LA
FABRICACIÓN DE LOS SANTOS
Autor: Kenneth L. Woodward
CAPÍTULO 12. LA SANTIDAD Y LA VIDA INTELECTUAL
En una ceremonia relativamente tranquila celebrada en San
Pedro en 1988, el papa Juan Pablo II beatificó a un
obispo danés, Niels Stensen, muerto tres siglos atrás.
Lo insólito de esa beatificación era que Stensen
es uno de los pocos verdaderos intelectuales que han sido
beatificados en los cuatrocientos años de historia
de la congregación, a pesar de que muchos de los primeros
padres de la Iglesia y muchos de los teólogos medievales
que ahora son venerados como santos (como Tomás de
Aquino) fueron grandes maestros y eruditos. Científico
de renombre internacional, Stensen era un genio polifacético,
versado en paleontología, geología, medicina
y matemática, cuyas aportaciones pioneras abarcaban
desde explicaciones de cómo se forman los fósiles
y las cordilleras de montañas hasta el descubrimiento
de la ley de la invariabilidad de los ángulos cristalinos.
Stensen se convirtió al catolicismo cuando tenía
entre treinta y cuarenta anos; más tarde, tomó
las órdenes sagradas y, finalmente, llegó a
obispo. No fue, sin embargo, por sus descubrimientos científicos,
ni tan siquiera por sus logros eclesiásticos, por lo
que se beatificó a Stensen, sino por su ascetismo personal,
su notoria ayuda a los pobres y su profunda vida de oración.
Su causa, que no se inició hasta 1938, fue introducida
en 1984 y, bajo la guía de Molinari, se completó
a tiempo para coincidir con el viaje de Juan Pablo II a Dinamarca
en 1988. [La reducida población católica de
Dinamarca no ha tenido ningún santo oficial desde que
el papa Pascual II aprobó en Italia veneración
del rey Canuto IV y de sus reliquias. La candidatura de Stensen
era, por tanto, sumamente oportuna desde el punto de vista
pastoral. Pero, por deferencia ante la mayoritaria Iglesia
luterana de Dinamarca, que Stensen rechazó para convertirse
al catolicismo, el papa beatificó al obispo y científico
en Roma].
Obviamente, a los santos no se los canoniza por la excelencia
de su intelecto, sino por la excelencia de sus vidas. La caridad,
no la sabiduría, es la más grandiosa de las
virtudes cristianas. Aun así, a cualquiera que estudie
las canonizaciones papales desde 1588 en adelante, le llama
inmediatamente la atención la ausencia de pensadores
y de escritores destacados, salvo unos pocos teólogos
monásticos. ¿Cómo es posible que una
Iglesia que ha insistido, al menos desde Tomás de Aquino,
en la compatibilidad inherente de fe y razón no haya
encontrado a filósofos distinguidos ni a otros pensadores
o escritores que pudiera agregar a su lista de santos? ¿Qué
hay en la vida apasionada de la inteligencia, que -como la
vida apasionada del cuerpo- parece crear obstáculos
a la santidad?
Una de las razones es histórica: desde la Revolución
Francesa, las principales corrientes del pensamiento moderno
se han desarrollado al margen de la Iglesia y, a menudo, en
oposición a ella. Durante el mismo período,
Roma se mostró notoriamente inhóspita con sus
propios intelectuales y eruditos. La reacción de Pío
IX ante el liberalismo político y las filosofías
concomitantes, el régimen de terror intelectual que
ejerció después san Pío X contra los
sospechosos de modernismo en el seno de la Iglesia y, todavía
en fecha tan reciente como la década de 1950, la decisión
de Pío XII de silenciar a renombrados teólogos
católicos y estudiosos de la Biblia, expresaron igualmente
la profunda sospecha que Roma alberga frente a los intelectuales
libres.
Para los verdaderos intelectuales, pensar en serio significa
entablar una conversación crítica tanto con
la tradición propia como con pensadores de otras tradiciones.
Pero, hasta la última parte de este siglo, la Iglesia
de Roma identificaba la tradición con las declaraciones
del papado, y en tal grado que incluso los católicos
más devotos entre los pensadores y escritores contaban
con escasas posibilidades de verse presentados como ejemplos
de virtud heroica si desafiaban la ortodoxia pontificia predominante.
Otra razón es cultural. Los Intelectuales y los eruditos,
por muy sólida que sea su reputación de santidad
entre quienes los conocieron, no significan mucho para la
gente que invoca a los muertos pidiendo milagros; por lo cual,
tienen escasas probabilidades de disfrutar de un culto póstumo,
del tipo que la Iglesia exige antes de instruir una causa.
A la inversa, por mucho que los intelectuales católicos
defiendan la idea de la santidad o se esfuercen incluso por
vivir como santos ellos mismos, no son propensos a expresar
devoción ni a hacer otras cosas necesarias para promover
la causa de un pensador o un erudito fallecido. "Es difícil
hacer avanzar una causa cuando uno depende de los intelectuales
-dice el padre Eszer-. Ellos no rezan a los santos y ni siquiera
son capaces de poner una simple flor sobre la tumba del candidato.
-Hizo una pausa y, girando la silla, se volvió hacia
mí-. Es que los santos son para la gente modesta. No
para los tontos, pero sí para los devotos. Las personas
arrogantes no aceptan a los santos porque tienen que admitir
que son personas más perfectas que ellos mismos."
En resumen, la cultura de los católicos que invocan
a los santos, posibilitando así la creación
de santos, no es la cultura de aquellos católicos que
veneran a los santos por lo que pensaban o decían.
Pero Juan Pablo II es un hombre que pertenece a ambas culturas:
un filósofo y dramaturgo que, sin embargo, parece sentirse
muy a gusto rezando de rodillas ante la tumba de padre Pío.
En varias ocasiones ha beatificado a personajes que, en su
opinión, pueden servir de ejemplo a los intelectuales
y artistas católicos. La mencionada beatificación
de Niels Stensen obedecía en parte a ese propósito,
igual que la de Edith Stein: al clasificada de mártir
y no de confesara, el papa pudo remediar la falta de un milagro
atribuido a su intercesión.
Pero el ejemplo más egregio de la disposición
del papa a tender la mano al mundo de la cultura ocurrió
el 3 de octubre de 1982, cuando hizo uso de su prerrogativa
papal para conferir la beatificación equivalente a
Fra Angélico (Guido di Pietro, aprox. 1387-1455). Fra
Angélico fue un monje dominico y pintor, cuyos radiantes
y a menudo místicos frescos y pinturas de personajes
y episodios bíblicos. cuentan entre las joyas del arte
religioso del renacimiento Italiano. Antaño fue venerado
como santo por sus cofrades dominicos, pero su causa había
perdido ya el ímpetu popular hasta que Juan Pablo II
ejerció, menos de cuatro años después
de ser elegido papa, su potestad de declarar beato al fraile,
pasando por alto a los hacedores de santos oficiales.
Eszer recordaba el revuelo que la decisión del papa
provocó en los despachos: "La cogregación
se enfadó porque no les había pedido su opinión.
Y, si los hubiera preguntado, no creo que hubieran estado
de acuerdo, habrían dicho que Fra Angélico ya
no tiene "fama sanctitatis". Pero, qué se
le va a hacer, el papa quiere juntar el mundo de la Iglesia
con el mundo de las bellas artes, la ciencia y todas esas
cosas intelectuales; vio la oportunidad de hacerlo y lo hizo."
