LA
FABRICACIÓN DE LOS SANTOS
Autor: Kenneth L. Woodward
CAPÍTULO 4. EL TESTIMONIO DE LOS MÁRTIRES
La mañana del 1 de agosto de 1987, el pequeño
vestíbulo del hotel Gülich, de Colonia (Alemania
Occidental), se había llenado de judíos. Eran
miembros de un clan familiar, unas dos docenas en total, cuyos
padres y abuelos alemanes fueron dispersados por los pogromos
de Hitler entre Estados Unidos, América del Sur y Canadá.
Cuatro de ellos habían muerto en los campos de exterminio
de los nazis. Una de las víctimas era Edith Stein -Tante
Edith, para las sobrinas-, quien aquella misma tarde había
de ser declarada mártir por Juan Pablo II, bajo el
nombre de sor Teresa Benedicta de la Cruz. Pero, una mártir
¿de quiénes? Para los judíos de todo
el mundo, Edith Stein era una de los seis millones de judíos
asesinados en el holocausto; para el papa, ella era también,
y ante todo, una mártir de la Iglesia.
La beatificación de Edith Stein indignó a muchos
israelíes y otros judíos. ¿Por qué,
preguntaban los críticos, la Iglesia colocaba la corona
del martirio en la cabeza de una sola judía apóstata
cuando millones de otros judíos -niños, abuelos,
madres y padres- habían perecido a manos de los nazis?
Una vez más, se decía, el primer papa polaco
intentaba despojar el holocausto de su significado específico
-el genocidio de los judíos europeos-, centrando la
atención en aquellos cristianos que fueron también
víctimas de los nazis. ¿No era ése -se
insinuó- un intento de usar el proceso de creación
de santos para distraer la atención de la complicidad
en que la propia Iglesia incurrió con su silencio ante
la guerra de los nazis contra los judíos? ¿Por
qué la Iglesia había elegido, entre todos los
cristianos asesinados por los nazis, a una conversa que, en
pleno holocausto, le pidió a Dios que aceptara su vida
como sacrificio expiatorio de la "impiedad" de los
judíos?
"Esa propuesta santidad los judíos no la tragan",
escribió la novelista norteamericana Anne Roiphe en
sus reflexiones sobre el holocausto. "... Si molesta
no es porque Edith Stein haya elegido otra religión,
sino porque ella no pudo escapar a su certificado de nacimiento.
Su consagración religiosa fue un asunto privado y,
a todas luces, la decisión sincera de un intelecto
extraordinario; pero no murió porque lo hubiese elegido,
con honor, con dignidad, con algún propósito,
religioso o de otro tipo. Simplemente, murió como todos
los demás."
El Vaticano había esperado críticas de parte
de los judíos, aunque no el apasionado grito de protesta
que el nombre de Edith Stein continúa evocando. Efectivamente,
durante los meses anteriores al viaje pontificio a Colonia,
los cardenales de la Congregación para la Causa de
los Santos habían discutido incluso si no sería
"pastoral mente oportuno" posponer la beatificación
hasta que el Vaticano lograse apaciguar a los críticos.
Pero los obispos de Alemania y de Polonia apoyaban enérgicamente
la idea de proclamar mártir a Stein, y hay que concluir
que lo mismo hizo Juan Pablo II. Como arzobispo de Cracovia
y como papa, en más de una ocasión había
invocado en público el nombre de Edith Stein como víctima
propiciatoria del holocausto. Además, su propia evolución
intelectual como filósofo había recibido la
influencia de la vida y del pensamiento de Edith Stein.
La beatificación de Edith Stein, que examinaremos
más adelante, es uno de los episodios más controvertidos
del pontificado de Juan Pablo II. Más que ninguna otra
causa reciente, centró la atención del público
en las finalidades y los métodos del proceso de creación
de santos. Pero la decisión papal de beatificar a Stein
no tenía nada que ver con la cuestión de si
ella merecía o no el título de mártir
de la fe; esa cuestión debían resolverla los
hacedores de santos. Desde su punto de vista, la causa de
Edith Stein era uno de tres procesos importantes -el primero
que se debatió de la época nazi- que permitieron
a la congregación ampliar y, hasta cierto grado, redefinir
sus criterios tradicionales de las pruebas de martirio. En
su conjunto, esas tres causas abrieron un nuevo capítulo
en la evolución del concepto del martirio que tiene
la Iglesia y, como veremos, plantearon nuevos interrogantes
acerca de la relación entre la fe religiosa y la acción
política.
EL NAZI COMO "TIRANO" MODERNO
La Iglesia católica romana nunca ha enunciado una
definición dogmática del martirio. La Iglesia
primitiva desarrolló un modelo clásico del mártir
-y de las condiciones del martirio-, por el cual, desde entonces,
se ha reconocido a ciertos individuos como mártires
de la fe. Como ya hemos visto, los primeros mártires
cristianos fueron aceptados y celebrados como imitadores de
la pasión y muerte de Cristo. El clásico mártir
cristiano es, por tanto, una víctima inocente que muere
por la fe a manos de un tirano que se opone a la fe. Como
Jesucristo, el mártir clásico no busca la muerte,
pero la acepta libremente cuando se lo desafía a renunciar
a su fe o a cometer otros actos contrarios a los valores cristianos.
Y, también como Jesucristo, el mártir clásico
perdona a sus enemigos.
Del mismo modo, el juicio de Jesucristo ofrece el paradigma
por el cual se establecen las condiciones clásicas
del martirio cristiano: en el caso ideal, el mártir
es interrogado ante un tribunal y, con su fidelidad, "provoca
al tirano" mediante una confesión de fe. Así
pues, la preocupación de los romanos por los procedimientos
legales, tal como se desprende de los informes de los procónsules
sobre los interrogatorio s a los que sometieron a los antiguos
mártires cristianos, tuvo una importancia fundamental
para la evolución de la concepción jurídica
de la creación de santos. Sin esa documentación
o sin las declaraciones de testigos, ¿cómo se
podría verificar el martirio?
En la mayoría de los casos, el martirio es también
un acto político. Jesucristo mismo fue perseguido por
atacar a las autoridades de la sinagoga. Los cristianos primitivos
desafiaron la base sacrosanta de la autoridad romana al negarse
a venerar al emperador como a un ser divino. Una vez la Iglesia
misma adquirió una autoridad temporal sobre sus súbditos,
además de la espiritual, la línea divisoria
entre el martirio político y el religioso se hizo más
difícil de discernir. A partir de entonces, podía
ser un mártir de la fe quien muriese en defensa de
los derechos de la Iglesia: en el siglo XII, por ejemplo,
el arzobispo Thomas Becket fue canonizado al poco tiempo de
su muerte, por haber defendido las prerrogativas de la Iglesia
inglesa contra el rey Enrique II. Más tarde, en la
época de los descubridores europeos, los misioneros
que seguían las banderas de diferentes países
murieron con frecuencia porque, a los ojos de aquellos a quienes
iban a convertir, sus intenciones resultaban a menudo imposibles
de distinguir de las de los soldados, que pretendían
conquistar y explotar. Incluso, cuando cristianos mataban
a otros cristianos, como en las guerras de religión
de la era de la Reforma, los motivos políticos se hallaban
íntimamente ligados a las confesiones religiosas.
Ante tal trasfondo, Benedicto XIV estableció unos
criterios estrictos que continúan guiando hasta hoya
quienes tratan de demostrar que un candidato murió
como mártir cristiano. En esencia, los abogados de
la causa deben demostrar que la víctima murió
por la fe. Más precisamente, han de aportar pruebas
de que el "tirano" fue provocado a matar a la víctima
por una clara e inequívoca profesión de fe de
ésta. Los abogados de la causa deben presentar, por
tanto, testimonios o documentos que atestigüen que tuvo
lugar una profesión de fe, que el tirano actuó
movido por el "odium fidei" (odio a la fe) y que
los motivos de la víctima fueron claramente, cuando
no exclusivamente, religiosos. Además, se exigen testimonios
fidedignos de que la víctima perseveró en la
voluntad de morir por la fe hasta el último momento.
Los nazis representaban, sin embargo, una nueva especie de
tiranos. No hay duda de que mataron por varios motivos a millones
de cristianos, pero la manera como lo hicieron confundió
las categorías y las reglas heredadas por las que los
profesionales de la creación de santos han juzgado
tradicionalmente las causas de martirio.
Para empezar, los nazis, a diferencia de los líderes
de la Revolución Francesa, no proclamaron públicamente
su odio a la fe cristiana. Al contrario, Adolf Hitler era
católico bautizado y nunca renegó de la fe.
Cuando llegó al poder en marzo de 1933, prometió,
en su primer discurso pronunciado ante el Reichstag, que el
Gobierno protegería la religión cristiana. En
1933 firmó incluso un concordato con el papa Pío
XI, en el cual se aseguraba "la irrestringible libertad
de acción para todas las organizaciones, asociaciones
y federaciones religiosas, culturales y educativas católicas".
Además, hubo alemanes católicos y protestantes
que apoyaron a Hitler, se afiliaron al movimiento nazi y militaron
en las huestes del "führer". Teniendo en cuenta
todo eso, resultaba difícil, aunque no imposible, demostrar
con los criterios tradicionales que los católicos víctimas
de los nazis habían muerto por su fe. A los judíos
se los arrestaba y mataba porque eran judíos; pero
los católicos que se oponían a los nazis eran
acusados de sedición, de traición o de otros
crímenes políticos. En resumen, los nazis sabían
qué es lo que la Iglesia entiende por martirio y no
estaban interesados en prestarse al papel del tirano convencional.
La manera como los nazis trataban a sus víctimas causó
también problemas a los hacedores de santos de la Iglesia.
A veces, las víctimas simplemente desaparecieron; más
frecuentemente, fueron deportadas a los campos de exterminio,
en donde se los asesinaba en masa sin dejar testigos capaces
de dejar constancia de su perseverancia en la fe. ¿Cómo
podían saber los hacedores de santos si un mártir
potencial no desesperó de Dios en el último
instante o si, lo que viene a ser casi lo mismo, llegó
a odiar a sus perseguidores? Y, por último, había
entre los asesores de la congregación unos cuantos
legalistas rigurosos que se sentían canónicamente
obligados por la noción tradicional de que los mártires
deben derramar su sangre. Si bien la mayoría de esos
asesores -aunque no todos- no tenían escrúpulos
en aceptar a los candidatos que murieron en las cámaras
de gas o mediante inyecciones, sí cuestionaban seriamente
si se podía calificar de mártir a alguien que,
simplemente, acabó consumiéndose en un campo
de concentración. Finalmente, sus objeciones fueron
superadas por otros asesores, quienes señalaron que
muchos de los primeros mártires de la Iglesia murieron
también de hambre, enfermedad o agotamiento en los
campos de internamiento de los romanos.
