LIGERO DE EQUIPAJE
Tony de Mello, un profeta para nuestro tiempo
Carlos G. Vallés S.J.
INOCENTE E INTACHABLE
"Nunca consideréis a la gente como buena o mala,
sino pensad siempre que toda persona es plenamente egoísta,
ambiciosa, malvada, estúpida, inocente e intachable."
Tony nos dijo estas palabras no una, sino al menos diez veces
aquellos días en Lonaula. Siempre las mismas, siempre
en el mismo orden, siempre con un tonillo que subrayaba la
paradoja que él mismo veía entrañaban,
y la convicción cada vez creciente con que las decía,
porque las creía. De hecho, ésa era una de sus
ideas favoritas, relacionada muy de cerca con el "condicionamiento"
de que acabo de hablar. Se trata de que las personas actúan
siempre de la mejor manera que saben y pueden, dentro de las
circunstancias en que se encuentran; y que, por consiguiente,
son en todo caso inocentes o intachables; sólo que
su "condicionamiento" de toda la vida y las circunstancias
en que se encuentran las llevan a considerar como "lo
mejor" lo que a nosotros, con nuestro propio condicionamiento,
nos puede
parecer estúpido o depravado. No se trata de negar
la existencia del libre albedrío en el hombre, sino
sólo (y ¡sabiamente!) subrayar el papel que los
condicionamientos previos juegan en la conducta humana. Eso
ayuda a entenderse y aceptarse mejor a uno mismo y, desde
luego, a entender y aceptar con mayor facilidad a los demás
y su manera de portarse, por desagradable que a nosotros nos
resulte.
Todos hemos heredado del mundo del cine (que nosotros mismos
hemos creado) la imagen del "bueno" y el "malo",
y la aplicamos, desgraciadamente, a toda persona que se pone
a tiro de juició en nuestra vida, dividiendo a la humanidad
entre buenos y malos (con imágenes bíblicas,
para recargar más las tintas), sin caer en la cuenta
de que al hacer eso estamos usurpando el papel de Dios, con
funestas consecuencias para nuestra vida social y nuestro
desarrollo personal. En uno de sus libros cuenta Tony la anécdota
aquella de que si los buenos fueran blancos y los malos negros,
la pequeña María Luisa sería... ¡a
rayas! De eso se trata.
En la tradición cristiana, los santos se han visto
a sí mismos siempre como los peores pecadores. Y no
era eso humildad exagerada ni, menos aún, hipocresía
afectada, sino el reconocimiento sincero de todo lo que llevaban
dentro, y que precisamente la luz de la gracia iluminaba con
mayor intensidad; y en eso que llevaban dentro se parecían
y se identificaban con lo peor que en otros había salido
a la superficie y que en ellos, por la gracia de Dios y hasta
la fecha, permanecía doblegado. Un dicho "sufí"
enfoca la misma idea desde otro ángulo: "Un santo
es santo hasta el momento en que se entera de que lo es."
Todos nos hemos dicho más de una vez en la vida, ante
caídas (que ya estamos juzgando) de compañeros
o noticias oficialmente tristes de gente cercana a nosotros:
si Dios no me tiene de su mano... ¡por ahí voy
yo también! San Agustín, que supo por experiencia
en la primera parte de su vida lo que era ceder a la tentación
y que, tras su conversión y consagración, se
sabía el mismo de siempre, capaz otra vez de infidelidad,
como lo era ahora de generosidad, tuvo aquel grito sincero
al relatar la integridad de su segunda vida como había
relatado la infidelidad de la primera: "¡Domine,
ut occasio deesset tu fecisti!" (¡Tú, Señor,
fuiste quien quitaste la ocasión!) Si la ocasión
hubiera vuelto, habría vuelto la caída, porque
la persona habría sido la misma. Al cambiar las circunstancias,
cambió la conducta. Las "personas decentes"
somos distintas de los "criminales públicos"
(éstas son ya palabras de Tony) no en lo que somos,
sino en lo que hacemos. En el fondo, todos somos lo mismo,
todos llevamos al santo y al pecador dentro de nosotros, dispuestos
a saltar a escena en cuanto se lo permitan; y luego son las
circunstancias de la vida y las tendencias de la mente las
que nos llevan a actuar a unos de una manera y a otros de
otra. No hay lugar ni para la vanagloria por un lado ni para
la condenación por otro. Aun aquellos que a nosotros
nos parecen perversos y malvados no actúan en realidad
por malicia, sino por ignorancia. Aquí contaba Tony
con el apoyo firme de la Sagrada Escritura. "Os matarán
creyendo que le hacen un favor a Dios"; "¡Padre,
perdónalos porque no saben lo que hacen!"; "Yo
soy el peor de los pecadores..., pero lo que hice lo hice
por ignorancia" (Pablo); y los "pecados ocultos"
del salmo 18, que no son los que yo he cometido sin que nadie
se entere, sino sin enterarme yo mismo. "Mi conciencia
no me reprocha nada, pero eso no quiere decir que yo esté
sin pecado", vuelve a decir Pablo; y en esa humildad
bíblica está la base dogmática y psicológica
del poder aceptar a todos los hombres como, en esperanza y
humildad, nos aceptamos a nosotros mismos.
