LA
FABRICACIÓN DE LOS SANTOS
Autor: Kenneth L. Woodward
AGRADECIMIENTOS E INTRODUCCION
A BETTY, COMPAÑERA DE CONSPIRACIÓN DESDE HACE
TREINTA AÑOS,
y a Marie Brady Woodward y Alberta Boss Drey
Pero el efecto que ejercía ella sobre quienes la
rodeaban se propagó con una amplitud incalculable;
y es que el creciente bien del mundo depende en parte de
actos ahistóricos; y el que a usted y a mí
las cosas no nos vayan tan mal como acaso pudieran, se debe
en gran medida a los que vivieron con verdadera fe una vida
oculta y descansan en tumbas que nadie visita.
GEORGE ELlOT, "Middlemarch"
No hay más que una tristeza... y es la de que no
seamos santos.
LEON BLOY, "La Femme Pauvre"
El mundo necesita santos dotados de genio tanto como una
ciudad azotada por una epidemia necesita médicos.
Y donde hay una necesidad hay también una obligación.
SIMONE WEIL, última carta al padre Perrin
AGRADECIMIENTOS
A finales de octubre de 1987, durante la entrevista que mantuve
con dos "hacedores de santos" jesuitas que desempeñan
un papel importante en este libro, se escuchó desde
la calle el repulsivo estrépito de un automóvil
chocando contra otro, cuatro pisos más abajo: suceso
nada infrecuente en la Roma de hoy. Uno de los hombres salió
inmediatamente, con una leve inclinación de cabeza
hacia el otro, para ver en qué podía ayudar.
"Discúlpeme -me dijo, en son de excusa-, es que
nosotros también somos sacerdotes."
Yo salí pocos minutos después y vi que estaba
prestando ayuda en el lugar del accidente, el concurrido cruce
de calles que hay delante de la sede de los jesuitas en Borgo
Santo Spiritu, a una manzana de distancia del Vaticano. Era
el único sacerdote presente.
Recuerdo ese incidente como un modo de reconocer que esos
hombres, cuyo trabajo consiste en "hacer santos",
son también sacerdotes, lo cual es decir que tienen,
en virtud de su vocación, unas responsabilidades que
rebasan aquellas por las cuales los consulté a fin
de escribir este libro. Mi primer agradecimiento consiste,
por tanto, en reconocer que ellos, como todas las personas,
son algo más que funcionarios de un sistema. Lo que
ellos son como personas no se reduce a lo que hacen.
Me gusta pensar que lo mismo vale para los periodistas. El
periodista llega a donde nadie lo llama, se inmiscuye en las
vidas de otra gente, hace preguntas, busca información,
provoca respuestas. El intercambio implica un lazo de confianza:
por un lado, confianza en que se diga la verdad, hasta donde
lo permitan la discreción y las limitaciones humanas;
por el otro, que lo dicho sea reproducido fielmente, dentro
de los límites de la concisión necesaria. Para
ser verídico, es preciso respetar no sólo las
palabras sino también su contexto. A ese respecto,
estoy convencido de haber respetado no sólo el contexto
de mis preguntas y de las respuestas que recibí, sino
de haberlo hecho constar expresamente. Si he decidido valorar
el quehacer de esos hombres a una luz algo diferente, se debe
a que me acerqué a su labor como un lego interesado
al que se le ofreció el privilegio de convertirse en
observador participante en la medida en que lo permite el
sistema. Mis intereses no coinciden del todo con los suyos,
pero donde divergen creo haberlo hecho constar explícitamente.
Esto es también una forma de agradecimiento.
Tratándose de un libro como éste, el autor
se halla inevitablemente endeudado con otros: ninguno de nosotros
trabaja solo. Aparte de aquellos a quienes menciono en el
texto o cuyas obras he citado, debo la mayor gratitud a quienes
leyeron el manuscrito, conforme iba evolucionando, y me ofrecieron
sus comentarios críticos. Entre estos últimos
figura en primer lugar Richard Kieckhefer, profesor del Departamento
de Historia y Literatura de las Religiones de la Northwestern
University; espero que un día de éstos nos encontremos
personalmente. Otro es John Coleman, S. J., profesor de Sociología
y Religión en la Escuela de teología de los
Jesuitas de Berkeley, California, cuya obra publicada influyó
profundamente en mis propias ideas sobre la santidad. El tercero
es Lawrence Cunninghan, profesor de Teología en la
Universidad de Notre Dame, quien ha retratado mejor que nadie,
que yo sepa, la sensibilidad católica, incluida la
veneración de los santos. Huelga decir que ellos no
son responsables del uso que hice de sus críticas y
sugerencias.
