LA
FABRICACIÓN DE LOS SANTOS
Autor: Kenneth L. Woodward
CAPÍTULO 9. LOS PAPAS COMO SANTOS: LA CANONIZACIÓN
COMO POLÍTICA DE LA IGLESIA
LA POLÍTICA SECRETA DE LA CANONIZACIÓN EN
EL II CONCILIO VATICANO
En octubre del año 1963, los dos mil quinientos padres
del II Concilio Vaticano abrieron un debate sobre "La
vocación de santidad en la Iglesia", un breve
"borrador" o documento preliminar sobre los santos
y la santidad. Había muchas cuestiones sobre las cuales
los progresistas y los conservadores del concilio estaban
profundamente divididos, pero el tema de los santos no se
consideraba un tema controvertido. No, por lo menos, hasta
que el cardenal de Malinas-Bruselas, Leo Joseph Suenens, uno
de los líderes del ala progresista del concilio y amigo
íntimo del difunto papa Juan XXIII, se levantó
para hablar de la cuestión de cómo se hacen
los santos. Lamentó que el proceso formal de canonización
seguido por la Iglesia pecara de excesiva lentitud y juzgó
conveniente acelerar tal proceso para poder así ofrecer
a os creyentes unos ejemplos contemporáneos de santidad,
en vez de esperar varias décadas o siglos enteros para
proponer a unos personajes cuya relevancia moral se había
desvanecido inevitablemente con el transcurso del tiempo.
Aunque suenen no mencionó nombres, otros obispos progresistas
sabían que el "ejemplo contemporáneo"
que tenía en mente el cardenal belga era el papa Juan
XXIII. Juan había muerto de cáncer sólo
cinco meses antes, después de la primera reunión
del concilio, y se originó un movimiento -con el apoyo
del papa Pablo VI, por supuesto- partidario de que los padres
conciliares reunidos canonizaran a Juan a la usanza antigua:
por aclamación popular.
Al mundo fuera del concilio, la idea de proclamar santo a
Juan XXIII le pareció muy atinada. En los menos de
cinco años que ocupó el trono de san Pedro,
el "buen papa Juan" se ganó a pura fuerza
de su personalidad lo que parecían el amor y la admiración
universales. Efectivamente, ningún otro papa desde
antes de la Reforma protestante había cautivado en
tal grado los corazones de los no católicos, incluidos
los humanistas seculares, los marxistas e incluso los ateos.
La simpatía personal de Juan XXIII, su oblicuo humor
campesino y su evidente confianza en la humanidad contrastaban
vivamente con el talante adusto, aristocrático e intelectualmente
avasallador de su predecesor Pío XII, quien ocupó
el trono pontificio durante casi dos décadas. Pero
el contraste no era sólo de personalidades. Las encíclicas
de Juan XXIII, y especialmente la última, "Pacem
in Terris", un inspirado alegato en favor de la paz mundial,
se dirigían al mundo de la guerra fría de una
manera que le granjeó los aplausos del bloque comunista
no menos que los de Occidente. El concilio mismo fue fruto
de la inspiración de Juan XXIII: lo anunció
sin consultar previamente a la curia romana, con lo cual precipitó
a la Iglesia entera, al cabo de dos siglos de recelo ante
el mundo moderno, a la tempestuosa experiencia del "aggiornamento",
de la puesta al día. En esas fechas, cuando el espíritu
vigorizador de Juan XXIII seguía aún fresco
en la memoria, algunos de los padres del concilio esperaban
complementar la opinión mundial acerca de su querido
papa si conseguían que los prelados reunidos afirmasen
que era no sólo un buen hombre, sino un santo de la
Iglesia.
Desde el punto de vista de la historia de la Iglesia, sin
embargo, la iniciativa en favor de Juan XXIII no sólo
era audaz, sino radical. Aunque de los papas se espera que
representen un ejemplo espiritual, muy pocos de ellos fueron
hallados realmente dignos de canonización formal. Efectivamente,
si la historia de la canonización tiene alguna moraleja
que enseñar, parece ser ésta: el cargo más
elevado de la Iglesia no es el lugar idóneo para quien
aspire a la virtud heroica requerida a los santos canonizados.
De los doscientos sesenta obispos de Roma que precedieron
a Juan XXIII, ochenta y uno son considerados santos por la
Iglesia. Pero la cifra induce fácilmente a error, ya
que incluye además del apóstol Pedro, a cuarenta
y siete de sus primeros cuarenta y ocho sucesores como líderes
de la Iglesia cristiana de Roma; la mitad de ellos fueron
mártires y todos murieron antes del año 500.
De los restantes, treinta murieron con anterioridad al año
1100, más de un siglo antes de que la Iglesia desarrollara
los procedimientos más rudimentarios para la investigación
de las vidas de los potenciales santos. Es decir, que fueron
proclamados santos por aclamación popular.
A lo largo de los últimos nueve siglos, por tanto,
sólo tres papas fueron declarados santos. Además,
el primero de ellos no era precisamente un papa ejemplar:
Celestino V, ermitaño y asceta, inepto como pontífice,
abdicó en 1294, tras sólo cinco meses de pontificado.
Fue declarado santo en 1313, más de dos siglos y medio
antes de que se organizaran los primeros procesos formales
de canonización bajo la Congregación de Ritos,
en 1588. En consecuencia, tan sólo dos papas -Pío
V (1566-1572), un dominico que puso en práctica las
reformas del Concilio de Trento, y Pío X (1903-1914),
hombre personalmente piadoso que desencadenó una supresión
mutiladora del pensamiento y de la erudición en el
seno de la Iglesia- han sido canonizados según los
métodos modernos de la creación de santos; y
únicamente otros ocho han sido beatificados.
Había, pues, en 1963 escasos precedentes para convertir
en Santo a un papa, y ninguno en absoluto, en los últimos
cuatro siglos, de una exención del proceso de canonización
establecido. Pero Pablo VI tenía el derecho y el poder
de permitir que el concilio procediera de esa forma, y los
partidarios de la canonización de Juan XXIII esperaban
persuadido de una manera u otra.
Cuando se abrió en otoño de 1964 la tercera
sesión del concilio, el movimiento partidario de canonizar
a Juan XXIII por aclamación había ganado un
considerable apoyo en el exterior. En la diócesis de
Bergamo, donde nació Juan, cincuenta mil sacerdotes
y legos firmaron una petición en favor de la canonización
y se la entregaron al obispo. Radio Vaticano informó
que numerosos obispos extranjeros se habían adherido
al contenido de la petición, y que la Santa Sede había
recibido en ese sentido solicitudes formales de varios países.
