LA
FABRICACIÓN DE LOS SANTOS
Autor: Kenneth L. Woodward
CAPÍTULO 8. LA ARMONÍA DE LA SANTIDAD: LA
INTERPRETACIÓN DE UNA VIDA DE GRACIA
Cada año, la Congregación para la Causa de
los Santos trata una serie de causas "antiguas",
es decir, de aquellos siervos de Dios que murieron hace tanto
tiempo que no quedan ya testigos que puedan atestiguar sus
virtudes heroicas. Algunas de esas causas son tan antiguas
-Isabel la Católica, reina de España, muerta
en 1504, es un ejemplo- que resulta difícil imaginar
a qué "finalidad pastoral" pueda servir declarados
santos; otras, como la de fray Junípero Serra (1713-1784),
el fraile franciscano que fundó una red de misiones
en California, han conservado tal devoción popular
e interés histórico que la beatificación
parece casi innecesaria.
Desde el punto de vista de los hacedores de santos, las causas
antiguas tienen ciertas desventajas. Si el candidato no es
un personaje conocido, el proceso de canonización puede
parecer un ejercicio ocioso de hagiografía arqueológica.
Por otra parte, cuando el candidato reviste un interés
histórico sustancial, la postulación debe contar
con la opinión seglar, tanto la popular como la de
los expertos, y ambas suelen ver, por lo general, con escepticismo
las reputaciones de santidad. En el caso de Isabel la Católica,
por ejemplo, cuya "positio" está lista para
el juicio, la Iglesia tendrá que explicar por qué
una monarca que fomentó la Inquisición española
y expulsó de España a los judíos merece
la canonización como santa. En cuanto al padre Serra,
cuando el Vaticano anunció en 1985 que estaba preparado
para la beatificación, ciertos militantes indígenas
estadounidenses, apoyados por unos cuantos historiadores,
acusaron al misionero español de malos tratos a los
indios. Aunque sus críticas no alteraron el juicio
de la congregación, la amenaza de una protesta poco
decorosa obligó al papa Juan Pablo II a cancelar su
plan de beatificar a Serra durante su peregrinación
a California en mayo de 1987. La ceremonia se celebró
el 25 de septiembre de 1988, en un lugar más seguro,
como lo es la plaza de San Pedro.
Pero las causas antiguas ofrecen también a los hacedores
de santos una oportunidad importante de identificar con mayor
claridad los factores específicos que permiten reivindicar
la santidad del candidato. Precisamente porque no hay testigos
que atestigüen las virtudes heroicas del candidato, el
alegato en favor de su santidad debe construirse exclusivamente
a partir de la historia documentada de su vida. Así
pues, el autor de la "positio" debe remitirse exclusivamente
al candidato mismo, tanto para proveer las pruebas de su virtud
heroica como para determinar el modo en que esas virtudes
se manifestaron en las circunstancias históricas concretas.
En resumen, las causas históricas, por su naturaleza
misma, impelen a la postulación a revelar la respuesta
singular del candidato a la gracia, ofreciendo una interpretación
tan genuinamente teológica como histórica de
la vida del sujeto.
De todas las causas históricas que llegaron a la congregación
desde la reforma de 1983, no hay ninguna tan apasionante como
la de Cornelia Connelly, fundadora de la Compañía
del Santo Niño Jesús. Es, sin duda, una de las
causas más delicadas y más complicadas a que
se enfrentan los jueces de la congregación. Mucho antes
de su muerte, en 1879, Cornelia Connelly había suscitado
considerables controversias y, en algunos momentos, desconcierto
en el seno de la Iglesia. Ella fue, al mismo tiempo, esposa,
madre y monja. Su marido, Pierce, era un sacerdote que acabó
eligiendo la apostasía. La insistencia con que defendió
su vocación sacerdotal tuvo efectos devastadores sobre
los tres hijos, y su esposa fue objeto de un escandaloso litigio,
"Connelly contra Connelly", ante los tribunales
de la Inglaterra protestante, cuando Pierce exigió
la restitución de sus derechos conyugales, mucho después
de que la Iglesia hubiese aceptado la separación y
Cornelia hubiese hecho ya votos de castidad perpetua. Casi
setenta años después de su muerte, la reputación
de Cornelia era tal que algunos obispos y sacerdotes ingleses
se opusieron rotundamente al intento de la compañía
de iniciar un proceso encaminado a su canonización.
Tuvieron que pasar otros. treinta años hasta que se
acabó de reunir y de evaluar la documentación
histórica Y se dispuso de una biografía en tres
volúmenes, con un total de mil seiscientas treinta
y siete páginas. Pero, incluso entonces, los hacedores
de santos se mostraban seriamente preocupados por si la vida
de tan extraordinaria mujer, una vez dada a conocer mediante
la canonización, pudiera escandalizar a los católicos
de finales del siglo XX. Al fin y al cabo, la Iglesia nunca
antes había canonizado a una monja casada con un cura.
Supe de Cornelia Connelly por primera vez en el otoño
de 1986. Gumpel y Molinari, que se ocupaban de la causa, me
propusieron que hablara con Elizabeth Mary Strub, una estadounidense
que fue superiora general de la Compañía del
Santo Niño Jesús, a quien se le había
asignado la tarea de escribir la "informatio" que
demostrara las virtudes heroicas de su fundadora. Resultó
que Strub era, además, una pionera: la primera mujer
que preparaba un documento para el juicio de la congregación.
[El resto de la "positio" también fue redactado
por una mujer, la difunta hermana Ursula Blake, la primera
colaboradora de la causa, cuyo trabajo Strub completó].
-Digámoslo francamente -me dijo Elizabeth un día
a la hora de comer-, la vida de Cornelia se lee como un serial
victoriano. El mero hecho de que haya sobrevivido a todo eso,
creo que es ya de por sí heroico.
Llegó el vino y, luego la pasta. Cuando habíamos
acabado la ensalada, la fruta y el café italiano, había
pasado una hora y Elizabeth aún no había llegado
a contarme ni la mitad de la larga y agitada vida de Cornelia.
Me encareció que, en lugar de escuchar la historia
de segunda mano, leyera yo mismo la "positio".
-Pienso que verá que Cornelia tiene algo que decir
a cualquier mujer que haya sufrido una ruptura de las relaciones
personales, con divorcio, enajenación de los hijos,
etcétera. En ese sentido, es realmente una mujer muy
contemporánea; una santa para nuestro tiempo.
Quien lea la "positio" sobre Cornelia Connelly
se dará cuenta inmediatamente de que no es una candidata
convencional a la santidad. La teología aparte, su
vida parece tan despiadadamente azarosa que desafía
los esfuerzos del biógrafo más hábil
por encontrar un hilo coherente.
LOS BUENOS Y LOS MALOS TIEMPOS DE CORNELIA CONNELLY
Nacida en Filadelfia en 1809, Cornelia Peacock fue' educada
en la religión presbiteriana. A los catorce años,
pasó a vivir, tras la muerte de sus padres, con una
hermanastra, Isabella. En 1831, recibió el bautismo
de la Iglesia Episcopal Protestante y, a pesar de las objeciones
de Isabella, se casó con el reverendo Pierce Connelly,
sacerdote episcopal. Como Katharine Drexel, Cornelia recibió
una buena educación en.su casa, con profesores particulares.
Era una mujer delgada, serena y, como revelan las fotografías,
bastante guapa. Pierce era cinco años mayor que ella
y estaba graduado por la Universidad de Pensilvania, donde
había estudiado derecho durante breve tiempo antes
de hacerse sacerdote.
Al poco tiempo de casarse, los Connelly se trasladaron a
Natchez, Misisipí, donde Pierce fue nombrado rector
de la iglesia de la Santísima Trinidad, sirviendo a
los poderosos terratenientes y mercaderes del lugar. Los dos
eran, en todos los sentidos, una pareja feliz y piadosa, bien
acogida por los feligreses. Pronto se le aumentó el
sueldo a Pierce y, aconsejado por algunos parroquianos, invirtió
el dinero ventajosamente en tierras. En un espacio de cuatro
años, Cornelia dio a luz a un hijo, Mercer, ya una
hija, Adeline. En 1835, Pierce fue nombrado presidente de
la Convención Episcopal del Suroeste, cargo que prometía
buenas posibilidades de un futuro obispado.
Pero, ese mismo año, una ola de histeria anticatólica
atravesó Estados Unidos, como reacción ante
la masiva inmigración católica europea. Las
desaforadas acusaciones esgrimidas contra los católicos
impulsaron a Pierce a emprender un estudio pormenorizado de
las creencias y las prácticas católicas romanas.
Cornelia le asistió en sus estudios, y hacia finales
de año, la duda acerca de sus propias creencias era
tal que renunció a la parroquia y viajó a Saint
Louis para consultar con el obispo Joseph Rosati sobre la
conversión. Con esa decisión, Pierce sacrificaba
una carrera prometedora y, con ésta, un futuro económicamente
seguro para su familia. Pero su esposa lo respaldaba plenamente:
"Confío plenamente en la piedad, la integridad
y los conocimientos de mi querido esposo. Estoy dispuesta
a someterme a lo que él crea que es el camino del deber",
escribió a su hermanastra.
Resultó que, en opinión de Pierce, su camino
conducía a la ordenación como -sacerdote católico
romano, pese a ser casado y padre de familia. Se le dijo que
la Iglesia católica ordena en algunas ocasiones a hombres
casados, pero que tales excepciones son raras y requieren
un examen del Vaticano. Tras su visita a Rosati, llevó
su familia a Roma para estudiar la Iglesia más de cerca
antes de comprometerse y presentar su solicitud de ser ordenado
a las autoridades del Vaticano. Mientras la familia esperaba
en Nueva Orleans el pasaje a Italia, Cornelia resolvió
no esperar la decisión de su marido, se presentó
para dejarse instruir en la fe y fue recibida como miembro
de la Iglesia católica romana.
En Roma, Pierce solicitó ante el Santo Oficio su admisión
en la Iglesia y que se le tuviera en consideración
para el sacerdocio. Su petición fue tan convincente
que el papa Gregorio XVI, tras recibirlo en audiencia privada,
vertía lágrimas de emoción. A los dos
meses de su llegada, fue admitido en la Iglesia. Pero la cuestión
de la ordenación no era tan fácil de resolver.
Dado que el rito latino de la Iglesia exige a los sacerdotes
el celibato, los funcionarios del Vaticano le sugirieron que
considerara el rito oriental (griego), que ordena también
a hombres casados. Él hizo caso omiso de esa propuesta:
en Estados Unidos no había parroquias de rito oriental
a las que pudiera servir, y los horizontes de su carrera habrían
sido limitados, puesto que, aun en el rito oriental, sólo
los célibes pueden ser obispos.
