LA
FABRICACIÓN DE LOS SANTOS
Autor: Kenneth L. Woodward
CAPÍTULO 2. LOS SANTOS, SU CULTO Y SU CANONIZACIÓN
¿QUÉ ES UN SANTO?
En la tradición cristiana, un santo es alguien cuya
santidad es reconocida como excepcional por otros cristianos.
En ese sentido, es necesario que alguien determine que lo
es; lo cual no es decir que los hacedores de santos tengan
que ser santos ellos mismos, sólo que los cristianos
deben ser capaces de reconocer la santidad.
De un modo o de otro, los cristianos han "hecho santos"
desde que existe la Iglesia. Al principio, hacer santos era
un acto espontáneo de la comunidad cristiana local;
hoy en día, se presenta para los católicos romanos
como un largo y dificultoso proceso, conducido por funcionarios
del Vaticano y regido por normas y procedimientos legales.
Cómo y por qué se ha llegado a este estado de
cosas es el tema del presente capítulo.
No se puede preguntar "¿Qué es un santo?"
sin tener conocimiento de los personajes ya reconocidos como
tales. Durante los primeros mil quinientos años y más
de la Iglesia, los santos eran personajes difuntos, en torno
a los cuales se había formado un culto popular. Por
desgracia, en el ámbito occidental la palabra "culto"
ha adquirido connotaciones peyorativas, que sugieren un apego
irracional, idolátrico y, a menudo, totalitario a algún
energúmeno carismático. A ese respecto, vale
la pena recordar que el propio cristianismo empezó
como un despreciado movimiento "idolátrico"
que rendía "culto" o adoración al
crucificado Jesús. En efecto, si Jesucristo no hubiese
muerto como mártir, tal vez nunca hubiera habido un
culto cristiano a los santos.
Para los cristianos primitivos, la extensión del culto
a otros personajes además de Jesucristo fue una evolución
orgánica de su propia fe y de sus experiencias. Venerados
por su santidad, a los santos se los invocaba también
por su poder, sobre todo en forma y a través de sus
restos mortales. La historia de la producción de santos
está, por tanto, íntimamente vinculada a la
historia del culto a los santos y sus reliquias. Incluso en
su actual forma burocrática, la producción de
santos es, como veremos, esencialmente una serie de actos
oficiales de la Iglesia por los cuales el papa permite el
culto o la veneración pública de los candidatos
que han sido propuestos a su juicio. Cómo y por qué
el papado consiguió el control del culto a los santos
es otro tema de este capítulo.
Incluso de estas breves observaciones se desprende que la
canonización implica mucho más que una declaración
solemne por parte del papa. En el sentido literal, canonizar
significa incluir un nombre en el canon o lista de los santos.
A lo largo de los siglos, las comunidades cristianas han compilado
numerosas listas de sus santos y mártires. Muchos de
esos nombres se han perdido para la historia. La obra más
completa que existe sobre los santos, la "Biblioteca
Sanctorum", abarca actualmente (en 1989) dieciocho volúmenes
y menciona a más de diez mil santos; es decir, muchas
veces más que los cuatrocientos que han sido canonizados
por los papas. De todos modos, los elencos de santos no eran
solamente un método de seguir la pista de los héroes
más sagrados de la Iglesia. También cumplían
una función litúrgica: ser canonizado significaba
ser incluido entre aquellos que se mencionaba de vez en cuando
durante la celebración de la misa; y significaba también
tener una fiesta en el santoral de la Iglesia, al lado de
los días de fiesta de Cristo y de su madre, la más
distinguida de todos los santos.
Es imposible tratar en un capítulo -ni siquiera en
un libro- la historia y las infinitas dimensiones del tema
de los santos. Efectivamente, en los últimos años
se ha observado un verdadero renacimiento de los estudios
eruditos sobre los santos y sus enseñanzas, dedicados
en gran parte a la investigación de las mentalidades
y estructuras sociales de las culturas antiguas y medievales.
Sin alguna noción de lo que significaban en el pasado
los santos para la Iglesia y su gente, es imposible entender
los problemas y los procedimientos actuales de la producción
de santos.
Lo que sigue es un resumen, necesariamente escueto, de los
principales temas, controversias e hitos en la historia de
la evolución de los santos y sus cultos. De ningún
modo se pretende agotar el tema; se trata tan sólo
de mostrar cómo y por qué la producción
de santos ha acabado transformándose en un proceso
burocrático y altamente racionalizado. De paso, veremos
surgir ciertas tensiones; ante todo, entre el santo como ejemplo
de virtudes heroicas y el santo como taumaturgo u obrador
de milagros. De modo semejante, describiremos la tensión
entre la creación popular de santos y los esfuerzos
de las autoridades eclesiásticas por encauzar y controlar
la proliferación de los santos y los cultos. Tales
tensiones continúan existiendo, como demuestra el caso
del arzobispo Romero de El Salvador, y su presencia sugiere
que a Roma aún le queda por resolver de un modo completamente
satisfactorio la cuestión de "quién es
un santo".
Entre los críticos del proceso moderno de hacer santos
hay cierta tendencia a rechazar ese proceso por demasiado
largo y demasiado alejado de las preocupaciones de los católicos
de a pie. Tal vez sea cierto; pero las razones de tal estado
de cosas hay que buscarlas en la historia. Lo que hallamos
en sus orígenes no es un conjunto de fórmulas
para decidir a priori qué es un santo, sino una proliferación
de personas cuya vida y muerte eran recordadas y veneradas
por quienes los conocieron. Y lo que descubrimos es que los
procedimientos encaminados a la creación de santos,
por muy apriorístico s que hayan llegado a ser, son
esfuerzos por prolongar el impulso de los cristianos primitivos
de elevar a algunos de entre sus hermanos y hermanas para
que gozasen de un reconocimiento y una veneración especiales.
En teoría, por lo menos, y en un grado sorprendente
también en la práctica, la santidad continúa
produciéndose "a los ojos del espectador; y el
espectador primordial es la comunidad de los creyentes".
Y es que la historia de la Iglesia es, en gran medida, la
historia de sus santos. Incluso se podría decir que
la finalidad de la Iglesia es convertir en santos a todos
sus miembros, si por santos entendemos aquellos que llegan
a ser verdaderos imitadores de Cristo. Así, al menos,
lo entendían los primeros cristianos. Y con ellos debemos
comenzar.
LOS ORÍGENES: LA MUERTE EN LA VIDA DE LOS SANTOS
Inicialmente, los cristianos del Nuevo Testamento consideraban
"santos" (en griego, "hagioi") a todos
los creyentes bautizados. Dado que la mayoría de ellos
eran judíos, conceptuaban la santidad como una calidad
compartida por la comunidad, no como algo propio de los individuos.
Pero, incluso ya entre la primera generación de cristianos,
ciertos individuos eran seleccionados para recibir una aclamación
especial y no por su piedad o su predicación, sino
porque dieron testimonio de su fe al morir por ella. Así
fue que, antes de finales del siglo primero, el término
"santo" quedó reservado exclusivamente a
los mártires (en griego, "martys" significa
"testigo"), y el martirio sigue siendo, hasta el
día de hoy, el camino más seguro hacia la canonización.
Se podría afirmar con cierta seguridad que el primer
santo "canonizado" de la Iglesia fue Esteban, judío
converso y diácono que es, según el Nuevo Testamento,
el primer mártir del cristianismo. El relato de Lucas,
en los Hechos de los Apóstoles (6-7) sobre el martirio
de Esteban es de extrema importancia para entender cómo,
en esa fase infantil de la vida de la Iglesia, los demás
cristianos de la comunidad de Esteban reconocieron su santidad.
El relato está construido de tal manera que la detención,
el testimonio de la fe y la muerte de Esteban muestran un
paralelo directo con la detención, el testimonio y
la muerte de Jesucristo. Igual que Él, Esteban es descrito
como autor de milagros y predicador de gran fuerza y, como
Jesucristo, suscita la enemistad de los dignatarios y los
escribas judíos. Arrestado y llevado ante un tribunal,
expone sus creencias en un largo y elocuente discurso. Al
final, es conducido a las afueras de la ciudad y lapidado.
Muere pidiendo a Dios que perdone a sus verdugos.
La finalidad de ese relato es demostrar que Esteban imitó
la pasión y la muerte de Cristo. Puesto que carecemos
de otros testimonios de su martirio, no podemos saber hasta
qué grado el relato de Lucas es exacto. Pero la exactitud
no es lo que importa; lo decisivo es que la comunidad cristiana
pudo reconocer como santo a Esteban tan sólo por analogía
con la pasión y muerte de Jesucristo. La historia de
Esteban es una repetición de la historia de Cristo.
Ser un santo significaba, por tanto, no solamente morir "por"
Cristo, sino morir como él. O, lo que viene a ser lo
mismo, ser un santo significaba que la historia de la propia
muerte era recordada y referida igual que lo era la de Cristo.
Se puede decir, pues, que la santidad y el martirio fueron
inseparables en la conciencia cristiana desde el principio.
Así como Jesucristo obedeció al Padre "hasta
la muerte" así el santo era alguien que moría
por Cristo; así como el bautismo significaba la incorporación
al cuerpo de Cristo, así el martirio significaba morir
con Cristo y resucitar a la plenitud de la vida eterna. El
martirio sellaba la conformidad total del santo con Cristo.
En ese sentido, vale la pena anotar que los dos pilares gemelos
de la Iglesia apostólica, los apóstoles Pedro
y Pablo, eran venerados como santos no por el liderazgo que
ejercieron en las comunidades cristianas, sino porque acabaron
muriendo como mártires. Puede que por la misma razón
algunos otros de los doce apóstoles primitivos, de
cuya muerte no sabemos nada, fuesen recordados también
como mártires.
Durante los primeros cuatro siglos de la era cristiana, la
persecución por parte de los romanos fue tan intensa
que la conversión al cristianismo implicaba efectivamente
el riesgo del martirio. En efecto, sufrir y morir como Cristo
era una gracia ardorosamente deseada; era el premio codiciado.
A principios del siglo II, por ejemplo, el obispo de Antioquía,
Ignacio, escribió a cierta gente influyente en Roma,
adonde lo llevaban para su ejecución, implorando que
no intercedieran por su vida: "Os suplico no me tratéis
con inoportuna amabilidad. Dejad que me devoren las fieras,
gracias a las cuales llegaré a la presencia de Dios.
Yo soy trigo de Dios, y seré molido por los dientes
de las fieras para transformarme en el puro pan de Cristo."
Sin embargo, no todos los cristianos que fueron encarcelados,
torturados o deportados a las minas imperiales perecieron.
A algunos se les negó el martirio a pesar de haber
hecho confesión pública de su fe. Aunque sobrevivieran,
esos "confesores", como se dio en llamados, eran
reverenciados por su público testimonio de la fe y
por su disposición a morir por ella. Si se trataba
de catecúmenos (es decir, personas que recibían
instrucción en la fe, pero que todavía no estaban
bautizadas), se los consideraba bautizados "de sangre",
en virtud de su disposición a sufrir el martirio por
Cristo; si estaban ya bautizados, se les ofrecía los
privilegios (incluida la renta) y el rango de clérigos.
Algunos confesores eran venerados como santos incluso después
de su muerte, a consecuencia de su semejanza con los mártires.
Pero, con la entronización de Constantino como primer
emperador cristiano, a principios del siglo IV, la Iglesia
entró en una nueva era de relaciones pacíficas
con el Estado romano. La era clásica de los mártires
tocaba a su fin; nuevos modelos de santidad comenzaron a emerger
al lado de los antiguos. Entre aquéllos, el predominante
fue el de los solitarios que vivían en ermitas (los
llamados "anacoretas") y monjes que iniciaron una
nueva forma de imitar a Cristo. Así como él
ayunó cuarenta días y cuarenta noches en el
desierto, así estos ascetas abandonaron el "mundo"
y sus más inocentes placeres, refugiándose en
los desiertos de Siria y Egipto. Más precisamente,
los ascetas se sometían a un régimen de mortificación
de la propia persona y renunciaban voluntariamente a comida,
sexo, dinero, ropa y alojamiento cómodos, y a toda
forma de compañía humana; especialmente, al
matrimonio. Para la Iglesia, el lento "martirio blanco"
de los ascetas equivalía virtualmente al inmediato
"martirio rojo" de quienes vertían su sangre
de hecho.
En resumen, a la pregunta "¿Quién es un
santo?", los cristianos de la Antigüedad grecorromana
contestaban señalando ejemplos de sufrimiento excepcional.
Santos eran aquellos que habían muerto o estaban dispuestos
a morir, o bregaban por una muerte lenta "para el mundo"
como manera de imitar a Cristo. De todos ellos, era el mártir
quien recibía los mayores honores; así sigue
siendo, de hecho, hasta el día de hoy. Pero, al hacer
extensiva a los vivos la idea de santidad, la Iglesia llegó
gradualmente a venerar a las personas por la ejemplaridad
de sus vidas no menos que por su muerte.
Con el transcurso del tiempo, los ejemplos de santos reconocidos
incluyeron también a misioneros y a obispos que habían
dado pruebas de un celo pastoral extraordinario (sobre todo,
hacia los pobres), a monarcas cristianos que mostraron extraordinaria
solicitud para con sus súbditos, y a apologetas célebres
tanto por su defensa intelectual de la fe como por su ascetismo
personal. En la Edad Media, la lista se amplió mucho
con nombres de fundadores de órdenes religiosas, tanto
hombres como mujeres, cuyos votos de pobreza, castidad y obediencia
se insertaban en la tradición espiritual de los primitivos
ascetas del desierto.