Ante todo, a Juan Pablo II le gustaría ser el papa
que beatifique, y tal vez incluso canonice, a John Henry Newman,
el pensador y escritor católico más conocido
y, sin duda, el más influyente del siglo XIX. Durante
su vida, que abarcó casi un siglo entero (1801-1890),
Newman fue un fenómeno raro en el catolicismo: un "pensador
público" que trataba los temas más controvertidos
de su tiempo, con lo cual a veces iba directamente en contra
de los vientos predominantes que soplaban de Roma. Fue un
eminente hombre de letras, un magistral estilista en prosa,
quizás el predicador en lengua inglesa más fino
de su tiempo, editor, y educador de primera categoría;
aunque de menor rango como poeta y novelista. También
era sacerdote -primero, de la Iglesia anglicana y, después,
de la Iglesia de Roma- y reconocía que no eran éstos
los dones que la Iglesia aprecia en sus santos. "Los
santos no son literatos -escribió, cuando oyó
decir que un amigo lo consideraba un santo viviente-. A los
santos no les gustan los clásicos ni escriben cuentos."
Newman no se consideraba teólogo, y sería cometer
injusticia con su obra caracterizarlo como tal. Era algo más
raro y más universal: un humanista cristiano que se
enfrentó a los utilitaristas del intelecto y del espíritu.
El espíritu de Newman buscaba la visión de conjunto:
la mutua integración de la fe y el conocimiento, la
historia y la experiencia humana, la continuidad y el cambio.
Como pensador y escritor se dirigió a aquella zona
de controversia y preocupación en donde la religión
y la cultura se funden y se entrelazan. Aun siendo plenamente
un hombre de su tiempo. Newman fue el único católico
de su época que anticipó el rumbo que la Iglesia
que había elegido tomaría, en parte debido a
su propia influencia, un siglo después con el II Concilio
Vaticano: si el I Concilio Vaticano recalcó la soberanía
y la infalibilidad (aunque limitada) del papa, el II Concilio
Vaticano subrayó -como Newman- la colegialidad y la
corresponsabilidad de los demás obispos en el gobierno
y el magisterio de la Iglesia; si el primero se centró
en la obediencia a la autoridad eclesiástica, el segundo
reconoció -otra vez como N ewman- el papel de la conciencia
individual. La reputación de santidad y de integridad
personal de Newman era tal que, a su muerte, incluso el secular
"Times" de Londres declaró en un editorial
que "sea canonizado por Roma o no, será canonizado
en los pensamientos de las personas piadosas de diversos credos
en Inglaterra".
A pesar de tales sentimientos, la causa de Newman tardó
en iniciarse y aún más en llegar a Roma. Y,
cuando llegó, muchos católicos liberales sospecharon
que Newman era demasiado progresista como para ser acogido
favorablemente por Juan Pablo II y, sobre todo, por el conservador
prefecto de la congregación, el cardenal Palazzini.
Este era señalado por los liberales como el abanderado
de la causa de Pío IX, papa que representaba muchas
de las cosas que a Newman le habían parecido innecesariamente
oscurantistas y reaccionarias en la Iglesia de Roma. Pero
los liberales no recordaban que Newman mismo había
sido en muchos aspectos un conservador. Aunque reconocía
que la doctrina de la Iglesia evoluciona respondiendo a los
acontecimientos históricos, trató con frialdad
a aquellos eruditos de su época que aplicaban las mismas
ideas sobre el desarrollo también a la Biblia. Además,
Newman se mostró más crítico respecto
al liberalismo religioso de su tiempo -lo que él llamaba
la "falsa libertad de pensamiento"- que a la ideología
reaccionaria de Pío IX.
De todos modos, mucho antes de ser elegido Juan Pablo II,
a Newman se le consideraba ya lo bastante ortodoxo como para
que fuera enseñado en las universidades pontificias
de Roma y, en 1987, lo bastante seguro para que lo metieran
-si bien, selectivamente- en la batalla del Vaticano contra
aquellas parejas católicas que, por motivos de conciencia,
no pueden aceptar la prohibición papal de la contracepción.
En efecto, ese mismo año, algunos miembros conservadores
de la Congregación para la Causa de los Santos insistían
en que Newman podría haber sido canonizado ya si los
obispos católicos de Inglaterra le hubieran prestado
un apoyo más vigoroso. Eszer, por ejemplo, me aseguró
que el problema con la causa de Newman era que los obispos
ingleses no se decidían a insistir mucho por temor
a provocar el resentimiento de los anglicanos. "Lo llevan
de acá para allá, como si fuera un fardo",
dijo, y se rió entre dientes de su propio símil.
Pero, en realidad, el apoyo de los obispos católicos
ingleses a la causa era bastante notorio y el arzobispo de
Canterbury había declarado ya que no tenía nada
que objetar.
Desde luego, Roma no era el sitio adecuado para averiguar
la verdad sobre el asunto. Sospeché que Newman, autor
prolífico, presentaba a los hacedores de santos unos
problemas singulares, Si quería saber qué había
detrás de la lenta marcha de Newman hacia la santidad
oficial, tenía que penetrar más allá
de la habitual telaraña de rumores y cotilleos del
Vaticano. Tendría que viajar a Inglaterra.
NEWMAN: LA VIDA DE UN PENSADOR DE LA IGLESIA
La vida de John Henry Newman ha sido contada numerosas veces,
comenzando por su autobiografía intelectual "Apologia
pro vita sua", que publicó en 1864 a la edad de
sesenta y tres años. La biografía más
reciente, basada sobre todo en las más de veinte mil
cartas que Newman escribió, cuenta con setecientas
ochenta y nueve páginas en su edición original.
Una razón por la que las causas de los intelectuales
tardan tanto en desarrollarse queda, por tanto, aclarada:
hay que juntar y examinar todo lo que escriben y, lo que es
más, todo lo que se ha escrito acerca de ellos. y cuanto
más revela una persona de sí misma en letra
impresa, tanto mayor es el riesgo de descubrir alguna fatal
falta de virtud o una igualmente fatal opinión contraria
a las enseñanzas aceptadas de la Iglesia. A diferencia
de los papas, cuyos escritos oficiales pueden también
abarcar varios volúmenes, los intelectuales no se hallan
protegidos por la doctrina de la infalibilidad.
Newman fue anglicano durante cuarenta y cuatro años.
Técnicamente, lo que un candidato a la santidad dice
o hace antes de su conversión se considera irrelevante
para la demostración de su virtud heroica. Pero Newman
mismo era reacio a dividir su vida en un "antes"
y un "después". Desde la adolescencia tuvo
la profunda sensación de hallarse guiado por Dios,
intuición que más tarde dramatizaría
en su verso más conocido: "Lead, Kindly Light"
("Guía, amable luz").
Influido por el evangelismo protestante, Newman vivió
a la edad de quince años lo que él mismo consideraría
siempre una experiencia personal de conversión. En
1833, todavía un hombre joven y de viaje por Sicilia,
volvió a sentir un llamamiento semejante para trabajar
por la reforma de la Iglesia de Inglaterra. Entre esas dos
experiencias religiosas, Newman fue estudiante del Trinity
College de Oxford y obtuvo una beca para el Oriel College,
la distinción más codiciada dentro de la universidad.
De todas las instituciones humanas, Trinity y Oriel eran las
que Newman más quería. Los profesores y los
compañeros de estudio comprendieron su genio, y, entre
los veinte y los treinta años, estaba comenzando, según
escribiría más tarde, "a preferir la excelencia
intelectual a la moral".
Oxford era en aquellos días el baluarte intelectual
del anglicanismo; se prohibía el acceso a los católicos
y a los disidentes protestantes, Fue en ese ambiente donde
Newman, ordenado ya sacerdote y vicario de la capilla de Santa
María, inició un intenso estudio de los antiguos
padres de la Iglesia, con la intención de fundamentar
el "camino medio" anglicano entre el catolicismo
y el protestantismo en la historia primitiva de la cristiandad.
Contra la opinión de los liberales teológicos,
Newman defendía la importancia de la revelación
para el cristianismo y la de las experiencias históricas
de la Iglesia como matriz donde se desarrolla la doctrina.
