etiqueta,
y creemos que la 'persona' de Tony es algo que existe por
sí mismo, independientemente de su alma y de su cuerpo,
y que es quien rige a ambos. Vamos a neutralizar un poco la
situación y a pensar y hablar de nosotros mismos como
'organismos' a los que, sencillamente, se ha dado un nombre
para facilitar e! trato mutuo. Nos divertiremos un poco."
Entonces Tony se dirigió a Joe Puli, Provincial de
los jesuitas de Kérala, y le dijo: "Suponte que
yo ahora te señalo a ti con el dedo y te digo: 'He
oído decir que este organismo lo está haciendo
muy bien de Provincial'. ¿Qué es lo que sientes?
Te gusta, desde luego; pero, si yo lo digo de ese modo, no
te produce demasiada emoción, ¿no es verdad?
En cambio si te digo: 'He oído que tú lo estás
haciendo muy bien de Provincial', eso te da mucha más
satisfacción, ¿a que sí? Del mismo modo,
si te digo: 'Tú eres un verdadero desastre como Provincial',
seguro que lo sientes de veras; mientras que si digo: 'Este
organismo es un desastre de Provincial', no te molesta tanto.
Ya veis por dónde va la cosa. El 'yo' o el 'tú'
directos son una amenaza, porque se toman muy en serio a sí
mismos como responsables en última instancia de lo
que 'este organismo' hace o deja de hacer, y les afecta seriamente
tanto el éxito como e fracaso. En cambio, en cuanto
descartamos la etiqueta amenazadora del 'yo' o el 'tú',
la intensidad del sentimiento, en un sentido o en otro, se
rebaja al instante. He averiguado que puedo decirle a cualquiera
impunemente: 'Tu subconsciente es un canalla', a lo cual él
asiente enseguida con una sonrisa complacida; mientras que,
si le digo: 'Tú eres un canalla', se siente ofendido
y puede reaccionar violentamente, con consecuencias desagradables
para mí. La devaluación del 'yo', aunque sólo
sea verbal, rebaja al punto la tensión y facilita el
trato mutuo en cualquier situación. Imaginaos qué
descanso será cuando la de valuación sea no
sólo verbal, sino real; cuando yo caiga en la cuenta
de que no hay Yo y, en consecuencia, tampoco hay nada de qué
gloriarse ni de qué preocuparse. Esa es, ni más
ni menos, la experiencia de los místicos. Santa Teresa
de Avila recibió la gracia de verse a sí misma
como si fuera otra persona, como si fuese una extraña
a sí misma; es decir, que dejó de identificarse
con su Yo, y eso la llevó a conseguir aquella paz suprema
por la que ya nada, bueno o malo, le afectaba, pues le resultaba
como si le estuviese pasando a otro. Ese es el camino a recorrer,
y ésa la dirección."
Yo pensé entonces (aunque sin interrumpir a Tony,
que estaba demasiado absorto en su disertación como
para admitir interrupciones) en Swami Ramdas, ese encantador
místico hindú que siempre hablaba de sí
mismo en tercera persona como si fuese la cosa más
natural del mundo, ya que tomaba lo que le pasaba a él,
fuera agradable o desagradable, como si le pasara a otro.
Si cualquier otra persona hablara así, resultaría
artificial y ridículo; pero en él resultaba
perfectamente normal, ya que encajaba con todo su pensar y
vivir. No tenía sentido del Yo en su vida, y por eso
no tenía primera persona gramatical en su lenguaje.
San Pablo había dicho en el momento más sublime
de todos sus escritos: "Vivo..., bueno, no soy yo el
que vive, es Cristo quien vive en mí." La experiencia
religiosa más profunda en todos los climas y en todas
las edades parece estar ligada a esta liberación del
Yo a un nivel más elevado de autopercepción,
sea cual sea la manera con que éste pueda describirse
o dejar de describirse.
Tony seguía adelante: "Si alguien se cree en
serio que es Napoleón, decimos que es un loco y lo
encerramos en el manicomio. Si yo me creo que soy un Yo independiente,
estoy tan loco como él, sólo que, como todo
el mundo piensa lo mismo, el manicomio en este caso es el
mundo entero. Os tengo bien dicho que tenemos que deshacemos
de todas las falsas ilusiones, y ésta es la principal
y de la que dependen todas las demás. El Yo es una
ilusión, y hay que deshacerse de ella cuanto antes.