Tony nos contó un pequeño experimento que llevó
a cabo con un grupo de religiosos y religiosas. Les dijo que
tomaran papel y lápiz y pusiera cada uno brevemente
por escrito, sin firma ni nombre, cinco ocasiones de su vida
en las que tuvieran conciencia de haber actuado por malicia.
El resultado fue un montón de papeles en blanco. Nadie
escribió nada. Ni uno solo de los presentes, frente
a frente con su conciencia, sin miedo a ser rechazado, y sin
necesidad de encubrir nada por falsa humildad o deseo de seguridad
ante los demás; ni uno solo pudo decir de una sola
vez siquiera en su vida que había actuado por pura
maldad. Es verdad que eran religiosos, pero si el mismo experimento
se hiciera con gente a quien la sociedad considera como malhechores,
el resultado sería el mismo. El montón de papeles
en blanco.
Nadie actúa por maldad. Aun el terrorista, al poner
la bomba que va a matar a gente inocente ante el horror del
mundo entero, cree con toda su alma que al hacer eso está
cumpliendo con su deber, a veces con riesgo de su propia vida,
que está obrando en servicio de su grupo o de su país,
o incluso que le está "haciendo un favor a Dios".
La acción más execrable ante la conciencia de
toda la humanidad no es tal ante la conciencia del que la
ejecuta; incluso puede parecerle a él sinceramente
meritoria. "No juzguéis", mandó Jesús
con firme claridad... y nadie le hizo caso.
La diferencia entre el terrorista y el asistente social es
que el asistente social hace algo que agrada y ayuda a la
sociedad, mientras que el terrorista hace algo que desagrada
y hiere a la sociedad; y, en consecuencia, la sociedad alaba
a uno y condena al otro. No es que la persona sea "buena"
o "mala" en sí misma, sino que sus actividades
resultan beneficiosas o perjudiciales a la sociedad, y ella,
es decir, nosotros, reaccionamos espontáneamente, por
puro sentido de conservación. Bien está la defensa
propia, pero no el juicio moral. La sociedad hace bien en
recompensar a los que la ayudan y reprimir a los que la dañan.
Donde la sociedad se equivoca, y nosotros con ella es en pasar
del juicio de la acción (beneficiosa, perjudicial)
al de la persona (buena, mala) y en juzgar intenciones y motivos
a partir del beneficio o el daño que las consecuencias
de esa acción le reportan a ella. El antiguo principio,
"Condenar el pecado, no al pecador", tiene plena
vigencia y urgencia hoy como siempre.
Otro ángulo desde el que Tony enfocaba la misma cuestión
era el siguiente: dañar a los demás es, en último
término, dañarse a sí mismo, y todos
sabemos eso muy bien en el fondo. Puede que la pasión
nos ciegue en el momento de actuar y lleguemos a herir a otros
con loca violencia; pero sabemos que esos golpes se volverán
contra nosotros mismos, y que el hacer sufrir a otros lleva
siempre a hacerse sufrir a uno mismo.