Las investigaciones de Newman tenían cierto filo polémico.
Junto con un grupo de compañeros universitarios de
talento, Impulsó el Movimiento de Oxford, un renacimiento
teológico y espiritual que, finalmente, precipitó
su conversión al catolicismo romano. Newman y sus camaradas
se ocuparon, entre otras cosas, de recuperar las raíces
del anglicanismo anteriores a la Refoma. Propugnaron su programa
en una serie de breves y anónimos "Tratados para
nuestro tiempo". En el número 90, Newman fue demasiado
lejos, al defender una interpretación católica
de los Treinta y Nueve Artículos de la Iglesia anglicana,
lo que le acarreó la censura de la universidad y de
veinticuatro de los obispos de la Iglesia. En 1841, se retiró
a una pequeña comunidad eclesiástica de Littlemore.
Allí, durante los preparativos de su influyente "Ensayo
sobre el desarrollo de la doctrina cristiana", llegó
a la conclusión de que la "verdad" estaba
del lado de Roma. En 1845, él y un grupo de amigos
que compartían sus ideas fueron recibidos en la Iglesia
católica.
El cambio de obediencia espiritual le costó caro.
Lo expulsaron de su querido Oxford, exilio que describiría
en su novela "Loss and Gain ("Pérdidas y
ganancias"), relato de un anglicano convertido al catolicismo
de Roma. Su familia y sus amigos más íntimos
de Oxford seguían siendo anglicanos. Por otro lado,
los católicos ingleses jamás llegaron a aceptarlo
del todo y los obispos de su Iglesia adoptiva nunca apreciaron
plenamente ni utilizaron su talento. Pero Newman halló
más que compensación en el sentimiento de haber
descubierto por fin "la verdadera Iglesia del Redentor".
Al igual que san Agustín, veía en su propia
búsqueda espiritual el espejo y el movimiento de la
historia; y la historia le haría justicia. Pero, durante
largos períodos de su vida como católico romano,
se sintió utilizado, agotado por querellas mezquinas.
En un momento de apocamiento le confió a su diario
privado: "¡Cuán triste y desolado ha sido
el curso de mi vida desde que me hice católico! Aquí
está el contraste: cuando era protestante, me aburría
mi religión, pero no mi vida; ahora que soy católico,
es mi vida la que me aburre, pero no mi religión."
Ordenado sacerdote en Roma en 1847, se estableció
en Birmingham, con el encargo del papa Pío IX de fundar
una comunidad de oratorianos, congregación religiosa
instituida en 1564 en Roma por san Felipe Neri. A diferencia
de las otras órdenes religiosas, los miembros del Oratorio
no hacen los votos monásticos, sino que viven en común
y fraternal caridad. Viviendo de ese modo, se esperaba que
Newman pudiera incorporar a otros conversos a una nueva comunidad
de sacerdotes y hermanos que se consagraran a las necesidades
parroquiales de los católicos locales. En vista de
las evidente dotes intelectuales de Newman, se otorgó
al oratorio de Birmingham un permiso especial para cultivar
también los estudios. Pero eso fue lo único
que Newman pudo hacer para mantener unida la comunidad; el
dinero resultaba difícil de conseguir -los católicos
ingleses raras veces eran gente acomodada- y, a veces, el
antiguo profesor de Oxford no podía permitirse la adquisición
de un nuevo par de zapatos.
En 1850, el papa restauró la jerarquía católica
romana de Inglaterra, país que carecía de obispos
católicos residentes desde que el rey Enrique VIII
se proclamara a sí mismo jefe de la Iglesia local.
La decisión provocó protestas públicas
contra la resurrección del "papismo" en la
protestante Inglaterra. Como converso más prominente
al catolicismo romano, Newman fue un blanco privilegiado del
vilipendio. En 1851, lo acusaron de difamación por
haber denunciado los abusos sexuales cometidos por un ex sacerdote
dominico, Giacinto Achilli, que, ante el público protestante,
se hacía pasar por víctima de la Inquisición.
N ewman tuvo también una desavenencia dolorosa con
su amigo F. W. Faber, otro converso del anglicanismo, por
la dirección de un segundo oratorio en Londres. No
deja de ser interesante que uno de los motivos de la discordia
fuera la afición de Faber a traducir las historias
más peregrinas de los santos católicos, que
Newman juzgaba absurdas y dañinas para la credibilidad
de la Iglesia.
Pero las frustraciones más graves que sufrió
en el cenit de su vida provinieron de ciertos obispos católicos.
En 1851, lo invitó el arzobispo de Armagh, Paul Cullen,
a establecer una universidad católica en Irlanda. Como
trabajo preparatorio, Newman entregó una serie de discursos
que se convertirían finalmente en su clásica
obra sobre la educación, "La idea de una universidad".
Lo que necesitaba la Iglesia de Irlanda -y, según creía
Newman, también la de Inglaterra- era un laicado culto.
Pero sus ideas sobre la enseñanza no coincidían
con las de los obispos. Éstos pensaban en una universidad
organizada como un seminario, con un programa de estudios
limitado y bajo la firme dirección de los clérigos;
Newman tenía de la educación universitaria un
concepto más liberal, más clásico y más
colegial: algo más parecido a Oxford, pero insertado
en la tradición católica romana. Cullen no quiso
saber nada de ese plan y tampoco el cardenal Manning, primado
católico romano de Inglaterra. Cuando Newman fue invitado
por su obispo a establecer en Oxford una "misión"
colegiada para estudiantes católicos, Manning trabajó
silenciosamente a sus espaldas para desbaratar el proyecto.
Manning era, igual que Newman, un anglicano converso; pero,
a diferencia de este, temía que los conversos educados
en Oxford pudieran constituir una quinta columna del anglicanismo
en el seno de la Iglesia católica romana. "Veo
un gran peligro en cierto catolicismo inglés, cuyo
exponente más destacado es Newman. Es el viejo tono
anglicano, patrístico y literario de Oxford, trasplantado
a la Iglesia", escribió Manning a un colega de
Roma14. Newman, por su parte, pensaba que "la Iglesia
debe prepararse para los conversos y los conversos, para la
Iglesia". Preparación significaba para él
educar mediante una enseñanza genuina. Al fin y al
cabo observó respecto de su propia conversión,
"quien nos convirtió en católicos no fueron
los católicos; fue Oxford".
La mala suerte de Newman fue haberse hecho católico
en un momento en que la dirección de Roma estaba visceralmente
opuesta al pensamiento moderno. En 1864, el papa Pío
IX publicó su notorio "Syllabus de errores",
que Newman encontró superficial y abstracto; pero la
recién restaurada jerarquía inglesa se hacía
eco del conservadurismo de Roma. Él atribuía
gran importancia a la obediencia eclesiástica y, por
mucho que lo irritara la "tiranía" de Manning,
guardó para sí muchas de sus opiniones. Su teoría
del desarrollo de las creencias religiosas, por ejemplo, lo
inclinó a aceptar la argumentación de Darwin
en "El origen de las especies" (1859). "O iré
hasta las últimas consecuencias con Darwin o renunciaré
por completo al tiempo y a la historia, sosteniendo no sólo
la teoría de las especies distintas, sino también
la de la creación de rocas que contienen fósiles",
le confesó a su cuaderno. Pero, en la práctica,
se sentía obligado a proceder con cautela en sus declaraciones
públicas; los guardianes de Pío IX estaban rastreando
las provincias del norte en busca de incipientes herejes.
Aun así, lo cogió desprevenido la reacción
de Roma ante un artículo que escribió en 1859
como redactor jefe de "Rambler", una revista católica
inglesa. El artículo se titulaba "Sobre la consulta
a los creyentes en materia de doctrina", algo que Roma
de ningún modo pensaba hacer. Newman fue delatado inmediatamente
por el obispo de Newport, Thomas Joseph Brown, como sospechoso
de fomentar la herejía.