Pierce Connelly era un joven carismático que inmediatamente
impresionó a los más altos dignatarios del Vaticano
y a la nobleza romana. Cornelia, a su vez, impresionaba por
la prontitud de su inteligencia, por sus modales afables y
encantadores y por su perfil clásico que recordaba
las estatuas griegas. Los dos fueron bien recibidos por la
alta sociedad internacional de Roma. Entre sus amigos más
importantes se encontraba el católico inglés
John Talbot, conde de Shrewsbury, quien llevó a Pierce
consigo a Inglaterra por cinco meses y lo presentó
a católicos británicos influyentes. Durante
la ausencia del marido, Cornelia cuidaba los niños
en el palacio romano de lord Shrewsbury. Al mismo tiempo,
estudiaba idiomas, música y pintura -tenía buena
voz y buen ojo- y colaboró en la ayuda a los pobres
con Gwendalin, la piadosa hija de Talbot, casada con un hijo
de la noble familia de los Borghese.
Pero, en su interior, se hallaba profundamente desconcertada.
Venía de una tradición protestante que no sólo
ordenaba sacerdotes a los hombres casados, sino que prefería
que los sacerdotes fuesen hombres casados. Poco a poco comprendió
que, si Pierce se hacía sacerdote católico,
debía renunciar a él. Le confesó sus
cuitas a John McClosky, un joven sacerdote que estudiaba en
Roma y que sería más tarde cardenal arzobispo
de Nueva York: "¿Es necesario que Pierce haga
ese sacrificio, que me sacrifique a mí? Yo quiero a
mi marido y a mis queridos hijos, ¿por qué debo
abandonarlos? Amo mi religión; ¿por qué
no podemos seguir siendo felices, como la familia del conde
de Shrewsbury? ¿Por qué?"
Tras el regreso de su marido a Roma, Cornelia concibió
a su tercer hijo. Pierce fue recibido en otras dos audiencias
por el papa; en una, incluso con Corelia a su lado. Después,
la familia se trasladó a Viena, donde el infatigable
Pierce se entrevistó durante veinte minutos con el
príncipe Mettemich, entonces el diplomático
más importante de Europa, y, en otra ocasión,
con el archiduque Maximiliano, quien lo trató como
a un amigo. En Viena nació el segundo hijo varón,
John Henry. En julio estalló en Estados Unidos una
crisis bancaria y Pierce se vio obligado a regresar a Natchez
para buscar empleo. Siguiendo una invitación de los
jesuitas, Cornelia y él decidieron servir a la Iglesia
como maestros de escuela. Pierce aceptó un puesto de
profesor de inglés en un colegio jesuita de la localidad
rural de Grand Coteau, Louisiana, a cambio de una pequeña
casa y de educación gratuita para su hijo mayor, Mercer.
Cornelia contribuía a los ingresos familiares enseñando
música en una academia femenina de las religiosas del
Sagrado Corazón. Tenía veintinueve años
y era madre de tres hijos menores de seis años. Por
primera vez en su vida de casados, los Connelly eran pobres;
y, sin embargo, estaban bastante contentos con su vida.
Se inIcIaron entonces una serie de incidentes que acabarían
transformando por completo las vidas de Cornelia y de su marido.
En el verano de 1839, su hija Mary Magdalen, la cuarta de
los descendientes, murió a las seis semanas de haber
nacido. Inmediatamente antes de Navidad, Cornelia hizo un
retiro de cuatro días con las Hermanas del Sagrado
Corazón, durante el cual el sacerdote que dirigía
las oraciones, un jesuita, la introdujo a los "Ejercicios
espirituales" de san Ignacio. Más tarde, insistiría
en que en esos tres días experimentó una profunda
conversión del alma; y mucha falta le haría.
En febrero, un terranova juguetón empujó a John
Henry, que acababa de cumplir treinta meses, a una caldera
de jarabe de caña hirviendo. Como no había ningún
médico al alcance, Cornelia tuvo al niño en
brazos durante dos días hasta que murió. Ocho
meses después, durante un retiro, Pierce le comunicó
a su mujer que había llegado a la certeza de que Dios
lo estaba llamando al sacerdocio de la Iglesia católica
romana, y le pidió su apoyo.
Corelia había esperado -y temido- esa declaración
de Pierce. Por entonces, sabía ya muy bien que, si
le consentía tal deseo, ello significaría la
separación vitalicia de ambos y la ruptura de la familia;
significaba que ella misma debía hacer voto de castidad
perpetua y que no podría volver a casarse nunca más.
En vista de las circunstancias, la respuesta de Cornelia -autentificada
por los historiadores- fue heroica por su espíritu
de renuncia y abnegación. Le recordó a Pierce
que esa decisión los implicaba a ambos y era un asunto
de peso, y lo instó a considerarlo profundamente por
segunda vez; si después le seguía pareciendo
que tal era la voluntad de Dios, sólo entonces ella
aceptaría: "Por muy grande que sea el sacrificio,
si Dios me lo pide estoy dispuesta a hacerlo por El de todo
corazón."
Para poner a prueba su resolución, Pierce y Cornelia
acordaron un período de abstinencia sexual. De todos
modos, ella estaba ya encinta de su quinto hijo, Pierce Francis,
que nacería en la primavera de 1841. Inmediatamente
antes y después de este nacimiento, Cornelia emprendió
dos retiros de ocho días, durante los cuales comenzó
a pensar seriamente en hacer los votos religiosos si su esposo
perseveraba en los planes de hacerse sacerdote católico.
Al año siguiente, Pierce rompió la unidad de
la familia, contrariando el consejo del obispo de Nueva Orleans,
Anthony B1anc, un amigo de los Connelly. Vendió la
casa y se marchó a Inglaterra, con una previa interrupción
del viaje en Baltimore para hablar en las iglesias, en su
condición de converso prominente. En Inglaterra dejó
a Mercer en un internado -tenía nueve años-
e intentó, sin éxito, entrar en la orden de
los jesuitas. Cornelia se trasladó, con los dos hijos
que le quedaban, a una casita de campo con dos habitaciones,
situada en los terrenos del convento de Grand Coteau, y durante
catorce meses, se sometió a una rutina de oración
y trabajo que imitaba el régimen espiritual de las
hermanas. Mientras tanto, Pierce se hizo tutor de viaje de
Robert Berkeley, retoño de una acaudalada familia católica
de Gran Bretaña, cometido que lo llevó a Roma
en 1843, donde porfió en su solicitud de ser ordenado
sacerdote. Por entonces, el papa Gregorio recibía a
Pierce como a un viejo amigo, y al ver que el converso norteamericano
era católico desde hacía siete años,
le ordenó que trajera a Roma a su mujer y a sus hijos
a fin de que los funcionarios pudiesen discutir el asunto
con Cornelia personalmente.
Pierce regresó a Londres, y de ahí se embarcó
a Filadelfia para recoger a Cornelia y a los niños.
Volvieron a Inglaterra, y como huéspedes de lord Shrewsbury,
conocieron a miembros del Movimiento de Oxford. Cargando con
el pequeño Berkeley, pasaron un mes en París
y, luego, se establecieron en un espacioso apartamento en
Roma, cerca del Palazzo Borghese. El carnaval encontró
a los Connelly solicitados una vez más por la vida
social. Nadie sabía de sus planes de separación;
Pierce suponía, de todos modos, que pasarían
varios años más antes que se le permitiera prepararse
para la ordenación.
Pero el papa, tras recibir el consentimiento personal de
Cornelia a la ordenación de su marido, actuó
con rapidez. Se concedió el permiso y, al cabo de sólo
tres meses, ambos esposos firmaron un decreto de separación
formal. Cornelia se mudó con Frank y con la niñera
a una casa de retiro de Trinita dei Monti, un convento de
las Hermanas del Sagrado Corazón situado en lo alto
de la Escalera Española. Estaba previsto que viviría,
mientras su hijo pequeño la necesitara, como lega y
no como postulanta oficial a la comunidad. Adeline ingresó
en la escuela del convento, donde su madre le enseñaba
inglés y música. Mientras tanto, Pierce inició
sus estudios de teología, recibió la tonsura
y vistió el traje de los sacerdotes católicos
romanos. El 1 de mayo de 1844 fue admitido a las órdenes
menores. El papa Gregorio mostró su satisfacción
ante la "buena pesca" que había hecho la
Iglesia al conseguir un pescado tan grande recién capturado
en el Tíber.
En la Trinita, Cornelia llevaba vida de enclaustrada, pero
el Vaticano le concedió permiso a Pierce para visitar
una vez a la semana a su mujer y a los niños. Esperaba
hacerse jesuita, y su esposa contaba con ello, cuando sus
esperanzas se vieron truncadas al acusarlo el padre general
de la orden de visitar a Cornelia con demasiada frecuencia.
Más tarde, Pierce juzgaría conveniente confesar
que en esas visitas trataba a su mujer a veces con excesiva
familiaridad. Cuando se acercó el día de tomar
las órdenes mayores, Cornelia tuvo con él una
última conversación y le pidió que reconsiderara
una vez más el sacrificio que exigía de sí
mismo, de ella y de los tres hijos de ambos. Se ofreció
a renunciar a lo que era por entonces ya su propio deseo de
hacerse monja, y a volver con él a una vida normal
de familia; pero él insistió en tomar las sagradas
órdenes. En cumplimiento de las exigencias del derecho
canónico, Cornelia pronunció un voto de perpetua
castidad, liberando así a su marido para la ordenación.
En junio, Pierce fue ordenado y celebró su primera
misa; él mismo dio la primera comunión a su
hija, mientras Cornelia cantaba en el coro.
A los ojos de la Iglesia y a los suyos propios, los Connelly
eran todavía casados, pero Cornelia había cedido
su marido a la Iglesia. Su actitud quedó expresada
con nitidez en una carta que escribió a John, el hermano
de Pierce: "Él [Pierce] está bien y anda
profundamente ocupado con los deberes del ministerio, enseñando,
predicando, recibiendo confesiones, etc. etc. Así que
ya ves que no es por nada por lo que lo sacrifiqué
a Dios. Puedes estar seguro de que esa idea me consuela mucho;
deberíamos buscar una parte mayor del amor divino,
en proporción a cuanto estamos dispuestos a sacrificar
de nuestra felicidad natural (...) y buscar más en
la eternidad."
Cornelia tenía entonces treinta y seis años
y se veía frente al problema de crearse un futuro.
Cuando consintió en la separación, lo hizo con
la convicción de que, en su vida religiosa, los hijos
seguirían a su lado "como si jamás hubiera
abandonado el mundo". En la Trinita había algunos
aspectos de la vida de claustro que ella encontraba demasiado
restrictivos, de los cuales no era el menos importante las
reglas que limitaban la comunicación con sus hijos.
