LA
FABRICACIÓN DE LOS SANTOS
Autor: Kenneth L. Woodward
CAPÍTULO 1. LA POLÍTICA LOCAL DE LA SANTIDAD
EL CARDENAL COOKE:
LA HERMANDAD DE LA CANCILLERÍA
El día de san Patricio de 1984, Theodore McCarrick,
obispo de Metuchen, Nueva Jersey, escribió una carta
a su colega John J. O'Connor, quien dos días más
tarde tomaría posesión de su cargo de arzobispo
de Nueva York. En esa carta, McCarrick recordaba que ambos
habían gozado del privilegio de contar, entre sus colaboradores
íntimos, con el antecesor de O'Connor, el cardenal
Terence Cooke, fallecido apenas cinco meses antes. "Es,
por tanto, con cierta confianza -escribía McCarrick-
que te ruego inicies en la archidiócesis de Nueva York
un proceso que conduzca, si Dios quiere, a la beatificación
y canonización de Terence James Cooke."
La confianza de McCarrick estaba bien fundada. Había
discutido ya el asunto con media docena de colegas de O'Connor
en la archidiócesis de Nueva York; todos ellos habían
servido como secretarios personales, obispos auxiliares. o
monseñores de alto rango a Cooke o a su antecesor,
el cardenal Francis Spellman. El criterio unánime de
ese grupo bastaba a O'Connor para poner en marcha los mecanismos
convenientes.
Lo que se inició entonces fue un esfuerzo mancomunado
por dotar a los neoyorquinos de su primer santo canonizado.
Dado que se habría de investigar la vida del cardenal,
se creó en el seminario de la archidiócesis
el Archivo del Cardenal Cooke, a fin de catalogar sus papeles
y reunir sus efectos personales. Y, visto que la causa requería
asimismo publicidad y financiación, se estableció
en un despacho del edificio de la cancillería de la
archidiócesis, sito en el centro de la ciudad, la Hermandad
del Cardenal Cooke. Una de las tareas más importantes
de la Hermandad consistiría en fomentar la oración
a Cooke, en la esperanza de que algunas de esas oraciones
fuesen correspondidas con "favores divinos", de
modo que el cardenal quedara acreditado por el "sine
qua non" del santo canonizable: el poder de intercesión
ante Dios. Finalmente, se puso el entero proyecto en manos
del que fuera el confesor de Cooke, el fraile capuchino Benedict
Groeschel, a quien se le asignó el cometido de redactar
la biografía espiritual de Cooke y se le envió
a Roma para recibir ulteriores instrucciones. El 9 de octubre,
primer aniversario de la muerte de Cooke, en una misa conmemorativa
celebrada en la catedral de Sto Patrick, O'Connor presentó
oficialmente a su antecesor como candidato a la santidad.
Era un gesto extravagante, incluso para un personaje tan
extraordinario como O'Connor. Nunca antes un obispo norteamericano
había osado proponer como santo a su antecesor inmediato.
Pero si O'Connor contaba con el entusiasmo de Roma, no podría
haber estado más equivocado. Por un lado, el santoral
de la Iglesia rebosa ya de clérigos; lo que la Iglesia
necesita -los funcionarios de Roma llevaban años insistiendo
en ello- son más santos legos. Además, los funcionarios
del Vaticano se sorprendieron de oír que alguien consideraba
digno de canonización al difunto cardenal arzobispo
de Nueva York; al parecer, el olor de santidad de que gozaba
Cooke no había llegado al otro lado del Atlántico.
En la Congregación para la Causa de los Santos, el
padre Benedict, emisario de O'Connor, recibió una lección
de reticencia romana.
-¿Por qué cree usted que su cardenal es un
santo? -le preguntó monseñor Fabijan Veraja,
el imperioso croata que desempeña el cargo de subsecretario
de la Congregación.
-Pensaba que podría serio -repuso, cauteloso, el fraile
de Nueva York.
-Muy bien -dijo Veraja-, porque si usted no pensara que es
un santo, no tendría por qué haber venido aquí.
Pero si está convencido de que lo es, entonces me está
quitando el trabajo.
Y, por si no bastara con esa advertencia, Veraja previno
a Benedict de lo traicioneras que eran las aguas espirituales
en las que se estaba adentrando.
-Permita que le recuerde -dijo en tono ominoso- que los siervos
de Dios sufren en el camino de la santidad múltiples
malentendido s y detracciones. Y quienes se comprometen a
propugnar la causa de los siervos de Dios deben contar con
que les ocurra lo mismo.
Lo que en realidad irritaba a los funcionarios de la Congregación
era la manera precipitada en que O'Connor y sus amigos habían
iniciado la causa de Cooke. Con sus prisas en poner en marcha
el proceso, O'Connor violó tanto la letra como el espíritu
de la Ley Canónica, que estipula que la causa no puede
iniciarse oficialmente hasta por lo menos cinco años
después de la muerte del candidato a la santidad. Esa
regla no es gratuita. Se basa en la antigua tradición
que sostiene que el proceso encaminado a la canonización
debe surgir espontáneamente entre los creyentes de
la Iglesia local y continuar suscitando oraciones y otras
muestras de devoción durante décadas. Además,
se basa en una experiencia secular; Veraja mismo la resume:
"Una causa de canonización no es nunca un asunto
urgente (...). [El obispo del lugar] no debe dejarse seducir
por un entusiasmo fácil -e incluso algunas veces no
puramente desinteresado- ni condescender con los apremios
de la "opinión pública" -que es algo
muy diferente de la verdadera reputación de santidad-,
sobre todo cuando detrás de todo ello está el
poderío de los medios de comunicación."
En otras palabras, el primer deber del obispo local -en este
caso, O'Connor- es dejar que la reputación de santidad
madure por sí sola. Si persiste durante cinco o diez
años, se le permite organizar una investigación
oficial de la vida y las obras del candidato, a fin de decidir
si la reputación es justificada. Al tomar la iniciativa
a su propia cuenta y riesgo y, además, tan poco tiempo
después de la muerte del cardenal, O'Connor prestó
efectivamente un flaco servicio a la causa de Cooke: ¿cómo
podrían saber en Roma si la reputación de su
santidad había surgido espontáneamente entre
la gente o, más bien, gracias al potente esfuerzo de
promoción publicitaria puesto en marcha por O'Connor,
McCarrick y otros?
El padre Benedict regresó de Roma severamente castigado,
sólo para descubrir que el rumor de la causa había
provocado resistencia también en la retaguardia. Si
bien la Hermandad del Cardenal Cooke reunió pronto
una impresionante lista de correo de unos diez mil simpatizantes,
no todos los neoyorquinos que habían conocido o incluso
querido al cardenal estaban dispuestos a verlo convertido
en santo. Katherine, la única de sus hermanos que aún
vivía, así como muchos de los viejos amigos
del difunto cardenal se negaban a prestar testimonio para
su biografía espiritual. Para ellos, su muerte seguía
aún demasiado fresca en la memoria, demasiado viva
la pena de su pérdida como para imaginario de repente
trasladado a la compañía icónica de los
santos, cuyas estatuas de mármol e imágenes
labradas en vidrieras de color adornan la catedral de St.
Patrick.
Y, lo que es más importante, muchos sacerdotes de
la archidiócesis no estaban convencidos, sencillamente;
de la santidad de Cooke y dudaban, en consecuencia, de los
motivos de O'Connor. En la opinión de los más
críticos de esos clérigos, la iniciativa de
O'Connor era otro ejemplo del tráfico de influencias
que, según ellos, caracterizaba desde hacía
largo tiempo las usanzas administrativas de la archidiócesis
de Nueva York. Para ellos, la causa era una presuntuosa campaña,
lanzada por unos pocos amigos y protegidos de Spellman, sin
ningún sondeo previo entre el cleroy encaminada, según
opinaban no pocos de los críticos, a obtener la bendición
póstuma de una era entera de la política eclesiástica
de dicha ciudad. Ésa era comenzó en 1939 con
la instalación de Spellman y concluyó cuarenta
y cuatro años después con la muerte de Cooke.
Se entiende que esto nadie se lo dijo a la cara a O'Connor;
pero al padre Benedict no le perdonaron, confirmando así,
a los ojos del barbudo fraile, la veracidad de los contundentes
presagios de monseñor Veraja.
Aunque el mayor obstáculo en el camino de la canonización
de Cooke era Cooke mismo. No cabía la menor esperanza
para su causa hasta que sus seguidores no demostrasen a Roma
a) que el cardenal había ejercido las virtudes cristianas
(sobre todo la fe, la esperanza y la caridad) en grado heroico,
y b) que su proclamación como santo sería un
acto de gran importancia para la Iglesia entera. Al padre
Benedict le incumbía la tarea de escribir una biografía
espiritual de Cooke que pusiese de manifiesto, de manera muy
parecida a las biografías de campaña electoral
elaboradas para los candidatos a la presidencia, los méritos
del cardenal en ambos aspectos.
Para evaluar la vida de Cooke, el padre Benedict podía
contar con un vago antecedente: el obispo John Nepomucene
Neumann, de Filadelfia, a la sazón el último
ciudadano norteamericano que había sido canonizado
(en 1977; actualmente, la más reciente es sor Rose-
Philippine Duchesne, canonizada el 3 de julio de 1988). A
su muerte en 1860, Neumann tenía tan escasas probabilidades
de convertirse en candidato a la santidad como tuvo Cooke
cuando murió en 1983. Aquel inmigrante bohemio de estatura
diminuta (medía tan sólo un metro cincuenta
y siete) era considerado un administrador inepto y quizá
nunca hubiera sido propuesto para la canonización (la
jerarquía de Filadelfia veía en el antecesor
de Neumann, un erudito clérigo irlandés llamado
Francis Patrick Kenrick, a un candidato más prometedor)
de no haber sido miembro también de los Padres Redentoristas,
orden religiosa que acabó finalmente, y tras mucho
insistir, por apoyar la causa. Al igual que a Neumann,:a Cooke
no se le consideraba precisamente uno de los pilares de la
Iglesia. Era un prelado piadoso, abnegado y tímido,
"el tipo del perfecto número dos" según
un historiador de la archidiócesis, monseñor
Florence Cohalan. Formado como asistente social y convertido
en contable, Cooke llegó de secretario personal de
Spellman a vicario general de la archidiócesis y obispo
auxiliar. Además de los deberes de su cargo, Cooke
atendía las necesidades personales de Spellman, mostrando
una afabilidad a la que el autocrático cardenal no
estaba acostumbrado. Al morir Spellman en 1968, sorprendió
al mundo con la elección de Cooke como sucesor. Sin
embargo, Cooke no llegó jamás a ejercer el extraordinario
liderazgo nacional e internacional de Spellman; por el contrario,
parecía sentirse más a gusto entreteniendo a
los ancianos y sorprendiendo a los enfermos con sus visitas.