Informado de su transgresión, Newman se ofreció
a aclarar cualquier pasaje ofensivo y, al final, el asunto
quedó zanjado; pero tuvo que dimitir de su cargo de
redactor jefe y, para Roma, su reputación siguió
siendo dudosa. Monseñor George Talbot, agente de los
obispos ingleses en el Vaticano, lo denunció como líder
de un partido liberal disidente en el seno de la Iglesia inglesa.
"Si no se les pone freno a los legos en Inglaterra, serán
ellos los dueños de la Iglesia católica en lugar
de la Santa Sede y del episcopado", previno a los funcionarios
del Vaticano. A continuación, Talbot expuso su propia
opinión sobre el tema. "Cuál es el dominio
del laicado? La caza y los esparcimientos; de eso sí
que entienden. Pero no tienen derecho alguno a inmiscuirse
en los asuntos eclesiásticos (...). El doctor Newman
es el hombre más peligroso de Inglaterra, ya se verá
que utiliza al laicado en contra de Su Ilustrísima."
Cinco años después, fue atacado desde otro
lado. Desde las páginas de una revista londinense,
Charles Kingsley, un literato popular y capellán de
la reina, infamó gratuitamente la integridad de Newman
y, por extensión, la honestidad de todos los sacerdotes
de obediencia romana. "La verdad como un fin en sí
mismo no ha sido nunca una virtud del clero romano",
escribió Kingsley, citando en apoyo de sus afirmaciones
un sermón de Newman. Resultaba que dicho sermón
lo había pronunciado varias décadas antes, en
los tiempos en que era anglicano; pero cuando Newman hizo
público tal hecho en una ingeniosa réplica,
Kingsley respondió con otro libelo aún más
intempestivo.
Ésa era para Newman la ocasión, en sus propias
palabras, de "derrotar no sólo a mi acusador,
sino también a mis jueces". En diez semanas de
incesante trabajo, escribió, por entregas semanales,
a menudo con el recadero del impresor aguardando a su lado,
una exposición de los pensamientos que lo habían
conducido a la conversión. El resultado, de quinientas
páginas, fue su clásica "Apologia pro vita
sua", obra tan poderosa, sutil y persuasiva que Newman
se ganó la reivindicación no sólo de
su persona, sino la de toda la Iglesia católica inglesa.
En adelante, su reputación estuvo asegurada, en su
país y en el extranjero, con excepción de unos
pocos católicos reaccionarios, como el cardenal Manning,
que seguían considerándolo un espíritu
demasiado libre en materia intelectual. En 1870, a la "Apología"
le siguió su igualmente exquisita "Grammar of
Assent" ("Gramática del asenso"), un
estudio filosófico y psicológico de la relación
entre fe y razón. Queriéndolo o no, Manning
tuvo que admitir que Newman era y continuaría siendo
la voz más importante del catolicismo, tanto en el
ámbito del pensamiento religioso contemporáneo
como en el de los asuntos públicos de Inglaterra.
Cuando en 1869 se abrieron las sesiones del I Concilio Vaticano,
Manning encabezaba el partido ultramontano, decidido a arrancar
del concilio la más enérgica definición
posible de la infalibilidad papal. Los ultramontanos no sólo
querían un papa que se pronunciara infaliblemente sobre
virtualmente todos los asuntos serios de índole moral
e intelectual, sino que también deseaban que la condena,
pronunciada por Pío IX contra el liberalismo, la separación
de Estado e Iglesia, el progreso y todo el resto del "Syllabus
de errores", fuera elevada a rango de dogma de fe para
todos los católicos; Newman, en cambio, detestaba las
fracciones dentro de la Iglesia, aun tratándose de
fracciones papales, y, en materia de controversia, se oponía
a las condenas bruscas: "Contra los meros errores teológicos
hay que hacer valer los argumentos, no la autoridad; o por
lo menos, los argumentos primero."
A pesar de sus opiniones avanzadas, tres obispos (entre ellos
Brown, aquel que lo delatara a Roma) invitaron a Newman a
asistir al concilio en calidad de consultor. Pero, tras sopesar
los pros y los contras, decidió quedarse en casa; se
dijo a sí mismo que el trabajo en gremios y en comisiones
nunca había sido su fuerte y que no se sentía
libre de hablar con franqueza en presencia de obispos, y anotó
en su diario: "Nunca he tenido buenos tratos de amistad
con mis superiores eclesiásticos, debido a mi timidez
y al constante recuerdo de que estoy obligado a obedecerlos,
lo que me pone nervioso y me impide hablar con desenvoltura,
decir lo que pienso sin esforzarme o discutir con lucidez
y con calma. Nunca sabría hacer "sentir"
mi presencia."
Sabía que Pío IX estaba firmemente decidido
a imponer el dogma de la infalibilidad y, aunque Newman mismo
creía en la infalibilidad, se oponía a la definición
formal de la doctrina por considerarla inoportuna e imprudente.
No veía en el horizonte herejía alguna que requiriese
una decisión tan severa. Además, pensaba que
la infalibilidad debía ejercerse en el sentido de que
el papa se pronunciase tras consultar con un concilio ecuménico
de todos los obispos; temía que una declaración
de la infalibilidad papal alentara al papa a actuar en solitario.
Ante todo, veía la Iglesia como un organismo: ser un
pensador de la Iglesia significaba pensar con la compañía
del cuerpo entero de la Iglesia, no solamente con la de quien
ocupara el trono de san Pedro; y Newman sabía que esas
opiniones lo volvían sospechoso a los ojos del Vaticano.
Tras muchas maniobras y sometidos a considerable presión
por Pío IX, los padres conciliares aprobaron una constitución,
tutulada "Pastor aeternus", en la que se definía
la infalibilidad del papa y su jurisdicción inmediata
sobre todos los católicos romanos. Pero la formulación
definitiva del documento era cautelosa, limitada y deliberadamente
vaga; para consternación de Manning y de otros ultramontanos,
la infalibilidad no se hacía extensiva a toda declaración
papal ni se aludía a la inspiración divina de
los sumos pontífices. A su regreso a Inglaterra, sin
embargo, Manning publicó una carta pastoral sobre el
concilio, en la cual se exageraba el alcance que de la definición
había dado el concilio mismo. Newman sabía que
era una exageración, pero tenía tal fe en la
Iglesia que le impedía perder la esperanza en la obra
de Pío IX. Confió a su diario:
"No es bueno que un papa dure veinte años. Es
una anomalía y no trae buenos frutos; el papa se convierte
en un dios, no tiene quien lo contradiga, no conoce los hechos
y comete crueldades sin pretenderlo. Durante los últimos
años, mi consuelo personal ha sido la presencia de
Nuestro Señor en el Tabernáculo. De la dureza
de la autoridad externa me vuelvo hacia Él, que puede
compensar infinitamente estas pruebas que, después
de todo, no son reales (...)".
A un amigo suyo le escribió estas palabras que, a
la luz de la decisión de Juan XXIII de convocar, un
siglo después, -el II Concilio Vaticano, resultarían
proféticas: "Seamos pacientes, tengamos fe; un
nuevo papa y un nuevo concilio tal vez enderecen la nave."
Newman no tenía pensado pronunciarse públicamente
sobre el tema de la infalibilidad, pero la noticia del dogma
irritó a la Inglaterra protestante. William Gladstone,
el anterior primer ministro, publicó un ensayo en el
cual afirmaba que, a la luz de la definición de la
infalibilidad papal, enunciada por el concilio, los católicos
no podían ser a la vez súbditos leales del papa
y de la Corona británica.
El ataque de Gladstone exigía una respuesta y, a sus
setenta y tres años, Newman volvió a empuñar
la pluma. En su célebre "Carta al duque de Norfolk",
responsabilizó a los ultramontanos de que Gladstone
hubiera entendido mal la posición católica.