Quedaban por resolver además ciertos problemas de
conceptos y de procedimiento antes de que algún católico
víctima de los nazis pudiera ser beatificado o canonizado
como mártir. Pero esos problemas no se resolvieron
por razonamientos abstractos ni a través de la dialéctica
de los debates teológicos. Como en el derecho consuetudinario
de Inglaterra y en el de Estados Unidos, esos puntos se encararon
y se resolvieron causa por causa.
TITUS BRANDSMA: EL PRIMER MÁRTIR CATÓLICO
DE LA ERA NAZI
La primera víctima de los nazis propuesta como mártir
fue Titus Brandsma, sacerdote carmelita, profesor y periodista,
que murió en 1942 en Dachau y fue beatificado por Juan
Pablo II en 1985 en Roma. Brandsma era un hombre inclinado
a la contemplación. Cuando los franciscanos lo rechazaron
porque temían que su salud fuese demasiado frágil
para soportar el régimen activista de los frailes,
Brandsma se hizo carmelita y consagró su vida a comentar
los escritos de los grandes místicos de la orden, santa
Teresa de Ávila y san Juan de la Cruz. Pero el joven
Brandsma no era un estudiante pasivo. Sus continuas objeciones
al dogmatismo de sus profesores neerlandeses hicieron que
éstos retrasaran su marcha a Roma, en donde debía
terminar sus estudios de teología. A su regreso de
Roma, lo nombraron profesor de teología y misticismo
y, más tarde, fue uno de los fundadores de la Universidad
Católica de Nijmegen.
Como profesor, Brandsma tendía a aburrir a los estudiantes;
durante un semestre, su auditorio se compuso de una sola alumna,
una mujer que sentía compasión por él
porque, según decía, tenía muy poco atractivo
físico y era muy tedioso en la cátedra. Con
el tiempo, sin embargo, desarrolló un tema que despertó
la atención de los estudiantes: el "nuevo paganismo",
como él lo llamaba, del partido nazi alemán.
A lo largo de la década de los treinta, Brandsma denunció
en sus discursos y escritos los peligros del nazismo, incluido
lo que él llamaba la "cobardía" de
los nazis, manifiesta en sus esfuerzos por eliminar a los
judíos en Alemania. En 1940, también Holanda
estaba bajo control nazi. En agosto del año siguiente,
el gobernador civil de Holanda emitió una orden que
prohibía la admisión de niños de origen
judío en las escuelas católicas. Como presidente
de la Asociación de Escuelas Secundarias Católicas,
Brandsma protestó ante las autoridades en La Haya y
obtuvo un aplazamiento provisional de dicha orden.
Brandsma era, además, por encargo de los obispos católicos,
el director espiritual de las tres docenas aproximadas de
periódicos católicos que se publicaban en los
Países Bajos. Durante un tiempo fue editor de uno de
los periódicos que -a diferencia de los semanarios
diocesanos de hoy- competían con los diarios seculares
del país. En diciembre de 1941, el secretariado de
prensa nacionalsocialista cursó un aviso a todos los
periódicos de Holanda, notificando que la prensa neerlandesa
estaba obligada a publicar los anuncios y las proclamas del
partido nazi y de cualquiera de sus organizaciones. La jerarquía
católica holandesa respondió denunciando a los
nazis y afirmando el derecho de negarse a reproducir escritos
de propaganda nazi. El día de Año Nuevo, se
le encargó a Brandsma que se entrevistara con todos
los obispos y los jefes de redacción para explicarles
por qué había que hacer caso omiso del decreto
y advertirlos de la urgencia de estar preparados contra la
venganza de los nazis.
Dieciocho días más tarde, Brandsma fue detenido
en su convento, bajo la acusación de que "sus
actividades amenazaban el prestigio del Imperio Alemán
y de las ideas nacionalsocialistas y perseguían el
fin de socavar la unidad del pueblo neerlandés".
El oficial que redactó el parte agregó que "su
actitud hostil está demostrada por sus escritos contra
la política alemana hacia los judíos".
En marzo, Brandsma fue internado en el campo de prisioneros
de Armersfoort, en el centro de Holanda, donde encabezó
grupos de oración y recibió confesiones, a pesar
de la dura penalización de las actividades religiosas.
En junio lo trasladaron al campo de concentración de
Dachau, en donde se unió a otros dos mil setecientos
clérigos deportados; en su mayoría, sacerdotes
católicos. Según testigos, fue repetidamente
apaleado, hasta quedar inconsciente. Al mes siguiente, lo
internaron en el hospital del campo, donde fue sometido a
experimentos médicos. El domingo, día veintiséis,
murió de una inyección letal de ácido
fénico.
Titus Brandsma no fue el primer católico de la época
nazi propuesto para la santidad, pero sí el primero
presentado como mártir. A sus promotores, los carmelitas,
se les advirtió que cometían un error y que
sería excesivamente difícil demostrar que Brandsma
fue asesinado por motivos religiosos y no por motivos políticos.
Sería mejor, se les previno, basar la argumentación
en sus virtudes y esperar la confirmación de algún
milagro.
Había también otro aspecto más práctico.
En 1962, a menos de diez años de iniciarse el proceso
ordinario en favor de Brandsma, Pablo VI ordenó parar
todos los procesos relativos a víctimas de la Guerra
Civil española. La mayoría de los candidatos
al martirio de aquella guerra habían muerto a manos
de las fuerzas republicanas (en parte, comunistas), y el vencedor,
el general Francisco Franco, seguía aún detentando
el poder. Pablo VI no simpatizaba con el régimen franquista,
y el ala liberal del clero español compartía
su actitud, a pesar del apoyo que el general prestaba a la
Iglesia. El papa temía, pues, que el nombramiento de
mártires reavivara viejas pasiones políticas
y causara una división indeseable en la Iglesia. Pero
su interdicto disgustó a muchos funcionarios españoles
conservadores en el Vaticano. Entre éstos, se encontraba
monseñor Rafael Pérez, que había servido
como vicario a un obispo español durante la Guerra
Civil y ocupaba ahora el importante cargo de promotor de la
fe. Desde tal posición, juró que Titus Brandsma
jamás sería declarado mártir antes que
sus beneméritos paisanos españoles.
Finalmente, se levantó las suspensión de las
causas españolas y monseñor Pérez abandonó
el cargo. En 1980, la responsabilidad de la causa de Brandsma
fue a dar en manos del padre Redemptus Valabek, el nuevo postulador
general de los carmelitas. Mientras tanto, la mayoría
de los carmelitas holandeses habían perdido el interés
en la causa. (Los frailes jóvenes consideraban un gasto
económico inútil promover a nuevos santos y,
posiblemente, hubieran abandonado, de no haber insistido los
mayores en su empeño beatificador.) El predecesor de
Valabek había reunido ya las pruebas suficientes para
demostrar que Brandsma había aceptado obedientemente
el martirio en el espíritu de Cristo. Testigos del
campo de Dachau declararon que instó a sus compañeros
de cautiverio a rezar por sus sádicos guardianes, y
así lo hizo él mismo. Incluso, la enfermera
que le inyectó el ácido fénico se presentó
-tras recibir garantías de anonimato por parte del
tribunal eclesiástico- para atestiguar que Brandsma
había rezado también por ella.
"Nuestro verdadero problema estaba en demostrar que
Titus no fue deportado y asesinado por motivos políticos;
en este caso, su oposición al nazismo -recordó
Valabek una tarde, en el transcurso de una larga conversación
que mantuvimos en el convento de los carmelitas de Roma-.
Por supuesto que era adversario del nazismo, pero nosotros
tuvimos que demostrar que su martirio se basaba en otros motivos.
Afortunadamente, se había salvado, casi por milagro,
la transcripción del interrogatorio al que lo sometieron
los jueces nazis en Holanda. Gracias a ese documento hemos
podido demostrar dos motivos por los que los nazis lo condenaron.
El primero era que se había negado a expulsar a los
niños judíos de las escuelas católicas,
alegando explícitamente que tal acto sería contrario
a los principios católicos. Pudimos así demostrar
que Brandsma estaba defendiendo el derecho de la Iglesia a
educar a los niños que los padres envían a las
escuelas católicas, incluidos los niños no católicos.
El segundo motivo era que, como consejero eclesiástico
de los periodistas católicos, había dirigido
a éstos un llamamiento personal para que no aceptaran
propaganda nazi en sus periódicos. Éste fue
el motivo más inmediato por el que lo arrestaron y,
finalmente, lo mataron. Los nazis estaban muy enfadados con
él, y eso se nota en las sesiones del interrogatorio
ante los jueces.
En suma, dados los criterios exigidos por la Iglesia, Brandsma
logró convertirse en el primer mártir de la
era nazi no sólo porque rechazó la ideología
nazi como anticristiana -argumento que, por sí solo,
habría suscitado la objeción rutinaria de que
no era más que un mártir político-, sino
también porque sus abogados pudieron demostrar que
fue asesinado por defender ciertos principios católicos
[Esto no significa que la oposición al nazismo en defensa
de la fe o de la moral católica no pueda ser un motivo
válido del martirio. El padre Molinari está
preparando una causa basada precisamente en ese argumento.
El candidato es un sacerdote berlinés, el padre Bernard
Lichtenberg (1875-1943), quien trabajó clandestinamente
para ayudar a los judíos a escapar de la Alemania nazi.
En 1938, denunció públicamente el antisemitismo
de los nazis y acabó sufriendo un lento martirio en
una prisión nazi]. Es cierto que los principios en
cuestión -la libertad de educación y la libertad
de prensa- no son en absoluto inherentes a la fe y la moral
católicas; pero eran derechos que la Iglesia reivindicaba
como institución, y Brandsma, según demostraron
sus abogados, los hizo suyos.
No fue con estos argumentos, por cierto, como se presentaba
al beato Titus Brandsma a los creyentes para su veneración.