En aquel mes de noviembre, el tema se planteó dos veces
durante las reuniones conciliares. En un comentario que dirigió
al concilio sobre la influencia de los santos y la evolución
de la cultura, el obispo auxiliar de Lodz, Polonia, Bogdan
Beize, afirmó que "la Iglesia ejercería
una influencia más profunda sobre la cultura de nuestro
tiempo si se inscribiera a Juan XXIII en la lista de los beatos".
Pocos días después, el carismático tribuno
brasileño de los pobres, Dom Helder Camara, obispo
de Recife, propuso en una conferencia celebrada en Roma que,
en respuesta a la expectación mundial, el papa Juan
debía ser canonizado al final del concilio como "el
profeta de nuevas estructuras, amigo de Dios y amigo de toda
la gente".
Hasta entonces el movimiento había ganado e! apoyo
de una serie de dignatarios eclesiásticos de alto rango,.
pertenecientes todos al ala progresista o reformista del concilio.
Entre los más influyentes se encontraban los cardenales
Franz Koenig, de Viena; Bernard Alfrink, de Utrecht, Holanda;
Achille Liénart, de Lille, Francia; y Giacomo Lercaro,
de Bolonia, así como Suenenes, de Bruselas. N o cabía
duda alguna de que estos hombres veían en Juan a un
santo y tampoco de que ellos se consideraban sus verdaderos
herederos espirituales, llamados a completar la revolución,
por él iniciada, de las estructuras y las actitudes
de la Iglesia.
Los progresistas, sin embargo, estaban profundamente preocupados
de que la actitud aperturista de Juan XXIII (hacia los hermanos
cristianos separados de la Iglesia -Juan XXIII había
insistido en que se invitara a los cristianos no católicos
a asistir al concilio en calidad de observadores oficiales-,
hacia los no creyentes e, incluso, hacia los comunistas -poco
antes de morir, el papa escandalizó a los católicos
conservadores al recibir en el Vaticano al yerno de! primer
ministro soviético Nikita Jrushchov- y hacia todo el
mundo moderno) pudiera quedar debilitada por los conservadores
que no compartían el optimismo del difunto papa. Aunque
Pablo VI, el sucesor de Juan XXIII, era considerado un progresista
moderado, estaba mostrando ya señales de hastío
personal ante las evidentes divisiones ideológicas
que se manifestaban en e! concilio. Los progresistas pensaban
que la canonización de Juan XXIII aseguraría
el carácter reformista del concilio: al fin y al cabo,
los padres difícilmente podían canonizar a Juan
como ejemplo de santidad para todos los obispos de la Iglesia
y repudiar luego ese ejemplo, produciendo unos textos conciliares
que contradijeran sus esperanzas de renovación.
En suma, los motivos para aclamar la santidad de Juan XXIII
eran tan políticos como religiosos. Esto, por lo menos,
resultaba claro de la extensa intervención que los
líderes de la fracción progresista hicieron
circular entre los padres conciliares. En cuanto al porqué
y al cómo de la aclamación de Juan como santo,
se leía en dicho documento:
"Durante e! pontificado del papa Juan, hombre de fe
genuina y de verdadera humanidad, la Iglesia volvió
a convertir en su insignia el amor de! mundo, al rechazar
la severidad hacia los hermanos pródigos y, con el
amor del Padre, mostrar misericordia aun cuando este mismo
mundo hace lo posible por parecer agnóstico y ateo
(...). Del papa Juan, el mundo ha aprendido que, al fin y
al cabo, no está tan alejado de la Iglesia como pensaba,
ni la Iglesia lo está del mundo. Tal vez el mundo espere
ahora de nosotros que declaremos que no consideramos al papa
Juan un soñador ni alguien que ha trastornado en poco
tiempo todo lo que ahora habrá que volver a poner en
orden con un sostenido y paciente esfuerzo (...), sino que,
por el contrario, vemos en él a un verdadero cristiano,
un verdadero santo incluso, un hombre lleno de verdadero amor
al mundo y a la humanidad entera. Y que su actitud, adoptada
y vivida por el papa Pablo VI desde e! comienzo de su pontificado,
es la actitud que también nosotros, los obispos que
él reunió en el concilio, deseamos adoptar y
vivir con una entrega aún mayor, junto con toda la
cristiandad. ¡Qué perspectivas se abrirían
a la renovación pastoral, qué esperanzas de
diálogo se harían realidad si este concilio,
que de tan singular manera representa a toda la Iglesia sobre
la tierra, proclamase, sin la habitual tardanza, por un procedimiento
insólito, pero no novedoso, la santidad de su pastor!"
En cuanto al "cómo", los autores señalan
que, durante siglos, la Iglesia creó santos sin proceso
jurídico alguno, y podría hacerlo de nuevo en
el caso del papa Juan:
"Una comisión creada "ad hoc" [de padres
del concilio] podría examinar con objetividad, de modo
cuidadoso y rápido a la vez, todo lo relacionado con
el tema. Al fin y al cabo, todos los obispos hemos conocido
las posiciones y las intenciones del papa Juan de sus propias
palabras y de sus escritos. Todos hemos sido testigos de la
admiración y del afecto que todo el mundo, sin diferencias
de raza ni de religión, expresó al papa Juan
mientras vivió, y, especialmente, con ocasión
de su muerte (...)."
"¿Por qué no habría de ser posible
que el Santo Concilio, así como proclama otras verdades
de la fe, solicite al Santísimo Padre que le otorgue
el poder de proclamar, con él y bajo su supervisión,
al papa Juan XXIII un modelo de santidad a la vez nuevo y
antiguo, que debe presentarse a todos, y en particular a nosotros
los obispos, como pastor y guía en nuestro reconocimiento
de la presencia oculta, pero operativa de Dios en el mundo
y en todas las personas de buena voluntad?"
No hacía falta un doctorado en exégesis para
reconocer que el texto de la intervención de los progresistas
apuntaba a silenciar las críticas dirigidas contra
el papa Juan por el bloque más reaccionario del concilio.
Desde el comienzo mismo, un núcleo de unos doscientos
cincuenta prelados se resistió a aceptar el llamamiento
del papa Juan al "aggiornamento". Los más
importantes de entre ellos eran los cardenales más
poderosos de la curia romana, que acogieron con gélido
silencio la decisión de Juan XXIII de convocar un concilio
ecuménic. Resultaba claro que esos prelados, acostumbrados
a gobernar la Iglesia desde Roma, no consideraban que el breve
pontificado de Juan XXIII hubiera sido beneficioso para la
Iglesia, y por esa sola razón no veían en él
un modelo de santidad apto para ser imitado por otros obispos.
