LIGERO DE EQUIPAJE
Tony de Mello, un profeta para nuestro tiempo
Carlos G. Vallés S.J.
CAMBIAR O NO CAMBIAR
"Antes os decía yo siempre: '¡Cambiad!
Cambiad aunque sólo sea por el gusto de cambiar. Mientras
no tengáis una razón fuerte y positiva para
no cambiar, ¡cambiad! Cambiar es desarrollarse y cambiar
es vivir; por eso, si queréis seguir viviendo, seguid
cambiando'. Eso os decía yo antes, y lo sabéis
muy bien. Pues bien, ahora os digo lo contrario: No cambiéis.
Cambiar no es ni posible ni deseable. Dejadlo estar. Quedaos
como estáis. Amaos a vosotros mismos tal como sois.
Y el cambio, si es que a fin de cuentas es posible, ya tendrá
lugar por sí mismo, cuando lo quiera y si lo quiere.
Dejaos en paz."
Esto sí que era un buen cambio en Tony, y valga la
paradoja. Toda su vida había sido el apóstol
más ardiente del cambio, y lo ponía como base
de todo avance y todo progreso, tanto en la vida espiritual
como en el desarrollo psicológico de la persona. Y
ahora, de repente, decía que no. Media vuelta. Es decir,
cambiaba para decimos que no cambiáramos. Y encima,
decía que así era como el cambio vendría
por sí mismo, que es la única. manera sana de
que venga. Un poco de lío. Y Tony disfrutaba armando
líos. La cosa es más sencilla de lo que parece
y, desde luego, es importante.
Si Tony objetaba ahora al cambio, era por una raz6n fundamental:
lo que nos mueve a querer cambiarnos a nosotros mismos o a
otros es la falta de tolerancia, y eso es inaceptable. Queremos
cambiar, sencillamente porque no nos aguantamos, y lo que
hay que atacar ahí no es la necesidad del cambio, sino
la falta de aguante. No toleramos en nosotros mismos un defecto,
un fallo, una debilidad moral o psicológica, y nos
empeñamos en corregirla con verdadero autodesprecio
y velada violencia. Nos da verguenza de nosotros mismos, o
rabia, o asco, o sencillamente impaciencia, y nos imponemos
el deber de cambiar para volver a ser personas respetables
ante nosotros mismos y ante la sociedad. Cambiamos para ser
aceptados, para responder a las expectativas que se tienen
respecto de nosotros, para ajustarnos a la imagen ideal que
de nosotros mismos hemos concebido y llevamos siempre dentro.
Nos falta paciencia con nosotros mismos y nos forzamos a cambiar.
Y eso nunca resulta. La violencia nunca ayuda al crecimiento.
El único cambio aceptable es el que viene del aceptarse
a sí mismo. El cambio nunca puede forzarse: el cambio
sucede. La gran paradoja del cambio es que sólo conseguimos
alcanzarlo cuando nos olvidamos de él. La resistencia
que oponemos a nosotros mismos, o a cualquier tendencia dentro
de nosotros, sirve sólo para reforzar esa tendencia,
y con eso hace imposible el cambio.
Me voy a servir de mi propio caso para ilustrar este principio.
Yo había ido a Lonaula porque estaba demasiado tenso
y quería relajarme y descansar. Varios factores en
la última temporada habían contribuido a sobrecargar
mis nervios, ya de por sí bien anudados de ordinario,
y estaba nervioso, impaciente, inquieto, a disgusto con todo
el mundo y falto de sueño. Yo tenía pensado
contarle todo esto a Tony en detalle, en presencia del grupo,
y luego me imaginaba que él se pondría a trabajarme
con terapia, ejercicios, diálogos o cualquiera de los
mil recursos que tenía a su disposición para
irme tranquilizando y curando. Yo estaba muy tenso, y confiaba
en que Tony me iba a ayudar a dejar de estarlo. Por eso me
sorprendió cuando, después de que yo le conté
mi situación ante todo el grupo, me dijo tranquilamente:
"¿De modo que estás tenso, Carlos? Vale.