Valabek lo proponía como santo patrono de los periodistas,
a quienes, Dios lo sabe, mucha falta les hace tener un santo
propio de su oficio; pero establecer el significado del nuevo
mártir de la Iglesia es prerrogativa papal [[la manera
como un santo llega a ser el patrono de un determinado oficio
es una cuestión de asociaciones -muchas veces, de imágenes-
más que un ejercicio de lógica. Santa Lucía
(luz, vista), por ejemplo, es la santa patrona de las personas
que sufren enfermedades de la visión porque, según
la leyenda, sus perseguidores le arrancaron los ojos. Santa
Ágata, a quien, según la tradición, los
torturadores le cortaron los pechos, es la patrona de las
nodrizas. El arcángel Gabriel, que anunció a
la Virgen María la "buena nueva" de su embarazo,
es el patrono de los empleados de correos, de las emisoras
radiofónicas y de las telefonistas. Esteban, que murió
lapidado, es el patrono de los albañiles. Los peluqueros
veneran a san Martín de Porres, que fue el barbero
de su convento. El santo patrono tradicional de los periodistas
es Francisco de Sales, un obispo aficionado a los libros y
apasionado panfletista; no era periodista, pero sí
jurista, lo cual probablemente aumenta su atractivo para los
escritores contemporáneos. En 1958, el papa Pío
XII nombró patrona de la televisión a la religiosa
contemplativa santa Clara de Asís, a pesar de que ella
vivió siete siglos antes de que se perfeccionara la
técnica de la transmisión de imágenes:
se dice que a Clara le fue dado contemplar, en una visión,
una misa a la que no pudo asistir personalmente, por hallarse
postrada en cama] En la ceremonia de beatificación
celebrada el 3 de noviembre de 1985, Juan Pablo II declaró:
"Elevamos a la gloria de los altares a un hombre que
sufrió los tormentos de un campo de concentración,
el de Dachau. En medio de ese tormento, en medio del campo
de concentración, que sigue siendo una marca infame
de nuestro siglo, Dios halló digno de Él a Titus
Brandsma." El papa comentó que había un
texto adecuado del Antiguo Testamento: "Dios los puso
a prueba (...), como oro en el hornillo los puso a prueba
y recibiólos como víctimas de holocausto."
Para los hacedores de santos, sin embargo, el éxito
de la causa de Brandsma tuvo otro significado más preciso:
ahora tenían un precedente para argüir que los
católicos víctimas de los nazis podían
ser declarados oficialmente mártires, en circunstancias
en las que pudiera demostrarse que la jerarquía había
provocado al tirano a proceder contra la Iglesia, denunciando
sus actos injustos. Este precedente fue decisivo para la nueva
argumentación empleada en la causa, más controvertida,
de Edith Stein.
EDITH STEIN y LA TRANSFORMACIÓN DE UNA SANTA
El mismo domingo de julio de 1942 que fue asesinado Titus
Brandsma, los obispos católicos de Holanda publicaron
una carta en la que denunciaban el último proyecto
nazi de deportar a los judíos neerlandeses "al
Este": eufemismo de los nazis para los campos de la muerte
situados en Polonia. Para vengarse, los nazis ordenaron el
arresto inmediato de todos los católicos de origen
judío. El jueves siguiente, Edith Stein y su hermana
Rosa, que era lega, fueron detenidas en el convento carmelita
de Echt. Siete días después, las enviaron a
las cámaras de gas de Auschwitz, junto con otros trescientos
judíos bautizados de los Países Bajos.
¿Quién era Edith Stein? Nació como la
última de once hijos de una acaudalada familia judía
de Breslau, Alemania -ahora Wroclaw, Polonia-, el día
de Yom Kipur, el Día de Expiación de los judíos,
en 1891. Su madre, que quedó viuda veintiún
meses después, era religiosamente ortodoxa, pero ninguno
de sus hijos, de los siete que sobrevivieron, se hizo judío
practicante. A la edad de quince años, Edith había
dejado de rezar. Se consideraba, en declaración propia,
atea y feminista. La filosofía era su pasión
y, en 1913, a la edad de veintitrés años, entró
en la Universidad de Gotinga a estudiar con el padre de la
fenomenología, Edmund Husserl. Se sintió atraída
por la Sociedad Filosófica, un círculo informal
de intelectuales con talento que se reunían en torno
a Husserl durante los años inmediatamente anteriores
al estallido de la I Guerra Mundial. Edith se convirtió
en una estudiante tan capacitada que, en 1916, Husserl la
invitó a ser su asistente en la Universidad de Friburgo,
donde al año siguiente obtuvo el doctorado con una
disertación titulada "El problema de la empatía".
Según enseñaba Husserl, el método fenomenológico
implicaba una fuerte confianza ética. El maestro era
luterano, y varios de los otros fenomenólogos que impresionaron
a Edith Stein, como Max Scheler y Roman Ingarden, eran católicos
romanos. Bajo su influencia, Stein comenzó a cuestionar
lo que ella llamaba su "prejuicio racionalista"
y a interesarse por el cristianismo. En 1917, la viuda de
su antiguo profesor Adolf Reinach, que había muerto
en el frente de Bélgica, le pidió ayuda para
ordenar los papeles de su marido. Fue la impresionante paciencia
que mostró la señora Reinach en ese período
lo que acercó emocionalmente a Edith Stein a la fe
cristiana. Durante sus años de estudiante, se enamoró
de por lo menos uno de los miembros de la Sociedad Filosófica,
Hans Lipps. En 1921, sin embargo, estaba comenzando a experimentar
una atracción de índole muy diferente. En el
verano de ese año leyó la autobiografía
de santa Teresa de Ávila, la gran mística carmelita
del siglo XVI. "Ésta es la verdad" concluyó.
El siguiente día de Año Nuevo, recibió
el bautismo de la Iglesia católica.
Durante los diez años posteriores, Edith continuó
sus intereses filosóficos lo mejor que pudo y escribió
un estudio en dos volúmenes sobre la filosofía
de santo Tomás de Aquino. Pero, por ser mujer y pese
a una generosa recomendación del propio Husserl, no
obtuvo el profesorado en Friburgo. En lugar de ello, enseñó
en la Escuela Superior Femenina de las hermanas dominicas
en Speyer, donde hizo también los votos religiosos
privados. En 1932, aceptó un puesto de profesora en
el Instituto Alemán de Pedagogía científica
de Münster. Al año siguiente fue expulsada del
profesorado a raíz de un decreto nazi contra los judíos
y, en octubre, el día de santa Teresa, entró
en la Orden de las Carmelitas. A la señora Stein se
le rompió el corazón: su hija más joven,
la que nació el día de Yom Kipur, no sólo
se había convertido al cristianismo, sino que incluso
había elegido una vida de clausura que la aislaría
de la familia.
A pesar de su aislamiento -o quizá a causa del mismo-,
Edith Stein desarrolló un sentimiento explícito
de su identidad como judía. "Mi retorno a Dios
me hizo sentir judía de nuevo", dijo de su conversión,
y pensaba que su relación con Cristo existía
"no sólo en un sentido espiritual, sino en términos
de sangre" Era plenamente consciente de lo que les estaba
pasando fuera a los judíos; en vano dirigió
en 1933 una impulsiva carta a Pío XII en la que lo
instaba a "deplorar el odio, la persecución y
las muestras de antisemitismo dirigidos contra los judíos
en cualquier tiempo y vengan de quien vengan". En sus
cartas y otros escritos explicó con precisión
cómo veía ella la relación entre sus
orígenes judíos y sus creencias cristianas.
Comparaba su decisión de convertirse al cristianismo
y hacerse monja de convento con el personaje bíblico
de la reina Ester, que se sacrificó para ayudar a salvar
a los israelitas; en este sentido, escribió en una
de sus cartas: "Tengo la seguridad de que el Señor
ha aceptado mi vida por todos los judíos. Siempre tengo
que pensar en la reina Ester, que fue alejada de su pueblo
con el propósito expreso de responder en nombre de
su pueblo ante el rey. Yo soy Ester, la muy pobre, pequeña
y débil; pero el Rey que me eligió es infinitamente
grande y bondadoso." Posteriormente, al redactar su testamento
y última voluntad espiritual, como se les exige a las
carmelitas, rogó a Dios que aceptara su vida "en
expiación de la impiedad del pueblo judío y
por lo siguiente: que el Señor sea aceptado por Su
propio pueblo y que Su reino venga en gloria, para la salvación
de Alemania y la paz en el mundo".
Dentro del convento, Edith Stein era una anomalía
por partida doble: una judía entre arios y una intelectual
entre personas que no lo eran. En la tradición de la
espiritualidad carmelita, se consagró al Cristo crucificado;
de ahí el nombre que eligió como religiosa:
Benedicta de la Cruz. Es significativo que su última
obra mayor fuese un tratado sobre otro místico carmelita,
san Juan de la Cruz, titulada "La ciencia de la Cruz".
Todo ese material sería más tarde de gran importancia
para su proceso ante el Vaticano. Sin embargo, desde la "Kiristallnacht"
(9 de noviembre de 1938) era obvio que los muros del convento
no la protegerían de la determinación de los
nazis de eliminar a los judíos. Por su propia seguridad
y la del convento, Edith Stein abandonó Colonia la
víspera de Año Nuevo y se trasladó al
convento de las carmelitas de Echt, en Holanda, llevando consigo
a su hermana Rosa, también convertida al catolicismo.
Pero los Países Bajos resultaron ser un precario refugio
para una monja judía. Como a los otros judíos,
se le exigía que llevara la estrella de David. Y cuando
salió la orden de detener a todos los judíos
conversos, la SS supo dónde encontrarla. "Ven,
vamos a por la gente", le dijo Edith a su hermana. A
lo largo del trayecto en tren hasta Auschwitz, Edith Stein
dejó notas en las paradas donde había vivido.
La última, dirigida a las carmelitas de Echt, contenía
el simple ruego: "Avisad urgentemente al consulado suizo
que tomen todas las medidas necesarias para que podamos cruzar
la frontera. Nuestro convento se hará cargo de los
gastos del viaje."
Durante los primeros años de la posguerra, Edith Stein
fue esencialmente un personaje desconocido, ni siquiera se
conocían las circunstancias de su muerte; poco a poco,
se reunieron sus escritos y, a través de las carmelitas
descalzas, su historia se divulgó. No deja de ser interesante
que las carmelitas la citaran con su nombre judío:
en la universidad belga de Lovaina se fundó el Archivo
Edith Stein, y la causa fue propugnada internacionalmente
por la Hermandad Edith Stein. Eso reflejaba en parte el interés
que ella había suscitado, bajo su propio nombre, como
filósofa y pensadora religiosa; en parte reflejaba
también el interés que provocó como católica
que murió junto con otros, judíos en el holocausto.
Transcurrieron veinte años hasta que el cardenal de
Colonia, Joseph Frings, abriera un proceso ordinario en favor
de Edith Stein. Lo significativo es que el proceso no se basó
en el martirio, sino en la demostración de su virtud
heroica. Se daba por sentado que fue asesinada por ser judía.