En privado, algunos de ellos, de hecho, se referían
despectivamente a Juan como un "soñador",
y tras la muerte de él se sentían efectivamente
obligados, como grupo, a restaurar el orden de la Iglesia
que el difunto papa, en su opinión, había "trastornado
en poco tiempo". En resumen, no estaban dispuestos a
colaborar en lo que a ellos les parecía una maniobra
puramente política.
Los progresistas esperaban poder introducir su intervención
el 5 de noviembre de 1964, fecha para la que estaba previsto
el debate sobre "La constitución pastoral de la
Iglesia en el mundo moderno". De todos los documentos
conciliares, era éste el que en mayor grado respiraba
el espíritu deseoso de abrazar al mundo entero de Juan
XXIII. El protocolo conciliar requería, sin embargo,
que toda intervención llevara las firmas de por lo
menos setenta padres, y éste tenía sólo
cincuenta. Los partidarios del documento se afanaron por alistar
a veinte prelados más, pero la lista completa se recibió
demasiado tarde. Así pues, aunque el texto escrito
fue propuesto a los moderadores del concilio, la fracción
progresista se vio frustrada en su empeño de conseguir
que la canonización de Juan XXIII se presentase a debate
o votación. Estaban decididos, sin embargo, a lograr
su propósito durante la cuarta y última sesión
del concilio.
Resultó que la intervención no llegó
jamás a ser discutida en el concilio; con lo cual,
el intenso drama político que rodeaba la canonización
del papa Juan XXIII pasó desapercibido a los tres mil
periodistas que asistieron al II Concilio Vaticano. Gran parte
de ese drama se desarrolló al margen del concilio,
en los despachos de los hacedores de santos oficiales de la
Iglesia. Varias delegaciones de obispos visitaron la congregación
para conocer su opinión acerca de la propuesta de los
progresistas, en el sentido de permitir que el concilio asumiera
poderes extraordinarios en lo relativo a la creación
de santos. Como era comprensible, a los funcionarios de la
congregación les dolían las críticas
de Suenen y de otros padres conciliares, que unían
el llamamiento a la canonización de Juan XXIII con
lamentos acerca de la lentitud de los procesos de canonización.
Aunque algunos de los hacedores de santos admitían
que el proceso era demasiado largo, la propuesta de que la
santidad del difunto pontífice fuese proclamada por
el concilio la interpretaban como un rechazo dirigido contra
la congregación misma.
Pero los hacedores de santos tenían también
algunas objeciones más sustanciales. En parte, se oponían
al método de la aclamación popular; decían
que no era tarea de un concilio canonizar a nadie, y argumentaban
que, fuera cual fuera la reputación de que gozaba Juan
XXIII en ese momento, sería imprudente proclamar su
santidad sin una investigación seria de su vida y sus
virtudes. Explicaron que los papas, como cualquier otro candidato
a la canonización, tienen una vida privada y una vida
pública que requieren de un escrutinio meticuloso por
parte de la congregación. Como razonó uno de
ellos, "una biografía definitiva no se puede escribir
hasta cincuenta años después de la muerte de
un hombre, si éste tiene cierta importancia. Y, en
el caso de un papa, se tarda años solamente en reunir
todo los documentos".
También algunos de los hacedores de santos sospecharon
de los motivos que animaban a los progresistas. "Estaban
utilizando a Juan para llegar a Pío -dice Molinari,
quien asistió al concilio en calidad de "peritus"
(experto) oficial-. Estaban creando una oposición entre
los dos papas que era totalmente contraria al pensamiento
de Juan XXIII. Lo cierto es que las últimas horas de
su vida fueron un tormento para el papa Juan porque sabía
que ciertos teólogos, y no sólo teólogos,
sino también obispos, estaban intentando imponer al
concilio sus ideas liberales, presentándolas como propias
del papa."
Efectivamente, muchos de los conservadores del concilio pensaban
que, si a algún papa había que declarado santo,
era a Pío XII. Sólo cuatro años habían
pasado desde su muerte, cuando se abrió el concilio,
y había una amplia corriente favorable a un proceso
formal encaminado a su canonización. Para los conservadores,
Pío era todo lo que un papa debía ser: disciplinado,
autoritario, terriblemente bien informado acerca de un amplio
espectro de cuestiones técnicas, receloso -a veces
casi hasta el desprecio- del mundo moderno (y especialmente
del comunismo), reservado hasta la adustez, monárquico
en su concepción y en la administración de la
Iglesia y, por encima de todo, resuelto a condenar un amplio
espectro de "errores" progresistas en el seno de
ella. Durante su pontificado, por ejemplo, algunos de los
teólogos más prominentes de la Iglesia fueron
censurados o silenciados [entre los más importantes
figuraban los jesuitas Henri de Lubac, Henri Rondet y Henri
Bouillard y los dominicos Marie-Dominique Chenu e YvesMarie
Congar, todos ellos franceses], y algunos cardenales deseaban
que el concilio reiterase la oposición de la Iglesia
a los errores teológicos de esos hombres. Juan, por
su parte, levantó las censuras y, en aquel momento,
esos mismos teólogos asistían, en los pasillos
del concilio, como "periti" oficiales a la boyante
fracción progresista. Los conservadores estaban convencidos,
por tanto, de que la propuesta de canonizar a Juan ocultaba
en realidad un intento .de desacreditar el pontificado de
Pio XII -y, con ello, sus propias opiniones- Y de vindicar
los "errores" teológicos condenados por este.
En suma, el conflicto entre progresistas y conservadores
en el seno del concilio cristalizó en torno al contraste
de las figuras de Juan XXIII y Pío XII, dos hombres
que, a su vez, simbolizaban dos concepciones diferentes de
la Iglesia, especialmente en lo tocante a las relaciones con
el mundo exterior. Nadie entendía eso mejor que Pablo
VI, que trabajó al servicio de ambos papas. Cuando
se abrió en otoño de 1965 la última sesión
del concilio, Pablo VI sabía muy bien que los progresistas
estaban decididos a presentar su intervención a los
padres reunidos. Si eso sucedía, era probable que se
produjera una manifestación espontánea en favor
de Juan, lo cual provocaría inmediatamente grandes
titulares en toda la prensa mundial y expondría al
papa a una presión considerable. Para la opinión
mundial, Juan XXIII era sencillamente el personaje más
popular de la Iglesia.