Pero, a pesar de que el número iba en aumento y los
tipos se diversificaban, el modo en que se categorizaba a
los santos se mantuvo sorprendentemente estático. Hasta
este siglo, se identificaba a los santos conforme a unas categorías
formadas durante los cuatro primeros siglos de la Iglesia.
Los santos eran o mártires o confesores. A los confesores,
a su vez, se los catalogaba por sexo y estado civil: obispo,
sacerdote o monje para los hombres; virgen o viuda para las
mujeres. Todos los demás santos (los casados, de hecho)
figuraban bajo "Ni virgen ni mártir", rúbrica
equivalente a "Ninguno de los mencionados". En la
actualidad, los casados se mencionan como tales, pero aún
no hay categorías oficiales para los heroicos comerciantes,
artistas, eruditos, científicos o políticos
cristianos. Lo que sugiere esta tipología no es que
la Iglesia, en el proceso de hacer santos, permanezca ciega
ante la vocación del candidato en la vida real, pero
sí que la idea de santidad continúa identificándose
en su raíz con ciertas formas de renuncia que expresan
el amor a Cristo. El mártir renuncia a su vida antes
que renegar de Cristo; el confesor se proclama dispuesto a
morir, y la virgen renuncia a los normales placeres de la
vida, especialmente al sexo y a la compañía
matrimonial.
Pero, incluso en los siglos de formación de la Iglesia,
los cristianos veían en sus santos mucho más
que la mera renuncia. Ellos creían que Jesucristo,
a través de su vida, muerte y resurrección,
había inaugurado una nueva era del reino de Dios. Desde
este punto de vista, los santos -y en especial los mártires-
eran testigos del surgimiento de ese reino, en el aquí
y ahora, contra el cual los poderes de este mundo resultaban
operativos. Más aún, el poder del incipiente
reino de Cristo se manifestaba en ellos a través de
la realización de hazañas milagrosas, la menor
de las cuales no era el valor de arrostrar el martirio. En
resumen, los santos se distinguían no solamente por
su ejemplar imitación de Cristo, sino también
por sus poderes taumatúrgicos o milagrosos. Así
fue que, desde el semillero del martirio cristiano, brotó
a la vida algo que era nuevo en el cuerpo de la Iglesia: el
culto de los santos.
EL CULTO DE LOS SANTOS
Una de las creencias de los cristianos primitivos fue la
"comunión de los santos". Puesto que su testimonio
era perfecto, y por su renuncia total, se creía que
los mártires en el instante de su muerte "renacían"
a la vida eterna. En ese aspecto, los cristianos eran únicos
en cuanto el "dies natalis" en que conmemoraban
a sus héroes martirizados no celebraba el natalicio,
sino el día de su muerte y renacimiento. Pero los santos
en su gloria, según creían los cristianos, no
se olvidaban de quienes seguían bregando en la Tierra:
entre ellos había una camaradería o comunión
que vinculaba a los vivos y a los muertos. Desde el cielo,
los mártires, como "amigos de Dios", podían
actuar como intermediarios en favor de los suplicantes en
la Tierra y, en el transcurso de los primeros tres siglos,
los cristianos se dirigían a ellos con creciente frecuencia
para implorar protección, valentía, curaciones
y otras formas de ayuda material o espiritual. A través
de esos milagros de intercesión, la adoración
de Cristo llegó a incluir un culto subalterno -y, a
veces, competitivo- a los santos.
Al cabo de dos milenios, resulta difícil apreciar
la novedad que presentaba el culto cristiano a los mártires
muertos y el impacto que causó en la concepción
del mundo que tenía la sociedad grecorromana. En palabras
de Ernst Bloch, filósofo marxista heterodoxo, "no
fue la ética del Sermón de la Montaña
lo que capacitó al cristianismo para triunfar sobre
el paganismo romano, sino la creencia de que Cristo resucitó
de entre los muertos. En una época en que los senadores
romanos competían por quién se empapaba la toga
con la mayor cantidad de sangre de novillo, creyendo prevenir
así la muerte, el cristianismo era competitivo por
la vida eterna, no por su moralidad.
Si los cristianos se hubieran limitado a afirmar que sólo
Cristo había sobrevivido a la muerte, tal vez su fe
no hubiera desplazado al paganismo romano. Lo que impresionaba
a los no cristianos, lo que atraía a unos y repelía
a otros, era el vibrante culto que la nueva religión
rendía a los mártires. En fecha reciente, el
historiador Peter Brown dilucidó de manera pormenorizada
en qué grado el culto cristiano de los mártires
desafiaba los "límites aceptados" que en
el mundo grecorromano separaban los ámbitos y los papeles
respectivos de los vivos y de los muertos. "De la manera
más fidedigna, podemos comprender la notoriedad alcanzada
por la Iglesia cristiana -escribe Brown- al escuchar las reacciones
paganas ante el culto de los mártires." Como caso
paradigmático, cita Brown las fulminaciones del emperador
Juliano el Apóstata en el siglo IV: "Vosotros
continuáis agregando cada vez más cadáveres
nuevos a aquel cadáver viejo (Cristo). Habéis
llenado el mundo entero de tumbas y de sepulcros."
El principal lugar de culto de los mártires eran sus
tumbas. Después de presenciar la ejecución,
los creyentes recogían los restos del mártir,
los guardaban en recipientes sellados y los depositaban en
las catacumbas o en otras tumbas secretas. Más tarde,
en el aniversario de la muerte/ renacimiento del mártir,
los amigos y familiares celebraban una reunión litúrgica
en torno a los restos. De esa manera, observa Brown, "la
tumba y el altar estaban unidos" en un ritual que ofendía
en igual grado a judíos devotos y a piadosos paganos.
Hay en ello, desde luego, una paradoja. Los mismos cuerpos
que los mártires de tan buena gana sacrificaban -y
que los ascetas trataban con disciplinado desprecio-, para
las comunidades sobrevivientes de cristianos llegaron a ser
"más queridos que las piedras preciosas y más
finos que el oro". Su creencia era que el espíritu
del santo muerto, aunque se hallaba en el cielo, estaba de
algún modo especial presente en sus despojos. Por dondequiera
que se veneraban las reliquias de un santo, el cielo y la
tierra se encontraban y se entremezclaban de una manera enteramente
novedosa para las sociedades occidentales, como atestigua
la inscripción en la tumba de san Martín de
Tours:
"Aquí yace Martín el obispo, de santa
memoria,
Cuya alma está en manos de Dios, mas él está
todo aquí,
Presente y manifiesto en milagros de todas clases".
Para los cristianos primitivos, así como más
tarde para sus seguidores medievales, los milagros eran acontecimientos
cotidianos; formaban parte de una realidad que, aunque distinta
de la moderna, no por ello era menos compleja. Para el erudito
Agustín, "todas las cosas naturales [estaban]
llenas de lo milagroso", y el mundo mismo era "el
milagro de los milagros". Resultaba, por tanto, enteramente
"natural" que Dios manifestara lo inusual a través
de las oraciones dirigidas a los santos o realizadas por éstos.
En la actualidad, por el contrario, la Iglesia se muestra
mucho más cautelosa en su actitud hacia lo milagroso.
Como veremos, el proceso moderno de hacer santos requiere
todavía los milagros como señales del "favor
divino"; pero no obliga a los católicos a aceptar
como materia de fe "sobrenatural" cualquier milagro
supuesto como tal, ni siquiera aquellos que se producen en
santuarios como Lourdes o que fueron aceptados en apoyo de
la causa de un santo. Sin embargo, la "creencia humana"
en los milagros continúa siendo característica
del catolicismo romano, inclusive el "milagro" de
la fe misma. Lo que aquí nos importa comprender es
cómo la atribución de sucesos milagrosos, sobre
todo en santuarios y en sepulcros de santos, quedó
entretejida entre los requisitos de la canonización.
Con el transcurso del tiempo, la unidad de tumba y altar
se fue haciendo aún más explícita. A
medida que las tumbas de los santos iban convirtiéndose
en lugares de peregrinación -y de grandes fiestas-,
se construían iglesias sobre ellas para albergar las
reliquias y asegurar una celebración más digna
de los santos "patronos" de la localidad. De esa
manera, las murallas de las ciudades grecorromanas se ensancharon
a fin de incorporar los cementerios y los cada vez más
elaborados sepulcros de los santos. Un ejemplo notorio es
el monte Vaticano, antaño un cementerio de las afueras
de Roma, donde se erigió la Basílica de San
Pedro sobre la tumba del apóstol. Era inevitable que
se produjeran conflictos entre los patrocinadores particulares
de los santuarios -que, a menudo, eran mujeres de la nobleza
romana convertidas al cristianismo- y los obispos locales.
El poder del obispo como autoridad de la Iglesia local sufría,
en aquel estadio temprano de la evolución de la Iglesia,
la competencia del poder de intercesión del santo sepultado
en la localidad. Como ha demostrado Brown, los obispos locales
luchaban por asegurarse el control de los santuarios locales
y, donde les fue posible, los convirtieron en pilares de su
poder eclesiástico. La influencia popular de los santos
y de sus tumbas era tal que Brown llega poco menos que a afirmar
que la difusión del culto a los santos durante el primer
milenio amenazó con transformar la cristiandad en una
especie de hinduismo occidental. Lo que sí afirma es
lo siguiente:
"Por dondequiera que llegaba el cristianismo durante
la Baja Edad Media, llevaba consigo la "presencia"
de los santos. Sea en las inimaginables lejanías
del norte, en Escocia [...], o en la orilla del desierto,
donde Roma, Persia y los árabes se encontraban ante
el sepulcro de san Sergio en Resafa [...], o todavía
más al este, entre los cristianos nestorianos de
Irak, Irán y Asia central, el cristianismo de la
antigüedad tardía, en su encuentro con el mundo
exterior, era idéntico con sus reliquias y relicarios".
Parecía inevitable que el culto que se rendía
a los santos entrara en competencia con la adoración
tributada a Dios. En fecha tan temprana como mediados del
siglo II, los cristianos eran plenamente conscientes de que
la veneración de los santos se exponía a la
acusación de idolatría. En el "Martirio
de Policarpio", una carta de los cristianos de Esmirna,
en el Asia Menor, a los de Filomelión, en Frigia, el
autor refiere que el magistrado se negó a entregar
los restos calcinados del obispo a los fieles hasta que éstos
no "renegaran del Crucificado y adoraran a este hombre"
en su lugar. Lo que menos quería alentar el magistrado
era la creación de un segundo Cristo. De hecho, es
así cómo, por analogía, los cristianos
de Esmirna veían a su obispo, y al final lograron rescatar
sus huesos de la tumba. Pero la carta que refiere el episodio
es de gran interés histórico, entre otros motivos,
por el cuidado con que se distingue entre la adoración
debida a Cristo y el amor a los mártires como discípulos
e imitadores del Señor".
Como los cristianos de Esmirna, los padres de la Iglesia
de los siglos III y IV establecían una distinción
rigurosa entre la latría o adoración debida
a Cristo y la dulía o veneración propia de los
santos. Pero esa distinción, aunque bastante plausible
en lo abstracto, resultaba a menudo difícil de mantener
en la práctica. Los santos eran, después de
todo, objeto de devoción popular, y se trabó
una viva controversia intelectual sobre la manera adecuada
de venerarlos. Por ejemplo, si bien se creía que el
cuerpo y la sangre de Cristo estaban materialmente presentes
en el vino y en el pan eucarísticos, la imaginación
popular atribuía a veces. a los santos una presencia
más poderosa todavía en sus tumbas y reliquias.
Así los relicarios y las tumbas de los santos se convirtieron
en lugares de unas prácticas de culto muy parecidas
a aquellas que los paganos tributaran a sus sepulcros sagrados,
como es el caso del de Asclepio. Familias cristianas realizaban
ayunos ante las tumbas de los santos; algunos practicaban
incluso la "incubación", pues pasaban la
noche en los santuarios para obtener la protección
del santo. Así se inició otra tradición
que se prolongaría a través de la Edad Media,
la del entierro "ad sanctos" o cerca de las tumbas
de los santos; de esa manera, se esperaba que los difuntos
gozasen de la protección del santo cuando fuesen llamados
ante el tribunal de Dios.
No sólo los cuerpos de los santos, sino también
sus prendas de vestir y hasta los instrumentos de su tortura
se veneraban como objetos sagrados. Según un testimonio
de la época, antes del entierro de san Ambrosio, obispo
de Milán, en 397, "una multitud de hombres y mujeres
arrojaba sus pañuelos y delantales hacia el cuerpo
del santo, en la esperanza de que lo tocaran". Tales
"brandea", como se llamaban, eran apreciados como
reliquias milagrosas. Desgajadas del cuerpo y guardadas en
relicarios ricamente adornados, las reliquias se convirtieron
efectivamente en santuarios portátiles para uso tanto
público como privado.
