LA
FABRICACIÓN DE LOS SANTOS
Autor: Kenneth L. Woodward
CONCLUSIÓN: EL FUTURO DE LA SANTIDAD
En abril de 1989, el cardenal Joseph Ratzinger, prefecto
de la Congregación para la Doctrina de la Fe y el consejero
más cercano a Juan Pablo II en materia de teología,
criticó, en unos raros comentarios públicos,
el proceso de creación de santos de la Iglesia. Ocurrió
en el transcurso de una sesión de preguntas y respuestas
que siguió a un discurso del cardenal en un centro
cultural católico de Seregeno, una pequeña ciudad
cerca de Milán. Se le preguntó que si pensaba
que la Iglesia estaba creando demasiados santos; Ratzinger
admitió que el número de santos y de beatos
había aumentado durante la última década,
y agregó que entre éstos se hallaban algunos
que "tal vez signifiquen algo para cierto grupo de gente,
pero que no significan gran cosa para la inmensa mayoría
de los creyentes". Ratzinger propuso a continuación
que se diera prioridad a aquellos santos cuyas vidas encierren
un mensaje más universal y relevante para los creyentes
Contemporáneos, citando, a modo de ejemplo, a Edith
Stein y a Niels Stensen como unos santos que tenían
un mensaje para la condición moderna, a pesar de que
este último hubiera muerto tres siglos atrás.
Por muy breves y circunspectas que fueran, las observaciones
de Ratzinger provocaron grandes titulares en la prensa italiana
y comentarios en "The New York Times" y otros periódicos
del mundo entero. Los italianos, en particular, interpretaron
los comentarios del cardenal como una crítica dirigida
contra la inclinación del papa a incrementar el número
de santos y como una confirmación de aquellos críticos
de la Iglesia que, desde hacía mucho, venían
ridiculizando a la congregación como "fábrica
de santos". No es sorprendente que los comentarios de
Ratzinger causaran notable enfado también entre los
hacedores de santos. El cardenal perteneció a la congregación
durante cuatro años, y, si consideraba deficiente el
sistema, algunos de los hacedores de santos se preguntaban
por qué no comunicó sus críticas a los
colaboradores. En una breve y conciliatoria respuesta pública,
el arzobispo Traian Crisan, secretario de la congregación,
admitió que la creación de santos "es como
cualquier otra cosa que se hace todos los días: puede
perder parte de su valor. Debemos proceder con cautela".
Se avisó, sin embargo, al resto de la congregación
que nadie discutiera los comentarios de Ratzinger con la prensa.
Yo sabía que a los hacedores de santos esos comentarios
les dolían. Uno de ellos lamentó que Ratzinger
estuviera adoptando una perspectiva típicamente centro
europea, señalando que tanto Edith Stein como Niels
Stensen eran del norte de Europa. "¿Quién
es el cardenal para decir que ellos son personajes universales
y otros no? -preguntó retóricamente-. Además,
si canonizáramos solamente a santos de reputación
universal, ¿quién quedaría, aparte de
alguna madre Teresa de vez en cuando? Si quisiéramos
seguir los consejos de Ratzinger, más valdría
que cerrásemos esta congregación y dejásemos
que un puñado de cardenales decidiese quién
ha de ser santo y quién no."
También Ratzinger, a su vez, se disgustó por
las especulaciones que sus comentarios suscitaron en la prensa
seglar. En una entrevista con una publicación simpatizante
("30 Days", revista mensual católica conservadora
que el cardenal utiliza a menudo para airear sus opiniones),
trató de aclarar sus ideas:
"En realidad, lo que dije fue que se trata de un problema
que no ha existido hasta ahora, pero que se está haciendo
necesario afrontar. Esa declaración, que realmente
era muy cautelosa, supone que toda canonización es
ya de por sí inevitablemente una decisión en
favor de unos ciertos criterios de selección: como
dije, hay muchos más santos de los que es posible canonizar.
La apertura de un proceso de canonización indica ya
una elección entre un número muy elevado [de
candidatos potenciales]. Esa elección está vinculada
a ciertas circunstancias fortuitas; una orden religiosa, por
ejemplo, será capaz de reunir los testimonios sobre
la santidad de un individuo y de seguir los procedimientos
de canonización con más facilidad que alguien
que ignora el proceso, los amigos de un padre o una madre
de familia (...). Me parece legítimo preguntar si los
criterios vigentes hasta ahora no debieran completarse hoy
con unas nuevas prioridades, encaminadas a colocar ante los
ojos de la cristiandad a aquellos personajes que, más
que nadie, nos hacen visible la Santa Iglesia, en medio de
tantas dudas acerca de su santidad".
A primera vista, Ratzinger no parece decir nada más
de lo que habían dicho ya en el pasado muchos críticos
del sistema, incluso algunos de los mismos hacedores de santos;
a saber, que la promoción de los candidatos a la canonización
se había convertido desde hacía mucho tiempo
en un dominio de las órdenes religiosas, que son, por
razones prácticas, las únicas instituciones
dentro de la Iglesia que poseen tiempo y dinero suficientes
y están dispuestas a promover las causas, también
las de los laicos. Si hubiera hablado con más franqueza,
sin embargo, Ratzinger podría haber explicado, en beneficio
de todos los interesados, en qué consisten esos criterios
selectivos que la congregación observa para elegir
a los candidatos a la santidad. Sospecho que el motivo por
el que no lo hizo es que, aparte de las prioridades ya descritas
en el capítulo 3 (personajes del Tercer Mundo, laicos
y otros miembros de grupos escasamente representados), no
existe efectivamente ningún criterio discernible por
el que se elija a un candidato y no a otro.
A estas alturas, debería estar claro que el "modus
operandi" de la congregación consiste esencialmente
en aceptar todas las causas propuestas por los obispos locales;
cuantos más obispos apoyen una causa determinada, tanto
mayores serán las probabilidades de que sea aceptada.
En ese sentido, el proceso funciona como un mercado. Es cierto
que a veces se rechaza a algún candidato; pero la congregación
no lleva ninguna lista de los candidatos rechazados ni resulta
evidente, bajo la nueva legislación, quién toma
es decisión ni cómo.
En el pasado, eran el "abogado del diablo" y su
equipo de abogados quienes, junto con los censores (como el
padre Lozano) designados para examinar los escritos del candidato,
debían presentar las objeciones a la introducción
de una causa. Los motivos típicos de rechazo eran de
índole "doctrinal" -cuando algo que el candidato
había escrito o defendido resultaba ser heterodoxo
"espiritual" o "psicológica", como
en los casos en que un supuesto místico resultaba haber
sido una persona espiritual o emocionalmente inestable; "técnica",
cuando en el nivel diocesano no se habían seguido los
procedimientos correctos, y "política" o
"pastoral", en los casos en que la beatificación
de un candidato pudiera causar perjuicio a la Iglesia local.
Con la reforma de 1983, no hay persona ni organismo particular
encargados de tomar tales decisiones. En teoría, el
obispo local es el primer funcionario de la Iglesia que tiene
poderes para juzgar si existen objeciones serias a una causa;
en la práctica, en cambio, resulta poco menos que imposible
saber por qué un obispo -o una jerarquía nacional-
se niega a iniciar una causa formal. En el caso típico,
la causa no es rechazada lisa y llanamente, sino suspendida
indefinidamente. Los casos controvertidos parece ser que suelen
tener motivos de tipo político o ideológico
y, por tanto, jamás se reconocen oficialmente. Los
partidarios del austríaco Franz Jagerstatter, por ejemplo,
que murió ejecutado por los nazis por negarse a ingresar
en el ejército, han esperado durante años una
explicación clara de por qué no había
un proceso formal. El motivo parece ser que algunos de los
obispos austríacos y no pocas partes interesadas en
Roma temen que la canonización de Jagerstatter sería
interpretada como un apoyo oficial al pacifismo, posición
que contradice la teoría de la "guerra justa",
mantenida por la Iglesia, y actitud por la que Juan Pablo
II ha mostrado escasa simpatía. Además, en el
caso del arzobispo Romero resulta claro que el papa mismo,
por motivos tanto pastorales como políticos, dio instrucciones
a los obispos salvadoreños de postergar toda reacción
oficial ante la evidente reputación de santidad de
Romero.
Por otra parte, cuando un obispo local remite una causa a
Roma, la congregación hace cuanto puede para complacerlo.
Hasta que la "positio" se presente a los asesores,
en la congregación nadie tiene el derecho ni el deber
de cuestionar la causa. Aunque los relatores son libres de
rechazar una causa, en realidad, como hemos visto, la costumbre
es que acepten a todo candidato que se les ofrezca. Si el
relator descubre, al preparar la "positio", algún
obstáculo importante a las pretensiones de martirio
o de virtud heroica del candidato, su juramento a la verdad
lo obliga a darlo a conocer; pero, hasta donde he podido averiguar,
ese caso no se ha producido nunca desde la reforma de 1983.
Un proceso puede fracasar por falta de pruebas suficientes
o porque los promotores pierden el interés, como sucedió
durante varios años con la causa de Philippine Duchesne;
también puede suceder que un papa juzgue pastoral o
políticamente inoportuno proceder a la beatificación
o la canonización del candidato, lo cual es la situación
actual de la causa de Pío IX; pero el principio general
está claro: una vez una causa haya sido aceptada por
Roma, se espera que el candidato sea declarado por lo menos
heroicamente virtuoso o mártir. y cuanto más
convencional e inofensivo sea el candidato (como en el caso
típico de los fundadores de órdenes religiosas),
tanto mayor es la probabilidad de que acabe aceptado oficialmente
como santo o santa.
BEATOS Y SANTOS: UNA DISTINCIÓN BORROSA
En ese contexto, los comentarios de Ratzinger podrían
entenderse como la reivindicación de unos criterios
que permitan distinguir entre los candidatos cuya vida, virtudes
o martirio ofrezcan un mensaje actual a la Iglesia entera,
y quienes presenten un interés meramente local. Cuando
la beatificación fue introducida por primera vez en
el sistema hace cuatrocientos años, el propósito
era distinguir entre los favoritos de su ciudad natal y los
personajes considerados ejemplares para los cristianos del
mundo entero, reservando a aquéllos la beatificación
(inicialmente realizada por el obispo local) y a éstos
la canonización (siempre pronunciada por el papa).
Pero esa distinción geográfica se ha borrado
con el tiempo; de resultas de la evolución del sistema
de creación de santos, todo beato que pueda acreditar
un segundo milagro de intercesión es automáticamente
elegible para la canonización. En consecuencia, el
santoral de la Iglesia se ha llenado de nombres, como Philippine
Duchesne o Giuseppe Moscati, que no significan nada para los
católicos fuera de su país natal; y tal vez
tampoco sean muy ampliamente conocidos dentro del mismo.
En resumen, la división entre beatificación
y canonización se ha convertido en una distinción
teológica de escaso significado práctico. Técnicamente,
sólo la canonización implica la "certeza"
teológica de que el siervo de Dios se halla realmente
en el Paraíso; pero esa garantía significa poco
para aquellos católicos que veneran ya a los beatos
o que incluso invocan a personajes populares, como padre Pío,
que aún están por beatificar. De modo análogo,
el hecho de que se permita una veneración restringida
de los beatos, mientras que para los canonizados se exige
la veneración universal, ha dejado ya de constituir
una diferencia real. Los santos de reciente canonización
raras veces se incluyen en los calendarios litúrgicos,
salvo en sus propios países, porque no hay espacio
para ellos. Más de dos tercios de los días del
calendario litúrgico están dedicados a celebrar
acontecimientos de la vida de Cristo, de la Virgen María
o de la Iglesia; con lo cual, sólo quedan unos cien
días para venerar a los santos. Así, por razones
obvias, el calendario de la Iglesia alemana, por ejemplo,
no incluye a los santos norteamericanos, ni el calendario
francés a los santos africanos, y así sucesivamente.