Adeline, de diez años, no estaba aún preparada
para ingresar en un internado y Frank tenía sólo
cinco años. Aunque las hermanas la presionaban para
que ingresara en la comunidad, el cardenal vicario de Roma
le aseguró, para gran alivio de ella, que su deber
era cuidar a los hijos; y le dijo también algo de lo
que Cornelia no se había dado cuenta: aunque era su
deseo hacerse monja, no estaba en modo alguno obligada a ello.
Con la ayuda de Giovanni Grassi, un jesuita italiano afincado
en Roma, pero que había vivido muchos años en
Estados Unidos, Cornelia halló una solución.
Decidió fundar una nueva congregación no conventual
de religiosas, que le permitiría continuar atendiendo
a sus hijos. Grassi le aconsejó que iniciara su trabajo
en Estados Unidos, pero la noticia de su resolución
llegó a Inglaterra, donde lord Shrewsbury y el obispo
Nicholas Wiseman habían decidido que Cornelia era la
persona adecuada para ayudar a educar a las niñas católicas
y a los pobres. Puesto que la invitación a trasladarse
a Inglaterra le fue presentada como deseo del papa, Cornelia
obedeció. Pierce, quien iba también a Inglaterra
para servir de capellán a lord Shrewsbury, la ayudó
a esbozar un conjunto preliminar de reglas o constituciones
para la nueva congregación religiosa. Incluso tenía
pensado ya un nombre: Compañía del Santo Niño
Jesús.
La "positio" deja claro que los católicos
romanos vivían tiempos difíciles en la Inglaterra
de mediados del siglo pasado. El Movimiento de Oxford estaba
en plena acción: John Henry Newman, el que más
tarde sería cardenal, acababa de hacer su viaje espiritual
de Canterbury a Roma y se estaba a punto de restaurar la jerarquía
católica. Tras ciento cincuenta años de represión,
a los católicos ingleses se les permitía votar
y ser diputados del Parlamento. El reverso de todo eso era
que la Iglesia británica era pobre, su clero estaba
mal preparado y las necesidades pastorales eran enormes. Cinco
millones de católicos, la mayoría de ellos paupérrimos
e iletrados, habían emigrado de Irlanda y esperaban
la ayuda de la Iglesia. Nadie, y menos que nadie la mayoría
protestante, sabía qué consecuencias acarrearía
la emancipación política de los católicos
para la vida política de la nación. Más
aún, la restauración de la jerarquía
católica reavivó el anticatolicismo inglés;
de nuevo las prácticas "papistas" eran objeto
de sospecha: los secretos de confesionario, los turbios manejos
que se tramaban en los conventos y, ante todo, las maquinaciones
políticas de Roma. William Taylor, autor de "Popery:
Its Character and Its Crimes" ("El papismo: su carácter
y sus crímenes"), reflejó las preocupaciones
de los protestantes ingleses: "No preguntamos qué
son los sacerdotes papistas cuando se hallan rodeados por
el protestantismo sino qué son allí donde el
sistema se desarrolla sin restricciones", declaró
en 1847, un año después de que los Connelly,
convertidos ya en cura y en monja, llegaran a Inglaterra
Para no escandalizar a los protestantes ingleses, el obispo
Wiseman rehusó renovar el permiso de visita del que
Pierce había disfrutado en Roma. La comunicación
entre marido y mujer se limitó desde entonces a la
correspondencia. Por motivos análogos, Wiseman insistió
también, causando gran aflicción maternal a
Cornelia, en que enviara a los dos hijos menores a un internado
-situación en la que Mercer se encontraba ya- mientras
concluía sus estudios de novicia. De todos modos, a
ella no le faltaba ocupación, Wiseman le había
encontrado un gran convento junto a la iglesia de Santa María,
en Derby, ciudad industrial, y la ordenó iniciar un
ambicioso programa de educación femenina. Al poco tiempo,
Cornelia dirigía una escuela diurna con doscientos
alumnos, una escuela nocturna para trabajadoras de las fábricas
y. una concurrida escuela dominical, al mismo tiempo que preparaba
a las novicias de la Compañía del Santo Niño
Jesús.
Tras un año de separación total, Pierce se
presentó sin previo aviso en el convento para ver a
su mujer. Aunque también Cornelia estaba ansiosa de
verlo, criticó airadamente esta violación de
la orden del obispo Wiseman y le indicó que no repitiera
la visita. Pierce le escribió una carta llena de reproches,
y ella contestó reconociendo la persistente atracción
física que experimentaba por él y la dificultad
de superarla. ("Tú no sientes la tentación
violenta que siento yo cuando pienso en la pequeña
habitación de Belén [su dormitorio común
en Natchez] ni tal vez hayas pasado nunca por las luchas de
un corazón femenino. No, jamás has vivido eso.")
En diciembre de 1847, hizo los votos perpetuos de religiosa
y se instaló formalmente como superiora general de
la compañía. Pierce no asistió a la ceremonia;
la creciente jurisdicción eclesiástica de Wiseman
sobre Cornelia le provocaba celos y decidió tomar medidas
a fin de recobrar el control de su esposa.
En enero de 1848, Pierce retiró a los hijos de sus
respectivas escuelas sin avisar previamente a Cornelia, colocó
a Frank, de seis años, en una casa secreta y se llevó
al continente a Mercer y a Adeline, esperando que Cornelia
lo siguiera. Ella, por el contrario, siguió el consejo
de su padre espiritual, el jesuita italiano Samuele Asperti,
e hizo voto de no dejarse apartar, por comunicarse con su
marido y sus hijos, de lo que consideraba como derechos de
Dios sobre ella. En otras palabras, quería seguir fiel
al estado de separación y de celibato en que la Iglesia
la había colocado, fiel a sus recientes votos religiosos
y fiel a las obligaciones que pesaban sobre ella como superiora
de una nueva comunidad de la Iglesia. El paso siguiente lo
dio Pierce. Fue a Roma y, haciéndose pasar por el fundador
de la Compañía del Santo Niño Jesús,
presentó a la Congregación para la Propagación
de la Fe (que, en aquel entonces, ejercía jurisdicción
sobre los institutos religiosos de Gran Bretaña) su
propia versión de las constituciones o reglas de vida
de la sociedad. Esperaba que, si las constituciones eran aprobadas
con él como fundador, tendría el poder de pasar
por encima de la autoridad de Wiseman y recobrar así
el control de su esposa. Cuando Cornelia y Asperti supieron
del complot, escribieron a la congregación y desbarataron,
de momento, los planes de Pierce. Desde entonces, sin embargo,
los funcionarios de la congregación supusieron que
Pierce era cofundador de la compañía y aceptaron
su versión de las reglas del instituto: error que habría
de causar considerable confusión en el futuro. A su
regreso, Pierce fue a ver a Cornelia, y le llevó un
regalo del nuevo papa, Pío IX; pero ella se negó
a recibirlo, a menos que le devolviera a Adeline. Pierce pasó
seis horas discutiendo con Asperti, mientras Comelia permanecía
arrodillada en un reclinatorio en el piso de arriba.
Su marido no era el único problema que le complicaba
la vida a Cornelia, se enfrentaba también al primero
de una serie de problemas económicos y legales que
no dejarían de perseguirla durante el resto de su vida.
Aunque sus escuelas funcionaban bien, las chicas de las fábricas
no estaban en condiciones de costear ellas mismas su educación,
y la Iglesia era demasiado pobre para aportar más que
subsidios ocasionales. El obispo Wiseman, que al principio
había escrito que asumiría personalmente "la
entera responsabilidad del convento", no pudo cumplir
del todo su promesa, y Cornelia, incapaz de correr con los
gastos, se vio amenazada de desahucio por el pastor de la
misión de Derby. El obispo Wiseman, que había
sido nombrado vicario apostólico para el distrito de
Londres, instó a Cornelia a que se trasladara con sus
monjas a una propiedad que tenía en su distrito, en
St. Leonard's-by-the-Sea, en la costa de Sussex. Cornelia
aceptó.
Pierce se puso lívido cuando se enteró. Se
mudó de la casa de lord Shrewsbury a la de Henry Drummond,
miembro del Parlamento y anticatólico fanático.
Pierce odiaba obsesivamente a Asperti y a Wiseman, convencido
de que el obispo había trasladado a Sussex a su ex
mujer para ejercer un mayor control sobre ella. Desafiando
el derecho canónico y sus votos de sacerdote, inició
un pleito para exigir la restitución de sus derechos
conyugales.
El caso "Connelly contra Connelly" amenazaba a
toda la Iglesia católica de Inglaterra con un escándalo
vergonzoso Y de gran envergadura. Pierce sugirió que
Cornelia podía evitar tal escándalo sólo
con volver a su lado; ella se negó. Lord Shrewsbury
le propuso como acuerdo que abandonara Inglaterra o, por lo
menos, el distrito de Wiseman, para evitar el escándalo;
de nuevo ella se negó, pues creía que, con tal
acto, traicionaría tanto sus votos como su novel instituto
religioso, que por entonces contaba con unos veinte miembros.
Wiseman respaldó esta decisión y le consiguió
unos abogados defensores.
En feberero de 1848, el abogado de Pierce presentó
ante el juez, en nombre de su cliente, la acusación
contra Cornelia de abandono del matrimonio. Era un tribunal
protestante. En la declaración firmada por Pierce se
omitía por completo su conversión al catolicismo,
la separación y su ordenación como sacerdote
católico, y se reivindicaba el matrimonio original
por el rito protestante episcopal y el nacimiento de cinco
hijos; y, tras afirmar que Cornelia "abandonó
la cama, la mesa y la mutua cohabitación", se
exigía que fuese "obligada por ley a regresar
y concederle sus derechos conyugales". El abogado de
Cornelia respondió, alegando los hechos omitidos. El
juez no tenía prisa, y, al cabo de un año, se
pronunció en contra del alegato, basándose en
que el derecho romano no rige en Inglaterra. Cornelia se vio
ante la alternativa de aceptar el regreso forzoso al lado
de su antiguo marido o ingresar en prisión. A fin de
evitarle ambas cosas, sus abogados recurrieron inmediatamente
ante el Consejo del Rey. [Refiérese al Consejo del
Rey (Privy Council) del monarca británico, integrado
por todos los actuales y anteriores ministros de la Corona
y por otras personalidades distinguidas; el nombramiento es
vitalicio. (N. del T)]. El caso "Connelly contra Connelly"
causó escándalo en toda la prensa británica.
La opinión popular, que siempre tuvo sospechas de lo
que sucedía tras los muros de los conventos, estaba
a favor de Pierce: el 5 de noviembre, por ejemplo, los manifestantes
llevaban retratos de Wiseman y de Cornelia por las calles
de Chelsea. [El 5 de noviembre se celebra en Gran Bretaña
el "día de Guy Fawkes", Guy Fawkes Day, fecha
que conmemora la Conspiración de la Pólvora
(1605), tramada por elementos católicos contra el Parlamento
y contra el rey Jacobo I; en tal ocasión, se quema
en público un muñeco de trapo que representa
a Guy Fawkes, el jefe de los conspiradores. (N. del T)]
Desde los púlpitos protestantes se denunciaba a la
monja y al obispo, y algunos católicos ingleses, avergonzados,
como es comprensible, del escándalo que estaban causando
los Connelly, rogaban a los dos yanquis que regresaran a Estados
Unidos.