Sigue tenso. Acepta el hecho de que estás tenso, y
déjalo estar. Es posible que tu tensión desaparezca
durante estos días, y es posible que no. Si se va,
se va; y si se queda, se queda. Tú sigues siendo el
mismo y estando bien en ambos casos. La felicidad es algo
más que el no sentir tensiones, así como la
vida es algo más que no estar enfermo. Es decir, son
cosas distintas. Puedes ser feliz mientras estás tenso,
y puedes estar perfectamente relajado y ser desgraciado. Ni
siquiera sabes si te conviene o no para tu bien el estar tenso.
De modo que déjalo en paz. Métete de lleno en
la vida, métete en las sesiones, en todo lo que hagas
estos días y siempre, y deja que tus nervios hagan
lo que les dé la gana. La naturaleza es sabia y puede
cuidarse de sí misma, si es que la dejas. Cuanto menos
te entrometas, mejor."
No pude menos de ver la sabiduría del consejo. Yo
estaba tenso y quería forzarme a relajarme. Y eso,
desde luego, no hacía más que aumentar la tensión.
¿Cómo conseguiré relajarme? ¿Cuánto
tiempo me llevará? ¿Qué me pasará
si no lo consigo? ¿Por dónde empiezo? ¿Qué
método sigo? Para volverse loco. Paradójicamente,
pero evidentemente, la única manera de relajarme era
el dejarme ser tenso. Sí, estoy tenso, y me va muy
bien, gracias. Me he dado permiso a mí mismo para estar
todo lo tenso qué me dé la gana. Y ¿qué
pasa? ¿Quién se queja ahora? ¿Por qué
no he de estar tenso? ¿Qué tiene de malo estar
nervioso? Nervioso he sido toda la vida, y no lo he pasado
tan mal que digamos. Puedo seguir así toda la vida
con toda tranquilidad. ¡Nerviosos del mundo entero,
uníos! ¡Luchemos por nuestros derechos y defendamos
nuestro modo de ser! Tenemos derecho a un sitio en el mundo,
y queremos ocupado con dignidad. ¡Vivan los nervios!
Tony llegó a decir de sí mismo, con una humildad
que le caracterizaba y que en él era simple expresión
de la realidad tal y como la percibía: "Antes,
al hacer de terapeuta, yo comunicaba a las personas mi propia
falta de tolerancia y las llevaba a rechazarse a sí
mismas." El urgente deseo de cambiar, de hacerlo mejor,
de imitar a aquellos en el grupo que "lo habían
conseguido" y se alzaban secretamente como modelos a
imitar por los demás, la necesidad de llegar a poder
decir "ihe cambiado!" Y hacérselo reconocer
al grupo... todo eso pesaba mucho sobre la mente y podía
hacer más mal que bien. Hacia el final de nuestro primer
curso de nueve meses de Sádhana, escribimos todos evaluaciones
de unos y otros y nos las intercambiamos mutuamente. La mayor
alabanza a que uno podía aspirar en aquellas evaluaciones
era que le dijeran a uno: "Has cambiado muchísimo".
Ese era el espaldarazo, final, la calificación máxima,
la meta suprema. Cambiar y que se me note. Y eso podía
ser contraproducente, como el mismo Tony lo vio más
tarde. La presión para cambiar, mientras que ningún
cambio fundamental se asomaba al horizonte, podía crear
problemas e incluso, a veces, llevar a la frustración
y al autorrechazo.
Una cosa sí que había notado yo ya en el primer
curso de Sádhana, y la había comentado en el
grupo cuando la advertí. Al comienzo de los nueve meses,
cada uno de nosotros iba presentando sus problemas personales
en busca de solución. Por poner un ejemplo bien inocente,
alguien podía decir que se ruborizaba siempre que le
presentaban a otra persona, y quería acabar con los
rubores. Tony se ponía a trabajar con él usando
todo el arsenal de sus recursos psicológicos. Diálogo,
terapia, ejercicios, escenificación. No dejaba tecla
por tocar. Mientras tanto, el tiempo pasaba... y el sujeto
seguía ruborizándose cada vez que le presentaban
a otra persona. (No recuerdo un solo "problema"
que fuera "resuelto" en todo el año). Luego,
cuando los nueve meses tocaban a su fin, nuestro sujeto volvía
a presentar su caso en un último esfuerzo de acabar
con sus rubores. Entonces Tony cambiaba radicalmente de táctica
y le decía sin ambajes: "¿Estás
dispuesto a vivir con"tu problema?" Asunto concluido.
Si no puedes cambiarlo, acéptalo. Y la aceptación
misma es la que preparará el camino al cambio, si es
que ha de producirse.
