LA
FABRICACIÓN DE LOS SANTOS
Autor: Kenneth L. Woodward
CAPÍTULO 3. LOS HACEDORES DE SANTOS
EN EL INTERIOR DE LA CONGREGACIÓN
La Congregación para la Causa de los Santos ocupa
el tercer piso del Palacio de las Congregaciones, un edificio
en forma de L, de ladrillo reluciente y pálido travertino,
situado en el lado oriental de la plaza de Pío XII,
casi tocando los amplios brazos ovales de la plaza de San
Pedro. Dentro del Vaticano es un edificio moderno, construido
en tiempos de Mussolini, con cierta atención a una
modesta dignidad eclesiástica. Los pasillos de la congregación,
desnudos y sin adornos, están sombreados al atardecer
y resuenan con eco apagado cada vez que pasan, apresurados,
los monseñores sumidos en la disputa. La mayoría
de los despachos son pequeños, como los de los profesores
universitarios, y cuentan con un mínimo de equipo técnico.
Hasta 1985 no había, por ejemplo, otra manera de copiar
los documentos que con papel carbón; ahora, la congregación
dispone de dos fotocopiadoras regalo de benefactores estadounidenses.
Desde sus aposentos en una esquina del edificio, el cardenal
prefecto de la congregación mira sobre la plaza de
San Pedro a las ventanas del Palacio Apostólico, donde
los muros están adornados con tapices, la Guardia Suiza
se cuadra con rápido movimiento... y las fotocopiadoras
están a mano, listas para usar. En 1988, en el cuarto
centenario de la fundación de la congregación,
el hombre que está a cargo de la misma es el cardenal
Pietro Palazzini, un prelado elegante, ligeramente encorvado
y medio calvo bajo el solideo escarlata. Palazzini entró
en el seminario a la edad de once años y, en medio
siglo de servicio a la Iglesia, no ha trabajado nunca fuera
del Vaticano ni ha ejercido mucha influencia en su interior.
Pero es un superviviente.
Cuando el papa Juan XXIII ocupó el Palacio Apostólico,
se quejó de ciertos tradicionalistas dentro de la curia
romana -"profetas de mal agüero", los llamaba-
que no se sentían muy contentos con su decisión
de convocar el II Concilio Vaticano. Palazzini, autor de diversos
libros sobre teología y asiduo colaborador de "L'Osservartore
Romano", el diario del Vaticano, era uno de aquellos
que el papa tenía en mente. Entre otros factores, la
estrecha vinculación de Palazzini con el Opus Dei,
silencioso movimiento tradicionalista de creciente influencia,
no mejoró sus relaciones con el papa Juan. El liberal
sucesor de Juan, Pablo VI, mantuvo a Palazzini a cierta distancia,
aunque lo nombró cardenal, mayormente por cortesía,
en 1973. Hacia finales de los setenta, la carrera de Palazzini
dentro del Vaticano parecía haber llegado a su término.
En 1980, sin embargo, hubo un nueva papa, originario de Polonia,
y Juan Pablo II reconoció en Palazzini un experto burócrata
del Vaticano cuyos instintos conservadores se complementaban
con los suyos. A diferencia de muchos otros cardenales de
la curia, Palazzini aportaba para su cargo unas credenciales
relacionadas con el trabajo de la congregación. Además
de la teología moral, poseía títulos
superiores en administración de bibliotecas y custodia
de archivos. Y, sobre todo, tenía fama de ser un funcionario
eficiente. Uno de sus predecesores al timón de la congregación,
el cardenal Paolo Bertoli, acabó tan frustrado por
la falta de apoyo de parte de las autoridades superiores que
renunció cuando le fue cancelada una cita que había
solicitado. Palazzini no era el tipo de hombre que se arredraba
ante las batallas burocráticas. A sus sesenta y ocho
años, sólo siete le faltaban para el retiro
reglamentario, y ahora que por lo menos había llegado
a jefe de una congregación se haría cargo de
todo personalmente, si era preciso.
Palazzini tuvo que aprender muy pronto que incluso el prefecto
de una congregación vaticana no es siempre el que manda
en su casa. Juan Pablo II insistió en que el cardenal
nombrara secretario de la congregación -el número
dos de la jerarquía interna- al arzobispo Traian Crisan,
un emigrante rumano de escasa estatura que había pasado
los treinta y cinco años de su carrera en el Vaticano
dentro de la congregación. Se le consideraba un técnico
capaz aunque carente de imaginación. Por otro lado,
el candidato propuesto por Palazzini para el puesto de subsecretario,
el teólogo monseñor Fabijan Veraja, era rechazado
por las autoridades superiores, y sólo una instancia
dirigida personalmente al papa venció la oposición.
Veraja es un croata alto y ligeramente jorobado, cuya incapacidad
de relacionarse con los colaboradores acabó finalmente
por distanciarlo también de Palazzini.
Estos tres hombres, más monseñor Anton Petti,
un diplomático amable, pero falto de experiencia, tomaron
posesión, en 1982, de sus cargos de funcionarios de
la congregación responsable de la creación de
santos. Establecieron una agenda semanal y participaban en
la mayoría de las reuniones importantes. Entre los
cuatro mandaban sobre un equipo compuesto por unas dos docenas
aproximadas de monseñores, sacerdotes y legos, más
veintitrés abogados y dos monjas que cumplían
funciones de mecanógrafas. Era un triunvirato explosivo.
En cuanto a su estructura y función, las congregaciones
del Vaticano trabajan de manera muy parecida a los comités
del Senado de Estados Unidos. Técnicamente, los únicos
miembros de una congregación vaticana son sus prelados
oficiales, los cardenales y obispos designados por el papa
para asistirlo y asesorarlo en la administración de
la Santa Sede. En cada fase crucial del desarrollo de una
causa, esos prelados reservan una sala del Palacio Apostólico
en donde pronuncian su veredicto y notifican su decisión
al papa. En la práctica, sin embargo, asisten a las
reuniones regulares únicamente aquellos cardenales
y obispos que gozan de buena salud y residen en Roma, que
son actualmente unos diecinueve de los treinta miembros de
la congregación. (El cardenal James Hickey, de Washington,
D.C., por ejemplo, no asistió a casi ninguna reunión
en los trece años que fue miembro de la congregación.)
Además, dado que los cardenales prefectos de las congregaciones
romanas forman parte mutuamente de sus juntas directivas,
una dirección común integrada por una docena
aproximada de prelados ejerce el control efectivo de la curia
romana, incluida la Congregación para la Causa de los
Santos.
Pero en el Vaticano, igual que en otras sedes de gobierno,
los criterios que se imponen no son siempre los de las personas
investidas de autoridad. Más aún que los ministerios
de los Gobiernos seculares, las congregaciones vaticanas dependen
de asesores. En el largo y trabajoso proceso de la creación
de santos, por ejemplo, el criterio decisivo es el de los
asesores, nombrados por el Vaticano, de teología, historia
y medicina, especialistas de las universidades de Roma que
reciben sus honorarios por cada peritaje. En la actualidad
hay en la congregación unos ciento veintiocho asesores,
muchos más que en ningún otro departamento del
Vaticano.
Cuando el cardenal Palazzini asumió la dirección
de la congregación, heredó un procedimiento
jurídico que se había convertido en el más
largo y el más complicado de toda la Iglesia y, probablemente,
del mundo entero. Pero lo que ignoraban los católicos
romanos fuera del Vaticano -y la mayoría de los funcionarios
empleados en su interior- es que heredó también
un mandato pontificio de reformar el sistema.
Una década antes, el papa Pablo VI formó una
comisión confidencial de canonistas, teólogos
y prelados de las congregaciones, con el fin de estudiar la
manera en que se podía modernizar y simplificar el
proceso de canonización. Inicialmente, Pablo VI tenía
en mente dos objetivos: primero, pensaba que el examen y la
verificación de la santidad debía apoyarse menos
en el derecho canónico y más en las ciencias
humanas, sobre todo en la historia y en la psicología;
y segundo, deseaba que el proceso de creación de santos
fuera repensado y revisado conforme al principio de colegialidad
enunciado por el II Concilio Vaticano. A la luz de ese principio,
había que ver en los obispos locales no meros delegados
del papa, sino sucesores del colegio originario de los doce
apóstoles y corresponsables, por tanto, junto con el
papa, del gobierno de la Iglesia.
Durante el concilio, el cardenal Joseph Suenens, de Bélgica,
uno de los líderes del ala progresista de la Iglesia,
se lamentó de que el proceso de la creación
de santos se había vuelto excesivamente largo y demasiado
centralizado en Roma. Como antídoto, propuso que por
lo menos el derecho y la autoridad de beatificar fueran restituidos
a los obispos locales y a sus conferencias episcopales nacionales.
En su opinión, tal medida aceleraría el proceso
y, lo que es más importante, proporcionaría
una selección más diversificada -y por consiguiente
más representativa- de hombres y mujeres santos para
ser imitados por los creyentes. Además, se recuperaría
así la antigua práctica de la Iglesia, tal como
existió antes de que el pontificado asumiera el pleno
control de la beatificación y la canonización
de los santos.
Las propuestas concretas de Suenens no obtuvieron ningún
apoyo entre los otros padres del concilio. Había expresado,
sin embargo, la preocupación de muchos obispos, que
se inclinaban a pensar que el proceso de creación de
santos estaba secuestrado por la burocracia vaticana. Fue
debido a esas preocupaciones que Pablo VI formó la
mencionada comisión. Pero, a medida que los trabajos
de la comisión se dilataban, resultaba evidente que
la respuesta no se encontraba en las reformas limitadas. Las
propuestas preparadas por los juristas canónicos fueron
desechadas y se inició un nuevo proyecto de reforma,
más profundo que el anterior. Cuando llegó a
papa, Juan Pablo II le ordenó a Palazzini que pusiera
término a las dilatadas y a menudo rencorosas deliberaciones
de la comisión. Ninguno de los miembros de ésta
quedó enteramente satisfecho con el resultado; pero,
hoy por hoy, pocas personas fuera del Vaticano y no muchos
de los funcionarios empleados en su interior son conscientes
de la revolución que se produjo ni de las rupturas
que causó entre colegas.
HISTORIADORES CONTRA JURISTAS: EL CONFLICTO INTERNO
El 25 de enero de 1983 se cambió oficialmente el sistema.
Ese día, el papa Juan Pablo II emitió una Constitución
Apostólica titulada "Divinus perfectionis magíster",
en la que ordenó la reforma más radical del
proceso de creación de santos desde los decretos de
Urbano VIII. El objetivo declarado de la reforma era lograr
un proceso de canonización más sencillo, más
rápido, más barato, más "colegial"
y, finalmente, más productivo. Eso se conseguía
fundamentalmente de dos maneras. Primero, la entera responsabilidad
de reunir las pruebas en favor de la causa quedó en
manos del obispo local: en lugar de los dos procesos canónicos,
el ordinario y el apostólico, sólo habría
uno, dirigido por el obispo local. La segunda medida -mucho
más drástica- abolió toda la serie de
disputas entre los abogados defensores y el promotor de la
fe. Enrico Venanzi, un lego y el "avvocato" más
reciente de los adscritos a la congregación, se sobresaltó
al leer la nueva legislación. Aquella noche, le faltó
poco para estallar en lágrimas cuando le dijo a su
mujer: "Los abogados han perdido su trabajo."
De hecho, quedaron despojados de sus poderes no sólo
los abogados, sino también el promotor de la fe y su
equipo de juristas. Al cabo de casi seis siglos, se había
eliminado el oficio de "abogado del diablo". En
su lugar, el promotor de la fe recibió el nuevo título
de "prelado teólogo", y se le asignó
la tarea, principalmente administrativa, de elegir a los asesores
teológico s para cada causa y de presidir sus reuniones.
La responsabilidad de demostrar la verdad sobre la vida y
la muerte del candidato recae ahora en un nuevo grupo de funcionarios,
el colegio de relatores, que supervisa la redacción
de un informe histórico crítico sobre la vida,
las virtudes y, en su caso, el martirio del candidato. Todavía
se cita a testigos para que declaren sobre el siervo de Dios,
pero las fuentes principales de información son de
carácter histórico y el medio por el que se
juzga cada causa es una bien documentada biografía
crítica.
En el fondo de la reforma había, pues, un contundente
giro paradigmático: la Iglesia dejaba de ver en la
sala del tribunal el modelo para alcanzar la verdad sobre
la vida de un santo; en su lugar, emplearía en adelante
el modelo académico de investigación y redacción
de las disertaciones doctorales. Las causas serían
aceptadas o rechazadas conforme a los cánones de la
historiografía crítica y no en función
de un litigio de abogados. El relator reemplazó en
consecuencia, tanto al "abogado del diablo" como
al abogado defensor. Él solo era responsable de comprobar
martirios y virtudes heroicas, y serían los asesores
teológicos e históricos quienes otorgarían
a su trabajo el aprobado o el suspenso.
La nueva legislación fue el clímax de un debate
prolongado, a menudo amargo y -dado que la canonización
se había convertido en un procedimiento tan especializado-
inadvertido en el seno de la congregación. Durante
más de dos décadas los partidarios del cambio
habían lamentado que los métodos establecidos
de hacer santos se hubieran vuelto demasido complejos y engorrosos,
que la "ciencia exacta" que Canon Macken ensalzara
en 1910 resultara ser un instrumento demasiado torpe para
juzgar las sutilezas de la santidad. Por una parte, la experiencia
había demostrado que las declaraciones de los testigos
eran, demasiado a menudo, de limitado o nulo valor. Dado que
una reputación de santidad tarda normalmente varias
décadas en madurar, los únicos testigos oculares
disponibles eran con frecuencia personas que conocieron al
siervo de Dios sólo durante los últimos años
de la vida de éste. Con casi la misma frecuencia resultaba
que esos testigos eran ellos mismos ancianos, a quienes les
causaba mucha dificultad proporcionar información exacta
sobre un candidato al que habían conocido en su propia
infancia o primera juventud. Por ejemplo, en la causa de Frédéric
Ozanam, el célebre lego francés que fundó
la congregación de los Hermanos de San Vicente de Paúl,
organización caritativa católica de difusión
mundial, el postulador logró hallar sólo a una
testigo que conoció realmente al candidato, una mujer
de setenta y dos años que había visto a Ozanam
cuando ella contaba diez años.