Se celebraron juicios en Colonia, en Echt y en Speyer. De
los ciento tres testigos interrogados, sólo tres dieron
testimonios negativos y sus objeciones fueron rechazadas con
facilidad. Un testigo, que había conocido a Stein antes
de su conversión, declaró que ella era arrogante;
pero eso fue descartado por irrelevante, dado que la Iglesia
valora la vida de los conversos solamente desde el momento
del bautismo. Una monja de la escuela católica de Speyer,
en la que Stein había enseñado de lega, recordaba
que había mostrado un exceso de devoción religiosa;
pero esa crítica se explicaba como el celo normal en
los conversos y se contrastó favorablemente con las
más bien tibias prácticas religiosas de las
monjas mismas. Otra monja del convento de Colonia declaró
que sor Benedicta defendía constantemente a los judíos
y molestaba a las otras hermanas, pero se pudo demostrar que
se trataba de meras habladurías.
Por el lado positivo, el postulador y el abogado defensor
esgrimieron argumentos convincentes en favor de la virtud
heroica, basándose no sólo en las declaraciones
de los testigos presenciales, sino también en los escritos
de Stein publicados y en su correspondencia personal. Arguyeron
que el ejemplo o mensaje particular para el mundo era su identificación
personal, casi mística, con el Cristo crucificado y
sufriente en uno de los períodos más brutales
de la historia humana, identificación que le permitió
aceptar la muerte como acto final de una entrega total a la
imitación de Cristo.
En 1983, la "positio" sobre Edith Stein estuvo
lista para ser discutida por la congregación. No había
muchas dudas de que sería juzgada heroicamente virtuosa
y declarada "venerable"; pero sí había
dudas considerables de que fuera beatificada muy pronto y,
mucho menos, declarada santa. La razón: faltaba el
milagro necesario. El problema era que los campos de exterminio
nazis no dejaban cadáveres distinguibles entre los
montones de huesos y cráneos enterrados en fosas comunes.
Y sin cadáver no hay tumba adonde los creyentes puedan
dirigirse para solicitar favores divinos a través de
la intercesión del candidato. Sin cadáver, tampoco
hay reliquias. En el caso de Edith Stein, incluso las reliquias
de segunda categoría, como los rosarios y los crucifijos
que usó, la ropa que llevaba, fueron destruidas cuando
los nazis quemaron el convento de las carmelitas de Echt.
Así pues, sin esos medios sumamente tangibles, mediante
los cuales los católicos han invocado durante milenios
la intercesión de los santos, la causa de Stein parecía
destinada a una prolongada espera en el limbo reservado a
los venerables que carecen de los milagros requeridos para
los beatos y los santos.
Pero, el 3 de marzo de 1983, la causa de Edith Stein se encauzó
por otro rumbo. Ese día, el sucesor de Frings, el cardenal
Joseph Hoeffner, firmó una petición, dirigida
a Juan Pablo II en nombre de la jerarquía alemana,
con la solicitud formal de que la causa de Edith Stein se
tratase como proceso de martirio. Esta solicitud la secundó
una carta del primado de Polonia, el cardenal de Varsovia
Jozef Glemp, en nombre de los obispos polacos. En sus cartas,
los cardenales argüían que la muerte de Edith
Stein podía considerarse un acto de venganza contra
los obispos católicos de Holanda, por su protesta pública
contra la deportación de los judíos holandeses;
por consiguiente, concluían que había razones
para reconocer a Edith Stein como mártir de la Iglesia.
Se podían suponer por lo menos tres buenos motivos
por los cuales los obispos querían que Edith Stein
fuese declarada mártir. Primero, se eludiría
la necesidad de un milagro: como mártir, podía
ser beatificada (si bien no canonizada) sin milagro. Segundo,
en la opinión popular (aunque no en opinión
de los expertos), la reputación de santidad de Edith
Stein se basaba en la historia de su martirio; de declararla
confesora, pero no mártir, la Iglesia se colocaría
en la posición de cuestionar la significación
no sólo de su muerte, sino también de las muertes
de las decenas de miles de otros sacerdotes, religiosas y
legos católicos que fueron víctimas de los nazis.
Tercero, proclamarla santa, pero no mártir, sugeriría
que la Iglesia católica, como tal Iglesia, no había
aportado testigos de sangre a los crímenes y horrores
de los nazis. Para los obispos de Alemania y de Polonia, eso
era una distorsión de la historia que la Iglesia tenía
el deber de corregir.
También para Juan Pablo II la causa de Edith Stein
poseía un interés especial. Por un lado, compartía
su interés en la fenomenología y su relación
con la ética cristiana. Para su propia tesis doctoral
de filosofía, Wojtyla eligió el tema de la fenomenología
de Max Scheler y su relación con el pensamiento tomista.
Lo que es más, el papa había conocido muy bien
a Roman Ingarden, que enseñaba filosofía en
la Universidad de Cracovia cuando Wojtyla era arzobispo de
la ciudad. Aparte de esas relaciones personales, Juan Pablo
II se sentía sinceramente conmovido por el ejemplo
de una intelectual moderna que había llegado a la fe
personificada en Jesucristo a través de la búsqueda
desinteresada de la verdad. Pocos candidatos a la santidad
de nuestro siglo ofrecían un ejemplo comparable para
los intelectuales dentro y fuera de la Iglesia.
Aun así, la congregación no reaccionó
inmediatamente ante la extraordinaria petición de los
obispos. Sucedió que la carta llegó en un período
en que la congregación atravesaba momentos agitados:
la reforma de los procedimientos de canonización acababa
de entrar en vigor y, por consiguiente pasaron catorce meses
antes de que la causa se le asignara a Eszer, en su nueva
función de relator.
Esencialmente, la tarea de Eszer era demostrar la afirmación
de los obispos de que Edith Stein había muerto por
la Iglesia -y, en consecuencia, por la fe- y no sólo
por su origen judío. La clave para ese argumento la
constituían una colección de documentos descubiertos
en 1980 en el Instituto Real de Documentación sobre
la Guerra, de Amsterdam. Según se desprendía
de los documentos, los nazis se habían declarado dispuestos
a no perseguir a los judíos conversos neerlandeses,
bajo la condición de que los obispos católicos
consintieran en no hacer pública su oposición
a la orden de deportación. Cuando los obispos se negaron
a obedecer, los nazis ordenaron el arresto inmediato de todos
los católicos de origen judío. Por tanto, argumentaba
Eszer, los nazis habían sido provocados por el desafío
de los obispos a cometer un acto específico motivado
por el odio a la fe.
Hasta aquí, la argumentación se parecía
a la esgrimida en favor de Titus Brandsma. La diferencia crucial
estaba en que Stein, a diferencia de Brandsma, no se encontraba
personalmente vinculada a la decisión de los obispos,
por lo que no se podía alegar que provocó al
tirano con sus propios actos; y tampoco había prueba
alguna de que, tras su detención, hubiese efectuado
alguna profesión de fe ni de que se la hubiesen exigido.
En efecto, en la única ocasión en que se identificó
como católica (condición, por lo demás,
evidenciada por el hábito que llevaba), el guardián
del campo de concentración que la interrogaba rechazó
la respuesta, gritando: "¡Maldita judía,
quédate donde estás!"
Para hacer frente a las objeciones que esperaba oír
por parte de los examinadores de la congregación, Eszer
propuso una respuesta novedosa: "La provocación
del "tirano" fue realizada por la acción
de los obispos holandeses; a la cual, sor Teresa Benedicta
se adhirió de un modo explícito, dado el hecho
de que siempre criticó radicalmente cualquier conducta
que pudiera considerarse muestra de excesiva condescendencia
con el nazismo." El acto provocador de los obispos fue,
por tanto, una especie de acción colectiva, en nombre
de todos los judíos conversos que murieron en consecuencia.
Además, añadía Eszer, el hecho de que
no hubiera testigos no era motivo para suponer que ella no
había perseverado en la fe; mediante su voluntad espiritual
se había ofrecido ya a Dios como víctima expiatoria
"por la paz" y por "la impiedad del pueblo
judío". En otras palabras, Eszer argüía
que la vida entera de Edith Stein como católica, y
así lo demostraban sus heroicas virtudes, constituían
una prueba suficiente de su disposición a aceptar el
martirio por el motivo y en el momento que fuera necesario.
Éste fue, pues, el estrecho jurídico que la
causa del martirio de Edith Stein logró finalmente
atravesar. Pero al defender esta causa, Eszer hizo algo más:
también propuso argumentos por los cuales se podía
demostrar que los nazis, en realidad, no fueron diferentes
de ninguno de los otros tiranos que habían perseguido
a los cristianos. Era una perspectiva fascinante; sobre todo,
para un hacedor de santos que era de origen alemán.
La primera vez que hablé con Eszer sobre Edith Stein
fue en octubre de 1986. El jurado de teólogos acababa
de entregar su "positio", y sólo faltaba
que ésta obtuviera la aprobación de los cardenales
y obispos de la congregación. Nos encontramos en la
residencia dominicana de la Universidad del Angelicum, a veinte
minutos en autobús desde el Vaticano. El cuarto de
Eszer se hallaba dividido por una estantería que se
doblaba bajo el peso de los libros, a un lado la cama y, al
otro, por dos escritorios de madera sobre los que se amontonaban
carpetas, libros abiertos y ceniceros rebosantes. La de Edith
Stein era una de las sesenta causas en las que estaba trabajando
como relator, pero era la que más lo inquietaba; al
fin y al cabo, me dijo, él también era alemán,
y había desarrollado el concepto del tirano moderno
como una manera de privar a los nazis de la ventaja de que
gozaban, si se partía de las reglas tradicionales para
el reconocimiento de los mártires.
-El tirano moderno es muy sofisticado -afirmó-. Pretende
no estar en contra de la religión y ni siquiera interesado
en ella, así que no pregunta a sus víctimas
qué creencias tienen. Pero, en realidad, o bien no
tiene religión o bien convierte una ideología
en sustituto de la religión. Esto lo vemos en los comunistas
y lo vimos en los nazis. En mi "positio" sobre Edith
Stein, mi principal argumento es que la Iglesia no puede aceptar
argumentos de criminales y perseguidores de la religión.
En el proceso [de la creación de santos] no podemos
conceder ventajas a los mentirosos sólo porque ellos
dicen que no están en contra de la religión.
Le pedí que me dejara ver un ejemplar de la "positio",
pero Eszer se negó: hasta que el papa tomara su decisión
sobre la causa, se trataba de información reservada.
Estuvo dispuesto, sin embargo, a hablar del marco más
amplio del argumento que presentó a la congregación.
Aseguró que Hitler no sólo quería exterminar
a los judíos, sino que también proyectaba eliminar
la Iglesia católica, transformándola desde dentro,
una vez terminada la guerra.
-Está absolutamente claro que Hitler quería
fundar una nueva religión y aprovechar el ropaje exterior
del catolicismo. Esa idea la sacó del Parsifal de Richard
Wagner. Hitler consideraba a Wagner como su único precursor
digno. Ya sabe usted que no hay nadie que conozca el nacional
socialismo y no conozca a Wagner. En todo caso, debido a las
preponderantes preocupaciones bélicas, Hitler pensó
que la "solución final" del problema católico
debía aplazarse hasta después del final de la
guerra. Pero el odio que los nazis le tenían a la Iglesia
salió a la luz espontáneamente cuando los obispos
holandeses protestaron contra la deportación de judíos,
lo que prueba que el asesinato de Edith Stein fue un acto
motivado por el odio a la fe.