Quien a hierro mata, a hierro muere. Hacer mal al prójimo
es, más pronto o más tarde, de una manera o
de otra, hacerme daño a mí. Y como nadie quiere
hacerse daño a sí mismo, nadie va tampoco directamente
a hacerle daño a nadie. Es decir, que no obra por hacer
el mal, aunque el resultado externo de su acción así
lo haga parecer. El motivo íntimo (oculto quizá
al observador externo, pero evidente para quien obra) es el
hacer lo que en último término sea más
ventajoso para él, lo cual incluye (quizá también
"en último término", y pasando primero
por la explosión de la bomba del terrorista) lo que
en su entender haya de ser más ventajoso para todos.
Nadie hiere por herir, a no ser que sea un loco. Todo miembro
de un grupo (aunque ese grupo sea la raza humana) sabe que
en el bienestar del grupo está, en definitiva, su propio
bienestar, y a eso tienden a la larga sus esfuerzos. Los resultados
pueden ser dispares y extraños, porque el entendimiento
humano hace cosas extrañas; pero el motivo de origen
es la autopreservación y, con él, la preservación
necesaria de los demás. La maldad por la maldad queda
descartada.
En el curso de la vida hay que enjuiciar inevitablemente
acciones y actitudes que nos afectan; pero aun ahí
hay que separar cuidadosamente, por una parte, el juicio práctico
de lo que esa persona representa para mí y, por otra,
el juicio moral de lo que ella es en sí. Puedo enjuiciar
a las personas como enjuicio la utilidad de una secretaria
o la eficiencia de un agente de viajes (son ejemplos de Tony),
con desprendimiento y objetividad:este agente hace un buen
trabajo, es puntual, exacto, de fiar; o, al contrario, es
un inútil que no hace más que complicar las
cosas sin ayudar en nada. Juicio práctico y directo
que regirá después mi conducta y mi relación
con ese agente y con esa persona; pero sin juzgar en ningún
caso a la persona como tal. Jesús no condenó
ni siquiera a la mujer adúltera.
Una importante consecuencia se desprende de todo esto. Cuando
personas con quienes vivimos y trabajamos se portan con nosotros
de manera que nos disgusta o nos hiere, no tenemos derecho
alguno a protestar o a quejamos de los que así actúan.
Haremos bien, sin duda alguna, en protegemos y defendemos
del daño que sus acciones nos pudieran causar, pero
no tenemos nada contra las personas como tales. Podría
yo protestar si es que se tratara de un "enemigo"
mío que actuara contra mí con mala intención
y deseo de hacerme daño; pero no es eso, en manera
alguna, lo que está haciendo; ese supuesto "enemigo"
mío, lo que está haciendo es sencillamente proteger
sus propios intereses como mejor sabe, tratar de avanzar su
propia causa, hacer lo que él cree es lo mejor para
él mismo o incluso, tal vez, para la sociedad; en otras
palabras, está siendo "plenamente egoísta,
ambicioso, malvado, estúpido, inocente e intachable".
Si lo entiendo así, lo único que puedo hacer
es dejado en paz. No tengo derecho a decir: "No debería
hacerme eso"; al contrario, la realidad es que sí
debería hacerte eso, porque, dada la manera como él
ve y entiende la situación, eso es lo único
que él puede hacer en conciencia, por difícil
que para ti sea el verlo y admitirlo. Aprendamos a no culpar
nunca a nadie.
Otra consecuencia: no hay nada que perdonar. Todos los perdones,
excusas y explicaciones del mundo no tienen sentido alguno.
Nadie me ha ofendido, para empezar; ¿cómo, pues,
puedo pedide explicaciones a nadie? Me haya hecho lo que me
haya hecho, lo ha hecho convencido de que eso era lo que él
debía hacer; ¿cómo puedo ahora exigirle
que retire lo dicho, que me presente sus excusas, que se retracte
en público? Pedir perdón, y aun concederlo,
es reconocer que había culpa, falta moral, malicia;
y una vez que reconocemos que no hay tal, no hay lugar tampoco
para el perdón. Perdonar es sólo acentuar la
discordia. (¡Qué razón tienes, Tony! pensé
yo al oírle decir estas palabras. Sólo una vez
me mandaron en la vida que le pidiera perdón a un profesor
por no haber asistido a su clase. Lo hice así cumplidamente,
él me perdonó generosamente... y desde entonces
nos odiamos cordialmente, hasta el día de hoy.) El
perdón no existe, porque la ofensa no existe; y la
ofensa no existe, porque no existe la intención. El
único perdón verdadero es el caer en la cuenta
de que no hay nada que perdonar.