La dificultad de encontrar testigos fiables era especialmente
grave en los procesos relativos a las fundadoras de órdenes
religiosas, categoría que había ido en continuo
aumento desde hacía ciento cincuenta años. Esas
fundadoras eran a menudo viudas que hicieron los votos monásticos
en una fase ya avanzada de sus vidas. Pero los únicos
testimonios accesibles a la congregación provenían
normalmente de testigos que conocieron a la candidata sólo
durante sus años de vida religiosa. En consecuencia,
toda la discusión sobre las virtudes heroicas de tales
mujeres se limitaba frecuentemente a determinar en qué
grado habían cumplido los votos religiosos de pobreza,
castidad y obediencia. Hasta dónde cumplieron sus votos
maritales o qué clase de madres habían sido
resultaban aspectos que, muy a menudo, no se trataban en absoluto.
Los críticos podían demostrar que en la congregación
se había desarrollado una tendencia desconcertante.
Por falta de información histórica completa,
cada vez más casos eran o bien archivados -a veces
durante años, a veces para siempre- o bien remitidos
al equipo de cuatro personas de la sección histórica.
Los historiadores intentaban a su vez rellenar las lagunas
con la devolución de las causas a los funcionarios
de las diócesis, animándolos a buscar actas,
cartas y otros documentos históricos, a partir de los
cuales poder reconstruir la vida del candidato. De esa manera,
estos cuatro hombres podían acabar, en el mejor de
los casos, cuatro o cinco "positiones" cada año.
Por consiguiente, cada vez que la congregación publicaba
su índice de causas pendientes, la lista se hacía
más larga. Hacia 1980 se registraba un atraso de más
de mil causas.
No es sorprendente que el impulso hacia un cambio radical
de método proviniese en gran parte de los cuatro sacerdotes
de la sección histórica. Entre los más
enérgicos protagonistas del cambio se contaba Augustino
Amore, un fraile conventual franciscano que se convertiría
en uno de los principales artífices de la nueva legislación.
Como presidente de la sección histórica, Amore
solía interrumpir las sesiones de la congregación
insistiendo en que "no sabemos nada acerca de la juventud
de esta persona" cuando una causa en litigio no había
pasado por las manos de los historiadores. En sus ensayos
y presentaciones ante la comisión, Amore fue todavía
más lejos, arguyendo que la congregación debería
eliminar de su vocabulario la palabra "processus"
y, con ella, el proceso jurídico mismo.
Objeto de particular enojo de los reformadores eran los repetidos
debates entre el "abogado del diablo" y el abogado
que representaba la causa. Como hemos visto, la disputa era
obligatoria antes de que la congregación pudiera aceptar
la causa propuesta por la diócesis, y se repetía
tres veces antes de que el siervo de Dios pudiera ser tomado
en cuenta para la beatificación. Las relaciones entre
el "abogado del diablo" y el abogado de la causa
eran relaciones entre adversarios, tal como debían
ser. A juicio de muchos de los hacedores de santos, sin embargo,
las causas tardaban décadas -a veces, siglos- porque
los abogados de ambos bandos dilataban lo que era esencialmente
un proceso artificial.
"La tarea del abogado era tomar lo que había
de positivo en los testimonios y preparar una argumentación
en favor de la santidad", explica el padre Yvon Beaudoin,
un archivista franco-canadiense que trabajó durante
quince años en la sección histórica.
"A veces ocurría que ocultaba pruebas contrarias.
El trabajo del abogado del diablo consistía en detectar
lo que había de negativo, y si pensaba que el abogado
le estaba ocultando algo, le pedía que lo dejara examinar
el testimonio original. Muchas veces, sin embargo, entresacaba
arbitrariamente una palabra aquí, una frase allá,
fuera de contexto, porque su trabajo era encontrar algo, cualquier
cosa en contra de la causa."
También muchos de los postuladores criticaban el sistema
jurídico. En teoría, los postuladores eran responsables
de la causa una vez aceptada ésta por Roma; pero, en
la práctica, eran esencialmente espectadores mientras
la causa permanecía en manos de los abogados. Casi
todos éstos eran italianos, excepto un puñado
de españoles, y pocos entendían lenguas extranjeras.
Sin embargo, discutían habitualmente cuestiones que
ellos, en los casos de candidatos no italianos, no siempre
comprendían. "Exigían respuestas sobre
asuntos que no eran en absoluto necesarios", dice el
jesuita Paul Molinari, un teólogo italiano educado
en Oxford que ocupa desde 1957 el cargo de postulador general
de los jesuitas. "Tuve la impresión de que se
sentían obligados a producir treinta o cuarenta páginas
de objeciones. Si esas objeciones eran reales o más
o menos fabricadas, era otra cuestión. Se trataba del
trabajo por el trabajo."
"Era como un partido de ping-pong", recuerda el
padre Ambrose Eszer, un fraile dominico que en 1979 entró
en la congregación como asesor histórico. "El
promotor de la fe lanzaba la pelota y el "avvocato"
le devolvía la respuesta. Intercambiaban unos argumentos
tremendos y no había manera de pararlos. Incluso había
un funcionario de la congregación cuyo trabajo era
limpiar las intervenciones de los abogados de todas las maldiciones
e impiedades que contenían."
En el interior de la comisión, los abogados hallaron
pocos defensores. Como les sucede a los abogados en todas
partes, eran desde hacía tiempo objeto de sospechas
y hasta de burla. Hasta cierto grado, tales resentimientos
se nutrían del perpetuo antagonismo entre los clérigos,
a quienes la ganancia les importaba relativamente poco (pero
no así la carrera), y los legos, que buscaban ambas
cosas. Durante siglos, las filas de los juristas de la Santa
Sede se habían llenado de legos. Para algunos de ellos,
el ejercicio de la abogacía ante las cortes vaticanas
era una carrera hereditaria; esas familias no sólo
prosperaban, sino que adquirían rango de nobleza pontificia.
Entre los que trabajaban en la congregación había
un puñado de abogados establecidos que se consideraban
"patrones" de sus causas. ["Patrono" significa
en italiano "abogado defensor". Los críticos
les reprochaban que eran también "padrón"
o dueños y señores de la causa]. Ellos funcionaban,
en efecto, como empresas jurídicas internacionales
especializadas en representar a los forasteros ante el Vaticano.
De esos "patrones" se sospechaba ampliamente que
sacaban a sus clientes un ojo de la cara, no sólo por
los honorarios que cobraban, sino además al dilatar
innecesariamente las causas mientras sus ingresos les permitían
una vida regalada. Si se eliminaba a los "patrones",
argumentaban los reformadores, la Iglesia podría reducir
los costes de la creación de santos.
El oficio del promotor de la fe o "abogado del diablo"
fue también blanco de críticas severas. "Si
usted mira cómo los promotores de la fe han hecho su
trabajo durante los últimos cuarenta años, verá
que lo delegaban a otras personas menos competentes",
dice el jesuita Kurt Peter Gumpel, que trabaja con la congregación
desde 1960. "Era necesario detener eso, y había
varias maneras de hacerlo. O bien se dotaba el despacho del
"abogado del diablo" de personal competente para
acabar con esa mutilación infantil de los textos, o
bien se permitía que un solo hombre competente e imparcial
-el relator- se hiciera cargo de la causa desde el principio.
Ambos procedimientos ofrecían ventajas."
Los abogados reconocían que algunas de esas críticas
eran ciertas. Sí, los juristas del equipo del "abogado
del diablo" hacían a veces objeciones superficiales;
sí, había un puñado de "patrones"
que abusaban de su posición; pero, al eliminar en bloque
a los abogados, insistían éstos, se transformaría
radicalmente un procedimiento que había estado en el
corazón del proceso de creación de santos durante
medio milenio. En opinión de monseñor Luigi
Porsi, un veterano con veinte años de experiencia en
el sistema legal de la Iglesia, las reformas propuestas fueron
demasiado lejos: "Ya no queda lugar para una función
adversaria", se lamenta a Juan Pablo II en una carta
que no recibió respuesta. En la lectura de Porsi, las
nuevas leyes conservan algunos vestigios del proceso jurídico.
En el nivel de diócesis, continúan existiendo
tribunales locales que interrogan a los testigos, y se siguen
observando las formas y los procedimientos canónicos;
pero el espíritu es más de cooperación
que de controversia. Todos los participantes en la preparación
de una causa están ahora interesados en verla triunfar
y nadie más que el relator asume la responsabilidad
del éxito de la causa una vez ésta ha llegado
a Roma. "Usted me dirá -desafiaba Porsi-, ¿quién
es ahora el patrón?"
En el nivel más profundo, el conflicto en el seno
de la congregación no era un conflicto entre dos categorías
de funcionarios, ni siquiera entre dos sistemas de procedimiento;
se trataba de un conflicto entre dos mentalidades diferentes,
dos hábitos diferentes de trabajo y de conciencia,
dos métodos de descubrir la verdad sobre la vida de
una persona y el espíritu que la informa. La fuerza
de la mentalidad jurídica residía en el respeto
que mostraba para con el orden de la Iglesia como comunidad
de creyentes que tienen derecho a no ser engañados
con falsos entusiasmos y milagros fingidos. Pero la mentalidad
jurídica estaba también imbuida de una visión
ahistórica de la Iglesia como institución universal
que en todas partes permanece esencialmente la misma y sigue
las mismas reglas. Era una mentalidad educada en la lengua
de lo incambiable, el latín, y la autoridad que conservaba
dependía en última instancia de la jurisdicción
universal del papa. En la práctica, la mentalidad jurídica
tendía a buscar semejanzas entre los santos, a reproducir
las pautas de conducta esperadas y a amoldar a los candidatos
nuevos al esquema de sus predecesores. Había, por cierto,
una precisión admirable en el tratamiento jurídico
de hechos y asertos específicos; pero era una precisión
que, en el fondo, prejuzgaba a los candidatos culpables de
humanidad ordinaria ante una corte donde sólo se aceptaba
la virtud extraordinaria.
La mentalidad histórica, por otra parte, valoraba
las limitaciones. En esa perspectiva, los santos eran individuos
que por gracia divina respondían a los retos particulares
de su tiempo y lugar. Eran, en las profundidades del Espíritu,
creaciones enteramente nuevas, iniciadores a la vida de fe,
esperanza y caridad, tradicionales en el sentido (el mejor)
de que reinterpretaban para su propia época el significado
de Cristo. La mentalidad histórica buscaba, por tanto,
lo original y raro, la diferencia precisa. Sus pruebas de
santidad se basaban en pormenores documentados. En su forma
madura, era crítica, escéptica ante los heroísmos
espirituales exagerados y poco amante de las leyendas. Fue,
por tanto, una adquisición tardía, pero pendiente
desde hacía mucho tiempo, para el proceso de reconocer
y hacer santos.
EL IMPACTO DE LOS BOLANDISTAS
En retrospectiva, los verdaderos protagonistas del cambio
dentro de la congregación no estaban entre los participantes
del debate; ni siquiera residían en Roma. Era la Sociedad
de los Bolandistas, una hermandad de hagiógrafos jesuitas,
de número nunca superior a seis, que hace tres siglos
inició la audaz tarea de publicar todo cuanto se podía
saber, y verificar, acerca de cada uno de los mártires
y santos venerados por la cristiandad. El proyecto original
de los bolandistas, vigente hasta el día de hoy, era
ofrecer una edición crítica de las vidas de
los santos, distinguiendo en cada caso entre la leyenda y
la invención literaria, por un lado, y el núcleo
de autenticidad histórica, si lo hay, por el otro.
Guiándose por los calendarios litúrgicos y partiendo
de enero, investigaron todo el material accesible sobre cada
santo que, en cada fecha del año, había sido
conmemorado cuando menos por algunas Iglesias cristianas en
alguna parte del mundo. Para su tiempo era, y lo sigue siendo
en la actualidad, una de las "grandes empresas históricas".
Inicialmente, los bolandistas estaban inspirados en parte
por el deseo de defender el culto de los santos contra las
críticas de los protestantes y el escepticismo de la
Ilustración. Pero desde el principio hallaron mucha
oposición dentro de la Iglesia. El erudito cardenal
Roberto Bellarmino, más tarde también canonizado,
negó su apoyo a sus colegas jesuitas, observando que
las antiguas vidas de los santos estaban en tal grado incrustadas
de los embellecimientos más increíbles que más
valía que no salieran a la luz. Los bolandistas continuaron,
no obstante, examinando las vidas tanto de los santos antiguos
como de los más recientes. Pero, cuando habían
llegado ya hasta el mes de abril, tropezaron con la Inquisición
española. Los investigadores jesuitas habían
osado insinuar que ninguna prueba histórica sustentaba
la tradición según la cual el origen de los
frailes carmelitas, orden religiosa fundada en el siglo XIII,
se remontaba en última instancia a unos discípulos
del profeta Elías. Los carmelitas denunciaron a los
bolandistas ante la Inquisición, que los colocó
bajo censura durante veinte años por herejes y cismáticos.
Con su fidelidad a la investigación escrupulosa y
con sus criterios exigentes, los bolandistas anticiparon el
gran florecimiento de la historiografía secular en
la segunda mitad del siglo XIX. La serie continuada de sus
escritos sobre los santos, las "Acta Sanctorum Bolandistarum",
que comprende en 1988, sesenta y dos volúmenes, se
ha convertido en un hito con el que debe medirse toda obra
hagiográfica. En resumen, los bolandistas demostraron
que la Iglesia no tiene nada que temer de la documentación
cuidadosa ni de la investigación histórica crítica;
pero, al hacerlo, también destruyeron las convenciones
de la hagiografía clásica conforme a las cuales
tanto las elites como las masas habían representado
a los santos como tales.