Lo que había cambiado en Tony era que ahora comenzaba
por donde entonces terminaba. En vez de trabajar primero por
hacer cambiar al sujeto y luego decirle que se aceptase tal
y como era, ahora comenzaba por decirle que se aceptase, y
que de ahí se seguiría el cambio, si es que
se seguía. Acepta los hechos, amóldate a la
situación, reconcíliate contigo mismo... y el
cambio se cuidará de sí mismo. Esa era la nueva
táctica.
El ejemplo que sigue no procede directamente de Tony, pero
lo leí yo en un libro de psicología aquellos
mismos días en Lonaula y esclarece el hecho psicológico
de que, al resistir a un rasgo negativo de nuestro carácter,
no hacemos más que agravarlo; por eso lo cuento brevemente.
Un psiquiatra refiere el caso de un cliente suyo que tartamudeaba
y quería dejar de hacerlo. No podía abrir la
boca sin tartamudear como un descosido, y eso le había
sucedido toda la vida, desde que era capaz de recordar. El
psiquiatra le preguntó: "¿Podría
usted recordar al menos una ocasión en su vida en la
que usted haya hablado sin tartamudear?" Sí, había
habido una ocasión. El tartamudo contó cómo
una vez, cuando era joven, se había montado en un autobús
a toda prisa, sin tiempo para sacar billete, y estaba preocupado
pensando qué pasaría cuando viniera el revisor
y le pidiera el billete. Pero se le ocurrió lo siguiente:
cuando venga y me pida el billete, me pondré a explicade
lo que ha pasado, y, como tartamudeo tanto, le entrará
compasión y me dejará en paz. De hecho, pensaba
exagerar el tartamudeo para que su petición de misericordia
resultara más eficaz. Se acercó el revisór,
se preparó el tartamudo, abrió la boca... y
salieron las palabras con una claridad nítida y una
pronunciación exacta, sin titubeo ni defecto alguno.
El revisor sonrió irónicamente ante el "falso"
tartamudo y le impuso la multa de rigor. Nuestro hombre no
pudo quedar más chafado. Para una vez en la vida en
que su tartamudeo le podía haber servido de algo...
¡le había fallado! y ahí estaba precisamente
el "quid" de la cuestión. Mientras él
se oponía al tartamudeo, seguía tartamudeando.
¿Por qué me ha de pasar esto a mí? ¿Cómo
puedo vivir así? ¿Cómo puedo conseguir
trabajo mientras hable así? ¿Hasta cuándo
va a durar esto? ¿Cómo podré aguantar
toda la vida? Protestaba con todo su ser contra la injusta
y dolorosa situación. Y eso sólo servía
para acrecentar el mal. Tartamudeaba cada vez más...
y sufría por ello cada vez más. Círculo
vicioso que no era fácil romper. Sólo una vez
en su vida se alegró de ser tartamudo, se felicitó
por serIo, creyó que su tartamudeo le iba a sacar del
lío en que se había metido al viajar sin billete,
y aun quiso exagerar su defecto para hacerlo más evidente.
Y se desvaneció el tartamudeo. En la única ocasión
de su vida en que aceptó el ser tartamudo, dejó
de serIo. Ese es un ejemplo evidente de cómo funciona
la naturaleza humana. Se resiste con toda su alma cuando alguien
intenta cambiarla directamente, mientras que cambia por sí
misma cuando la dejan en paz o la empujan en dirección
contraria. Los burros hacen exactamente lo mismo.
Cuando el prurito de cambiar nos entra no para cambiamos
a nosotros mismos, sino para cambiar a los demás, resulta
mucho más dañoso, y Tony nos previno seriamente
contra él. Queremos hacer cambiar al otro... ¡por
su propio bien, por supuesto! ¡Sería una persona
tan completa y feliz si lo hiciera! Ahora no hace más
que fastidiar a todo el mundo, estropear su propio trabajo,
no dejar que sus buenas cualidades entren en juego... y todo
por esos defectillos que todo el mundo le ve y que sólo
él parece no haber notado. Tengo que decírselo,
tengo que urgirlo, tengo que hacer que se enfrente con los
hechos para que se corrija de una vez'; o, si no puedo hacer
eso, al menos tengo que rogarle a Dios que, en su bondad y
misericordia, le haga cambiar para su propio bien y para bien
de todos.