Pero una cosa hizo bien: murió con un coraje y una
gracia considerables. Tres meses antes de su muerte, la oficina
del cardenal reveló que éste recibía
secretamente, desde hacía diez años, transfusiones
de sangre y quimioterapia para tratar su leucemia. Ni siquiera
sus íntimos, como O'Connor, estaban al corriente de
esa dolorosa condición. La ciudad entera tomó
nota cuando él se resignó tranquilamente a su
suerte, citando las palabras de su lema episcopal: "Hágase
tu voluntad." En una conmovedora carta de despedida,
que se leyó públicamente el domingo 9 de octubre,
a los tres días de su muerte, el cardenal recordó
a los católicos de Nueva York que "el don de la
vida, especial regalo de Dios, no es menos hermoso cuando
lo acompañan la enfermedad o la debilidad, el hambre
o la pobreza, taras físicas o mentales, la soledad
o la vejez. Precisamente en tales situaciones, la vida humana
cobra un esplendor extraordinario en cuanto requiere una atención,
un cuidado y una reverencia especiales. Es en la debilidad
de nuestro cuerpo mortal, y a través de ella, que el
Señor continúa revelando el poder de su amor".
En resumen, fue la estremecedora muerte de Cooke lo que convenció
a sus más íntimos amigos y protegidos de que
tal vez hubieran estado viviendo todos esos años con
un santo.
Al preparar la biografía espiritual del cardenal,
el padre Benedict decidió comenzar con la muerte ejemplar
de Cooke, para, luego, demostrar que esa muerte fue la culminación
de un proceso de crecimiento espiritual de toda una vida.
Era un enfoque muy ortodoxo, bastante parecido, de hecho,
a la manera como los autores de los cuatro evangelios estructuraron
la vida de Cristo: desde la muerte hacia atrás, hasta
el nacimiento. La diferencia, entre otras, estribaba en que
la vida de Cooke ofrecía poca materia para un relato
apasionante.
El trabajo de documentar la vida de Cooke recayó en
el reverendo Terry Webber, un pastor luterano que se presentó
como voluntario para ayudar a Benedict y no tardó en
ser nombrado archivero del legado de Cooke. Como luterano
y, además, al ser la única persona implicada
en la causa que no había conocido al difunto cardenal,
Webber reunía las condiciones óptimas para el
papel del colaborador desinteresado. Incluso, a algunos de
los funcionarios de Roma les causó viva curiosidad
el hecho de que un clérigo no católico se empeñara
en apoyar el proyecto.
Cuando conocí personalmente a Webber, él llevaba
un año trabajando. Se había instalado en el
Archivo Cooke del seminario, donde, para no complicar las
cosas, lo llamaban padre, igual que a todos los demás
clérigos. Webber me mostró una habitación
llena de recuerdos de Cooke: una cama; un guardarropa con
cajones; una mesa de escritorio, proveniente de su residencia
de verano; el violín del cardenal; montones de ropa
interior que llevaba impresa, a la usanza militar, el nombre
"T. J. Cooke"; una llave de honor de la ciudad;
una pluma que le regaló el presidente Lyndon Johnson.
Un cuarto pequeño contenía una colección
de vestiduras y sotanas, que incluía unos bonetes especialmente
diseñados para prelados aquejados por la calvicie.
"Si el cardenal es un santo, todas estas pertenencias
personales serán reliquias -observó Webber,
sin emoción-. Habrá algunas monjas viejas que
cortarán sus ropas en pedacitos y los enviarán
a la gente como reliquias."
Otro almacén, que fue antes dormitorio de un seminarista,
estaba repleto hasta el techo de documentos; entre ellos,
cincuenta y un volúmenes de recortes de periódicos
y revistas sobre Cooke. Una parte de su tarea, explicó
Webber, consistía en confeccionar una cronología
de la vida de Cooke y de los más importantes acontecimientos
nacionales e internacionales que se habían producido
mientras fue arzobispo de Nueva York. El propósito
de ese ejercicio era perfilar la vida de Cooke proyectada
en el horizonte de su tiempo. El día que tomó
posesión de su cargo de arzobispo, por ejemplo, fue
asesinado Martin Luther King, Jr., y la misma semana de su
muerte, el avión 007 surcoreano fue misteriosamente
derribado sobre territorio soviético. A lo largo de
ese período, el movimiento de los derechos civiles
tuvo su apogeo y decadencia; Estados Unidos perdió
en Vietnam su primera guerra; Richard Nixon sucedió
a Johnson en la Casa Blanca; pasaron el escándalo de
Watergate, Jimmy Carter y la revolución de Reagan.
Durante todo ese tiempo, Cooke enviaba y recibía cartas
a la Casa Blanca, pero no había en su correspondencia
ninguna revelación, ninguna prueba de que hubiera ejercido
alguna influencia significativa, en lo político o en
lo espiritual, sobre ninguno de los cuatro presidentes. De
los cuatro, Nixon fue el que escribió a Cooke con mayor
frecuencia, sobre todo durante las campañas electorales;
pero la correspondencia cesó el día que Nixon
renunció a su cargo. Cooke siguió la dimisión
por televisión; a continuación, ordenó
retirar de sus aposentos toda fotografía y todo recuerdo
de Nixon.
En cuanto a su vida privada y espiritual, aún se esperaba
que los archivos revelasen algo fresco e interesante... o
bien negativo. Con un ojo, Webber examinaba la correspondencia
de Cooke, para ver si contenía algo que no estuviera
conforme con el carácter que se espera de un santo;
por ejemplo, si fue indebidamente crítico o severo
con los subalternos. Con el otro ojo, Webber buscaba "citas
citables" que Benedict pudiera entretejer en la biografía
espiritual del cardenal.
-Estamos buscando cosas que sean sobresalientes. Pero -admitió-
no son muy numerosas. Muchas son banalidades piadosas, de
las que decimos todos los que andamos metidos en los asuntos
de la Iglesia. Benedict me dice que busque algo profético,
que eso ayudaría a su crédito como santo. Lo
más importante de mi trabajo es la perseverancia; hay
que seguir buscando.
-¿Usted cree que el cardenal Cooke era un santo? -pregunté.
-Afortunadamente, eso no es a mí a quien le toca
decidirlo. -Por supuesto.
-Pero creo que las relaciones públicas tienen algo
que ver en eso. Quiero decir, usted podrá encontrar
a alguna persona muy santa en algún sitio, en Des Moines,
digamos, pero que está en el lugar equivocado en el
momento equivocado. En cambio, puede haber una persona regular,
como el cardenal Cooke, que está en el sitio justo,
y esto significa en la ciudad de Nueva York, y en el momento
justo.
-¿Qué quiere decir?
-Cooke parecía un hombre sinceramente preocupado por
los demás. Cuando fue nombrado cardenal, eso le permitió
preocuparse de las necesidades del mundo entero y no sólo
de las de Nueva York. No era nada infrecuente en él
que viajara a un sitio y entregara al obispo un cheque de
diez mil dólares. El obispo de Honolulú, al
que entrevisté hace poco, me dijo que Cooke nunca iba
a verlo sin llevarle algún regalo en dinero. Así
que creo que Cooke tenía mucha sensibilidad social.
Webber hizo una pausa, miró al techo y, luego, me
miró a mí. Hablaba en un tono sobrio y afable.
-Llamemos las cosas por su nombre -añadió-.
Cooke hizo mucho bien, en términos de dinero, al ayudar
a otra gente en todo el mundo, y sólo pudo hacerlo
porque tenía el respaldo de la tesorería de
la archidiócesis; podía disponer libremente
de una cantidad enorme de dinero, y así lo hizo. Por
supuesto, el dinero provenía de las bases.
-¿ Yeso es razón suficiente para declararlo
santo?
-Supongo que, desde el punto de vista teológico, el
meollo del asunto está en que Dios, si en su providencia
decide elevar a. esa persona, entonces será eso lo
que Él quiere. Pero nosotros no podemos decir: "Eso
es lo que Dios quiere." Todo lo que podemos hacer es
cumplir con nuestro trabajo lo mejor que podamos y dejar que
Dios decida.
Si hay alguien en Nueva York que sea capaz de transformar
la vida de Cooke en la historia de un santo, ese hombre es
el padre Benedict. Estudioso de las clásicas vidas
de los santos, autor de varios libros populares sobre desarrollo
espiritual, conoce además muy bien, gracias a muchos
años dedicados a la dirección espiritual de
sacerdotes, el tipo de pecados a los que son más proclives
los clérigos célibes de la Iglesia: hastío,
egoísmo, pereza y, entre los jerarcas, el ejercicio
del poder como un fin en sí mismo. Como confesor personal
de Cooke, insiste en que conoce mejor que nadie los defectos
del cardenal. En mis conversaciones con Benedict, me interesaban
especialmente esos defectos, puesto que, acorde a las instrucciones
que el fraile había recibido, cualquiera que apoya
la causa de un santo debe presentar a Roma una exposición
equilibrada de la vida y del carácter del candidato.
Pero, en el relato de Benedict, incluso los defectos de Cooke
se parecían sospechosamente a virtudes.
"El mayor defecto de Terry era que no soportaba la controversia.
No quería herir a nadie. Lo más grave que hizo
en toda su vida fue que se negó a recibir al mariscal
mayor del desfile del Día de San Patricio. [El incidente
ocurrió en 1983, cuando el mariscal mayor era Michael
Flannery, conocido por su apoyo al Ejército Republicano
Irlandés.] Cooke se encontró con Flannery dos
días antes del desfile y se disculpó por no
poderlo saludar. Así era él, desde el día
que fue ordenado sacerdote."
Pregunté por más defectos, pero Benedict había
agotado ya su reserva de ejemplos. Recordó, en cambio,
la conversación que mantuvo en Roma con monseñor
Veraja. "Me preguntó si yo pensaba que Cooke era
un santo, y le dije que tal vez pudiera serlo. Si me preguntara
ahora, afirmaría que lo es, sin ninguna duda."
Me atreví a decir que otros objetarían acaso
que Cooke nunca hizo nada extraordinario, nada por lo cual
mereciese verse elevado por encima del resto de la humanidad
como objeto de imitación y, mucho menos, de veneración.
Benedict entornó sus penetrantes ojos azules, como
hastiado por lo obvio de lo que iba a decir. Yo lo conocía
desde hacía más de veinte años y sabía
reconocer sus pausas pedagógicas.