También os tengo dicho que hemos de liberamos de todos
los apegos que tenemos, y ahora comprenderéis que,
una vez que nos liberemos del Yo, todos esos "asimientos"
se caerán por sí mismos. Una vez que no hay
Yo, no tienen a dónde agarrarse. Y, por último,
aquí veis también la última etapa de
nuestro viaje hacia el amor a través de las relaciones
interpersonales. El obstáculo definitivo y último
para el verdadero amor es el egoísmo, el Yo. Desentiéndete
del Yo, y ese día entenderás lo que es el amor.
El resumen de todo lo que he dicho en estos días es:
desentiéndete del Yo y serás libre."
Tony hizo una pausa, y yo aproveché para formular
una objeción, no con ánimo de oponerme, sino
de aclarar conceptos y profundizar en la idea fundamental,
clara y oscura al mismo tiempo: "De acuerdo en eso de
considerarme a mí mismo como 'este organismo'; lo entiendo,
y me ayuda la idea; pero, Tony, si este organismo llamado
Carlos tiene dolor de muelas, 'yo' siento algo que no siento
cuando el dolor de muelas lo tiene el organismo llamado Tony;
de modo que parece que hay algo allí además
del organismo. ¿Me explico?" Tony tenía
prevista la pregunta y contestó con claridad: "Lo
que he dicho sobre el desentenderse mentalmente del propio
Yo se aplica a todo, menos al dolor físico. El dolor
físico pertenece al organismo, y tiene derecho a hacer
sentirse en él. Es el caso de cualquier animal irracional,
que no tiene conciencia psicológica de ser 'persona'.
Siente el dolor físico y reacciona ante él,
y en eso nosotros somos, exactamente lo mismo. El dolor físico
deja sentirse en el organismo, y eso provoca la reacción
correspondiente. Hasta ahí todo va bien. La equivocación
comienza cuando ese mismo tipo de reacción personal
se aplica a cualquier otro tipo de dolor o sensación.
Suponte, por ejemplo, que te insulta alguien. Entonces es
cuando tu organismo ha de sentirse y mostrarse totalmente
indiferente, como si fuera el organismo de Tony el que ha
sido insultado. Mientras sientas el insulto, queda algo del
Yo en ti."
Me satisfizo la respuesta, pero volví a insistir en
la misma línea para aclarar un punto definitivo: "¿Y
qué sucede cuando yo muero, es decir, cuando este organismo
se muere?" Tony contestó como un relámpago,
con un tono de certeza innegable: "No hay Yo, Carlos.
Nadie se muere. La muerte no existe."
Un súbito silencio reverencial se apoderó de
la sala. Todos sentimos la trascendencia del momento. Habíamos
llegado a la cumbre.
Tony iba a por todas. Estaba convencido hasta el fondo de
lo que decía, hablaba con celo y entusiasmo, ponía
énfasis en cada palabra, y era evidente que todo lo
que nos estaba explicando ahora era el resultado de una larga
reflexión y una decidida experiencia personal. Me acordé
de que ya en los días de "Sádhana I",
en Poona, Tony se había referido al misterio del Yo
y había llegado a formular la pregunta expresa: "A
fin de cuentas, ¿qué es el Yo?" Eso quiere
decir que ya pensaba en ello desde aquellos primeros años,
aunque entonces no desarrolló la idea. Y, por fin,
ahora, diez años más tarde, con todo el estudio
y la práctica de su perseverante sinceridad por medio,
la semilla había dado fruto, y aquella breve pregunta
se había convertido en el núcleo de su doctrina.
En "El canto del pájaro" hay ya varias sugerencias
que apuntan a este tema. Cito uno de los cuentos, que se llama
precisamente "Renunciar al Yo". "El discípulo:
'Vengo a ofrecerte mis servicios.' El maestro: 'Si renuncias
a tu Yo, el servicio brotará automáticamente.'