Entre aquellos que fueron impresionados por los bolandistas
estaba el padre Ambrogio Damiano Achille Ratti, un brillante
profesor italiano con tres doctorados de la Universidad Gregoriana
de los jesuitas de Roma, quien llegaría a ser, con
el nombre de Pío XI, el primer papa erudito desde Benedicto
XIV. En 1930 estableció, tomando a los bolandistas
como modelo, la sección histórica de la Congregación
de Ritos, e instó a los obispos locales a que condujeran
sus investigaciones sobre las causas antiguas conforme a los
criterios más elevados y más exigentes de la
historiografía crítica.
A pesar de tal directriz pontificia, las canonizaciones continuaron
basándose principalmente en los testimonios acerca
de la vida, las virtudes y los milagros póstumos del
candidato. En los años setenta, algunos postuladores,
como Molinari, lograron producir materiales históricamente
matizados para los juicios de la congregación, pero,
en general, la calidad de los trabajos de la congregación
era muy desigual. Beaudoin recuerda que las bibliotecas y
los archivos fuera del Vaticano no aceptaban ya las "positiones"
producidas por la congregación, salvo las pocas que
habían pasado por la sección histórica.
Hacia 1981, sin embargo, los partidarios de la historia iban
en ascenso. Su punto de vista terminó por prevalecer
porque el sistema necesitaba urgentemente una reforma y, también,
porque podían presentar algo que se requiere para cualquier
cambio de cierta envergadura dentro del Vaticano: unos precedentes
de peso. Mediante un pequeño rastreo histórico
lograron demostrar que toda una serie de papas modernos, comenzando
por Pío X, habían refrendado el método
histórico-crítico. En apoyo de sus tesis, incluso
descubrieron un discurso escrito en 1958 por Pío XII,
quien murió antes de poder pronunciarlo, en el cual
llamaba a la integración del derecho canónico,
la teología y los más recientes desarrollos
de las ciencias sociales. Así fue que, en su primer
comentario oficial de la nueva legislación, monseñor
Veraja elogió la presciencia papal "por haber
contribuido a un cambio de mentalidades, en el sentido de
una creciente conciencia histórica en todos los niveles".
Al mismo tiempo, el subsecretario trató de disimular
el hecho, obvio y particularmente doloroso para los juristas,
de que se había producido un cambio radical: "Con
la nueva legislación nos hallamos, por tanto, en presencia
de una evolución de los procedimientos que se ha producido
con continuidad. No es una revolución, como tal vez
alguien pudiera dejarse llevar a pensar por el hecho de que
ciertas formalidades que han quedado obsoletas han sido eliminadas."
LOS NUEVOS PROCEDIMIENTOS
Sea cual fuere, una nueva senda se ha sobrepuesto al viejo
camino que en la Iglesia católica romana conduce a
la canonización. Es una senda que mantiene el aspecto
jurídico del viejo sistema -esencialmente, la celebración
de tribunales locales ante los que declaran los testigos-,
pero que aspira a comprender y valorar la forma específica
de santidad del candidato en su contexto histórico
preciso. A grandes rasgos, funciona como sugue:
La investigación y la recogida de pruebas están
ahora bajo la autoridad del obispo local. Antes de iniciar
una causa, éste debe consultar, sin embargo, a los
otros obispos de la región para decidir si tiene sentido
pedir la canonización del candidato; obviamente, en
la moderna era de las comunicaciones instantáneas,
un santo cuya reputación de santidad no trasciende
los confines del vecindario es difícil de justificar.
Luego, el obispo designa a los funcionarios necesarios para
investigar la vida, las virtudes y/o el martirio del candidato.
Una parte de la investigación incluye todavía
las declaraciones de testigos oculares; pero lo que más
importa es que la vida y el trasfondo histórico del
candidato sean rigurosamente investigados por expertos entrenados
en los métodos histórico-críticos. Se
reúnen los escritos publicados e inéditos del
candidato o relacionados con él, y unos censores locales
los evalúan para comprobar la ortodoxia del candidato.
En otras palabras, esa decisión ya no se toma en Roma.
Aun así, el candidato debe pasar todavía una
prueba de control de las congregaciones vaticanas interesadas
y recibir el "nihil obstat" de la Santa Sede. Si
el obispo queda satisfecho con los resultados de la investigación,
envía los materiales a Roma.
Desde la reforma, el objetivo principal de la congregación
es facilitar la confección de una "positio"
convincente. Una vez aceptada la causa, la congregación
designa un postulador y un relator. A partir de ahí,
corre a cargo del relator supervisar la redacción de
la "positio". Ésta debe contener todo lo
que los asesores y prelados de la congregación necesitan
para juzgar la aptitud del siervo de Dios para la beatificación
y la canonización. Debe contener, pues, un nuevo tipo
de biografía, una que describa y defina sinceramente
la vida y las virtudes o el martirio del candidato, teniendo
en cuenta también todas las pruebas contrarias. Después,
el relator elige a un colaborador para que redacte la "positio".
En el caso ideal, ese colaborador es un erudito originario
de la misma diócesis o, cuando menos, del mismo país
del candidato, e instruido tanto en teología como en
el método histórico-crítico. En los casos
más complejos, el relator puede recurrir a colaboradores
adicionales, incluidos los seglares especialistas en la historia
del período o del país particular en que vivió
el candidato.
Una vez terminada la "positio", ésta es
estudiada por los expertos. Si es necesario, pasa antes por
los asesores históricos. Luego, la examina un equipo
de ocho teólogos elegidos por el prelado teólogo;
si seis o más de ellos la aprueban, va a la junta de
cardenales y obispos para que emitan su juicio. Si éstos
la aprueban, la causa pasa al papa para que tome su decisión.
Los relatores no tienen nada que ver con los procesos de
milagros, que se juzgan de la misma manera que antes. La diferencia
reside en que, desde la reforma, el número de milagros
requeridos ha sido reducido a la mitad: uno para la beatificación
de los no mártires, ninguno para los mártires.
Después de la beatificación, tanto mártires
como no mártires sólo necesitan un milagro para
obtener la canonización.
Vista en perspectiva histórica, la reforma representa
una nueva fase en la evolución de la creación
de santos. En rigor, la congregación se ocupa ahora
en primer lugar de la beatificación, no de la canonización;
es decir, la congregación es esencialmente un mecanismo
dedicado a estudiar la vida, las virtudes y el martirio de
los candidatos propuestos por los obispos locales. Como veremos,
incluso a los mártires se los examina ahora en cuanto
a sus virtudes, con el fin de comprobar si sus vidas encierran
algún mensaje valioso para la Iglesia. Aunque la canonización
sigue siendo el objetivo de toda causa, se trata, funcionalmente
hablando, de un ejercicio auxiliar y a plazo indefinido, consistente
en comprobar un milagro de intercesión que no agrega
nada a la importancia del beato o la beata ni al significado
que tiene para la Iglesia.
Una cosa es reformar el sistema y otra muy diferente hacerlo
funcionar. Anticipando el cambio, todas las causas nuevas
se suspendieron por un año, y muchas de las iniciadas
bajo el viejo sistema fueron devueltas a la diócesis
para obtener una documentación histórica más
completa. De hecho, tendrán que pasar todavía
varios años hasta que el papa canonice a un santo cuya
causa haya sido iniciada y terminada bajo el nuevo sistema.
Y, sin embargo, ha comenzado una nueva era en la creación
de santos, una era cuyos problemas y personajes tuve ocasión
de conocer de primera mano.
LOS NUEVOS HACEDORES DE SANTOS Y SUS PROBLEMAS
Al Vaticano no le faltan expertos en derecho canónico;
pero ¿dónde podría encontrar la congregación
a unos hombres que reunieran las calificaciones requeridas
en historia para ocupar el cargo, ahora decisivo, del relator?
Inicialmente, la reforma preveía en principio un equipo
de ocho relatores, y varios más una vez los nuevos
procedimientos hayan quedado bien establecidos. Según
las características requeridas para el cargo, un relator
debería poseer un doctorado en teología -no
en historia, curiosamente- y unos conocimientos básicos,
susceptibles de ampliación, del derecho canónico
en su aplicación a los procedimientos de la congregación.
Es esencial el dominio de varias lenguas, puesto que uno de
los objetivos de la reforma es estudiar al siervo de Dios
en relación con su entorno histórico. Aparte
del italiano y del latín, el relator debería
hablar fluidamente por lo menos tres idiomas modernos más.
En teoría, el relator puede ser hombre o mujer, clérigo
o lego. En resumen, el cargo es accesible a cualquier persona
calificada que pertenezca a la religión católica
romana. Pero, en realidad, las reservas de talentos disponibles
están rigurosamente limitadas. Como la congregación
descubrió muy pronto, muy pocos profesores universitarios,
y menos tratándose de legos con familias a su cargo,
están dispuestos a abandonar su país y su trabajo
en aras de una precaria carrera en el Vaticano, donde quienes
no son clérigos ocupan aproximadamente el mismo rango
de personas de segunda clase que los civiles empleados por
un ejército. Los obispos y demás jerarcas de
la Iglesia oponen a su vez fuertes resistencias a que la congregación
saquee las facultades universitarias católicas fuera
de Roma. La congregación fracasó estrepitosamente,
por ejemplo, en sus esfuerzos de contratar un relator de algún
país anglófono. Así pues, dados el limitado
presupuesto y la labor altamente especializada de la congregación,
así como los exiguos honorarios que paga el Vaticano
y su tradicional preferencia por los clérigos, era
evidente desde el principio que por lo menos la primera generación
de relatores se reclutaría forzosamente del grupo bastante
reducido de asesores veteranos de la congregación.
Cuando comenzó a aplicarse la reforma, el primer colegio
de relatores se componía de siete sacerdotes, todos
ellos miembros de órdenes religiosas: tres italianos,
dos alemanes, un polaco y un francocanadiense. Los encabezaba
monseñor Giovanni Papa, un antiguo miembro de la sección
histórica y, paradójicamente, un hombre cuyo
entusiasmo por el nuevo sistema era bastante tibio. Lo asistía
Beaudoin, aparte de él el único hombre disponible
de la ahora disuelta sección histórica. En el
despacho al lado del de Beaudoin trabajaba Ambrose Eszer,
un fraile dominico alemán, locuaz y de cabello rojo
entrecano, que había servido bajo el viejo sistema
como asesor histórico y juez teológico de causas.
Descubrí pronto que a esos tres hombres uno los encontraba
cada mañana en sus despachos, mientras que los otros
cuatro raras veces se dejaban ver en la congregación,
salvo para asistir a las reuniones.
Valentino Macca, carmelita italiano y durante largo tiempo
el especialista de la congregación en causas relacionadas
con experiencias místicas, fue asignado al colegio
a pesar del hecho de que estaba recuperándose de un
grave ataque cardíaco. Murió en 1988 y fue sustituido
finalmente por Luis José Gómez Gutiérrez,
español y miembro del Opus Dei. El tercer italiano
era Francesco Moccia, un padre palotino que más tarde
sufriría dos ataques cardíacos. El polaco, Michael
Machejek, un carmelita paralítico del brazo izquierdo,
se estaba recuperando también de un ataque cardíaco
y se hallaba, por tanto, limitado en su capacidad laboral.
Y, finalmente, estaba Peter Gumpel, ampliamente considerado
como uno de los jesuitas más brillantes que hay en
Roma. Gumpel había servido como asistente al postulador
general de los jesuitas, el padre Molinari, durante veintitrés
años, e incluso, después de la reforma de 1983,
los dos han seguido trabajando como un equipo inseparable
en dos despachos contiguos de la residencia jesuita del Borgo
Santo Spirito, a dos manzanas del Vaticano.
Éstos son, pues, los nuevos hacedores de santos, los
poco conocidos funcionarios cuyas opiniones cuentan más
que ninguna otra a la hora de decidir la suerte de una causa.
De los siete, Beaudoin, Eszer y Gumpel cargaban con la mayor
parte de las obligaciones durante los años que me fue
permitido observar el trabajo de la congregación. Son
ellos, en consecuencia, a quienes llegué a conocer
mejor. Como la mayoría de los ejecutivos vaticanos
de nivel medio, estos tres sacerdotes han llegado a sus cargos
actuales a través de muchos rodeos y casualidades.
Los tres pasaron la mayor parte de su vida adulta en Roma,
ninguno de ellos aspiraba a hacer carrera como creador de
santos, y cada uno aporta a su trabajo de relator un temperamento,
unas capacidades lingüísticas y unos hábitos
de trabajo diferentes. Como todos los trabajadores intelectuales,
comparten, desde luego, una cierta actitud profesional. Pero
lo que a mí me intrigaba en nuestro primer encuentro
era cómo se sentía personalmente cada uno de
ellos en ese trabajo de creador de santos y si habían
encontrado alguna vez a alguien fuera de la congregación
a quien realmente le interesara ese tema.
De los tres, Yvon Beaudoin lleva la vida más circunscrita.
Llegó a Roma como seminarista a los veintiocho años
y, desde entonces, ha residido allí sin interrupción.
Tras seguir los usuales estudios clericales de teología
y filosofía, se graduó en el Vaticano en administración
de archivos y bibliotecas y se convirtió en archivista
e historiador oficial de su orden, los Oblatos de María
Inmaculada. A finales de los sesenta, Beaudoin fue asignado
a la sección histórica de la congregación,
de la que más tarde llegó a ser también
el archivista. Es responsable de unas sesenta y cinco causas;
la mayoría, de Francia y de Canadá, junto con
unas pocas de sitios diversos de América Latina y de
Estados Unidos.
Beaudoin sigue un horario tan preciso como su letra. Por
las mañanas, siempre lo encontré sentado tras
su mesa de escritorio en la congregación, recibiendo
a monjas y a otros colaboradores que estaban preparando "positiones".
Por las tardes, pasa de cuatro a cinco horas trabajando para
los oblatos en su instituto escolástico internacional
de la Via Aurelia, una residencia que se construyó
para unos cien estudiantes, pero donde ahora, con el declive
mundial de las vocaciones, resuena el eco de las voces de
unos veinte jóvenes que se preparan para el sacerdocio.
Cuatro noches por semana, se encuentra con grupos de "scouts"
adolescentes y les enseña el catecismo. Los fines de
semana, celebra misa en algunas parroquias del extrarradio.