"Se supone que la religión tiene algo que ver
con la santidad, maldita sea, y eso es lo que estamos olvidando.
Ésta es la historia de un hombre que se convirtió
en un hombre santo. No, no era un gran estadista de la Iglesia,
no era un gran prelado; pero era un héroe. Muéstreme
a otro hombre que trabaje dieciocho horas diarias los siete
días de la semana si padece de leucemia. Él
fue mucho más allá de la amabilidad que le exigía
el deber. Era capaz de someterse a una transfusión
de sangre por la mañana y quedarse allí para
dejarse fotografiar con una anciana. Asistió a todas
las ceremonias de graduación de sus sobrinos y sobrinas.
Eso es muy caritativo. Yo no sería capaz de hacerlo."
A medida que escuchaba, me di cuenta de que Benedict estaba
describiendo un mundo que yo realmente ignoraba, un mundo
clerical en el que las ordinarias muestras de cortesía
hacia amigos y familiares se transforman en virtudes heroicas.
Comencé a entender. Si los amigos íntimos y
protegidos de Cooke veían en él algo sagrado
que los demás no habían percibido, la razón
estaba quizás en que la capacidad de Cooke de ser cortés
y atento, a pesar de su alto rango eclesiástico, era
efectivamente una novedad para los clérigos cuya carrera
los había encumbrado a las esferas más elevadas
de la Iglesia. Pero, seguramente, insistí, debía
de haber algo más que eso para recomendar al cardenal
para la canonización.
Lo había. El biógrafo espiritual dejó
muy claro lo que él consideraba la importancia de la
causa de Cooke para la Iglesia. "Cooke permaneció
leal y entregado a la Iglesia en tiempos muy difíciles.
Representa un catolicismo tradicional que no sucumbirá.
Creo que muchos se opondrán a su causa. Muchos clérigos
y jerarcas pensarán que Cooke era demasiado tradicional,
y es por eso por lo que yo apoyo su causa. Cooke fue católico
cuando muchos otros no lo fueron. No encabezaba movimientos
progresistas. Intentó que la Iglesia mantuviera su
rumbo cuando navegaba entre grandes tormentas."
Benedict hizo otra pausa. Aún le quedaba un as en
la manga. "Los milagros. Cada día recibimos noticias
de personas, algunas de tan lejos como el Medio Oeste, que
nos informan de curaciones y de favores que recibieron después
de rezar al cardenal Cooke. Como la causa de santa Teresa
de Lisieux, ésta se va a ganar a golpe de milagros."
El 6 de octubre de 1988, el cardenal O'Connor recibió
el permiso canónico de iniciar un proceso formal en
favor del cardenal Cooke; pero, siguiendo un advertencia informal
de Roma, decidió esperar para no seguir perjudicando
la causa con muestras de precipitación indebida. Y,
sin embargo, según le dijo al padre Benedict, de todo
cuanto había hecho como arzobispo de Nueva York, la
propuesta de la canonización de Cooke era la decisión
de la que se sentía más convencido.
DOROTHY DAY:
LA POLÍTICA DEL RECHAZO
Curiosamente, la única persona originaria de Nueva
York a la que el cardenal Cooke mismo consideraba digna de
canonización era Dorothy Day, cofundadora de los Obreros
Católicos y, durante medio siglo, una de las personalidades
más fascinantes del catolicismo norteamericano. Conversa,
pacifista, en cierto sentido incluso anarquista, Dorothy Day
pertenecía al número de aquellos raros católicos
cuya santidad práctica atraía a la gente tanto
dentro como fuera de la Iglesia.
Los argumentos en favor de declarar santa a Dorothy Day son
formidables. El principal es el ejemplo en que convirtió
su vida, que apenas necesita el lustre de los hagiógrafos.
Como escritora, activista política y socialista, Dorothy
Day era un personaje familiar, apasionado y bastante hermoso
entre los escritores y radicales del Greenwich Village de
los últimos años veinte y los primeros treinta.
Al círculo de sus amistades pertenecían el dramaturgo
Eugene O'Neill, el crítico literario Malcolm Cowley
y su esposa Peggy, y el periodista comunista Mike Gold, director
de la revista mensual izquierdista "The Masses".
Su conversión, a la edad de treinta años, le
costó no sólo una amplia red de amistades ("Estaba
sola, terriblemente sola", escribiría más
tarde sobre su primer año de conversa), sino también
el amor y la amistad de su compañero, Forster Batterham,
con quien compartía la casa y la cama cerca de la playa
de Staten Island:
La idea de abandonarlo me destrozaba (...). Cuando se metía
en la cama, aún con el frío del aire de noviembre
en el cuerpo, me abrazaba en silencio. Yo lo amaba en todos
los sentidos, como esposa, como madre, incluso lo quería
por todo cuanto sabía, y le tenía compasión
por todo lo que ignoraba. Lo amaba por todas las fruslerías
extrañas que tenía que sacarle de los bolsillos
del abrigo y por la arena y las conchas que traía
de la pesca. Amaba su cuerpo frío y delgado cuando
se metía en la cama, oliendo a mar, y amaba su integridad
y su testarudo orgullo".
En cambio, Dorothy sentía una profunda ambivalencia
hacia la Iglesia en la que estaba entrando. "El escándalo
de los curas, que más parecían hombres de negocios,
la riqueza colectiva, la falta de sentido de responsabilidad
hacia el pobre, el obrero, el negro, el mejicano, el filipino",
la afligían. Pero sentía un amor abrasador por
Cristo, y por ese motivo, aceptaba la Iglesia:
"Yo amaba la Iglesia de Cristo hecho visible, no por
lo que era y que a menudo me escandalizaba. Romano Guardini
decía que la Iglesia es la cruz en la que Cristo
es crucificado, y que no se puede separar a Cristo de la
cruz, hay que vivir en estado de permanente insatisfacción
con la Iglesia."
La nueva vida de Dorothy como católica cobró
forma después de conocer a un católico francés,
Peter Maurin, cuyas ideas sobre la construcción de
una nueva sociedad hizo suyas. De la colaboración de
ambos surgieron la revista "The Catholic Worker",
una red de Casas de Hospitalidad para los pobres y el movimiento
de los Obreros Católicos que todavía hoy existe.
El principio que inspiraba ese movimiento, tal como lo definía
Day, era sencillo: el Sermón de la Montaña no
es un ideal que se debe venerar en lo abstracto, sino la manera
en que están llamados a vivir todos los cristianos.
Una clave era el servicio directo a los necesitados. Así,
las Casas Obreras de Hospitalidad ofrecían comida,
ropa y alojamiento a cualquiera, por muy agresiva o delirante
que fuera su conducta, pues en todo necesitado se veía
a Cristo pidiendo ayuda. Otra clave era el pacifismo: Dorothy
Day se opuso no sólo a la participación norteamericana
en la II Guerra Mundial, sino también a los ejercicios
obligatorios para ataques aéreos que se practicaban
en los años cincuenta, al "conflicto" de
Corea y a la guerra no declarada de EE.UU en Vietnam. Defendía
asimismo los movimientos obreros y los derechos de los trabajadores.
En resumen, Dorothy Day hizo para su época lo que
san Francisco de Asís hiciera para la suya: hacer volver
a sus raíces a una cristiandad envanecida. Abrazó
personalmente los votos monásticos de pobreza y castidad
y los vivió, en todos los sentidos, con una libertad
y una entrega raras veces alcanzadas por los miembros de las
órdenes religiosas establecidas. Su alimento espiritual
lo constituían la oración, la misa y la lectura
diaria de la Biblia, que usaba casi como si fuera un talismán.
La razón de ser de los Obreros Católicos, insistió
más de una vez, no era convertirse en "humanitarios
eficientes", sino imitar a Cristo. A pesar de que su
catolicismo era escrupulosamente ortodoxo, el círculo
de servicio y oración fundado por Day funcionaba de
manera independiente de las jerarquías eclesiásticas
y sus prioridades institucionales. A su muerte, en 1980, fue
ensalzada -de modo un poco exuberante- como "el personaje
más significativo, interesante y de mayor influencia
en la historia del catolicismo norteamericano".
En el transcurso de esa historia, sólo tres norteamericanos
-dos monjas, Frances Cabrini y Elizabeth Bayley Seton, y el
obispo Neumann- habían sido canonizados; así
que, cuando el arzobispo O'Connor anunció su intención
de recabar la canonización del cardenal Cooke, muchos
católicos neoyorquinos quisieron saber por qué
había preferido ese insignificante príncipe
de la Iglesia a la internacionalmente venerada matriarca de
los Obreros Católicos. Si el principal propósito
de la canonización es el de ofrecer a los creyentes
convicentes ejemplos contemporáneos de heroica virtud
cristiana -argüían-, ¿a quién mejor
se podía elegir que a la lega independiente Dorothy
Day?
Entre otros, varias monjas plantearon esa pregunta directamente
a O'Connor en 1984, con ocasión de su gira introductoria
de visitas pastorales a los clérigos y religiosos de
la archidiócesis. En la primera semana de enero de
1985, el arzobispo finalmente respondió. En su columna
personal del semanario de la archidiócesis, "Catholic
New York", habló de su juvenil admiración
por Dorothy Day, y admitió que figuraba sin duda entre
los "humanitarios de pura ley" con que contaba Nueva
York. Pero ¿una santa? Sobre ese punto mantuvo una
prudente reserva, y concluía la columna con la modesta
propuesta que sigue:
"Poco después de que anuncié el estudio
de la vida del cardenal Cooke, varias personas me escribieron
preguntándome: "¿Y por qué no
Dorothy Day?" Hace poco vi la misma pregunta en letra
impresa. Es una buena pregunta; de hecho, es una pregunta
estupenda; es casi imposible leer "By Little and By
Little, The Selected Writings of Dorothy Day"("Poco
a poco, Escritos selectos de Dorothy Day") sin plantearse
esa pregunta, y sobre todo, cuando fue gracias a ella que
uno aprendió a pensar hace más de cuarenta
años. Me gustaría conocer lo que opinan ustedes."
Numerosas personas respondieron al llamamiento de O'Connor,
aunque nunca se llegó a saber públicamente cuántas,
y tampoco cuál fue la respuesta de O'Connor. De todos
modos, nunca volvió a mencionar en público la
idea.