Varios de los padres de la Iglesia se opusieron a la veneración
de tales reliquias, alegando que suscitaban un tipo de reverencia
que debía ser tributado únicamente a Dios. Otros
defendían esas prácticas, arguyendo que los
cuerpos de los santos estaban santificados y, por extensión,
también los objetos que habían tocado. Otros
más justificaban el culto de los santos y la veneración
de sus reliquias por razones pedagógicas: contribuían
a la edificación y elevación espiritual de los
creyentes. Finalmente, se impuso la opinión favorable
a las reliquias. En 410, el Concilio de Cartago decidió
que los obispos locales destruyesen todos los altares erigidos
en memoria de los mártires y que no permitiesen la
construcción de nuevos santuarios, a menos que contuvieran
reliquias o estuvieran situados en lugares notoriamente santificados
por la vida o la muerte del santo. Hasta el año 767,
el culto de los santos había llegado a ser parte tan
esencial del culto cristiano que el Concilio de Nicea decretó
que todo altar de iglesia debía contener una "piedra
del altar" que albergara las reliquias de un santo. Aún
hoy, el Código del Derecho Canónico define un
altar como "una tumba que contiene las reliquias de un
santo".
Si por una parte los santos estaban presentes en sus restos,
por otra eran recordados a través de sus historias.
Aparte de la Escritura, la literatura cristiana más
popular durante los siglos de formación de la Iglesia
fueron los relatos de la pasión y muerte de los mártires.
En contadas ocasiones, como el martirio de santa Perpetua
y de santa Felicitas, en el siglo III, las Iglesias locales
lograron efectivamente conservar e incluir en sus "acta"
de los santos la trascripción directa, efectuada por
los escribas romanos, del diálogo entre el tribunal
y los acusados. Con mayor frecuencia, la comunidad local de
creyentes componía las "pasiones" de sus
propios mártires, que eran relatos piadosos y altamente
estilizados de la pasión y muerte del mártir.
Dado que la finalidad de tales historias era la edificación
de los creyentes, no menos que la exaltación del santo,
se entrelazaban en ellas leyendas y anécdotas milagrosas
que dramatizaban la valentía moral y el poder espiritual
del santo. Lo que habían sido en realidad, por ejemplo,
sumarísimos interrogatorios reglamentarios por parte
del tribunal, se transformaba en largos diálogos apócrifos
entre el acusado y los acusadores, confeccionados a la manera
del relato de Lucas sobre san Esteban. A esos relatos de pasión
se agregaban los "libelli" o historias de milagros.
La literatura sobre los santos llegó a incluir también
verdaderas biografías completas, aunque éstas
eran, medidas con los criterios de la historiografía
moderna, meros ejercicios de hagiografía. Entre las
más leídas e imitadas contaba la "Vida
de Martín de Tours", de Sulpicio Severo, publicada
por primera vez en el siglo IV en latín y que contiene
una extensa enumeración de curaciones milagrosas y
otros prodigios obrados tanto en vida del santo como a título
póstumo en el lugar de su tumba. En la actualidad,
esos textos se valoran menos por lo que nos cuentan acerca
de los temas que tratan -en ese aspecto son históricamente
poco fiables- que por cuanto revelan de la actitud de la Iglesia
hacia los santos y de las maneras en que la santidad fue percibida,
imaginada y transmitida a la posteridad. "Decir que la
leyenda ha brotado frondosamente en torno de los santuarios
es subrayar simplemente la importancia que el culto de los
santos tenía en la vida de los pueblos", observa
Hippolyte Delehaye, el mejor estudioso de la hagiografía
cristiana que ha tenido este siglo. "La leyenda es el
homenaje que la comunidad cristiana rinde a sus santos patronos."
Cabe anotar que no todos los santos eran cristianos; en algunos
casos, fueron personajes sacados de los textos. Juan Bautista
era sólo uno de los personajes bíblicos precristianos,
investidos retroactivamente con la condición de santos
(otro fue el anónimo "buen ladrón"
que murió con Cristo). Otros, como san Cristóbal
(el nombre significa "portador de Cristo"), eran
personajes de antiguas leyendas o, como santa Verónica
("verdadera imagen"), fueron confeccionados a partir
de la meditación sobre los Evangelios: en este caso,
el episodio, narrado por Lucas, de la mujer que, en el camino
del Calvario, seca la cara de Cristo con un lienzo en el cual
queda impreso, en señal de gratitud, el rostro sangriento.
Otros aun, como el arcángel Miguel, ni siquiera eran
seres humanos.
En suma, el culto de los santos hacía revivir a los
muertos, infundía vida a la leyenda y proporcionaba
a cada comunidad de cristianos sus propios santos patronos.
Con su crecimiento exuberante, el culto de los santos arraigó
por dondequiera que llegara la cristiandad. Al final, los
obispos comprendieron que era preciso podar esas vidas, porque
saber a quién rezaba la gente era un asunto de gran
importancia. No había nada malo en la aclamación
popular, pero se comenzaba a entender que el entusiasmo de
los creyentes por sus patronos celestiales podía sufrir
desengaños. ¿Cómo podían asegurarse
las autoridades de la Iglesia de que los santos invocados
por la gente eran realmente "amigos de Dios"?
Los mártires no presentaban ningún problema.
Su autenticidad como santos se basaba en el hecho de que la
comunidad había presenciado su muerte ejemplar. Se
creía que el martirio era algo más que un acto
de valentía humana; a fin de cuentas, también
había no cristianos que morían por nobles causas.
Morir por Cristo, en cambio, requería un apoyo sobrenatural.
Se creía que sólo el poder de Cristo conseguía,
obrando en el mártir, sostenerlo hasta el sangriento
final. Incluso los pecados que el santo hubiera cometido quedaban
borrados por el martirio, siendo éste lo más
elevado que se le podía pedir a un cristiano piadoso.
El martirio constituía, en suma, el sacrificio perfecto
e implicaba la consecución de la perfección
espiritual. Una cosa era, sin embargo, reconocer la santidad
de los mártires y otra hacer lo propio para los que
no lo eran. ¿Cómo podía saber la Iglesia
si alguien que no había sufrido el martirio había
perseverado en la fe hasta el final de su vida?
El interrogante se planteó por primera vez, según
parece, en relación con los confesores. Como los mártires,
los confesores eran reverenciados incluso cuando se hallaban
en prisión. Otros cristianos acudían, a veces
con gran riesgo para ellos mismos, a socorrerlos. Después
se otorgaba a menudo a los supervivientes, como hemos visto,
privilegios y posiciones de honor en la comunidad. Pero, al
ser humanos, no todos los confesores sobrevivieron a la adulación
de la comunidad ni mantuvieron intacta su humildad; en algunos
casos, ni siquiera la fe.
Con frecuencia, también a los ascetas se los trataba,
mucho antes de morir, con la misma deferencia que solía
concederse a los mártires. Del mismo modo que éstos
se purificaban por el sufrimiento y la muerte, así,
se pensaba que los ascetas se purificaban mediante el rigor
de su disciplina espiritual. La analogía es bastante
explícita en la "Vida de Antonio" atribuida
a Atanasio, que se publicó inmediatamente después
de la muerte del santo, en 355, y que permanecería
durante siglos como uno de los principales modelos de los
textos hagiográficos. En dicha obra, Atanasio describe
con gran lujo de detalles los prolongados ayunos, silencios
y otros sufrimientos que el ermitaño del desierto soportó
voluntariamente. En su celda, escribe Atanasio, Antonio "era
martirizado a diario por su conciencia en los conflictos de
la fe".
Al huir de la sociedad de ciudades y aldeas en busca de la
fría soledad de los desiertos, los ascetas bregaban
por aquella pureza del corazón que conocieron, según
se creía, Adán y Eva en el Paraíso antes
del pecado original. Y como Adán, los ascetas experimentaban
las tentaciones de Satanás, a menudo en forma de tentaciones
de la carne, y libraban así batallas contra las fuerzas
del mal que, se pensaba, dominaban este mundo caído.
Pero esos ascetas tampoco estaban tan lejos de la sociedad
como para que los creyentes no pudieran dirigirse a ellos
en busca de asistencia espiritual o de curación. En
una palabra, eran considerados, como los confesores, "santos
vivientes", y las historias de sus vidas comenzaron a
competir con las de los mártires. La "Vida de
Antonio" conmovió tanto a Agustín de Hipona
que, al conocerla a través del relato de su amigo Ponticiano,
renunció a su deseo de casarse, se convirtió
al cristianismo y terminó por vivir en carne propia
la santidad.
Pero otra vez se planteaba la pregunta de cómo los
creyentes podían saber que el asceta, en la soledad
de su celda, no había sucumbido a la tentación.
¿Podían estar seguros de que un "santo
viviente" había muerto en perfecta amistad con
Dios y era, por tanto, capaz de interceder por ellos?
Resultó que la prueba se hallaba en sus milagros.
Aparte de su reputación personal de santidad, los confesores
y los ascetas eran juzgados dignos de culto por el número
de milagros que obraban póstumamente por intermedio
de sus tumbas o de sus reliquias. Agustín tuvo gran
influencia al defender la idea de que los milagros eran señales
del poder de Dios y pruebas de la santidad de aquellos en
cuyo nombre se obraban. Su convicción se vio reforzada
tras el descubrimiento, en 415, de los restos de san Esteban
en Tierra Santa y su posterior dispersión entre varios
santuarios occidentales. Los milagros no tardaron en producirse,
y Agustín, deseoso de reafirmar en la fe a los creyentes,
tomó nota de ellos. En una ocasión llevó
a dar testimonio en la iglesia a un joven que había
sido curado poco tiempo atrás por una reliquia de san
Esteban y, a continuación, presentó a su hermana,
que continuaba padeciendo la misma enfermedad. Éstos
y otros ejemplos se citan extensamente en el capítulo
final de su obra monumental "La ciudad de Dios",
entretejidos en un diálogo de altos vuelos con Platón,
Cicerón y Porfirio, como pruebas irrefutables de la
resurrección de la carne.
En el siglo V existían, por tanto, varios de los elementos
que, finalmente, serían codificados en el procedimiento
formal que sigue la Iglesia para la canonización. A
los santos se los identificaba como tales en función
de 1) su reputación entre la gente, sobre todo la del
martirio, 2) las historias y leyendas en que se habían
transformado sus vidas, como ejemplos de virtud heroica, y
3) la reputación de obrar milagros, en especial aquellos
que se producían póstumamente sobre las tumbas
o a través de las reliquias. Aunque no todas las historias
se aceptaban sin crítica, habrían de pasar varios
siglos más hasta que la Iglesia insistiera en que tales
elementos fuesen verificados mediante una investigación
sobre la vida y muerte de los santos. Mientras tanto, éstos
continuaban siendo objeto de culto, no de investigación.
Para la santidad bastaba con que el fallecido fuera recordado,
venerado y, ante todo, invocado.
Del siglo VI al X, el culto de los santos se expandió
en progresión geométrica. A medida que la fe
se difundió entre los godos y los francos y, luego,
entre los celtas de las islas Británicas y los eslavos
de Europa oriental, los cristianos recién convertidos
exigían el reconocimiento de sus propios santos y mártires,
que a menudo eran los mismos misioneros a quienes ellos habían
dado muerte por predicar la fe. La Iglesia estimulaba a su
vez la veneración de reliquias entre los recién
bautizados, a fin de fortalecer su fe y prevenidos de la recaída
en la adoración de los antiguos ídolos. Los
papas se mostraban generosos con los restos de los santos
enterrados en los cementerios de Roma, que trataban como tesorería
espiritual; muchos visitantes destacados volvían de
Roma con el cuerpo de un santo como regalo.
En Oriente, el culto de los santos proliferaba de manera
diferente. Puesto que Constantinopla, la "nueva Roma",
no podía preciarse de tener mártires propios
con los que hacer competencia a Roma, la Iglesia los importaba,
tal como sucedió a partir de 356 con los cuerpos de
los santos Timoteo, Andrés y Lucas. Así se inició
la práctica de la traslación o traslado de las
reliquias desde sus tumbas a las iglesias de todo el orbe
cristiano. Otra práctica nueva fue la "invención":
el descubrimiento y la veneración de reliquias hasta
entonces desconocidas, como en el caso antes mencionado del
descubrimiento de los huesos de san Esteban en Jerusalén.
Primero, en Oriente y, luego, a regañadientes, en Occidente,
el traslado y la invención de los cuerpos fueron acompañados
del desmembramiento y la distribución de las reliquias.
Así como el alma se encontraba totalmente presente
en cada parte del cuerpo, así el espíritu del
santo estaba, según la creencia popular, poderosamente
presente en cada reliquia. Así fue que las reliquias,
desgajadas del cuerpo entero y separadas de la tumba, adquirieron
poderes mágicos propios.
Inevitablemente, ese tráfico de reliquias alentaba
los abusos. Las reliquias eran objeto de venta, falsificación
y de luchas cruentas por su posesión, lo cual hizo
necesaria la intervención de las autoridades eclesiásticas.
Desde el siglo VIII, los papas ordenaron que los restos de
los mártires romanos fuesen retirados de las catacumbas
y colocados en las iglesias de la ciudad para evitar ulteriores
profanaciones y descuidos. Pero el proceso fue lento y carecía
de control efectivo. En el siglo siguiente existió
incluso una asociación comercial especializada en la
localización, venta y exportación de reliquias
a todas partes de Europa. Muchos monjes dieron en robar reliquias
de otros monasterios: cuanto mejores eran las reliquias guardadas
en la tesorería, tanto mayor la fama del convento.