Arguyó que los actos de los papas no obedecen a una
inspiración personal de Dios; si un papa tomara una
decisión que resultase ser inmoral, los católicos
no estarían obligados por ella. "Como persona
particular", escribió, la autoridad de la palabra
del papa "no tiene absolutamente ningún peso".
Aseguró que no había nada en la declaración
del. concilio que pudiera subvertir la inviolabilidad de la
conciencia personal. "Por cierto, si se me obliga a llevar
la religión a un brindis de sobremesa (que, de todos
modos, no parece un lugar muy adecuado), brindaré...
por el papa, si ustedes quieren, pero siempre por la conciencia
primero y por el papa después."
La respuesta de Newman no sólo convenció al
receloso público inglés, que desde entonces
lo miraría con orgullo como una gloria nacional, sino
que incluso Manning mismo aceptó la interpretación
de su adversario. En 1874, Trinity, el antiguo colegio de
Newman, le alegró los años de vejez al nombrado
su primer socio honorario. Aunque seguía prohibido
el acceso a Oxford de los católicos, Newman no dejó
nunca de añorar el Trinity College; la boca de dragón
que crecía en el muro, frente al cuarto que ocupó
como estudiante de primer curso, era para él el emblema
de "mi residencia perpetua en la universidad, hasta la
muerte". Se alegró de regresar para asistir al
banquete. Aquel mismo mes murió Pío IX. Cinco
años después, a instigación de varios
legos católicos prominentes -y a pesar de algunas maniobras
de Manning-, el nuevo papa, León XIII, nombró
a Newman su primer cardenal. Para el anciano polemista era
la reivindicación final de su vida como católico
y, pese a su decrepitud progresiva, viajó personalmente
a Roma para recibir la birreta.
A su muerte, Newman fue celebrado como un sabio de la era
victoriana. Su reputación era tal que aparecieron necrologías
en mil quinientos periódicos del mundo entero. En Birmingham,
una multitud, estimada en entre diez y quince mil personas,
se agolpó en las aceras de las calles por las que pasaba
el féretro en su camino del Oratorio hacia la tumba
de Rednal, el retiro de los oratorianos, situado a unos once
kilómetros de distancia, en donde sus restos descansan
hasta el día de hoy. "The Times", de Londres,
no fue el único periódico que subrayó
la posibilidad de la canonización de Newman; entre
otros, el "Evangelical Magazine", publicación
aceradamente protestante, afirmó que, "de la multitud
de santos que hay en el calendario romano, pocos podrán
considerarse más merecedores de tal título que
el cardenal Newman"
LA LARGA MARCHA HACIA ROMA
Dada tal reputación de santidad, ¿por qué
tardó la causa de Newman un siglo entero en llegar
a Roma? Tres razones son evidentes de inmediato.
Primero, la Iglesia inglesa era demasiado pequeña,
demasiado pobre y carecía de toda experiencia en los
intrincados protocolos de la creación de santos. Además,
durante los cincuenta años que siguieron a la muerte
de Newman, Inglaterra se vio dos veces amenazada por guerras
mundiales, lo cual no es un contexto muy idóneo para
iniciar un proceso de canonización.
Segundo, a medida que iban muriendo quienes lo habían
conocido bien, la reputación de Newman sobrevivió,
ante todo, a través de sus escritos; es decir, se lo
admiraba por las cualidades de su inteligencia y por la elegancia
de su prosa, y también por su integridad, pero no necesariamente
por las virtudes heroicas en las que se basa una reputación
popular de santidad. Su primer biógrafo importante,
Wilfrid Ward, que lo conoció personalmente, lo presentaba
como una persona más bien fría e hipersensible,
lo cual no es precisamente el perfil que se espera de un santo.
Cuando la biografía de Ward apareció en 1912
en dos volúmenes, las recensiones no hicieron hincapié
en la santidad de N ewman.
Tercero, las nubes que se cernieron sobre Newman en los días
de su apogeo como polemista no se habían disipado del
todo por su elevación al cardenalato. En Inglaterra,
la dirección de la Iglesia seguía más
bien los pasos de Manning que los de Newman. En Roma, murió
León XIII y lo sucedió Pío X, cuya encíclica
"Pascendi" (1907) desató una despiadada campaña
de vigilancia, encaminada a indentificar -y, en muchos casos,
a excomulgar- a los intelectuales y eruditos inficionados
por una serie de ideas liberales que el papa etiquetó
como modernismo. Tanto a los cazadores como a los cazados,
Newman les parecía, cuando menos, un protomodernista.
Wilfrid Ward leyó "Pascendi" y pensó
que las condenas del papa seguramente afectaban a Newman;
y lo mismo pensó el sacerdote irlandés George
Tyrrell, uno de los exponentes más destacados del modernismo,
excomulgado en 1907. Los oratorianos defendieron a Newman
y, finalmente, lograron rehabilitarlo. Aun así, sus
ideas más progresistas (la insistencia en que las doctrinas
de la Iglesia evolucionan y no pueden entenderse cabalmente,
sino en el contexto histórico; el concepto del laicado
como un instrumento más activo que pasivo en manos
de los clérigos; el énfasis en la prioridad
de la conciencia individual; la actitud abierta al pensamiento
moderno y el repudio del árido escolasticismo que dominaba
la teología católica romana; y las reservas
ante la doctrina de la infalibilidad papal tal como la definió
el I Concilio Vaticano siguieron desazonando a Roma durante
la primera mitad del siglo XX y no fueron oficialmente aceptadas
hasta el II Concilio Vaticano. Newman continuaba siendo inviable
como candidato a la santidad porque Roma no canoniza a los
pensadores cuyas ideas aún no ha hecho suyas.
Es significativo que fue entre los católicos norteamericanos,
tan distintos de los ingleses o los italianos en sus esfuerzos
de relacionar la fe con la cultura y la política, donde
surgieron los primeros movimientos en pro de la canonización
de Newman. Las primeras estampas con una oración, en
apoyo de la causa de Newman, aparecieron en 1935 en Toronto
(Canadá), bajo la dirección del arzobispo George
McGuiginan. El primer genuino clamor público se alzó
seis años después cuando "America",
revista de los jesuitas, editada en Nueva York, publicó
una carta al director en la que se pedía con urgencia
la canonización del cardenal. Durante cuatro meses
consecutivos, la revista siguió publicando cartas que
apoyaban la idea. No era a Newman como cardenal de la Iglesia
a quien estaban aclamando ni a Newman como hombre piadoso;
sino al pensador católico, cuya lucha con las exigencias
de la fe y de la integridad intelectual reflejaba la suya
propia.
Éste era, al menos, el Newman que conocía yo
de las lecturas de mis años de estudiante. De todos
los personajes que la congregación estaba preparando
para juicio, él me parecía el único cuya
vida y virtudes encerraban todavía algún mensaje
para los cristianos de finales del siglo xx. Fui a Inglaterra,
pues, animado, en grado no desdeñable, por la expectación
que siente todo peregrino. cuando se pone en camino hacia
el santuario de un santo favorito.
El Oratorio de Birmingham permanece tal como él lo
construyó: una mole de ladrillos -un millón
setecientos mil, según el recuento del propio Newman-
que contiene una iglesia, una biblioteca y los cuartos que
albergan a la comunidad de una docena de sacerdotes y hermanos.
El pequeño cuarto de Newman, con una cama a un lado
y estanterías para libros al otro, se ha conservado
tal como estaba el.día de su muerte. Aquí vivió
Newman desde 1852; y aquí se abrigó contra el
frío con sus prendas predilectas, que eran la capa
y la muceta académicas de Oxford. En una pared hay
una colección de retratos de los hombres de Oxford
que lo acompañaron en su paso a la Iglesia de Roma.