Quizá fuera mejor así. Como antiguo jefe de
capellanes de las Fuerzas Armadas estadounidenses, contralmirante
retirado y uno de los mayores "halcones" entre los
miembros de la jerarquía católica norteamericana,
O'Connor difícilmente hubiera apadrinado a la empedernida
pacifista Dorothy Day. Aparte de cierto interés distante
por "los trabajadores", no había nada en
su trayectoria que permitiera esperar hondas simpatías
hacia una mujer entre cuyos íntimos figuraban conocidos
comunistas, socialistas y anarquistas. De hecho, el "ethos"
comunitario de los Obreros Católicos era la antítesis
directa de los criterios jerárquicos de rango, orden
y mando que definían la carrera militar y eclesiástica
de O'Connor. Incluso la legendaria indiferencia que Dorothy
Day mostraba en el vestir (usaba siempre ropa de segunda mano)
contrastaba vivamente con el meticulosamente acicalado príncipe
eclesiástico. De todos modos, O'Connor no tardó
en dar con un motivo perfectamente válido para lavarse
las manos respecto a Dorothy Day y su causa: ya había
alguien que la propugnaba.
En septiembre de 1983, los Padres Claretianos de Chicago,
orden misionera que edita revistas consagradas a la espiritualidad
de los legos, a la paz y a la justicia social, anunciaron
una campaña en favor de la canonización de Dorothy
Day como "una santa para nuestro tiempo". Citando
en particular la "resuelta oposición a la guerra"
de Day, los claretianos pidieron cartas de apoyo a su público,
compuesto esencialmente por católicos liberales, y
ofrecían las tradicionales estampas con un retrato
de Dorothy y una oración que los católicos podían
rezar para obtener "favores divinos" mediante su
intercesión. Dos años después, habían
recibido alrededor de mil quinientas cartas, en muchas de
las cuales se evocaba la influencia espiritual que Dorothy
había ejercido sobre la vida de sus autores.
Y, sin embargo, la causa de Dorothy Day resultó ser
no menos problemática que la de Cooke. Si el principal
obstáculo a la causa de Cooke fue la sospecha de que
el candidato era indigno del proceso, en el caso de Dorothy
Day la mayor objeción estaba en que el proceso era
indigno de la candidata. La hija y los nietos de Day, así
como la mayoría de sus familiares espirituales, los
Obreros Católicos, respondieron a la idea de su canonización
con indiferencia o con franca oposición. De los nueve
nietos de Dorothy, sólo una se tomó la molestia
de contestar al llamamiento de los claretianos. En papel reciclado,
que llevaba impresa la advertencia "¡La fisión
y la fusión son fatales!", Maggie Hennessy, de
34 años, envió desde Culloden, West Virginia,
el siguiente mensaje:
"Queridos amigos:
Soy una de las nietas de Dorothy, y quería haceros
saber lo asqueroso que es vuestro movimiento de canonización.
Lo que estáis haciendo no tiene nada que ver con
las ideas de Dorothy ni con aquello por lo que vivió,
porque intentáis colocada sobre un pedestal y ella
era una persona humilde, que vivía tal como sentía
que era lo mejor para aliviar los males del mundo.
Coged todo el dinero y las energías que pensáis
invertir en su canonización y dádselo a los
pobres. Así le demostraríais amor y respeto."
Otros citaban conocidas sentencias de la propia Day en
apoyo a las objeciones a la canonización. Un ejemplo
típico es la carta de Diane L. Stier, de Vestaburg,
Michigan:
"Muchas veces me han contado que Dorothy Day, cuando
alguien aludía a su condición de santa, decía:
"¡No os lo pongáis tan fácil para
rechazarme!" Me parece, por tanto, una verdadera ironía
que alguien se empeñe en elevar a la santidad a una
mujer que insistió en que la tomaran en serio como
igual entre iguales.
Mientras Dorothy Day siga siendo una de nosotros, estamos
desafiados a ser tanto como ella; si se convierte en santa,
podremos permanecer pasivos en nuestra condición
de pecadores".
Entre aquellos de los Obreros Católicos que conocieron
personalmente a Dorothy Day, había opiniones divergentes
acerca de su canonización. Si siempre rechazó
todo culto a las personas, tanto a la suya propia como a la
de cualquier otra, era difícil saber qué hubiera
querido ella o qué debían querer ellos en su
lugar.
Por un lado, Dorothy Day fue profundamente devota de los
santos; para ella, eran como una parentela que hubiera heredado
con su conversión, unos familiares con los que se comunicaba
sin esfuerzo a través de la oración y de la
reflexión sobre sus escritos. Escribía a menudo
y extensamente sobre sus santos favoritos; sobre todo, sobre
santa Catalina de Siena y sobre santa Teresa de Ávila,
dos virtuosas espirituales que no tuvieron reparo en pedir
cuentas espirituales a papas y obispos. Dedicó un libro
entero a santa Teresa de Lisieux, singular personaje del siglo
XIX, cuya sencillez Day anhelaba emular. "Si la santidad
dependiese de las calidades extraordinarias -creía
ella-, habría muy pocos santos.". Pero Day podía
también ser muy crítica con los santos, y señalaba
las extravagancias de uno o el celo excesivo e inoportuno
de otro. "Si imitamos las imperfecciones de los santos
-escribió una vez-, probablemente iremos al infierno."
Dorothy Day aceptaba como un axioma de fe que "todos
estamos llamados a ser santos". Ella misma luchaba por
la santidad con gran resolución. Creía firmemente
que el Evangelio era un llamamiento a la revolución,
pero a una revolución que estaba al alcance de todo
el mundo. De ahí su impaciencia con aquellos que la
llamaban una santa viviente: no le gustaba que la trataran
como una excepción, y mucho menos como un icono.
A pesar de ello, Dorothy Day era bastante consciente de que
después de su muerte se produciría con toda
probabilidad un movimiento en favor de su canonización.
De hecho, esa perspectiva le causaba una angustia considerable
y sus amigos íntimos sabían por qué.
En parte arraigaba en la conciencia de su propia condición
de pecadora; se mostraba propensa a los estallidos de cólera,
atesoraba rencores, cedía al orgullo y, a menudo, juzgaba
despiadadamente a los demás. Pero lo que más
la acongojaba era la vida que había llevado antes de
la conversión, nunca superó el recuerdo de sus
pecados de juventud, durante la cual tuvo diversos amoríos.
El primero, a la edad de veintiún años, acabó
después de un aborto, experiencia que se negaba a comentar
incluso en la vejez; otro enredo amoroso la llevó a
un matrimonio que, menos de dos años después,
acabó en divorcio; y de un tercero, nació, fuera
del matrimonio, su único hijo, acontecimiento que precipitó
su conversión a los treinta años.
Day temía que, de ser sometida a un proceso de canonización,
saliesen a la luz pública esos antecedentes. Y, lo
que era peor desde su punto de vista, si su causa tuviera
éxito, la compleja historia de su vida quedaría
condensada en un cuento del género "de pecadora
a santa" para consumo popular. Prefería que su
vida antes de la conversión permaneciese oculta. Efectivamente,
una vez convertida, intentó comprar y destruir todos
los ejemplares que quedaban de su novela de juventud "La
undécima virgen", trasunto literario de su vida
hasta los veintidós años, aborto incluido. Más
tarde, escribió dos autobiografías, en ninguna
de las cuales mencionaba sus experiencias sexuales juveniles,
y, al morir, dejó unas notas para una autobiografía
espiritual, con el título de trabajo: "Todo es
gracia."
Posiblemente hubiera un tercer motivo por el cual Day no
estaba ansiosa por ser propuesta para la canonización:
su familia. En un encuentro que tuve con ella, hablamos durante
tres horas sobre la educación de los niños y
sobre los placeres y pesares de la paternidad. A ella le gustaba
hablar de asuntos domésticos; en cierta ocasión,
confundió a un auditorio de activistas católicos
liberales con la afirmación de que, en las comunidades
obreras católicas, la única persona que ejercía
cierta autoridad era el cocinero. Lo que nunca mencionó
fue que, a pesar del gran consuelo que le suponía su
hija Tamar Therese, tanto ésta como todos sus hijos
se habían alejado de la Iglesia. Era una cuita que
Dorothy Day se llevó a la tumba.
Poco sorprende entonces que muy pocos de los Obreros Católicos
se pronunciaran a favor de la causa de Day. Hasta donde se
puede saber, sólo dos de ellos, Tom Comell y Jim Forest,
ambos antiguos directores del "Catholic Worker",
escribieron cartas en apoyo de la canonización. Ambos
estaban convencidos de la santidad de Day y habían
llegado, tras largas reflexiones, a la conclusión de
que la canonización era la única manera de preservar
el extraordinario testimonio cristiano de Day en beneficio
de los creyentes de los siglos venideros.
Pero aún quedaba por escuchar al portavoz de la izquierda
católica. En una carta a los claretianos, el jesuita
Daniel Berrigan, celebrado activista pacifista, formuló
de manera tajante los argumentos en contra de la canonización:
"Os agradezco esa maravillosa propuesta de
canonizar a Dorothy. Quisiera aportar, en ese sentido, algunas
sugerencias, basadas en lo que preferiría, según
creo, Dorothy misma si aún estuviera viviendo entre
nosotros.
Quitaos de la cabeza la idea de ese proceso costoso y excesivamente
jurídico. Dejad que quienes lo deseen guarden en
algún lugar una fotografía de Dorothy para
dirigirle sus rezos y su adoración. En ese sitio,
implorad su intercesión en favor de la paz en el
mundo y de pan para las multitudes.
Con el dinero que así se ahorra, y que de otro modo
se gastaría en abogados eclesiásticos, costosas
reuniones y viajes de expertos, comenzad aquí y ahora
a alimentar a las multitudes. Enviad un dólar, o
cinco, diez, einte, cien dólares a la casa más
próxima de los Obreros Católicos. O, mejor,
pasad por allí y ayudad a servir la sopa. Mejor todavía:
fundad una Casa de Obreros Católicos.
Esas sencillas sugerencias cuentan con un par de ventajas
que no son fáciles de descartar. Restituirían
la antigua costumbre por la que la gente de la Iglesia elegía
a sus santos; en este caso, por una especie de modesta aclamación.
Ayudarían además a restablecer la unidad entre
la defensa de la paz y las obras de caridad, unidad tan
cruelmente violada por la "reaganomía"
y la "megaguerra."
Dorothy es una santa del pueblo, cultivaba con orgullo
su dignidad de lega. Su pobreza de espíritu, un don
grandioso para nuestra época, bastaría para
vedarnos la dispendiosa pompa de los santos barrocos. Hoy
en día, su espíritu nos acosa en los rostros
humillados de aquellos en Nueva York que no tienen hogar.
¿Vosotros imagináis su retrato emperejilado
y desplegado sobre el altar de San Pedro? Yo diría,
dejad que ellos sigan canonizando sus cánones o lo
que quieran; nosotros tenemos aquí a una santa cuya
alma no debemos robársela a los suyos: los miserables
de la Tierra".