En la práctica, por tanto, solamente los personajes
clásicos, como san Francisco de Asís, y algunos
más recientes, como Teresa de Lisieux, figuran con
regularidad en los santorales fuera de sus países de
origen. Así pues, todos los santos son santos locales,
y muy pocos alcanzan el culto universal que originalmente
se supuso que distinguiría a los canonizados de los
beatificados.
Los hacedores de santos son muy conscientes de ese desvanecimiento
del límite entre beatificación y canonización.
Ha habido entre ellos, efectivamente, discusiones notables
sobre la alternativa de continuar las beatificaciones en su
forma actual, modificadas o prescindir de ellas totalmente.
En su comentario a la legislación de 1983, monseñor
Fabijan Veraja, subsecretario de la congregación, señala
que las nuevas leyes fueron formuladas de modo que pudieran
introducirse ulteriores cambios sin requerir una legislación
adicional.
Es posible, por ejemplo, que, en el futuro, la postestad
de beatificar a los siervos de Dios sea devuelta a los obispos
locales a las conferencias nacionales de obispos (tal como
propuso el cardenal Leon Josef Suenens en el II Concilio Vaticano),
reservando la canonización papal para los personajes
ejemplares elegidos por la Santa Sede por su significado actual
y transnacional. Es uno de los proyectos que se han discutido
entre los hacedores de santos. Pero, en cuestiones de santidad,
¿qué santos merecen más que otros la
veneración. universal? ¿Y quién tiene
mayor competencia para decidido? Estas son las cuestiones
fundamentales a las que aludía Ratzinger cuando habló
de la necesidad de distinguir entre unos santos y otros.
Mientras Juan Pablo II sea papa, sin embargo, parece poco
probable que permita que el derecho de beatificar sea devuelto
a sus obispos hermanos. El sistema actual, centralizado en
Roma, concuerda con su interpretación peripatética
del papel único del papa como maestro y pastor supremo
de la Iglesia universal. Para el papa actual, la creación
de santos se ha convertido en una forma de política
eclesiástica: una oportunidad más de recordar
a los católicos romanos del mundo entero, y especialmente
a los del Tercer Mundo, su unidad en una sola grey y bajo
un pastor supremo. Como observó el arzobispo Crisan,
secretario de la congregación: "Cuando el papa
viaja, le gusta llevar un beato en el bolsillo." Y agregó
que lo peor es que a los católicos de fuera de Roma
las elaboradas ceremonias de beatificación les parecen
"cosas de otro mundo".
¿Es posible que la Iglesia tenga demasiados santos?
También este interrogante estaba detrás de las
reacciones tan insólitamente vivas que provocaron los
comentarios de Ratzinger. En teoría, por supuesto,
todos están llamados a la santidad. Pero el proceso
de canonización ha sido desarrollado, como hemos visto,
más para restringir que para facilitar la propensión
de los fieles a prodigar su santidad de un modo demasiado
promiscuo. Ahora parece, sin embargo, que la Iglesia está
cargando con una anomalía: un sistema que, por muy
meticuloso que sea, lo que hace es beatificar a más
personas -muchas de ellas, prácticamente indistinguibles
unas de otras en sus historias y su ejemplaridad- de las que
los creyentes parecen querer o necesitar.
Mientras tanto, Juan Pablo II está creando una creciente
reserva de beatos, y algunos de ellos serán, por la
inexorable operación del sistema, los santos de mañana.
El domingo 23 de abril de 1989, por citar un acontecimiento
rutinario, Juan Pablo II beatificó a dos sacerdotes
y a tres monjas, cuyos nombres no serán nunca familiares
fuera de sus propias órdenes religiosas y de ciertas
regiones. Los sacerdotes eran misioneros españoles,
Martín Lumberas y Melchor Sánchez, que fueron
martirizados juntos en Japón en 1632. Las monjas eran
Catherine Longpré, de Francia, quien entró en
un convento a los doce años, fue atormentada por los
demonios durante la mayor parte de su vida y murió
en 1668 en Canadá, a la edad de treinta y cuatro años;
Francisca Siedliska, de Polonia, fundadora de una orden religiosa
y fallecida en 1902; y Maria Anna Rosa Caiani, de Italia,
otra fundadora, que murió en 1921. Todos ellos entraron
a formar parte de una reserva de beatos, en su mayoría
miembros de órdenes religiosas, que representan los
candidatos más probables a las canonizaciones futuras.
Los defensores del sistema actual admiten que pocos de los
que son canonizados o beatificados tienen más que una
reputación local; pero insisten en que todos esos beatos
y santos tan dispares, que representan a los países
y los períodos históricos más variados,
forman un conjunto que revela, a modo de mosaico, las formas
que la santidad ha adquirido en el mundo moderno. Quizá
sea cierto. Ahora bien, si la finalidad de la canonización
es la de presentar a los creyentes unos ejemplos vivos y singulares
de santidad cristiana -"números primos",
en la sugestiva expresión del teólogo Van Balthasar-,
entonces, el sistema necesita una revisión a fondo.
Cuando los santos empiezan a parecerse demasiado unos a otros,
es hora de preguntarse cómo y por qué se hacen.
MISTERIO Y COMPLEJIDAD
Hay, dentro de la congregación y fuera de ella, cierta
tendencia a confundir los misteriosos caminos de Dios con
los caminos innecesariamente enrevesados del proceso de creación
de santos. En el caso de los miembros de la congregación,
sospecho que tal tendencia arraiga en la convicción
teológica de que ellos en realidad no "hacen"
santos, sino que únicamente descubren a aquellos que
Dios ha hecho florecer entre nosotros. Desde su punto de vista,
el trabajo de investigar las vidas de los candidatos en busca
de pruebas de martirio o virtud heroica es meramente una labor
humana apuntalada por la acción divina: inicialmente,
es el Espíritu Santo quien impulsa a los creyentes
a reconocer la santidad, estableciendo así una auténtica
reputación ("fama sanctitatis"); y, al final
del proceso, es de nuevo el Espíritu Santo el que suministra
las "señales divinas" necesarias, por lo
general en forma de curaciones inexplicables.
Es cierto que algunos miembros de la congregación
son muy conscientes de los fallos humanos, de los suyos propios
y de los del sistema; pero, a pesar de ello, siguen convencidos
de que, si una causa queda detenida o fracasa, es porque Dios
lo quiere y no debido a errores humanos o inherentes al sistema.
Una y otra vez se me aseguró que, si Dios quiere ver
canonizado a un siervo de Dios, así sucederá.
En consecuencia, se supone que, pese a los evidentes defectos,
el sistema -y quienes lo hacen funcionar, el papa incluido-
produce, en última instancia, los santos que Dios quiere.
Y dado que los procedimientos del sistema han permanecido,
por lo menos hasta ahora, ocultos a la observación
desde el exterior, los católicos devotos se han inclinado
o bien a maravillarse ante ellos o bien a ridiculizar un proceso
que no comprenden.
En cuanto intentan dilucidar la operación de la gracia
de Dios en la vida del candidato, los hacedores de santos
se ocupan efectivamente del misterio. Pero el modo de hacerla
no tiene nada de misterioso. Es complejo, como la mayoría
de los procedimientos burocráticos, y, según
mi impresión, en algunos puntos inconsistente y confuso.
La complejidad deriva principalmente del hecho de que, en
las diferentes fases del proceso, prevalecen diferentes niveles
de autoridad y de competencia profesional. Como un ciempiés,
una causa no puede avanzar hasta que no se pongan en marcha
todas las partes necesarias. Creo que quienes miran el sistema
desde fuera tienden a exagerar el papel del papa en la creación
de santos. De modo semejante, los que están dentro
del sistema atribuyen demasiada responsabilidad a los creyentes.
A mi juicio, el único personaje indispensable es el
obispo local, especialmente desde que llegó a ser el
único responsable de investigar vida, virtudes o martirio
de los candidatos. Si el obispo no impulsa la causa, nada
se mueve, ni en el nivel local ni en Roma.
PROCESO Y PROFESIONALIDAD
Mientras la creación de santos se consideró
un asunto del derecho canónico y de sus juristas, gozó
de cierta fama de profesionalidad, por muy exagerada que fuese.
Una profesión es un gremio que exige, a quienes se
admiten a su ejercicio, unas ciertas pautas relativas a conocimientos,
competencia y conducta. Pero, desde la reforma de 1983 (y
sospecho que desde mucho antes), resulta evidente que no existen
unas pautas profesionales claras y rigurosas para quienes
dirigen la Congregación para la Causa de los Santos
ni -lo cual es más importante- para quienes cumplen
funciones de relatores, de postuladores y, sobre todo, de
asesores teológicos.
Como sucede también en otros departamentos de la Santa
Sede, el jefe de la congregación es nombrado por criterios
políticos. A su retiro en 1989, por ejemplo, al cardenal
Palazzini lo sustituyó el también cardenal Angelo
Felici, un hombre que no posee ninguna competencia particular
-y absolutamente ninguna experiencia- en la creación
de santos. A los relatores se les exige, como hemos visto,
cierta calificación teológica y lingüística,
pero no se requiere un doctorado en historia, disciplina que
se diría necesaria para apreciar los documentos y testimonios
históricos. Se prefiere la especialización en
teología espiritual, aunque no todos los relatores
y asesores pueden preciarse de ser particularmente competentes
en teología de la vida espiritual ni se ha encontrado
a suficientes hombres que cumplan los requisitos lingüísticos
necesarios. Por tanto, la congregación se ve obligada
en ocasiones a recurrir a especialistas externos, que carecen
de experiencia en la preparación y el enjuiciamiento
de las causas.
La verdad es que la congregación elige a los mejores
hombres que puede conseguir. A diferencia del cuerpo diplomático
del Vaticano, la congregación no tiene ninguna escuela
profesional para la formación de hacedores de santos,
aunque ofrece un "studium": una serie de lecciones
para los colaboradores y funcionarios de los tribunales diocesanos.
En su mayoría, los hacedores de santos son hombres
inteligentes que, al igual que muchos administradores universitarios,
obtienen el doctorado y, después, se especializan,
por circunstancias a menudo fortuitas, en un ámbito
al que no habían previsto dedicarse. La competencia
en la creación de santos es, pues, algo que se aprende
sobre la marcha, y sus mejores practicantes son producto de
larga experiencia y duro trabajo.
Nada de eso debería sorprendemos; a fin de cuentas,
las grandes empresas están llenas de ingenieros convertidos
en vendedores, vendedores convertidos en funcionarios administrativos
y ejecutivos de alto nivel que de jóvenes estudiaban
literatura comparativa; pero, a diferencia de una empresa
bien administrada, el Vaticano no siempre recompensa la competencia
con las responsabilidades correspondientes y, además,
en estos años de escasez de vocaciones al sacerdocio,
las congregaciones del Vaticano tienen que apañárselas
con los talentos que están a su alcance; y no hay mucha
competencia, según descubrí, para el cargo de
relator de la congregación ni para el de postulador
general de las órdenes religiosas más importantes.
Lo cual no quiere decir que los hombres que trabajan en la
congregación o colaboran con ella sean de segunda fila.
Igual que otros órganos de la Santa Sede, la congregación
depende de un surtido bastante variado de talentos, en gran
parte mediocres y, en algunos caso, bastante elevados. El
problema es, en mi opinión, que todos esos hombres
trabajan dentro de un sistema que es deficiente en lo relativo
a los controles y los mecanismos de equilibrio que cabe esperar
de una profesión; un sistema que deja un margen excesivo
a opiniones, presiones y caprichos subjetivos.
El mayor defecto es que todos los que están involucrados
directamente en una causa tienen motivos para desear su éxito.