Aquí se presenta una pequeña cuestión
que Tony aclaró con firmeza cuando alguien, inevitablemente,
la propuso. Hemos dicho que cuando alguien actúa de
manera desagradable o perjudicial para otros, lo hace así
por razón del condicionamiento, el conjunto de hábitos,
prejuicios y creencias que le llevan a ver las cosas de una
manera concreta y a reaccionar también de manera específica
en consecuencia. ¿Podemos, pues, decir ahora que hay
un "mal condicionamiento" que lleva a la gente a
actuar mal, y un "buen condicionamiento" que le
lleva a obrar bien? No. Todo condicionamiento es malo en sí
mismo. El resultado de un condicionamiento que lleva al sujeto
a hacer cosas que nos gustan, nos agrada; así como
el que le lleva a hacer cosas que no nos gustan, nos desagrada;
pero el condicionamiento como tal, el doblegar la mente, el
forzar la naturaleza, el fijar el prejuicio, el filtro, la
censura, el lavado de cerebro (sea cual sea la intención
con que se haga) nunca puede aceptarse. Va contra la dignidad
de la persona humana, contra la libertad de la mente y, en
último término, contra la salud fundamental
del individuo y de la sociedad. En el liberarse de todos los
condicionamientos (o, al menos, de tantos cuantos podamos)
está el camino hacia la verdadera paz interior y la
concordia universal.
Es importante caer en la cuenta de que tras esa manera de
pensar y de expresarse está el sólido apoyo
de una fiel confianza en la naturaleza humana y en Dios"
que la ha creado. Ese optimismo creacional nos permite confiar
en el hombre, aceptar sus instintos y defender su integridad
ante cualquier intento de subyugación mental de cualquier
signo que sea. El hombre es mejor
de lo que le enseñan a ser. Es verdad que existen el
pecado original y la concupiscencia del mal en el corazón
del hombre; pero también existen, y con mayor abundancia
y generosidad, la gracia de Dios y la filiación divina
de todos sus hijos. Tener fe en el hombre es tener fe en Dios.
Una ligera reflexión basta para descubrir cómo
esta manera de pensar encaja exactamente en el concepto general
que Tony tenía del hombre, de la vida y de Dios. No
juzgar, no culpar, no quejarse, no sentir necesidad de perdonar
ni de ser perdonado... son consecuencias lógicas de
esa actitud general ante la naturaleza y las cosas y las personas
que nos lleva a aceptar todo tal como es; a abrir las puertas
a la realidad; a caer en la cuenta de que nadie, de hecho,
me hace daño; que nadie necesita cambiar; que yo mismo
puedo pasar tal como estoy; y que no son la protesta y la
rebelión, sino la fe y la esperanza, las que constituyen
la base de una vida feliz. La paz y la felicidad están
en aceptar, no en rebelarse. Evitando malentendidos, y hablando
de la persona en su actitud consigo misma, no de la revolución
social que la historia puede justificar y exigir, la integración
personal de todo lo que ella es y la rodea, incluso los aspectos
dolorosos del ser, es la dirección clara y eficaz del
desarrollo y la plenitud de la persona humana.
Ese es el sentido profundo del mandamiento incondicional
de Jesús: "No resistáis al mal." Con
conciencia humilde de nuestra limitación para entender
todo el sentido que Jesús dio a esas palabras, y de
la lucha en nuestros corazones cuando llega el momento de
poner en práctica el mandato eterno y reconciliado
con el deber urgente de oponerse a la injusticia y suprimir
la opresion, el mandamiento de Jesús apunta a una paz
del alma y un equilibrio de ánimo que son nuestra herencia
evangélica y nos han de acompañar, estemos donde
estemos y hagamos lo que hagamos, para que nuestra acción
sea fecunda y nuestra presencia benéfica. "No
juzguéis", "no resistáis", "tampoco
yo te condeno","puedes ir en paz". Bendición
divina sobre el corazón del hombre.
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