¿Qué hacer? Por temperamento y por formación,
Pablo no se sentía inclinado a pasar por alto los procedimientos
establecidos; por otra parte, difícilmente se podía
permitir dar la impresión de que estaba negando la
santidad de Juan. Se decía que era cuestión
de días que los progresistas dieran el paso decisivo.
El papa tendría que actuar primero. Convocó
en privado a dos hacedores de santos, a quienes conocía
bien y en cuyo juicio confiaba. Lo que ellos le aconsejaron
llegó a conocimiento del público el 18 de noviembre
de 1965. En una decisión salomónica, Pablo VI
anunció que daría instrucciones a la congregación
de iniciar los procesos de ambos, de Juan y de Pío...,
conforme a los procedimientos establecidos.
Los progresistas se sintieron decepcionados; algunos de ellos,
amargamente. Los conservadores estaban contentos: en efecto,
sin la iniciativa en favor de Juan, Pablo probablemente no
habría Instruido tan pronto el proceso formal de Pío,
cuya reputación de santidad había menguado en
grado considerable bajo el pontificado de Juan. Pero la verdadera
victoria fue para la congregación, pues su papel en
la creación de santos se vio reafirmado.
Pronto resultaría claro, sin embargo, que, al unir
el destino de la causa de Juan a la de Pío, el papa
Pablo, en lugar de solucionar un delicado problema de la política
eclesiástica, lo había postergado solamente.
Iniciar las dos causas mediante una misma decisión
pontificia ¿no vinculaba también los resultados
respectivos? Jurídicamente se trataba de dos causas
distintas, a cada siervo de Dios había que juzgarlo
por sus propios méritos; pero, en términos de
política eclesiástica, ¿podía
la Iglesia canonizar a un papa y no al otro? En la historia
de la congregación jamás se había planteado
semejante cuestión.
CÓMO SE JUZGA LA SANTIDAD DE UN PAPA
En teoría, la causa de un papa no se distingue de
la de cualquier otro candidato, se siguen los mismos procedimientos,
se deben demostrar las mismas virtudes. En la práctica,
en cambio, las causas papales reciben un tratamiento especial
y presentan problemas especiales.
En primer lugar, las causas papales sólo pueden ser
iniciadas por otro papa; al menos, ésa es la fuerza
de los precedentes [Si un papa muriese durante una visita
a otra diócesis, técnicamente sería el
obispo de ésta quien introduce la causa, aunque de
hecho renunciaría a ese derecho en favor de la Santa
Sede]. En todo caso, las causas papales están bajo
control del papa desde el comienzo del proceso, él
designa incluso a los promotores de la causa.
En segundo lugar, dado que se supone que los papas son ortodoxos,
sus escritos publicados en la función de maestro supremo
de la Iglesia (tales como las encíclicas) no se someten
al habitual escrutinio preliminar de los censores teológicos;
no obstante, pueden hallarse expuestos a críticas por
parte de los asesores de la congregación, sobre la
base de que las palabras de un papa -como también sus
actos- pueden haber sido imprudentes y hasta haber causado
incluso daños a la Iglesia. Además, pudieran
existir ciertos documentos políticamente delicados
-los diarios de los papas son el principal ejemplo-, cuya
lectura se permite únicamente al postulador y al relator.
Sin embargo, las cartas personales y otros papeles privados
sí se someten a examen, ya que pueden estar directamente
relacionados con la vida espiritual del candidato.
En tercer lugar, por la naturaleza misma de su cargo, los
papas producen una cantidad mucho mayor de material escrito
-escrito por ellos y, sobre todo, acerca de ellos- que la
mayoría de los demás siervos de Dios. No es
posible, desde luego, localizar y examinar todo el material
existente y, en algunos casos, se ha llegado a afirmar que
ciertos documentos negativos fueron retenidos o se perdieron
convenientemente [dicha afirmación fue pronunciada,
en conversación privada con el autor, por el historiador
eclesiástico Francis Xavier Murphy, C.S.S.R. en relación
con el proceso de Pío X]. Pero los postuladores están
moralmente obligados a tener en consideración todo
el material relevante y, en efecto, pueden perjudicar la causa
que defienden si así no lo hacen. Además, dado
que los papas son por definición actores privilegiados
en el teatro de la historia, se espera de los postuladores
que examinen, aparte de la documentación básica,
también las diferentes interpretaciones históricas
del pontificado en cuestión. En el caso de un papa
como Pío XII, que ocupó importantísimos
cargos diplomáticos a lo largo de los veintidós
años anteriores a ser elegido sumo pontífice,
la literatura potencialmente relevante alcanza dimensiones
abrumadoras.
En cuarto lugar, a diferencia de la mayoría de los
santos, los papas tienden a crearse muchos enemigos, especialmente
entre sus colaboradores íntimos dentro de la Iglesia;
y lo mismo vale para su zona de influencia. Así pues,
ninguna causa papal, y menos tratándose de personajes
controvertidos, como Juan XXIII o Pío XII, está
en condiciones de avanzar con rapidez mientras alguno de sus
oponentes siga vivo y ejerciendo influencia en la Iglesia.
Pero la mayor diferencia, la que separa definitivamente las
causas papales de todas las demás, es ésta:
a un papa hay que juzgarlo no sólo en cuanto a su santidad
personal, sino por el ejercicio de su cargo de supremo maestro
y como cabeza de la Iglesia. Benedicto XIV se expresa con
bastante claridad sobre este punto. En su tratado sobre la
beatificación y la canonización dedica una sección
entera a los deberes del cargo que los investigadores deberían
tener en cuenta a la hora de valorar a los siervos de Dios
que ocuparon el trono de san Pedro. Según Benedicto,
la santidad de un papa debe medirse por su "celo en la
preservación y la propagación de la fe católica,
en el fomento y la restauración de la disciplina eclesiástica
y en la defensa de los derechos de la Sede Apostólica".
Su principal modelo era Pío V. En otro pasaje, aconseja
a los investigadores que busquen manifestaciones de humildad
y, como confirmación, cita la sentencia de san Bernardo
de que "no hay joya más espléndida entre
todos los ornamentos pontificios". Así, por ejemplo,
Benedicto declara que el candidato no ha de esforzarse por
alcanzar el cargo supremo de la Iglesia, y en caso de resultar
elegido, debería ofrecer su renuncia; ésta podría
ser una de las razones de por qué la mayoría
de los papas acostumbran a hacer tal cosa.