En el siglo XII, el comercio de reliquias alcanzó su
apogeo cuando los cruzados despojaron Constantinopla, Antioquía,
Jerusalén y Edesa de sus más veneradas reliquias
y las trasladaron a las iglesias de Occidente. La demanda
de reliquias nunca cesó, y los abusos y el tráfico
continuaron hasta que Martín Lutero convirtió
las reliquias -y a los santos- en uno de los temas de controversia
de la Reforma protestante.
Obviamente, el culto de los santos, no se limitaba al de
sus reliquias. Pero lo que la preocupación por éstas
confirma es el triunfo del santo considerado como fuente de
poderes milagrosos sobre el santo entendido como ejemplo de
la imitación de Cristo. Aunque a los santos se los
veneraba por su santidad, se los invocaba por sus poderes.
En efecto, a la hora de reconocer a nuevos santos, durante
el primer milenio de la cristiandad, los relatos de curaciones
milagrosas y de otros poderes taumatúrgicos pesaban
más que los testimonios de virtud heroica. Además,
los milagros que más se tenían en cuenta eran
aquellos que se obraban póstumamente a través
de sepulcros y de reliquias, puesto que, en fin de cuentas,
también los brujos podían obrar milagros mediante
el poder de Satanás, pero solamente los "amigos
de Dios" podían interceder en el cielo por los
creyentes. en la tierra.
En retrospectiva, podemos ver que la conjunción de
altar y tumba, como lo llama Brown, fue un proceso de unificación
del poder eclesiástico de los obispos locales con el
poder carismático de los santos. La presencia del cuerpo
o de los huesos de un santo popular aumentaba enormemente
el prestigio de una iglesia local; y, para las diócesis,
la presencia de un santuario mayor, sobre todo cuando atraía
multitudes de peregrinos, era una bendición para el
obispo. No es sorprendente, por tanto, que la historia de
la canonización, tal como entendemos ahora este proceso,
comenzara con la necesidad de establecer una supervisión
de las reliquias y de los santuarios. Sólo una vez
asegurado tal control, los obispos empezaron, en un proceso
gradual y accidentado, a encarar el problema de la convalidación
del culto de nuevos santos.
EL DESARROLLO DE LA CANONIZACIÓN
Conforme a un antiguo axioma de la Iglesia, la regla de la
oración es la regla de la fe (lex orandi, lex credendi)
o, dicho en otras palabras: para saber en qué creen
los cristianos hay que escuchar sus oraciones. Aparte de todo
lo demás, la veneración de los santos era un
acto litúrgico. A los santos se los recordaba e invocaba,
y a ellos se rezaba por dondequiera que se reunieran cristianos
en adoración. En tales ocasiones, sus nombres eran
leídos en voz alta, como una lista de honor de los
bienaventurados. De ahí deriva el significado originario
de "canonización": inscribir el nombre de
alguien en un canon o lista de santos.
Durante los primeros siglos de nuestra era, tales listas
eran numerosas. A las listas de mártires, los llamados
"martirologios", siguieron diversos calendarios
ordenados que indicaban el nombre y el lugar de entierro de
cada santo. Las iglesias locales poseían sus propios
calendarios, que reflejaban el canon de la región y
a veces eran intercambiados con los de otras iglesias locales.
También los monasterios e incluso las naciones tenían
santorales propios. No fue hasta el siglo XVII, después
de la Reforma protestante, que se estableció un canon
universal para la Iglesia entera.
Pero el proceso efectivo de la creación de santos
era, como hemos visto, mucho más complejo, imprevisible
y, sin duda, más difícil de controlar que la
mera compilación de listas. Del siglo V al siglo X,
los obispos fueron desempeñando un papel mucho más
directo en la supervisión de los cultos emergentes.
Antes de agregar un nuevo nombre al calendario local, los
obispos insistían en que los solicitantes presentaran
informes escritos (las llamadas "vitae") sobre vida,
virtudes y muerte del candidato, así como informaciones
sobre sus milagros y, en su caso, acerca de su martirio. Los
prelados más exigentes pedían además
testimonios presenciales, sobre todo tratándose de
milagros. Hay que anotar, sin embargo, que esos procedimientos
rudimentarios servían más para asegurarse de
la reputación de santidad del candidato que para examinar
su dignidad o virtud personal. En consecuencia, las "vitae"
leídas a los obispos tendían a ser relatos estereotipados
y enriquecidos con leyendas y excesos hagiográficos,
y los testimonios eran a menudo de tercera mano o meros rumores.
(Avanzada ya la Edad Media, la lista de milagros atribuidos
a los santos incluía, por ejemplo, varias resurrecciones
de muertos.) Una vez obtenida la aprobación del obispo
o del sínodo regional, el cuerpo era exhumado y trasladado
(la "traslación") a un altar, acto que venía
a simbolizar la canonización oficial. Por último,
se le asignaba al nuevo santo un día para la celebración
litúrgica de su fiesta y se inscribía su nombre
en el santoral local. De esa manera informal la canonización
se convirtió gradualmente en una función eclesiástica.
Poco a poco, sin embargo, los obispos iban cayendo en la
cuenta de que había serias razones para escudriñar
con mayor cuidado las vidas de los candidatos antes de otorgarles
el beneplácito episcopal. Incluso san Agustín
había reconocido el peligro de permitir el culto a
los herejes: en su época, los donatistas, que más
tarde acabarían condenados por herejes, eran notorios
por su pasión por el martirio, llegando en ocasiones
a pedir a otros que los mataran. ¿Cómo podía
la Iglesia venerar a unos santos cuyo martirio no era auténtico
o que renegaban de la fe ortodoxa? Y, en cuanto a los milagros,
¿quién podía saber si no fueron realizados
con la ayuda del diablo? Era evidente que hacía falta
alguna forma de control de calidad.
Hacia finales del siglo X, había una creciente tendencia
a encargar los honores de la canonización a los papas,
en virtud de su autoridad suprema. De esa manera, al agregar
al culto una especie de sello oficial, se esperaba una mayor
probabilidad de que el santo fuese reconocido más allá
de la comunidad local. Este parece haber sido el modesto motivo
detrás de la canonización del obispo Udalrico
(Ulrich) de Augsburgo, en 993, el primer caso autentificado
de convalidación papal de un culto. A instancias del
sucesor de Udalrico, el papa Juan XV escuchó el informe
sobre la vida y milagros del obispo y autorizó el traslado
de sus restos. Habrían de pasar, sin embargo, siete
siglos más hasta que el entero proceso de creación
de santos quedara firmemente sometido al control papal. Para
que ello sucediera, debían realizarse previamente dos
condiciones históricas: un extraordinario refinamiento
de los procedimientos de creación de santos y, por
otra parte, la consolidación de la autoridad que el
papa ejercía sobre la Iglesia.
Ninguna de las dos se cumplió instantáneamente
ni sin conflictos. Como era de esperar, la extensión
del control papal sobre el proceso de creación de santos,
aun siendo gradual, no fue siempre recibida con entusiasmo
al norte de los Alpes. En primer lugar, muchos santos habían
muerto hacía largo tiempo y eran objeto de vigorosos
cultos locales. ¿Quién era el papa, después
de tantos años, para negarles validez? ¿Y cómo
podían él o sus legados llevar a cabo una investigación
retrospectiva sobre la vida de un santo para decidir si realmente
merecía la veneración del pueblo? Y, finalmente,
había la inevitable tensión entre la Iglesia
del centro -Roma- y las Iglesias de la periferia, que ilustra
muy bien un famoso incidente que se produjo en Inglaterra
después de la conquista normanda.
En efecto, en 1078 ocupó la sede de Canterbury el
arzobispo Lanfranc, un puntilloso italiano enamorado de las
costumbres normandas. Lanfranc tendía a tomar a los
anglosajones que estaban a su cargo por cristianos rústicos
cuyos santos locales eran de dudosa calidad. Conversando con
el monje inglés Anselmo, Lanfranc le preguntó
que si pensaba que la Santa Sede debía convalidar el
culto de un arzobispo anterior de Canterbury, Alphege. Éste
era un monje anglosajón, ampliamente venerado como
mártir y héroe nacional. En 1011, una horda
de daneses merodeadores había ocupado Canterbury y
aprisionado a Alphege, exigiendo acto seguido una suma exorbitante
de rescate. Alphege se negó y prohibió a la
gente que pagara por él. Por ese motivo fue muerto
en 1012 a manos de daneses borrachos que blandían los
huesos de un buey, con lo cual se convirtió en el primero,
aunque no en el último, arzobispo mártir de
Canterbury.
A Lanfranc no lo convencían las pruebas de que Alphege
hubiera sido asesinado por negarse a abjurar de Cristo, como
requería la tradición, y no por motivos puramente
políticos. Anselmo, que más tarde sería
él mismo canonizado, contestó con la observación
de que Juan Bautista tampoco fue asesinado por negarse a abjurar
de Cristo y, sin embargo, era considerado un santo de la:
Iglesia. Lanfranc se rindió inmediatamente ante la
evidencia de tal analogía y autorizó el culto
de Alphege sin más investigación.
En el transcurso de las décadas siguientes, la intervención
papal en la creación de santos fue haciéndose
más pronunciada. Con cada vez mayor frecuencia, los
papas exigían pruebas de milagros y virtudes en forma
de declaraciones de testigos fiables. En un caso memorable,
el papa Urbano II (1088-1099) se negó a canonizar a
un abad (Gurloes) hasta que los monjes no le presentaran testigos
oculares que atestiguaran haber presenciado los milagros atribuidos
al abad. En el siglo siguiente, el papa Alejandro III (1159-1181)
reprendió, en una carta al rey Kol de Suecia, a un
obispo local por tolerar el culto a un monje que resultó
muerto en una pendencia de borrachos, a pesar de que los habitantes
del lugar aseguraban que se habían obrado milagros
a través de su intercesión. Alejandro observó
que los monjes pendencieros no eran el tipo de ejemplo de
santidad que la Iglesia deseaba ver imitado por sus fieles.
Alejandro fue el primero de lo que llegaría a ser,
con algunas interrupciones, una larga línea de grandes
papas juristas medievales que convertirían a la Iglesia
católica romana en el primer Estado europeo regido
por leyes. Al igual que otras dimensiones de la actividad
eclesiástica, la creación de santos vino a colocarse
gradualmente bajo la jurisdicción de la Santa Sede
y sus juristas. En 1170, Alejandro decretó que nadie
podía recibir veneración local sin la autorización
papal, cualesquiera fuesen su reputación de santidad
o sus milagros. Dicho decreto, sin embargo, no puso fin inmediato
a las canonizaciones episcopales ni eliminó la sed
popular de nuevos cultos. En 1234, el papa Gregorio IX publicó
sus "Decretales", colección de leyes pontificias,
en las que afirmó la jurisdicción absoluta del
pontífice romano sobre todas las causas de santos,
declarándola obligatoria para la Iglesia universal.
Dado que los santos eran objeto de devoción de la Iglesia
entera, razonaba Gregorio, sólo el papa, con su jurisdicción
universal, tenía el derecho de canonizar.
A partir de entonces, el proceso de canonización se
volvió cada vez más meticuloso. El reglamento
exigía esencialmente la creación de tribunales
locales con delegados papales que escuchaban las declaraciones
de los testigos que estaban allí para confirmar las
virtudes y los milagros del candidato. Estos últimos
eran sometidos a un escrutinio particularmente severo. En
1247, por ejemplo, unos cardenales delegados por el papa para
informar sobre los milagros de san Edmundo de Abingdon comentaron
sardónicamente que, de los santos antiguos, muy pocos
habrían llegado a ser canonizados de haber tenido que
someterse a examen tan estricto. Al mismo tiempo, la Santa
Sede trataba de cortar de raíz los nuevos cultos que
brotaban espontáneamente, al prohibir la publicación
de libros sobre los milagros o las revelaciones de los santos
locales no oficiales, así como la exposición
pública de sus imágenes con halo o rayos de
luz alrededor de la cabeza.
Aun así, no fue hasta el siglo XIV, con el traslado
de la corte papal a Aviñón, que los papas lograron
instituir unos métodos bien reglamentados para investigar
las vidas de los nuevos candidatos a la santidad. Por muy
"prisioneros" que fuesen del puño de terciopelo
de los monarcas franceses, los papas de Aviñón
(1309-1377) transformaron la curia romana en \ una burocracia
eficiente. Gracias a sus reformas canónicas, los procedimientos
de canonización adquirieron la forma explícita
de un proceso legal en toda regla entre los solicitantes,
a los que representaba un procurador oficial o defensor de
la causa, y el papa, representado por una nueva especie de
funcionario de la curia, el "promotor de la fe",
más conocido popularmente como "abogado del diablo".
Además, la Santa Sede exigía, antes de tomar
en consideración una causa, que el proceso en favor
del candidato fuese solicitado mediante cartas de "reyes,
príncipes y otras personas prominentes y honradas"
(lo cual incluía, obviamente, a los obispos). En otras
palabras, la "vox populi" no bastaba para comprobar
la reputación de santidad si no recibía el apoyo
de las elites de la Iglesia. Los procesos se prolongaban a
menudo durante meses y se celebraban localmente. El proceso
del ermitaño agustino san Nicolás de Tolentino,
por ejemplo, duró desde el 7 de julio hasta el 28 de
septiembre de 1325; declararon en él trescientos setenta
y un testigos. Resulta poco sorprendente, pues, que entre
los años 1200 y 1334 se produjeran sólo veintiséis
canonizaciones papales.