Por favor, no le hagas a Dios esa petición. Esa oración
es únicamente tu manera velada, pero evidente, de rechazar
a tu hermano. Reza por él, desde lluego, y alaba al
Señor por él y date gracias por él, pero
no le pidas que lo cambie según la imagen que tú
has decretado para él. No te toca a ti juzgar, condenar,
ordenar el cambio. Deja a tu hermano en paz, no sólo
en tus acciones, sino aun en tus pensamientos, y acéptalo
y ámalo tal como es. El deseo de cambiar a otros, tanto
como el deseo de cambiarse a sí mismo, viene fundamentalmente
de la intolerancia, y por eso viene torcido de raíz.
Si el factor de intolerancia está totalmente ausente,
el cambio es sano y positivo; pero, de ordinario, hay siempre
una dosis de intolerancia en el deseo de cambiar, y eso lo
hace peligroso. Contra eso hay que guardarse.
Tony nos dijo: "¿Os imagináis qué
felices serían nuestras comunidades, nuestras familias,
nuestra sociedad, si cada uno de sus miembros dejara de tratar
de cambiar a los demás, incluso de desear que cambiasen?
Sería el cielo en la tierra. Pero la triste realidad
es que nos estamos quejando constantemente por dentro, y con
excesiva frecuencia también por fuera, de la conducta
de todos los demás, y esa intolerancia destruye la
armonía del grupo." Entre mis compañeros
de Lonaula aquellos quince días, había un Provincial
jesuita que me dijo: "Cuando mis súbditos vienen
a hablar conmigo, se pasan casi todo el rato diciéndome
qué es lo que tengo que hacer con otros súbditos,
cómo los he de reprender, corregir, prohibirles que
hagan esto o mandarles que hagan aquello. Cada uno parece
conocer a la perfección lo que todos los demás
han de hacer; y cada uno quiere que se aplique la ley con
toda su fuerza... a los demás, no precisamente a él,
que es una excepción justificada." El deseo de
perfección espiritual que se nos ha inculcado desde
el principio de nuestra formación religiosa ha aguzado
peligrosamente nuestro sentido de crítica, autocrítica
primero y crítica universal después, y ese mismo
sentido crítico es el que ahora nos impide avanzar
y que les dejemos avanzar a otros. Es hora de que ensanchemos
nuestras miras y hagamos de la aceptación, no de la
crítica, la base de nuestra conducta con los demás.
.. y con nosotros mismos.
En el fondo de esta actitud práctica hay una profunda
verdad religiosa. Dios es quien me ha hecho, a mí,
a los demás y al mundo entero; y, por consiguiente,
aceptar la realidad que aparece en mí y en lo que me
rodea es aceptar la voluntad de Dios y adorar a su Divina
Majestad. A través de todo el dolor y el sufrimiento
de la humanidad, a pesar del pecado del hombre y las catástrofes
de la naturaleza, es un hecho de fe que todo este universo,
conmigo en él, es la obra de Dios; y en consecuencia,
la mejor y única manera como yo puedo entrar en ese
universo y llevar a cabo mi salvación en él
y a través de él es aceptarlo como don de Dios,
verlo a él en todos los hombres y en todas las cosas,
y dejar que obren en mí su poder y su gracia, con mi
gratitud y mi cooperación. La opinión que Dios
mismo tenía del mundo cuando lo hizo fue que "era
bueno de veras", y la presencia en él, más
adelante, de su Pueblo, su Hijo y su Iglesia lo hace aún
más bello y adorable. "Mirabiliter creasti et
mirabilius reformasti": una creación admirable
y una redención aún más admirable. En
cambio, nosotros nos hemos olvidado de la maravilla y nos
hemos quedado con la miseria. Tenemos que recobrar la visión
completa del mundo en fe, que incluye, sí, la Cruz,
pero también la Resurrección. Somos miembros
de Cristo Resucitado y hemos de aprender a alegramos con nuestra
Cabeza. Mirar la vida con los ojos de Dios es aceptarla, y
ése es el primer paso de salvación espiritual
y de salud mental. Pisamos tierra firme.
Aceptar la realidad no quiere decir, en manera alguna, tolerar
cualquier tipo de conformismo, pasividad o apatía.