Luego, el obispo Wiseman agregó una nueva complicación
a la vida de Cornelia. Le encantaba la nutrida biblioteca
de St. Leonard's, y cuando murió el sacerdote propietario,
Wiseman envió a un grupo de obreros a la finca para
que construyeran una "residencia marina" en donde
él pudiera pasar sus ratos de ocio. Cornelia los echó
de la casa; aparte del inconveniente de que esos dos, por
entonces ya católicos de mala fama, ocuparan la misma
finca, estaba la cuestión candente de quién
tenían legalmente el derecho de disponer del terreno
y para qué. El desafío que Cornelia le planteó
a Wiseman fue el principio de un proceso de enajenación
entre el obispo y la madre superiora. El conflicto personal
entre ambos se convirtió en amenaza para la supervivencia
de la comunidad fundada por Corelia.
En septiembre de 1850, en Inglaterra se restauró la
jerarquía católica y Roma nombró a Wiseman
cardenal arzobispo de Westminster y, en consecuencia, primado
católico de Inglaterra. Se dividió la archidiócesis
y se encargó a otro obispo la supervisión de
los católicos del sur. Pero Wiseman no dividió
los fondos de la archidiócesis de modo proporcional,
con lo cual exacerbó los problemas financieros contra
los que Cornelia tendría que luchar en Sto Leonard's
durante trece años.
En junio del año siguiente, el Consejo del Rey atendió
finalmente el caso "Connelly contra Connelly", y
si bien no pronunció ningún veredicto definitivo,
suspendió la previa sentencia en favor de Pierce, y
ordenó al tribunal admitir el alegato en contra presentado
por Cornelia. Los jueces expresaron la opinión de que
Pierce aún podía ganar el proceso; no obstante,
lo condenaron a pagar los gastos de ambas partes acumulados
hasta la fecha, como condición previa de un segundo
juicio ante el tribunal inferior. Para ahorrarle a la Iglesia
un escándalo aún mayor, Cornelia le pagó
los gastos del juicio a Pierce, que no estaba en condiciones
de sufragarlos él mismo, pero era ella, efectivamente,
quien había ganado y no podía ser obligada a
volver al lado de su marido.
Por otro lado, Camelia no recuperaba la custodia de sus hijos,
ya que, conforme a la ley británica de la época,
la mujer y los hijos de un hombre se consideraban propiedad
de éste. Así pues, los tres hijos mayores continuaban
viviendo con Pierce en la casa de Drummond hasta que se envió
a Mercer, el mayor, a vivir con un tío en Estados Unidos,
y se colocó a Frank en una escuela para hijos de clérigos.
Durante varios años, Pierce se ganó la vida
escribiendo panfletos injuriosos contra el papa, los jesuitas,
la moral católica y el cardenal Wiseman; todo ello
contribuía a que Cornelia siguiera en el candelero
de la atención pública y la obligaba a tomar
precauciones contra un posible rapto por parte de su airado
marido. Cuando el caso fue desechado finalmente por el Consejo
del Rey en 1857, Pierce se llevó a Adeline y Frank
al continente. Camelia nunca volvió a ver a Mercer,
quien murió a los veinte años en Nueva Orleans
de la fiebre amarilla. Adeline se quedó con el padre,
que continuaba obligándola a vestir como una niña
y la mantuvo dependiendo de él en todos los sentidos.
Pierce pasó los últimos diecisiete años
de su vida como rector de la comunidad episcopal americana
de Horencia. Tras su muerte en 1883, Adeline visitó
a su madre dos veces y, finalmente, retornó a la Iglesia
católica romana. Frank se afincó en Roma, donde
se convirtió en un pintor de renombre internacional.
Siguió devoto a su madre, aunque desarrolló
un odio duradero hacia la Iglesia católica, a la que
acusaba -lo cual no deja de ser comprensible- de haber destruido
el hogar de su infancia y las vidas de sus padres.
Todo ese material ocupa menos de la mitad de los tres volúmenes
que contienen la historia documentada de la vida de Cornelia
Connelly. El resto, que trata el último cuarto de siglo
de su vida, es demasiado extenso para resumirlo en detalle.
Sin embargo, un breve vistazo a los triunfos y fracasos de
Cornelia como fundadora y educadora es esencial para poder
apreciar el pleno alcance de su vida y las dificultades que
sus continuos conflictos con las autoridades eclesiásticas
significaron para su causa.
Fundar un nuevo instituto religioso raras veces es fácil.
En el caso de Cornelia fue poco menos que milagroso. Durante
gran parte de su vida como superiora general se vio enzarzada
en una complicada batalla legal por la finca de St. Leonard's,
litigio que contribuyó a aumentar su ya de por sí
dudosa reputación entre algunos obispos y sacerdotes
de Inglaterra. El propietario había destinado la finca
al uso de las hermanas, no a la parroquia misión de
los Difuntos que también se desarrolló allí.
Cierto lego poderoso ejerció su influencia sobre la
minúscula congregación misionera, exigiendo
que la iglesia, que estaba a medio construir, fuese terminada
por las hermanas y entregada al uso exclusivo de la congregación.
El obispo de Cornelia, Grant, y el cardenal Wiseman lo apoyaron.
A ellos se opuso el heredero legal de la finca, el coronel
Towneley, católico, miembro del Parlamento y juez de
paz. La fundación, establecida por Towneley y bajo
la cual vivían las hermanas, no permitía otro
uso de la finca sino con fines educativos, aunque exigiesen
otra cosa el obispo y el cardenal. Cornelia se halló
atrapada entre dos sistemas legales: el derecho canónico,
que le mandaba obedecer al obispo local, y la ley civil inglesa,
que le prohibía actuar en contra de lo estipulado en
las reglas de la fundación. A lo largo de trece años,
el presidente de la congregación, un lego, envió,
con el respaldo del cardenal, siete peticiones a Roma; y las
acompañaba de testimonios denigratorios -y, como después
resultó, falsos- relativos al carácter de Cornelia,
a la que se vilipendiaba, por defender la fundación,
como a una mujer desobediente, obstinada y avara; reputación
que conservaría hasta mucho después de su muerte.
En cierto momento de la década de 1850, el conflicto
llegó al extremo de que Wiseman y otros urdieron un
complot para obligar a Cornelia, con un pretexto cualquiera,
a viajar a Roma y, desde allí, embarcarla de vuelta
a Estados Unidos. Aunque ella se percató de la trampa,
viajó a Roma, confiando en que se haría la voluntad
de Dios. Pero, en parte gracias a un cardenal romano que la
había conocido en el pasado y respetaba su integridad,
el plan fracasó y Cornelia volvió a Inglaterra.
Su integridad y su honradez fueron puestas en tela de juicio
de nuevo cuando se negó a recurrir a los fondos de
la compañía para satisfacer una deuda, contraída
sin su consentimiento por la hermana Emily Bowles, una de
sus colaboradoras más antiguas y con más talento.
Emily Bowles era una conversa, como Cornelia misma, y se dedicaba
a la educación. A fin de adquirir un edificio de Liverpool,
en el que pensaba instalar una escuela de maestros, consiguió
de sus hermanos que le prestaran secretamente seis mil libras
esterlinas, y avaló su solvencia con una donación
que esperaba recibir del Comité de Escuelas Católicas
para los Pobres. Pero la donación no llegó a
realizarse y los hermanos Bowles amenazaron con tomar medidas
legales para forzar a Cornelia, como superiora de la orden,
a pagar la deuda de Emily. Ésta abandonó la
compañía y el obispo Grant, temiendo que su
lengua envolviera en otro escándalo a la Iglesia, obligó
a la orden a satisfacer todas las exigencias de la familia
Bowles. Cornelia obedeció, aunque hubiera preferido
un pleito legal. Las simpatías de Wiseman estaban del
lado de Emily, quien logró manipular las opiniones
en su favor. Aunque Cornelia perdió el litigio financiero
contra la familia Bowles, ella y Towneley ganaron finalmente
la disputa por la finca de St. Leonard's cuando los funcionarios
de Roma por fin se percataron de los hechos.
Quizá la experiencia más penosa para Cornelia
fue su esfuerzo continuado, a lo largo de tres décadas,
de obtener del Vaticano la aprobación de las constituciones
que redactó para su institución religiosa. Las
constituciones de una orden encarnan la espiritualidad y la
visión particulares del fundador, al establecer las
reglas conforme a las cuales han de vivir los miembros. También
son la carta que permite a la institución sobrevivir
como una orden religiosa autogobernada en el seno de la Iglesia
católica romana. Una y otra vez se ordenó a
Cornelia rehacer las reglas que había escrito. En 1870,
justo cuando parecía que el Vaticano otorgaría
por fin su beneplácito, una facción disidente
de las hermanas de Preston, Inglaterra, escribió a
Roma, acusando a Cornelia de actuar de manera autocrática
y pidiendo a los funcionarios del Vaticano que intervinieran
contra ella.
Además, entre los funcionarios de la Congregación
para la Propagación de la Fe subsistía la confusión
acerca del papel que Pierce había desempeñado
en la redacción de la constitución original;
mientras él vivió, por lo menos algunos de los
funcionarios del Vaticano se negaban a conceder la aprobación,
para no dar la impresión de que un cura apóstata
era cofundador de una orden católica de monjas. Una
vez más, Cornelia consiguió su derecho: las
reglas de la compañía fueron aprobadas por fin
sustancialmente tal como Cornelia las concibió en un
principio; sólo que eso no ocurrió hasta ocho
años después de que ella hubiera muerto.
No obstante las muchas dificultades a las que tuvo que enfrentarse,
Cornelia no sólo extendió su orden religiosa,
sino que desarrolló también un sistema educativo
que desafiaba muchos de los dogmas de la enseñanza
victoriana. Fundó un colegio para maestras de escuela,
una de las dos únicas instituciones de ese género
que existían entonces en Inglaterra para hombres o
mujeres. A pesar de las presiones de lord Shrewsbury y de
algunos miembros de la jerarquía inglesa, que deseaban
que centrara sus esfuerzos en el mejoramiento de las escuelas
destinadas a los católicos pertenecientes a las clases
altas de la sociedad, ella se empeñó en mantener
tanto las escuelas diurnas para quienes podían pagar
la enseñanza como las escuelas gratuitas para quienes
no tenían esa posibilidad. Para sus alumnas más
dotadas, introdujo a autores latinos y griegos traducidos
al inglés, asignaturas que en Gran Bretaña estaban
reservadas a los varones. En plena revolución darvinista,
insistió en que a sus alumnos se les enseñara
geología, y, lo que no es menos importante, alentó
a los maestros a permitir que sus alumnos se expresaran a
través del arte, la música y el teatro. Pero
su mayor desafío al sistema británico fue su
actitud respecto a la disciplina. En su opinión, la
escuela debía ser un hogar y sus monjas, madres que
respetaran y amaran a sus alumnos y que confiaran en ellos.