A pesar de esas medidas, el período comprendido entre
1200 y 1500 asistió a la más amplia difusión
del culto de los santos en toda la historia de la Iglesia
occidental. Cada ciudad y cada pueblo veneraba a su propio
santo patrón, y el ascenso de las órdenes mendicantes
agregaba nuevos nombres a las listas. Frente a una situación
cada vez más anárquica, el papado introdujo
una nueva distinción: de entonces en adelante, tenían
derecho a ser llamados "saneti" (santos) solamente
aquellos que hubieran sido canonizados por el papa, mientras
que los que eran venerados sólo localmente o por determinadas
órdenes religiosas recibían el nombre de "beati"
(beatos). Se toleraban así los cultos locales y se
reservaba, sin embargo, el reconocimiento oficial a aquellos
siervos de Dios cuyas vidas y virtudes ofrecían, a
los ojos de los hacedores de santos pontificios, los mejores
ejemplos a la cristiandad entera. Esta distinción,
que parece haber sido motivada, en su origen, por consideraciones
prácticas, suscitó pronto un debate teológico
de cierta envergadura y que continúa hasta el día
de hoy: ¿es la solemne declaración de santidad
-la canonización- un acto infalible del papa? Los juristas
canónicos tienden a negarlo, mientras que los teólogos,
en general, responden afirmativamente. Más adelante,
volveremos sobre el tema con mayor detalle; pero en un punto
reinaba unanimidad entre los teólogos medievales. La
beatificación no incluía ninguna garantía
de que el siervo de Dios se hallaba realmente en el Paraíso,
mientras que la canonización sí lo implicaba,
con cierta probabilidad o con toda certeza, según el
parecer de cada teólogo. Al final, la beatificación
fue incorporada en el procedimiento de canonización,
y comenzó el debate teológico acerca de la infalibilidad
de las decisiones de beatificación.
LOS SANTOS Y LO SOBRENATURAL: LAS TRANSFORMACIONES MEDIEVALES
El poder de canonizar implicaba inevitablemente el poder
de decidir el significado de la santidad. A medida que la
canonización se convertía en prerrogativa papal,
surgieron nuevos modelos de santidad que no sólo reflejaban
los valores y las prioridades de Roma, sino que también
transformaban la imagen del santo. Basándose en un
examen riguroso de todos los procesos de canonización
realizados entre 1181 y 1431, incluidos muchos que fueron
rechazados, el medievalista francés André Vauchez
ha logrado establecer las siguientes líneas generales
del cambio de los modelos de santidad oficialmente aprobados.
Antes de 1270, la santidad se concedía a una amplia
y variopinta gama de candidatos: obispos que ejemplificaron
el empleo justo de la autoridad y de la riqueza; legos que
trabajaron en pro de la justicia social; penitentes cuya conversión
y arrepentimiento de su anterior vida pecaminosa suministraban
a los creyentes de a pie ejemplos listos para emular; reformadores
monásticos y, ante todo, los mediterráneos fundadores
de nuevas órdenes mendicantes, como Domingo de Guzmán
y Francisco de Asís.
Hacia finales del siglo, sin embargo, el número y
la variedad de personas aceptadas para la investigación
formal por parte de la curia romana empezó a decrecer,
proceso que reflejaba tanto las prerrogativas del papado como
los intereses de sus clientes, particularmente las órdenes
religiosas y las casas reales predilectas de los pontífices.
Vauchez descubrió que, en el transcurso de la Edad
Media, los reyes piadosos y los obispos dotados de sensibilidad
pastoral, "que habían monopolizado la atención
de los creyentes, no ofrecían ya, a los ojos de los
papas y de los "grandes clérigos" de su entorno,
los modelos idóneos que había que proponer a
la Iglesia universal". También los mártires
perdieron el favor de Roma. Aunque a la Iglesia no le faltaban
príncipes y misioneros, peregrinos e incluso niños
que vertieron su sangre durante los siglos XIII y XIV, muy
pocos de ellos fueron canonizados. Esos pocos, como el arzobispo
Thomas Becket de Canterbury (canonizado en 1173) y el arzobispo
Estanislao de Cracovia (canonizado en 1253), recibieron tal
honor por haber muerto en defensa de los derechos de la Iglesia.
Vauchez conjetura que los candidatos posteriores fueron rechazados
por los papas porque sus cultos populares estaban viciados
por pasiones de índole más bien política
y secular; como en el caso del arzobispo Alphege, no estaba
claro a los ojos de Roma que las víctimas hubieran
muerto exclusivamente por su fe. En efecto, Vauchez observa
que, "entre 1254 y 1481, no se canonizó a ningún
siervo de Dios que hubiera sufrido una muerte violenta",
y concluye que, hacia finales de la Edad Media, "de la
identificación de santidad y martirio no quedaba ya
sino el recuerdo".
Según se infiere a partir de las causas que tuvieron
éxito, lo que interesaba a los hacedores de santos
papales eran candidatos cuya virtud no se prestara a ninguna
confusión con los logros meramente humanos. En general,
favorecieron a aquellos siervos de Dios que abrazaron formas
radicales de pobreza, castidad y obediencia: sendas de renuncia
que distinguían la vida "religiosa" de la
de los legos. Varios de los canonizados eran fundadores de
órdenes o de movimientos religiosos, a través
de los cuales sus ideales personales se institucionalizaron
y se perpetuaron; no pocos de ellos fueron, además,
místicos y visionarios. El santo paradigmático
del siglo XII era, por consiguiente, según observa
Vauchez, Francisco de Asís, ampliamente venerado como
un "alter Christus", entre otras razones porque
fue la primera persona que recibió en su cuerpo los
"stigmata" (estigmas) o heridas cruciformes de Cristo.
Francisco fue canonizado rápidamente, a los dos años
de su muerte, en 1228 [Es interesante observar que los estigmas
de san Francisco son el único fenómeno de esa
clase al que se le asignó una fiesta litúrgica
propia, el 17 de septiembre]. Su hermana espiritual, Clara
de Asís, monja contemplativa y fundadora de las Hermanas
Menores o Clarisas Pobres, impresionó a Inocencio IV
de tal manera que por poco la canonizó en su lecho
de muerte en 1253; fue preciso disuadido de permitir que en
su entierro se cantara el Oficio de Vírgenes, como
si estuviera ya canonizada. Dos años después,
Clara fue debidamente declarada santa por el sucesor de Inocencio.
Otro modelo favorito era el clérigo erudito, como
santo Domingo, canonizado en 1234, y su ilustre descendiente
espiritual santo Tomás de Aquino, canonizado en 1323,
a los cuarenta y nueve años de su muerte. (Es típico
que los eruditos, incluso los teólogos, tardan más
en ser canonizados, como tendremos ocasión de precisar
en el capítulo 12.) Este modelo reflejaba en parte
el ascenso y la creciente influencia de las grandes universidades
medievales y de los dominicos mismos; en parte, reflejaba
también la preferencia de los papas por los clérigos
de noble origen que se distinguían por su devoción
a la vida intelectual y espiritual. En resumen, la tendencia
principal de las canonizaciones era el abandono de los bienhechores
públicos (reyes y obispos amables) en favor de los
ascetas que renunciaban al mundo y de los defensores intelectuales
de la fe; muchos de ellos, gratificados también con
extraordinarias experiencias místicas.
Pero, si hemos de creer a Vauchez, los santos predilectos
de Roma no gozaban de mucha popularidad entre los cristianos
de a pie (en este punto, como en todos los demás, san
Francisco de Asís constituye la excepción).
En primer lugar, a la gran masa de los creyentes no les interesaban
los santos como ejemplos morales, sino como patronos espirituales
que protegían a la población de plagas y de
tormentas. En segundo lugar, las virtudes morales, ascéticas
e intelectuales, ejemplificadas por los santos canonizados
por el papa, no eran fáciles de cultivar fuera de monasterios
y conventos. El hecho de que muchos de esos nuevos santos
hubieran fundado órdenes religiosas sólo subrayaba
la creciente convicción de las altas esferas eclesiásticas
de que la vida religiosa era la vía privilegiada, si
no la única, a la santidad. No sorprende en absoluto,
pues, el extraordinario éxito que tuvieron las órdenes
religiosas, al promover a sus propios miembros como candidatos
a la canonización. Para ser exactos, desde la Edad
Media hasta la actualidad han sido canonizados relativamente
pocos católicos que no hubieran hecho votos públicos
o privados [muchos santos y beatos pertenecían a órdenes
religiosas, como los franciscanos o los dominicos, en calidad
de "terciarios" o miembros de las "órdenes
terceras", después de sacerdotes y religiosas.
Los terciarios hacen votos privados y tienen directores espirituales,
pero continúan viviendo en el mundo y pueden casarse]
de pobreza y castidad, y casi ninguno, salvo los mártires,
que no contara con el apoyo de órdenes religiosas.
La dinámica subyacente a las canonizaciones papales
apuntaba a presentar a los creyentes unas vidas dignas de
ser imitadas, no a unos santos que se invocaran para pedir
milagros y otros favores. A ese respecto, la división
entre los santos oficiales y los santos locales o populares
reflejaba la creciente tensión que existía dentro
de la Iglesia entre el santo como ejemplo de virtudes y el
santo como taumaturgo o milagrero. A partir de la década
de 1230, escribe Vauchez, "los predicadores difundían
la idea de que la gloria de los santos residía en sus
vidas y no en sus milagros". El problema no estaba en
que las elites ilustradas de la cristiandad no creyesen en
los milagros. "Cuando un dolor de muelas lo hacía
sufrir o una enfermedad grave amenazaba su vida, hasta el
más sobrio teólogo invocaba a sus protectores
celestiales -observa Vauchez-, igual que el campesino preocupado
por su cosecha o el pescador en peligro en alta mar."
El punto en que las elites discrepaban de las masas era la
importancia de los milagros para la santidad. Donde éstas
consideraban los milagros signos privilegiados de la presencia
de la santidad, aquéllas los contemplaban como "efectos
de una conducta moral y una vida espiritual que sólo
a la Iglesia incumbía juzgar".
En suma, el desarrollo de la canonización como proceso
papal implicó un desplazamiento del acento desde la
preocupación popular por los milagros hacia la preocupación
de las elites por la virtud. Las pruebas de milagros continuaban
ciertamente siendo necesarias para verificar la reputación
de santidad del candidato, pero sólo un riguroso examen
de su vida podía demostrar la presencia de la virtud.
En el transcurso de la Edad Media, sin embargo, la mera "presencia"
de la virtud dejó de ser suficiente. El papa Inocencio
IV (1243-1259) declaró que la santidad requería
una vida de "virtud continua e ininterrumpida",
o sea, la perfección. Si bien los pecadores reformados
seguían siendo canonizables, se prefería a los
candidatos cuyas vidas enteras se aproximaban a lo impecable.
A los funcionarios que compilaban los informes sobre los candidatos
a la canonización no les bastaba, por tanto, la demostración
de la virtud, a menos que ésta fuese además
"heroica". Así, los criterios papales de
santidad se hicieron cada vez más exigentes, y las
"vitae" de los siervos de Dios se volvieron cada
vez más idealizadas y estilizadas. Por un lado, desaparecían
los defectos; por el otro, las virtudes de fe, esperanza y
caridad se acrecentaban con relatos de dones sobrenaturales
y de prodigios de disciplina moral. De esa manera se restituyó
a la santidad, paradójicamente, lo milagroso; sólo
que no eran ya las historias de curaciones póstumas
lo que contaba, sino las asombrosas hazañas de "atletismo"
moral y espiritual que el santo hubiera realizado durante
su vida. De este modo, observa Vauchez, el estudio de los
procedimientos canónicos "nos permite ver cómo
una vida humana se transformaba en la "vita" de
un santo".
Tales transformaciones eran ya evidentes en el siglo XIII.
Al defender la causa de san Antonio de Padua (1195-1231),
cada uno de los sucesivos biógrafos se sentía
autorizado a superar a sus precursores mediante la atribución
de nuevos milagros o de ulteriores perfecciones al célebre
predicador italiano. Como documenta Vauchez, la transformación
de las vidas en textos hagiográficos revela un énfasis
creciente en la vida contemplativa frente a la vida práctica,
en el recogimiento frente al compromiso con el mundo y en
la vida interior frente a la exterior; todo ello condujo a
que se terminara por redefinir la santidad como "un estado
de vacío interior tan grande que el alma puede recibir
el don de Dios y la infusión del Espíritu Santo".
Incluso las vidas de obispos activistas eran transformadas
en "vitae" de monjes, como fue el caso de santo
Tomás de Cantalupo (canonizado en 1320), al que las
biografías atribuyen un amor tan profundo a la pobreza
y la castidad que, siendo obispo de Hereford, se negaba a
bañarse o a abrazar a sus hermanas carnales.