(Comentario:) Puedes entregar todos tus bienes para ayudar
a los pobres, entregar tu cuerpo a la hoguera, y no tener
amor en absoluto. Guarda tus bienes y renuncia a tu Yo. No
quemes tu cuerpo; quema tu 'ego'. Y el amor brotará
automáticamente."
Tony sabía perfectamente que, al adoptar esta espiritualidad,
se ponía a tono con lo mejor que hay en toda tradición
religiosa, comenzando por el misticismo cristiano y siguiendo
por el sufismo mahometano, el advaita hindú, el atomismo
del Zen y el vacío del Tao. De hecho, no se trata de
un pensamiento original ni de un descubrimiento nuevo, pero
sí de una asimilación personal que daba a las
palabras de Tony un filo y un empuje de actualidad ineludible
y de seriedad inquietante. En poco tiempo llegó a comunicarnos
algo de su entusiasmo y su dedicación a lo que para
él era claramente el destino supremo del hombre sobre
la tierra. Y entonces surgió la pregunta inevitable
de sus fervorosos oyentes: ¿Y qué hacemos ahora,
en la práctica, para conseguir eso?
Aquí Tony se volvió seco, frío, casi
desentendido de lo que hiciéramos nosotros, con técnica
evidente que quería decir: allá vosotros; yo
he señalado el camino, y a cada cual le toca recorrerlo
como mejor sepa; ya me conocéis bastante a mí
y a Sádhana para saber que ni yo ni nadie puede hacer
por vosotros lo que es exclusivamente asunto vuestro: vivir
vuestra vida. Habló en términos negativos, como
lo hacen todos los que tratan de este estado del alma; pero
esa misma negación tiene sentido, porque, al cerrar
puertas fáciles, nos orienta con feliz necesidad hacia
las difíciles. Esto es lo que decía Tony cuando
llegó a la práctica de lo que había explicado:
"No hay esfuerzo, por valiente que sea, que pueda llevarnos
a desentendernos del Yo. Al contrario, todo esfuerzo es contraproducente,
porque refuerza al Yo en vez de rebajarlo. Cualquier método
basado en la fuerza de voluntad no hace más que confirmar
y robustecer al Yo, que es lo contrario de lo que debería
hacer; así es que hay que descartarlo de raíz.
¿Con qué nos quedamos, entonces? Con la eterna
paradoja que ya hemos enunciado más de una vez: sin
esfuerzo no podemos hacer nada, y el esfuerzo no hace más
que estropearlo todo. (¿Os acordáis de Buda?
El deseo de la iluminación es, a un tiempo, condición
esencial... y obstáculo insuperable para conseguirla.)
El único método, si método puede llamarse,
es abrir los ojos y ver.
Sencillamente ver, caer en la cuenta, dejar que caigan las
escamas de los ojos. Es tan fácil que por eso mismo
es difícil. Es espontáneo, y por eso hay que
trabajarlo. Hasta ahí llegamos juntos, y por lo demás...
¡buena suerte! Os aviso también que esta espiritualidad
no es para todos. Es decir, para todos vosotros sí,
pero para todo el mundo no. La mayor parte de la gente seguirá
necesitando muletas para andar, y tienen pleno derecho a usarlas
si así lo desean. Quien sea valiente, que se despoje
de todo y se lance a la búsqueda desnuda de Dios despojándose
de sí mismo. Aun de los que lo intentan, no todos lo
consiguen. Quizá uno de cada millón llegue a
la iluminación final. Aunque, por otro lado, no dudo
en decir que cada uno de vosotros aquí presentes puede
perfectamente alcanzarla. Ahora sí, otra advertencia:
esta iluminación final es o todo o nada; no va por
partes ni se obtiene a trozos; o la alcanzas o no; no puedes
estar 'bastante encinta'; o lo estás o no lo estás.
No nos engañemos con medias tintas. Este no es camino
para cobardes o pusilánimes. Precisamente el fracaso
en esta empresa viene de la falta de determinación.