Por lo demás, quiero darles las gracias a una serie
de personas que me asistieron, a lo largo de casi cuatro años
de solitaria labor, con sus críticas, su conversación
y los ánimos que me infundieron. James Gollirt, escritor,
novelista y amigo, fue mi putativo "lector ideal",
generoso con su tiempo y tan pródigo en palabras alentadoras
como tan sólo puede serlo otro atareado escritor. En
los momentos decisivos, Marvin O'Connell, Thomas F. O'Meara,
O. P., y James Tunstead Burtchaell, C. S. C., todos de la
facultad de Notre Dame, así como Martin E. Marty, de
la Divinity School de la Universidad de Chicago, tutor de
todos nosotros, y Francis X. Murphy, C. S. S. R., sagaz observador
de la Iglesia católica romana, fueron de gran ayuda.
Debo agradecimiento a sor Radegunde Flaxman, S. H. J. C.,
por su rigurosa y pormenorizada comprobación de los
hechos referidos en el capítulo 8, y a sor Josephine
Koppel, O. C. D., por su inapreciable ayuda, tanto personal
como profesional, en lo relativo a Edith Stein. Gracias también
a John Sullivan, O. C. D., director de "Carmelite Studies",
por los muchos favores que me brindó. John Dunne, C.
S. C., hallará lo que del contenido de este libro se
debe a su pensamiento; lo propio haría, si estuviera
aún entre los vivos, el que fue mi mentor en Notre
Dame, Frank O'Malley.
Debo profunda gratitud a Joseph Whelan, S. J., de la Curia
de los Jesuitas en Roma -él sabe por qué-, y
también al padre Thomas Nohilly, de la diócesis
de Brooklyn, por su traducción de la "positio"
sobre el papa Pío IX, de la que trata el capítulo
9, y al difunto Robert Findley, S. J., quien tradujo numerosos
documentos del italiano. Estoy convencido de que su muerte
'prematura le habrá proporcionado un conocimiento más
cierto de los santos de cuanto el lector pueda hallar en este
libro. Doy las gracias también a monseñor James
McGrath, de la archidiócesis de Filadelfia, por la
ayuda y los sinceros comentarios con que me asistió
durante dos años, y a sor Mary Juliana Haynes, presidenta
de las Hermanas del Santísimo Sacramento para los Indios
y la Gente de Color, por su disposición a romper con
la tradición, suministrándome información
sobre los costes de la beatificación de su fundadora,
la madre Katharine Drexel.
Muchos bibliotecarios no sólo localizaron algunos
libros sino que trataron con indulgencia mi tardanza en devolverlos.
Especialmente agradecido estoy a Jim O'Halloran, del Maryknoll
Seminary de Ossining, Nueva York -los libros que usted espera
están en camino, a Judith Hausler y a su antecesora,
Marilyn Souders, de la biblioteca de "Newsweek",
por un servicio que iba más allá del mero cumplimiento
del deber, y a Charles Farkas y sus siempre solícitos
colegas de la Biblioteca Pública de Briarcliff Manar,
Nueva York. Por haberme escuchado y planteado preguntas acerca
de santos que no son de su devoción, una palabra de
agradecimiento a los colegas de "Newsweek", Jack
Kroll y David Gates, quienes saben más sobre textos
que la mayoría de los llamados "revisteros".
Gracias a Theresa Waldrop, de la oficina de "Newsweek"
en Bonn, por localizar en Alemania Occidental a ciertas personas
que poseían información sobre el "milagro
de las bombas" descrito en el capítulo 6; y a
Aric Press, quien fue durante estos años mi redactor
jefe en Newsweek, mi aprecio por haber sabido comprender los
tumultos interiores por los que atravesé.
Es obvio que este libro no existiría sin Alice Mayhew,
mi editora de Simon and Schuster, guía y animadora,
que me instó a realizarlo, ni sin su colaborador David
Shipley, quien no se cansó de espolearme. Amanda Urban
ha sido la mejor agente que un autor puede desear.