A medida que hablaba, comprendí que la causa de Edith
Stein era para Eszer algo más que otro trabajo entre
muchos. Eszer tenía nueve años cuando murió
Edith Stein y once cuando los nazis capitularon, de modo que
pertenece a la primera generación de alemanes que pueden
afirmar no haber sido nazis. Para él, Hitler era un
energúmeno venido de fuera, que infectó Alemania
con el virulento antisemitismo racial de los austríacos.
Al juzgar a los alemanes de la era de Hitler -la generación
de sus padres-, había que, según él,
hacer distinciones y tener debidamente en cuenta los hechos
históricos.
-Cuando Hitler llegó al poder, prometió proteger
a la cristiandad. El punto catorce del programa del Partido
[nazi] declaraba que el Partido se basaba ideológicamente
en el cristianismo positivo. Por supuesto que todo eso era
mentira. Pero debemos recordar que en Alemania había
seis millones de obreros en paro. Los obispos católicos
no podían sostener una lucha prolongada contra Hitler
sin que los creyentes se lo reprocharan. Y, además,
hay que distinguir entre los campos de concentración
y los campos de exterminio. Los campos de exterminio estaban
todos fuera de Alemania. Y había pocos católicos
verdaderos implicados en ellos, porque la SS no quería
a católicos convencidos; los expulsaban incluso. Sabían
que los católicos convencidos no sólo les causarían
problemas, sino que acabarían por contarle a otra gente
lo de esos campos de exterminio, pues se mantenían
evidentemente en secreto.
Eszer se interrumpió para encender un cigarrillo y
se dio media vuelta en la silla, que crujió bajo su
peso. Nuestra conversación había llegado a un
punto delicado.
-Los norteamericanos -continuó- no entienden el carácter
diabólico de los sistemas totalitarios modernos porque
nunca tuvieron la experiencia. Siempre están acusando
a los alemanes por haber aceptado el nacionalsocialismo, pero
era imposible prever lo que harían los nazis. Mi padre,
por ejemplo, estuvo en el SA, el ejército político,
no en la SS. Un jesuita le aconsejó que se afiliara
e intentara cristianizar la organización. Pero era
imposible. En una ocasión, cantaron una canción
en que se criticaba al papa, y él se levantó
y se negó a cantar. Lo llevaron a juicio por eso. El
juez lo absolvió, pero, desde entonces, quedó
excluido de la promoción. Cien mil alemanes fueron
asesinados por los nazis, y de eso no habla nadie ahora.
"También hubo muchísimos católicos
que ayudaron a los judíos hasta donde pudieron. En
mi familia estaba prohibido hablar mal de los judíos.
Mi madre siempre decía que son personas como nosotros
y que no se les puede reprochar nada. Cuando otros niños
llevaban a sus casas libros infantiles que mostraban a los
judíos con grandes narices y panzas gordas, como unos
tipos que siempre cometían maldades, mi madre decía
que nos pegaría si los llevábamos nosotros a
la nuestra. Pero nadie escribe libros sobre esas cosas. Actualmente,
muchos autores judíos no admiten que los católicos
hayan hecho algo por los judíos. Pero yo sé
que, en el caso de Edith Stein, ella fue asesinada porque
la Iglesia católica hizo algo por los judíos.
Nuestros críticos dicen que debe ser venerada como
una mártir judía, y eso no lo podemos aceptar.
Eszer se tomaba tan en serio la causa de Edith Stein que,
cuando James Baaden, un judío norteamericano que estaba
trabajando en Londres en una biografía de Stein, escribió
a la congregación explicando por qué él
pensaba que ella fue asesinada exclusivamente por su origen
judío, el dominico cometió la imprudencia de
contestarle personalmente -cosa que los funcionarios del Vaticano
hacen muy raras veces con personas de fuera- y con considerable
extensión. Como relator de la causa, le explicó
a Baaden que no le cabía la menor duda de que Edith
Stein abandonó el judaísmo cuando era estudiante
y de que no llegó a valorarlo hasta después
de su conversión al catolicismo. Y, lo que era más
importante, tampoco había duda alguna de que quiso
decir lo que dijo cuando escribió que ofrecía
su vida por la "impiedad" de su pueblo, los judíos.
En opinión de Eszer, eso significaba que ella quería
sacrificarse, como lo formulaba él, "por la conversión
de todos los judíos a la Iglesia católica".
Para concluir, Eszer le recordó a Baaden, en términos
provocativos, que se estaba entremetiendo en asuntos que no
eran de su incumbencia: "Por supuesto que usted es muy
libre de defender sus opiniones, pero la Sagrada Congregación
para la Causa de los Santos se apoya en unos criterios muy
diferentes de los de usted. La Iglesia católica es
soberana en materia de fe y de moral y no necesita interferencias
desde el exterior."
Baaden se apresuró a hacer públicos los comentarios
de Eszer. En un artículo publicado en "The Tablet",
un influyente semanario católico de difusión
internacional y editado en Londres, Badén contraatacó
con la afirmación de que "el proceso supuestamente
tan escrupuloso de escrutinio [de la congregación]
(...) parece que, en realidad, apenas existe". Algunos
funcionarios de la congregación se indignaron con Eszer
por no haber dejado a su cuidado las relaciones públicas
de la congregación. Los líderes judíos
de Alemania pidieron aclaraciones a los obispos alemanes,
temiendo que Juan Pablo II tuviera la intención de
usar la beatificación de Edith Stein para predicar
a los judíos un mensaje de conversión. Finalmente,
un grupo de portavoces judíos del mundo entero se fueron
al Vaticano para hacer públicas sus preocupaciones
ante el papa en persona.
Mientras tanto, la causa de Edith Stein pasó rápidamente
los trámites de la congregación. A instancias
del postulador general de las carmelitas descalzas -y, sin
duda, con el apoyo de Eszer-, la congregación consintió
en basar el proceso tanto en las virtudes como en el martirio
de la candidata. De esa manera, los argumentos en favor de
sus virtudes podían servir para reforzar la reivindicación
del martirio; sobre todo, si se tenía en cuenta que
no había testigos de su muerte. Este enfoque no tenía
precedentes, pero el 13 de enero de 1987 el proceso fue aprobado
por los cardenales y obispos de la congregación. Doce
días después y en presencia del papa, Edith
Stein se convirtió en la primera persona, en los cuatro
siglos de historia de la congregación, confirmada como
confesara y mártir a la vez. Sean cuales fueren las
implicaciones teóricas de tan novedosa decisión,
en términos prácticos significaba que ella no
necesitaba ya ningún milagro para obtener la beatificación.
Lo único que necesitaba el papa era encontrar una
manera de beatificar formalmente a Edith Stein sin ofender
a los judíos ni negar la lógica de los argumentos
por los que la causa había triunfado. Así pues,
en la homilía de la ceremonia de beatificación,
Juan Pablo II declaró que Stein "murió
en el campo de exterminio como hija de Israel "por la
gloria del nombre más sagrado" y, al mismo tiempo,
como sor Teresa Benedicta de la Cruz". El "motivo"
de su martirio era, dijo el papa, la carta de protesta de
los obispos holandeses en contra de la deportación
de los judíos; pero, agregó, por su gran deseo
de unirse a los sufrimientos de Cristo crucificado, "dio
su vida por "la paz genuina" y "por el pueblo"".
Omitió prudentemente, sin embargo, su deseo de expiar
la "impiedad" de los judíos.
MAXIMILIAN KOLBE: MÁRTIR DE LA CARIDAD
El Evangelio de Juan declara que "no hay amor mayor
que éste, que un hombre dé la vida por los amigos".
Según la doctrina cristiana, Jesucristo mismo sacrificó
su vida por los pecados de la humanidad entera. Y, en cambio,
conforme a los criterios de la creación de santos,
el hecho de dar la vida por otro no es en sí mismo
una prueba de martirio. Para que sea declarado mártir,
como hemos visto, debe demostrarse que el siervo de Dios murió,
bajo una rúbrica u otra, por la fe. En uno de los casos
más controvertidos que jamás se trataron en
la congregación, la causa del padre Maximilian Kolbe,
un fraile conventual polaco (de los franciscanos negros) que
dio su vida por otro prisionero en Auschwitz, esa exigencia
fue verificada no una, sino dos veces.
Los hechos esenciales del heroico gesto de Kolbe están
por encima de toda discusión. A las seis de la tarde
del 30 de julio de 1941, se ordenó a los prisioneros
del pabellón 14 salir de la barraca y cuadrarse ante
el "Kommandant" Fritsch. Uno de los prisioneros
del pabellón se había evadido, y por ello, se
eligiría a diez hombres y se los dejaría morir
de hambre. Entre los elegidos se encontraba Francis Gajownicezek,
que rompió a llorar: "Mi pobre mujer y mis hijos",
repetía entre sollozos. Cuando estuvieron seleccionados
los diez, Kolbe dio un paso adelante y pidió ocupar
el lugar de Gajownicezek.
Fritsch lo miró fijamente.
-¿Y tú quién eres? -preguntó.
-Un sacerdote católico -respondió Kolbe.
Su petición le fue concedida. Obligaron a los diez
a entrar en las celdas subterráneas del Bunker II y
a desnudarse. No tenían muebles ni sábanas,
solamente un cubo para orinar. Pero, según Bruno Borgowiec,
un prisionero encargado de retirar los cadáveres de
las celdas de muerte, los cubos estaban siempre secos. "Los
prisioneros bebían su contenido para apagar la sed",
declaró en el juicio eclesiástico de Kolbe.
Durante dieciséis días, Kolbe dirigió
las oraciones y los himnos de los condenados, mientras iban
muriendo uno tras otro. El 14 de agosto, se les puso una inyección
letal a los últimos cuatro, entre los que estaba Kolbe.
Ese heroico acto de amor -por un hombre a quien apenas conocía-
agregó esplendor a una reputación de santidad
ya de por sí considerable. Kolbe fue el fundador de
los Caballeros de la Inmaculada, un movimiento religioso internacional
que surgió de su intensa, casi fanática, devoción
a la Virgen María. A través de ese movimiento,
Kolbe inició una serie de publicaciones piadosas, entre
ellas la revista mensual "Los caballeros de la Inmaculada",
que en 1939 alcanzó una tirada de ochocientos mil ejemplares
solamente en Polonia. También fundó la Ciudad
de la Inmaculada, que se convertiría en la mayor comunidad
masculina de franciscanos en todo el mundo, y una comunidad
parecida, el Jardín de la Inmaculada, en Nagasaki,
Japón. Kolbe, propenso a las visiones, gozaba entre
los frailes de una reputación de presciencia espiritual:
mucho antes de ser detenido, reveló a un grupo de cofrades
que se le había garantizado "la seguridad del
Paraíso". No sorprende que, tras su muerte, su
intercesión fuera invocada por muchos polacos, conventuales
y miembros de los Caballeros de la Inmaculada. Cuando la congregación
aceptó la causa, Kolbe tenía en su haber dos
milagros de curación.