El escritorio está iluminado por una lámpara
que le regaló Gladstone, y encima de él, hay
una carta que escribió a sus padres a la edad de siete
años, con letra clara, formal y precisa. Una libreta
contiene los apuntes que hizo entre 1812 y 1834. En un rincón
cuelgan la birreta, el crucifijo y la sotana, y al lado de
la cama, está el reclinatorio. Al examinar sus libros,
vi que nada estaba marcado: Newman respetaba demasiado los
libros como para escribir en ellos más que su nombre,
que consignaba en la cubierta interior. Tomé al azar
algunas cartas y elegí una de 1867, la cual -cosa característica-
respondía a un ataque personal: "Los hombres santos
nos enseñan que es meritorio soportar en silencio cualquier
insulto que se nos dirija, a menos que se refiera a la pureza
de nuestra fe católica." Toqué el papel
con delicadeza, como si se tratara ya de una reliquia de segunda
clase.
-Supongo que tendremos que cerrar esta habitación
una vez lo hayan hecho santo -comentó el hermano Martin,
quien me guiaba por la casa-. Vaya fastidio. Tendremos que
instalar abajo una especie de exposición de su ropa
y de sus retratos, para los turistas. No podemos permitir
que entren aquí multitudes de gente.
Como muchos otros miembros del Oratorio, el hermano Martin
es un converso de la Iglesia anglicana principalmente por
haber leído a Newman. "Su manera de pensar se
convirtió en la mía", explicó concisamente.
Pedí que me dejara ver la biblioteca, y me condujo
a una sala elíptica que contenía veinte mil
libros; la mayoría pertenecieron a Newman. En un lateral
estaba el pupitre en el que compuso su "Apología".
Como Hemingway, Newman prefería escribir sus obras
más extensas de pie. Sus archivos están dispersos
por toda la casa y contienen en total unos ciento veinte mil
documentos, que forman el copioso fundamento de su causa.
Hace décadas que los estudiosos acuden al Oratorio
para documentarse sobre Newman, y tan sólo la colección,
edición y publicación de sus cartas sostiene
toda una industria casera.
Aun así, el Oratorio es algo más que un santuario
dedicado a su célebre fundador, y el preboste, el padre
Gregory Winterton, que me tomaba por uno más de los
peregrinos adoradores de Newman, me corrigió amablemente.
-No se equivoque -dijo durante la comida en el refectorio-,
esta casa es él mismo. Pero nuestro apostolado es para
la gente que llama a nuestra puerta. Esto es una parroquia.
Tenemos una escuela, decimos misas, escuchamos confesiones;
y muchas. Newman hacía lo mismo, pero ésa es
una faceta suya que desconoce la mayoría de la gente
que viene aquí. La espiritualidad oratoriana es modesta.
Vayamos despacio, decimos nosotros; y por eso esta comunidad
nunca ha sido muy dada a pregonar a Newman a bombo y platillos.
-Entonces, ¿quién lo hizo? -pregunté-.
¿Los norteamericanos?
-No. Quien lo puso en marcha fue el padre Henry Francis Davis,
que enseñaba a Newman en sus clases del seminario diocesano
de Birmingham. Alrededor de 1944 dio con un libro escrito
en francés, de Louis Bouyer, un converso y sacerdote
del Oratorio francés. Era el primer libro que trataba
la espiritualidad de Newman como hombre y no sólo como
pensador y eso le dio a Davis la idea de que a Newman habría
que hacerlo santo, así que escribió un artículo
en el que pedía la introducción de la causa
de Newman y lo envió a todos los obispos de habla inglesa
del mundo entero, solicitando su apoyo. Obtuvo una respuesta
favorable; lo bastante, de todos modos, para venir al Oratorio
de Birmingham a pedir a los padres que promovieran la causa.
Muchos de los padres de mayor edad estaban en contra; algunos
pensaban que entorpecería el ministerio pastoral de
la parroquia. Y, como yo decía, encumbrar a uno de
los nuestros no es muy acorde a los principios que tenemos
los oratorianos.
En 1955, el Oratorio decidió finalmente apoyar la
causa y vio una carta al obispo de Birmingham, Francis Grimshaw,
pidiéndole que iniciara el proceso ordinario. Pero
Grimshaw, preocupado por los gastos que el proceso ocasionaría
a la diócesis vaciló tres años antes
de decidirse a actuar. La causa tropezó desde el principio
con graves problemas.
-Los italianos lo saben todo cerca de la creación
de santos; nosotros no teníamos ninguna experiencia
en eso -recuerda Winterton-. Nombramos, por ejemplo, a cuatro
hombres para el tribunal diocesano, en vez de tres, como requiere
la ley canónica. Comenzaron a interrogar a algunas
personas que habían conocido a Newman, pero todo lo
que sabían se refería a la vejez del cardenal.
No nos sirvió para mucho. Davis era el vicepostulador.
Pero era demasiado blando; no es el tipo de persona capaz
de andar incordiando a los obispos para conseguir su apoyo.
De todos modos, el tribunal duró sólo nueve
meses y no dio muchos resultados. Luego, nos escribió
Roma diciendo, miren, el proceso ordinario no sirve, hace
demasiado tiempo que Newman está muerto y, si quieren
beatificarlo, habrá de ser a través de un proceso
histórico basado en documentos escritos.
A lo largo de los años sesenta y parte de los setenta,
el padre Charles Stephen Dessain, el archivista de los oratorianos,
fue revisando poco a poco la ingente cantidad de escritos
dejados por Newman y preparó ediciones críticas
de su correspondencia. Pero la causa en sí no avanzaba.
En 1973, el papa Pablo VI les preguntó a los oratorianos
hasta dónde había progresado el proceso, quería
beatificar a Newman durante el inminente Año Santo
de 1975. El interés del papa impulsó a Winterton
a actuar. Lo que la causa necesitaba era, además de
la preparación de los documentos, una promoción
vigorosa; algo que parecía ajeno a la actitud reservada
de los católicos ingleses. En 1974, se presentaron
en el Oratorio dos monjas de "The Work", un instituto
internacional de religiosas. Parece ser que la madre superiora
leyó a Newman y encontró en él un alma
hermana. Con el permiso de los oratorianos, abrió en
Roma un centro dedicado al cardenal. Al año siguiente,
el centro celebró un simposio sobre él y lo
completó con una misa en San Pedro, a la que asistieron
siete cardenales, lo cual causó gran impresión
en Roma.
-Me pareció que era hora de seguir adelante -me dijo
Winterton, que ha sido superior del Oratorio de Birmingham
durante más tiempo que nadie desde Newman mismo. Fuimos
a ver al arzobispo George Dwyer, de Birmingham, y, tras algunas
vacilaciones, nombró a un nuevo vicepostulador para
recaudar fondos y, en 1979, estableció una nueva comisión
histórica para investigar la vida, las virtudes y la
reputación de santidad. También fundamos el
grupo de "Los amigos de Newman", con el fin de fomentar
las oraciones; esas cosas que se hacen para coleccionar favores
divinos.
La nueva comisión estaba presidida por un historiador
estadounidense, el jesuita Vincent Blehl, un especialista
en Newman de la Fordham University, de Nueva York; entre los
otros miembros estaban el padre J. Derek Holmes, historiador
eclesiástico de la Universidad de Ushaw, Inglaterra,
y el señor Gerard Treacy, el historiador que había
sucedido al fallecido padre Dessain como archivista del Oratorio.