El problema, pues, tal como lo enfocaba Berrigan, no estaba
en la santidad de Dorothy Day y ni siquiera en la conveniencia
o no de venerarla como santa; el problema residía en
el proceso de canonización en sí mismo: costoso,
importuno y burocrático, ese proceso era visto como
un ritual de la alienación al que había que
renunciar. Que Roma honre a los suyos con sus costumbres "barrocas",
venía a decir Berrigan, pero dejad que la gente honre
a los verdaderos santos imitando su ejemplo.
Era un argumento devastador, no tanto por lo que afirmaba
como por cuanto daba por supuesto. ¿Quién podía
dudar de que la canonización es un asunto costoso y
complicado? Cuán costoso y complicado, lo sabe en realidad
muy poca gente fuera de la Congregación para la Causa
de los Santos. ¿Y quién dudaría de que
Day misma preferiría la imitación a la veneración?
Por otra parte, san Francisco de Asís, que indudablemente
no era amante de la pompa y del dispendio, había sobrevivido
a los contratiempos de la santidad oficial. ¿No era
posible que Dorothy Day lograse otro tanto? En efecto, si
Roma se decidía a encomendar a Dorothy Day a los creyentes
para su imitación, ¿no encontraría, al
declararse solemnemente su santidad, nuevos imitadores aun
fuera de los círculos de los Obreros Católicos?
Pero Berrigan no había escrito su carta con el fin
de plantear problemas, ni siquiera de ofrecer consejos; su
intención era expresar lo que él pensaba. Simplificando,
Berrigan insistía en que a alguien como Dorothy Day
no se le podía confiar a los hacedores de santos de
Roma. Al proponerla para la canonización, venía
a decir Berrigan, se corría el grave riesgo de convertirla
en algo que no era: una "santa de la Iglesia". En
opinión de Berrigan, Dorothy Day era algo infinitamente
más precioso: una "santa del pueblo".
¿No se puede ser al mismo tiempo un santo de la Iglesia
y un santo del pueblo? En el cristianismo primitivo, a nadie
se le ocurría plantear esa cuestión, dado que
(como veremos en el capítulo siguiente) la voz de la
Iglesia era, en materia de hacer santos, la voz "del
pueblo". Hoy en día, en cambio, es la voz del
papa, hablando en nombre de una Iglesia que ha dejado de ser
una secta, la que decide a quién los católicos
pueden venerar oficialmente como santo. La regla es: el pueblo
propone y el papa, después de realizar todas las investigaciones
debidas, dispone. De todos modos, la Iglesia católica
ha tenido siempre sus santos no declarados, los "santos
del pueblo"; en especial, allí en donde la Iglesia
es concebida como "Iglesia del pueblo".
ÓSCAR ROMERO: "LA POLÍTICA
DEL "SANTO DEL PUEBLO"
Sobre las seis y media de la tarde del 24 de marzo de 1980,
el arzobispo de San Salvador, áscar Arnulfo Romero,
se encontraba diciendo misa en la capilla al aire libre del
hospital oncológico de las carmelitas, donde vivía.
Pocas horas antes, Romero se había confesado en la
vieja casa de los jesuitas en las afueras de la ciudad, de
modo que pudiera, según le dijo al confesor, "sentirse
limpio en presencia del Señor". Esta fue su última
confesión. En el instante en que el arzobispo finalizó
su breve homilía, alguien disparó con un rifle
desde el fondo de la capilla. La bala atravesó el pecho
de Romero y esparció fragmentos en el interior del
tórax. El sacerdote se desplomó detrás
del altar, sangrando por la nariz y la boca. Tres monjas acudieron
corriendo y lo pusieron de espaldas, mientras una de ellas,
sor Teresa de Ávila, le tomaba el pulso. El arzobispo
estaba ya inconsciente. Diez minutos después, fue declarado
muerto.
El asesino de Romero era un sicario experto. Probablemente
disparó por la ventana de un coche, aparcado directamente
frente a la capilla, y partió luego a gran velocidad.
Nunca lo identificaron y, dada la inestable situación
política de El Salvador, parece poco probable que el
autor del asesinato tenga que responder un día ante
la justicia *.
Durante los días inmediatos al asesinato, algunos
salvadoreños afirmaron que el autor del crimen era
un asesino a sueldo de Cuba, en un intento de implicar a la
guerrilla izquierdista. Pero la fuerza de la lógica
y la prueba de las circunstancias señalaban hacia la
derecha. Romero estaba considerado como un claro objetivo
de los derechistas "escuadrones de la muerte" y
era odiado por los militares, entre los cuales se reclutaban
también los miembros de dichos escuadrones. En efecto,
un día antes de caer asesinado, el arzobispo había
aprovechado la ocasión de su homilía dominical
en la catedral de San Salvador para dirigirse, por encima
de las cabezas del Alto Mando militar, directamente a los
soldados del país: "Ningún soldado está
obligado a obedecer una orden contraria a la ley de Dios.
Es hora de que entréis en razón y obedezcáis
a vuestra conciencia en vez de cumplir órdenes pecaminosas."
[El 5 de febrero de 1989, el Gobierno salvadoreño anunció
que había identificado al asesino de Romero: Héctor
Antonio Regalado, un dentista convertido en jefe de seguridad
de la Asamblea Nacional salvadoreña. Los funcionarios
de la acusación pública afirmaron que Regalado
mató al arzobispo bajo la supervisión de Álvaro
Rafael Saravia, antiguo oficial de las fuerzas aéreas,
y siguiendo órdenes de Roberto d'Aubuisson, líder
de! partido derechista Alianza Republicana Nacionalista (ARENA).
La acusación se basaba en las declaraciones de Álvaro
Antonio Garay, quien afirmaba haber conducido el coche en
que el asesino huyó. Sin embargo, el Tribunal Supremo
de El Salvador, controlado por ARENA, decidió en diciembre
de 1988 considerar el testimonio de Garay demasiado viejo
e inconsistente. Regalado y Saravia se salvaron de! enjuiciamiento,
al igual que D'Aubuisson, cuyo candidato de ARENA, Alfredo
Cristiani, venció en las elecciones presidenciales
de marzo de 1989].
Desde el asesinato de Thomas Becket, arzobispo de Cantorbery,
en el siglo XII, jamás se había segado la vida
de un prelado tan prominente delante del altar. Romero tenía
sólo sesenta y dos años cuando fue asesinado,
y llevaba tres como arzobispo de San Salvador; pero, en tan
breve período, se había convertido en el clérigo
más celebrado -y más controvertido- de Centroamérica,
cuando no del hemisferio occidental. Su valiente defensa de
los derechos humanos en El Salvador impulsó a ciento
veintitrés miembros del parlamento británico
y a dieciséis congresistas de EE. UU. a proponerlo
en 1979 para el premio Nobel de la Paz. Su asesinato figuró
en primera plana de los periódicos en Europa, así
como en los dos continentes americanos. Al entierro asistieron
obispos católicos romanos de países tan lejanos
como Inglaterra, Irlanda y Francia, y representaciones protestantes
del Consejo Mundial de Iglesias, de Ginebra (Suiza), y del
Consejo Nacional de Iglesias de Estados Unidos. Pero la presencia
de tantas lumbreras de la Iglesia no inhibió a los
enemigos de Romero: antes de terminar la misa funeral, una
bomba estalló en la amplia plaza delante de la catedral,
donde se congregó una multitud estimada en unas ciento
cincuenta mil personas, de las que murieron al menos treinta;
alrededor de un tercio de ellas, por los disparos de las fuerzas
de seguridad salvadoreñas.
No cabía duda de que el arzobispo Romero había
muerto como mártir, lo admitió incluso el papa
Juan Pablo II cuando visitó El Salvador dos años
después; y no era menos obvio que las masas de El Salvador
-y no sólo la mayoría católica romana
consideraban a Romero un santo, su santo. La tumba, situada
en el crucero oriental de la maltrecha y desconchada catedral
de El Salvador, se ha convertido en un santuario al que acuden
peregrinos de toda América Central. Hasta la fecha,
se han reivindicado ya varios centenares de curaciones y otros
"milagros" obrados por su intercesión. Y,
sin embargo, a los siete años de su muerte, la Iglesia
salvadoreña aún no había emprendido nada
para obtener la canonización del "santo del pueblo".
¿Por qué?
En marzo de 1987 viajé a El Salvador para averiguarlo.
Lo primero que me impresionó fue lo siguiente: a pesar
de que el arzobispo Romero había muerto más
de siete años atrás, el recuerdo de su asesinato
seguía igual de fresco en la memoria que una herida
abierta. Y así sigue siendo hasta el día de
hoy. Una de las razones es que El Salvador permanece tan dividido
como lo estaba en vida de Romero, y aún más.
Desde 1980, muchos de los "movimientos populares",
como se llama a algunos de los grupos de oposición
formados por campesinos, sindicalistas, profesionales, estudiantes
y clérigos, han entablado relaciones con las fuerzas
guerrilleras. Otro motivo es la sospecha, rayan a en certidumbre,
de que los mismos que ordenaron el asesinato de Romero -pues
no cabe duda de que se trataba de una conspiración
siguen aún activos y con vida en El Salvador. Mientras
que en la mayoría de las iglesias salvadoreñas
se encuentran grandes fotografías de Romero, cualquiera
que se atreva a exhibir su fotografía en público
corre el riesgo de ser interpelado e interrogado por las fuerzas
de seguridad. En los primeros cinco aniversarios de su muerte,
las autoridades eclesiásticas no permitieron que los
católicos celebrasen la ocasión con una procesión
pública a su tumba. Cuando se otorgó el permiso
en 1986, diez mil personas desfilaron para asistir a la misa
de aniversario celebrada en la catedral.
En el Hospital de la Transfiguración, donde Romero
fue asesinado, las carmelitas le rezan diariamente, pero lo
hacen con la palpable sensación de que su espíritu,
todavía en pie de guerra, continúa con ellas.
En triste retrospectiva, sor Teresa, una mujer rolliza y morena
de pobladas cejas, me explicó las extrañas circunstancias
que llevaron al arzobispo a su capilla para decir misa aquella
tarde de lunes fatal.