Aunque el proceso de Kolbe se basaba en sus virtudes heroicas,
había quienes insistían en que debía
ser declarado mártir. La mayoría de los jueces
concluyó que las pruebas no avalaban un decreto de
martirio, y el papa Pablo VI se adhirió a este criterio.
No obstante, tan extraordinario acto de abnegación
y sacrificio merecía alguna clase de atención.
Tras la beatificación de Kolbe en 1971, Pablo VI recibió
en el Vaticano a una delegación de polacos, entre los
que se encontraba el arzobispo Karol Wojtyla. En el discurso
que les dirigió el papa, permitió que Kolbe
pudiese ser considerado como un "mártir de la
caridad".
Por muy justo que fuera, el término "mártir
de la caridad" no poseía ningún significado
teológico ni canónico. En rigor, Kolbe no podía
ser venerado, por tanto, como mártir. La distinción,
aunque fuera sólo de matiz, irritó a muchos
polacos y, sobre todo, a los cofrades de Kolbe. En 1982, cuando
una delegación de obispos alemanes viajó a Polonia,
se les presentó, durante una visita a la celda de muerte
de Kolbe, una petición de canonizarlo como mártir.
Los alemanes habían apoyado oficialmente el proceso
original de Kolbe, y dadas las circunstancias, les era difícil
negarse. Así sucedió que los alemanes se sumaron
a la jerarquía polaca en su solicitud formal de reconsiderar
la cuestión del martirio de Kolbe.
Poca duda cabía de que Juan Pablo II aceptaría
de buena gana canonizar a Kolbe como mártir; Auschwitz
estaba dentro de su jurisdicción como arzobispo de
Cracovia, y en la primera visita a Polonia que hizo como papa,
rezó arrodillado, como hiciera muchas veces antes,
en el suelo de hormigón de la celda de muerte de Kolbe.
Aun así, lo que pedían los obispos polacos y
alemanes requería unos procedimientos de excepción.
El papa, como tal, tenía el derecho de eximir a Kolbe
de la exigencia de un milagro de intercesión adicional;
especialmente si se tenía en cuenta que tenía
ya dos. Pero la cuestión de si Kolbe podía ser
calificado de mártir era algo que había que
discutir exhaustivamente.
A fin de resolver tal cuestión, el papa pasó
por encima de la congregación y nombró a dos
jueces para que revisaran las pruebas y los argumentos: uno,
desde el punto de vista filosófico; otro, desde el
histórico. Estos informes fueron escuchados ante una
comisión especial de veinticinco miembros, entre ellos
los cardenales Palazzini y Joseph Ratzinger, prefecto de la
Congregación para la Doctrina de la Fe, en cuyo salón
se reunieron los miembros de la comisión para efectuar
la votación. El padre Gumpel fue el juez histórico;
con la precisión que lo caracteriza, refirió
lo sucedido:
-La cuestión era si Kolbe había muerto como
mártir de la fe. Yo personalmente nunca dije que no
era mártir; lo que sí dije es que no tenemos
ninguna prueba absolutamente segura de que fue un mártir
en el sentido clásico, y en tales casos, hay que estar
absolutamente seguros. Alguna gente decía, por ejemplo,
que el hecho mismo de ser detenido por los nazis y enviado
a Auschwitz equivalía ya a una sentencia de muerte.
Pero Auschwitz sólo se convirtió en un campo
de muerte mucho más tarde y, en realidad, algunos de
los internados sobrevivieron. -Hizo una pausa-. Además,
debíamos tener en consideración las circunstancias
de la detención, que fue parte de una gran operación,
un gran barrido. Los nazis se estaban preparando para invadir
Rusia, y como parte de esa operación, tenían
que procurar, desde el punto de vista logística, que
las líneas de suministro estuviesen seguras para el
transporte de municiones, alimentos, gasolina, piezas de repuesto
para los tanques, etcétera. Así pues, con el
fin de garantizar la seguridad de todo eso, detuvieron a todos
los intelectuales que pudieran causarles problemas: ateos,
comunistas, católicos. Así que a Kolbe no lo
detuvieron por sus creencias religiosas.
El odio de los nazis a los sacerdotes era notorio. Surgió,
entonces, el interrogante de si era posible que el comandante
Fritsch deseara matar a Kolbe por el hecho de ser sacerdote.
Gumpel respondió, con bastante sensatez, que de haber
sido ése el caso, Fritsch habría seleccionado
a Kolbe desde el principio.
-Además -agregó-, Kolbe se arriesgó.
Salió de la fila y se acercó al comandante,
y, sólo por eso, podrían haberlo matado en seguida.
Ahora bien, se ha interrogado escrupulosamente a los supervivientes
que vieron y escucharon lo que pasó. Les preguntamos
si habían escuchado o si habían visto en la
cara del comandante o de alguno de los guardias alguna muestra
de satisfacción o de regocijo ante la posibilidad de
matar a un sacerdote. No había nada de eso. El comandante
le dijo simplemente a Kolbe que, bien, que si quería
ir, pues adelante.
El argumento de Gumpel convenció. A pesar de los llamamientos
de los obispos alemanes y polacos, la inmensa mayoría
de los miembros de la comisión decidió por voto
que el gesto indudablemente heroico de Kolbe no satisfacía
los criterios necesarios para un mártir de la fe. Pero
este juicio era meramente consultativo. El 9 de noviembre
de 1982, Juan Pablo II proclamó en la basílica
de San Pedro, ante doscientos cincuenta mil creyentes, una
de las mayores multitudes que jamás se habían
juntado para una canonización: "Y, así,
en virtud de mi autoridad apostólica, he decretado
que Maximilian Maria Kolbe, que desde su beatificación
ha sido venerado como "confesor", sea venerado también
como mártir de ahora en adelante."
Pero ¿qué clase de mártir? En ningún
pasaje de su declaración de canonización, el
papa se refería a Kolbe como a un mártir de
la fe ni lo llamaba "mártir de la caridad",
como hiciera su predecesor. Recordó, sin embargo, las
palabras del Evangelio de Juan: "No hay amor mayor que
éste, que un hombre dé su vida por los amigos."
Algunos de los hacedores de santos afirman que, al usar ese
texto en una solemne declaración de canonización,
Juan Pablo II sancionó el concepto de mártir
de la caridad como una nueva categoría de santo; y,
con ello, la posibilidad de conceder el título de mártir
a un grupo más amplio de candidatos.
EL FUTURO DEL MARTIRIO
De 1982 a 1987 fueron, por tanto, años decisivos para
la creación de mártires; años en los
que la congregación comenzó a ocuparse de las
primeras causas de martirio de la era nazi, y al resolverlas,
sentó precedentes importantes. En adelante, los relatores
y los postuladores no tendrían ya que demostrar que
los nazis estaban ideológicamente opuestos a la fe
católica; se daba por sentado. En consecuencia, las
causas de víctimas de los nazis que habían empezado
como procesos basados en virtudes heroicas podían transformarse,
si los promotores así lo deseaban, en procesos de martirio.
Y, con cada nuevo mártir, la Iglesia añadía
nuevas pruebas de que también los católicos,
y no sólo los judíos, fueron perseguidos por
los nazis.
El primer proceso que se benefició del cambio fue
el de Marcel Callo, un joven francés que en 1945 murió
de enfermedad y desnutrición en el campo de concentración
nazi de Mauthausen. No había, sin embargo, ningún
milagro atribuido a su intercesión, así que
parecía que habrían de pasar muchos años
hasta que pudiera ser beatificado. Pero el papa Juan Pablo
II había convocado, para el otoño de 1987, un
sínodo mundial de obispos con el fin de que discutieran
el papel de los legos católicos, sobre todo, en las
esferas política y social; y quería una selección
de jóvenes y convincentes siervos de Dios, entre los
que elegir a algunos para las ceremonias de beatificación
y de canonización que se celebrarían durante
el sínodo. Callo era el candidato ideal... con tal
que se lo pudiera considerar mártir.
Callo nació en 1921, en Rennes, y en su adolescencia
militó en el movimiento de las Juventudes Obreras Católicas.
Durante la ocupación nazi de Francia se ofreció
voluntario para trabajar de misionero entre los obreros franceses
proscritos a los campos de trabajos forzados de Alemania.
En 1944, Callo y sus colaboradores católicos fueron
detenidos por los nazis por realizar actividades religiosas
"nocivas para el pueblo alemán". Testigos
supervivientes declararon que, aun en el cautiverio, Callo
siguió encabezando a los prisioneros en las oraciones
y la instrucción religiosa. Igual que a los otros,
lo obligaron a trabajar y a alimentarse de patatas mohosas
y agua arenosa. Durante los seis últimos meses de su
vida, se encontraba a menudo tan débil que lo dejaban
en una cama, que compartía con varios cadáveres.
Finalmente, murió de agotamiento a la edad de veintitrés
años. Después de la guerra, un sacerdote francés
escribió un libro sobre Callo, que se hizo popular
entre los jóvenes trabajadores alemanes. Erigieron
un monumento en su honor en Mauthausen, pidieron a Roma su
canonización y obtuvieron el apoyo del obispo de Rennes,
quien inició el proceso ordinario.
En enero de 1987, el mismo mes en que el proceso revisado
de Stein llegó a los cardenales, Beaudoin acabó
su "positio" sobre Callo. En el escrito, documentó
la evolución del compromiso espiritual del joven y
sus extraordinarias virtudes heroicas. Pero, considerando
las causas de Brandsma y de Stein, los funcionarios de la
congregación decidieron que Callo contaba con buenas
posibilidades de ser beatificado como mártir. En efecto,
era precisamente el tipo de ejemplo que el papa deseaba presentar
a los obispos en el sínodo de otoño. El cardenal
Palazzini le otorgó preferencia ante otras causas y
fijó para marzo la fecha del examen teológico
de Callo, basándose tanto en sus virtudes como en su
martirio. No cabía duda de que Callo llevó una
vida virtuosa ni de que verdaderamente había "provocado
al tirano". Pero no había ninguna prueba conclusiva
de que estuviera dispuesto a aceptar el martirio; por el contrario,
en unas ciento cincuenta cartas que Callo escribió
a sus padres y a su novia, les dijo repetidamente que no se
preocuparan, que estaba convencido de que, después
de la guerra, lo esperaban el matrimonio y la buena vida.