Viaja poco, salvo dos veces cada verano, cuando visita a su
madre nonagenaria en Canadá.
-¿Los jóvenes -le pregunté una mañana,
cuando hizo una pausa para encender el tercero de una serie
ininterrumpida de cigarrillos- ven a los santos como héroes?
Habíamos estado discutiendo varias de sus causas,
monjas y curas en su mayoría, y me intrigaba saber
si esos personajes, cuyas vidas él transformaba en
modelos de virtudes heroicas, tenían algún impacto
sobre los "scouts" con los que había estado
trabajando durante los últimos treinta años
y que eran, a todas luces, su único contacto regular
con el mundo fuera de la Iglesia.
-En absoluto -respondió con sobriedad-. Para los jóvenes
italianos hay un solo santo vivo: san Francisco de Asís.
A partir de 1968, se convirtió en una especie de modelo
de una vida antiburguesa, por su sencillez. Y, desde la explosión
nuclear de Chernobil, que en Italia afectó gravemente
las cosechas, lo ven como un modelo del movimiento ecologista.
Pero, aparte de Francisco, ya no hay otro. -Hizo una pausa-.
Los jóvenes no tienen verdaderos modelos, salvo quizá
los de la televisión. Ni siquiera se conocen a sí
mismos. Quieren ser ellos mismos, pero, de hecho, llevan todos
el mismo tipo de ropa y se conducen de la misma manera. La
Iglesia no tiene mucha influencia sobre ellos y los santos,
mucho menos.
Le sugerí que tal vez la Iglesia tendría más
influencia sobre los jóvenes si hubiese más
santos legos y menos fundadores de órdenes religiosas.
-¿Cómo se siente uno -proseguí- dedicando
tanto tiempo y tantas energías a las causas de unas
personas que, por lo visto, para muchos católicos no
representan un modelo realista?
Beaudoin admitió que el reconocimiento de frailes
y de monjas no tiene mucho impacto sobre los católicos
legos.
-Y, sin embargo -añadió-, para las órdenes
religiosas significa mucho.
Citó la beatificación, en 1975, del fundador
de su propia orden, Charles Joseph Eugene Mazenod, un obispo
de Marsella del siglo XIX, y afirmó que ello estimuló
un espíritu de renovada dedicación a los pobres
entre el menguante número de sus cofrades, y que idéntico
efecto se advertía entre las monjas. A raíz
del II Concilio Vaticano, observó, se dio instrucciones
a todas las órdenes religiosas de que renovasen su
sentido de identidad y dedicación a la luz de las intenciones
originarias de sus fundadores. Como resultado, la congregación
se había visto asediada por causas de fundadores y,
ante todo, de fundadoras de órdenes.
-A partir de 1850 hubo una proliferación tremenda
de nuevas órdenes de religiosas -dijo-; en países
como España, hasta seis en un solo año. Llevamos
mucho tiempo recibiendo las causas de esas fundadoras y, probablemente,
seguirán inundándonos durante cincuenta años
más.
A Eszer lo vi por primera vez sentado a horcajadas en un
pequeño taburete, con su sotana blanca de fraile, aporreando
con sus gruesos dedos una vieja máquina de escribir
italiana. Ingresó en la orden de los dominicos en 1952
en Alemania y se doctoró en teología, especializado
en el siglo XVII, en el Angelicum, la universidad pontificia
de los dominicos en Roma. Eszer era profesor del Angelicum
cuando lo invitaron a ser asesor de la congregación.
Insistió en .que su nombramiento como relator había
sido para él un gran alivio.
-Era demasiado trabajo aquello de asesor. Como otros asesores,
tenía además que dar clases en la universidad
toda la semana. Ahora bien, alguien dirá que dieciocho
horas a la semana no es mucho trabajo, pero recuerde que estamos
enseñando en una lengua extranjera. Y, aparte de todo
eso, la congregación me daba ochenta y cuatro documentos
diferentes para estudiar, miles de páginas, y eso lo
tenía que hacer mientras andaba atareadísimo
con la facultad, los estudiantes y otras reuniones. -Sacó
de un estante un grueso volumen encuadernado-. Esto me costó
quince semanas de trabajo o más, y por mi voto me pagaron
trescientas mil liras (250 dólares). Y fue un caso
excepcional; normalmente nos pagaban la mitad de eso.
Yo no esperaba una lección de economía clerical,
y menos de un fraile que había hecho votos de pobreza;
pero Eszer quiso hacerme comprender que también lo
que la Iglesia debería esperar de sus siervos, y particularmente
de los profesores universitarios, tiene un límite.
-Mire -continuó-, si uno trabaja para el Angelicum,
cobra unos cuarenta y dos dólares mensuales, más
alojamiento y comida. Pero una tarjeta multiviaje de autobús
cuesta veintiún dólares al mes, con lo que apenas
queda para comprar tabaco. En Alemania, en las casas de los
dominicos tenían siempre cigarrillos. Ahora, por las
mañanas, en el despacho no fumo. Eso lo aprendí
trabajando en los archivos, porque en los archivos no se puede
fumar. Pero por lo menos deberían damos cigarrillos
gratis, y aquí no lo hacen.
Ahora que era relator, continuó Eszer, su situación
económica no había mejorado mucho, pero disponía
de más tiempo para su trabajo. Traía entre manos
unas setenta y cinco causas; en su mayoría, de Alemania
y de Austria. Entre las más intrigantes se encontraban
la de Carlos I, el último emperador austrohúngaro,
y la del padre José María Escrivá de
Balaguer, el controvertido fundador del Opus Dei, fallecido
en 1975. A pesar del viaje en autobús de un extremo
a otro de la ciudad, Eszer prefiere pasar las mañanas
en el despacho.
-Antes que nada -explicó-, no me gusta que la gente
venga a mi habitación a discutir las causas. Entre
la gente que viene hay muchas monjas, y en Roma no es muy
recomendable que a uno lo vean con las hermanas en su habitación;
así que el mejor lugar para encontrarse es la congregación.
En segundo lugar, quiero estar en la congregación porque
quiero estar al corriente de lo que pasa aquí, pues,
si no, uno se encuentra de repente con que han nombrado a
un nuevo prefecto o a un nuevo secretario sin avisar a nadie.
A mí me gusta estar en contacto con la gente, ya sabe
usted que a muchos no les gustó nada que el papa nos
impusiera a la congregación como relatores. Vengo aquí
y establezco buenas relaciones con todo el mundo; es mejor
así.
Por mucho que le preocupen las condiciones laborales y la
política de oficina, Eszer se toma muy en serio la
importancia de la creación de santos. En verano de
1987, por ejemplo, dedicó un mes entero de vacaciones
a recorrer en un verdadero maratón Alemania, Austria,
Hungría y los Países Bajos, en relación
con sus causas; tres de ellas, solamente en Viena. Me sorprendieron
sus relatos de reuniones y de conferencias dedicadas a la
promoción de los santos. A decir verdad, fui abiertamente
escéptico.
-¿A los europeos del norte realmente les interesan
los santos? -pregunté.
-Eso está cambiando. Debe usted recordar que en Alemania,
en los Países Bajos, en Escandinavia, en todas partes
donde había una civilización protestante, apenas
tienen santos recientes. En los siglos XVIII y XIX, muchos
obispos alemanes no se atrevían a iniciar causas de
canonización porque temían hacer el ridículo.
En Polonia tampoco hemos tenido santos durante largo tiempo,
aunque por razones muy diferentes; el país estaba dividido
en tres partes y la Iglesia tenía tantos problemas
que no comenzó a ocuparse de las causas de los santos
hasta después de la II Guerra Mundial.
A diferencia de Beaudoin, Eszer se ve a sí mismo como
un timonel de la santidad que usa el proceso de creación
de santos para encaminar a una Iglesia errante hacia la recuperación
de sus raíces ortodoxas.
-La moral católica está hecha añicos
-opina Eszer, y la culpa la tienen, según él,
los teólogos liberales europeos-. Como apenas quedan
ya teólogos morales que acaten la doctrina de la Iglesia,
el papa trata de popularizar esa doctrina creando más
santos.
Los años inmediatamente posteriores al II Concilio
Vaticano fueron, en opinión de Eszer, "una travesía
del desierto para esta congregación". Eszer culpa
a los clérigos liberales de denigrar el culto de los
santos y negar la realidad de los milagros. Tampoco sirvió,
en su opinión, que el papa Pablo VI retirara del calendario
litúrgico algunos de los nombres más antiguos
y más conocidos, como san Cristóbal.
- Los creyentes se indignaron mucho -cree Eszer- y, en consecuencia,
muchas causas colapsaron. Pero ahora están volviendo.
-Pero -insistí- los candidatos que usted está
estudiando, ¿son realmente interesantes?
-Casi siempre lo son -contestó-, porque siempre es
interesante estudiar el interior de las almas humanas.
Más que la mayoría de los jesuitas, Peter Gumpel
es reacio a hablar de sí mismo. Tímido con los
desconocidos, más bien formal y siempre afable, pero
también notablemente franco y reflexivo, es, de todos
los hacedores de santos, del que llegué a conocer mejor
sus ideas. Dos veces exiliado de Alemania en su juventud (en
París y, después, en los Países Bajos),
entró en la Orden de los Jesuitas en 1944, a la edad
de veinte años. Estudió cuatro años en
Inglaterra y acabó doctorándose en historia
del dogma. Mientras enseñaba teología espiritual
en la Universidad Gregoriana, la universidad pontificia de
los jesuitas en Roma, fue asignado en 1960 como asistente
de Paul Molinari, el postulador general de los jesuitas, para
ayudado en la preparación de las causas de los santos.
En 1971, Gumpel fue nombrado asesor de la congregación,
posición desde la cual ejerció una enorme influencia
en el abandono del enfoque jurídico en la creación
de santos. Como relator ahora es responsable de unas ochenta
causas. Por su fluido dominio del inglés, se ocupa
de la mayor parte de las causas de los países que hablan
esa lengua; pero con la misma fluidez habla también
alemán, holandés, francés, italiano y,
en grado un poco menor, español; además, lee
danés y portugués, así como latín,
griego antiguo y hebreo.
En opinión de Gumpel, una de las grandes debilidades
del viejo sistema era que dependía de juristas que
raramente entendían la historia, la cultura y ni tan
siquiera la lengua del candidato al que defendían.
En consecuencia, la clave para hacer funcionar el sistema
nuevo reside en hallar el tipo adecuado de colaboradores externos.
Sus ojos brillan de satisfacción cada vez que describe
cómo encontró a un historiador de formación
universitaria de este o de aquel país, dispuesto a
escribir una "positio" bajo su dirección.
Me dio la impresión de que para Gumpel uno de los placeres
de ser relator consiste en el derecho de encargar a científicos
del mundo entero la documentación de las manifestaciones
de la santidad.
Pero fue por Gumpel por quien supe primero de las dificultades
que tienen los relatores para encontrar colaboradores y -lo
cual es mucho más significativo- obispos y superiores
religiosos dispuestos a desprenderse de alguno de sus estudiosos
de primera fila para mandarlo a trabajar en las causas de
los santos.
-¿Yeso no le dice nada? -pregunté-. Si las
mismas autoridades de la Iglesia son reacias a colaborar con
esta congregación, yo concluiría que la canonización
de los santos para ellos no tiene mucha prioridad. O quizá
simplemente no les interesen los candidatos que usted les
propone. ¿No es posible -continué, yendo al
grano- que lo que ustedes hacen aquí en Roma sea simplemente
cavar nuevas fosas en una catacumba cultural agotada?
-Quiero que sepa -respondió Gumpel- que yo estoy bastante
entusiasmado con mi trabajo. Sí, es cierto que ha habido
un descenso del interés por los santos en algunos países,
pero en otros estamos asistiendo a un renacimiento. Tome usted
su país, por ejemplo. Tengo la fuerte impresión
de que los norteamericanos no entendieron nunca realmente
qué es lo que se exige para la canonización.
Parece que siguen trabajando bajo los efectos de una hagiografía
al viejo estilo, para la cual los santos son personas que
obran milagros o que experimentan unos fenómenos espirituales
extraordinarios. Pero estamos viviendo en una época
diferente y lo que nosotros buscamos son santos de lo ordinario.
Intentamos difundir el mensaje -que es lo que dijo el II Concilio
Vaticano- de que todos estamos llamados a la santidad, aunque
no sea la misma para todos y cada uno de nosotros.
LOS POSTULADORES: LOS EJECUTIVOS DEL SISTEMA
Después del relator, el personaje más importante
para la creación de santos es el postulador. También
a ese puesto puede acceder ahora cualquier católico
romano capacitado, aunque en realidad la mayoría son
miembros de órdenes religiosas masculinas, excepto
un puñado de monjas y unos pocos antiguos "avvocati"
legos, que están siendo readaptados como postuladores.
Actualmente, el colegio de postuladores tiene doscientos veintisiete
miembros, pero de ellos sólo diez son verdaderos productores
que velan por unas treinta causas o más.
El postulador que atiende el mayor número de causas
-cerca de un centenar- es Molinari, hombre de cabello plateado
y postulador general de los jesuitas desde 1957. Nacido en
Turín como hijo de una familia distinguida, graduado
en Oxford y competente lingüista, Molinari se ha convertido,
a fuerza de interés y habilidad, en el extraoficial
apologista de la creación de santos dentro de la congregación.
En su opinión, la creación de santos recibe
ataques desde dos lados, ambos equivocados: los teólogos
progresitas que "subestiman a los santos", especialmente
aquellos que insisten en que la veneración de los santos
distrae a los fieles de la adoración de Jesucristo,
y, por otra parte, aquellos exponentes de la derecha teológica
de la Iglesia que realzan lo milagroso, lo místico
y otros fenómenos extraordinarios asociados a ciertos
santos. Para Molinari, la Iglesia es, en su dimensión
más oculta, una "comunión de los santos".