Para desconcierto de algunos obispos ingleses, animaba incluso
a las hermanas a que enseñaran a los alumnos a bailar
el vals y la polca y a jugar al whist.
Su visión de la propia orden también era liberadora.
Como conversa -y como norteamericana-, la rigidez y la vigilancia
constante de las reglas de convento habituales le eran espiritualmente
ajenas. Insistía en que la compañía debía
alentar la confianza recíproca y respetar la diversidad
de talentos. Estimulaba a las hermanas a asumir nuevos retos,
sobre todo en las artes. Y, aunque podía ser severa,
nunca perdió el sentido del juego. Así, por
ejemplo, a la hora, de distribuir las disciplinas -pequeños
látigos para la flagelación-, las envolvía
en papel y las entregaba como regalos navideños.
Los últimos años de Cornelia no fueron especialmente
felices. En 1874, en la primera reunión del capítulo
de la compañía, fue elegida madre superiora;
pero, en esa misma reunión, el obispo de Southwark,
Danell, atendiendo las críticas del disidente grupo
de Preston, impuso a la compañía sus propias
constituciones, que lo convirtieron en superior religioso
"de facto", relegando a Cornelia a un papel meramente
simbólico. Las nuevas constituciones alcanzaron poca
popularidad, y en Estados Unidos, las hermanas hicieron caso
omiso de ellas. Los obispos de Liverpool y de Filadelfia,
por el contrario, se negaron a reconocerle autoridad alguna
a Cornelia sobre las hermanas del Santo Niño de sus
diócesis. Amenazaba el cisma. Cornelia trabajó
para concertar una reacción en contra de la nueva regla,
con la esperanza de que, en cuanto se reunieran en el siguiente
capítulo las delegadas electas de toda la compañía,
se restaurara su querida regla antigua. Se reunieron en 1877
y expresaron su oposición unánime a la regla
de Danell, pero éste insistió en que siguieran
viviendo con la suya. Cornelia fue reelegida como madre general,
pero no viviría ya para ver el capítulo siguiente.
Su salud se deterioró. Nunca había sido robusta,
y una nefritis crónica la condenó gradualmente
a vivir confinada en una silla de ruedas de mimbre, en la
cual se hacía pasear por el jardín. La "gota",
como lo llamaba ella, le provocó un sarpullido que
le desfiguraba la piel y afectó finalmente el cerebro
y la columna vertebral. Cornelia Connelly falleció
el viernes después de Pascua, en 1879, tras una noche
de intenso dolor, durante la cual exclamó tres veces:
"En esta carne veré a mi Dios."
LA LUCHA POR UNA CAUSA
En las causas históricas, la postulación no
sólo debe demostrar que el siervo de Dios goza de reputación
de santidad ("fama sanctitatis"), sino que debe
además explicar por qué la causa no se inició
antes. En el caso de Cornelia Connelly, arguye la "positio",
no era en modo alguno sorprendente que hubiera de pasar un
siglo antes de que los católicos ingleses emprendieran
el primer paso encaminado a su canonización.
Por un lado, la jerarquía inglesa recién restaurada
tenía numerosos problemas mucho más urgentes
que resolver que la creación de santos. También,
según la "positio", los obispos, con la mente
práctica de los ingleses del siglo XIX, habrían
encontrado los intrincados procedimientos del Vaticano extraños
y desesperadamente complicados, y, en cualquier caso, no habrían
considerado a Cornelia Connelly la clase de material del que
se hacen los santos. A pesar de que muchas de las hermanas
del Santo Niño Jesús veían a su fundadora
como una santa, los católicos ingleses, en general,
la recordaban ante todo como la famosa "señora
de Connelly", cuyo marido, con su pleito legal, cubrió
de vergüenza a la Iglesia. Entre los clérigos
de Sussex, el nombre de Cornelia Connelly evocaba historias
de una intratable monja estadounidense que, según la
tradición oral, desafiaba constantemente las directivas
de sus superiores eclesiásticos. Aún en 1946,
en el centenario de la fundación de la orden, el obispo
de Southwark rechazó la solicitud de las hermanas de
iniciar un proceso ordinario en favor de su fundadora, recalcando
que la Iglesia no la canonizaría jamás; y, para
andar sobre seguro, retiró los documentos relevantes
del archivo diocesano y los guardó bajo llave en sus
aposentos privados. En suma, la reputación de Cornelia
en la región no era precisamente la que corresponde
a la denominación de "fama sanctitatis".
Pero la "historia" de Cornelia Connelly fue otra
cosa. Quienes la leyeron u oyeron hablar de ella se sintieron
atraídos por la personalidad de una esposa y madre,
separada de sus hijos y que, pese a unos sufrimientos y una
incomprensión enormes, perseveró en su vocación
religiosa de fundar una congregación internacional
de religiosas. La primera biografía la escribió
una de las hermanas de la orden siete años después
de la muerte de Cornelia, pero no llegó a publicarse,
en parte por consideración para con la familia Connelly,
en parte porque el Vaticano aún no había aprobado
las constituciones de la compañía. En 1922,
otra biografía, escrita también por una monja,
y publicada en Inglaterra y en Estados Unidos, tuvo tanto
éxito que las hermanas hicieron circular una oración
por la beatificación de su fundadora. En 1930, apareció
en Francia otra biografía, a la que siguió,
dos años más tarde, una edición italiana.
Tampoco se limitaba el interés a los círculos
eclesiásticos. En los años sesenta, se estrenó
en Nueva York y en Los Ángeles una obra de teatro,
titulada "Connelly Versus Connelly" y basada en
el pleito histórico; la radio estatal británica
emitió una radionovela, "Roses among Lilies";
y se escribió una serie en seis partes para la televisión
inglesa, pero no llegó a producirse.
Oficialmente, la causa de Cornelia comenzó en 1953,
cuando un nuevo obispo de Southwark estableció una
comisión histórica para juntar y evaluar sus
escritos y todos los demás documentos relativos a su
vida, tan conocida ya del público. De los cincuenta
y seis volúmenes que componen sus escritos personales,
aquellos que reflejan su respuesta espiritual ante las más
graves crisis de su vida, así como la correspondencia,
que revela sus reacciones ante las directivas episcopales,
eran la clave para valorar las pruebas de virtud heroica.
Seis años más tarde se inició un proceso
ordinario, a fin de investigar su reputación de santidad.
La investigación se prolongó durante diez años,
y dado que no existían testigos directos, el juicio
se basó en las opiniones de los tres miembros de la
comisión y, también, en los de siete monjas
y legas y en los de cuatro sacerdotes de la diócesis
de Southwark.
La investigación revela que dos de los cuatro sacerdotes
diocesanos consideraban que la reputación de santidad
de Cornelia se limitaba esencialmente a los miembros de la
orden. El vicario general de Southwark declaró que
la opinión predominante entre el clero acerca de la
causa era de "cinismo escéptico". Otro dudaba
seriamente de la "motivación espiritual"
de Cornelia y rechazó como "mero deseo" la
afirmación de que ella gozaba de amplia devoción
entre obispos y sacerdotes. Los archivistas de la orden respondieron
esgrimiendo centenares de cartas -muchas de las cuales provenían
de personas que vivían fuera de Inglaterra y habían
entrado en contacto con la compañía y sus escuelas
como testimonio de que había quienes creían
en la santidad de Cornelia. Los historiadores alababan unánimemente
a Cornelia; como dijo uno de ellos, "en el carácter
de Cornelia Connelly hallamos una nueva actitud, llegada de
América. Ella combina la frescura y la firmeza con
el respeto [a los obispos] como superiores eclesiásticos".
Las preguntas que se formularon a los testigos históricos
revelan cierta incomodidad ante la causa. Nunca antes alguien
había pedido la canonización de una monja casada
con un cura. El juez se mostró seriamente preocupado
de que, dados los sucesos sensacionales que jalonaron su vida,
la publicidad generada por la causa provocara severas críticas
contra la Iglesia por parte de "autores sin escrúpulos".
Como mínimo, volvería a llamar de modo poco
conveniente la atención sobre la práctica de
la Iglesia de exigir la separación de los hombres de
sus mujeres e hijos, un precio que han de pagar los clérigos
conversos como sacerdotes católicos romanos.
A cada testigo se le preguntó explícitamente,
si había algo en la vida de Cornelia que no le pareciera
admirable. Las respuestas negativas indicaban cierta incomodidad
referente a la manera en que educó a sus hijos, a su
"fuerte carácter" y, ante todo, a su actitud
hacia las autoridades de la Iglesia; pero, pese a tales dudas,
incluso uno de los escépticos sacerdotes diocesanos
observó que Cornelia "hizo el mayor sacrificio
que la Iglesia le puede pedir a una mujer, al renunciar a
su marido y a sus hijos". Se enviaron las actas a Roma,
con el criterio de que en el material histórico y en
los testimonios no había nada que desmintiera la reputación
de virtud heroica de Cornelia.
Quedaba por hacer, sin embargo, una "positio" que,
además de documentar los vaivenes de la vida de Cornelia,
presentara unos argumentos convincentes en prueba de su virtud
heroica, que era lo más importante. El trabajo lo comenzó
en 1973 la hermana de la orden Ursula Blake, bajo la dirección
de monseñor Veraja, en su calidad de jefe de la sección
histórica de la Congregación para la Causa de
los Santos; y, dadas las prolongadas relaciones de Cornelia
con los jesuitas, se designó como postulador a Molinari.
Para todos los involucrados en la causa fue evidente, desde
un principio, que el problema central a resolver era el de
la responsabilidad que pudiera haber tenido Cornelia en la
disolución de su familia y en las fatales consecuencias
que ello causó en su marido y en sus hijos. ¿Podrían
haberse evitado todas esas consecuencias, o por lo menos algunas
de ellas -la desatinada decisión de Pierce de hacerse
sacerdote católico y su subsiguiente apostasía;
la enajenación entre hijos, madre e Iglesia; la muerte
prematura de Mercer; la dependencia excesiva de Adeline respecto
de su padre y el rechazo de la fe por parte de Frank-, si
ella hubiera actuado de otra manera? Había también,
por cierto, serios interrogante s acerca de la hostilidad
que Cornelia provocó en ciertos miembros del clero
-especialmente, en los obispos ingleses-, en cuanto a las
facciones que surgieran en el seno de su propia orden religiosa,
y con respecto a la prudencia (o terquedad) con que actuó
en sus numerosos pleitos. Pero ninguna de esas cuestiones
tocaba lo vivo de su carácter -y, por tanto, su pretensión
de virtud heroica- en el grado en que lo hacía la ruptura
familiar.