Y, finalmente, a mi esposa Betty, a quien dedico este libro,
otras mil disculpas más por tantas fiestas que se perdió
y por tantas ausencias que tuvo que soportar. ¿Quién
ha dicho que la paciencia se encuentra sólo en los
santos?
INTRODUCCIÓN
¿Es la madre Teresa de Calcuta una santa?
Millones de personas ven en ella una "santa viviente",
debido a su abnegado servicio a los enfermos, los moribundos,
los miserables, los que no tienen casa ni hogar, los marginados.
La orden de religiosas que ella fundó en 1949, Las
Misioneras de la Caridad, es hoy una red mundial de tres mil
miembros que dispone de refugios, hospitales y conventos en
India, África, Asia, América del Norte y del
Sur, Europa Occidental y Oriental: ochenta y siete países,
en total. Si esa diminuta monja albanesa que recibió
en 1979 el premio Nobel de la Paz muriese mañana -como
casi ocurrió en 1989-, uno se imagina que el papa y
el mundo entero la llorarían.
Y, sin embargo, no sería una santa; por lo menos,
no oficialmente, a los ojos de su propia Iglesia. Su vida
habría de ser investigada por las autoridades eclesiásticas
competentes, se escrutarían sus escritos y su conducta,
se citarían testigos que atestiguasen su virtud "heroica",
deberían comprobarse eventuales milagros obrados póstumamente
por medio de su intercesión; y, sólo entonces,
el papa la declararía oficialmente santa!.
Los católicos romanos creen en los santos; los invocan
en sus oraciones, los veneran, atesoran sus reliquias, dan
sus nombres a sus hijos y a sus iglesias. Pero los católicos
no son los únicos que practican el culto a los personajes
sagrados. Los budistas veneran a sus "arahants"
y "bodhisattvas" y, en Tíbet, a los lamas;
los hindúes reverencian a un impresionante espectro
de personajes divinamente humanos y humanamente divinos, entre
ellos sus personales gurus o maestros espirituales; los musulmanes
tienen sus "awliya'Allah" (amigos íntimos
de Dios) y sus venerados maestros sufíes. Incluso en
el judaísmo, cuyos dirigentes rabínicos jamás
alentaron la veneración de seres humanos, sean vivos
o muertos, se halla la devoción popular hacia personajes
como Abraham o Moisés, así como algunos mártires,
rabinos queridos y otros "tsaddikim" ("hombres
justos").
Entre las otras Iglesias cristianas, la Iglesia rusa ortodoxa
mantiene una vigorosa devoción hacia los santos, especialmente
los primeros padres de la Iglesia y los mártires; en
raras ocasiones se introducen nombres nuevos (generalmente,
de monjes u obispos) en el santoral tradicional. Desde la
Reforma, el culto de los santos ha desaparecido prácticamente
entre la cristiandad protestante, pero, incluso entre los
evangélicos conservadores, se rinde especial reverencia
a los profetas del Antiguo Testamento y a los apóstoles
del Nuevo. Algo parecido al culto se conserva entre los anglicanos
y los luteranos, que mantienen los días de fiesta y
los calendarios de los santos; pero, mientras que los anglicanos
no disponen de ningún mecanismo para el reconocimiento
de nuevos santos, los luteranos recomiendan de vez en cuando
nuevos nombres (Dag Hammarskjöld, Dietrich Bonhoeffer
y el papa Juan XXIII están entre los más recientes)
a la gratitud y a la conmemoración de los creyentes.
El santo es, por tanto, una figura familiar a todas las grandes
religiones. Pero únicamente la Iglesia católica
romana posee un mecanismo formal, continuo y altamente racionalizado
para "hacer" santos; sólo en la Iglesia de
Roma se encuentra un grupo de profesionales cuyo trabajo consiste
en investigar las vidas de los candidatos a la santidad (y
en convalidar los milagros requeridos). En efecto, durante
el pontificado de Juan Pablo II, la Iglesia beatificó
(una declaración penúltima de gracia, que permite
un culto público limitado) y canonizó a más
personas que bajo ningún otro papa.