Ya os lo dije antes, y lo vuelvo a repetir ahora: nadie quiere
curarse. Nadie quiere deshacerse de su propio Yo, por mucho
que lo diga. La aventura en ese reino desconocido es demasiado
extraña y aterradora, y nadie quiere adentrarse en
él. Nos gusta llevar el timón, dirigir nuestra
vida, llevar la contabilidad, controlarlo todo... y la idea
de quedarnos sin nuestro 'Yo' nos deja sin dónde agarrarnos,
cosa que no nos gusta. En el fondo, es batalla de fe. Si supiéramos
confiar en Dios, olvidarnos de nosotros mismos y dejarnos
llevar por él en cada momento, entraríamos en
este camino real que lleva a la liberación de la mente
en medio mismo de la vida que vivimos. Hay que aflojar esas
manos tensas con que nos agarramos al volante de nuestras
vidas, con que nos agarramos al propio Yo, y... dejarnos llevar.
Hay que soltar el carné de identidad..., cosa que nadie
quiere hacer, porque se encuentra perdido sin él. Id
aflojando, id soltando. Y siempre queda una consolación.
Aun sin llegar a la meta final, el mero vivir en esta atmósfera
y practicar esta espiritualidad trae a la vida una gran paz
y serenidad. Os aseguro que merece la pena. Y eso es todo
lo que os puedo decir. ¡Animo!"
No son sólo los vectores principales de las grandes
religiones del mundo los que convergen en el noble empeño
de la eliminación del Yo, sino que también la
psicología y la psicoterapia modernas (cosa que, por
una parte, nos sorprende, y por otra nos confirma en este
modo de pensar) han descubierto que la raíz de todos
los problemas del hombre está precisamente en ese tozudo
e ilusorio Yo, y que, por consiguiente, la vuelta a la salud
mental pasa por la misma condición esencial de desentenderse
del Yo. Un libro que circuló de mano en mano aquellos
días en Lonaula fue el breve y encantador tratado de
Gerald May, "Simply Sane" "("Nada más
que cuerdo"), algunas de cuyas ideas han aparecido ya
aquí en palabras de Tony, y otras cito ahora directamente:
"La creencia en el Yo es mucho más que una elemental
falta de lógica o un cómodo atajo lingüístico.
Es algo que hace verdadero daño. Una vez que establecemos
un Yo que de alguna manera posee y manipula el cuerpo, la
mente y el alma, éstos se convierten en objetos. Se
hacen cosas y pierden su misterio. Aun esto podría
tolerarse si nos quedáramos allí, pero no nos
quedamos. Creyendo, como ya creemos, que el Yo es en último
término el responsable de controlar a la persona, ¿qué
sucede cuando algo se escapa a su control? ¿Cuando
se comete una falta? ¿Cuando uno no consigue lo que
quiere? Cuando eso sucede, nos produce la impresión
de que nuestro Yo es defectuoso, porque no lo ha hecho bien.
Y entonces viene una verdadera avalancha de sofismas. Si el
Yo no funciona como Dios manda, hay que controlarlo y mejorarlo.
Un nuevo Yo, que no se sabe de dónde sale, se pone
a controlar a lo que, en el fondo, es el mismo Yo. Parece
increíble, pero aún hay más. Cuando uno
tiene éxito, cuando uno consigue hacer lo que quiere,
cuando todo está controlado... ¿quién
se atribuye el mérito? ¿Quién se engríe
con vana soberbia? El mismo escurridizo Yo. 'Yo he hecho un
gran trabajo.' ¿Quién lo ha hecho? 'Yo me domino
a mí mismo.' ¿Quién domina a quién?
Atribuirse el mérito lleva a la soberbia, y echarse
la culpa conduce a la responsabilidad, y de ambas maneras
se fomenta el sofisma. Esto es pura locura, pero no hay quien
se escape de ella. La humanidad está ya en un trance
en que no puede desentenderse del Yo. Es imposible eliminar
al Yo, porque es imposible encontrarlo.
Hay que aceptarlo como parte de la condición humana.
Hay incluso que llegar a amarlo. Si se le acepta y se le quiere,
se le toma más a la ligera, y uno puede descansar un
rato. Y al descansar y relajarse, uno puede empezar a sentir
confianza. Confianza en que la conducta humana puede seguir
siendo una conducta responsable aun cuando uno afloje las
manos del escurridizo volante. Confianza en que el vivir limpio
y profundo tiene lugar cuando uno desiste de intentar vivir.