A juzgar por los tres últimos papas canonizados por
la Iglesia, las normas de Benedicto se siguieron estrictamente
en cada caso. Tanto Celestino V como Pío V fueron ascetas
extremos, incluso como papas, y parece obvio que se los declaró
santos debido en gran medida a sus virtudes monásticas.
En el caso de Celestino V, resulta evidente que su deplorable
gestión como pontífice no fue obstáculo
para su causa [Celestino V se benefició en grado considerable
del conflicto político entre su sucesor, Bonifacio
VIII, y el rey Felipe IV de Francia. La canonización
de Celestino por Clemente V, en 1313, se debió en gran
medida a las presiones del rey francés, que la veía
como una reprimenda contra Bonifacio]. En el caso de Pío
V, el texto de Benedicto XIV indica que su contundente programa
de reforma eclesiástica y su tenaz oposición
a herejes y no creyentes fueron decisivos para el éxito
de su causa. Por otra parte, tanto Pío V como Pío
X se hicieron notorios por sus feroces y a menudo injustas
cruzadas contra católicos cultos y distinguidos, a
los que los inquisidores romanos consideraban herejes reales
o potenciales. Por lo demás, hay considerables indicios
de antisemitismo en la expulsión, decretada por Pío
V, de todos los judíos de los Estados Pontificios,
con excepción de unos pocos judíos romanos que
fueron considerados de utilidad comercia. En resumen, una
mirada sobre las tres últimas canonizaciones papales
sugiere que el exceso de "celo en la preservación
y propagación de la fe" no se considera vicio
al juzgar las virtudes heroicas de un papa.
Pero el mundo era muy diferente en los tiempos de Pío
XII y de Juan XXIII y diferentes eran también las exigencias
planteadas al pontificado. Ambos hombres habían sido
diplomáticos del Vaticano, ambos desempeñaron
un papel crucial durante y después de la II Guerra
Mundial y ambos contribuyeron a la transformación de
la Iglesia que hallaría su expresión en el II
Concilio Vaticano. Por otro lado, sus temperamentos y actitudes
eran muy distintos. Se dirigían al mundo de dos maneras
diferentes, diríase que casi en distintas lenguas.
Y lo que no es menos importante, cada uno representaba unas
tendencias muy diferentes de la Iglesia contemporánea,
y era defendido, hasta donde yo sé, por fracciones
opuestas.
Por todas esas razones, resultaba difícil ver cómo
se podía juzgar a Pío XII y a Juan XXIII por
las normas relativamente parroquiales desarrolladas para sus
predecesores. Ambos eran personajes de relieve mundial, cuyas
palabras y hechos tuvieron consecuencias importantes para
los asuntos internacionales, y el mundo tiene sin duda un
interés más que pasajero en el resultado de
sus causas. Tampoco me parecía fácil reconciliar
las diferencias entre los dos papas. Ambas causas se iniciaron
en un contexto enardecido de política eclesiástica,
y sean cuales sean sus pretensiones individuales de virtud
heroica, ambas presentan, para los hacedores de santos, un
problema político delicado: ¿Cómo puede
canonizar la Iglesia a uno de ellos sin aprobar también
al mismo tiempo la política eclesiástica y secular
que cada uno continúa representando? O, para decido
de una manera un poco diferente: ¿Cómo puede
la Iglesia declarar beato a un papa sin bendecir al mismo
tiempo lo que hizo como tal papa?
LA CONCILIACIÓN DE DOS PONTIFICADOS
Cuando inicié mi indagación de las causas papales,
los procesos de Juan XXIII y de Pío XII tenían
casi un cuarto de siglo de edad; pero ninguno de ellos estaba
listo todavía para ser discutido por la congregación.
Pablo VI encomendó la causa de Pío a los Jesuitas
y la de Juan a los franciscanos. Pío mostró
siempre una especial afinidad con la compañía
de Jesús; desde sus primeros días de nuncio
apostólico en Alemania hasta sus últimos días
como papa, sus consejeros más íntimos fueron
principalmente jesuitas. Pero ésta no era la única
ni la principal razón por la que Pablo eligió
a los jesuitas; el papa Pablo mantenía también
una prolongada e íntima amistad con Molinari -los padres
de ambos habían sido amigos-, y sabía que era
uno de los más competentes hacedores de santos.
Las razones por las que el papa dio la causa de Juan a los
franciscanos se basaban también, hasta cierto punto,
en consideraciones personales. El postulador general de los
franciscanos, Antonio Cairoli, no menos experimentado que
Molinari, estaba encargado de la causa del cardenal Andreas
Ferrari (1850-1921), uno de los predecesores de Montini como
arzobispo de Milán. Pablo VI estaba muy interesado
en esa causa porque Ferrari defendió a su padre, Giorgio
Montini, editor de prensa milanés, de las acusaciones
de herejía que se levantaron contra él durante
la cruzada antimodernista de Pío X. [Durante el pontificado
de Pío X, Montini padre fue objeto de ataques infundados
y económicamente desastrosos, por parte de ciertos
amigos del papa, en el contexto de la campaña iniciada
por el pontífice contra los supuestos modernistas de
la Iglesia. A consecuencia de dichos ataques, perdió
tanto dinero que su hijo, el futuro papa; tuvo que interrumpir
durante un año sus estudios de sacerdocio. Gracias
a Ferrari se logró finalmente rehabilitar a Giorgio
Montini pero, cuando se inició el proceso local de
Ferrari, el estigma modernista seguía aún pesando
sobre la reputación del cardenal. Para gran alegría
de Pablo VI, Cairoli salvó la causa al descubrir una
carta escrita en apoyo de Ferrari por Ambrogio Damiano Achille
Ratti, el que sería más tarde el papa Pío
XI. Ese documento resultó crucial para hacer posible
la beatificación de Ferrari, ceremonia que Pablo VI
esperaba poder presidir personalmente en Milán, pero
no vivió lo bastante. Sin embargo, Pablo le estaba
tan agradecido a Cairoli que le encargó la causa de
Angelo Giuseppe Roncalli, el papa Juan XXIII]. La contribución
decisiva de Cairoli a la rehabilitación de Ferrari,
con la cual se allanó el camino a su beatificación,
impulsó al agradecido Pablo VI a nombrar al franciscano
como postulador de la causa de Juan XXIII.