Para cualquiera que conociera a Tony sería imposible
asociar con su recuerdo ninguna de estas palabras. Aceptamos
la realidad como el pájaro acepta sus alas: para volar.
Lo importante es no empezar a quejarse del tipo de alas que
a uno le ha tocado, a compararlas con las de los demás...
para quedarse al fin en el suelo. Aceptar no es frenarse,
y el sentido de la realidad no es la inercia; al contrario,
es un abrazar gozosamente a todo lo que existe para sacar
el mayor partido a las cosas tal como son y a la vida tal
como es. Una tal actitud lleva a la iniciativa ya la acción
para provocar decisiones y cambiar circunstancias. Reconocer
a una semilla como semilla quiere decir prepararme a regarla;
reconocer una enfermedad como enfermedad quiere decir prepararme
a ir al médico para que me cure; reconocer la injusticia
como injusticia quiere decir prepararme y lanzarme a luchar
contra la opresión y hacer triunfar la justicia. Reconocer
la realidad, aceptar los hechos y caer en la cuenta de toda
situación no es inivitar a la pereza y a la inacción,
sino lanzar el reto del desarrollo personal y el cambio social.
La psicología no se opone, sino que ayuda a la sociología.
El libro de Thomas Harris, "YO SOY UN AS; TU ERES UN
AS", ejerció bastante influencia en las primeras
etapas de Sádhana, y su terminología pasó
al lenguaje diario de Sádhana. Nuestra meta final era
llegar a "ser un as" en el terreno psicológico,
es decir, encontrarse bien, tener equilibrio, estar de buen
humor, controlar la situación, dominarse a sí
mismo y mantener contacto satisfactorio con todos los demás.
Parte de "ser yo un as" era reconocer que "tú
también eres un as", es decir, no despreciar a
nadie ni compararse con nadie, sino aprender a ver lo bueno
en todos, empezando por uno mismo. Y, paralelamente, la mayor
desgracia era "no ser un as", es decir, andar alicaído,
desganado, desequilibrado, confuso y con complejos de inferioridad.
Por eso había que esforzarse valientemente por "ser
un as", y quedábamos hechos polvo cuando, a pesar
de todos nuestros heroicos esfuerzos, no conseguíamos
el título. Admitir que "no soy un as" era
como la confesión contrita de un pecador público
ante la asamblea de los justos. Una llamada a la compasión
y a la penitencia. La tiranía de tener que "ser
un as" fue, vista ahora de lejos, una de las cargas desafortunadas
de nuestro primer Sádhana.
Por eso fue un gran descanso oírle a Tony decir ahora:
"La teoría del 'YO SOY UN AS; TU ERES UN AS' es
un error fatal. Te impone la obligación de "ser
un as", de sentirte bien, de estar siempre en forma,
de pasarlo en grande... y, si no lo logras, andas mal y se
te condena. A eso no hay derecho. Yo soy lo que sea y siento
lo que siento y me encuentro como me encuentro... y vale.
No tengo que 'ser un as' para ser un as, si es que me explico;
no me encuentro bien... y eso me va perfectamente. Hay que
liberarse de la trampa del as. De hecho, yo pienso escribir
algún día un libro que se titulará 'YO
SOY UN ASNO; TU ERES UN ASNO', y que será el antídoto
perfecto a la doctrina de los ases. Hay alguien que me ha
propuesto ya un subtítulo para ese libro: 'El libro
de las coces'. ¡Veréis cosa buena cuando salga!"
Humor lleno de sabiduría. Una vez que acepto alegremente
el hecho de que soy un burro, ya no me sorprenden ni me apenan
los errores y estupideces que sigo cometiendo a pesar de tantos
años de formación y tantos y tan nobles esfuerzos.
A fin de cuentas, soy un burro; y si hago burradas, eso es
precisamente lo que me corresponde. Que no se asombre nadie,
y menos yo mismo. Y de la mismísima manera, todas las
personas que tienen el honor de rodearme y vivir conmigo son
también burros, y, en consecuencia, todos se comportan
como los burros que son y seguirán siendo, y tienen
perfecto derecho a hacerlo así. Esa es la actitud perfecta
para conseguir la paz del alma consigo mismo y con los demás.
La aceptación plena de mí mismo y de todos los
demás acaba con todas las tensiones y siembra la paz
y la felicidad. Es una pena que Tony ya nunca escribirá
ese libro.
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