Los relativamente pocos legos y legas que obtuvieron la canonización
eran adaptados a las pautas monásticas y místicas
por procedimientos semejantes. San Elzear de Sabran, por ejemplo,
fue un conde provenzal y el único varón lego
canonizado en el siglo XIV. Además de sus visiones
y revelaciones, su espíritu contemplativo descollaba
por su matrimonio, que renunció deliberadamente a consumar
durante veinticinco años. La virtud de Elzear era más
que igualada por la de su esposa, la beata Delfina de Puimichel,
santa Brígida de Suecia y santa Catalina de Siena,
todas ellas célebres vírgenes y místicas,
y las únicas mujeres legas [en realidad, Brígida
fundó una orden de religiosas y llevaba una vida monástica
en Roma. Catalina era terciaria y vivía en una celda
dentro del domicilio paterno] canonizadas durante los siglos
XIV y XV.
Sería difícil sobrevalorar el impacto que esos
nuevos modelos aprobados por los papas tuvieron sobre las
nociones posteriores de santidad. A través de ellos,
ésta llegó a identificarse permanentemente,
aunque no de modo exclusivo, con la "intensidad"
y la "interioridad" de la vida espiritual, unidas
al rechazo del matrimonio y de la vida doméstica. Así
fue que, si bien un Francisco, un Domingo o una Clara eran
considerados inimitables en su particularidad, a través
de la canonización esos personajes se convertían
en los modelos conformes a los cuales otros santos modelaban
conscientemente sus vidas, o bien, lo cual a menudo venía
a ser lo mismo, en los modelos en que se apoyaban los biógrafos
para construir sus "vitae". En los siglos siguientes,
más de una "vita" de un siervo de Dios estaba
escrita de forma que se reconociera al candidato como otro
Francisco, otra Brígida u otra Catalina de Siena.
A finales de la Edad Media, el culto de los santos se caracterizaba,
en consecuencia, por una paradoja. Por un lado, se amplió
la brecha entre los santos oficiales, canonizados por el papa,
y los santos locales y populares, no oficiales; por el otro
lado, había una convergencia entre las representaciones
populares de la santidad y las de las elites: ambos veían
en las señales de lo sobrenatural pruebas de santidad,
aunque interpretaban esas señales de manera muy diferente.
De todos modos, el santo era visto como alguien a quien Dios
había predestinado a una vida que rebasaba las capacidades
de los mortales, salvo de unas pocas almas cristianas. Aun
así los humildes pecadores tenían motivos de
esperanza: según la enseñanza de la Iglesia,
los pocos perfectos habían producido, con su tenaz
abnegación, un "tesoro" o unos méritos
vicarios de los cuales podían beneficiarse las masas
espiritualmente débiles. Era esa economía espiritual
la que desafió, en su momento debido, un monje alemán
atormentado por la conciencia. En nombre de un Evangelio más
puro, Martín Lutero rechazó tanto a los "atletas"
espirituales favorecidos por Roma como a los patronos espirituales
milagrero s invocados por el creyente común.
LA REFORMA Y LA VICTORIA DE LOS JURISTAS
En retrospectiva, la "burocratización de la santidad",
como la llamó un estudioso católico contemporáneo,
era inevitable y necesaria. El impulso de multiplicar el número
de santos no surgía de la jerarquía, sino de
los creyentes, que recurrían a sus patronos celestiales
en busca de ayuda para la satisfacción de una amplia
variedad de necesidades. La cristiandad medieval era efectivamente
en gran medida una cultura de los santos. Cada ciudad y cada
pueblo tenía su santo patrono y cada iglesia, sus reliquias.
Los países tenían también sus patronos,
como san Jorge para Inglaterra o san Patricio para Irlanda.
Cada oficio veneraba a un patrono y, al adoptar con el bautismo
el nombre de un santo, todo cristiano tenía un abogado
en el Paraíso. Los santos curaban enfermedades y protegían
a los creyentes contra desgracias y espíritus malignos;
también castigaban a los pecadores. Los creyentes no
sólo rezaban a los santos, sino que además juraban
por ellos. A medida que se multiplicaba el número de
santos, lo hacían también las fiestas en su
honor y las peregrinaciones a sus santuarios. Para quienes
sabían leer, las vidas de los santos eran los "best-sellers"
medievales, pleno equivalente de la narrativa de ficción
moderna; para los analfabetos, había imágenes
y estatuas e iconografía de todas clases.
En resumen, en vísperas de la Reforma protestante,
Europa era una sociedad empapada de santos, de sus pertrechos
y doctrinas. Era, según nos recuerda el historiador
holandés Johan Huizinga, una sociedad en la que "los
excesos y abusos eran resultado de una extrema familiaridad
con lo sagrado (...). Una parte demasiado grande de la fe
viva. se había cristalizado en la veneración
de los santos, lo cual hizo brotar un anhelo vehemente de
algo más espiritual". Desde principios del siglo
XIV se habían levantado ya las voces de reformadores
fracasados, como el checo Juan Hus, contra el promiscuo culto
de los santos; ahora, se escuchaban las mismas críticas
de boca de Martín Lutero y de Juan Calvino: toda la
Europa protestante les prestó atención.
Las causas de la Reforma protestante fueron ciertamente múltiples,
pero el efecto más palpable que tuvo sobre los creyentes
comunes fue el colapso de las estructuras espirituales mediadoras
que representaba el culto de los santos. De un día
para otro, las reliquias y las estatuas desaparecieron de
los santuarios reformados. El púlpito reemplazó
el altar, las palabras a las imágenes, el oído
a la vista, el símbolo se limitó a ser meramente
símbolo. Escribe Huizinga: "La Reforma atacaba
el culto de los santos, y en ninguna parte de los territorios
en litigio halló la menor resistencia. En fuerte contraste
con la creencia en la brujería y en la demonología,
que conservaron plenamente su terreno en los países
protestantes, tanto en el clero como entre los legos, los
santos cayeron sin que nadie diera un golpe en su defensa."
De todos los reformadores protestantes, la reacción
de Lutero frente a los santos era la más interesante
y la más complicada. Su decisión de hacerse
monje fue precipitada por una tempestad, durante la cual rezó
a santa Ana e hizo votos de entrar en un convento si sobrevivía.
Pero, finalmente, perdió la fe en el poder de los santos...
y en sus reliquias. En 1520 publicó un panfleto anónimo
en el que parodiaba la colección de reliquias del arzobispo
de Maguncia, entre las cuales enumeraba "un pedacito
del cuerno izquierdo de Moisés, tres llamas de la zarza
de Moisés del monte Sinaí, dos plumas y un huevo
del Espíritu Santo" y cosas por el estilo. Pero
el catálogo auténtico de las reliquias del arzobispo
era ya de por sí su propia parodia: entre otros objetos
sagrados incluía un pedazo de tierra del sitio en donde
Cristo enseñó el padrenuestro, una de las monedas
de plata que cobró Judas por traicionar a Jesucristo
y restos del maná que recibieron los israelitas en
el desierto.
Lutero tenía también objeciones teológicas
más serias. Como algunos de los primeros padres de
la Iglesia, consideraba el culto de los santos pagano e idolátrico;
rechazaba la mediación de los santos al igual que rechazaba
la mediación de los sacerdotes; creía que un
santo no poseía más gracia que cualquier otro
cristiano; argumentó que, puesto que los cristianos
se justifican sólo por la fe, no podían salvarse
por méritos propios, ni mucho menos por los que recibían
mediante oraciones de la "tesorería" de los
santos; y, finalmente, protestaba contra la magnificación
legendaria de las historias de santos, tal como habían
sido transmitidas por la tradición, aunque apreciaba
aquellas que le parecían auténticas. "Después
de la Sagrada Escritura, no hay ciertamente ningún
libro más provechoso para los cristianos que las vidas
de los santos, sobre todo cuando son auténticas y no
han sido adulteradas", escribió".
La respuesta de Roma fue ambigua. Por un lado, el Concilio
de Trento (1545-1563) reafirmó vigorosamente el culto
de los santos y de sus reliquias, declarando que "sólo
hombres de mentalidad irreligiosa niegan que los santos, que
gozan de eternta bienaventuranza en el Paraíso, deban
ser invocados". Por otro lado, empujó a la Iglesia
hacia la reforma. Numerosos nombres fueron eliminados de los
rebosantes santorales, dejando sitio para adiciones posteriores.
La reforma detallada de los procedimientos llegó en
1588, cuando el papa Sixto V creó la Congregación
de Ritos y encargó a sus funcionarios la responsabilidad
de preparar las canonizaciones papales y de verificar la autenticidad
de las reliquias. Pero no fue hasta el pontificado de Urbano
VIII (1623-1644) que el papado obtuvo por fin el control completo
de la creación de santos. En una serie de decretos
papales, Urbano definió los procedimientos canónicos
por los que habían de regirse las beatificaciones y
las canonizaciones. Una de esas decisiones merece especial
atención. El papa prohibió estrictamente cualquier
forma de veneración pública -incluida la publicación
de libros de milagros o revelaciones, atribuidos a un supuesto
santo- hasta que la persona en cuestión no hubiera
sido beatificada o canonizada por solemne declaración
papal. Hizo, sin embargo, una excepción importante
para los casos de aquellos santos de cuyos cultos era demostrable
que habían existido "desde tiempos inmemoriales"
o que podían justificarse "por la fuerza de cuanto
los padres o santos han escrito, con la antigua y consciente
aquiescencia de la Sede Apostólica (Roma) o de los
obispos locales".
En consecuencia, quedaron sólo dos caminos hacia la
santidad: uno, la estrecha puerta delantera del procedimiento
formal y papal, y otro, la puerta trasera, aún más
angosta, de la beatificación o la canonización
"equipolentes" (equivalentes) para aquellos cultos
que, en el momento del decreto de Urbano, tenían ya
por lo menos un siglo de práctica. El segundo camino
era, de hecho, una especie de edicto de tolerancia para los
cultos locales populares y de antigua raigambre, con lo cual
se paliaba un poco el impacto del decreto. Desde entonces,
cualquier exhibición no autorizada del culto a una
persona, previo a su beatificación o canonización,
descalificaba automáticamente al candidato para la
canonización. Los creyentes todavía podían
reunirse ante la tumba del difunto y rezar por favores divinos,
y también podían ofrecerle devociones privadas
en sus casas; pero ya no podían invocar o venerar al
difunto en las iglesias sin perjudicar seriamente sus posibilidades
de canonización.
Había hablado Roma, y todo lo que quedaba por hacer
era organizar y codificar los reglamentos romanos para la
creación de santos. Lo que había sido un reconocimiento
espontáneo por parte de la comunidad local se convirtió
en una investigación retroactiva, conducida por hombres
que no conocieron personalmente al siervo de Dios. Lo que
antaño había sido un proceso populista quedó
en manos de los juristas canónicos residentes en Roma.
Pero el derecho canónico se parece, como veremos, al
derecho consuetudinario ("common law") británico
y estadounidense, en cuanto se basa en antecedentes, no en
deducciones derivadas de principios abstractos. En materia
de creación de santos, este breve resumen atestigua
que los antecedentes se remontan, de una u otra forma, al
Nuevo Testamento. Hubo de pasar otro siglo hasta que Prospero
Lambertini, un brillante especialista en derecho canónico,
que ascendió desde las filas de la Congregación
de Ritos hasta convertirse en el papa Benedicto XIV, se propuso
la tarea de revisar y clarificar la teoría y práctica
eclesiásticas de la creación de santos. Los
cinco volúmenes de su extensa y magistral obra "De
Servorum" Dei beatificatione et Beatorum canonizatione
" ("Sobre la beatificación de los siervos
de Dios y la canonización de los beatos"), publicados
entre 1734 y 1738, son aún en la actualidad el texto
básico sobre el tema.
En los siglos siguientes, los refinamientos del proceso de
creación de santos se debieron mayormente a influencias
exteriores. La evolución de la historia como ciencia
crítica, por ejemplo, afectó gradualmente la
manera en que la Congregación manejaba los textos,
aunque tuvo, como veremos, un efecto menos visible sobre la
redacción de las "vitae". Y, lo que es más
importante, la evolución de la medicina científica
redujo en grado considerable el número y la variedad
de "favores divinos" aceptables como milagros. Pero
la "ciencia" decisiva seguía siendo el derecho
canónico con sus exigencias. La prueba fundamental
la seguían constituyendo los testimonios presenciales;
el objetivo principal era comprobar el martirio o las virtudes
heroicas. Incluso el término técnico usado por
la Iglesia, "processus" o proceso, tiene claras
connotaciones jurídicas. En consecuencia, si el propósito
de la canonización papal, tal como se formó
en la era moderna, fue el de alcanzar la verdad teológica
-de saber si el candidato estaba realmente con Dios en e!
Paraíso- tanto la forma como, lo cual es más
importante, el espíritu del proceso eran judiciales.
EL PROCESO MODERNO: EL SANTO COMO PRODUCTO DE UN SISTEMA
En 1917, el reglamento formal para la creación de
santos fue incorporado al Código de Derecho Canónico.
Para quienes no eran estudiosos del derecho canónico
o no leían latín, el entero proceso fue expuesto
pormenorizadamente por un clérigo católico británico,
Canon Macken, en un libro publicado en 1910. Como los santos
que produce, el sistema había adquirido, a lo largo
de cuatro siglos de refinamiento, una cierta reputación
hagiográfica propia por la precisión jurídica
que mostraba en el descubrimiento y la verificación
de los santos auténticos. Macken declara:
"La "fiera luz que bate un trono" no es
nada en comparación con esta investigación
sumamente cuidadosa y elaborada. Todos los procedimientos
se llevan a cabo con un esmero y una formalidad mucho mayores
que en los más importantes pleitos judiciales. La
historia de una jurisprudencia secular no puede ofrecemos
nada que se parezca ni aproximadamente a la extremada circunspección
que se observa en esas investigaciones(...)