(...) No es que siempre fuera así. No es que los seres
humanos hayan creído siempre que sus personas eran
objetos poseídos por otro Yo. Hubo otra época
en que la gente no se preocupaba del Yo. Era la época
del puro y simple vivir. Era el tiempo en que la vida cayó
en la cuenta de que vivía, pero antes de que la voluntad
del hombre se emborrachara de poder. En aquellos tiempos,
a los seres humanos no les parecía nada especial eso
de ser humanos. Los recién nacidos entraban en el mundo
sin más ceremonia que el abrirse el huevo de un pájaro
o el amanecer de un capullo. Y cuando alguien moría,
era como una hoja cayendo de un árbol. (...) No hay
nada que objetar al Yo como concepto. El problema comienza
cuando nos creemos que la idea del Yo es una realidad. Y a
eso le sigue la auténtica locura de que es nuestra
obligación formar, arreglar, mejorar y, en último
término, controlar esa 'cosa'. Si pudiéramos
pasar por .la vida convencidos de que el Yo no es más
que el nombre que se le ha dado a una combinación concreta
de cuerpo, mente y alma, no andaríamos tan chiflados;
pero metemos ese 'algo' que se esconde detrás del cuerpo,
mente y alma, los controla y se responsabiliza de sus acciones...
y ¡se arma el lío!". Es notable el paralelo
entre la psicología moderna y la espiritualidad tradicional.
Todos parecen coincidir en que el Yo es el que tiene la culpa
de todo. "Dios te pide sólo una cosa, y es que
te salgas de tu Yo, en cuanto eres un ser creado, y le dejes
a Dios ser Dios en ti" (Meister Eckhart).
El Yo ha echado raíces. A la mayoría de los
mortales no nos será fácil desentendernos de
él. Pero sí podemos, al menos, aligerar la carga
tomándolo menos en serio, disminuyendo su importancia
y sonriendo con alegría, en vez de agobiarnos con apuro.
Si no podemos destronar al tirano, por lo menos quitémosle
poderes. El antiguo y sabio consejo de que no hay que tomarse
a sí mismo en serio adquiere súbitamente nueva
dignidad e importancia al ser refrendado por la psicología
y la mística. El mismo Tony, a pesar de su actitud
de todo o nada en esta materia, llegó a admitir que
también se podían conseguir victorias parciales,
y que cualquier avance en esta dirección suponía
tal aumento de paz de alma y profundidad de vida que merecía
la pena el poner en marcha todos nuestros recursos para comenzar
de alguna manera a entender, aceptar y practicar la doctrina
de la no-existencia del Yo. Quedaba bien daro que ése
debería ser pala todos nosotros el sentido y la meta
última de Sádhana.
Esta concesión alentadora, sin embargo, no debe oscurecer
en modo alguno la seriedad decidida y constante con que Tony
insistió, en pleno uso de sus inmensos poderes de persuasión,
sobre la importancia y gravedad de esta empresa definitiva.
Citó a san Juan de la Cruz, y dijo que éste
era el sentido de su célebre "nada, nada, nada",
que es lo único que puede llevamos al "todo, todo,
todo". La dimisión del Yo es el arranque fundamental
que, en fe y esperanza, nos ha de llevar a la plenitud del
"todo".
Fue durante uno de esos elocuentes ataques contra el propio
Yo, mientras parecía que nada en absoluto podíamos
ya hacer o dejar de hacer en aquella verdadera noche oscura
del alma, con Tony metiéndonos a martillazos sin piedad
esa idea fundamental en la cabeza, cortando todas las escapadas
y deshaciendo todas las excusas, urgiéndonos a la generosidad
total frente a las ingentes dificultades de la aventura que
parecía dejamos colgados entre el cielo y la tierra
sin apóyo de ninguna clase, cuando le oí a Tony
la que fue quizá la frase más bella y más
profunda que jamás oí de sus labios. Nos dijo:
"Cuando la gente me oye hablar de esta manera, me dicen:
'Tony, al oírte hablar así, uno se queda sin
nada donde agarrarse...'; Y entonces yo completo la frase
añadiendo en el mismo tono: '... así dijo el
pájaro cuando empezó a volar.' Ya lo sabéis."
Arriba
Anterior
- Siguiente
Volver a Recursos
para seguir adelante
Ir a la página
principal
|