Su tarea era formidable. Aparte de examinar todos los escritos
del propio Newman, que abarcan noventa volúmenes, en
cuanto a su significado teológico y espiritual, la
comisión tuvo que investigar las cartas, memorias,
autobiografías y biografías de sus amigos, colaboradores
y enemigos. Solamente las cartas escritas a Newman o acerca
de él mientras vivía eran entre cincuenta mil
y setenta mil. Además, la comisión coleccionó
los materiales secundarios y ocasionales, tales como artículos
aparecidos en periódicos y revistas, biografías
de Newman e incluso las recensiones de las mismas. En 1980,
la bibliografía de los estudios secundarios sobre el
candidato incluía cinco mil títulos, sin contar
los artículos de prensa y las noticias breves. Finalmente,
la comisión examinó entre setenta mil y noventa
mil cartas más, que trataban de él y fueron
escritas, tras su muerte, a su albacea literario, el Oratorio,
y a los vicepostuladores, en busca de pruebas de una reputación
de santidad continuada. En mayo de 1986, la comisión
concluyó su trabajo y presentó al tribunal diocesano
un texto de seis mil cuatrocientas ochenta y tres páginas
sobre la vida, las virtudes y la reputación de santidad
de Newman.
Entre los oratorianos, nadie duda de la santidad; ellos esperan
que Roma comparta su criterio. Están divididos, sin
embargo, sobre qué hacer con sus restos mortales una
vez esté beatificado. Newman expresó el deseo
de ser enterrado en Rednal, en la misma tumba donde yace el
cuerpo de su amigo más íntimo Y cofrade oratoriano,
el padre Ambrose St. John; pero ya ahora llegan autocares
enteros llenos de peregrinos de países tan lejanos
como Alemania o Ucrania, y los oratorianos tendrán
que decidirse: ¿deben seguir respetando los deseos
del cardenal, o será mejor construir una capilla en
el interior de la iglesia parroquial, en donde el cuerpo pueda
ser a la vez venerado y protegido? "Es un gran problema
-señaló Winterton-. Es imposible tener continuamente
a un hombre en Rednal." Pero él sabe que transformar
la iglesia en un santuario tampoco hubiera sido del agrado
de Newman, un hombre que jamás, ni como anglicano ni
como católico romano, fue amigo de pompas y rituales.
En todavía menor estima tenía Newman la hagiografía
católica, y durante el vuelo de regreso a Roma, traté
de imaginar cómo hubiera reaccionado ante el enorme
esfuerzo que se está realizando ahora, a fin de transformar
su vida en un texto apto para ser juzgado por la congregación.
En sus obras completas se halla un controvertido escrito sobre
"Los santos antiguos", inicialmente publicado en
el "Rambler", en el cual rechaza las biografías
católicas de santos al uso como una forma de vivisección
moral:
"Yo les pido (a las biografías de santos) algo
más que ese tropezar con las "disjecta membra"
de lo que debiera ser un todo viviente. No suscitan en mí
sino un interés secundario aquellos libros que despedazan
a un santo en capítulos sobre fe, esperanza, caridad
y virtudes cardinales. Esos libros son demasiado científicos
para ser devotos (...). No presentan a un santo, lo desmenuzan
en lecciones espirituales (...)."
"Una dificultad análoga experimento con los hagiógrafos
cuando agrupan sus materiales no por años, sino por
virtudes. Una lectura tal pertenece a la ciencia moral más
que a la historia; y ni siquiera eso: porque se descuidan
las consideraciones cronológicas, mezclando indistintamente
la juventud con la edad adulta y la vejez. De ese modo, no
puedo seguir, para mi propia edificación, el solemne
conflicto que se libra en el alma entre lo que es divino y
lo que es humano, ni las eras de las sucesivas victorias obtenidas
por los poderes y los principios divinos. No puedo discernir
si hubo heroísmo en el joven, si no hubo tentación
y flaqueza en el viejo. No estaré en condiciones de
explicar los actos que requieren explicación, porque
la edad de los actuantes es la clave verdadera para penetrar
en su vida interior. Acabaré cansado y desilusionado
y volveré con gusto a los Padres."
Newman disfrutaba al leer las cartas personales de los antiguos
padres de la Iglesia, como Basilio, Agustín o Juan
Crisóstomo, porque, al leerlas, tenía la sensación
de encontrar "la verdadera vida, oculta pero humana",
de los santos y veía cómo se enfrentaban a las
cuestiones controvertidas de su tiempo: "Quiero oír
conversar a los santos (...). No me conformo con contemplados
como estatuas (...). En lugar de escribir tratados doctrinales
formales, ellos escribían controversias; y sus controversias
son, a su vez, correspondencia (...). Escribían para
la ocasión, y raras veces se sometían a un plan
cuidadosamente elaborado."
Es obvio que también él pertenecía a
esa clase de autores; pero, mientras que los antiguos padres
de la Iglesia fueron canonizados por aclamación popular,
Newman y sus escritos tendrían que sufrir el proceso
de verse compendiados y adaptados al molde de una "positio"
formal, con las virtudes requeridas anotadas y numeradas como
si de los dedos de sus manos se tratara. Yo había examinado
ya, por entonces, bastantes "positiones" para saber
que los autores en raras ocasiones lograban presentar a los
candidatos enteros y sin mengua de su personalidad; me pregunté
si el Newman "auténtico", aquel personaje
tan entrañablemente humano, cuya personalidad palpitaba
tan poderosamente viva en cada una de las páginas que
escribió, sobreviviría al proceso de canonización.
¿Qué podía agregar una "positio",
por muy larga y detallada que fuese, a lo que estaba ya presente,
de forma tan conmovedora y accesible, en sus escritos?
Planteé esos interrogantes al padre Blehl, el postulador
de la causa y, como colaborador de Gumpel, encargado de escribir
la "positio". Blehl editó un volumen de cartas
de Newman, con motivo de su disertación doctoral en
Harvard en 1958, y, desde entonces, se ha dedicado sin interrupción
al estudio del cardenal. Entrecano y bastante formal, para
ser un jesuita norteamericano, Blehl aspira, nada más
y nada menos, a ser el estudioso que presente "la prueba
objetiva" de la santidad de Newman. Pero es un principiante
en el arte de hacer santos y, durante la comida en Roma, hablando
ante una robusta botella de Nebbiolo d'Alba, parecía
aterrado por las complicadas exigencias del sistema de creación
de santos. Y no le faltaban razones: raras veces la congregación
se topará con un candidato que haya escrito tanto ni
acerca de quien se haya escrito tanto.
No era preciso recordarle a Blehl la repugnancia que experimentaba
Newman al leer las vidas despedazadas de los santos católicos,
el jesuita conocía bien el pasaje; fue él quien
me recordó a mí que una "positio"
no es una biografía, sino un documento cuyo fin es
ofrecer una argumentación convincente en favor de la
santidad personal del candidato. Blehl consideraba, sin embargo,
que en su trabajo no podía pasar por alto la mitad
anglicana de la vida de Newman; si bien, la congregación
suele tener en cuenta, en los casos de conversos, solamente
su vida como católicos romanos.
-Yo veo una gran continuidad en su vida -me dijo-. Su trayectoria
espiritual comenzó en la Iglesia anglicana, y él
nunca renunció a nada de lo que consideraba compatible
con lo que creía. Su propio empeño era seguir
"la luz y el llamamiento", como él lo llamaba.
Mi trabajo es examinar su vida y sus escritos desde la perspectiva
de sus esfuerzos para servir a Dios y por seguir las instrucciones
que recibió del papa para organizar el Oratorio de
Birmingham.
Blehl se declaró satisfecho de que la investigación
de las virtudes no se hubiera iniciado antes de que se publicasen
todas sus cartas y sus diarios, sin los cuales no era posible
documentar ni apreciar plenamente la vida interior de Newman,
la dimensión que no resultaba evidente de sus escritos.
Entre las virtudes, Blehl subrayó la humildad que mostró
ante las repetidas frustraciones que experimentó como
católico, especialmente por culpa de Manning y de otros
obispos ingleses; jamás se quejó a sus compañeros
del Oratorio, que se sorprendieron al leer esas frustraciones,
después de su muerte.