Durante los seis últimos meses de su vida no escribió
ninguna carta. Sin testigos presenciales, ¿cómo
podía la Iglesia estar segura de que no se había
derrumbado bajo la tortura, como les sucedió a otros?
Beaudoin consiguió presentar, sin embargo, el testimonio
de dos supervivientes del campo, quienes juraron que Callo
aceptó serenamente su destino; declaró incluso
un coronel que afirmaba que, el día de su muerte, a
Callo "se le apareció un santo". La prueba
era convincente y el tribunal renunció a exigir un
testimonio ocular de la muerte. El 4 de octubre, Juan Pablo
II beatificó a Callo como mártir y lo alabó
ante el sínodo de obispos como "un signo profético
de la Iglesia del tercer milenio".
El legado de Kolbe como primer "mártir de la
caridad" aún deja lugar a dudas. Algunos de los
hacedores de santos no están convencidos de que el
papa pretendiera establecer una nueva categoría en
la que los candidatos puedan ser declarados mártires.
La única manera de saberlo es, pues, presentarle al
papa un caso parecido.
Molinari está preparando una causa que él cree
que cumple esa condición. Se trata de un joven policía
nacional ("carabiniere") italiano que, como Kolbe,
dio su vida para salvar a otros. El incidente ocurrió
el 23 de septiembre de 1943, cuando los soldados alemanes
retrocedían desde Roma hacia el norte: Mussolini había
sido capturado, las tropas estadounidenses habían tomado
Sicilia, y las autoridades italianas habían iniciado
negociaciones secretas de paz con los aliados. A unas treinta
millas al norte de Roma, un grupo de soldados alemanes en
retirada entró en una torre para pasar la noche. De
repente; se produjo una explosión. Hubo un soldado
muerto y varios otros, heridos. Los alemanes, suponiendo que
se trataba de un atentado, tomaron veintidós rehenes
del pueblo más cercano y amenazaron con fusilarlos
si no se les entregaba el culpable. Los cautivos estaban ya
cavando sus tumbas cuando el policía, al enterarse
de lo sucedido, se dirigió en su motocicleta a los
soldados. Aunque no tenía nada que ver con la explosión
-hecho que se cuidó de no mencionarles a los alemanes-,
asumió la responsabilidad del acto. Sin hacer más
preguntas, los alemanes lo fusilaron de inmediato.
-Lo presentaremos como mártir de la caridad, ahora
que el concepto de martirio ha sido ampliado -dice Molinari,
el postulador de la causa-. Es un caso hermoso. Posteriormente,
le concedieron la medalla de oro, la más alta condecoración
militar del Estado. Era muy buen católico, un buen
servidor del pueblo, muy amable y muy solícito. ¿Por
qué no presentado, pues, como un ejemplo de cómo
se puede vivir en esa profesión como un auténtico
cristiano?
Como uno de los pocos teólogos católicos en
todo el mundo que han escrito sobre el significado de los
santos, Molinari ve con auténtico entusiasmo la perspectiva
de establecer una nueva categoría de mártires.
-Es como un abanico que se abre: por una cara, tenemos el
mártir clásico, que da su vida por la fe; por
la otra gente que ha vivido una vida cristiana ejemplar de
virtud heroica. Ahora nos estamos preguntando: ¿no
hay una tercera categoría de personas que, suponiendo
que hayan llevado una vida justa, en un momento dado, por
heroísmo, se sacrifican por otros? Al fin y al cabo,
¿es que hay alguna diferencia esencial entre las personas
que han vivido una vida ejemplar hasta la muerte y que son
declaradas beatos y santos por sus virtudes, y un caso como
el de ese hombre, en el que ha sido difícil demostrar
que haya cumplido los criterios de heroísmo que se
les exigen a los santos, pero que, en un solo acto, llega
al extremo de sacrificar su vida? ¿No es ésta
una categoría propia de pleno derecho, de modo que
en el futuro deberíamos considerar estos casos conforme
a unas pautas especiales que les son propias? Si hacemos eso
abriremos una puerta.
En teoría, la puerta ha existido desde hace mucho
tiempo, en espera de que alguien la abriera. En el siglo XIII,
Tomás de Aquino se preguntó si una muerte por
el bien común podía considerarse martirio, desde
un punto de vista teológico. Y contestó: "El
bien humano puede transformarse en bien divino si se refiere
a Dios; por tanto, cualquier bien humano puede ser causa de
martirio con tal que se refiera a Dios." En menor grado,
la Iglesia ha hecho ya extensivos los motivos de martirio
a individuos que murieron en defensa de ciertas virtudes "cristianas".
La más célebre de esas causas es la de María
Goretti, la niña italiana de once años que murió
asesinada en 1902 al resistirse a ser violada por un vecino.
En la ceremonia de beatificación en 1947, el papa Pío
XII la calificó de "mártir de la castidad".
Surge así obvia la cuestión: si alguien puede
ser declarado mártir de la castidad, ¿por qué
no se puede ser mártir de la justicia, de la compasión
o de la paz, virtudes en las que Jesucristo mismo puso un
énfasis mucho mayor que en la pureza sexual?
A ese respecto, es significativo que ningún católico
ha sido declarado mártir, hasta ahora, por el solo
hecho de haberse resistido al régimen, obviamente injusto,
de los nazis o, por ejemplo, por proteger a judíos
perseguidos, a pesar de que muchos católicos hicieron
ambas cosas. Y es también significativo que, al cabo
de varias décadas de debate sobre la vida y la muerte
de Franz Jagerstatter, un devoto católico austríaco
y objetor de conciencia, decapitado por los nazis en Berlín
en 1943 por negarse a servir en el ejército alemán,
no se haya iniciado aún ningún proceso en su
favor. Hay pruebas más que suficientes de que Jagerstatter,
que era sacristán de la iglesia de su pueblo, se opuso
a los nazis por motivos cristianos; ¿por qué,
entonces, se han negado hasta ahora los obispos austríacos
a proponer su causa, a pesar del considerable interés
local e internacional en el caso? ¿Será porque
Jagerstatter fue un "testigo solitario", cuya negativa
a apoyar la causa de los nazis no recibió ningún
apoyo de su propio obispo austríaco? ¿Será
porque muchos austríacos, la mayoría de ellos
católicos, siguen considerando a Jagerstatter un traidor
a su país, al haberse negado a luchar por los nazis?
¿O es porque esa beatificación, como sugiere
un funcionario de la congregación, "podría
trascender la declaración de santidad de un individuo
particular, implicando una preferencia por el pacifismo, lo
cual tendría una seria repercusión en la teoría
[defendida por la Iglesia] de la guerra justa"? Esto
último parece lo más probable. Los obispos austríacos,
me dijeron en Roma, no quieren alentar el pacifismo y consideran
que tal sería el efecto de la canonización de
Jagerstatter.
Sean cuales. sean las razones, es patente que los obispos
locales desempeñan un papel decisivo a la hora de determinar
quién ha de ser nombrado mártir. Como ya hemos
visto, fue a instancias de los obispos polacos y alemanes
que los hacedores de santos asumieron la tarea de transformar
a Edith Stein y a Maximilian Kolbe de confesores en mártires.
Lo cual no es decir que los hacedores de santos carezcan de
independencia al investigar y evaluar las causas; por el contrario,
el caso de Maximilian Kolbe evidenció el alto grado
de independencia que pueden llegar a tener. Pero sí
se sugiere que la creación de mártires es, como
el martirio mismo, un acto "político", entre
otras cosas. Incluso después de que los hacedores de
santos hayan examinado la causa de un mártir, le incumbe
al papa calcular las consecuencias que pueda tener una declaración
de martirio, tras consultar con los obispos locales y con
el Secretariado del Estado Vaticano. Dos decisiones recientes
ilustran lo delicados que pueden llegar a ser esos cálculos
internos de la Iglesia.
En 1952, la congregación aceptó la causa del
padre Miguel Agustín Pro, un jesuita mejicano de veintiocho
años que, en 1927, fue ejecutado por el Gobierno de
México en el momento culminante de la sublevación
cristera. El padre Pro y su hermano Humberto formaban parte
de la clandestina Liga Nacional para la Defensa de la Libertad
Religiosa, un grupo militante de la oposición católica,
que participó en la revuelta armada contra la supresión
gubernamental de la Iglesia. El padre Pro negó estar
involucrado en la conjura, pero, no obstante, fue ejecutado
junto con Humberto y otros dos católicos convictos
de conspiración. El padre Pro murió a la manera
clásica, gritando "Viva Cristo Rey" cuando
los soldados dispararon sus rifles, y fue aclamado inmediatamente
como mártir por la mayor parte de los católicos
mexicanos.
Hacia finales de los años sesenta, Molinari había
conseguido un documento oficial escrito a mano que demostraba
que la policía secreta había hallado al padre
Pro inocente, pero que el Gobierno ordenó fusilarlo
de todos modos. Molinari retrasó, sin embargo, la presentación
de la causa ante la congregación, dado que el mismo
partido, el actualmente llamado Partido Revolucionario Institucional
(PRI), seguía gobernando México y, a juicio
de los jesuitas mejicanos y de otros funcionarios de la Iglesia
local, el Gobierno podría responder a la beatificación
de Pro continuando la persecución de la Iglesia. En
1986, Juan Pablo II decidió que la Iglesia había
esperado ya bastante. En noviembre de ese mismo año,
aprobó un decreto para la beatificación del
padre Pro como mártir. La noticia de la decisión
papal llegó a México en un momento en que los
obispos católicos acusaban al gobernante Partido Revolucionario
Institucional de fraude electoral en el estado de Chihuahua.
Funcionarios del partido advirtieron a la Iglesia que no procediera
a la ceremonia de beatificación, porque se enfrentaban
a unas elecciones difíciles en 1987 -que, efectivamente,
ganaron con un escaso y duramente disputado margen- y consideraban
que la beatificación podría ser interpretada
como un gesto de apoyo de la Iglesia a la oposición.
Temiendo represalias contra la Iglesia mejicana, el Vaticano
aplazó la beatificación de Pro hasta el 25 de
septiembre de 1988 [posiblemente haya habido en ello también
un "quid pro qua" político. El papa tenía
proyectada una visita pastoral a México, que realizaría
en mayo de 1990. Durante su visita, se pronunció apasionadamente
en favor de la plena restauración de las libertades
de la Iglesia mejicana y, por primera vez desde la rebelión,
el Gobierno aceptó un intercambio de representantes
personales con el Vaticano].