En primer lugar, estaba la duda de si fue Pierce o Cornelia
quien propuso primero la separación. Después
de abandonar el sacerdocio católico, Pierce había
insistido, en público y en privado, en que la idea
tuvo su origen en Cornelia, a sugerencia de sus directores
espirituales. Ése fue el argumento central de las acusaciones
levantadas por el proceso "Connelly contra Connelly"
y por los panfletistas anticatólicos, que afirmaban
que Roma obligó a Cornelia, "con sus artes de
curas, a olvidar a los hijos, a los que había dado
a luz, y al esposo, a quien juró obediencia ante Dios".
La "positio" resuelve esa cuestión con relativa
facilidad, demostrando que Pierce consideraba la posibilidad
de la separación ya en 1835, cuando, siendo todavía
sacerdote episcopal, se dirigió a Saint Louis para
discutir con el obispo Rosati la posibilidad de su ordenación.
Además, la "positio" presenta pruebas de
considerable peso, en el sentido de que Cornelia temía
la separación del marido, que le instó a reconsiderar
la decisión, y que, definitivamente, eligió
la vida religiosa ella misma sólo en vísperas
de la ordenación de Pierce.
Después, surge otra duda: ¿hizo bien Cornelia
en firmar el decreto de separación que posibilitó
la ordenación de Pierce?, ¿no debería
haber previsto que Pierce carecía de la firmeza necesaria
para mantener sus votos sacerdotales? La "positio"
recuerda que Cornelia no era la única que juzgaba a
su marido apto para el sacerdocio católico y el celibato.
Entre los que apoyaban su candidatura estaban el mismo papa
Gregorio XVI, más dos de sus cardenales, dos obispos
estadounidenses y cinco sacerdotes jesuitas; si en la apreciación
del carácter de Pierce se cometieron errores, habría
que atribuirlos ante todo a esos hombres, a quienes Cornelia
tenía todo el derecho del mundo a considerar como los
más calificados para juzgar la aptitud de un hombre
para el sacerdocio.
Tal como era de esperar, Pierce Connelly no sale muy bien
parado en la "positio" destinada a demostrar las
virtudes heroicas de su mujer. En efecto, que Cornelia necesitara
las virtudes de una santa, para poder así soportar
los celos de su marido y las sospechas rayanas en la paranoia
que éste albergaba hacia el obispo Wiseman y el padre
Asperti, es uno de los argumentos que se aducen en prueba
de su santidad. Aun así, se trata a Pierce más
como a un fracasado que como a un villano, como hombre de
un talento y una cultura excepcionales que emocionalmente
nunca se hizo adulto. Incluida en la documentación
está una interpretación psicológica de
Pierce realizada por el jesuita francés George Cruchon,
quien sugiere que Pierce fue un hombre "de carácter
atractivo y brillante", cuya "ambición desatinada"
se vio satisfecha mientras disfrutó de la admiración
de su mujer. Pero, en el breve espacio de los tres años
en que fue sacerdote católico romano, jamás
alcanzó la importancia que ansiaba tener; y Cruchon
conjetura que sufrió un arrebato de celos al ver que
su mujer se encaminaba, como fundadora y educadora, a una
carrera eclesiástica de mucho más relieve de
lo que él podía esperar para sí como
sacerdote.
El punto siguiente es si Cornelia puso su deseo de hacerse
monja por encima del bienestar de sus hijos. La "positio"
se propone demostrar que Cornelia, al hacerse monja, no abandonó
la maternidad; antes bien, los hijos le fueron arrebatados,
primero, durante su año de noviciado, por el obispo
Wiseman, y luego, antes aun de que ese año terminara,
por Pierce, que se los llevó al continente con la esperanza
de que ella lo siguiera. El mayor sufrimiento que Cornelia
tuvo que soportar, concluye la "positio", fue el
de que sus hijos se separaran de ella y de la Iglesia. Como
lo expresó Cornelia misma, la Compañía
del Santo Niño "se fundó sobre un corazón
roto".
A juzgar por la "positio", de todos modos, el problema
más acuciante que plantea la causa es el de si la canonización
de Cornelia Connelly serviría de modelo a los católicos
actuales o si, antes bien, los escandalizaría. Esta
cuestión no tiene nada que ver con la santidad o la
falta de santidad de Cornelia, se trata de saber si la Iglesia
misma actuó correctamente en su trato con ella, con
su marido y con sus hijos. ¿No se daría la impresión
de que las más altas autoridades de la Iglesia, empezando
por el papa mismo, toleraron deliberadamente y aun apoyaron
la ruptura de la familia Connelly, creyendo que la vida religiosa
corresponde a una llamada de Dios más alta que el matrimonio
cristiano? ¿No confirmaría la canonización
de Cornelia Connelly la opinión, defendida desde hace
mucho por los críticos del catolicismo, de que la Iglesia
prefiere el celibato al sexo? Y, teniendo en cuenta todo ello,
¿no existía la probabilidad de que los creyentes
católicos más liberales entendiesen la historia
de los Connelly como una prueba más de que la Iglesia
se equivoca al exigir el celibato de sus sacerdotes?
Como hemos visto, algunas de esas preocupaciones surgieron
ya en el proceso ordinario (1959-1969), cuando varios sacerdotes
de la diócesis de Sussex declararon que, en su opinión,
la causa daría pábulo a los "autores sin
escrúpulos". A medida que la causa avanzaba, los
teólogos tomaron nota... y partido. En 1963, un recio
intercambio de opiniones avivó las páginas de
"The Homiletic and Pastoral Review", publicación
mensual destinada al clero. En su artículo introductorio,
el padre Leonard Whatmore, uno de los asesores históricos
de la causa, se adhirió a varios críticos, para
quienes la separación de Pierce y Cornelia exigida
por las autoridades eclesiásticas era, en las palabras
del asesor, "un ultraje a los sentimientos paternales,
a la humanidad natural, a la discreción sacerdotal
y al más elemental sentido común, por lo fantástico,
desagradable e incluso nauseabundo del hecho". Como respuesta,
un sacerdote canadiense, Joseph H. O'Neill, arguyó
que la aprobación eclesiástica del proyecto
de separación de los Connelly sólo fue posible
porque la "teología del matrimonio cristiano"
que tenía la Iglesia en aquella época estaba
todavía poco desarrollada.
El debate se amplió cuando Molinari, en su calidad
de postulador de la causa, contestó con un largo artículo,
titulado "La consagración al amor: una respuesta
a los críticos de Cornelia Connelly", en el cual
esbozó lo que eran, según él, los principios
teológicos que rigen en tales casos. En esencia, Molinari
defendió el principio de que Dios llama a veces a un
padre o a una madre, a una persona casada o viuda, para una
segunda vocación como sacerdote o religiosa. "Sencillamente
no podemos poner un límite a.los derechos de Dios",
subrayó. Una vocación así requiere "un
firme y efectivamente heroico amor a Dios por encima de todas
las cosas" no sólo de parte de la persona llamada
a tal "perfección superior" sino también
del cónyuge y de los hijos que aquélla acaso
deje atrás. En cuanto a éstos, Molinari declara:
"Él [Dios] también proveerá -aunque
no siempre de forma visible a nuestros ojos humanos- los cuidados
y el afecto paternales que los padres en cuestión no
serán capaces de dar ya a sus hijos."
Molinari cita a continuación dos ejemplos de viudas
que se hicieron monjas de claustro, desoyendo las súplicas
de sus hijos adolescentes. En el caso de una de ellas, santa
Juana Francisca de Chantal, la madre pasó literalmente
por encima de su hijo de quince años, que se había
tendido en el umbral de la puerta para expresar la tristeza
que sentía ante la partida al monasterio de la madre.
El argumento de Molinari estribaba en que la Iglesia investigó
en cada caso, las circunstancias que acompañaron la
segunda vocación de la madre y llegó a la conclusión
de que éstas habían mostrado virtud heroica
como madres y como monjas. Las dos fundaron nuevas órdenes
religiosas, y en los dos casos se veía, según
Molinari, la mano de la providencia en "los frutos de
gracia que emanaron de la segunda vocación". En
otras palabras, las buenas obras realizadas posteriormente
por sus respectivas órdenes religiosas eran prueba
de que las dos mujeres habían obedecido verdaderamente
la voluntad de Dios.
En 1987, los argumentos teológicos habían quedado
reducidos, en su esencia y en lo que a su relevancia práctica
se refiere, a un mero ejercicio de casuística ya que,
desde entonces, la Iglesia había cambiado de política,
permitiendo la ordenación de los clérigos conversos
acreditados, como lo fue Pierce Connelly, sin exigirles la
separación de la mujer y de los hijos. Pero ese cambio
de política sólo hacía parecer aún
más arbitraria la actitud de la Iglesia en el caso
Connelly y aumentaba la posibilidad de que la canonización
de Cornelia escandalizara a los católicos contemporáneos.
Si la causa había de obtener la aprobación del
comité de teólogos y, sobre todo, de los cardenales,
especialmente preocupados por el impacto pastoral, había
que defender tanto la decisión de Cornelia como la
del papa.
Como relator de la causa, Gumpel decidió enfrentar
esas cuestiones directamente. En septiembre de 1987, escribió
un extenso prólogo a la "informatio", en
el cual reconocía la existencia de "un problema
que, tanto en vida de la sierva de Dios como hasta el día
de hoy, ha causado extrañeza a algunas personas. Me
refiero al hecho de que Cornelia Connelly, mujer casada y
madre de hijos menores de edad, abandonara tal estado para
convertirse en religiosa". A continuación, alega
en defensa de Cornelia dos hechos: 1) que fue Pierce quien
inició la separación porque se sentía
llamado a ser sacerdote católico romano y 2) que "las
más altas autoridades eclesiásticas (...) no
sólo aprobaron, sino que prácticamente le impusieron
a la sierva de Dios las disposiciones relativas a sus hijos,
a los que amaba profundamente. No hace falta mucha imaginación
ni penetración psicológica -subraya Gumpel-
para comprender la magnitud del sacrificio que se le exigió
a la sierva de Dios". Al mismo tiempo, sin embargo, recuerda,
a aquellos asesores que acaso se inclinen a tachar de injustas
las decisiones tomadas al respecto por las autoridades eclesiásticas,
que tengan en cuenta a quién están cuestionando:
"Resulta más que claro, para cualquiera que posea
la plena información sobre esos asuntos, que toda crítica
en ese terreno no es, en última instancia, una crítica
de la sierva de Dios, sino una crítica que se dirige
directa, formal y explícitamente contra la Santa Sede
y el Sumo Pontífice de aquel tiempo. Las decisiones
aceptadas por la sierva de Dios fueron aceptadas con la fuerza
de su fe en Dios y en sus representantes en la tierra. La
manera de su aceptación sólo puede juzgarse
ejemplar. Naturalmente, las decisiones de esa clase no son
infalibles. Deben ser vistas y juzgadas a la luz de su época
y, lo que es más importante todavía, a la luz
de la humilde actitud de fe, reverencia y obediencia con que
fueron aceptadas por aquellos a quienes les eran comunicadas."