Molinari es además, de hecho, el "alter ego"
de Gumpel. Los dos sacerdotes son colaboradores íntimos
desde hace casi treinta años; firman sus artículos
juntos, contestan mutuamente las llamadas telefónicas
del otro y, en la conversación, responden por turno,
completando cada uno los pensamientos del otro. Pero, mientras
que Gumpel es preciso y profesoral en su manera de hablar,
Molinari es espontáneo y entusiasta. Como equipo, los
dos jesuitas son insuperables en su capacidad de llevar a
buen puerto cuanto se proponen. Gumpel es "Mr. Incide",
el hombre "interior" que maneja textos, busca los
colaboradores ideales y los entrena para barruntar en los
documentos la materia de la que se hacen las virtudes heroicas;
Molinari es un "Mr. Outside", un hombre "exterior"
de pura cepa, que viaja mucho y pronuncia a menudo conferencias
sobre el significado y el valor de los santos. En Roma, los
dos trabajan en despachos contiguos y conversan frecuentemente
a través de la puerta abierta. Durante las comidas,
raras veces se toman el tiempo de sentarse. Cultivan poco
la vida social, a menos que así lo requiera el deber,
y tampoco ven la televisión. Las noches las reservan
a las lecturas serias. Ninguno de los dos necesita dormir
mucho.
Ser postulador de plena dedicación es vivir en la
inconstancia perpetua. El postulador dirige la causa, paga
las facturas, decide qué "favores divinos"
cuentan con alguna posibilidad de ser aceptados como milagros.
Igual que el relator, el postulador se ocupa de varias causas
simultáneamente. Puede que presida una causa coronada
por el éxito desde el principio hasta el fin; pero,
en los últimos cuatrocientos años, ningún
postulador ha vivido lo bastante como para presenciar la muerte
de un santo y su canonización (aunque, en teoría,
sería posible: la canonización más rápida
desde 1588 fue la de santa Teresa de Lisieux, muerta en 1897
y canonizada veintiocho años después).
El fuerte de Molinari es el manejo de los detalles. A lo
largo de los años tuve ocasión de observarlo.
Viajó al Extremo Oriente en busca de estudiosos jesuitas
capaces de reunir, dado el clima político adecuado,
los documentos relativos a Matteo Ricci, el famoso misionero
jesuita de China del siglo XVI. Estuvo en Madagascar, para
preparar una beatificación prevista coincidiendo con
la visita papal a ese país en 1988. A diferencia del
relator, cuyas responsabilidades terminan una vez aceptada
la "positio", el postulador sigue la causa hasta
la ceremonia final. Esboza los textos para las homilías
pontificias de beatificación y de canonización,
y se ocupa de la música. Cuando los católicos
ingleses se empeñaron en enviar su propio coro a Roma
en 1970 para la canonización de cuarenta mártires
ingleses, Molinari emprendió la imposible tarea de
convencer al director del coro de la Capilla Sixtina para
que renunciase a la función. El postulador debe consultar
también a meteorólogos antes de decidir si la
canonización se celebra en el interior de la basílica
de San Pedro o al aire libre; la basílica da cabida
a diez mil personas, pero un santo popular puede llegar a
congregar en Roma a un número de personas diez veces
mayor. Para la beatificación de su cofrade jesuita
Rupert Mayer, celebrada en 1987 en Munich, Molinari ayudó
a rodar una película para la ocasión y concedió
varias entrevistas a la televisión germano occidental.
Pero su mayor éxito fue la ayuda que prestó
para persuadir al papa a que presidiera en persona la ceremonia.
En consecuencia, recuerda Molinari, "en lugar de cinco
mil alemanes, vinieron centenares de miles de creyentes de
las más diversas partes de Europa".
En resumen, el postulador es el único ejecutivo del
sistema, y la congregación ha hallado en Molinari su
práctico más perfecto.
Es un entusiasta incorregible; al escucharlo, uno jamás
creería que dirigir una causa a través de la
congregación supone arrostrar repetidos fracasos y
frustraciones. Pero, para la mayoría de los postuladores
de Roma, la vida es así.
Cuando encontré por primera vez al padre Redemptus
Valabek, un fraile carmelita de desarmante humildad, su franco
rostro norteamericano, la fácil sonrisa y su tolerancia
frente a lo absurdo me recordaron al difunto monje trapense
Thomas Merton. Valabek trabaja en Roma desde hace más
de treinta años, pero no fue nombrado postulador general
de los carmelitas hasta 1980. Los carmelitas tienen origen
español y son conocidos por su ascetismo y por su competencia
en la dirección espiritual. Aparte de los sacerdotes
de la orden, Valabek se ocupa de las causas de las hermanas
carmelitas y de los legos -en su mayoría, mujeres-
adscritos a la orden como terciarios. Pero, durante los últimos
trescientos años, los carmelitas sólo han conseguido
la beatificación de uno de sus sacerdotes y han perdido
la mayoría de sus causas.
-¿Qué problema tienen? -le pregunté
en el primero de una serie de encuentros que tuvimos en su
convento, situado a diez manzanas del Vaticano.
-Han sido bloqueadas -respondió sobriamente-. Pero
yo no lo lamento, siempre que haya buenas razones para ello.
Como pescador experto, Valabek recuerda bien los que se escaparon.
A continuación, citó un ejemplo de lo que él
considera una decisión equivocada de los funcionarios
del Vaticano. Desde hace tiempo, tiene entre manos una causa
de Ronciglione, una pequeña ciudad al norte de Roma,
cuyos habitantes, incluidos los comunistas, celebraron recientemente
el doscientos cincuenta aniversario de la muerte de Maria
Angela Virgili, terciaria carmelita y santa patrona de la
región. Hay una escuela denominada en su honor, y su
casa ha sido conservada como santuario cívico. La continuada
reputación de santidad de que goza Maria se basa en
sus buenas obras y en una vida profundamente devota. La ciudad
recuerda todavía que se llevaba a los enfermos pobres
a su propia casa siempre que en el hospital faltaba sitio.
En cuanto a su vida espiritual, es notorio que Maria pasaba
las noches arrodillada en la iglesia cuando, durante el día,
había faltado a su régimen de ayuno. Y, sin
embargo, su causa fue suspendida en los años veinte
por el Santo Oficio del Vaticano, después de que el
obispo local lamentara que la gente la hubiese convertido
en objeto de un culto no autorizado. Valabek sigue intentando
obtener el levantamiento de esa suspensión para poder
reactivar la causa.
-He leído los documentos -dijo-. El obispo era alemán,
y es obvio que interpretó erróneamente las exuberantes
manifestaciones italianas de veneración, tomándolas
por un culto público.
Lo que irrita a Valabek es que se trata, en el caso de Maria,
de una causa que tiene un profundo arraigo y que goza de amplio
apoyo entre la gente de la comunidad; lo cual no es el caso,
en su opinión, de muchas de las fundadoras de órdenes
carmelitas cuyas causas le han sido encomendadas.
-Una vez un grupo de monjas decide pedir la beatificación
de su fundadora, todas quieren ver beatificadas a las suyas.
Pero yo les digo a las hermanas que debe haber una oleada
de interés . entre la gente, la gente corriente, y
no solamente entre quienes llevan hábito. Mis superiores
me dicen: "Redemptus, no estás haciendo mucho
por nuestra madre fundadora." Y yo les digo: "Bueno,
es que mi corazón no está en ello, de verdad."
Y ellos dicen: "¿Y qué pasaría si
le pidiesen a otra orden que hiciese el trabajo? ¿Qué
impresión daríamos? Nos pertenecen a nosotros,
pero estarían usando a otro postulador. Sería
como una bofetada." ¿Y qué quiere que les
diga? Mire, yo creo que esas mujeres son santas y están
en el cielo; pero pienso que a la Iglesia no le hace falta
ese modelo de santidad.
Cerca de la mitad de las causas de Valabek son de católicos
legos. La mayoría de ellos son desconocidos fuera de
su entorno local inmediato; aun así, unos pocos le
parecen verdaderamente prometedores. Pero la mala suerte lo
persigue. En algunos casos, no logra hallar funcionarios eclesiásticos
locales dispuestos o capaces de hacer el trabajo. En Zaire,
por ejemplo, tiene la causa de Isidor Bankanja, un converso
negro y catequista lego que murió en 1909 apaleado
por un grupo de anticatólicos al negarse a desprenderse
del escapulario que llevaba alrededor del cuello en señal
de su conversión a Cristo. Es una clásica historia
de martirio de los territorios de misión, y Valabek
se siente alentado por el hecho de que Juan Pablo II mencionó
a Isidor durante una visita a Zaire en 1985. Pero no consiguió
poner en marcha la causa porque en la diócesis no hay
nadie que sea capaz de actuar como postulador local. En Checoslovaquia
tiene otra causa prometedora, pero el sacerdote que estaba
trabajando en el caso pertenecía al Comité de
la Paz, dirigido por los comUnistas, hecho que provocó
la suspicacia de Roma.
Lo que más me interesó, sin embargo, fueron
los repetidos contratiempos que experimentó Valabek
con clérigos occidentales, incluso dentro de su propia
Orden de los Carmelitas, a quienes la creación de santos
no les interesa. En 1985, por ejemplo, visitó Olot,
localidad catalana cerca de los Pirineos, en busca de apoyo
para la beatificación de la santa patrona local, Liberata
Ferrarons, fallecida en 1832 a la edad de treinta y nueve
años. Por lo visto, Liberata había trabajado
en fábricas del textil durante nueve años cuando
sufrió un tumor que la incapacitó para el trabajo
y pasó los últimos trece años de su vida
postrada en la cama. Aprendió a leer, se volvió
extremadamente devota y soportó sus sufrimientos para
bien de su gente. En ese aspecto, fue como muchos otros personajes
de santas en las culturas latinas: la sufridora vicaria. La
gente la reconocía como tal y recurría a ella
con frecuencia en busca de consejo espiritual. Su entierro,
decía Valabek, fue una celebración triunfal
y, un siglo después, la fiesta de su centenario se
celebró como una beatificación popular al viejo
estilo.
La misión de Valabek era convencer al clero local
para llevar su causa a Roma. Allí había una
mujer, les dijo, que se hizo santa a través del trabajo,
y eso ejemplificaba el énfasis que ponía el
papa polaco en la dignidad del trabajo. Pero la mayoría
de los clérigos no habían leído las encíclicas
laborales del papa y no lo comprendieron. Me di cuenta de
que se trataba de un caso típico del postulador que
intenta promover una causa, tratando de proyectar un mensaje
contemporáneo del papa sobre la vida de una mujer venerada
principalmente por su entrega al sufrimiento vicario. No consiguió
nada.
-Tuve que presentarme ante el obispo y los sacerdotes de
la diócesis -dice Valabek, recordando con una sonrisa
su fracaso-.
Me dijeron: "Padre, no lo queremos ofender, pero no
alcanzamos a ver el propósito de esa beatificación."
Valabek expuso su punto de vista y los clérigos lo
escucharon con respetuoso silencio.
-El dinero era parte del problema -es la conclusión
que ha sacado desde entonces-. Ellos pensaron: ¿para
qué mandar dinero a las arcas del Vaticano? Es un poco
crudo, pero ésa es la razón. Tuve la impresión
de que pensaban que, costara lo que costara la beatificación,
de todos. modos era demasiado. Y esa actitud no es nada excepcional.
-¿Usted cree que habría más santos si
los costes fueran menos elevados? -pregunté.
-Lo que digo es que mucha gente no le ve ningún sentido
y, en consecuencia, no puede justificar el gasto.
Un año más tarde, Valabek tuvo la rara satisfacción
de ver triunfar una de sus causas. Un carmelita holandés,
Titus Brandsma, cuya intrincada causa yo estaba investigando
ya, fue beatificado en la basílica de San Pedro. Había
sido el único triunfo de Valabek como postulador. Lo
que yo no sabía era que la mayoría de los carmelitas
holandeses se negaron a asistir a la ceremonia.
-No querían saber nada de ello porque decían
que era demasiado caro -me contó Valabek-. Uno de los
curas más jóvenes lo expresó de forma
bastante cruda, dijo que si hubiera dependido de los carmelitas
jóvenes iniciar el proceso, se habrían negado.
Consideran que la orden no debería tomarse tamaña
molestia para recomendar a uno de sus cofrades para imitación
de los fieles. Pero, dado que la generación mayor lo
había iniciado, ellos lo continuarían. "Nos
veremos en Roma", le dije al salir. "¿Para
qué?", me preguntó. "Para la beatificación",
contesté. Y él replicó: "Yo no iré."
Fue duro tener que encajar eso.
ECONOMÍA: EL COSTE DE HACER SANTOS
A cada postulador se le exige llevar las cuentas exactas
de los gastos que ocasionan sus causas y comunicadas al Vaticano.
Pero los funcionarios del Vaticano, como la mayoría
de los italianos, antes preferirían hablar de sexo
que de dinero. Pese a la terca sospecha de que la creación
de santos tiene un coste prohibitivo, la congregación
no ha publicado jamás las cuentas de una beatificación
o de una canonización. Los promotores de la causa,
que, por lo general, son los que pagan las facturas, tienen
derecho a publicarlas si quieren, pero ellos también
son reacios a revelar lo que cuesta hacer un santo. A consecuencia
de tal silencio, abundan los mitos sobre el elevado coste
del acceso a la santidad.
En el verano de 1975, por ejemplo, "The Wall Street
Journal" publicó un artículo sobre la incipiente
canonización de la madre Elizabeth Bayley Seton. En
dicho artículo, un sacerdote no relacionado con la
causa estimó el coste de la misma en "unos cuantos
millones de dólares". El padre vicentino Joseph
Dirvon, autor de una biografía de Seton, escribió
al "Jounal" protestando que esa estimación
era enormemente exagerada; pero, cuando el periódico
se empeñó en saber los verdaderos costes, ninguno
de los vicentinos relacionados con la causa se mostró
dispuesto a revelar la cifra exacta. Una razón legítima
era que todavía no habían recibido todas las
facturas de la ceremonia de canonización celebrada
en Roma; otra tenía que ver con las relaciones públicas:
los redentoristas estaban preparando la canonización
del obispo John Neumann, de Filadelfia, y los vicentinos no
querían incitar a una comparación pública
de los costes.