A los ojos del mundo, la canonización se parece bastante
al premio Nobel: nadie sabe realmente por qué se elige
a un candidato y no a otro, ni quién -aparte del papa-
se encarga de la selección. Incluso a los católicos
romanos el proceso de hacer santos se les presenta como algo
tan lento y tan misterioso como la gestación de una
perla o la formación de un astro. Dentro del Vaticano
mismo, el puñado de hombres más directamente
implicados en las causas individuales no son muy conocidos
ni recompensados con distinciones jerárquicas. Entre
las nueve congregaciones o ministerios de la Santa Sede, la
Congregación para la Causa de los Santos no se hallará
en ninguna lista de los centros de poder del Vaticano; sus
funcionarios no gobiernan la Iglesia ni deciden sobre la política
exterior ni fijan la ortodoxia doctrinal ni eligen obispos
ni mandan sobre el clero; y, sin embargo, su actividad es
la única que requiere, desde su punto de vista al menos,
el ejercicio regular del único y más temible
poder del papa: el ejercicio de la infalibilidad.
En rigor, desde luego, la Iglesia no "hace" santos;
únicamente Dios otorga la gracia mediante la cual un
Pedro o un Pablo, un Francisco o un Ignacio, una Catalina,
una Clara o una Teresa alcanzan ese nivel de la perfección
cristiana que, en la opinión de los católicos,
constituye la santidad; y sólo Dios sabe cuántos
santos existen o han existido. Lo que sí hace la Iglesia
es reivindicar la capacidad de discernir, de vez en cuando
y bajo la guía de Dios, que tal o cual persona se halla
entre los elegidos. El propósito de identificar a tales
santos o santas es el de presentarlos a los creyentes para
su emulación. En este sentido, sí es cierto
que la Iglesia "hace" santos.
La fabricación de santos es, pues, un proceso intrínsecamente
eclesiástico, realizado por otros para otros. En un
principio, esos "otros" no son obispos ni investigadores
profesionales del Vaticano, sino cualquiera que, mediante
oraciones, uso de reliquias, solicitudes de "favores
divinos" y devociones semejantes, contribuye a la reputación
de santidad de un candidato. En efecto, según la tradición
y la ley de la Iglesia, toda causa ha de originarse entre
"el pueblo"; en ese sentido, la canonización
puede ser considerada el proceso más democrático
que existe dentro de la Iglesia, proceso por el que Dios mismo
da a conocer a través de otros la identidad de los
santos auténticos. Éste es, por lo menos, el
criterio de Roma. En segundo lugar, los "otros"
son, en el sentido más amplio, las generaciones actuales
y futuras de creyentes. Es para su edificación y, según
se espera, su emulación, que la Iglesia hace santos.
Los santos mismos, desde luego, no tienen ninguna necesidad
de ser venerados. Según la metáfora de san Pablo,
ellos han corrido ya la carrera y ganado sus laureles. La
canonización es, en otras palabras, un ejercicio estrictamente
póstumo. O, dicho al revés, un "santo viviente"
es, canónicamente hablando, una contradicción
de términos.
Canonizar quiere decir declarar que una persona es digna
de culto universal. La canonización se lleva a cabo
mediante una solemne declaración papal de que una persona
está, con toda certeza, con Dios. Gracias a tal certeza,
el creyente puede rezar confiadamente al santo en cuestión
para que interceda en su favor ante Dios. El nombre de la
persona se inscribe en la lista de los santos de la Iglesia
y a la persona en cuestión se la "eleva a los
altares", es decir, se le asigna un día de fiesta
para la veneración litúrgica por parte de la
Iglesia entera.
Los papas, sin embargo, canonizan a los santos sólo
desde hace unos mil años. Desde 1234, año en
que el derecho de canonización se reservó oficialmente
al papado, ha habido menos de trescientas canonizaciones.
Existen, no obstante, unos diez mil santos cristianos cuyos
cultos fueron identificados por los historiadores de la Iglesia
y, sin duda, hay otros miles cuyos nombres se han perdido
para la historia. La canonización papal es, por consiguiente,
desde el punto de vista histórico, sólo una
de las maneras de hacer santos que los cristianos han encontrado.
Y, lo que es más, tal vez no sea, ni siquiera hoy y
para los católicos romanos, la más importante.
Lo que trato de decir es que la canonización formal
es parte de un proceso de "hacer santos" mucho más
amplio, más antiguo y culturalmente más complejo.