Esto vale particularmente para el postulador, que trabaja
para el promotor de la causa, y vale para el colaborador (o
colaboradores), que es invariablemente alguien ya convencido
de la santidad del candidato. De hecho, la mayoría
de los colaboradores, como Elizabeth Strub, que escribió
la "informatio" sobre Comelia Connely, se reclutan
de las mismas órdenes religiosas que patrocinan las
causas o, si no, .de la diócesis que se beneficiará
de la canonización, como Joseph Martino, de Filadelfia
que preparó la "positio" de Katharine Drexel.
En el caso del cardenal Newman, el autor de la "positio",
el padre Vincent Blehl, es un estudioso que ha dedicado la
mayor parte de su vida adulta a editar los escritos del candidato,
enseñar sus pensamientos y promover su causa. En la
práctica, parece que sólo los ya convencidos
están dispuestos a realizar el trabajo requerido para
producir el texto clave en que se basa el juicio de santidad.
Pero un proceso genuinamente profesional exigiría que
esas importantes tareas fuesen asignadas a personas competentes
que no tuvieran ningún interés personal ni profesional
en el resultado de la causa.
Otro defecto flagrante es que la congregación carece
de un procedimiento que asegure que las "positiones"
sean juzgadas por un equipo, desinteresado, de asesores teológicos.
Los jueces del Tribunal de Rota, que entiende de anulaciones
de matrimonios y otros asuntos legales, se eligen por rotación
y por orden cronológico; pero, en la Congregación
para la Causa de los Santos, es el promotor de la fe quien
elige a los asesores teológicos de cada causa. Ello
obedece, según me dijeron, a razones prácticas:
la congregación prefiere a los asesores que conozcan
la lengua y la cultura del candidato, y en todo caso, debe
elegir entre aquellos que, en un momento dado, estén
disponibles para ocuparse de la causa. Pero, como hemos visto
en el caso del papa Pío IX, la congregación
pasó por alto al único asesor, de los que tenía
en la lista, que era biógrafo del candidato y experto
en su vida -el padre Giacomo Martina-; presuntamente, porque
se sabía de él que no acababa de creer en la
santidad del candidato. En ese caso, de todos modos, el promotor
de la fe podría haber actuado de una manera más
profesional si hubiera elegido a una comisión que incluyera
en proporción equilibrada a los más notorios
partidarios y adversarios de un candidato tan controvertido.
El hecho de que no lo hiciera puede haber sido efectivamente
uno de los motivos de por qué Juan Pablo II creó
otro comité paraque lo asesorara acerca de la conveniencia
o no de poner en práctica el veredicto favorable de
los teólogos.
Sean cuales sean las razones prácticas por las que
se asigna la redacción de la "positio" a
los proponentes de la causa y se deja la elección de
los jueces a discreción del promotor de la fe, la ausencia
de unos procedimientos profesionales expone el sistema a las
acusaciones de manipulación.
Imagínense, por ejemplo, una causa en la que el papa
y gran parte de la jerarquía católica del mundo
entero estén notoriamente a favor de la canonización
del candidato; imagínense también que el candidato
sea el. fundador de una nueva organización religiosa,
cuya lista de afiliados se mantiene en secreto, pero sus miembros
están decididos a revalorizar la organización
mediante la canonización de su fundador; imagínense,
además, que varios funcionarios de alto rango de la
congregación simpaticen abiertamente con la organización
y con la causa del fundador. Pueden suponer, entonces, a qué
presiones se hallará sometido el relator de la causa,
de quien se espera que sea impermeable a influencias externas
e independiente en su juicio. Sin un sistema de selección
desinteresada de los jueces, ¿qué garantía
tiene la Iglesia de que una causa así sea procesada
con estricta imparcialidad, de que los asesores teológicos
sean elegidos con estricta imparcialidad; y, sobre todo, si
se tiene en cuenta que los nombres de los jueces y sus votos
se mantienen en secreto hasta mucho después de dictarse
la sentencia?
Tales pensamientos acuden a la mente, de un modo inevitable,
cuando observamos los asombrosos progresos de la causa de.
José María Escrivá de Balaguer, fundador
del Opus Dei. Escrivá murió el 26 de junio de
1975. Para los miembros del Opus Dei, una organización
mundial de sacerdotes y laicos, Escrivá es "El
Padre", cuyo libro de 999 máximas espirituales,
"Camino", ilumina el sendero que conduce a la perfección
espiritual y a la "cristianización" del mundo
secular. Mucho antes de su muerte, El Padre era considerado
un santo dentro del Opus Dei, un líder guiado por Dios
y cuya visión personal de la vocación cristiana
ofrece un camino seguro a la salvación a quienes se
someten a la disciplina del movimiento. Juan Pablo II es un
admirador devoto de Escrivá: en 1984, dijo en una reunión
internacional del Opus Dei que "tal vez en esta fórmula
[el "trabajo de Dios" para la cristianización
de la sociedad] esté la realidad teológica,
la esencia,. la naturaleza misma de la vocación de
la época en que vivimos y en que habéis recibido
la llamada del Señor".
Para los críticos, en cambio, Escrivá era un
hombre bastante vanidoso, que toleraba de buen grado el culto
que se rendía a su persona (en sus escritos, su título
elegido de "El Padre" resulta a veces difícil
de distinguir, en el contexto, del "Padre" invocado
por Jesucristo), y el líder de un movimiento casi sectario
en el seno de la Iglesia, cuyos miembros se parecen a los
mormones por su afición a los ritos privados, las sociedades
secretas, la preocupación meticulosa por el vestir
correcto, los modales recatados, y ante todo, por su convicción
inquebrantable de que ellos y sólo ellos han hallado
la forma que el catolicismo debe adoptar en su lucha implacable
contra el mundo, la carne y el demonio.
Dado que el Opus Dei no publica los nombres de sus miembros
ni está fácilmente dispuesto a identificar sus
operaciones seculares, sus adversarios lo han acusado de constituir
una quinta columna conservadora en la Iglesia y en la sociedad.
Puesto que el Opus Dei es una prelatura personal, sus agentes
reciben sus directivas de su superior en Roma; en ese sentido,
funcionan independientemente de los obispos locales. En España
y en varios países latinoamericanos, es considerado
una fuerza poderosa en la política, la educación,
los negocios y el periodismo. Sea verdad o no -pues no es
fácil conseguir información objetiva sobre la
organización-, algunos ex miembros han atestiguado
la naturaleza casi sectaria de su experiencia con el movimiento,
especialmente la tendencia a separar en ciertas situaciones
a los miembros más jóvenes de sus familias naturales
si los padres son hostiles al Opus Dei. Lo que preocupa a
los padres -y no deja de ser comprensible- es la insistencia
en que los miembros reciban su dirección espiritual,
incluida la confesión de los pecados, exclusivamente
de los sacerdotes del movimiento. Visto que muchos hombres
y mujeres jóvenes, incluso con veinte o treinta años,
son a menudo inseguros y psicológicamente inmaduros,
algunos padres se sienten preocupados por los efectos que
la organización pueda tener en sus hijos; sobre todo,
al tratarse de jóvenes adultos que hacen votos de castidad
perpetua y conviven en "familias" del Opus Dei,
mientras continúan dedicándose a ocupaciones
seglares.
A su vez, la organización niega constituir una sociedad
secreta o perseguir otra finalidad que la perfección
espiritual de sus miembros. El Opus Dei atribuye a su fundador
el descubrimiento de que la santidad es para todos, no sólo
para el clero y los religiosos, aunque en realidad esa idea
"revolucionaria" no tiene nada de novedoso. Sin
embargo, la organización ha reclutado de manera agresiva
a muchos católicos seglares con estudios superiores
Y ambiciones profesionales, inculcándoles -como hacían
tradicionalmente los colegios y las universidades de los jesuitas-
la idea de que un buen abogado u hombre de negocios sirve
tanto a Dios como un clérigo. El Opus Dei afirma contar
con setenta y seis mil afiliados laicos y mil trescientos
sacerdotes en el mundo entero; y, tal como sus miembros la
describen ahora, la organización es poco más
que una asociación disciplinada y ultraortodoxa de
católicos romanos que viven, de forma muy parecida
a los terciarios de las órdenes religiosas tradicionales,
una vida casi monástica en el mundo mientras continúan
con sus carreras seglares.
Lo que efectivamente distingue a los miembros del Opus Dei
de otros católicos piadosos es la devoción a
Escrivá y a sus escritos. En ese aspecto, se parecen
a los jesuitas, que reciben su formación espiritual
de los "Ejercicios espirituales" de su fundador,
Ignacio de Loyola. Ignacio es un santo canonizado, y vista
la decisión de Escrivá de iluminar el camino
de santidad para los miembros del Opus Dei, resulta comprensible
que hagan cuanto puedan para que su vida y obra sean revalorizadas
mediante una declaración de santidad. Pero, a juzgar
solamente por sus escritos, Escrivá era un espíritu
nada excepcional, de escasa originalidad y de ideas a menudo
banales; personalmente inspirativo quizá, pero falto
de descubrimientos originales. La colección de sus
999 sentencias apodícticas revela una notable dosis
de intolerancia, desconfianza ante la sexualidad humana y
torpeza en la expresión; a lo más, un "Poor
Richard" católico sin los ocasionales rasgos de
ingenio de Benjamin Franklin:
15. No dejes tu trabajo para mañana.
22. Sé recio. -Sé viril. -Sé hombre.
-y después... sé ángel.
28. El matrimonio es para la clase de tropa y no para el
estado mayor de Cristo. -Así, mientras comer es una
exigencia para cada individuo, engendrar es exigencia sólo
para la especie, pudiendo desentenderse las personas singulares.
¿Ansia de hijos?.. Hijos, muchos hijos, y un rastro
imborrable de luz dejaremos si sacrificamos el egoísmo
de la carne.
61. Cuando un seglar se elige en maestro de moral Se equivoca
frecuentemente: los seglares sólo pueden ser discípulos.
132. No tengas la cobardía de ser "valiente":
¡huye!
180. Donde no hay mortificación no hay virtud.
573. Gracias, Dios mío, por el amor al Papa que has
puesto en mi corazón.
625. Tu obediencia no merece ese nombre si no estás
decidido a echar por tierra tu labor personal más floreciente,
cuando quien puede lo disponga así.
814. ¡Un pequeño acto, hecho por Amor, cuánto
vale!
Los santos, por supuesto, no necesitan ser elocuentes; pero
quien ofrece su dirección a otros debería mostrar
cierta agudeza de percepción espiritual y un nivel
discernible de profundidad. Sólo hay que comparar lo
que escribió Escrivá con, digamos, las columnas
de Dorothy Day para "The Catholic Worker", los escritos
de Romano Guardini sobre el espíritu del catolicismo
o los ensayos de Simone Weil sobre la búsqueda de Dios,
para percatarse de que los dones de aquél, sean cuales
sean, no incluyen un conocimiento profundo del alma ni de
la época en que vivimos.
Existen, pues, suficientes interrogantes acerca del Opus
Dei y de su fundador para justificar la tradición de
los hacedores de santos de proceder despacio con las causas
controvertidas. Y, sin embargo, el 9 de abril de 1990, sólo
quince años después de su muerte, Escrivá
fue declarado heroicamente virtuoso por Juan Pablo II. Además,
el postulador, el padre Flavio Capucci, miembro del Opus Dei,
tiene tres milagros de intercesión muy prometedores
sobre los que ha estado trabajando. Con un poco de suerte,
Escrivá ganará la palma a Teresa de Lisieux,
cuya canonización a los veintitrés años
de su muerte sigue siendo el récord moderno. ¿Por
qué tanta prisa?