Doce años después, el postulador general de
los vicentinos, el padre William Sheldon, se mostró
más comunicativo. Urgido por el entrevistador, estimó
que, desde que la causa fue introducida en 1929 hasta la canonización,
el 14 de septiembre de 1975, la postulación había
gastado 225.000 dólares; cifra que no incluía
los pagos adicionales al Vaticano, tales como los 7.500 dólares
del alquiler de quince mil asientos, otros 12.000 dólares
para la impresión de otros tantos devocionarios que
se regalaban como recuerdo, más los gastos concomitantes
como los sueldos de enfermeras y aposentadores, la impresión
de billetes, las flores y la confección de un enorme
cuadro oficial que se colgó en la basílica de
San Pedro, mostrando a la madre Seton en gloria. La cuenta
llegaba, finalmente, a más de doscientos cincuenta
mil dólares.
Los funcionarios de la congregación prefieren hablar,
cuando se los presiona, de entre cincuenta y cien mil dólares
aproximadamente, refiriéndose únicamente a la
ceremonia final. Pero la verdad es que no hay manera de establecer
el coste "medio" de la creación de un santo.
Obviamente, las causas de papas, las de personajes importantes
y conocidos o la de cualquier otro que haya dejado una extensa
obra escrita o de quien se haya escrito mucho, cuestan más
que la de una simple monja de convento. Y, lo que es más,
una vez que se ha lanzado una causa, resulta casi imposible
calcular lo que costará financiarla hasta el final.
Los funcionarios de la congregación insisten en que
ni siquiera retrospectivamente es posible establecer una cuenta
exacta.
En primer lugar, los procesos suelen tardar varias décadas
y, a veces, siglos. En muchos casos, se celebran juicios en
más de un país; de manera que un contable escrupuloso
debería contabilizar las fluctuaciones del valor monetario
en los diversos períodos y países.
En segundo lugar, la creación de santos es una industria
de empleo intensivo del trabajo, realizado en gran parte por
voluntarios o asignado a curas y a monjas cuyo mayor gasto
-su tiempo- no encarece en nada la postulación. Cada
año hay en Roma varias docenas de tales "colaboradores",
que trabajan en las causas ,de sus fundadores y son mantenidos
por sus órdenes religiosas. Así que, para establecer
el verdadero coste de una causa, sería preciso asignar
un valor monetario arbitrario al trabajo de personas que trabajan
por amor o, en todo caso, obligadas por el voto de pobreza.
El verdadero gasto de una orden religiosa o de una diócesis
es, por tanto, la pérdida de los servicios de quienes
abandonan su puesto para trabajar en un proceso.
En tercer lugar, el proceso de creación de santos
involucra a tantas instituciones de la Iglesia que hasta el
mejor contable tendría gran dificultad en registrarlas
todas. Los tribunales, por ejemplo, se componen de juristas
canónicos y de notarios empleados por la diócesis.
Ellos y el vicepostulador, que puede ser el párroco
de una iglesia, tienen derecho a un honorario y a la restitución
de sus gastos. El trabajo de archivo es realizado por otros,
generalmente clérigos, empleados por sus superiores.
Los testigos y los médicos tienen derecho a cobrar
los gastos de viajes y a la recompensa de las pérdidas
de ingresos que les pueda ocasionar el testimonio. Todo ello
forma parte de los gastos que una causa implica antes de llegar
a Roma, pero son lo bastante elevados como para que los obispos
sometidos a presiones económicas no siempre estén
dispuestos a tolerarlos.
Ahora bien, ¿qué sucede con esas "arcas
del Vaticano"? La historia de la creación de santos
ofrece ejemplos de príncipes y de familias acaudaladas
que agasajaban a Roma con incentivos. Hasta el siglo xx, los
asesores de la congregación no eran pagados en dinero,
sino en especie. Las actas de una causa del siglo XIX refieren,
por ejemplo, que a los asesores se les suministraban especias,
azúcar, chocolate y otras exquisiteces que escaseaban
por el bloqueo continental.
Es bastante natural que esas historias enfaden a los hacedores
de santos contemporáneos, ninguno de los cuales me
dio la impresión de vivir en la abundancia. "La
congregación no es una empresa comercial", dice
Gumpel, que enseña economía en el "studium"
que la congregación ofrece a los postuladores y a sus
colaboradores. De hecho, tras la eliminación de los
abogados y sus honorarios, la fase romana del proceso de creación
de santos parece relativamente barata. Los postuladores trabajan
gratis, excepto los pocos clérigos seglares o un lego
como Venanzi, a quienes los promotores de la causa les pagan
un honorario convenido. Los relatores cobran poco menos de
dos millones de liras mensuales (unos 1.650 dólares)
de la congregación. El postulador pasa cada mes la
factura de sus gastos a los promotores. Con frecuencia, las
causas de legos y de otras personas de fuera, de las que se
hacen cargo los postuladores generales de las grandes órdenes
religiosas, tales como los jesuitas, los franciscanos o los
carmelitas, se atienden gratis o por poco dinero.
Los viajes ocasionan una gran parte de los gastos; sobre
todo, a los postuladores, que deben verificar los posibles
milagros en donde sea que se produzcan. También las
facturas de teléfono se pueden acumular. La impresión
y encuadernación de una "positio" de mil
quinientas páginas, que es la extensión media
de las que tratan de vidas y virtudes, cuestan unos trece
mil dólares para una tirada aproximada de cien ejemplares.
Las "positiones" sobre milagros suelen ser más
breves y cuestan unos cuatro mil dólares [La impresión
de los documentos de la congregación no la realiza
el Vaticano ni se adjudica en subasta pública. Todos
los documentos de la congregación los imprime una sola
empresa, Tipographia Guerra, Piazza de Porta Maggiore, 2,
Rom]. Un decreto reciente del Vaticano, que permite el uso
de fotocopias, ha reducido en cierto grado esos gastos. Los
honorarios de los asesores históricos, teológico
s y médicos se acercan al salario mínimo de
un país tercermundista. En la actualidad, los historiadores
y teólogos cobran 500.000 liras (alrededor de cuatrocientos
quince dólares) por cada "positio" que estudian;
los médicos, unos veinticinco dólares más.
Los promotores de una causa deben contar, por tanto, con un
gasto mínimo de 6.400 dólares en honorarios
de asesores por juzgar una "positio" sobre virtudes
o martirio, más otras dos "positiones" sobre
milagros.
Como en las bodas, el coste de una ceremonia de beatificación
o de canonización depende de lo complicada que sea
la celebración. Aparte de los honorarios mencionados,
los viajes, el alojamiento y las comidas para los invitados
suman la mayor parte de los gastos. Si los promotores están
dispuestos a compartir el momento triunfal de su santo, el
Vaticano se muestra bastante proclive a beatificar o canonizar
a más de un siervo de Dios a la vez, posibilitando
así que se compartan los gastos.
Averiguar quién paga las facturas es casi tan difícil
como determinar los costes. En raras ocasiones, sucede que
una diócesis o una orden religiosa se hace cargo de
la mayor parte de los gastos. Pero, como la mayoría
de las cosas que hace la Iglesia, los gastos de la creación
de un santo los sufragan en última instancia los creyentes
en forma de contribuciones pagadas a los promotores, ya sea
directamente -que es lo más común-, ya indirectamente,
mediante la participación en los gastos. Algunas causas
populares, como la del papa Juan XXIII, generan muchos más
ingresos de lo que la postulación puede gastar jamás.
Cuando sucede esto, el dinero se invierte con asesoramiento
de los banqueros. Una vez pagados los gastos, el papa mismo
decide cómo disponer del excedente. La práctica
corriente es dedicarlo a "obras apostólicas"
en favor de los pobres, de ser posible relacionadas con la
obra del siervo de Dios. Con Palazzini, la congregación
ha instituido un fondo de ayuda a las causas de países
pobres: A las causas que tienen más de lo que necesitan
se les pide que contribuyan al fondo para que las Iglesias
del Tercer Mundo, sobre todo, no tengan que preocuparse de
los gastos cuando tienen un santo que promover.
Pese a la renuencia casi universal de las órdenes
religiosas a publicar los gastos de la creación de
santos, las Hermanas del Santísimo Sacramento para
los Indios y la Gente de Color me proporcionaron en la primavera
de 1990 el balance, lo más exacto que se pueda desear,
de una beatificación; en este caso, la de su fundadora,
Katharine Drexel, beatificada en 1988 (véase capítulo
6). Desde 1965, las hermanas han gastado, en total, 123.983
dólares en el proceso. De esta cifra, los gastos de
los tres postuladores locales, en viajes, microfilmes y otras
exigencias de los procesos ordinario y apostólico,
sumaban 64.657 dólares. La factura del padre Molinari,
como postulador en Roma, ascendía a 33.975 dólares,
incluidos los honorarios de asesores, los viajes y la imprenta.
El padre Joseph Martino, autor de la "positio",
ocasionó un gasto de 5.351 dólares.
La ceremonia de beatificación en Roma costó
más que el proceso de veintitrés años
que la precedió. Las hermanas aportaron 8.296 dólares,
más otros 30.587 para el viaje y alojamiento de treinta
de sus miembros y un regalo adicional de 10.000 dólares
"al Santo Padre para los pobres". La archidiócesis
de Filadelfia registra un gasto total de 143.000 dólares;
en su mayor parte, viajes, alojamiento y otros gastos relacionados
con la ceremonia.
Además, las hermanas gastaron otros 90.971 dólares
en servicios diversos. Pagaron 14.768 dólares a los
negros y a los indígenas norteamericanos invitados
a asistir a las ceremonias de Roma y de Filadelfia. Banquetes,
autobuses y gastos relacionados con la celebración
de Filadelfia sumaron otros 16.533 dólares. En publicidad
gastaron 22.089 dólares. En resumen la beatificación
de Katharine Drexel costó en total 333.250 dólares
de gastos verificables.
Para pagar el proceso y su aportación a las festividades,
las hermanas recibieron 26.575 dólares como contribución
a los gastos de su viaje a Roma. El resto de los gastos se
pagó con los intereses de un fondo establecido en 1927
por la hermana de Katharine Drexel, Louise Morrell. La señora
Monell estipuló que el dinero había de ser empleado
para algún "trabajo extraordinario" que las
hermanas decidieran emprender, y ellas supusieron que la beatificación
de Katharine Drexel era algo extraordinario. Así pues,
en última instancia, la familia Drexel -como muchas
familias reales de la vieja Europa- sufragó ella misma
los gastos de la beatificación de uno de sus miembros.
LAS PRIORIDADES: ¿TIENEN LOS PAPAS SUS FAVORITOS?
Mucha gente supone que Roma no sólo consigue los santos
que quiere, sino que quiere a algunos santos más que
a otros. La primera suposición es falsa y la segunda,
como la historia demuestra ampliamente, decididamente verdadera
[En un intento de complacer al clero de su antigua diócesis,
el papa Clemente X "canonizó a un antiguo héroe
local, Venancio, dejando a los historiadores del futuro la
tarea de elucidar quién fue exactamente ese personaje"].
Igual que sus predecesores, Juan Pablo II tiene prioridades;
pero ni Dios ni el sistema están siempre dispuestos
a complacerlo.
Cuando Juan Pablo II eligió a Palazzini como jefe
de la congregación, los críticos liberales del
papa interpretaron ese nombramiento como una señal
de que el pontífice polaco se estaba apoderando de
la maquinaria de creación de santos de la Iglesia a
fin de asegurar que únicamente los candidatos "seguros"
fuesen beatificados o canonizados. "La tarea de Palazzini
consiste, por tanto, en ocuparse de que no pase ningún
santo molesto", escribe Peter Hebblethwaite, veterano
corresponsal vaticano, en su reciente estudio sobre la Santa
Sede. "...No estoy insinuando que la C.C.S. (Congregación
para la Causa de los Santos) actual carezca de integridad
ni que su historia no sea digna de confianza. Simplemente,
se la está invitando a centrar su atención más
en unas direcciones que en otras."
En realidad, ni el papa ni el cardenal prefecto de la congregación
ejercen algo parecido a un control sobre el proceso de creación
de santos que acaso se pueda inferir de esa observación.
Por un lado, todas las causas, salvo las de los papas, las
inician los obispos locales; por otro, suelen pasar varios
decenios y, a veces, siglos antes de que una causa quede lista
para la decisión papal; en consecuencia, los papas
beatifican y canonizan casi siempre a unos candidatos cuyos
procesos se iniciaron durante el pontificado de sus antecesores.
Los papas pueden bloquear ciertas causas, y así lo
han hecho, por diversas razones; pero lo mismo hicieron muchos
obispos y, en algunos casos, los promotores mismos retiraron
su apoyo a la causa. El hecho decisivo es que el papa no puede
ordenar un proceso porque sí ni puede declarar santo
(o beato) a nadie hasta que la congregación no haya
concluido sus trabajos.
Juan Pablo II, por ejemplo, introdujo, cuando todavía
era arzobispo de Cracovia, la causa de una monja polaca, Faustina
Kowolska. En 1983 esperaba poder beatificarla durante su segunda
visita pastoral a Polonia; pero la congregación no
había terminado todavía el estudio de la causa,
de modo que el papa tuvo que conformarse con beatificar a
otros tres paisanos suyos, una monja, un sacerdote y un fraile,
cuyos procesos estaban completos.
Sería ingenuo, sin embargo, afirmar que los papas
jamás influyen en el proceso de creación de
santos. Al contrario, los candidatos controvertidos son siempre
cuidadosamente vigilados por los papas y, a menudo, también
por el secretario de Estado. En el caso del salvadoreño
Oscar Romero, Juan Pablo II demostró que no tiene reparo
en influir en una causa aun antes de que se haya iniciado.
De modo semejante, como veremos, él y sus consejeros
políticos opusieron fuertes objeciones pastorales a
la solicitud, presentada en 1988 por los obispos de Vietnam,
de canonizar a un grupo de mártires. Asimismo, en el
discutido caso de su paisano el padre Maximilian Kolbe (capítulo
4), Juan Pablo II se alineó con las jerarquías
alemana y polaca al exigir que el candidato fuese reconocido
como mártir. Además, el papa tiene el derecho
-y a veces hace uso del mismo- de negarse, por una variedad
de razones que no está obligado a explicar, a aceptar
una causa que haya sido juzgada aceptable por la congregación.