Jorge Pinto, editor del semanario "El Independiente",
cuyas oficinas habían sido bombardeadas pocos días
antes, le pidió al arzobispo que celebrara la misa
conmemorativa del aniversario de la muerte de su madre. Aparte
de la familia y de los allegados, los presentes eran en su
mayoría empleados del hospital y algunos de los enfermos
de cáncer. Por lo general, tales misas semiprivadas
no se anunciaban públicamente; lo extraño es
que en aquella ocasión varios periódicos locales
anunciaron cuándo y dónde el arzobispo celebraría
la misa aquella tarde. Dado que el arzobispo había
recibido numerosas amenazas de muerte, sus amigos lo instaron
a que se dejara sustituir por otro sacerdote; pero Romero
insistió en cumplir la promesa hecha a Pinto, al que
consideraba su amigo. Otra circunstancia extraña fue
la presencia de un reportero gráfico que tomó
fotografías de toda la ceremonia, incluido el momento
de la muerte del arzobispo. Poco después del asesinato,
Pinto desapareció de El Salvador y el fotógrafo,
temiendo por su vida, emigró a Suecia.
Como a muchos otros salvadoreños, a las hermanas carmelitas
les gustaría que el martirio de Romero recibiese un
mayor reconocimiento público. A ese fin, propusieron
que en la capilla se colocara una placa que señalase
el sitio exacto en donde murió. Pero el sucesor de
Romero, el arzobispo Arturo Rivera y Damas, les aconsejó
que esperasen; aun al cabo de siete años, les explicó
Rivera a las hermanas, resulta demasiado peligroso llamar
la atención sobre el asesinato.
Las hermanas tienen otro sueño conmemorativo: convertir
en museo el pequeño chalé de hormigón,
a cuarenta y cinco metros de la capilla, en donde Romero vivió
mientras era arzobispo. Se trata de una pequeña casa
de tres pulcras habitaciones, conservadas en el mismo estado
en que se encontraban el día de su muerte. El dormitorio,
con una pequeña bañera a un lado, contiene imágenes
de la Virgen y el Niño, de la crucifixión y
del papa Pablo VI. Aparte de una estrecha cama y de una mesita
de noche, el único mobiliario es una pequeña
mesa de escritorio con una lámpara que imita la forma
de una Pietá de Miguel Ángel. En otro cuarto
está todavía tendida la hamaca en que Romero
gustaba de dormir la siesta. La habitación principal,
sin muebles, contiene sus sotanas y solideos, la mitra de
obispo y demás accesorios, más una estantería
de libros. Fuera, un pequeño jardín con un altar
dedicado a Nuestra Señora de Lourdes; fue allí
donde sor Teresa, que seguía siendo directora del hospital,
me confió un secreto.
Cuando los médicos extrajeron las vísceras
del cadáver del arzobispo, el vicario general de Romero,
el padre Ricardo Urioste, insistió en que no se desecharan
los órganos; adujo que eran órganos de un santo,
así que los médicos guardaron las vísceras
en una bolsa de plástico, las hermanas encerraron la
bolsa en una caja de cartón y la enterraron en el jardín,
medio metro bajo el suelo. Dos años después,
cuando las hermanas decidieron erigir el altar, los obreros
desenterraron la caja accidentalmente. El cartón se
encontraba consumido por la descomposición, pero las
vísceras estaban tan blandas como el día en
que fueron extraídas del cuerpo del arzobispo y la
sangre seguía aún líquida. Llevaron las
vísceras al arzobispo Rivera, que se mostró
de acuerdo con las hermanas en que su conservación
era probablemente un milagro, aunque no del tipo que la Congregación
para la Causa de los Santos aceptaría para la canonización.
Aconsejó a las hermanas, en cambio, que volviesen a
enterrar su tesoro y que se cuidaran de no divulgar lo que
habían visto; no sólo el rumor del "milagro"
soliviantaría a los creyentes -las previno el arzobispo-,
sino que las poderosas y acaudaladas elite s de la ciudad,
para las que Romero no resultaba ser un santo, afirmarían
que la historia era pura invención.
A pesar de tanta cautela oficial, persistieron los rumores
de que la Iglesia estaba preparando discretamente la causa
del arzobispo Romero; si bien el padre Urioste, que continuaba
siendo vicario general bajo el arzobispo Rivera, negó
que se hubieran dado pasos en ese sentido de forma oficial.
Había varias razones para tal inactividad, según
él, pero el dinero no figuraba entre ellas.
-Personalmente, creo que si pidiéramos el dinero a
la gente, nos lo daría.
-¿Incluye a las familias ricas, los miembros de la
llamada oligarquía?
-Entre los poderosos, creo que algunos abandonarían
la fe si Romero fuese declarado santo.
-¿Todos los obispos de El Salvador apoyarían
la causa?
-Tenemos seis obispos en El Salvador; tres de ellos están
en favor de Romero y tres en contra. Hay gente que dice que
estaba manipulado, ya me entiende; pero yo lo conocía
personalmente y estoy convencido de que no dijo nada, ni en
público ni en privado, que no hubiese consultado primero
con Dios. Si alguien lo manipulaba, era Dios mismo. Para mí
es un santo, así que de verdad no me interesa abogar
por un proceso formal de canonización.
"Usted debe comprender que estamos tan contentos con
el arzobispo Romero que no nos hace falta que lo declaren
santo. La gente lo recuerda cuando sufre las persecuciones
y las matanzas. Es alguien que les infunde fuerza. ¿Qué
más se le puede pedir a un santo?
-Quizá beneficiaría a la Iglesia -sugerí-
y al pueblo de El Salvador si el papa lo proclamara santo
oficialmente.
-Que a alguien lo proclamen santo es algo maravilloso para
la gloria de Dios y para la Iglesia, y por muchísimas
razones. y estoy seguro de que un día será proclamado
santo. Pero no creo que eso suceda hasta dentro de cincuenta
años o más.
Antes de que pudiera preguntarle por qué, el padre
Urioste se inclinó sobre el escritorio, como para asegurarse
de que lo había escuchado.
-Debe usted comprender -añadió- que el arzobispo
Romero era la persona más querida del país.
Y también la más odiada.
Durante la mayor parte de su carrera eclesiástica,
Romero no fue el tipo de sacerdote que inspira reacciones
apasionadas. Según el testimonio de quienes lo conocieron,
era tímido, conservador, tenazmente moralista y "ortodoxo":
un pastor solitario que parecía más interesado
en la salvación de las almas individuales que en una
respuesta a la crisis social cada vez más profunda
por la que atravesaba el país. Ahora parece evidente
que el Vaticano veía en él una opción
mucho más "segura" para la sede principal
de El Salvador que Rivera, un clérigo mucho más
liberal y políticamente astuto, candidato predilecto
del clero activista del país. Sin duda, el Gobierno
salvadoreño, que comunicó al Vaticano su preferencia
por un arzobispo que atendiera a sus asuntos, estaría
encantado con el nombramiento de Romero.
A las tres semanas de que Romero tomara posesión de
su cargo, sin embargo, se produjo un incidente que iba a ocasionar
un profundo cambio de su actitud social. Un sacerdote jesuita
a quien Romero admiraba, el padre Rutilio Grande, fue asesinado,
junto con un muchacho joven y un anciano, en las afueras de
Aguilares, una aldea situada él cuarenta kilómetros
al norte de la capital. Los ultraderechistas salvadoreños
odiaban a los activistas jesuitas más que a los comunistas,
y algunos interpretaron el asesinato de Grande como la venganza
que se tomó la derecha por la participación
de los jesuitas en la organización de una huelga en
un ingenio de la localidad en 1977. Romero, impresionado por
la muerte de Grande, exigió que las autoridades investigaran
la matanza, pero el Gobierno se inhibió y los culpables
nunca fueron identificados. No fue ésta la primera
atrocidad cometida contra la Iglesia, ni sería la última,
aunque sí fue el incidente que bastó para impulsar
a Romero a adoptar un papel más liberal, profético,
como voz del pueblo salvadoreño.
A los cuatro meses de su nombramiento como arzobispo, Romero
desafió tanto la tradición salvadoreña
como la vaticana al negarse a asistir a la inauguración
del general Carlos Humberto Romero como presidente de El Salvador.
El general había ganado las elecciones recurriendo
en gran medida al fraude y a la violencia; el gesto de Romero
señalaba su voluntad de encaminar a la Iglesia salvadoreña
por un rumbo independiente.
En sus homilías dominicales en la catedral, en los
discursos radiofónicos y, sobre todo, en cuatro largas
cartas pastorales, Romero criticó a los sucesivos Gobiernos
por no haber cumplido con las reformas prometidas; ante todo,
aquellas destinadas a re distribuir tierras de cultivo entre
los campesinos empobrecidos.
Su franqueza le granjeó la enemistad de la oligarquía
terrateniente e industrial, que durante mucho tiempo gobernó
El Salvador de un modo semifeudal. Los medios de comunicación
del país lo criticaban continuamente. Hacia 1978, Romero
se pronunciaba una y otra vez abiertamente contra las matanzas
indiscriminadas y otras violaciones de los derechos humanos,
con lo cual atrajo sobre sí la ira de las fuerzas de
seguridad nacionales. Los políticos de la oposición
comenzaron a buscar su consejo y los líderes de los
"movimientos populares" acudieron a él en
busca de apoyo.
Nunca antes un obispo católico había nombrado
de manera tan directa y tan concreta los abusos que padecían
las masas salvadoreñas, nunca antes un obispo salvadoreño
había identificado en tal grado la Iglesia contra la
lucha por la justicia; pero el riesgo que Romero asumía
era demasiado grande, y lo acusaron de inmiscuirse en política,
de estar mimando a los curas "comunistas". Los "escuadrones
de la muerte" continuaban torturando y asesinando a clérigos;
muchos sacerdotes fueron. obligados a exiliarse. La represión
ejercida contra la Iglesia era palmaria.
Romero tenía oponentes también en el interior
de la Iglesia. Entre los seis obispos salvadoreños,
sólo podía contar con el apoyo de Rivera. La
ruptura abierta en las filas de la jerarquía se produjo
en verano de 1978, cuando los seis obispos se reunieron para
redactar una pastoral sobre la creciente tendencia política
de los "movimientos populares". Algunos sacerdotes
y muchos líderes laicos de las parroquias habían
comenzado a involucrarse en dichos movimientos. En agosto,
Romero publicó una imperiosa carta pastoral, confirmada
sólo por Rivera, sobre "La Iglesia y las organizaciones
políticas populares", en la cual ensalzaba, en
general, los movimientos populares, aunque sin ahorrar las
críticas. Junto a denuncias del terrorismo, la carta
condenaba la "violencia institucionalizada" ejercida
por la elite mediante la opresión económica
de las masas. Dos días después, los cuatro obispos
restantes publicaron un documento disidente, en el que denunciaban
los movimientos populares como organizaciones virtualmente
marxistas.
Durante los tres años de su ejercicio como arzobispo,
las decisiones de Romero fueron repetidamente criticadas por
el nuncio papal en El Salvador, el arzobispo Emmanuele Gerarda.