Sucedió que Ferrari fue beatificado el 10 de mayo
de 1987, cuando yo me encontraba dedicado a mis investigaciones
en Roma. Una semana después, hice mi primera visita
a Cairoli, quien me recibió en el colegio franciscano,
a unos veinte minutos en taxi del Vaticano. Cairoli, un fraile
italiano de escasa estatura y con casi ochenta años
de edad, estaba leyendo el breviario en el aparcamiento cuando
llegué. Se encontraba de .excelente humor: Ferrari
fue el ultimo de los noventa y un siervos de DIOS a quienes
había escoltado a través de la congregación,
y ahora podía dedicarse exclusivamente al caso de su
adorado "papa Juan", como él lo llamaba.
Hablamos brevemente de Ferrari. Sugerí que había
cierta justicia poética en la beatificación
del cardenal, dado que Ferrari también había
sufrido la caza de brujas de Pío X; y me pregunté
si esos dos hombres, uno beato, el otro un santo de pleno
derecho, se dirigirían la palabra uno al otro en el
más allá. El viejo fraile sonrió. El
hecho de que esos dos adversarios hubiesen sido hallados heroicamente
virtuosos, dijo, era prueba de que la congregación
juzga cada causa por sus propios méritos.
-Y de Pío y Juan ¿qué? -me atreví
a preguntar-. Hay mucha gente, incluso católicos, que
piensan que sus méritos no sólo son diferentes,
sino en cierta manera opuestos.
Cairoli dudó un momento y respondió:
-Cada papa completa el pontificado que lo precedió.
Estoy convencido de que no había ninguna división
entre esos dos papas. Sus pontificados estuvieron muy unidos,
se han exagerado las diferencias que hubo entre ellos.
-Entonces ¿usted ve las dos causas como relacionadas
entre sí?
-No, son completamente independientes la una de la otra.
Yo conozco muy bien al padre Molinari, lo veo muy a menudo;
pero nunca nos preguntamos uno al otro cómo van nuestras
causas.
-Y, en ese momento, Cairoli introdujo la mano en su pardo
hábito de fraile y extrajo su cartera: me enseñó
un retrato de Juan XXIII que lleva consigo-. Yo rezo todos
los días por la causa del papa Juan y rezo también
todos los días por la causa de Pío XII. Si a
Pío lo canonizan primero..., muy bien. Cada santo es
diferente.
Puede que Juan y Pío hayan sido hombres diferentes
con personalidades dispares y distintas aspiraciones a la
santidad, venía a decir Cairoli, pero, como papas,
formaban un continuo. La historia tiene, por supuesto, una
manera de discernir las continuidades que, a los ojos de los
contemporáneos (y, especialmente, a los ojos de los
periodistas, entrenados para buscar el Contraste y el cambio),
aparecen como discontinuidades. Pero la idea de que "un
papa completa el pontificado de otro" difícilmente
puede considerarse una tesis apoyada por los hechos; al igual
que la doctrina de la sucesión apostólica, procede
de un impulso, hondamente arraigado en la tradición
romana, a hacer hincapié en la continuidad de la Iglesia
y, en particular, entre los sucesores de san Pedro. Es cierto
que cada papa hereda la obra inacabada de su antecesor y que
la naturaleza misma de su cargo lo obliga a defender la tradición;
y, sin embargo, muchas personas, incluidas las fracciones
rivales del II Concilio Vaticano, afirmaban ver una diferencia
real entre los pontificados de Juan y de Pío; ¿realmente
estaban tan equivocados esos hombres y, con ellos, otros millones
más?
Molinari y Gumpel dicen que sí. Efectivamente, a principios
del verano de 1987, Molinari asistió a una conferencia
en Francia y allí leyó un documento en el que
trataba precisamente ese punto.
-Durante el II Concilio Vaticano -me dijo Gumpel una tarde,
cuando su colega estaba todavía ausente-, algunos autores
presentaron la situación como si hubiera una ruptura
absoluta entre los dos papas. Ahora hay gran cantidad de estudios
que demuestran que no fue así. Ningún estudioso
serio puede afirmar que haya habido una oposición seria
entre ellos.
-Pero, sin duda, Juan era más liberal que Pío
-objeté.
-Eso no es verdad. Tras la muerte de Juan, a quien yo quería
mucho, surgió una especie de leyenda, debido sobre
todo a los periodistas. Pío era más distante,
más reservado que Juan, eso es verdad; pero, en realidad,
Juan era mucho más conservador. La gente se olvida
del sínodo de la diócesis de Roma, que Juan
convocó como preparación para el II Concilio
Vaticano; en ese sínodo, Juan, como obispo de Roma,
volvió a atar ciertas cosas que Pío XII había
desatado.
Para Molinari y para Gumpel, el verdadero progenitor del
II Concilio Vaticano no era Juan, sino Pío. Aunque
fue Juan quien lo convocó de hecho, sostienen, es Pío
quien tuvo primero la idea de un concilio ecuménico;
la historia demuestra ahora que, en la década de 1940,
Pío dio instrucciones secretas a los jefes de la curia
romana para que esbozaran los esquemas preparatorios de un
concilio.
-No hay mucha gente que sepa que Pío había
pensado ya en convocar un concilio -aduce Gumpel-. Pero no
lo hizo por tres razones: primero, consideraba que tras la
II Guerra Mundial, el mundo necesitaba calmarse antes de que
se pudiera convocar un concilio; segundo, pensaba que haría
falta preparar a los creyentes de manera muy gradual y progresiva,
para evitar un cambio demasiado radical en la Iglesia, pues
Pío era muy consciente de la necesidad de un cambio,
pero quería cierta preparación psicológica;
y, en tercer lugar, creía estar haciéndose demasiado
viejo para llevar a cabo un concilio. Estos son los hechos.
Es característico de Molinari que explique la relación
entre los dos pontificados en términos orgánicos.
-Pío pensaba que el suelo aún no estaba preparado
-afirma-, pero dejó plantada en cada campo la semilla
que comenzaría a germinar en los días de Juan
XXIII. La semilla estaba plantada y Juan, consciente de ello,
pensó que el tiempo había alcanzado la madurez
necesaria para un concilio. Su intención no era ir
en contra de Pío, sino, antes al contrario, avanzar
por las líneas trazadas por él e ir más
lejos todavía.
En opinión de Molinari, Pío XII sentó
también las bases intelectuales del II Concilio Vaticano:
su encíclica "Divino afflante Spiritu" sirvió
de base a la importante declaración del concilio acerca
de la fuente de la revelación y en la encíclica
"Mystici Corporis", se basamentó la constitución
dogmática del concilio sobre la Iglesia; y Pío
anticipó también los documentos conciliares
sobre lo misional y lo laico.