Como todos los departamentos del Vaticano, la Congregación
para la Causa de los Santos existe gracias a la autoridad
del papa y está a su servicio. Pero existe también
para servir a las Iglesias locales -más quizá
que ningún otro órgano del Vaticano- y, a la
luz de su propia experiencia en la creación de santos,
la congregación ha desarrollado ciertas prioridades
administrativas.
En una reunión que se celebra cada año en noviembre
o diciembre, los funcionarios de la congregación eligen
a los siervos de Dios cuyas virtudes serán discutidas
durante el año siguiente. En teoría, las causas
se asignan por rotación, según el número
de acta asignado a cada causa el día que la congregación
recibe del obispo local la solicitud del "nihil obstat";
en la práctica, el orden se ajusta a diversas prioridades
burocráticas; por ejemplo, cuanto más cerca
esté una causa de su término, tanto mayor prioridad
se le otorga. Dado que para la beatificación de un
mártir no se requieren milagros, normalmente se da
preferencia a los mártires frente a los que no lo son.
De modo análogo, cuando alguien que no es mártir
puede acreditar algún milagro prometedor, es probable
que su causa sea discutida antes que la de otro que no tiene
nada equivalente que presentar.
Tardé varios meses en captar el desigual ritmo burocrático
de la congregación. Los asesores teológicos
se reúnen normalmente cada jueves, excepto durante
los meses de vacaciones, julio y agosto. En estas reuniones
programadas, sólo discuten las causas basadas en martirio
o en virtudes heroicas; las relacionadas con milagros se insertan
en el programa -generalmente, los jueves o los viernes- en
cuanto están listas para ser tratadas. En un buen año,
la congregación puede despachar, por tanto, unas veinte
"positiones", pero el orden en que son tratadas
está sujeto a múltiples presiones y consideraciones
por parte del papa.
Mucho más que ninguno de sus predecesores, Juan Pablo
II es un papa viajero. En sus viajes, le gusta presentar nuevos
beatos a las Iglesias locales; sobre todo, a las Iglesias
relativamente nuevas de África y de Asia. De esa manera,
Juan Pablo II usa la beatificación de personajes locales
para vincular esas jóvenes y culturalmente diversas
comunidades católicas a la Iglesia universal y, por
supuesto, al Santo Padre de Roma. Una vez establecidos sus
proyectos de viaje, los funcionarios de la congregación
solicitan de sus relatores y postuladores información
sobre qué candidatos de los países en cuestión
están listos para una beatificación a corto
plazo. (Los santos, porque se supone que han de ser modelos
para la Iglesia entera, son canonizados generalmente en la
basílica de San Pedro, en Roma.) Así pues, la
"positio" ya terminada sobre un candidato poco prioritario
u originario del país "equivocado" puede
esperar durante años, mientras otras se juzgan con
celeridad.
Aparte de los viajes pontificios, surgen situaciones especiales
cuando el papa debe elegir entre candidatos rivales a una
beatificación o canonización relacionada con
ciertas reuniones celebradas en Roma. El caso más reciente
ocurrió en 1987, cuando se celebraron en San Pedro
cinco beatificaciones y canonizaciones en relación
con el Sínodo Mundial de los Obispos. El tema del sínodo
eran los legos, y a lo largo de los tres años anteriores
a la reunión, promotores, postuladores, relatores,
obispos locales y diplomáticos pontificios se esforzaron
por promover a sus candidatos favoritos.
Y, no obstante, persiste la sensación -en Roma y en
la Iglesia entera- de que los papas tienen sus favoritos.
Aunque algunos de los funcionarios de la congregación
lo niegan, hay otros que afirman que Juan Pablo II les ha
hecho saber, a través de Palazzini, que ciertos tipos
de santos son más importantes que otros. Sea cual sea
la fuente, las prioridades de la congregación durante
el papado de Juan Pablo II son bastante predecibles.
Ante todo, la congregación quiere más santos
legos. Esa prioridad refleja en parte los deseos de muchos
obispos, que han criticado repetidamente a Palazzini por no
ofrecer a la Iglesia más modelos de santidad para un
grupo que constituye, de hecho, la inmensa mayoría
de la cristiandad. En consecuencia, algunas "positiones"
de monjas, como la de la canadiense sor Maria Anna Blondin,
cuya causa está lista para sentencia desde hace cinco
años, se posponen rutinariamente en beneficio de otras,
relativas a legos y legas. De todos modos, las mujeres como
tales no tienen prioridad. Aunque solamente el veinte por
ciento de los santos canonizados hasta el siglo xx han sido
del sexo femenino, desde entonces el número de mujeres
canonizadas se ha quintuplicado. Pero las mujeres casadas
siguen siendo, sin duda, como veremos en el capítulo
11, la clase más rara de santos.
La congregación concede prioridad también a
las causas provenientes de países que aún no
tienen santos o que tienen muy pocos. A primera vista, eso
parece bastante plausible; pero, a la hora de la verdad, esta
última categoría incluye todos los países
del mundo menos Italia, España y, en menor grado, Francia.
Incluye hasta Irlanda, la legendaria Isla de los Santos, la
mayoría de los cuales murieron mucho antes de que hubiera
un proceso formal de canonización.
Finalmente, la congregación otorga prioridad a los
candidatos que representan a oficios o pueblos -a menudo,
inmigrantes- que no tienen ningún santo que celebrar.
Fue esa prioridad "pastoral" la que persuadió
en 1980 a Juan Pablo II a beatificar a Kateri Tekakwitha,
una india mohawk muerta en 1680 y primer indígena estadounidense
que recibió tal honor, a pesar de que ninguno de los
milagros que se atribuyen a su intercesión pudo ser
verificado [Otro personaje americano altamente prioritario
es Pierre Touissaint (1766-1853), esclavo haitiano y lego
emigrado a Nueva York en 1787, donde ayudó a fundar
el primer orfanato católico de la ciudad. Touissaint
tiene devotos y apasionados seguidores entre los haitianos
de la archidiócesis de Nueva York, según descubrí
al visitar su tumba en 1988, en el aniversario de su muerte.
Una comisión de historiadores ha estado investigando
lentamente su vida y sus virtudes; pero, a diferencia del
cardenal Cooke, Touissaint no parece figurar entre las prioridades
más urgentes del cardenal John O'Connor. En 1989, O'Connor
consintió finalmente en abrir un proceso formal].
De hecho, las prioridades de la congregación vienen
a ser un esfuerzo de invertir los esquemas del pasado, haciendo
que la comunidad de beatos y santos sea más representativa
de la Iglesia mundial emergente. Como demuestran las estadísticas,
el grupo menos representado en proporción es el de
los laicos. Desde 993, fecha de la primera canonización
papal, hasta 1978, inicio del pontificado de Karol Wojtyla,
hubo doscientas noventa y tres canonizaciones; sólo
el diecinueve por ciento de los afectados eran seglares. De
las mil doscientas sesenta personas beatificadas desde el
siglo XVII hasta la elección de Wojtyla, el treinta
y cinco por ciento eran seglares. Esa falta de representación
de los legos católicos resulta tanto más chocante
si observamos que la mayoría de los santos legos no
fueron canonizados como ejemplos individuales de virtud cristiana,
sino como miembros relativamente anónimos de grupos
perseguidos, asesinados por la fe y, por lo general, mezclados
con clérigos y con religiosas.
Durante el pontificado de Juan Pablo II, esa proporción
no ha experimentado ningún cambio significativo, pese
a las prioridades de la congregación. Hasta 1987, cuando
la Iglesia celebró el "Año del Estado Seglar",
no había canonizado ni un solo laico por virtudes heroicas.
Los únicos santos legos eran miembros relativamente
anónimos de grandes casos de martirio colectivo; tal
es el caso de los mártires japoneses del siglo XVII,
de los vietnamitas asesinados en los siglos XVIII y XIX y
de los coreanos muertos en el XIX. Como era de esperar, durante
el pontificado del papa viajero de Polonia se ha ampliado
la representación geográfica; sobre todo, en
cuanto al número de santos y de beatos originarios
de Asia, África y otras regiones que ha visitado.
A la luz de sus prioridades, podría suponerse que la
congregación estuviera controlando de alguna manera
hasta qué grado aquéllas se cumplen. Pero el
hecho es. que la congregación ha considerado tradicionalmente
los estudios sociológicos sobre la santidad como ejercicios
profanos; desde el punto de vista del Vaticano, a los santos
los hace Dios, no la Iglesia, y toda insinuación de
que las motivaciones o las instituciones humanas puedan jugar
en ello un papel decisivo está mal vista. En consecuencia,
nadie en la congregación sabe cuántas causas
han llegado a qué fase del proceso ni de dónde
proceden los candidatos, ni cuántos de ellos son sacerdotes,
clérigos, laicos, etcétera. En 1987, un anónimo
católico estadounidense donó un ordenador a
la congregación para que los funcionarios pudieran
seguir mejor las causas que tenían en sus libros. Pero
aún faltaba el permiso de la oficina de personal del
Vaticano para contratar a un técnico competente que
programase el ordenador. Aun así, los datos disponibles
sugieren que los santos del futuro no serán muy diferentes
de los del pasado.
Si echamos una ojeada, por ejemplo, a la última edición
(1988) del "lndex ac Status Causarum" ("Índice
y estado de las causas"), publicación periódica
-en latín- de la congregación, hallaremos listadas
mil trescientas sesenta y nueve causas activas, algunas de
las cuales datan del siglo XV. El padre Beaudoin, compilador
del "lndex", calcula que no más del veinte
por ciento de las mismas son de legos. Igual que en el pasado,
Italia, España y Francia tienen más candidatos
que otros países. Solamente Roma tiene ochenta y cinco
causas pendientes y Nápoles, setenta y cinco: muchas
más que la mayor parte de los países del mundo.
Informaciones más precisas se hallan en un informe
preparado por Palazzini en 1987 para el Sínodo de Seglares.
El informe abarca las doscientas setenta y cinco causas introducidas
en Roma de 1972 a 1983; el objetivo declarado era recordar
a los obispos que, si a la Iglesia le faltaban candidatos
laicos, la culpa la tenían ellos, no la congregación.
El informe incluía las siguientes categorías:
Seglares: 50
Hombres: 18
Mujeres: 17
Niños menores de 18 años, de ambos sexos:
15
Jerarquía: 22
Cardenales: 2 Arzobispos: 5 Obispos: 14 Abades: 1
Clero secular: 55
Religiosos: 156
Hombres: 67
Mujeres: 87
Ermitaños (sin indicación de sexo): 2
Distribución geográfica: 33 países
Europa: 236 (Italia, 123; España, 62)
Las dos Américas: 29
Asia: 8 (Japón, 4)
Océano Pacífico: 3
En suma, de los doscientos sesenta y ocho candidatos adultos,
cerca del trece por ciento son legos y el sesenta y dos por
ciento, varones. En el futuro, igual que en el pasado, Italia
y España tendrán el mayor número de causas.
Para 1990, la congregación tiene programadas veintiséis
causas de martirio y virtudes heroicas para ser discutidas
por los asesores; de éstas, veintitrés son de
Europa Occidental, dos del Canadá y una de Méjico.
"Plus ca change..."
Pero, en un aspecto importante, Juan Pablo II ha introducido
un cambio. El papa desea tener más candidatos entre
los que elegir y, con Palazzini, la congregación ha
incrementado su producción en varios niveles. Palazzini
amplió la lista de asesores, tanto médicos como
teólogos, y obtuvo la aprobación papal para
dividir a los cardenales y obispos de la congregación
en dos grupos, duplicando así el número de causas
que pueden juzgar cada año. "Nos estamos convirtiendo
en una fábrica", dice Eszer, y Beaudoin se pregunta
si la congregación no está inundando el mercado.
Juan Pablo II ha celebrado, durante los primeros once años
de su pontificado, más beatificaciones que todos sus
antecesores de este siglo juntos.
Si Juan Pablo II tiene alguna prioridad particular, semejante
récord sugiere que es simplemente la de hacer más
santos, a fin de multiplicar y completar los ejemplos de santidad
de la Iglesia. En ese sentido, sólo está acelerando
una tendencia a incrementar el número de beatificaciones
y canonizaciones que se ha podido observar en cada uno de
los cuatro últimos siglos. Pero el verdadero cambio
que se ha producido con Juan Pablo II es, como demuestran
las cifras, el enorme aumento del número de beatificaciones.
Tal vez tenga razón Eszer cuando afirma que el papa
actual utiliza el proceso de creación de santos como
una manera de contrarrestar la influencia de los teólogos
morales que están en desacuerdo con sus enseñanzas.
Pero, sean cuales sean sus intenciones personales, una cosa
está clara: aunque la finalidad ultima de toda causa
sigue siendo la canonización, el trabajo esencial de
los hacedores de santos consiste en demostrar la virtud heroica
-o el martirio- y allanar así el camino hacia la beatificación.
Teológicamente hablando, de todos modos, la beatificación
no ofrece a los creyentes ninguna garantía de que el
beato a quien se les permite venerar esté realmente
con Dios en el Paraíso. Es precisamente debido a esa
incertidumbre que la Iglesia exige un milagro de intercesión
adicional, además del necesario para la beatificación,
antes de que el beato pueda ser canonizado. Pero un milagro
es solamente una señal de Dios. Lo que hace "teológicamente
cierto" que un santo está con Dios es la solemne
declaración papal de canonización. Así
pues, lo que distingue la canonización de la beatificación
es, según la congregación, un acto de infalibilidad
del papa. En otras palabras, un papa se puede equivocar al
declarar beato a alguien; pero, según la teología
operativa de los hacedores de santos, no se puede equivocar
-ellos insisten efectivamente en que ningún papa se
ha equivocado jamás- cuando canoniza solemnemente a
un santo. A los hacedores de santos no les cabe ninguna duda
de que eso es así; pero por qué es así
sigue siendo materia de debate teológico. Lo que nunca
se ha explicado satisfactoriamente es, sin embargo, de qué
manera esa creencia en la infalibilidad de la canonización
se relaciona con las pruebas de santidad establecidas por
la congregación.