Finalmente, Gumpel anticipa las objeciones a la conveniencia
pastoral de la causa; principalmente, al temor de que la causa
pudiera ser interpretada como una denigración del matrimonio
y, peor aún, como una invitación a otras parejas
piadosas para que abandonen a sus hijos en aras de la vida
religiosa:
"...Acaso pueda plantearse la pregunta de si la canonización
de Cornelia Connelly es oportuna en las circunstancias concretas
de nuestra época, que en tantos aspectos difiere del
siglo XIX. Tal vez algunos teólogos, o quienes se tienen
por tales, arguyan que el II Concilio Vaticano y la enseñanza
pastoral y teológica posconciliar han ensalzado en
tal grado el matrimonio cristiano y la paternidad cristiana
que resultaría inoportuno proponer hoy en día
para la canonización, y, por tanto, como un ejemplo
de virtud cristiana, a una mujer que, siendo esposa y madre,
lo abandonó todo para abrazar la vida monástica.
Como teólogo profesional y como profesor de espiritualidad
no puedo estar de acuerdo con ese criterio, porque descuida
y subestima seriamente las verdades del dogma y de la teología
católica. En este contexto, debo señalar, en
primer lugar, que la canonización de la madre Connelly
en modo alguno implicaría un menosprecio de la doctrina
católica acerca del matrimonio y la paternidad, y menos
aún constituiría una indiscriminada invitación
a los matrimonios cristianos a seguir su ejemplo. Su vocación
fue, en efecto, sumamente personal y bastante excepcional,
como lo fue también la de otros hombres y mujeres canonizados,
a quienes Dios llamó a renunciar por Él a todos
los legítimos vínculos familiares y a seguir
incondicionalmente, aunque se les rompiera el corazón,
la Voluntad de Dios que se les había manifestado con
toda claridad."
Por otra parte, Gumpel tampoco piensa permitir que se apropien
de la personalidad de Cornelia Connelly los partidarios del
matrimonio de los sacerdotes católicos romanos. Haciéndose
eco de la defensa de Molinari del "derecho de Dios"
a llamar a ciertas personas con hijos a una "segunda
vocación", escribe:
"Precisamente en este contexto sería, en mi opinión,
lo más oportuno proceder a la canonización de
la madre Connelly. En nuestro tiempo, el estado de vida conyugal,
que es en efecto altamente estimable, se presenta a menudo
como un valor absoluto y aun supremo, en detrimento del sacerdocio
célibe y la vida consagrada a la Iglesia. Lo que fácilmente
pierden de vista quienes defienden, por escrito u oralmente,
tales pareceres es el hecho de que los caminos de Dios no
son los nuestros; que Él, en su infinita sabiduría
y bondad, puede exigir a ciertos hombres y mujeres cosas que,
acorde a unos criterios puramente humanos, acaso puedan parecer
disparatadas. En realidad, son ésos los medios que
Él emplea a fin de asegurar, a largo plazo, el mayor
bien de la Iglesia y de la humanidad.
Como en la "positio" sobre Katharine Drexel, el
prólogo del relator suministra aquí a la defensa
el tipo de argumentos que, bajo el antiguo sistema jurídico,
solía alegar el "avvocato" de la causa. Se
trata, de hecho, de una serie de indicaciones destinadas al
comité de asesores, relativas a cómo han de
interpretar los hechos y cómo valorar las principales
cuestiones pastorales que plantea la vida de Comelia Connelly.
Pero esas indicaciones no constituyen aún la argumentación
completa en defensa de su santidad, lo cual es tarea de la
"informatio" misma.
De cuanto hemos visto hasta aquí, poca duda podía
caber en cuanto a la singularidad de Cornelia Connelly como
candidata a la canonización. Los sucesos de su vida
la distinguen claramente de otros siervos de Dios. El problema
de la hermana Elizabeth Strub, como autora de la "informatio",
era dilucidar la armonía de la santidad en lo que parecía
ser una vida sumamente disonante.
LA MELODÍA DE LA GRACIA
Cuando hablé por primera vez con la hermana Elizabeth,
ella andaba aún a la brega con la "informatio".
De todas formas, había establecido ya una serie de
principios rectores que diferían de los de las "informationes"
tradicionales. En primer lugar, insistía en examinar
a Cornelia como "persona total", dotada tanto por
naturaleza como por gracia. Elizabeth creía que no
era el menor de tales dones de la naturaleza "la alegría
que sentía ante la vida", cualidad que supo transmitir,
según Elizabeth, a la compañía y a sus
escuelas, aunque no figurase en el catálogo de las
virtudes cristianas de la congregación. En segundo
lugar, tenía la intención de buscar las pruebas
de la santidad de Cornelia en toda su vida adulta: "No
veo en Cornelia únicamente a la monja ni únicamente
a la esposa o a la madre, sino a una mujer que fue una santa
en cada una de las tres fases de su vida." En tercer
lugar, estaba decidida a presentar su alegato en favor de
la santidad de Cornelia sin someter su integridad espiritual
a la clasificación disolvente que exige el método
convencional de demostrar las virtudes heroicas. "He
decidido que las categorías que utilice sean las que
me dicte Cornelia, y no las que yo le dicte a ella. Quiero
presentar las pruebas de su santidad conforme a su propia
lógica interna y a su experiencia de la gracia."
Acabó la "informatio" un año más
tarde; y leerla es reconocer inmediatamente que representa
una briosa ruptura con el pasado, tal vez por ser la primera
"informatio" concebida y escrita por una mujer.
Para empezar, hay cuatro páginas dedicadas a apreciar
el carácter y las dotes naturales de Cornelia: su belleza
física, encanto y "notables poderes de atracción";
su inteligencia, sentido artístico y talento; aplicación,
iniciativa y capacidad de innovación, especialmente
como educadora; y -algo que raras veces se señala en
la presentación formal de un candidato a la canonización-
su "sentido de humor". Poco habitual es también
el reconocimiento, por parte de la autora, de que no todo
el mundo se sentía tan fascinado por su carácter,
y de que los críticos la acusaban de desabrida, insolente,
autocrática, obstinada e incluso descarriada. "Con
ella no sirve el agua de rosas", prevenía un obispo,
citado por Elizabeth, a otro.
Lo que más le impresiona a Elizabeth es "el raro
equilibrio" de Cornelia, su "integración
y consistencia como persona humana", a pesar de lo tumultuoso
de su vida. Esas cualidades, arguye Elizabeth, "emanan
de su fijación en Dios. Su vida entera conserva su
coherencia sólo en Dios. Todo cuanto pueda llamarse
virtud en Cornelia -y ella practicaba la virtud sistemáticamente
y a propósito- es consecuencia de su apego amoroso
a un único punto de referencia: Dios, quien llena todos
los compartimentos de su vida y derriba en ella todos los
muros divisorios".
El propósito del texto es individuar la santidad de
Cornelia, identificar lo que es su núcleo constituyente.
La clave se halla en un período de diez meses que Cornelia
pasó en Grand Coteau y durante el cual fue elevada,
según arguye Elizabeth, de la "bondad ordinaria"
a la capacidad de ejercer la "bondad heroica". Su
objetivo es, por tanto, reconstruir, a partir de las pruebas
externas, lo que es esencialmente el movimiento oculto de
la gracia.
El período crucial se inicia en diciembre de 1839.
Los Connelly acaban de regresar de Europa, donde han alcanzado
celebridad gracias a sus relaciones con personajes de renombre
internacional, y han admirado la pompa de la corte papal y
los esplendores artísticos y litúrgicos de la
Roma católica. Y, tras mucho rezar, optan por una vida
sencilla y económicamente precaria de maestros de escuela
católicos en la Louisiana rural. Son una familia que
vive entre curas y monjas en una comunidad bastante aislada,
pero las cosas les van bien y gozan de una intensa felicidad.
En su entusiasmo por la nueva fe, Cornelia y su marido eligen
sus respectivos directores espirituales entre los jesuitas
de la localidad, y en el transcurso de un año, cada
uno de ellos emprende un retiro espiritual que resulta crucial
para su vida.
El retiro de Cornelia es a finales de diciembre y dura sólo
cuatro días. Ella comprende, con honda turbación,
que su marido continúa pensando hacerse sacerdote y
que su ordenación significará la separación
y la ruptura de la familia. Durante el retiro, Cornelia experimenta
lo que ella considera una "conversión", en
la cual se vuelve personalmente hacia Dios y acepta Su voluntad,
sea cual sea. A continuación, expresa dicha experiencia
en una oración que anota en su cuaderno: "Oh,
Dios, poda tu vid, pódala a ras del sarmiento, mas,
en tu misericordia, no la arranques todavía."
Un mes después, comienza la poda. El 2 de febrero,
su hijo más pequeño, John Henry, muere en sus
brazos, a los tres días y medio de las terribles quemaduras
que sufrió. En su aflicción, se refugia en la
oración y en la meditación y emprende otro retiro.
En octubre, su marido hace a su vez otro retiro, durante el
cual, según le confiesa después, alcanza la
certeza definitiva de que Dios lo está llamando al
sacerdocio romano. Le pide su asentimiento. Ella le implora
que reconsidere su decisión, y para prepararse, acuerdan
abstenerse de mantener relaciones sexuales. Cornelia todavía
no tiene más de treinta y dos años y está
embarazada de su quinto hijo. Sus pensamientos están
muy lejos de la vida de convento. Muchos años más
tarde, sin embargo, citará el primer día de
separación sexual de su marido como el día en
que la Compañía del Santo Niño Jesús
se fundó "sobre un corazón roto".
Hasta aquí los hechos conocidos. Utilizando los escasos
apuntes que Cornelia consignó en su diario espiritual
durante aquellos acontecimientos, la hermana Elizabeth ofrece
una interpretación teológica de cómo
esa crisis produjo en la vida de Cornelia una experiencia
singular y, para ella, paradigmática del amor divino.
En lugar de renegar de Dios o encenagarse en la pesadumbre,
arguye Elizabeth, Cornelia injertó su propia experiencia
de muerte y desamparo en la historia de la muerte de Cristo
y el sufrimiento que le causó a su madre, María.
Semejante transposición no es en absoluto insólita
en los devotos cristianos afectados por alguna tragedia, pero
en el caso de Cornelia generaría la visión sustentadora
de su vida.
Elizabeth atribuye mucha importancia al hecho de que, el
día de la muerte de su hijo, Cornelia no consigna en
su diario sino una sola y concisa nota: dibuja un monograma
de la Virgen María, formado por dos grandes letras
entrelazadas, M y A, y debajo anota los nombres de Jesús,
María y José, seguidos de las iniciales de John
Henry. Debajo de eso escribe: "Sucumbió en viernes.