-Sin el papa Pío XII, el II Concilio Vaticano no habría
sido posible -resume Gumpel-. Aparte de la Biblia, a ningún
otro autor se cita con más frecuencia en los textos
del concilio.
-A mí me da la impresión -apunté- de
que, cuando el papa Pablo VI introdujo las dos causas, era
Juan y no Pío quien tenía la reputación
de santidad.
Recordé que incluso la prensa seglar trató
su fallecimiento como la muerte de un santo; por lo cual,
parecía que la causa de Pio venía como a remolque
de la de Juan.
Molinari no estaba de acuerdo.
-Los dos hombres tenían una gran reputación
de santidad mientras vivieron -rechazó-, pero los tiempos
eran distintos. Recuerde que Pío XII rigió durante
toda la II Guerra Mundial; Roma fue bombardeada, había
ejércitos en Italia, los creyentes no podían
acercarse a ver al papa como en la época de Juan. Pero,
después de la guerra, sí vinieron. Era algo
digno de contemplar.
Venían muchísimos soldados, no sólo
oficiales, sino también soldados rasos, británicos,
estadounidenses, canadienses, polacos todos querían
ver a aquel hombre santo que siempre hablaba de la paz. Y
cuando murió en 1958, se produjo el mismo fenómeno
que a la muerte de Juan. Yo estaba aquí en Roma cuando
murieron ambos. Y fue el mismo fenómeno: la gente se
reunía ante Castelgandolfo, donde Pío estaba
muriéndose, y miraba la lucecita en el dormitorio del
papa, esperando noticias. Y, después, puedo asegurarle
que los curas no paraban de oficiar misas ante la tumba de
Pío desde las seis de la mañana hasta el mediodía.
Pablo VI era consciente de todo eso y de las solicitudes de
apoyo a la causa de Pío, que seguían llegando;
así que no es que se le ocurriera un buen día
que sería bonito canonizar a Pío, fue la respuesta
de un papa que debe permanecer atento a las señales
divinas que provienen del pueblo.
El mensaje de ambas postulaciones era el mismo: a Pío
XII y a Juan XXIII no había que verlos como rivales,
ni en vida ni en su viaje póstumo hacia la santidad.
Son dos papas diferentes con distintas aspiraciones a la santidad,
pero sus pontificados hay que tratarlos como dos fases de
un solo movimiento, dos mareas que produjeron oleadas dispares,
pero sucesivas en la playa. Ése fue, de todas formas,
el efecto de haber introducido las dos causas a modo de tándem.
Se me ocurrió, sin embargo, que Pío dispuso
de diecinueve años de pontificado para asentar su reputación
de santidad, mientras que Juan sólo tuvo menos de cinco
y, aun así, la memoria de éste había
eclipsado la de aquél en tal grado que, a cualquiera
que no se hubiera criado en la era de Pío XII, le resultaría
difícil comprender hasta qué punto ese pontífice
romano de noble aspecto logró identificar el destino
de la Iglesia con su persona. Pío XII es, hasta la
fecha, el último papa en quien se vio a un monarca
espiritual, un hombre que actuaba -por parafrasear a su contemporáneo
francés Charles de Gaulle- como si realmente creyera
que "I'Église, c'est moi".
Al escuchar las explicaciones de Molinari acerca de Pío
XII, recordé las imágenes de ese papa que veía
en mi infancia, los blandos retratos oficiales colgados en
todas las iglesias y en las escuelas católicas, lo
mismo que Washington o Lincoln presidían las aulas
de las escuelas públicas; pero estaban también
las tarjetas de oración papales, como las que hay para
los santos, que guardábamos en nuestros misales, y
en éstas, Pío aparecía de perfil: ascético,
los ojos hundidos detrás de unas gafas sin montura
las largas manos delgadas apretadas para rezar, como una tienda
de campaña, del modo que las monjas nos exigían
a los niños durante la misa.
Pero lo que mejor recordaba era una imagen mental, fruto
de la piedad más que de los retratos; lo imaginaba
solo, en un remoto palacio llamado el Vaticano y tan en contacto
con Dios como sólo los papas pueden estar, recibiendo
la sabiduría divina que, de vez en cuando, transmitía
a los humanos. Yo había escuchado su voz en la radio
y parecía -por lo menos a los católicos- como
un profeta descendido de la montaña para revelarle
al mundo los pensamientos de Dios.
Durante la guerra coleccioné recortes en un álbum,
en el que pegaba titulares de periódicos e imágenes
de los campos de batalla; allí había también
fotografías borrosas del papa, siempre vestido de blanco
e invocando la paz, vicario de Cristo en la Tierra, pero cautivo
en Roma, nuestro santo y sufrido vínculo con el Señor
en medio de un mundo en guerra. Lo vi en los noticiarios cinematográficos,
en oscuras salas, blanco como marfil y derecho como una baqueta,
dirigiéndose ora a este lado, ora a aquél, los
huesudos dedos tallando cruces en el aire por encima de las
cabezas, inclinadas para recibir su bendición. "In
nomine Patris, et Filii et Spiritus Sancti" Reconocía
el latín de la misa: nuestra lengua, la lengua de la
Iglesia, que sólo los católicos entendíamos.
Ése era el aspecto que tenía un papa, así
era como sonaba su voz; y, durante los primeros veintitrés
años de mi vida, fue el único papa que conocí.
Cuando entré, en el invierno de 1960, por primera
vez en la basílica de San Pedro, me sentí consternado.
El personaje que estaba sentado en el trono papal era jovial
y mofletudo, con una inmensa sonrisa en los labios, y de estatura
tan breve que sus pontificias zapatillas apenas parecían
rozar el suelo. Ese hombre era Juan XXIII, sólo que
para mí no tenía el aspecto de un papa. Yo lo
ignoraba entonces, pero había otros que, aunque por
razones muy diferentes, pensaban lo mismo; para ellos, el
verdadero papa había muerto y estaba en el cielo. Tal
fue el sentimiento -tan distante ahora, tan sepultado bajo
los sedimentos del tiempo transcurrido- que Molinari y Gumpel
estaban tratando de evocar en beneficio de Pío XII.
Y de ellos dependería demostrar, sin perjuicio de Juan,
que el objeto de tal sentimiento -ese sentimiento primario,
poderosamente encauzado hacia un erguido y solitario dirigente
de la Iglesia- fue verdaderamente un santo.