Cuando hablé en 1987 por primera vez con el padre
Eszer, el relator de la causa, no insinuó en ningún
momento que la "positio" sobre la virtud heroica
de Escrivá estuviese casi acabada; pero, después
de que éste fuera declarado venerable, Eszer habló
con menos reserva. En primer lugar, la solicitud formal de
abrir la causa la presentó en la fecha más temprana
posible, a los cinco años de la muerte, el cardenal
Ugo Poletti, vicario de Roma. En segundo lugar, el apoyo a
la causa incluía cartas de sesenta y nueve cardenales,
doscientos cuarenta y un arzobispos, novecientos ochenta y
siete obispos -casi un tercio del espiscopado católico-,
más cuarenta y un superiores de órdenes y congregaciones
religiosas. No se sabe cuántos de ellos son además
miembros del Opus Dei. En todo caso, la organización
afirma contar con el apoyo de decenas de miles de personas
en el mundo entero, de modo que cabía esperar una verdadera
avalancha de peticiones en favor de la causa de Escrivá.
Y en tercer lugar, los dirigentes del Opus Dei estaban preparados
para el proceso. Puesto que ellos consideraban a su fundador
un santo desde hacía mucho tiempo, habían reunido
ya hasta el último trozo de papel escrito sobre él.
En total, los documentos y testimonios sumaban veinte mil
páginas.
-La mayor parte de mi trabajo consistió en suprimir
las repeticiones -me dijo Eszer-. No podemos darles a leer
a los asesores teológicos toda una biblioteca.
El resultado fue que la "positio" definitiva tenía
seis mil páginas.
-¿Cómo ha podido acabar usted tanto trabajo
en tan poco tiempo? -pregunté.
-No tuve mucho que hacer. La "positio" la escribió
el postulador, que tenía a cuatro profesores universitarios
del Opus Dei trabajando para él.
-Creía que las "positiones" se escribían
bajo la dirección del relator.
-Bueno, yo llevaba el control, pero ellos lo hicieron todo.
Yo veía solamente al postulador, nunca a los otros.
Esa gente del Opus Dei es muy diligente y muy discreta.
-Entonces, ¿usted revisó la "positio"?
-No, yo sólo eliminé los testimonios redundantes.
Resulta que las declaraciones de los testigos fueron recogidas
en dos procesos, uno de los cuales se celebró en Madrid
y el otro en Roma. En total, los tribunales escucharon a noventa
y dos testigos; cuarenta y cuatro de ellos eran laicos. Eszer
ignoraba cuántos pertenecían al Opus Dei y tampoco
estaba en condiciones de indicar, según él,
cuántos declararon en contra de la causa, si es que
alguno lo hizo.
-Seguramente -apunté-, visto el carácter sumamente
controvertido del hombre y de su movimiento, debió
de haber adversarios.
-Las únicas críticas al Opus Dei que he leído
-repuso Eszer venían de antiguos miembros, de gente
que lo dejó.
Con eso daba a entender que esas personas no le parecían
unos testigos dignos de crédito.
-Bueno, entonces -insistí-, ¿alguno de los
jueces dio un voto negativo?
-Eso no se lo puedo decir -contestó Eszer, indicando
que no quería.
Algún día, el público llegará
a conocer la "positio" de Escrivá y quizá
también los votos de los jueces; hasta entonces, nadie
sabrá en qué grado los aspectos dudosos del
hombre y de su obra se airearon como es debido. Puede que
Escrivá haya sido verdaderamente el gran santo que
el Opus Dei afirma que fue, pero la rapidez y la facilidad
irrestricta con que su caso fue tratado por la congregación
plantea muchos interrogantes acerca del proceso mismo; en
lo que se refiere al rigor, la imparcialidad, la profesionalidad
y la libertad de presiones eclesiásticas y política
espiritual.
ACTUALIDAD Y FAMA SANCTITATIS
Una cosa es afirmar, como yo he hecho repetidamente, que
el santo es un producto de un sistema y otra suponer que los
canonizados sean efectivamente los santos que la Iglesia necesita
como modelos ejemplares para esta época o para cualquier
otra. Al contrario, la duración del proceso mitiga
de por sí la noción de "actualidad"
en lo tocante al reconocimiento de santos. Lo cual es decir
que el proceso formal de canonización, cabalmente entendido,
no es acción, sino reacción; y, en la mayoría
de los casos, reacción decididamente retardada. Identificar
la santidad exclusivamente con la canonización formal
significaría, por tanto, perder de vista la dimensión
populista de la creación de santos. No puede haber
santos oficialmente reconocidos hasta que no haya primero
"santos de pueblo", o de cierta parte del pueblo
al menos. Y es esa acción populista, más que
la reacción oficial, lo que constituye la verdadera
historia -la historia de las historias- de los santos. [Una
de las dificultades inherentes a todo intento de usar los
procesos de canonización como prisma sociológico
para examinar la mentalidad religiosa de una época,
como hacen Donald Weinstein y Rudolph M. Bell en "Saints
and Society: The Two Worlds of Western Christendom, 1000-1700",
es la de saber si se está hablando del personaje que
inspiró el proceso o del personaje que surgió
del mismo. La diferencia refleja el lapso transcurrido entre
la reputación inicial de santidad, la investigación
subsiguiente y el reconocimiento por las autoridades eclesiásticas
competentes. Y éste no es sino un aspecto del problema.
Otro aspecto desconcertante es la diferencia entre el impulso
populista de reconocer a alguien como santo, existente en
el origen, y las posteriores razones de la canonización,
que reflejan a menudo los motivos institucionales de la elite
creadora de santos. Para citar un ejemplo extremo, cabría
preguntar si Juana de Arco (1412-1431) refleja la mentalidad
religiosa de la Francia del siglo XV o, antes bien, las prioridades
-espirituales o políticas- que tenía la Santa
Sede en 1920, año en que fue finalmente canonizada.
Los santos son personajes proteicos, susceptibles de adquirir
una reputación que poco o nada tenga que ver con el
concepto que ellos tenían de sí mismos ni con
la época que engendró su reputación inicial
de santidad. Como muestra muy reciente de reinterpretación
de un santo, véase la interpretación casi feminista,
casi liberalicionista de Philippille Duchesne por un miembro
de su orden, Catherine M. Mooney, R.S.C.J., en "Philippine
Duchesne: A Woman with the Poor" (Nueva York: Paulist
Press, 1990). Sospecho que una comparación de esa viva
biografía con la "positio" de Dúchense
demostraría la diferencia entre los criterios por los
que los santos son hallados dignos de canonización
y las posibilidades de transformarlos, una vez canonizados,
en ejemplos más contemporáneos de virtud heroica].
Dicho esto, no me resulta fácil entender qué
es lo que los hacedores de santos aceptan como una reputación
popular o genuina de santidad. En el pasado, buscaban actividades
devotas ante tumbas y santuarios y, en algunas culturas católicas
(que muchas veces son subculturas religiosas), tales actividades
continúan aún hoy. Pero, como hemos observado
en el caso del cardenal Newman, ciertos santos no inspiran
las formas tradicionales de culto y devoción y muchos
católicos cultos no muestran inclinación alguna
a expresar su devoción a la manera tradicional. La
poesía del jesuita victoriano Gerard Manley Hopkins,
por ejemplo, comunica a millones de personas (y no sólo
a católicos) no solamente un placer estético,
también una experiencia mediata de la vida y del compromiso
cristianos. Lo mismo puede decirse de los escritos del difunto
sacerdote trapense Thomas Merton, personaje que es objeto
de culto en más de un sentido.
No he visitado jamás la tumba de ninguno de los dos;
no obstante, siento devoción por ellos. Y, sin embargo,
que yo sepa esa clase de devoción no se considera reputación
de santidad. De todos modos, ninguno de los dos sacerdotes
ha sido propuesto por los miembros de sus órdenes respectivas
como candidato a la santidad.
Por otra parte, continúa siendo un misterio para mí
que la congregación pueda atribuir reputación
de santidad vigente a un personaje marginal del siglo XIX
como Ana Catalina Emmerich, cuyas visiones y profecías
sabemos ahora que fueron inventos deliberados de un poeta
romántico exaltado. Las historias que ella contó
no son verdaderas (tampoco lo son la mayoría de las
historias que se han contado acerca de ella), pero forman
la base de su antaño robusta reputación de santidad.
Aparte de esos cuentos apócrifos, ¿qué
pruebas hay de que Emmerich continúe gozando del tipo
de reputación que se requiere para justificar un proceso
formal? Como muchos otros de los santos que nos dan ahora,
su reputación de santidad parece fundarse en poco más
que en un recuerdo, alimentado como una tenue vela por los
restos de su orden religiosa. En suma, la "fama sanctitatis"
es uno de los aspectos de la canonización para los
que no existen criterios palpables.
LA "POSITIO": LA VIRTUD HEROICA Y LA VIDA NARRADA
Más arriba he observado que el proceso formal de canonización
es esencialmente una reacción ante un movimiento popular.
Evidentemente, es mucho más que eso. Es también
una investigación sobre la vida y la reputación
de santidad del candidato; pero el primer fruto de esa investigación
es un texto escrito, la "positio", que no es sino
una redacción o reescritura de la historia del candidato,
basada en las declaraciones de los testigos y en documentos
históricos críticamente evaluados.
Los dos jesuitas hacedores de santos, Paolo Molinari y Peter
Gumpel, ven en las "positiones" unos tesoros teológicos
que deben explotarse por cuanto revelan acerca de las formas
de auténtica espiritualidad cristiana; ellos lamentan
que esos textos no sean leídos con más frecuencia
por los teólogos ajenos a la congregación. A
mí también me gustaría que se prestase
más atención a los textos por los que se juzga
la santidad, aunque por motivos diferentes. Por mis propias
lecturas de varias "positiones", he llegado a compartir
el descontento expresado por algunos de los asesores teológicos
de la congregación. Esencialmente, éstos se
quejan de que la mayoría de las "positiones"
no demuestran cómo el siervo de Dios creció
en la santidad que se espera de un santo. En otras palabras,
se juntan las pruebas para cada una de las virtudes requeridas
y se demuestra la santidad; pero, con demasiada frecuencia,
sin explicar cómo desarrolló el individuo aquella
santidad única que distingue a cada santo de todos
los demás.
A mí me parece una objeción muy seria y digna
de ser ampliamente discutida por estudiosos y obispos, más
allá de los límites de la congregación.
Pero, pese a todos los doctorados otorgados por las universidades
pontificias de Roma, hasta donde he podido averiguar, nadie
ha sometido esos textos a un examen crítico y sistemático;
nadie, fuera de la congregación, ha preguntado por
qué las "positiones" son como son o si se
podría o se deberían cambiar los textos ni,
en particular, cómo esos textos se relacionan con la
cuestión más amplia de por qué nos dan
los santos que nos dan. A falta de un estudio formal de estas
características, ofrezco los siguientes comentarios
críticos de un observador privilegiado, aun reconociendo
la franqueza de las personas que cargan con la principal responsabilidad
de escribir las "positiones": los postuladores,
los relatores y sus colaboradores. Confío en que comprenderán
por qué he decidido exponer su trabajo a una luz diferente,
aunque no hostil.
En primer lugar, los hacedores de santos confían excesivamente
en el método histórico-crítico como procedimiento
"científico" encaminado a establecer los
hechos sobresalientes relativos a un santo. Tal vez esto sea
comprensible, como reacción a las acusaciones de los
protestantes en el sentido de que las historias de los santos
se componen de leyendas fantásticas. Pero la noción
de la historia como ciencia exacta es ella misma una fantasía
de la Ilustración; los historiadores de hoy tienen
un concepto más modesto de su propio método
y reconocen que los "hechos" existen solamente en
relación con un esquema de interpretación, con
un relato. Pienso, por tanto, que los hacedores de santos
ganarían una mayor claridad conceptual acerca de su
oficio -y de su relación con la biografía en
general- si reconociesen que ellos hacen lo mismo que todos
los historiadores: cuentan una historia. Una historia documentada,
por cierto, pero que sigue siendo una historia.