En los procesos de canonización, todo se reduce
a ciencia exacta. Los procedimientos legales de las naciones
civilizadas se basan en gran medida en los métodos
establecidos de la Iglesia. Pero en ninguna otra parte hallamos
la misma severa regularidad y estricta disciplina que se
practica en esos exámenes. En todas las fases se
observa un máximo de diligencia y precisión,
y, mirando e! asunto desde un punto de vista puramente humano,
es preciso admitir que, si existe alguna institución,
algún método de investigación conocido
que sea capaz de alcanzar e! pleno conocimiento de la verdad,
entonces el procedimiento sereno y reflexivo de la Iglesia
es el que con mayor derecho puede aspirar a tal distinción.
El gran objetivo de todas las investigaciones, desde el
principio hasta el fin, es excluir toda posibilidad de error
o engaño y asegurar que la verdad reluzca en todo
su esplendor".
Actualmente, el proceso de creación de santos continúa
inspirando un temor reverencial, debido ante todo al hecho
de que es poco comprendido. Así, en fecha tan reciente
como 1985, el autor de un estudio popular sobre el Vaticano
pudo escribir: "El misterio de la santidad y e! proceso
canónico, con todas sus dimensiones espirituales de
intercesión divina, reliquias y milagros, es probablemente
el mayor enigma de la Iglesia aparte de la misa misma."
Por desgracia, el "enigma" que describe a continuación
no correspondía ya al sistema utilizado por la Iglesia.
Dos años antes, los procedimientos por los que se hacen
los santos habían cambiado drásticamente. Algunas
de las formalidades jurídicas continuaban siendo ciertamente
las mismas, pero la dinámica subyacente había
sufrido un cambio de orientación.
A fin de apreciar la importancia de ese giro, es preciso
comprender el contexto jurídico en que se produjo.
En la Iglesia de Roma, nada cambia jamás por entero
y, así, muchas de aquellas estructuras y prácticas
jurídicas permanecen intactas. Lo que sigue es una
descripción del sistema de creación de santos,
con toda su "circunspección", tal como existía
aún en fecha tan reciente como 1982. Sólo después
de ver cómo el sistema había funcionado durante
la mayor parte del siglo XX podremos apreciar la profunda
y poco comprendida revolución que se ha producido en
la creación de santos durante lo que va del pontificado
de Juan Pablo II.
Durante el antiguo régimen canónico, al igual
que en el curso del nuevo, el sistema apuntaba a hallar respuestas
a los siguientes interrogantes generales:
-¿Goza el candidato de la reputación de haber
muerto como mártir o de haber practicado las virtudes
cristianas en grado heroico?
-Como prueba de tal reputación, ¿invoca la
gente la intercesión del candidato ante Dios al rezar
por favores divinos?
-¿Qué mensaje o ejemplo particular aportaría
a la Iglesia la canonización del candidato?
-¿Está la reputación de martirio o de
virtudes extraordinarias del candidato basada en hechos?
-Por el contrario, ¿hay algo en la vida o en los escritos
del candidato que presente un obstáculo a su canonización?
Específicamente, ¿ha escrito, enseñado
o defendido opiniones heterodoxas o contrarias a la fe o a
la moral católicas?
-¿Hay entre los signos divinos atribuidos a la intercesión
del candidato algunos que sean inexplicables para la razón
humana y que constituyan, por tanto, potenciales milagros?
-¿Hay alguna razón pastoral por la que el candidato
no debiera ser beatificado en este momento?
-¿Después de la beatificación del candidato,
se han producido gracias a su intercesión otros milagros
que pudieran ser interpretados como señales divinas
de que el beato es digno de canonización?
-¿Hay alguna razón pastoral por la que el beato
no debiera ser canonizado, o no en el momento presente?
En la práctica, el proceso de creación de santos
involucraba -y todavía involucra- una gran variedad
de procedimientos, destrezas y participantes: promoción,
financiación y publicidad por parte de quienes consideran
santo al candidato; tribunales de investigación de
parte del obispo o de los obispos locales; procedimientos
administrativos por parte de los funcionarios de la congregación;
estudios y análisis por asesores expertos; disputas
entre el promotor de la fe (el "abogado del diablo")
y el abogado de la causa; consultas con los cardenales de
la congregación. Pero, en todo momento, únicamente
las decisiones del papa tienen fuerza de obligación;
él sólo posee el poder de declarar a un candidato
merecedor de beatificación o canonización.
Bajo el antiguo sistema jurídico, una causa de éxito
pasaba por las siguientes fases típicas:
1. Fase prejurídica. Hasta 1917, el derecho
canónico exigía que pasaran por lo menos cincuenta
años desde la muerte del candidato antes de que sus
virtudes o martirio pudieran discutirse formalmente en Roma.
Se trataba así de asegurar que la reputación
de santidad de que gozaba el candidato era duradera y no meramente
una fase de celebridad pasajera. Incluso ahora, suprimida
la regla de los cincuenta años, se exhorta a los obispos
a distinguir con sumo cuidado entre una auténtica reputación
de santidad, manifiesta en oraciones y otros actos devotos
ofrecidos al difunto, y una reputación estimulada por
los medios de comunicación y la "opinión
pública". (Esa cautela frente a la prensa no es
precisamente nueva: la primera advertencia, por parte de la
congregación de no tomarse demasiado en serio las reputaciones
divulgadas por los medios de comunicación, data de
1878.)
Durante esa fase se permiten, sin embargo, una serie de actividades
extraoficiales. Primero, un individuo o un grupo reconocido
por la Iglesia puede anticiparse al proceso con la organización
de una campaña de apoyo económico y espiritual
al candidato potencial, como hemos visto ya en el caso del
cardenal Cooke. En la práctica, esos "impulsores"
de una causa suelen ser miembros de alguna orden religiosa,
dado que sólo ellos tienen los recursos, los conocimientos
necesarios y, a menudo, un interés institucional en
llevar el proceso hasta el final. Normalmente se forma una
hermandad, se hacen colectas de dinero, se solicitan informaciones
sobre favores divinos, se publica un boletín, se imprimen
tarjetas de oraciones y, con no poca frecuencia, se publica
una biografía piadosa. Esa es, en efecto, una fase
de promoción, encaminada a alentar la devoción
privada y a convencer al obispo o al juez eclesiástico
responsable de la diócesis, en donde murió el
candidato, de la existencia de una genuina y persistente reputación
de santidad. Por último, los iniciadores se convierten
en "el solicitante" del proceso cuando piden formalmente
al obispo la apertura de un proceso oficial.
2. Fase informativa. Si el obispo local decide que
el candidato posee los méritos suficientes, inicia
el Proceso Ordinario. El propósito de ese proceso es
suministrar a la congregación los materiales suficientes
para que sus funcionarios puedan determinar si el candidato
merece un proceso formal. A tal fin, el obispo convoca un
tribunal o corte de investigación. Los jueces citan
a testigos que declaren tanto en favor como en contra del
candidato, que de ahí en adelante es llamado "el
siervo de Dios". En caso de ser necesario, las sesiones
se celebran en cualquier sitio en donde haya vivido el siervo
de Dios. El fin de ese procedimiento de investigación
es doble: primero, establecer si el candidato goza de una
sólida reputación de santidad y, segundo, reunir
los testimonios preliminares aptos para comprobar si tal reputación
se halla corroborada por los hechos. El testimonio original
es transcrito por acta notarial, sellada y conservada en el
archivo de la diócesis. Unas copias selladas (hasta
1982 se necesitaba todavía un permiso especial de la
congregación para presentar copias mecanografiadas
en lugar de copias escritas a mano) se remiten a Roma por
un mensajero especial del Vaticano.
El obispo local debe confirmar que el siervo de Dios no es
objeto de culto público; esto es, hay que comprobar
que el candidato no se ha convertido, con el paso del tiempo,
en objeto de veneración pública. Esa exigencia,
formal, pero necesaria, se remonta a las reformas del papa
Urbano VIII, que prohibió, como hemos visto, el culto
de los santos no oficialmente canonizados por el papa.
3. Juicio de ortodoxia. Es un proceso concomitante,
el obispo nombra unos funcionarios encargados de recoger los
escritos publicados del candidato; al final, se reúnen
también cartas y otros escritos inéditos. Los
documentos se envían a Roma, donde en el pasado eran
examinados por censores teológicos, que rastreaban
eventuales enseñanzas u opiniones heterodoxas; hoy,
los censores no intervienen ya, pero los exámenes continúan
realizándose. Obviamente, cuanto más haya escrito
el candidato, tanto más se prolonga el examen. Y no
menos obvio es que, cuanto más osado haya sido su intelecto
en materia de fe, con tanto más rigor serán
escudriñadas sus obras. Como regla general, los disidentes
de la enseñanza oficial de la Iglesia son rechazados
sin más rodeos. Aunque la congregación no cuenta
con ninguna estadística sobre los motivos de rechazo
de las causas, los que trabajan allí confirman que
el hecho de no haber superado ese examen de pureza doctrinaria
es la razón más frecuente por la que ciertas
causas han sido canceladas o suspendidas indefinidamente.
Los promotores de una causa bloqueada tienen, sin embargo,
una oportunidad de refutar los cargos de heterodoxia imputados
a su candidato. La Compañía de San Sulpicio,
por ejemplo, logró desmentir hace poco la acusación
de herejía que pesaba sobre su fundador, el padre Jean-Jacques
Olier, fallecido en 1657. Los sulpicianos, como se llaman,
son especialistas en organizar seminarios en todo el mundo
y, a través de ellos, los escritos de Olier sobre lo
espiritual han adquirido influencia internacional. Pero, en
el siglo XIX un jesuita descubrió un libro, atribuido
a Olier, que contenía opiniones heterodoxas acerca
de la Virgen María. Se añadió el volumen
al Índice de Libros Prohibidos del Vaticano y se suspendió
la causa de Olier. Más tarde, en los años cincuenta,
unos estudiosos sulpicianos descubrieron que Olier no era
el autor del volumen ofensivo y presentaron pruebas de que
sus enseñanzas respecto de la Virgen eran ortodoxas.
El proceso se ha reabierto hace poco.
Desde 1940, los candidatos deben superar otro examen adicional.
A título de revisión preventiva, todos los siervos
de Dios deben recibir de Roma el "nihil obstat",
la declaración de que no hay "nada reprochable"
acerca de ellos en las actas del Vaticano. En la práctica,
con ello se alude a las actas de la Congregación para
la Doctrina de la Fe, encargada de la defensa de la fe y la
moral, o de otra cualquiera de las nueve congregaciones (la
Congregación para los Obispos, para el Clero, etcétera)
que pueda tener motivos para contar con datos acerca del candidato.
La razón de ese procedimiento reside en la posibilidad
de que una o varias congregaciones puedan hallarse en posesión
de informaciones privilegiadas relativas a los escritos o
a la conducta moral del candidato, que acaso pudieran influir
sobre el seguimiento de la causa. En un caso famoso, la causa
fue suspendida inmediatamente cuando se descubrió que
el Vaticano tenía pruebas concluyentes de que el candidato,
sacerdote y fundador de una orden religiosa, contaba con todo
un historial de acoso sexual a niños, y por lo visto,
jamás se arrepintió de sus actos. De todas formas;
raras veces se encuentra algo objetable; desde 1979, por ejemplo,
sólo hubo una causa que no obtuvo el "nihil obstat".
4. La fase romana. Es aquí donde empieza la
verdadera deliberación. En cuanto los informes del
obispo local llegan a la congregación, se asigna la
responsabilidad de la causa a un postulador residente en Roma.
Hay unos doscientos veintiocho postuladores adscritos a la
congregación; la mayoría de ellos, sacerdotes
pertenecientes a órdenes religiosas. La tarea del postulador
consiste en representar a los solicitantes de la causa; es
el solicitante quien le paga, a menos que se trate de un caso
de caridad. El solicitante paga también los servicios
de un abogado defensor, elegido por el postulador entre una
docena aproximada de juristas canónicos, clérigos
y legos, especializados y en posesión de un permiso
de la Santa Sede para ocuparse de las causas de los santos.
A partir de los materiales suministrados por el obispo local,
el abogado prepara un resumen, encaminado a demostrar a los
jueces de la congregación que la causa debe ser iniciada
oficialmente. En el resumen, el abogado arguye que existe
una verdadera reputación de santidad y que la causa
ofrece pruebas suficientes para justificar un examen más
detenido de las virtudes o del martirio del siervo de Dios.
A continuación, se entabla una dialéctica escrita
en la que el promotor de la fe, o "abogado del diablo",
propone objeciones al resumen del abogado defensor y éste
replica. Ese intercambio suele repetirse varias veces y, a
menudo, transcurren años o incluso décadas antes
que todas las diferencias entre el abogado de la causa y el
promotor de la fe hayan quedado satisfactoriamente resueltas.
Finalmente, se prepara un volumen impreso, llamado "positio",
que contiene todo el material desarrollado hasta el momento,
incluidos los argumentos del promotor de la fe y del abogado.