En cambio, el 19 de junio de 1988, Juan Pablo II canonizó
a ciento diecisiete mártires del Vietnam, entre ellos
veintiún misioneros franceses y españoles, a
pesar de las repetidas quejas y amenazas de las autoridades
comunistas de Hanoi. Aunque los mártires en cuestión
habían muerto en los siglos XVII y XVIII, el Gobierno
comunista de Vietnam se quejó de que la atención
concedida a los mártires glorificaría un período
de dominación extranjera y, lo que era peor, sembraría
discordia entre el pueblo vietnamita en un período
de grave crisis económica. Tres meses antes de celebrarse
la ceremonia en Roma, el director de la Comisión Estatal
de Asuntos Religiosos vietnamita convocó a Hanoi a
los obispos católicos del país y les comunicó:
"Esto no es meramente un asunto interno de la Iglesia
católica, sino un asunto que toca cuestiones históricas
de nuestra nación, de nuestra soberanía nacional
y de nuestro prestigio nacional".
Normalmente, tales advertencias bastarían para persuadir
al papa y a su secretario de Estado a reconsiderar y, posiblemente,
postergar una canonización; al fin y al cabo, los cuatro
millones de católicos vietnamitas eran ya sospechosos
a los ojos de los comunistas y funcionaban sometidos a severas
restricciones gubernamentales. Pero los obispos vietnamitas
insistieron. De 1979 a 1987, enviaron a la congregación
treinta y seis cartas separadas, reclamando urgentemente la
canonización de los mártires. Pese a las amenazas
del Gobierno, insistieron en que la Iglesia del Vietnam necesitaba
el ejemplo de sus propios mártires oficiales. El papa
se mostró de acuerdo.
Por valiente que haya sido la decisión de los vietnamitas,
es políticamente muy poco probable que la Iglesia llegue
a beatificar o a canonizar, por lo pronto, a un mártir
que haya muerto a manos de un "tirano" comunista,
a pesar del reciente rechazo del comunismo en Europa Oriental.
De todos modos, en los dos países comunistas más
grandes, la Unión Soviética y la República
Popular de China, la Iglesia no está en condiciones
de conducir un proceso formal y, mucho menos, de proponer
a alguien para el martirio. Pero, aun en el supuesto de que
las Iglesias de los países comunistas tuviesen libertad
para promover las causas de su mártires, las causas
mismas no agregarían probablemente nada nuevo al significado
tradicional del martirio.
Es diferente, en cambio, el caso de las Iglesias latinoamericanas.
Si algún día hay una genuina expansión
del concepto católico de martirio, el ímpetu
de tal evolución nacerá, casi sin lugar a dudas,
de la lucha de las Iglesias latinas por la justicia social.
Las iglesias de Centroamérica y de Sudamérica,
más los misioneros extranjeros que trabajan en ellas,
poseen ya una larga lista de hombres y de mujeres considerados
popularmente como santos; monjas, sacerdotes, obispos y trabajadores
legos de la Iglesia, sin mencionar a los miles de anónimos
campesinos y de habitantes de los barrios bajos urbanos. Sus
historias, contadas una y otra vez, constituyen ya unas modernas
"Acta Martyrum": en algunos países, sus nombres
se insertan entre los de los mártires cristianos primitivos
para conmemorarlos durante la misa. Es cierto, en efecto,
que muchos católicos latinoamericanos están
venerando a mártires que no han sido formalmente declarados
santos por la Iglesia. No es que sea un fenómeno nuevo,
pero sí algo que la formalización de los procedimientos
de beatificación y de canonización estaba destinada
a cortar. Los obispos pueden deplorar tal fenómeno
o pasado por alto, como han hecho algunos prelados conservadores,
o bien pueden tratado como un reto para la concepción
que la Iglesia tiene de lo que constituye el martirio cristiano.
Este reto es, al mismo tiempo, de naturaleza formal, política
y teológica. En apariencia, la mayoría de esos
mártires modernos no satisfacen las pautas tradicionales
del martirio por la fe. Los "tiranos" a quienes
ellos provocan, a diferencia de los nazis o los comunistas,
no se oponen ideológicamente a la fe católica;
por el contrario, en la mayoría de los casos son católicos
que matan a otros católicos en países que son
culturalmente y, en algunos casos, oficialmente católicos.
Es una situación sin precedentes en los cuatrocientos
años de historia de la congregación.
Tampoco sería fácil justificar a los nuevos
mártires de América Latina como "mártires
de la caridad", pues ninguno de ellos se ajusta al modelo
de un Kolbe, que dio su vida por otro individuo; en la mayor
parte de los casos, los "otros", por los que los
latinoamericanos sacrificaron sus vidas, fueron los pobres
en general o "los oprimidos". Una investigación
de sus vidas demostraría sin duda que estaban comprometidos
como cristianos en el proceso, en gran medida político,
de cambiar unas estructuras económicas y sociales que
ellos consideraban injustas. En cualquier caso, la mayoría
de ellos fueron muertos porque se los consideraba políticamente
subversivos; posiblemente, incluso agentes de fuerzas guerrilleras
ilegales.
Por último, es cuestionable, desde una perspectiva
tradicional, si de los nuevos mártires latinoamericanos
se puede afirmar que murieron "por la Iglesia".
En primer lugar, las Iglesias latinoamericanas están
divididas en sí mismas en cuanto a los métodos
y los objetivos de los diversos movimientos de liberación
política y social. Como descubrí al investigar
la reputación póstuma del arzobispo Romero,
indudablemente el personaje más reverenciado del nuevo
martirologio latinoamericano, incluso sus propios colegas
obispos de El Salvador están profundamente divididos
sobre la sabiduría de su liderazgo, por no mencionar
el significado de su vida y de su muerte. Además, Romero
identificaba la Iglesia con "el pueblo" en tal grado
que sería falsear sus convicciones insinuar que fuera
asesinado por odio a la Iglesia. Lo que convirtió a
Romero en blanco de los asesinos no fue "la Iglesia",
sino, antes bien, su personal, aunque no exclusiva, identificación
de la causa de Cristo con la causa de la liberación
del pueblo salvadoreño.
De todos modos, si el papa y los obispos de la Iglesia creen
verdaderamente que Dios mismo da a conocer la identidad de
sus santos a través de su reputación de santidad,
no pueden pasar por alto a los nuevos mártires latinoamericanos.
En otras palabras, el problema que esos mártires plantean
al sistema de creación de santos de la Iglesia no es,
en primer lugar, un problema político ni legal, sino
un problema teológico; un problema, además,
que, en la insistente opinión de una serie de teólogos
católicos, y no solamente latinoamericanos, la Iglesia
debe encarar si el compromiso con la paz y la justicia, enunciado
por el II Concilio Vaticano, ha de ser creíble.
Sus argumentos se pueden resumir en lo siguiente: Jesucristo
es el modelo del martirio cristiano; aceptó la muerte
por fidelidad al Padre y a su Reino venidero. Los cristianos
primitivos identificaron ese reino escatológico con
la comunidad cristiana; así, morir por la Iglesia significaba
dar la vida por el Reino de Dios y por la misma fidelidad
que Cristo manifestó al Padre. Pero la Iglesia actual
considera que el Reino de Dios no se limita a la comunidad
cristiana, sino que la Iglesia es la comunidad de Cristo,
llamada a servir y a extender el Reino de Dios. Los santos
son quienes con sus propias vidas dan testimonio de la realidad
del Reino de Dios; los mártires, al aceptar el sacrificio
supremo, atestiguan la reivindicación absoluta del
Reino por encima de todos los demás valores, incluido
el valor de la vida misma.
Los signos del Reino de Dios, sostiene el argumento, se revelan
por el testimonio de Cristo. Los más importantes de
esos signos son la justicia y la paz, y la vocación
del cristiano es dar testimonio en Cristo de esos valores;
morir por ellos es sufrir el martirio por el Reino. En la
época presente, dar testimonio de la justicia y de
la paz es comprometerse políticamente en favor de los
demás; no simplemente de los demás miembros
de la comunidad cristiana, sino, y ante todo, de los pobres
y de los oprimidos, que, como enseñó Cristo,
son los "primeros" en el Reino de Dios. Morir por
tal compromiso es -o, cuando menos, puede sermorir como mártir.
"Sería estúpido negarse a hacer extensiva
la noción de martirio cristiano a aquellos que sacrifican
sus vidas por el prójimo en un contexto político
-escribe el teólogo irlandés Enda McDonagh;
pero agrega-: Igualmente estúpido sería interpretar
todas las muertes por causas políticas como ejemplos
inequívocos de martirio cristiano."
Es cierto. Para el teólogo Jon Sobrino, de El Salvador,
lo que la Iglesia necesita es un nuevo concepto, el "santo
político", que habría de colocarse al lado
del místico, del asceta y de otros modelos tradicionales.
Pero, así como el santo tradicional sufre las tentaciones
del orgullo, de la apetencia de poder espiritual y de otras
ilusiones de santidad, Sobrino advierte con sensatez que el
santo político debe cuidarse de que su "amor político"
hacia los demás no acabe corrompido por la concupiscencia
política.
Por su misma naturaleza, la acción política
conlleva, en mayor o menor grado, la tentación de sustituir
la liberación de los pobres por lo que nosotros hemos
convertido en nuestra causa personal o colectiva, el dolor
de los pobres por la pasión que genera la política,
el servicio por la hegemonía, la verdad por la propaganda,
la humildad por el dominio, la gratitud por la superioridad
moral. Existe el peligro de convertir en absoluta la esfera
de la realidad en la que se desarrolla la lucha por la liberación
-social, política o militar- y de abandonar así
otras esferas importantes de la realidad -[particularmente]
la realidad de los pobres- que, tarde o temprano, se vengarán
de ese carácter de absoluto.
En suma, Sobrino reivindica una nueva clase de santidad,
una "santidad política", que distinguiría
a un nuevo tipo de santo. Las virtudes necesarias para tal
santidad no difieren esencialmente de las que la Iglesia ha
buscado tradicionalmente en los santos. Para distinguirlas,
sin embargo, de las virtudes tal como han sido concebidas
clásicamente, los hacedores de santos deberían
cambiar sus esquemas de pensamiento. ¿Serán
capaces de ello? Antes de responder a esa pregunta, debemos
considerar otro tipo de santos. Desde la Edad Media, el signo
principal de la santidad ha sido una profunda vida interior
de comunión con Dios; y, por lo menos en la imaginación
popular -la más inclinada a invocar a los santos-,
el santo por excelencia ha sido el místico. Es sorprendente
que, aun en nuestra época secular, haya muchas más
causas de místicos de lo que uno imaginaría.
Pero lo que más sorprende, según he descubierto,
es que los místicos causan a los hacedores de santos
no menos problemas, aunque de índole muy distinta,
que los mártires.
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