LA CANONIZACIÓN Y LA INFALIBILIDAD PAPAL
Durante por lo menos siete siglos, los teólogos católicos
romanos han debatido la cuestión de si la Iglesia -y,
particularmente, el papa- puede equivocarse al declarar la
santidad de una persona. Tomás de Aquino, que fue,
al parecer, el primero en plantear la cuestión, opinaba
que "los honores que rendimos a los santos son una cierta
profesión de fe por la cual creemos en su gloria, y
"se ha de creer piadosamente" que incluso en ese
punto el juicio de la Iglesia no es capaz de errar".
(El entrecomillado es mío, K.L.W.) Una vez que la canonización
estuvo firmemente en manos de los papas, los argumentos esgrimidos
en favor de la infalibilidad de la canonización se
centraron en la convicción de que el papa, como sucesor
de san Pedro, es guiado en esa decisión, como en otras
materias de la fe y de la moral, por el Espíritu Santo.
No deja de ser interesante que la Iglesia no ha sido nunca
capaz de establecer como doctrina la infalibilidad de las
canonizaciones, ni tan siquiera en el I Concilio Vaticano
(1869-1870), que definió el dogma de la infalibilidad
papal. En consecuencia, muchos teólogos no consideran
la canonización un ejercicio de la infalibilidad del
papa. Pero los funcionarios de la congregación no tienen
la menor duda de que cada canonización es una decisión
infalible e irrevocable del pontífice supremo, y aducen
una larga tradición de opiniones teológicas
para justificar su posición.
El argumento principal se basa en la coherencia lógica
y la necesidad teológica. Molinari subraya que, en
el Concilio de Trento, los padres del concilio declararon
que los santos deben ser venerados por la Iglesia; por consiguiente,
razona él, esa doctrina "implica como su correlato
el poder de canonizar, porque de otro modo los creyentes no
sabrían a quién invocar como intercesor ni a
quién tomar como modelo de virtud cristiana".
Una segunda línea de argumentación emana de
la fórmula verbal que el papa emplea en la canonización
de los santos, que dice literalmente: "Decidimos y definimos
solemnemente que... (nombre) es un santo y lo inscribimos
en el registro de los santos, declarando que su memoria será
guardada con piadosa devoción por la Iglesia universal"
La formulación decisiva es "decidimos y definimos
solemnemente", las mismas palabras que usan los papas
y los concilios de la Iglesia al definir los dogmas de fe.
Por tanto, concluye otro teólogo, "el papa no
puede, mediante una solemne definición, introducir
en la enseñanza de la Iglesia universal errores relativos
a la fe y a la moral". Un tercer argumento considera
la siguiente alternativa: ¿qué pasaría
si la canonización no estuviera protegida por la infalibilidad?
"Si la Iglesia recomendase a la veneración universal
de los fieles la vida y la conducta de un hombre que, en realidad,
conducen a la condenación, induciría entonces
a error a los creyentes."
Una cosa es argüir que la canonización es algo
tan importante que debe ser amparada por la infalibilidad
papal; pero parece un poco precipitado afirmar -como han hecho
algunos teólogos durante siglos- que ningún
papa ha sido jamás convicto de error al declarar santo
a alguien. Hasta los mejores historiadores admiten que su
trabajo está expuesto a error, y ningún abogado
o juez pretende que las decisiones de los tribunales sean
siempre justas. ¿Cómo reacciona la congregación
cuando se descubren pruebas indicativas de que un papa se
ha equivocado? Eso fue exactamente lo que sucedió a
mediados de los años ochenta, cuando la congregación
se vio envuelta en un singular debate público.
En marzo de 1985, un periodista italiano de izquierdas, Giordano
Bruno Guerri, publicó un libro sensacionalista titulado
"Pobre asesino, pobre santa: la verdadera historia de
Maria Goretti", en el que afirmaba que la Iglesia y el
régimen de Mussolini habían conspirado para
inventar el martirio de una de las santas modernas más
queridas de Italia. El libro provocó grandes titulares
en la prensa anticlerical italiana, lo que obligó a
la congregación a salir en defensa de la integridad
del proceso de creación de santos.
Maria Goretti era una de los cinco hijos de una campesina
viuda que vivía en una pequeña aldea de la Campagna
romana. Tenía apenas doce años cuando, el 2
de julio de 1902, Alessandro, un vecino de unos dieciocho
años, irrumpió en la casa e intentó violada.
Ella se resistió, y el joven le asestó varias
puñaladas. La niña sobrevivió lo bastante
como para perdonar al. agresor y recibir la última
eucaristía.
Alessandro fue condenado a treinta años de prisión
y se mantuvo impenitente hasta que su víctima se le
apareció en un sueño, recogiendo flores y ofreciéndoselas
a él. De ahí en adelante, se cuenta que se convirtió
en un presidiario ejemplar y se le perdonaron los tres últimos
años de la condena. Se dirigió inmediatamente
a la madre de Maria y solicitó su perdón. Mientras
tanto, la historia de Maria se había apoderado de la
imaginación de los italianos; miles de ellos buscaron
su intercesión, y centenares afirmaban haber recibido
milagros. En poco tiempo, la niña campesina se convirtió
en un poderoso símbolo de pureza sexual. Cuando el
papa Pío XII la declaró beata en 1947, salió
al balcón de San Pedro acompañado por la madre
de Maria y dos de sus hermanos. En un discurso que sería
reproducido por los periódicos de toda Europa, el papa
aprovechó la ocasión para denunciar a aquellos
que, desde la industria del cine y de la moda, desde la prensa,
el teatro e, incluso, desde el ejército, que poco antes
había reclutado a mujeres, corrompían la castidad
de la juventud. Tres años más tarde, el mismo
papa declaró santa a Maria Goretti, ante la mayor multitud
jamás reunida para asistir a una canonización.
En las cuatro décadas que siguieron a su canonización,
Maria Goretti se había convertido en el icono más
popular de la santa virginidad, después de la Virgen
María misma. En efecto, en donde quiera que haya escuelas
católicas se continúa ensalzando a Maria Goretti
como encarnación heroica de la ética sexual
de la Iglesia. Pero ella es también importante para
la historia de la creación de santos; técnicamente
hablando, no murió por la fe, sino más bien
en defensa de la virtud cristiana: una ampliación significativa,
aunque hoy ya rutinaria, de los motivos por los que un candidato
puede ser declarado mártir.
Al atacar a Maria Goretti, por tanto, Guerri eligió
como blanco a una santa cuya historia había venido
a identificarse con las enseñanzas de la Iglesia sobre
la pureza sexual. Y, lo que es más, el libro se publicó
en un momento en que las feministas y otros italianos clamaban
por la legalización del aborto. Basándose en
un examen del proceso canónico y del juicio estatal
contra Alessandro, Guerri llegó a la conclusión
de que las pruebas no demostraban la culpabilidad del joven;
incluso insinuó que Maria había tenido finalmente
la intención de ceder a los requerimientos de Alessandro.
Guerri afirmaba además que Pío XII había
aspirado deliberadamente a convertir en santa a Maria Goretti
a fin de contrarrestar la inmoralidad sexual de las tropas
norteamericanas, en su mayoría protestantes, que liberaron
Italia en 1944.
El efecto del libro de Guerri fue el de cuestionar la integridad
y los métodos de todo el proceso de creación
de santos. Por primera vez en su historia, la poco conocida
congregación se vio confrontada con un escándalo
de gran envergadura. Palazzini respondió con el nombramiento
de una comisión de nueve expertos de los campos de
la historia, la jurisprudencia secular, la teología
y el derecho canónico, para que examinaran las acusaciones
de Guerri. Meses después, la comisión publicó
un "libro blanco" en el que se atacaba la credibilidad
del libro de Guerri, argumentando que éste había
cometido varios centenares de errores, tanto en lo relativo
a los hechos como en cuanto a la interpretación de
los mismos. Guerri respondió amenazando con demandar
por difamación a los autores del documento vaticano.
Eszer, a quien le encanta la polémica verbal, se presentó
a un debate público con Guerri en la televisión
romana; el periodista no supo refutar las críticas
del Vaticano y, finalmente, retiró su amenaza.
Lo que me interesó en el escándalo Guerri fue
que la congregación en ningún momento consideró
la posibilidad de reabrir la causa. De haberlo hecho, se me
explicó, la congregación se hubiera colocado
en la posición insostenible de querer revisar una declaración
infalible del papa. Es éste, por consiguiente, un importante
efecto de la infalibilidad papal sobre la creación
de santos: la decisión del pontífice es definitiva
e irrevocable, y a los católicos romanos no les está
permitido cuestionar la santidad de ningún santo canonizado
por el papa, por muy controvertida que sea la infalibilidad
de las canonizaciones pontificias.
Un examen más detenido revela, sin embargo, que la
infalibilidad del papa no ofrece una garantía ilimitada.
En primer lugar, no se aplica a la inmensa mayoría
de los santos de la Iglesia, sino únicamente a aquellos
que, según Gumpel, fueron canonizados "después
de llevarse a cabo todas las investigaciones científicas
debidas, tal como fue la práctica desde 1588, año
en que el papa Sixto V fundó la Congregación
de Ritos". Ello no quiere decir que los personajes bíblicos,
como Pedro y Pablo, o los patronos medievales, como Bernardo
y Francisco de Asís, sean santos cuestionables; sino
únicamente que la certeza de su destino espiritual
no se halla garantizada por la infalibilidad papal.
Pero lo que quiere decir también es que el horizonte
mental particular de la congregación, su universo operativo,
se origina con su propia fundación institucional en
1588. Por ejemplo, el primer santo mencionado en la lista
de la congregación, el "lndex ac Status Causarum",
no es el protomártir Esteban, sino Jacinto, un misionero
dominico, nacido cerca de Cracovia en 1185, muerto el día
de la Asunción del año 1257 y canonizado por
el papa Clemente VIII en 1594, casi tres siglos y medio después.
Esa perspectiva institucional parece sugerir que Jacinto es
el primer santo cuya canonización estuvo amparada por
la infalibilidad papal, precisamente porque su canonización
fue la primera que se celebró desde la fecha en que
la congregación estableció su método
"científico" para investigar las vidas de
los santos potenciales. Y, sin embargo, los hechos relativos
a la vida de Jacinto y los milagros que se le atribuyen son,
como los bolandistas y otros han demostrado, notoriamente
poco fiables [Los actuales hacedores de santos lo reconocen;
si bien argumentan, con bastante razón, que la investigación
de la causa de Jacinto era ya antigua y no se llevó
a cabo conforme a los procedimientos estrictos establecidos
en 1588]. ¿Qué significa, entonces, la afirmación
de que el papa no se puede equivocar al canonizar a un santo,
cuando las subsiguientes investigaciones históricas
demuestran, como en el caso de Jacinto, que no estaban en
posesión de los hechos históricos?
La respuesta es que la infalibilidad papal no se aplica,
en segundo lugar, a las afirmaciones de hechos históricos
ni a las reivindicaciones de milagros que los hacedores de
santos puedan enunciar en favor de su candidato. De hecho,
no garantiza ni siquiera la veracidad de los hechos que el
papa mismo pueda incorporar a su solemne declaración
de canonización. En una palabra, la infalibilidad papal
se aplica únicamente a aquello que no puede ser comprobado
por la indagación humana, es decir, al hecho de que
el candidato está con Dios en el Paraíso, y
a nada más de todo lo relativo a la vida, las virtudes
o los milagros de intercesión del candidato.
La paradoja es evidente: la infalibilidad papal se aplica
únicamente a los santos cuyas causas son productos
de la congregación desde que sus actividades fueron
sistematizadas en 1588, pero la integridad de dicho sistema
no afecta de ninguna manera la infalibilidad de la decisión
pontificia. En resumidas cuentas, la decisión del papa
es infalible porque es el papa quien la toma, pero el sistema
por el cual se hacen los santos no lo es. Efectivamente, de
no haber sido así, tampoco habría habido necesidad
alguna de reformar el sistema.
Si la creación de santos requiere la protección
de la infalibilidad papal o no, sigue siendo una cuestión
discutible, lo no discutible es la postura de los propios
hacedores de santos. Éstos están convencidos
de ser los únicos estudiosos en el mundo cuyas indagaciones
se encaminan a una conclusión definitiva protegida
por obra del Espíritu Santo. No por ello se preocupan
menos de averiguar la verdad acerca de las vidas que estudian;
por el contrario, como demostró el escándalo
Guerri, son muy conscientes de la necesidad imperiosa de demostrar
la santidad del candidato más allá de toda duda
razonable; y pese a que sus trabajos son muy raramente cuestionados
-ni aun leídos- por personas ajenas a la congregación,
de sus documentos se espera que resistan el más severo
escrutinio. Finalmente, se me permitió examinar personalmente
varias causas y sacar mis propias conclusiones.
Hasta cierto punto, los nuevos hacedores de santos de Roma
son como universitarios seculares, libres de buscar la verdad.
Pero no trabajan en nada parecido a un ambiente universitario
moderno; no pueden elegir el tema sobre el que trabajan ni
controlar la disposición final de sus trabajos, e incluso,
después de la reforma de 1983, los relatores y postuladores
deben respetar las categorías heredadas por las que
la Iglesia ha venido a identificar a los santos como tales.
¿Hasta qué grado son flexibles esas categorías?
La primera prueba y la más interesante fue, a mi entender,
el martirio. ¿Qué significa, en un contexto
de la moderna guerra "total", morir por Cristo?
Para los hacedores de santos no se trata de una cuestión
meramente abstracta. Desde el comienzo de la II Guerra Mundial
han transcurrido cincuenta años, el plazo mínimo
que Roma suele dejar pasar antes de iniciar una causa. Juan
Pablo II es un hombre que se ha formado bajo la experiencia
de dicha guerra, y lo mismo vale para varios de los hacedores
de santos, sobre todo Eszer y Gumpel, que también vivieron
su infancia y juventud bajo el nazismo. Por un capricho de
la historia, a estos hombres les toca juzgar si algunos prominentes
católicos, asesinados por los nazis, murieron verdaderamente
por la fe.
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