Para hacer un santo, o para establecer comunicación
con los santos ya canonizados, se necesita primero conocer
su historia. De hecho, se exagera apenas al decir que un santo
no es sino su historia. Desde ese punto de vista, la fabricación
de santos es un proceso mediante el cual una vida se transforma
en texto. En el caso de ciertos santos del cristianismo primitivo,
como Cristóbal, cuya existencia histórica es
dudosa, el texto reviste la forma de leyenda de transmisión
oral; en el del grande y prolífico Agustín de
Hipona, por otra parte, disponemos, además de la tradición
oral y los documentos históricos, de sus propias "Confesiones",
texto autobiográfico al que durante los últimos
dieciséis siglos millones de cristianos han recurrido
para comprender qué significa convertirse en santo.
Por lo demás, existen numerosas biografías fidedignas
en las que las historias de los santos clásicos y de
los más recientes han sido rescatadas de las exageraciones
de la tradición popular y de la hagiolatría.
Lo decisivo es que, sea a través de leyendas y tradiciones
populares, sea a través de sus propios escritos o de
escritos acerca de ellos (la Biblia incluida), las vidas de
los santos constituyen un medio importante -algunos teólogos
dirían que el más importante- para transmitir
el significado de la fe cristiana. Incluso entre los protestantes
evangélicos, para quienes el culto de los santos es
anatema, son los Hechos de los Apóstoles, y sobre todo
de Pablo, los que proporcionan el modelo básico de
la conducta, la experiencia y la identidad cristianas. Los
teólogos producen teología, las Iglesias propugnan
dogmas y doctrinas; pero ;únicamente los santos hablan
por igual al creyente de a pie que a las elites ilustradas.
En sus historias se mezclan y se funden la fe y la historia,
la biografía y las ideas, lo temporal y lo transcendental.
Desde que existe la cristiandad, la gente ha contado una
y otra vez las historias de los santos. Se los ha celebrado
en iconos, en pinturas y en estatuas. Fue el culto a los santos
el que transformó los cementerios en santuarios, los
santuarios en ciudades, e impulsó aquella forma robusta
de cohesión y aventura social que es la peregrinación.
Para bien o para mal, como veremos, el culto de los santos
ha sido lo que ensanchó las fronteras de la cristiandad
e, incluso después de la Reforma, continuó mediando
entre la fe y la moralidad en los países católicos.
Pero ¿qué sucede cuando el santo ya no figura
más entre los ideales de la cultura? ¿Qué
sucede cuando las historias de los santos ya no se cuentan
ni se conmemoran? ¿Qué sucede cuando se deja
de creer en los milagros obrados por los santos o por mediación
de ellos? ¿Qué sucede cuando las pautas heredadas
de la santidad, por las que se reconoce y venera a los santos,
ya no convencen a la inmensa mayoría de los creyentes?
Solamente en 1988, por ejemplo, el papa Juan Pablo II canonizó
á ciento veintidós hombres y mujeres y beatificó
a otros veintidós. ¿Cuántos católicos
romanos sabían sus nombres? ¿Y a cuántos
les importaba saberlos? Y, fuera de la Iglesia, ¿le
importó a alguien? ¿Qué sucede cuando,
como lo formula tristemente un teólogo católico
norteamericano, "los procedimientos formales de canonización
ya no nos dan los santos que necesitamos"?
El cristianismo es imposible de pensar sin pecadores e imposible
de vivir sin santos. En fecha tan reciente como la del II
Concilio Vaticano, la Iglesia declaró que "la
santidad es para todos" y no sólo para unos pocos
elegidos, Y, sin embargo, año tras año se continúa
eligiendo a unos pocos de entre la muchedumbre anónima
para ser invocados, venerados e imitados. Quién lo
hace, cómo y por qué; de eso trata lo que sigue.
Mis investigaciones me llevaron, por supuesto, a Roma, pero
también a América Central, a varios países
de Europa septentrional y, de un lado a otro de Estados Unidos,
a los sitios en donde se hacen o se están haciendo
santos. Mis viajes me convencieron de que la figura del santo
ha perdido relieve, pero no está en vías de
desaparición: está cambiando, y cambiando está
el proceso por el que se hacen los santos. Ese proceso acaba
en Roma, aunque no comienza allí; según he descubierto,
puede empezar en cualquier parte.
Día de San Lorenzo, 10 de agosto de 1990.
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