La "positio" la estudian los cardenales y los prelados
oficiales (el prefecto; el secretario, el subsecretario y,
si es necesario, el jefe de la sección histórica)
de la congregación, que pronuncian su sentencia en
una reunión formal celebrada en el Palacio Apostólico.
Como en el veredicto de un jurado de instrucción, un
juicio positivo implica que hay buenas razones para iniciar
el proceso (processus).
Una vez aceptado el veredicto por la congregación,
se le notifica al papa, quien emite un decreto de introducción,
salvo que tenga a: su vez razones para denegado. La manera
en que lo hace es significativa. Se supone que, si la causa
ha resistido al examen hasta ese punto, cuenta con buenas
posibilidades de éxito; pero, aun así, muchas
fracasan. En consecuencia, para subrayar el hecho de que en
esa fase la causa ha recibido únicamente la aprobación
administrativa del papa, éste no firma el decreto con
su nombre pontificio, papa Juan Pablo II, sino que emplea
solamente su nombre de pila: "Placet Carolos" ("Karol
acepta").
Una vez se ha instruido la causa, pasa a la jurisdicción
de la Santa Sede; se la llama entonces un "proceso apostólico".
El promotor de la fe o sus asistentes elaboran otra serie
de preguntas, destinadas a obtener informaciones específicas
sobre las virtudes o el martirio del siervo de Dios. Esas
preguntas se remiten a la diócesis local, donde un
nuevo tribunal, esta vez integrado por jueces delegados por
la Santa Sede, vuelve a interrogar a los testigos aún
vivos. Los jueces tienen también la posibilidad de
requerir declaraciones de testigos nuevos y, en caso de necesidad,
éstos pueden incluso ser trasladados a Roma para contestar
a las preguntas.
De hecho, el proceso apostólico es una versión
más estricta del proceso ordinario. Su objetivo es
demostrar que la reputación de santidad o de martirio
del candidato está basada en hechos reales. Cuando
los testimonios están completos, la documentación
se envía a la congregación, donde se traduce
el material a una de las lenguas oficiales. (Hasta este siglo,
sólo había una lengua oficial, el latín.
Gradualmente, se añadieron el italiano, el español,
el francés y el inglés, conforme al creciente
número de causas provinientes de países en donde
se hablan dichas lenguas.) Después, los documentos
los examinan el subsecretario y su equipo, para comprobar
que todas las formalidades y los protocolos jurídicos
han sido observados con precisión. Al concluir este
proceso, la Santa Sede emite un decreto sobre la validez del
mismo, con lo que garantiza su uso legítimo.
Como paso siguiente, el postulador y su abogado preparan
otro documento, llamado "informativo", que resume
de manera sistemática los argumentos en favor de la
virtud o del martirio. A ese documento se agrega un sumario
de las declaraciones de los testigos, especificadas con relación
a los argumentos que se trata de demostrar. Tras estudiarlo,
el promotor de la fe hace sus objeciones a la causa y el abogado
le contesta con la ayuda del . postulador. Ese intercambio
de argumentos se imprime, y la entera colección de
documentos se somete al estudio y al juicio de los funcionarios
de la congregación y al de sus asesores teológicos.
Las dificultades y reservas resultantes de esa reunión
son recogidas como nuevas objeciones del promotor de la fe
y, por segunda vez, le responde el abogado defensor. Este
intercambio forma la base de una segunda reunión y
de un segundo juicio, que incluye esta vez a los cardenales
de la congregación. El mismo proceso se repite después
por tercera vez, pero en presencia del papa. Si se dictamina
que el siervo de Dios practicó las virtudes cristianas
en grado heroico o que murió como mártir, se
le otorga entonces el título de "venerable".
5. La sección histórica. En 1930, el
papa Pío XI instituyó una sección histórica,
especializada en causas antiguas y en ciertos problemas que
el proceso puramente jurídico no era capaz de resolver.
En primer lugar, las causas para las cuales no quedan ya testigos
presenciales vivos se asignan a esa sección para su
examen histórico; las decisiones sobre la virtud o
el martirio se toman en esos casos mayormente a partir de
pruebas históricas. En segundo lugar, muchas otras
causas se remiten a la sección histórica cuando
algún punto controvertido requiere un examen de archivos
u otra clase de investigación histórica. En
tercer lugar, los miembros de la sección histórica
investigan, en muy raras ocasiones, las llamadas causas antiguas
para verificar la existencia, origen y continuidad del culto
a ciertos personajes considerados santos, la mayoría
de los cuales vivieron mucho antes de que se instituyera la
canonización pontificia. Tales personajes pueden recibir,
a discreción del papa, un decreto de beatificación
o de canonización "equivalentes" [El "lndex
ac Status Causarum" (edición de 1988) contiene
trescientos sesenta y nueve nombres cuyos cultos han sido
confirmados. Entre los más recientes que recibieron
la canonización equivalente, se halla Inés de
Bohemia, declarada santa por el papa Juan Pablo II el 12 de
noviembre de 1989, a los setecientos siete años de
su muerte, y justo a tiempo para ser invocada por los católicos
romanos de Checoslovaquia durante su revuelta contra el Gobierno
comunista de la nación].
6. Examen del cadáver. A veces se exhuma, previamente
a la beatificación, el cadáver del candidato
para su identificación por el obispo local. Si se descubre
que el cadáver no es el del siervo de Dios, la causa
continúa, pero deben cesar las oraciones y otras muestras
privadas de devoción ante la tumba. El examen se realiza
únicamente para fines de identificación, aunque,
si resulta que el cuerpo no se ha corrompido, tal descubrimiento
puede aumentar el interés y el apoyo que recibe la
causa. Cuando se enterró, por ejemplo, en 1860 al obispo
John Neumann, el cadáver no fue embalsamado. Un mes
después, se abrió subrepticiamente la tumba
y se halló el cuerpo aún intacto, y la noticia
se difundió por toda Filadelfia. Su sepulcro se convirtió
en una especie de santuario, las oraciones dirigidas a él
se multiplicaron, y de esa manera, se divulgó la reputación
de su santidad.
A diferencia de algunas otras Iglesias cristianas, ante todo
la Rusa ortodoxa, la Iglesia católica romana no considera
un cuerpo incorrupto como señal de santidad. Los funcionarios
de la Iglesia creen que los factores ambientales bastan para
explicar tales anomalías. Pero eso no ha sido siempre
el caso. Durante siglos, se creyó que los cadáveres
de los santos despedían un aroma dulce -el llamado
"olor de santidad"- y la incorrupción se
tomaba por indicio de favor divino. Esta tradición
continúa influyendo en los creyentes, aunque no en
los funcionarios de la congregación. Hay, por ejemplo,
el caso de Pier Giorgio Frassati, un atlético joven
de Turín que murió de poliomelitis en 1925,
a la edad de sólo veinticuatro años. Era graduado
universitario, excelente esquiador y montañista, y,
como hijo del fundador de "La Stampa", uno de los
periódicos más poderosos de Italia, tenía
dinero. Su reputación de santo se basaba en la caridad:
Pier Giorgio decidió dar calladamente su dinero a los
pobres. Lo que hizo su causa todavía más intrigante
eran los rumores que comenzaron a circular después
de su muerte, divulgados principalmente por fascistas hostiles
a la reputación antifascista de la familia Frassati.
Algunos afirmaban que el joven Pier Giorgio había mantenido
relaciones ilícitas con una mujer; otros decían
que fue enterrado vivo. Las habladurías eran tan persistentes
que la causa quedó suspendida durante varias décadas.
Pero cuando se realizó finalmente la autopsia -por
motivos médicos, se dijo-, su rostro, asombrosamente
bien conservado, apareció en perfecta serenidad. Incluso
los ojos estaban, según los observadores, intactos,
claros y luminosos. Poco después, la causa se reactivó
y Frassati fue finalmente beatificado el 20 de mayo de 1990.
7. Procesos de milagros. Todo el trabajo realizado
hasta este punto es, a los ojos de la Iglesia, el producto
de la investigación y del juicio humanos, rigurosos
pero no obstante, falibles. Lo que hace falta para la beatificación
y la canonización son "señales divinas"
que confirmen el juicio de la Iglesia respecto a la virtud
o el martirio del siervo de Dios. La Iglesia toma por tal
señal divina un milagro obrado por intercesión
del candidato. Pero el proceso por el cual se comprueban los
milagros es tan rigurosamente jurídico como las investigaciones
sobre el martirio y las virtudes heroicas.
El proceso de milagros debe establecer: a) que Dios ha realizado
verdaderamente un milagro -casi siempre la curación
de una enfermedad- y b) que el milagro se obró por
intercesión del siervo de Dios.
De manera semejante al proceso ordinario, el obispo de la
diócesis, en donde ocurrió el milagro alegado,
reúne las pruebas y toma acta notarial de los testimonios;
si los datos lo justifican, envía dichos materiales
a Roma, donde se imprimen como "positio". En la
congregación se celebran varias reuniones para discutir,
refutar y defender las pruebas; a menudo, se busca información
adicional. Esta vez, el caso lo estudia un equipo de médicos
especialistas, cuya tarea consiste en determinar que la curación
no ha podido producirse por medios naturales. Una vez emitido
el juicio correspondiente, se traspasa la documentación
a un equipo de asesores teológicos para que decidan
si el milagro alegado se realizó efectivamente mediante
oraciones al siervo de Dios y no, por ejemplo, mediante oraciones
simultáneas dirigidas a otro santo ya establecido.
Al final, los dictámenes de los asesores circulan a
través de la congregación y, en caso de decisión
favorable de los cardenales, el papa certifica la aceptación
del milagro mediante un decreto formal.
Como veremos en el capítulo 8, el número de
milagros requeridos para la beatificación y la canonización
ha disminuido con el transcurso de los años. Hasta
hace poco, la regla eran dos milagros para la beatificación
y otros dos, obrados después de la beatificación,
para la canonización, si la causa se basaba en la virtud.
En el caso de los mártires, los últimos papas
han eximido generalmente las causas de la obligación
de comprobar milagros para la beatificación, considerando
que el último sacrificio es de por sí suficiente
para merecer el título de beato. A los no mártires
se les sigue exigiendo, sin embargo, dos milagros para la
canonización. Evidentemente, el proceso debe repetirse
para cada milagro.
8. Beatificación. Previamente a la beatificación,
se celebra una reunión general de los cardenales de
la congregación con el papa, a fin de decidir si es
posible iniciar sin riesgo la beatificación del siervo
de Dios. La reunión guarda una forma altamente ceremoniosa,
pero su objetivo es real. En los casos de personajes controvertidos,
tales como ciertos papas (véase capítulo 10)
o mártires que murieron a manos de Gobiernos que aún
siguen en el poder (véase capítulo 4), el papa
puede efectivamente decidir que, pese a los méritos
del siervo de Dios, la beatificación es, por el momento,
"inoportuna". Si el dictamen es positivo, el papa
emite un decreto a tal efecto y se fija un día para
la ceremonia.
Durante la ceremonia de beatificación se promulga
un auto apostólico, en el cual el papa declara que
el siervo de Dios debe ser venerado como uno de los beatos
de la Iglesia. Tal veneración se limita, sin embargo,
a una diócesis local, a un región delimitada,
a un país o a los miembros de una determinada orden
religiosa. A ese propósito, la Santa Sede autoriza
una oración especial para el beato y una misa en su
honor. Al llegar a este punto, el candidato ha superado ya
la parte más difícil del camino hacia la canonización.
Pero la última meta le queda aún por alcanzar.
El papa simboliza ese hecho al no oficiar personalmente en
la solemne misa pontificia con que concluye la ceremonia de
beatificación, sino que, después de la misa,
se dirige a la basílica para venerar al recién
beatificado.
9. Canonización. Después de la beatificación,
la causa queda parada hasta que se presenten -si es que se
presentan- adicionales señales divinas, en cuyo caso
todo el proceso de milagros se repite. Las fichas activas
de la congregación contienen a varios centenares de
beatos, algunos de ellos muertos hace siglos, a quienes les
faltan los milagros finales, posbeatificatorios, que la Iglesia
exige como signos necesarios de que Dios sigue obrando a través
de la intercesión del candidato. Cuando el último
milagro exigido ha sido examinado y aceptado, el papa emite
una bula de canonización en la que declara que el candidato
debe ser venerado (ya no se trata de un mero permiso) como
santo por toda la Iglesia universal. Esta vez el papa preside
personalmente la solemne ceremonia en la basílica de
San Pedro, expresando con ello que la declaración de
santidad se halla respaldada por la plena autoridad del pontificado.
En dicha declaración, el papa resume la vida del santo
y explica brevemente qué ejemplo y qué mensaje
aporta aquél a la Iglesia.
Éste es, en esencia, el proceso por el cual la Iglesia
católica romana ha hecho santos durante los últimos
cuatro siglos. Desde la preparación de las tarjetas
de oraciones hasta la declaración final del papa, todas
las investigaciones se llevan a cabo bajo la guía de
la "ciencia exacta" de un sistema legal, del que
"se puede afirmar con cierto grado de certeza que es
el más antiguo y, con toda seguridad, el más
universal que existe en el mundo". Era el sistema que
yo esperaba encontrar cuando me dirigí, en otoño
de 1987, por primera vez a Roma para observar cómo
los hacedores de santos llegan, en las palabras de Canon Macken,
"al pleno conocimiento de la verdad". Lo que encontré
fue algo diferente.
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