Es precisamente ese elemento narrativo lo que vincula los
textos, producidos para fines de canonización, con
los géneros precursores; como es el caso de las vidas
de los santos medievales, de las leyendas cristianas primitivas,
de las historias de la pasión de los mártires
y del relato de Lucas sobre el martirio de san Esteban. Cada
una de esas formas narrativas refleja una cultura y una sociedad
determinadas y cada una se halla moldeada por ciertas convenciones
literarias, a través de las cuales la acción
de la divina gracia se hace inteligible. Si es verdad que
los santos se conocen únicamente por sus historias,
entonces, nos será útil examinar cómo
se hace inteligible la santidad a través de las convenciones
que rigen la redacción de las "positiones"
modernas.
Los hacedores de santos insisten, desde luego, en que su
intención no es contar una historia, sino demostrar
virtudes heroicas, y que la "positio" no es más
que un instrumento subordinado a tal fin. Bajo el antiguo
sistema jurídico, eso era claramente el caso. En tanto
en cuanto el "processus" de la creación de
santos se concebía como un juicio, tal como implica
el término latino, la "positio" cumplía
la función de un auto judicial en favor del candidato
en cuestión. Los juristas rastreaban la "vita"
y los documentos que la acompañaban en busca de pruebas
a favor o en contra de las presuntas virtudes heroicas del
candidato. Lo importante no era el texto, sino la dialéctica
legal con toda su retórica, su polémica y su
mordacidad. Por muy tendenciosos que fuesen los argumentos,
el "texto" enmendado que surgía de las disputas
entre el "abogado del diablo" y el abogado defensor
era la historia que determinaba la santidad del candidato.
Como el veredicto de un jurado, la "verdad" definitiva
acerca de un santo se obtenía a fuerza de disputas
orales, no conforme a una lógica narrativa.
La reforma de 1983 eliminó a los abogados y, con ellos,
la forma jurídica de la creación de santos.
Lo que no eliminó fue la exigencia de demostrar las
virtudes heroicas; esa tarea vino a recaer en los autores
del texto (el relator y su colaborador). El resultado es,
como he subrayado ya, un género híbrido en busca
de una forma adecuada. El problema no es, como en el caso
de la "fama sanctitatis", la falta de criterios,
sino una confusión de propósitos. Por un lado,
se supone que el texto es el relato de una vida única
-la biografía de uno de los "números primos"
de Dios-; por otro, se espera que satisfaga las exigencias
no narrativas de la teología moral.
John Henry Newman advirtió lo que puede suceder cuando
se fuerza un texto para servir a dos amos. Parece que hiciera
referencia a las "positiones" modernas cuando se
quejaba de aquellas biografías hagiográficas
que "no presentan a un santo, sino que lo desmenuzan
en lecciones espirituales". Newman comprendía
las exigencias de la buena literatura, sabía que la
presentación de un personaje, aunque éste sea
un santo, depende de ciertos elementos de intriga y de caracterización
que no se pueden organizar conforme a una receta demostrativa
de virtudes morales. Pero precisamente eso es lo que la congregación
exige ahora a una "positio", incluida la de Newman
mismo.
En manos de una persona imaginativa es posible conseguir
que la narración y la demostración de las virtudes
se mezclen. Como hemos visto en el capítulo 8, Elizabeth
Strub consiguió que la historia de la vida de Cornelia
Connelly determinara la forma en que se manifestaba cada una
de las virtudes requeridas. Al proceder de ese modo, sin embargo,
Strub se tomó no sólo ciertas libertades respecto
a las convenciones por las que suelen organizarse las "positiones",
sino que planteó también -a mi entender, al
menos- una cuestión mucho más amplia que es
preciso abordar: ¿los santos son santos porque son
virtuosos -en cuyo caso la demostración de santidad,
a partir de un esquema de virtudes, tendría sentido
como procedimiento-, o son virtuosos porque son santos? De
ser esto último, el objetivo primordial de los hacedores
de santos debería ser el de contar la historia de la
singular transformación del candidato por la gracia
del amor de Dios.
A lo largo de este libro he venido recalcando el lugar central
que ocupan los relatos en el proceso de creación de
santos. Y es que el ser humano es esencialmente un animal
que cuenta historias; nos comprendemos a nosotros mismos,
si es que nos comprendemos, como personajes de una historia
y es, a través de las historias, como llegamos a comprender
a los demás, incluidos los santos. Como vimos en el
capítulo 2, los cristianos primitivos reconocían
a los santos solamente en la medida en que los veían
revivir la historia de Cristo. Pero, paralelamente a esa forma
narrativa, la cristiandad desarrolló también
otra forma de discurso para hablar de la santidad, un discurso
que aspira a describir el carácter o las virtudes que
se esperan de un santo: el de los teólogos y filósofos
morales, tan antiguo como la Iglesia misma.
Como ciudadanos de la cultura grecorromana, los cristianos
primitivos heredaron el lenguaje de la virtud y lo adoptaron
al concepto que tenían de sí mismos como miembros
de una nueva comunidad en Cristo. En las epístolas
de Pablo, los documentos más antiguos de la Iglesia,
encontramos ya el concepto cristiano de gracia refractado
a través del prisma conceptual de la virtud: la gracia
se manifiesta como fe, esperanza y caridad. De esas virtudes,
la caridad o amor de Dios es la suprema porque, a través
de ella, el alma participa en la vida de Dios mismo y se halla
unida a él. Desde ese punto de vista, la caridad anima
y perfecciona las otras virtudes. Además, es la única
virtud que continúa después de la muerte: en
el Paraíso, la fe y la esperanza no son necesarias
para los "amigos de Dios", pues poseen ya -y son
poseídos por- el amor eterno de Dios.
Como hemos visto, la Iglesia primitiva veía en los
mártires a unas personas que alcanzaban la perfección
de la virtud al sacrificar sus vidas en perfecto amor al Padre,
como hiciera Jesucristo. El martirio suponía, en otras
palabras, la perfección de la fe, la esperanza y la
caridad. En quienes no eran mártires, sin embargo,
el amor perfecto de Dios era menos obvio y sus pretensiones
de santidad no se basaban en cómo murieron, sino en
cómo vivieron. Para ganar fama de santo había
que desarrollar, durante toda la vida de uno, la perfección
del carácter y de la virtud. Así pues, las historias
y las leyendas de los no mártires -especialmente, las
de los ascetas- eran historias de virtud heroica.
Además del lenguaje de la virtud, los antiguos padres
de la Iglesia adoptaron también el modelo griego de
la persona moralmente virtuosa. Aparte de la fe, la esperanza
y la caridad, de un buen cristiano se esperaba que ejerciera
las virtudes aristotélicas de la prudencia, la justicia,
la fortaleza y la templanza. Sin duda, el lugar más
importante lo ocupaban las virtudes infusas por Dios mediante
su gracia, pero ello no excluía las virtudes morales
por las que la gracia se manifestaba en la relación
con los otros. Así que, además de las historias
de santos, en los tiempos de san Agustín, los padres
de la Iglesia habían desarrollado ya los elementos
fundamentales de una teología moral, que acabaría
usándose como pauta para medir la santidad.
Fue sólo después de que la creación
de santos se convirtiera en un proceso formal, dirigido por
el papa, cuando ese esquema de virtudes comenzó a utilizarse
como recurso heurístico para investigar las vidas de
las personas que tenían reputación de santidad.
El término "virtud heroica" entró
en el vocabulario de la Iglesia a través de la traducción
de la "Ética a Nicomaco" de Aristóteles,
realizada en 1328 por Robert Grossteste, obispo de Lincoln
y uno de los testigos de la firma de la Carta Magna. Aristóteles
empleó el término para designar la virtud moral
practicada en grado heroico -o semejante al de los dioses-,
y la expresión fue finalmente adoptada por santo Tomás
de Aquino, cuya síntesis de ideas aristotélicas
y cristianas sobre la virtud estableció el marco conceptual
por el que se juzgaría en adelante la santidad. San
Buenaventura (1221-1274) fue el primer santo, canonizado por
un papa, cuya vida se investigó siguiendo el esquema
de las tres virtudes teológicas (fe, esperanza y caridad)
y las cuatro virtudes morales cardinales (prudencia, justicia,
fortaleza y templanza). La virtud heroica se convirtió,
en la terminología técnica de la creación
de santos, en sinónimo de santidad y, finalmente, fue
entronizada como el concepto rector de la congregación
por medio de los tratados de Prospero Lambertini (el papa
Benedicto XIV) sobre beatificación y canonización.
La cuestión a la que han de enfrentarse actualmente
los hacedores de santos es, a mi entender, si deben continuar
exigiendo pruebas de virtud heroica a la manera tradicional.
Hay, a mi juicio, tres objeciones importantes que hacer a
dicho procedimiento: primero, las pruebas de virtud parecen,
en última instancia, contradecir el intento de identificar
la santidad única de un santo, tal como se revela en
la historia de la vida del candidato; segundo, el esquema
tradicional de virtudes me da la impresión de que es
rígido y arbitrario, pues, para demostradas, es preciso
hacer entrar por la fuerza la vida del candidato en el lecho
de Procrustes; tercero, al identificar la santidad con la
"perfección" de la virtud, los hacedores
de santos se ven obligados a excluir de las "positiones"
todo indicio de fallos humanos y, de ese modo, omiten lo que
es realmente ejemplar en la vida de un santo: la lucha entre
la virtud y el vicio o, en una perspectiva más amplia,
entre la gracia y la naturaleza. En suma, se limitan a escribir
hagiografías por el método histórico-crítico.
Son objeciones serias que apuntan, más allá
de las cuestiones de procedimiento, al corazón mismo
del proceso de canonización. ¿Son válidas
esas objeciones?
En teoría, por lo menos, parece que no hay contradicción
alguna entre las virtudes requeridas por la Iglesia y la vida
narrada de un santo. Según ha demostrado el filósofo
británico contemporáneo Alasdair MacIntyre,
todo sistema, por el que se conciban o se ordenen las virtudes,
está "vinculado a una noción determinada
de la estructura o estructuras narrativas de la vida humana".
Así, el orden y la concepción de las virtudes
cristianas, con la caridad o el amor de Dios como su centro
y fuente, es inteligible sólo en el contexto de un
relato que imagina la vida humana como una búsqueda
de la unidad o la amistad con Dios. En este esquema, por ejemplo,
la humildad es una virtud igual que la justicia, mientras
que en la ética de Aristóteles, que no contempla
la vida con Dios como objetivo de la existencia humana, la
humildad es un vicio.
Visto en esta perspectiva, por tanto, parecería que
no hay incongruencia alguna entre la historia de la vida de
un santo y el esquema de las virtudes heroicas exigidas por
el proceso de canonización. Cuanto más llegue
un santo a asemejarse a Cristo, gracias al don del amor divino,
y cuanto más exprese ese amor en sus actos dirigidos
hacia los demás, tanto más vive la historia
cristiana. En efecto, desde el punto de vista teológico
acaso sea lícito concluir que el verdadero motivo de
la vida de un santo no es su existencia humana como individuo,
sino la acción de la gracia que lo transforma en aquello
que estaba destinado a ser: un amigo de Dios.
Pero, si es a través de su cooperación con
el don de la gracia divina como los santos llegan a serio,
¿por qué hay que exigirles pruebas de prudencia,
justicia, fortaleza y templanza? Por importantes que sean,
esas virtudes no están escritas en tablas de piedra.
¿Por qué no se da más importancia a otras
virtudes, tales como la humildad, la paciencia y la misericordia,
en las que hizo hincapié Jesucristo mismo y que son
cualidades, por tanto, para las que habría razones
de esperar que se encontrasen en un santo cristiano? ¿Por
qué no volver a las bienaventuranzas "Bienaventurados
los mansos", etcétera) que Jesucristo recomendó
a sus seguidores? En una palabra, ¿por qué no
apoyarse únicamente en los valores del Evangelio, al
analizar la vida de un santo?