Aguantó cuarenta y tres horas y fue llevado "al
templo del Señor" en la Purificación."
Elizabeth ve en ese críptico texto la clave para comprender
la peculiar espiritualidad de Cornelia, y rastrea sus significados
como si de explicar un poema se tratara. En un nivel, resulta
evidente que Cornelia registra el hecho de que la muerte de
John Henry se produjo un viernes, el día en que murió
Cristo, que era a la vez el día de la Purificación,
fiesta del calendario litúrgico en que los católicos
celebran el día que María y José presentaron
al niño Jesús en el templo, como ordenaba la
ley judía. En otro nivel, Cornelia usa esa configuración
de imágenes bíblicas para situar la aterradora
pérdida del hijo en la simetría transformadora
de la fe. La muerte de John Henry fue precedida, como la de
Cristo, de una agonía de tres días; como la
Virgen de las Angustias, Cornelia lo sostuvo en sus brazos
y, en analogía con la presentación ritual del
hijo en el templo, parece invocar a la Sagrada Familia para
que la asista al presentar al hijo muerto ante Dios Padre.
Elizabeth se muestra particularmente interesada en demostrar
que, en la mente de Cornelia, esa identificación con
los sufrimientos de Cristo y de su madre dolorida confluyeron
en la imagen rectora de su posterior vida monástica:
el Santo Niño.
"En la experiencia de Cornelia, el Calvario se sobrepone
a la Purificación, al igual que la Piedad se sobrepone
a su propia proyección de la madre sosteniendo en brazos
al niño en Belén. Cabe señalar que sus
pensamientos, tal como ella los anota en su diario, la llevan
hacia atrás, del Viernes Santo a la Purificación:
de la vida adulta y la Pasión de Cristo a su infancia.
John Henry se convierte para ella en señal de que la
Pasión de Cristo la remitirá siempre al Niño.
En efecto, Cornelia llegó al Santo Niño, como
centro de la vida devota de la compañía, a través
del sufrimiento y de la separación: a través
de su propio calvario (...)."
"Cualquier madre devota que tuviese en sus brazos durante
cuarenta y tres horas a un niño agonizante sucumbiría
a un sufrimiento casi insoportable. Cornelia trascendió
en ese lapso la aflicción personal y, a través
de la compasión con que sostenía el diminuto
cuerpo en sus brazos, recibió la gracia de sufrir con
Cristo y reconocer en su madre apesadumbrada su "alter
ego". En el transcurso de su prolongada meditación,
reinterpretó todo cuanto había sucedido como
parte del misterio de Cristo. Su tragedia personal fue iluminada
y transfigurada por la pasión del Señor, vista
como explicación de la infancia de Jesús."
"Gracias a John Henry, Cornelia llegó a ver con
claridad. Reconoció en él a Jesucristo, el sufrido
Hijo del Padre, su propio hijo en su sufrimiento. Había
una base muy física en su comprensión de ese
misterio, por el cual Cristo se identificó con la humanidad:
la experiencia de tocar, de sostener en sus brazos, de ofrecer
cuidados maternales, de consolar, de sufrir con el hijo que
había llevado en sus entrañas. No sorprende
que la Encarnación [imaginada en la figura del Santo
Niño] llegase a ser el misterio que ella más
hondamente ponderó."
Elizabeth añade a continuación que, a partir
de la respuesta en la fe ante la muerte de su hijo, se profundizó
su amistad con Dios y se formó su personalidad espiritual.
"Mirando en retrospectiva ese período, puede
verse que las gracias que recibió Cornelia a los treinta
y dos años incluían al mismo tiempo la purificación
-su vid fue podada-, la iluminación -le fue dado comprender
la muerte de John Henry como una participación en el
misterio de la Pascua- y la unión: se unió a
Dios en el amor y en el deseo, y permaneció fiel a
ese don de la unión en tiempos normales y en períodos
extraordinarios (...)."
"Es digno de notar que su santidad recibió la
forma definitiva mientras ella vivió como casada. Luego,
el contexto se desplazó gradualmente, Cornelia hizo
los votos religiosos y la devoción de su vida se centró
con mayor profundidad en el Verbo Encarnado, el Santo Niño;
pero el amor a Dios que había nacido en Grand Coteau
continuó expresándose en las mismas formas características
y activas."
Purgación, iluminación, unión: las categorías
provienen de la literatura de la experiencia mística
y se emplean aquí para insinuar que Cornelia recorrió
en aquellos diez meses, a su manera, la misma senda espiritual
y, así, fue transformada por el amor de Dios. El "deseo
de Dios" y la "receptividad para la gracia",
continúa Elizabeth, fueron los pilares de su santidad,
pero, en lugar de empujada a retirarse del mundo, nutrieron
su compromiso con él.
De aquí en adelante, el método que emplea Elizabeth
para demostrar las virtudes heroicas de Cornelia consiste
en demostrar cómo esas virtudes van brotando a resultas
de su experiencia y de su comprensión del amor divino.
Todas las virtudes requeridas -y algunas más- están
presentes y documentadas, pero de manera más fluida
que categórica. La virtud de la pobreza, por ejemplo,
se convierte en una forma de la esperanza, tan manifiesta
en la decisión de Cornelia de sacrificar una vida confortable
en Natchez por el ambiente espartano de Grand Coteau, como
lo está en la abnegación que mostró como
monja. La esperanza engendra a su vez la clemencia, y ambas
se manifiestan cuando Cornelia se ve traicionada por Pierce,
por algunos de los obispos y por algunas de sus propias hermanas.
La templanza toma la forma de "serenidad sobrenatural"
en medio de recriminaciones y escándalos. Y así
continúa. La castidad pierde sus connotaciones negativas
y se manifiesta como generosidad heroica cuando Cornelia cede
a los deseos de su marido -y a las exigencias de la Iglesia-
de separarse de él para que pueda hacerse sacerdote.
La obediencia a las autoridades eclesiásticas es templada
por la paciencia ante la ceguera parcial de aquéllas.
Y, a fin de dar razón del prodigioso entusiasmo de
Cornelia -su capacidad de trocar las adversidades en oportunidades,
su disposición a la acción, su pura exuberancia
apostólica-, Elizabeth dedica una docena de páginas
a ejemplos de una virtud a menudo menospreciada: el celo.
Aproximadamente la mitad de las páginas están
dedicadas, y razones no faltan para ello, a la discusión
de la caridad, del fructífero amor de Dios. Aquí
las pruebas están organizadas como variaciones sobre
dos temas: el amor de Dios, como identificación con
Cristo en su pasión y muerte, y el amor al prójimo,
inspirado en la Encarnación de Dios como Niño
Jesús. Apoyándose en las cartas de Cornelia
y en otros documentos escritos, Elizabeth argumenta que esos
dos grandes misterios de la fe cristiana se convirtieron en
los polos que definían el eje de su experiencia y su
desarrollo espirituales. A lo largo de ese eje, las experiencias
del matrimonio, la maternidad, la muerte, la separación,
la vocación religiosa, la innovación en la enseñanza
y la evolución de una hermandad religiosa -todos sus
momentos de sufrimiento y de alegría- se trasponen
en un movimiento rítmico entre la cuna y la Cruz. Las
imágenes de las que se apropia provienen de la religión,
pero arraigan en su propia experiencia como esposa, madre
y monja.
En mayo de 1988, la "positio" sobre Cornelia Connelly
fue aprobada por un comité de asesores históricos;
pero, dado que la causa carece de un milagro potencial, que
no corresponde a ninguna de las prioridades pastorales de
la congregación y que los hacedores de santos siguen
considerando la historia de la vida de Cornelia potencialmente
escandalosa, aún está pendiente el juicio de
los teólogos. Sea cual fuere la decisión que
tomen, de todos modos está claro que la argumentación
con que se defiende su santidad representa un cambio significativo
respecto al pasado.
En primer lugar, al permitir que la persona y la vida de
la candidata determinen la forma -y el contenido- de las virtudes,
la "positio" permite que Cornelia emerja como individuo
y no solamente como tipo. Segundo, al interpretar las virtudes
de una arma más fluida que rígida, resulta posible
ver cómo funcionaban realmente en sus relaciones mutuas.
Tercero, al asociar los "consejos evangélicos"
oficiales de pobreza, castidad y obediencia con la totalidad
de la vida de la candidata y no sólo con sus votos
religiosos, la "informatio" otorga a esas categorías
algo más que una relevancia meramente institucional.
Igualmente ilustrativa es la manera como el texto rebasa la
lista de virtudes requeridas para incluir otras que la candidata,
en efecto, practicó. Por otra parte, la "positio"
en su conjunto sigue siendo algo menos que un estudio completo
de la evolución espiritual de la candidata, puesto
que no menciona los defectos morales y de carácter
que otros creían ver en ella.
Pese a todas las tribulaciones, la sierva de Dios continúa
habitando un edén moral, un paisaje no corrompido todavía
por el pecado personal.
Pero la aportación más importante de la "positio"
sobre Connelly es de índole teológica. Aunque
la "informatio" de Elizabeth respeta la exigencia
de la congregación de demostrar las virtudes heroicas,
su alegato en favor de la santidad de Cornelia no se basa,
en primer lugar, en las virtudes mismas; más bien es
su amistad con Dios -y la gracia que alimenta esa amistad-
lo que da origen a su virtud heroica.
La argumentación de Elizabeth estriba, en efecto,
en que lo que convierte las virtudes de Cornelia en "heroicas"
-y por ello su reacción ante la adversidad rebasa la
moralidad ordinaria- es precisamente fruto de un amor que
transforma lo ordinario en extraordinario.
Es difícil no concluir, por tanto, que la armonía
que se encuentra en su vida, la singularidad y la integridad
de sus virtudes, la calma que mantiene en medio de tantas
tempestades, no son maestría de aptitudes morales,
sino el regalo del amor de Dios. En resumen, el mensaje teológico
parece ser que los santos no son santos porque sean virtuosos,
antes bien, son virtuosos porque son santos.
Si eso es realmente así, entonces parece que no hay
estructura de virtudes por la que se pueda valorar adecuadamente
a los santos. Son ellos quienes nos valoran a nosotros, no
somos nosotros quienes los valoramos a ellos. Y, lo que es
más, parece que la investigación histórica
por sí sola, por muy "críticos" o
"científicos" que sean sus métodos,
no puede revelar la santidad sino a una imaginación
teológica disciplinada. Todo "hecho" requiere
una interpretación, y más que nunca cuando el
objetivo es rastrear el fermento de la gracia.
Y, sin embargo, mientras los santos sigan haciéndose
"por otros y para otros", habrá que seguir
alguna normativa y aplicar alguna pauta.
Y esto nunca es más necesario -ni más complicado-
que en las causas relativas a los papas.
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