-Para mí es por eso por lo que fue un santo -me confesó-.
La gente decía que era escéptico, fideísta,
liberal...; había tantas calumnias contra Newman en
su tiempo que, cuando empezamos a ocupamos de su causa, nos
dimos cuenta de que otros estudiosos habían aclarado
ya la mayor parte de esos problemas.
Hay, sin embargo, un aspecto de la vida de Newman que, en
opinión de Blehl, sólo la "positio"
ilumina adecuadamente: su dedicación a los ideales
espirituales del Oratorio. Es éste el aspecto de Newman
del que el público lector sabía poco, o poco
le importaba, pero es también la faceta que la congregación
examinaría más atentamente en busca de pruebas
de virtud heroica.
-Ya sabrá usted que de los oratorianos se esperaba
que trabajaran tranquilamente y sin mucha publicidad -observó
Blehl-. Su tarea consistía en sanar las divisiones
dentro de la comunidad católica, no aumentadas; sumergirse
en el ambiente de la ciudad en donde estaba situado el Oratorio.
Gran parte de la "positio" se centrará en
la demostración de que Newman, lejos de ser un individualista
en su lucha por la santidad personal, hizo todas las cosas
que se esperaban de un oratoriano, y las hizo bien. A pesar
de su excelencia y de sus grandes dotes intelectuales, arguye
Blehl, las pruebas evidencian que estaba siempre dispuesto
a asumir las tareas de otros.
-Llevaba las cuentas de la escuela del Oratorio, escribía
cartas a los padres de los alumnos sobre la conducta de sus
hijos, dirigía obras de teatro en latín y hasta
quitaba el polvo de los libros de la biblioteca. Estaba al
servicio de los parroquianos, en su mayoría pobres,
escuchaba confesiones a diario, predicaba y dirigía
las diversas misiones que visitaban las cárceles, los
hospicios y los orfanatos. Y en el último año
de su vida, medió personalmente en una disputa entre
los obreros católicos de la fábrica de chocolate
de Cadbury, a quienes los patronos cuáqueros forzaban
a asistir a clases diarias de instrucción bíblica,
so pena de perder el trabajo. Como decía un viejo oratoriano:
Newman llevó hasta la perfección el arte de
ser uno más.
El juicio personal de Blehl es más generoso todavía:
"Hay pruebas de que Newman vivió siempre en la
presencia de Dios", dice.
Pero de lo que se trata es de demostrar que otros pensaban
lo mismo. Como otros postuladores, Blehl debe demostrar que
su candidato ha gozado de una continua reputación de
santidad. También en ese punto cree que el trabajo
de la comisión histórica ha aportado los mayores
beneficios.
-La influencia espiritual de Newman sobre otros se inició
durante su vida. Tenemos cartas, miles de cartas, de católicos,
anglicanos, metodistas, presbiterianos, que escribían
cosas como: "Por debajo de Dios, debo mi alma a Newman."
Eso es una afirmación muy fuerte. Y, desde su muerte,
y especialmente desde que se introdujo la causa, hemos recibido
cartas de una serie de personas que aseguran que se convirtieron
[al catolicismo] por Newman. Hay cartas que dicen que habría
que canonizado y otras que afirman que debiéramos rezar
no por Newman, sino a Newman. Para mí, y es también
el criterio de la comisión histórica, esa influencia
espiritual es un milagro moral.
Sabía que a los jesuitas les gustan los milagros morales,
aunque Eszer y otros dominicos los vean con poco agrado.
-Los milagros no se convirtieron en un requisito previo de
la canonización hasta la Edad Media -me recordó
Blehl, si bien juzgaba poco probable que la congregación
aceptara la influencia espiritual de Newman como equivalente
de una curación milagrosa.
Me dijo que la postulación había reunido numerosos
testimonios de "gracias" y "señales
divinas" atribuidas a la intercesión de Newman,
pero nada que pudiera pasar por un auténtico milagro.
Por irónico que parezca, se halló un milagro
para Domenico Barberi, el sacerdote italiano que en 1845 recibió
a Newman como miembro de la Iglesia católica. Barberi
fue beatificado en 1963.
De mis conversaciones con el padre Winterton sabía
que, por algún tiempo, estuvo confiando en que Newman
sería beatificado en 1988, canonizado en 1989 y declarado
doctor de la Iglesia en 1990, el centenario de su muerte.
Pero esa agenda resultó demasiado optimista; Blehl
no acabó la "positio" hasta el verano de
1989.
Puede que haya sido el pensador católico más
grande de su tiempo; que haya ocasionado, con el ejemplo de
su vida y con sus escritos, centenares de conversiones; que
con su temple personal, la valentía de su pensamiento
y su elevado don del lenguaje haya capacitado a innumerables
católicos a perseverar en la fe, pese a la inclemencia
de ciertas políticas papales; que haya resultado más
providente y de vigencia más duradera que los teólogos
profesionales más cautelosos; que haya sido, como sostienen
algunos, el padre remoto del II Concilio Vaticano; pero, hasta
que no presente alguien un milagro verificable, obrado por
su intercesión, la causa permanecerá en un estado
de desarrollo detenido.
Juan Pablo II, o cualquiera de sus sucesores, podría
obviamente eximir a Newman de la exigencia de un milagro,
pero eso sentaría más de un precedente. Ninguno
de los grandes padres de la Iglesia, cuyos escritos Newman
alababa, fue considerado santo principalmente por sus aportaciones
intelectuales a la fe. San Jerónimo, por ejemplo, traductor
de la Biblia al latín, era un asceta y san Agustín
fue obispo de una diócesis importante. Incluso la causa
de Tomás de Aquino, hoy considerado el filósofo
y teólogo más eminente de la Iglesia, tropezó
en cierto momento con dificultades cuando el "abogado
del diablo" descubrió que Tomás había
obrado demasiados pocos milagros mientras vivió [en
ciertos momentos, los partidarios de su causa arguyeron que
los libros de Tomás eran ya de por sí milagrosos
por su sabiduría]. En el discurso de canonización,
el papa Juan XXII alabó no solamente los logros intelectuales
de Tomás de Aquino, sino también su virginidad
perpetua... y el hecho de tener en su haber nada menos que
trescientos milagros póstumos. En efecto, su fama de
taumaturgo era tal que, mucho antes de su canonización,
varios grupos rivales de frailes se disputaron sus restos:
un grupo le cortó la cabeza, otro una mano y, antes
de que el cadáver mutilado pudiera hallar su descanso
definitivo, se le quitó la carne, haciéndolo
hervir en agua, para que los huesos pudieran guardarse cómodamente
en un relicario.
Parece poco probable que Newman llegue algún día
a suscitar semejante frenesí (y se supone que sus restos
están a salvo); pero ¿quién sabe si alguna
vez se hallará un milagro aceptable? La cuestión
es, por supuesto, si hace falta. ¿Qué puede
agregar la canonización a un hombre cuya influencia
iguala la de cualquier otro santo creado por la Iglesia en
los últimos cuatrocientos años? ¿Disminuirá
la reputación de santidad de Newman si los milagros
necesarios para la beatificación y la canonización
no se producen?
Lo importante es que, por mucho que la Iglesia necesite a
santos como Newman, el proceso de canonización no comprende
todavía en grado suficiente el valor de los dones intelectuales.
Los intelectuales y artistas religiosos actúan como
mediadores de Cristo de una manera que sólo es accesible
a un pensamiento y arte poderosos, y, por tanto, sirven como
modelos de santidad en los ámbitos más elevados
de la cultura. Su ascetismo no es el ascetismo del monje enclaustrado,
sus revelaciones no son las revelaciones del místico,
y sus sufrimientos, por muy grandes que a menudo sean, no
son los sufrimientos de los mártires.
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