Mi opinión es que, si los hacedores de santos fueran
más flexibles en cuanto a las virtudes que esperan
de un santo, harían más justicia a la variedad
y la singularidad de los amigos de Dios y privilegiarían
la narración de sus vidas, por encima de las pruebas
de virtudes específicas. Sin duda, todo santo cristiano
debería sobresalir por un grado extraordinario de fe,
esperanza y caridad; pero ¿es necesario que sean igualmente
excepcionales en cuanto a prudencia, justicia, fortaleza y
templanza? Éstas son cualidades que uno espera hallar
en cualquier persona moralmente buena y que, por consiguiente,
no son exclusivas de los seguidores de Cristo. Además,
lo cierto es que los santos no siempre son prudentes o justos,
templados o valientes; y los hacedores de santos, de hecho,
tampoco exigen la perfección en esas categorías.
La "positio" en defensa de Pío IX me parece
un buen ejemplo de las ventajas y los inconvenientes que implica
el uso de esas virtudes como instrumento heurístico.
En ese caso, se trataba de examinar la conducta del papa durante
su pontificado, y un análisis detallado conforme a
las virtudes morales demostraba que, en ciertas situaciones,
sus juicios morales y sus actos distaron mucho de ser perfectos.
Como respuesta, el abogado defensor, Carlo Snider, arguyó
que el papa hizo cuanto pudo en las circunstancias dadas.
En efecto, el alegato definitivo (y finalmente triunfante)
de Snider apelaba a la teología narrativa, no a la
teología moral: por muy imprudentes, injustos, intemperados
o poco valientes que hubieran sido en su momento ciertos actos
específicos del papa, se hallan avalados, en última
instancia, por el despliegue de la "historia de la salvación",
de la cual la larga y tempestuosa gestión del cargo
por Pío IX formaba un capítulo crucial.
Me parece, sin embargo, que un relato más sincero
y exacto de la historia habría prescindido de toda
invocación de la "historia de la salvación".
De haber reconocido las debilidades de carácter del
papa, sus defectos e incluso sus pecados, la "positio"
podría haber comprobado su santidad demostrando que
el candidato superó sus imperfecciones humanas y fue
creciendo en la gracia de Dios. Pero las "positiones",
como sabemos ahora, no se centran en los pecados. Aparte de
alguna selección ocasional de los escritos del candidato,
las "vitae" oficiales, normalmente, no discuten
el tipo de conflictos que revelan el carácter: la lucha
con pecados reales como la desesperación, el orgullo
o la envidia. ¿Hemos de creer, pues, que los santos
están libres de pecado? Las "positiones"
invitan al lector a creerlo, porque se ocupan exclusivamente
de la virtud y su perfección.
Tal como funciona el sistema actualmente, se espera de los
asesores teológicos que juzguen unas biografías
de cuyo texto se ha eliminado el pecado. La razón parece
ser puramente técnica; si en alguna fase del proceso
-en las declaraciones de los testigos, en los papeles privados
del candidato, en los archivos de las otras congregaciones
del Vaticano o en la preparación de la "positio"-
se encuentran pecados serios, probablemente la causa será
suspendida. Con el antiguo sistema jurídico, podía
suceder que un abogado defensor tratara de ocultar pruebas
de pecados graves, y era tarea del "abogado del diablo"
sonsacarlas, como sucedió en el caso de Pío
IX, cuya "positio" tercera y última fue la
respuesta a las objeciones acumuladas; pero, ahora que el
antiguo sistema de controversia se ha abolido, el hacer esos
juicios depende del postulador y del relator, a los que su
juramento obliga a no ocultar nada. Así pues, en el
momento en que una causa llega a la fase del debate, a los
asesores teológicos se les presenta un texto que trata
solamente de lo positivo. En consecuencia, las cuestiones
de las que ellos se ocupan no se refieren a la sustancia,
sino solamente a las pruebas: ¿avalan los documentos
la conclusión de que el candidato era virtuoso hasta
el grado de heroísmo o de perfección que se
exige de un santo?
Encuentro, en suma, que el método actual de organizar
y de escribir las "positiones" no puede, por su
misma naturaleza, hacer plena justicia a la vida del candidato.
Dadas las actuales exigencias de la congregación, los
autores de las "positiones" se ven obligados a incluir
pruebas de virtudes, que pueden resultar, de hecho, irrelevantes
para la manera como ese candidato particular vivió
su historia, y los obliga también a omitir indicios
contrarios, que acaso pudieran ser cruciales para comprender
lo que hay de singular en la santidad del candidato. En absoluto
pretendo sugerir que no se deba examinar a los santos en cuanto
a su virtud heroica, incluidas las virtudes morales; al contrario,
basar la santidad en la virtud es particularmente importante
en una época como la nuestra, en la cual -por lo menos,
en el .clima espiritualmente promiscuo de Estados Unidos-
la "espiritualidad" se ha convertido en un término
omnímodo que designa cualquier estado elevado de sentimiento
que vaya unido a un control psicológico sobre el sistema
nervioso y a una vaga comunión con un poder superior
inocuo e indeterminado, sin relación alguna con la
conducta o con las decisiones morales que forman el carácter.
Lo que sí digo es que la concentración exclusiva
en las virtudes, sin prestar la atención concomitante
a los defectos, no logra producir unos santos creíbles:
si a los candidatos hay que escrutarlos para buscar pruebas
de siete virtudes, ¿por qué no rastrear sus
vidas también buscando indicios de los siete pecados
mortales?
Los santos, tal como yo los concibo, deberían sorprendernos,
en lugar de confirmar nuestras convicciones morales o teológicas
o sus historias no deberían recordamos la excelencia
de la vida virtuosa, sino lo impredecible que puede suceder
cuando una persona se permite dejarse "transformar por
la lógica globalizadora de una vida vivida en y por
Dios". En ese sentido, la vida de cada santo genuino
es, tomando prestada la frase merecidamente célebre
de Mahatma Gandhi, "un experimento con la verdad"
y la finalidad del proceso de canonización, en mi opinión
debería ser descubrir si ese experimento ha dado resultados
y cuáles son.
La historia de un santo, tal como he llegado a entenderla,
trata de Dios y su relación con la humanidad. "Es
algo terrible caer en manos del Dios viviente", observaba
con frecuencia Dorothy Day. El escribir la vida de un santo
habría de ser, pues, un ejercicio de teología
primaria; es decir, no un ejercicio secundario de teólogos
ansiosos de demostrar lo ya conocido y aceptado, sino el ejercicio
primario de la comprensión y la imaginación
cristianas, aplicadas a los datos en bruto de una vida humana
transformada por la gracia divina. Los santos no son personas
que tengan experiencias diferentes, ellos experimentan las
mismas cosas que usted o que yo, pero las entienden de otra
manera; y es esa diferencia lo que distingue a los santos
de otras personas y distingue también a un santo de
otro. La tarea de los hacedores de santos debería consistir,
por consiguiente, en iluminar esa diferencia específica,
descubrir qué revelaciones novedosas y formativas el
amor de Dios ha producido en el candidato y describir su efecto
en un hombre o en una mujer que dice Con Cristo: "No
sea como yo quiero, sino como tú." Eso es lo que
todos los santos tienen en común y lo que hace que
cada santo sea, en la tradición cristiana, absolutamente
único.
La creación de santos es, así, un acto de imaginación
religiosa. El santo o santa imagina qué sería
vivir su vida como la de Cristo, en obediencia total al Padre,
y eso es lo que hace. La comunidad contempla al santo y cuenta
su historia; y esto también es un acto de imaginación
religiosa. La tarea de los hacedores de santos no consiste
simplemente en verificar la intuición de los creyentes,
sino en entrar en la imaginación religiosa del candidato,
que es la mejor manera de comprender y de explicar su forma
particular de santidad. Y si el candidato es verdaderamente
un santo, su historia será contada una y otra vez como
demostración narrativa del poder de la gracia de Dios.
Desafortunadamente, los hacedores de santos de la Iglesia
no parecen apreciar mucho la imaginación. A partir
de la Reforma, se refugiaron en el derecho canónico
y en los hechos demostrables. La tendencia a identificar la
santidad con la virtud heroica es, a mi entender, sintomática
de la incapacidad del sistema para reconocer su propia reconstrucción
imaginativa de las vidas de los santos. Cada "positio"
es, en realidad, la interpretación de una vida acorde
a un esquema iluminado por la luz de la fe; y es porque no
están dispuestos a confiar plenamente en esa luz por
lo que los hacedores de santos acuden a los milagros en busca
de la confirmación divina.
MILAGROS: SEÑALES DE AMISTAD DIVINA
De todos los elementos de la creación de santos, las
pruebas de milagros es lo que más desconcierta, y tal
vez incluso ofende, al intelecto seglar. Los milagros son
asimismo objeto de uno de los pocos verdaderos debates que
hay entre los hacedores de santos. Como hemos visto, los médicos
asociados a la congregación son, como grupo, quienes
más se empeñan en que la Iglesia siga exigiendo
milagros de intercesión a los santos canonizados. Me
parece una prueba impresionante de que todavía ocurren
milagros; pero más impresionante aún sería
si el presidente del comité médico, el doctor
Raffaello Cortesini, realizara su plan de publicar los casos
que ha presenciado y los documentos comprobatorios correspondientes.
Sería deseable que demostrase, a los profesionales
científicos y a los médicos, el rigor de los
procesos de milagros y las bases sobre las que el comité
dicta sus juicios.
Me parece, sin embargo, que los milagros están todavía
en el ojo del observador, y limitar lo milagroso a lo que
se puede observar solamente con los ojos de la ciencia moderna
y con sus instrumentos sería restringir el significado
tradicional de los milagros como señales de la amistad
de Dios. Si mañana los creyentes dirigiesen sus solicitudes
de ayuda divina exclusivamente a Cristo, eliminando así
la posibilidad de los milagros de intercesión, ¿acaso
disminuirían con ello el número o la importancia
de los santos? Además, puesto que los católicos
no están obligados a creer en los milagros oficialmente
atribuidos a un santo -de hecho, salvo para las partes interesadas,
los pormenores de esos milagros son esencialmente secretos
de la causa-, parece suficiente para su bendición que
un candidato esté ampliamente evocado. Como sugiere
la búsqueda hasta ahora infructuosa de un milagro atribuible
al cardenal Newman, la falta de milagros no disminuye en absoluto
la reputación de santidad de un candidato ni impide
que exista un auténtico culto de los santos.
En la práctica, el papa actual o cualquier otro papa
puede eximir a un candidato de la exigencia de un milagro.
En casos como el de Newman, pienso que debería hacerlo.
En mi convicción, basta con que un amplio número
de personas incluyan a Newman entre los considerados como
miembros de la "Iglesia triunfante" y que le soliciten
orientación o inspiración. Me decepcionaría,
no obstante, que la Iglesia renunciase del todo a los milagros
como señales de la aprobación divina; los considero
dones, al igual que la gracia, y ¿quiénes somos
nosotros para decir que Dios no responde ya a las oraciones
dirigidas a los santos? Pregúntenle a cualquiera que
alguna vez haya rezado por un amigo desesperadamente enfermo.
No todos los milagros son obra de la ciencia moderna. Y, después
de todo, no es sino otra forma de fe insistir en que, en última
instancia, la "ciencia" sabrá explicar todo
cuanto ocurre.
Lo que la Iglesia debería considerar, sin embargo,
es abolir la exigencia de un milagro para la beatificación;
que los beatos vuelvan a ser lo que fueron antaño,
es decir, santos locales, no meros candidatos a unos honores
eclesiásticos más elevados; que la extensión
y la importancia del culto decidan quién es digno de
veneración "universal", y que la Iglesia
exija milagros, tal como se entienden actualmente, sólo
a los candidatos a la canonización.