Los informes que Gerarda remitía al Vaticano influyeron
también en la postura que Roma adoptó frente
al aguerrido arzobispo. En 1978, cuando algunos funcionarios
de la Universidad de Georgetown anunciaron que se trasladarían
a El Salvador para otorgar a Romero el doctorado honorario
por su defensa de los derechos humanos, el cardenal Gabriel
Garrone, jefe de la Santa Congregación para la Educación
Católica del Vaticano, trató en vano de impedir
la ceremonia. En 1979, la franqueza de Romero y las divisiones
internas de la jerarquía salvadoreña acabaron
por airar a los funcionarios vaticanos en tal grado que recomendaron
que las principales atribuciones arzobispales de Romero fuesen
delegadas en manos de un administrador apostólico.
La recomendación nunca se llevó a la práctica,
pero Romero, en dos audiencias privadas con el papa Juan Pablo
II, fue sometido a un interrogatorio implacable y recibió
repetidas amonestaciones. Hay testimonios de que Juan Pablo
II lo trató con gran severidad, durante su última
audiencia en 1980, porque había recibido un informe
según el cual Romero, antes de llegar a Roma, mantuvo
una entrevista en España con una periodista y cometió
la indiscreción de revelarle los temas que pensaba
tocar en la audiencia papal.
En opinión de muchos funcionarios y diplomáticos
influyentes del Vaticano, por consiguiente, la conducta de
Romero como arzobispo de El Salvador era, en el mejor de los
casos, ingenua y, en el peor, destructiva y, posiblemente,
aceleraba el triunfo de la guerrilla marxista del país.
Cuando Romero fue asesinado, ningún representante del
Vaticano asistió a su entierro.
Cabía imaginar, pues, numerosos motivos por los que
a los siete años de su muerte aún nadie en El
Salvador había propuesto a Romero para la canonización.
Uno era que los obispos salvadoreños estaban divididos
ellos mismos en cuanto a la conveniencia de declararlo santo.
Otro, el temor de soliviantar al pueblo y disgustar a los
militares. También cabía la posibilidad de que
alguien del Vaticano hubiera pedido que no se iniciara la
causa. ¿O había acaso algún secreto relativo
a Romero, desconocido para el público, que impedía
su canonización? Pero ¿cuáles eran realmente
los motivos? Dado que el arzobispo Rivera era el único
dignatario eclesiástico que podía iniciar la
causa de Romero, le planteé la pregunta a él.
Nos encontramos en el despacho de la cancillería de
Rivera, donde el arzobispo, vestido de gris con una camisa
celeste de clérigo, fue directamente al grano.
-El problema es que sigue habiendo gente que usa su nombre
para fines políticos -dijo-. Ahí está
la dificultad. Sería fácil demostrar que fue
un mártir de la Iglesia. Pero ahora hay varios grupos
de la izquierda que lo reclaman como un mártir de su
causa política particular, y eso hace más difícil
demostrar que era un mártir de la Iglesia.
En orden descendente de importancia política, Rivera
enumeró con los dedos de la mano izquierda las cuatro
tendencias que, en su opinión, tratarían de
sacar capital político de la canonización de
Romero: el Frente Farabundo Martí para la Liberación
Nacional (FMLN), un movimiento guerrillero marxista; el Frente
Democrático Revolucionario (FDR), una coalición
de organizaciones políticas izquierdistas; varios otros
grupos opositores legales, y la red de las comunidades de
base cristianas, activas en el interior de la Iglesia misma.
-Si la causa se iniciase mañana -observó Rivera-,
ellos saldrían a manifestarse en la calle.
Para Rivera, por ende, no habría ningún intento
de obtener la canonización de Romero mientras su memoria
y su martirio pudieran ser maniobrados políticamente
por varias fracciones opositoras al Gobierno. Tal política,
me aseguró, no perseguía el fin de aplacar a
la derecha salvadoreña, que todavía consideraba
a Romero un personaje subversivo; más bien se trataba
de despolitizar a Romero. En otras palabras, antes de ser
reconocido como santo, Romero deberá sufrir una especie
de transformación: de "santo del pueblo"
a "mártir de la Iglesia".
Pregunté a Rivera si había discutido su política
con funcionarios de la Congregación para la Causa de
los Santos, del Vaticano. No lo había hecho. Le pregunté
si había hablado de ello con el papa Juan Pablo II.
Recordaba que, durante su visita a El Salvador en 1982, el
papa decepcionó a muchos católicos al no visitar
la capilla en donde Romero fue asesinado, limitándose
a una visita privada a la tumba del mártir. ¿No
era ésa una señal a la Iglesia salvadoreña
de apaciguar la veneración popular hacia Romero? Rivera
me dijo que él no habló de la canonización
de Rivera con el papa, pero que sí lo hizo uno de sus
sacerdotes, el padre Jesús Delgado.
-Le podría contar lo que el papa le dijo al padre
Delgado -manifestó con una sonrisa-, pero, para ser
exactos, más vale que hable usted con él.
El padre Delgado es un cura salvadoreño flaco y nervudo
que, en la década de los cincuenta, estudió
Historia en la universidad belga de Lovaina, credencial que
le valió de parte de Rivera el encargo de reunir los
materiales para el día en que la causa de Romero pueda
ser presentada sin riesgo. La conversación de Delgado
con Juan Pablo II tuvo lugar en 1983 en el Vaticano; Delgado
aprovechó la ocasión para romper una lanza por
el reconocimiento de la santidad de Romero. Como prueba de
aprobación sobrenatural, entregó al papa una
muestra de la sangre del arzobispo, desenterrada el año
anterior junto con las vísceras "milagrosamente"
conservadas.
La respuesta del papa, según Delgado, fue recordarle
que no hacía falta ningún milagro para demostrar
que Romero murió como mártir.
-El papa comentó: "Romero es realmente un mártir."
Lo dijo dos veces, así que yo observé: "Santo
Padre, espero que sea canonizado dentro de pocos años."
Entonces, dijo: "Purtroppo" -éstas fueron
sus palabras exactas en italiano-, quisiera que así
fuese. Lástima que el arzobispo Romero se haya convertido
en bandera [política], pues dicen que era guerrillero."
Mientras eso siguiera así, añadió después,
sería mejor que nos quitáramos de la cabeza
el canonizarlo. Ésa es la obsesión del papa.
Y por eso el arzobispo Rivera aún no ha iniciado un
proceso en favor de Romero.
Delgado me dijo que otra "obsesión" del
papa era el asesinato de Romero.
-El papa siempre pregunta quién mató al arzobispo
Romero. No lo sabía en 1983, pero el arzobispo Rivera
dice que ahora lo sabe. No sé a qué conclusión
habrá llegado el papa; lo que sí sé es
que hay gente que afirma que Romero era un político
y que hablaba como tal en sus misas dominicales en la catedral.
Pero no murió celebrando la misa dominical, donde dicen
que se entregaba a la provocación política;
murió mientras decía una misa conmemorativa
por una mujer que había muerto. No estaba hablando
de la situación de El Salvador, sino de la persona
que murió en la vida de Cristo, del misterio de nuestra
fe. Eso está claro. Y es por eso por lo que el Santo
Padre dice que Romero es realmente un mártir.
-¿Indicó el papa cuándo piensa que sería
prudente iniciar el proceso de canonización de Romero?
-pregunté.
-Él piensa que, una vez empiece, irá muy rápido.
Por eso dijo: "Por ahora, no quiero ningún proceso."
Quiere que esperemos hasta dentro de veinte o veinticinco
años, cuando haya cesado el conflicto con la guerrilla.
Pero el conflicto con las guerrillas no tiene trazas de acabar
pronto, así que tendremos que esperar a la próxima
generación; una nueva generación.
Tal vez el padre Delgado fuese más cándido
de lo que se daba cuenta al referirme su conversación
con Juan Pablo II. Si reproducía fielmente las palabras
del papa, es evidente entonces que Juan Pablo II había
vedado personalmente, por el momento, todo esfuerzo por parte
de los funcionarios de la Iglesia salvadoreña de iniciar
un proceso de canonización en favor del arzobispo Romero.
Semejante intervención directa del papa es muy poco
usual, aunque cuenta con algún precedente. Lo que es
más, la actitud papal parece obedecer a motivos de
índole política antes que teológica:
no desea que la figura de Romero favorezca a los movimientos
de oposición izquierdista en sus esfuerzos de ganar
apoyo popular. Quizá cree también que Romero
actuó de manera irresponsable como arzobispo y que,
por tanto, no es digno de canonización. Es bastante
posible que incluso tema la visión de unidades guerrilleras
marchando a la batalla bajo enormes banderas del "santo
del pueblo". Sean cuales sean sus razones, lo cierto
es que el papa no declarará mártir y santo a
Romero mientras siga siendo motivo de discordia dentro de
la jerarquía salvadoreña misma.
La postura de Juan Pablo II tiene, sin embargo, también
un fundamento teológico. Según los criterios
de la Iglesia, sólo cuentan como mártires cristianos
quienes fueron muertos por "el odio a la fe". Para
los cristianos primitivos, eso era fácil de comprobar;
pero, en el siglo xx, cuando la mayoría de los mártires
fueron víctimas de movimientos políticos, como
es el caso de la Alemania nazi o el de los países comunistas,
la obligación de demostrar el "odio a la fe"
se ha vuelto más difícil. Efectivamente, si
Martin Luther King, Jr., hubiera sido un sacerdote católico
romano, no es muy seguro que su asesinato en Memphis fuese
reconocido como martirio por la fe. En la terminología
católica romana, un personaje como King bien puede
ser un "mártir de la justicia", pero no necesariamente
un "mártir de la Iglesia". Por consiguiente,
aun en el supuesto de que Roma se ocupara de la causa de Romero,
sus seguidores tendrán que demostrar que no fue simplemente
una víctima de su abierta crítica a la política
gubernamental. Por el contrario, deberán aportar pruebas
de que, como dijo Delgado, fue asesinado "como hombre
de la Iglesia".
Romero estudió en Roma y estaba enterado de esas distinciones
teológicas. Por ejemplo, reconocía que el padre
Grande, el jesuita asesinado, era un mártir del pueblo,
pero no necesariamente un mártir de la Iglesia. Hacia
el final de su vida, sin embargo, llegó a identificar
a la Iglesia con el pueblo salvadoreño e intuyó
lo que su propio martirio, en caso de producirse, significaría
para ellos. Dos semanas antes de su muerte, declaró
en una entrevista telefónica concedida a un periódico
mexicano:
"He recibido muchas amenazas de muerte. Y, sin embargo,
como cristiano no creo en la muerte sin resurrección.
Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño.
Lo digo sin jactancia, con la mayor humildad del mundo.
Como sacerdote, estoy obligado por el mandamiento divino
a dar mi vida por los que amo; por todos los salvadoreños,
incluso por los que acaso me vayan a matar. Si las amenazas
se llegan a cumplir, desde este instante ofrezco mi sangre
a Dios para la redención y la resurrección de
El Salvador.
El martirio es una gracia de Dios que no creo merecer. Pero
si Dios acepta el sacrificio de mi vida, que mi sangre sea
semilla de libertad y señal de que la esperanza pronto
se hará realidad. Que mi muerte sea, si Dios la acepta,
por la liberación de mi pueblo y como testimonio de
la esperanza en el futuro.
Digan ustedes que, si consiguen matarme, perdono y bendigo
a quienes lo hicieran. En ese caso, tal vez se convenzan de
que están perdiendo el tiempo. Morirá un obispo,
pero la Iglesia de Dios, que es el pueblo, no sucumbirá
jamás."
No cabe duda de que Romero se consideraba un "hombre
de la Iglesia"; al hacerse arzobispo, eligió como
lema: "Ser un alma y un corazón con la Iglesia."
Tampoco hay duda de que asumía el papel más
amplio de un profeta del pueblo, con todos los riesgos que
implicaba. Seguramente no habría muerto asesinado de
no haberse pronunciado con tamaña franqueza sobre cuestiones
políticas. Por tanto, negar o disminuir el papel político
que cumplió en un momento en que se mataba como promedio
a unos diez mil salvadoreños al año, sería
falsear el significado central de su vida y de su muerte.
Por otro lado, reconocer que Romero fue un mártir de
la Iglesia, precisamente porque era, ante todo, un mártir
de la justicia social, exigiría que los funcionarios
de la Iglesia conciban de una nueva manera -o, cuando menos,
de una manera diferente- los requisitos del martirio cristiano.
En el fondo, el problema es el siguiente: un mártir
es alguien que muere en defensa de la moral o de las creencias
cristianas. Pero aún falta que la Iglesia reconozca
la justicia social -por lo menos, en el contexto de la explotación
política y económica de una clase social por
otra- como uno de los valores morales por los que un santo
canonizable puede dar la vida.
Tal es, por lo menos, el punto de vista que adopta la comunidad
de los jesuitas en El Salvador. Como sus colegas en Nicaragua,
los jesuitas funcionan de forma independiente de las jerarquías
del país y, como exponentes de la "teología
de la liberación", se oponen abiertamente al ala
conservadora de la jerarquía salvadoreña. Varios
jesuitas de la facultad de su Universidad Centroamericana
de San Salvador asistieron a Romero en la redacción
de sus ahora célebres cartas pastorales. Durante una
larga visita pos meridiana a la universidad, el teólogo
Jon Sobrino, uno de los varios fogosos vascos de la facultad
y antiguo consejero de Romero, resumió los argumentos
que esgrimen los jesuitas en favor del reconocimiento del
difunto arzobispo como santo.
-Si buscamos un modelo del tipo de santo que era Romero -comenzó
Sobrino-, ese modelo es Jesucristo; además de porque
al final lo crucificaron, como a Jesucristo, también
porque estaba con el pueblo. Romero se convirtió en
un santo dentro de la sociedad, no sólo en la sinagoga,
por así decir, o dentro de los confines de Jerusalén.
La mayoría de los santos no entran en contacto directo
con la gente como hizo Jesucristo. No fue éste el caso
de Romero.
"El arzobispo Romero daba a la gente esperanza en un
tiempo en que no había esperanza. Les devolvió
su dignidad, el sentido de su propio valor; por todas esas
razones, es un santo Cristiano a la vez que un héroe
salvadoreño. Lo hermoso que simboliza Romero -y él
no es el único- es que, por primera vez en cinco siglos,
ser salvadoreño y ser cristiano convergen.
Sobrino hizo una larga pausa para encender un cigarrillo
-el primero de muchos-: luego, precisó, a mis instancias,
las cualidades que, en su opinión, destacaban a Romero
como santo y héroe salvadoreño.
- El arzobispo Romero era un hombre que decía la verdad
y que amaba al pueblo. En los países del Tercer Mundo,
como El Salvador, decir .la verdad es algo absolutamente explosivo.
Hasta que el arzobispo Romero comenzó a hablar sin
tapujos, el pueblo salvadoreño no creía que
fuese posible escuchar la verdad. La verdad fundamental en
este país es que no hay justicia, no hay libertad,
no hay soberanía. Por ejemplo, en El Salvador han sido
asesinadas sesenta mil personas, y a estos muertos se les
llama criminales, asesinos, comunistas, etcétera. Romero
los llamaría mártires. Para los pobres era algo
extraordinario ir a misa a la catedral y oír decir
al arzobispo: "En este país tenemos mártires."
"En segundo lugar, amaba al pueblo. Los partidos políticos
en general no aman al pueblo. Pero el pueblo salvadoreño
comprendió que Romero los amaba sin ningún motivo
oculto. Incluso arriesgó la institución de la
Iglesia por ese amor. Lo que digo no es ninguna metáfora.
Arriesgaba que se matara a sacerdotes. Aquí, en esta
universidad, han estallado bombas. Recuerdo que una vez dijo
que todos esos crímenes eran señales de que
la Iglesia está con el pueblo, y que sería muy
triste que muriesen asesinados tantos campesinos y ningún
sacerdote. La Iglesia que no sufre persecuciones no es la
Iglesia de Jesucristo. Esto venía a ser su mensaje.
Como usted podrá imaginar, eso es raro en la Iglesia
y en el mundo.
-Lo que yo me imagino -respondí- es que al papa le
preocupa la discordia que la conducta de Romero ha introducido
en la Iglesia salvadoreña, una tensión que,
según estoy notando, todavía persiste. Romero
era, a todas luces, un personaje sumamente conflictivo.
Sobrino rechazó esas objeciones:
- El santo conflictivo simboliza un mundo conflictivo. El
Tercer Mundo no es simplemente un mundo hacia el que los cristianos
deberían reaccionar con caridad. La madre Teresa de
Calcuta, por ejemplo, muestra caridad y amor. Probablemente
sea éste el tipo de respuesta que el Vaticano quisiera
fomentar. Pero con la madre Teresa no basta. Si canonizaran
a Romero, saldrían a luz ciertas cuestiones; al menos,
eso sería lo lógico. Por ejemplo, si una Iglesia
católica que canonizara a Romero estaría dispuesta,
en último análisis, a seguir su ejemplo. No
creo que, hoy por hoy, el Vaticano quiera eso; no sólo
de hecho sino por principio. Hoy la postura es que la mejor
manera de tratar los problemas del Tercer Mundo no es la de
Romero, que es mucho mejor evitar el conflicto con los que
de tentan el poder. Yeso no es lo que hacía Romero.
Expliqué las razones por las que el arzobispo Rivera
no pedía, por ahora, la canonización de Romero,
y sus temores -y los del papa- de que fuese utilizado políticamente
por la izquierda salvadoreña. Sobrino admitió
que eso era probable, pero descartó tal posibilidad
como carente de importancia.
- Eso no es ninguna excusa para mantener a Romero en cuarentena
como "hombre de la Iglesia". No creo que así
se haga justicia al fenómeno Romero.
-¿A usted realmente le importa que el papa canonice
a Romero?
-Si lo canonizasen dentro de cincuenta años, se perdería
mucha perspectiva histórica; en cambio, si lo canonizasen
en los próximos diez años, en este siglo, sería
explosivo. Si se canoniza a Romero, por ese acto mismo se
está diciendo que un obispo debe ser como Romero. Y,
por analogía, que también los sacerdotes y las
religiosas deberían ser como él. Pero, por principio,
ellos (los funcionarios del Vaticano) no quieren a esa clase
de personas como obispos y, como todo el mundo puede ver,
los hombres que son nombrados obispos no son como Romero.
"Lo que está en juego es el rumbo que tomará
la fe en este país. Este pueblo es, en general, un
pueblo crucificado. Nosotros esperamos que la Iglesia lo saque
de la cruz. Dentro de un siglo o dos, la gente preguntará:
¿quién nos sacó de la cruz?, ¿fueron
los creyentes cristianos, o fueron los no creyentes? La canonización
de Romero tendría este significado. Romero es un símbolo
que encamina a esta gente hacia un futuro de fe.
El 24 de marzo de 1990, décimo aniversario de la muerte
de Romero, estuvo marcado por una serie de manifestaciones
de protesta y solidaridad de índole política.
El Salvador no se hallaba más cerca de la paz que en
los días de Romero. El 6 de noviembre del año
anterior, habían sido brutalmente asesinados seis de
los colegas jesuitas de la universidad de Sobrino, así
como su ama salvadoreña y su hijo de corta edad. Una
vez más, como en el caso de Romero, el Gobierno no
creía estar en condiciones -o no estaba dispuesto,
según los críticos- de entregar a los responsables
del crimen a la justicia.
Sin embargo, el arzobispo Rivera y Damas aprovechó
la ocasión para anunciar, en una misa conmemorativa
por Romero, que estaba iniciando una investigación
formal sobre la vida, las virtudes y la muerte de su antecesor:
el primer paso hacia la canonización. Estaba claro
que lo que el arzobispo tenía en mente era una investigación
encaminada a demostrar la personal santidad de Romero y asegurar
su reputación como pastor martirizado que, en las alusivas
palabras de Juan Pablo II, "se sacrificó por su
grey". El anuncio del obispo coincidió con la
publicación del diario personal de Romero, que, en
opinión del obispo auxiliar de San Salvador, Gregorio
Rosa Chávez, revelaba no sólo su postura crítica
frente al Gobierno, sino también su "severa condena
de la rigidez, del dogmatismo y de los abusos cometidos por
los grupos de la izquierda". Tal como era de esperar,
el mártir "del pueblo" estaba en camino de
convertirse en mártir "de la Iglesia".
Hemos visto, hasta aquí, tres personajes católicos
contemporáneos que proceden de ambientes socio culturales
sumamente distintos. Cada uno de ellos refleja una interpretación
diferente de lo que significa imitar a Jesucristo a finales
del siglo XX; cada uno encarna un modelo diferente de santidad;
cada uno simboliza una opción diferente para el futuro
del catolicismo; cada uno se enfrenta a obstáculos
diferentes en el camino hacia la canonización formal;
y es posible que ninguno de ellos sea oficialmente declarado
santo. Pero, a pesar de las diferencias, los tres plantean
el mismo interrogante: ¿qué es un santo?
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