ORTODOXIA Y SANTIDAD
Puesto que la canonización es un proceso eclesiástico,
se comprende que los santos deban reflejar una auténtica
fe católica. Y, sin embargo, no me resulta nada claro
qué clase de ortodoxia se requiere de un santo ni qué
formas debe adquirir la heterodoxia antes de convertirse en
un impedimento para la santidad. Santo Tomás de Aquino,
por ejemplo, argumentó en contra de la concepción
inmaculada de la Virgen María (la creencia de que nació
libre del pecado original) seis siglos antes de que fuese
definida como dogma de fe; y no es menos santo por haber defendido
esa opinión, ahora considerada heterodoxa. Carlos Borromeo
cuestionó el poder temporal de los papas -que, en su
tiempo, era casi un artículo de fe- y, no obstante,
también él fue finalmente canonizado. Por otra
parte, Meister Eckhart, el teólogo, místico
y predicador dominico del siglo XIV, fue un fraile de profunda
espiritualidad, que murió en obediencia y sumisión
a la Iglesia; pero, dado que algunas de sus especulaciones
teológicas fueron póstumamente condenadas por
Roma, es poco probable que un día sea declarado santo.
Lo mismo vale, en gran medida, para el místico y científico
jesuita del siglo XX Pierre Teilhard de Chardin, silenciado
(y, por tanto, privado de la crítica necesaria) por
el Vaticano, durante un período crucial de su vida,
por sus especulaciones sobre la evolución, pero conocido
por su profunda espiritualidad cristiana, evidenciada en "El
ambiente divino" y otros escritos24.
Como hemos visto, al examinar el caso del cardenal Newman,
los intelectuales sufren cierta desventaja como candidatos
a la canonización, en la medida en que se atreven a
formular nuevas interpretaciones y una comprensión
más profunda de la fe; con lo cual, corren el riesgo
de equivocarse y, cuanto más publican, tanto mayor
es el riesgo. No pretendo hacer un alegato en favor de Eckhart
o de Chardin, pero sí cuestiono un sistema que, a mi
entender, penaliza a aquellos cuyas formulaciones intelectuales
no siempre se adaptan a la ortodoxia predominante de la Iglesia.
Si la fe cristiana no fuese nada más que una serie
de proposiciones autoritarias que hay que repetir y defender,
la heterodoxia sería fácil de localizar; pero
el cristianismo trata de verdades que se basan, en última
instancia, en el misterio, y la tarea de los intelectuales
cristianos es relacionar ese misterio con los horizontes cambiantes
de la cultura y los conocimientos humanos. En todo caso, la
naturaleza de una ortodoxia vital es tal que, en retrospectiva,
siempre se reconoce. Parafraseando a Newman, podríamos
decir que ser fiel al Evangelio es cambiar y que ser ortodoxo
es haber cambiado muchas veces.
Pero, tal como están las cosas por ahora, cuanto más
seguro y más convencional sea un pensador católico,
tanto mayores probabilidades tiene de ser canonizado. No me
resulta del todo claro por qué ha de ser así.
Quizás haya cierto temor de que canonizar a un pensador
signifique también canonizar todos sus escritos; pero,
en el caso de los papas, hemos visto que la canonización
del hombre no implica la consagración de su pontificado,
y, sin duda, un proceso que investiga las vidas con tal rigor
y con tal esmero debería estar en condiciones de discernir
el espíritu que busca detrás de todos los argumentos,
pensamientos y palabras que los intelectuales tienden a producir.
Ante un pensador o un místico cristiano, creo que los
hacedores de santos harían bien en prestar atención
a la siguiente observación de Simone Weil, que algo
sabía de Cristo, del Espíritu Santo y de diversas
conversaciones entre cristianos. Ella pensaba en los místicos,
pero sus palabras deberían aplicarse también,
con algunas reservas, a los intelectuales:
"El guardián del dogma es un cuerpo colectivo;
y el dogma es un objeto de contemplación para el amor,
la fe y la inteligencia, que son tres facultades intelectuales
distintas. Es por ello que, casi desde el principio, el individuo
se ha sentido incómodo en el cristianismo, y esa incomodidad
ha sido sentida ante todo por la inteligencia (...)."
"Cristo mismo, que es la Verdad misma, al hablar ante
una asamblea o ante un consejo no empleaba el mismo lenguaje
que cuando conversaba con su querido amigo; y, sin duda, ante
los fariseos podría haber sido fácilmente acusado
de contradicción y error. Pero, por una de aquellas
leyes de la naturaleza que Dios mismo respeta porque su voluntad
las ha creado desde toda la eternidad, existen dos lenguajes
bastante distintos, aunque estén hechos de las mismas
palabras: el lenguaje colectivo y el lenguaje individual.
El Consolador que nos envía Cristo, el Espíritu
de la verdad, habla uno u otro de esos lenguajes, el que las
circunstancias requieran, y, por una necesidad de su propia
naturaleza, no hay acuerdo entre ellos."
"Cuando un genuino amigo de Dios -como fue, a mi juicio,
[Meister] Eckhart- repite palabras que ha escuchado en secreto,
en pleno silencio de la unión amorosa, y esas palabras
no concuerdan con las enseñanzas de la Iglesia, entonces
es que simplemente el lenguaje de la plaza no es el de la
alcoba".
¿ES NECESARIO QUE LOS SANTOS SEAN CATÓLICOS?
Poco después del II Concilio Vaticano, un reducido
grupo de luteranos se dirigió a algunos de los hacedores
de santos y les preguntaron si Roma no podría considerar
la posibilidad de canonizar a Dietrich Bonhoeffer, pastor
luterano, teólogo y mártir, ejecutado por los
nazis en 1945. Los visitantes pensaban que ello sería
una reafirmación convincente del reconocimiento, por
parte del concilio, de la comunión "real aunque
imperfecta" entre Roma y sus ,"hermanos separados",
después de haber condenado durante siglos a los protestantes
como herejes. La respuesta fue que canonizar _a Bonhoeffer
sería una intrusión; se les dijo a los visitantes
que si los luteranos consideraban santo a Bonhoeffer, más
justo sería que ellos mismos se hiciesen cargo de rendirle
los honores correspondientes.
Esa perspectiva me merece gran simpatía. En principio,
los luteranos no invocan a los santos como hacen los católicos,
si bien conmemoran a algunos de ellos, incluido el pastor
Bonhoeffer. Pero someter la vida y muerte de Bonhoeffer a
los procedimientos de investigación de Roma constituiría
una intrusión, y resultaría sumamente difícil
certificar su fidelidad a la ortodoxia romana. Además,
canonizar a un miembro de otra comunidad cristiana implicaría
dos cosas: que los únicos santos "verdaderos"
son los que canoniza Roma y que las diferencias de fe y de
prácticas, que continúan separando a las distintas
Iglesias cristianas, son de poca importancia.
La primera suposición es decididamente falsa. Hace
dos siglos, Prospero Lambertini (papa Benedicto XIV) consideró,
en su tratado sobre la beatificación y la canonización,
el caso de un cristiano no católico que murió
por la verdadera fe de Jesucristo, y llegó a la conclusión
de que una persona así sería un mártir
a los ojos de Dios, aunque no a los de la Iglesia. En otras
palabras, Roma hace valer aquí sólo sus propios
derechos. La canonización es un acto eclesiástico,
realizado por y para la Iglesia. Aun así, parece que
la Iglesia católica romana está tanteando alguna
clase de fórmula para reconocer a los cristianos no
católicos que cumplan sus requisitos; por lo menos,
en los casos de mártires. En 1964, por ejemplo, Pablo
VI canonizó a veintidós mártires negros
de Uganda, asesinados brutalmente en 1886; diecisiete de ellos
eran jóvenes sirvientes del enloquecido rey de Uganda.
En el curso de la persecución fueron martirizados por
su fe también dos docenas de cristianos anglicanos,
y el papa reconoció su testimonio de sangre, agregando
tras una pausa: "y no queremos olvidar tampoco a los
otros que, siendo miembros de la confesión anglicana,
hallaron la muerte por el nombre de Cristo."
Persisten, de todos modos, entre los católicos romanos
y los demás cristianos unas diferencias reales en cuanto
al significado, la identidad y la veneración de los
santos; diferencias que los gestos o la buena voluntad ecuménica
no pueden superar. Durante los años en que estuve investigando
y escribiendo este libro, por ejemplo, un grupo de estudiosos,
que representaban oficialmente a los católicos romanos
y a los luteranos de Estados Unidos, se dedicaron al estudio
formal y al diálogo sobre el tema del papel de los
santos -y, en particular, de María, la madre de Jesús-
en la vida de la fe cristiana. En febrero de 1990, redactaron
una declaración conjunta en la que se delimitaban los
ámbitos de acuerdos y desacuerdos. Si bien ambos lados
afirmaban la común creencia en Jesucristo como "único
mediador"entre los creyentes y "el Padre",
reconocían que, al cabo de casi quinientos años
de separación, las dos confesiones mantenían
unas actitudes radicalmente distintas hacia los santos.
Algunas de las diferencias eran de tipo doctrinal: los luteranos,
por ejemplo, estaban dispuestos a admitir (como hizo Martín
Lutero) que los santos y sus historias eran pedagógicamente
útiles como ejemplos virtuosos para los creyentes;
pero insistían en que invocarlos en la oración,
implorando ayuda, ni estaba avalado por la Escritura ni era
doctrinal mente congruente con el principio de Lutero de que
los cristianos se justifican (se salvan) únicamente
por la fe en Jesucristo. Una cosa es conmemorar a los seguidores
excepcionales de Cristo; pero recurrir a ellos en busca de
ayuda era, en su opinión, innecesario, ineficaz y,
con toda probabilidad, contrario al Evangelio.
En su respuesta a los luteranos, los católicos romanos
insistieron a su vez en que el hecho de invocar la intercesión
de los santos de ninguna manera significa atribuirles el poder
y la gloria que pertenecen únicamente a Cristo. Argumentaron
que la oración a los santos no le hace competencia
a la oración dirigida a Dios -a los santos no hay que
imaginarios como "amigos influyentes", ya que Dios
atiende las oraciones solamente a través de Cristo;
muy al contrario, la invocación de los santos conduce
a una conciencia más elevada de Él, al glorificarlo
mediante la veneración de aquellos en quienes Cristo
ha triunfado definitivamente sobre el pecado.
Los católicos admitían, sin embargo, que se
habían producido abusos en la veneración de
los santos, y particularmente de la Virgen María, y
que continúan produciéndose como un "padecimiento
de la fe". Además, los estudiosos católicos
señalaron que, si bien la Iglesia recomienda encarecidamente
la veneración y la invocación de los santos,
ningún papa ni ningún concilio de la Iglesia
han declarado obligatorias tales prácticas. De todos
modos, ambos bandos se mostraron de acuerdo en que las divergencias
de doctrina relativas a los santos no eran como para mantener
separadas eternamente a las dos Iglesias.
Pero la doctrina, al fin y al cabo, no es lo más importante;
raras veces lo es en cuestiones de religión. Los luteranos,
por ejemplo, tienen mucho más en común con los
católicos romanos que la mayoría de los otros
herederos de la Reforma protestante; ¿por qué
ha de seguir siendo, entonces, la invocación y veneración
de los santos un obstáculo en el camino hacia una cristiandad
reunificada?
Los motivos tienen que ver con la experiencia y la imaginación
religiosas. El énfasis tantas veces reiterado que puso
Martín Lutero en la Fe sola, la Escritura sola, Cristo
solo, indica una interpretación de la historia cristiana
que diverge del relato que estructura la experiencia católica.
Como lo formularon los estudiosos católicos en sus
reflexiones conclusivas:
"La tradición católica sostiene que Cristo
solo jamás está completamente solo. Lo hallamos
siempre en compañía de toda una variedad de
amigos, tanto vivos como muertos. Es una experiencia básica
del catolicismo que esos amigos de Jesucristo, reconocidos
e invocados en el marco de una fe bien ordenada, refuerzan
la experiencia que tiene uno mismo de la comunión con
Cristo. Todo queda en familia, podríamos decir; somos
parte de un pueblo. Los santos nos muestran que la gracia
de Dios puede obrar en una vida, nos dan unas pautas luminosas
de santidad y rezan por nosotros. Estar en compañía
de los santos en el Espíritu de Cristo alienta nuestra
fe. Sencillamente, forma parte de lo que significa ser católico,
vinculado a millones de personas no solamente alrededor del
mundo, sino también a través del tiempo. Quienes
nos precedieron en la fe continúan siendo miembros
vivientes del cuerpo de Cristo; y, de algún modo inimaginable,
estamos todos conectados".
Hablar de los santos en la tradición católica
significa, por tanto, evocar una sensibilidad particular:
aquellas "convicciones inconscientes acerca de lo que
es real y lo que no lo es". Los santos católicos
sólo tienen sentido en un mundo en el que el "cuerpo
de Cristo" sea algo más que una metáfora;
invocarlos es suponer que, entre los creyentes que están
en la tierra y los que están en el cielo, existe una
conexión orgánica "en Cristo", más
fuerte y más real que los vínculos biológicos,
psicológicos, sociales y emocionales que sostienen
la solidaridad humana en esta vida.
¿PARA QUÉ HACER SANTOS?
Mientras estaba preparando este libro, una serie de personas,
incluso en el Vaticano, me preguntaron por qué me interesaba
la creación de santos. Mi respuesta inicial fue: porque
nadie ha explicado satisfactoriamente cómo ni por qué
se hace eso, Pero, ahora que he observado el proceso directamente,
reconozco otro motivo: porque los santos importan. De lo cual
se deduce que la manera como se hacen los santos también
importa; y no solamente a los católicos romanos que
los veneran, sino a cualquiera que se pregunte seriamente:
¿qué significa ser plenamente humano?
La santidad implica la "entereza". Pero, como ha
subrayado John Coleman, la santidad "a menudo rompe nuestros
conceptos habituales de lo que convierte la vida humana en
entera", Aspirar a la santidad es aspirar a algo más
que a una vida "completa"o, incluso, a una vida
moralmente "buena", Los santos rompen nuestros esquemas
convencionales acerca de lo que es real y digno de esfuerzo
y lo que no lo es. La atracción de los santos reside,
según observa agudamente Coleman, en "su poder
de atraernos, más allá de la virtud, a la fuente
de la virtud". Lo que hace interesantes a los santos
no es, por tanto, lo que hallamos en ellos digno de imitación
-los verdaderos santos no son del tipo de personas que intentan
"dar un buen ejemplo"-, sino más bien aquello
que los hace inimitables. Con cada nuevo santo "nace
una terrible belleza".
Pero ¿a quién le importan hoy en día
los santos? Por cierto que la Iglesia católica romana
continúa agregando nuevos nombres a su lista de santos
oficiales, pero pocas de las personas canonizadas hoy en día
son reconocidas o tan siquiera reconocibles fuera de unos
grupos muy limitados; incluso en la liturgia católica
romana se alude menos que antes a los santos y sus fiestas
y los teólogos católicos, por su parte, raras
veces discuten sobre santidad.
¿Y qué sucede fuera de la Iglesia? Es un lugar
común, entre los estudiosos de la religión y
los historiadores de la cultura, que en las sociedades occidentales
modernas el santo como ideal social ha quedado relegado a
un papel residual. A este respecto, la suerte de los santos
no se distingue de la de cualquier otro personaje heroico:
las sociedades democráticas adoran a las celebridades
-es decir, las personas carismáticas que alcanzan una
breve y limitada notoriedad-, pero sospecha, por motivos intrínsecos
a su propia naturaleza, de cualquiera cuya vida desafíe
la suposición de que todos los hombres son esencialmente
iguales. Martín Lutero, al insistir que incluso los
santos son pecadores a los ojos de Dios, fue en ese sentido
el profeta del mundo moderno, un mundo en el que nadie es
realmente mejor que cualquier otro.
"Las grandes revoluciones de la historia humana no cambian
la faz de la tierra -escribe el historiador de literatura
Erich Heller-. Cambian el rostro del hombre, la imagen en
la que éste se contempla a sí mismo y contempla
el mundo que lo rodea. La tierra se limita a imitarlo."
Si eso es así, ¿qué clase de sociedad
es ésta que no es capaz de dar cabida a los santos?
¿Qué les falta a las sociedades en las que los
santos ya no importan?
"Conexión": El culto a los santos presupone
que todos los seres humanos que han existido y todos los que
existirán estén conectados entre sí,
es decir, que en la estructura de la existencia humana haya
realmente una base para la "comunión de los santos";
de no ser así, carecería de sentido rezar a
los santos que han muerto o rezar por otras personas, Pero
la afirmación de que todos los seres humanos están
radicalmente vinculados a través del espacio y del
tiempo, y aun más allá de la muerte, es contraria
a la experiencia y a las convicciones de las sociedades occidentales
de libre empresa, que premian la autonomía personal
y el yo individualizado. En estas sociedades, incluso el tejido
conectivo perceptible, que en otros tiempos mantenía
unida a la gente -los lazos de matrimonio, familia y comunidad,
de la sangre, la tierra y los fines sociales-, se experimentan
como una limitación arbitraria impuesta a la primacía
y soberanía del yo. Cuando se aflojan los vínculos
tradicionales, los individuos tienden a chocar unos contra
otros como bolas de billar, en lugar de conectar. Donde se
han atrofiado los lazos naturales, resulta difícil
imaginar una familia de familiares, que sea previa a los contratos
sociales que hayamos elegido suscribir e independiente de
ellos. ¿Cómo podemos imaginar y celebrar a los
santos cuando, como observó el sociólogo Robert
Bellah respecto de los estadounidenses contemporáneos,
carecemos de "comunidades de memoria que nos vinculen
al pasado y, al mismo tiempo, nos orienten hacia el futuro
como comunidades de esperanza"?
"Dependencia": La búsqueda de conexiones
es una experiencia muy moderna y muy occidental. La tendencia
más poderosa de la cultura occidental contemporánea
es fomentar seres humanos autónomos que colaboren como
ciudadanos, pero conservando su independencia en lo esencial.
Nuestra manera de ser distintiva predominante es individualista,
utilitaria y autoexpresiva. Ser libre es poseer el control.
En ocasiones, surge, sin embargo, un movimiento poderoso que
lo arrastra todo consigo y nos hace sentir el arcaico impulso
de la comunión primordial y la radical interdependencia.
Descubrimos que, después de todo, formamos parte de
una historia común. Podría argüirse que,
en esta última década del milenio, la nueva
historia suprema de comunión e interdependencia es
la historia del "medio ambiente"; a través
de ella, reconocemos que todos compartimos el destino del
planeta y sus diversos ecosistemas; nos convertimos, con cierta
humildad y con afabilidad ecológica, en "amigos
de la Tierra".
Pero, para comunicamos con la Tierra, debemos primero escuchar
y contar su historia. Según el relato, lo que hace
la Tierra es evolucionar; y, según cómo se cuente
la historia, la humanidad o bien es la orgullosa especie,
con la cual la evolución ha alcanzado su cumbre, o
bien es el producto fortuito de un proceso impersonal que
susurra: "Yo soy todo lo que hay.". De una manera
o de otra, la evolución -¿qué duda cabe?-
es nuestro nuevo y necesario mito.
Ser un "amigo de Dios" es, por lo menos en un sentido,
como ser un amigo de la Tierra. En palabras de Coleman una
vez más, en todas las tradiciones religiosas "los
santos nos invitan a conceptualizar nuestras vidas en términos
distintos de los de dominio, utilidad, autonomía y
control. Como libres instrumentos de una gracia superior y
como vehículos de un poder trascendental, ofrecen una
visión de la vida que privilegia la receptividad y
la interacción". Dicho de otro modo: no hay "self-made
saints", no hay santos por mérito propio, al igual
que no hay -en oposición a un viejo mito americano-
"selfmade men" u hombres que sean lo que son gracias
a sus propios esfuerzos. Si hemos de creer a los santos, lo
que nos hace plenamente humanos son regalos: lo que comienza
con el regalo de la vida, el regalo de la gracia lo completa.
Por consiguiente, para ser amigo de Dios, primero hay que
conocer la historia de Dios. En todas las tradiciones religiosas
son los santos quienes revelan los planes de Dios; por supuesto
que los textos sagrados son importantes, pero sólo
revelan la trama central. En la tradición que he estudiado,
es Jesucristo quien revela cómo es Dios y qué
intenciones tiene; pero los cristianos lo comprenden sólo
cuando hacen suya Su historia. Éste es, para todos
los cristianos, el significado de la santidad.
"Particularidad": La santidad cristiana es personificada;
cada santo ocupa su propio nicho ecológico de tiempo,
lugar y circunstancias. La importancia que los cristianos
han atribuido tradicionalmente a tumbas, santuarios y peregrinaciones
atestigua la creencia de que la providencia de Dios se manifiesta
en lo local, en lo circunscrito: en lo particular. Puesto
que la gracia está por doquier, lo particular posee
significación eterna.
Ese escándalo de lo particular es manifiesto especialmente
en la veneración de las reliquias. Como todas las formas
de religión, tal veneración invita a la superstición
y otros abusos; pero, cabalmente entendido, el honor que se
hace a los cuerpos de los santos es una afirmación
de que la persona entera es, en su singularidad concreta,
objeto del abrazo divino. Las reliquias expresan la santidad
a la medida humana: lo concreto, lo físico, lo tangible.
Es precisamente el tipo de santidad que cabe esperar de una
religión que ve en una persona particular, Jesucristo,
no sólo la revelación de cómo es Dios,
sino también la revelación de lo que toda persona,
en su propia humanidad concreta, está llamada a ser.
Pero, para que la idea cristiana de santidad sea apreciada
en una época de conciencia global en expansión,
es necesario un nuevo tipo de santo o, cuando menos, una nueva
conciencia de lo que requiere la santidad. Simone Weil lo
vio con suma claridad. En la última carta que escribió,
antes de su muerte en 1943, al padre Jean-Marie Perrin, Weil
hablaba de la necesidad de unos santos de "genio"
que supieran iluminar "el momento presente" de un
modo del que no eran capaces ya los santos del pasado. Imaginaba
que "un nuevo tipo de santidad" traería "una
nueva primavera (...) casi equivalente a una nueva revelación
del universo y del destino humano (...). Sólo cierta
perversidad puede obligar a los amigos de Dios a privarse
de tener genio, ya que, para recibirlo en sobreabundancia,
sólo necesitan pedírselo a su padre en nombre
de Cristo".
Sólo Dios hace santos. Aun así, a nosotros
nos toca contar sus historias, y ésa es, al fin y al
cabo, la única justificación del proceso de
"creación de santos". ¿Qué
clase de historia le conviene a un santo? Ciertamente no la
tragedia. La comedia se acerca más a la posibilidad
de captar el carácter lúdico de la santidad
genuina y de la lógica suprema de una vida vivida en
y a través de Dios. También se precisa un elemento
de incertidumbre: hasta el final de la historia, nadie puede
estar seguro del desenlace. Los verdaderos santos son los
últimos, entre todos los habitantes de la Tierra, a
quienes se les ocurriría presumir de su propia salvación,
en esta vida o en la otra.
Mi intuición personal es que la historia de un santo
es siempre una historia de amor, la historia de un Dios que
ama y de un amado que aprende a corresponder a ese "amor
riguroso y terrible", una historia que incluye malentendido
s y desengaños, traiciones y reticencias, trastornos
y revelaciones de caracteres; si hemos de creer a los santos,
es nuestra historia. Pero ser un santo no es ser un amante
solitario: es entrar en una comunión más profunda
con todos los que existen, con todo cuando existe.
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