PÍO XII UN ALEGATO DE SANTIDAD
La causa de Eugenio Maria Giuseppe Pacelli es, a todas luces,
la más compleja y la más amedrentadora de cuantas
han acometido los dos jesuitas. Descendiente de un largo abolengo
de juristas y de la nobleza pontificia, Pacelli entró
en el servicio papal en 1901, a la edad de veintiséis
años. Durante doce años fue la mano derecha
del cardenal Pietro Gasparri en la codificación del
derecho canónico. En 1917, inició una carrera
diplomática en Alemania que duraría más
de un decenio; primero, en Munich y, luego, como nuncio ante
la nueva república alemana. En 1929 fue nombrado cardenal
y sucedió a Gasparri como secretario de Estado del
Vaticano, calidad en la que negoció tratados con Austria
y con la Alemania nazi.
En marzo de 1939, en vísperas de la inminente guerra
europea, Pacelli fue elegido papa con todos, menos cinco de
los cincuenta y tres votos emitidos. En cuanto a intelecto
y a experiencia, estaba a la par de Roosevelt, de Churchill
y de los demás líderes del período bélico
dotados de fuerte voluntad. Como sus predecesores inmediatos,
Pío trató de jugar el papel del pacificador
internacional, anunciando en su primer mensaje navideño
al mundo lo que él consideraba los principios razonables
de "derecho natural" para una solución justa
de las diferencias internacionales. Pero fracasó, y
también en eso se asemejó a sus predecesores.
A lo largo de la guerra mantuvo una postura de "imparcialidad"
que lo expuso a fuertes presiones tanto por parte de los aliados
como del Eje. En vano trató de impedir que Italia entrara
en la guerra; pero tuvo más éxito al mantener
a Roma como "ciudad abierta". Cuando los nazis,
finalmente, ocuparon Roma en 1943, Pío logró
albergar a miles de refugiados, entre ellos numerosos judíos,
en el Vaticano y en los edificios de su propiedad esparcidos
por toda la ciudad. Pero, puesto que temía que críticas
directas solo intensificarían la persecución
de los judíos, así como de los católicos,
y porque prefería confiar en la diplomaacia vaticana,
no habló sino en términos genéricos del
pogromo genocida perpetrado por los nazis contra los judíos
europeos. Al final de la guerra, lo elogiaron varios líderes
hebreos (entre ellos, quien llegaría a ser primera
ministra de Israel, Golda Meir) por su ayuda a los judíos.
Durante la década siguiente a su muerte, en cambio,
fue ampliamente denunciado, en círculos judíos
y de otros signos, por su "silencio" durante el
holocausto.
Además de su preocupación por la guerra, Pío
XII desarrolló una actividad sorprendentemente intensa
como maestro supremo de la Iglesia. En sus directrices a los
estudiosos de la Iglesia alternaba las actitudes liberadoras
y las restrictivas. En "Divino afflante Spiritu"
(1943), por ejemplo, invirtió las prohibiciones de
sus predecesores, al recomendar una aplicación moderada
de las metodologías histórico-críticas
a los textos de la Sagrada Escritura; por el contrario, en
"Humani generis" (1950), sus advertencias, dirigidas
contra las nuevas tendencias teológicas -incluida la
opinión, hoy ampliamente aceptada por los eruditos
católicos, de que la humanidad no desciende de una
sola pareja de antepasados-, iniciaron un período de
represión contra los pensadores más audaces
de la Iglesia. Ese mismo año, se convirtió en
el primer papa, en el espacio de un siglo, que definió
un nuevo dogma de fe: la Asunción a los cielos de la
Virgen María. Pero como muchos autócratas -desde
1944 en adelante fue su propio secretario de Estado-, Pío
se volvió cada vez más reservado durante los
últimos años de su vida. Nunca había
sido muy accesible, y sus últimos años los pasó
como un recluso en los aposentos papales. Su chófer
afirmó que Pacelli jamás lo había saludado
en todos sus años de servicio.
Tan pronto la causa de Pacelli fue asignada a los jesuitas,
Molinari reunió a un equipo de cuatro hombres, uno
de los cuales fue Gumpel, para que se pusieran en contacto
con cualquiera de quien pudiera pensar que podría poseer
cartas del papa. La lista final incluía más
de mil nombres. Se solicitó a obispos y a superiores
de órdenes religiosas que buscaran en sus archivos
y enviaran copias, certificadas ante notario, de todas las
cartas privadas del papa que se hallaran en su posesión;
y a quienes no contestaron a la primera solicitud se les volvió
a escribir. Sólo este proceso duró dos años.
A continuación, se confeccionó una segunda
lista de personas, de las que se sabía que habían
mantenido relaciones Con Pacelli, empezando por su familia.
Al final, se logró reunir varios miles de documentos,
incluidos los ensayos que Pacelli había escrito como
estudiante. Había un hecho singular: en 1930, cuando
fue nombrado secretario de Estado de Pío XI, Pacelli
tomó la firme decisión de limitar su correspondencia
personal; raras veces escribió, por ejemplo, a sus
hermanas, y cuando lo hizo, fue únicamente para enviar
felicitaciones de cumpleaños o de navidad. Sus hermanas
lo veían pocas veces, salvo cuando asistían
a alguna misa que celebraba su hermano. En suma, Pío
no era el tipo de hombre que divulga sus pensamientos y sus
sentimientos privados, ni siquiera entre sus familiares.
Finalmente, el equipo de jesuitas confeccionó una
tercera lista de posibles testigos. Se celebraron reuniones
de tribunales en Roma, en Munich, en Berlín y en otros
lugares que sirvieron de escalones en la vida de Pacelli,
a fin de interrogar a los testigos. Molinari y Gumpel no ocultan
el hecho de que, en su opinión, están ocupándose
de un santo. Gumpello había visto, de niño en
Alemania, y ambos lo coonocieron en Roma cuando era ya papa;
pero se apresuran a agregar que su actitud es lo único
subjetivo: su tarea es examinar la vida del papa con objetividad.
En ese caso, quise saber, ¿qué hacían
con los testimonios negativos?
Sus respuestas fueron genéricas y circunspectas; al
fin y al cabo, se trataba de un papa.
-Bueno, a veces se encuentra a alguien que fue silenciado
o herido de alguna manera en su vida, en su misión
o en su carrera eclesiástica -respondió Molinari-;
alguien que puede guardarle rencor al candidato o, por lo
menos, tener una opinión divergente.
Pregunté nombres, pero, tal como había esperado,
Molinari dijo que estaba obligado a guardar secreto acerca
de las causas pendientes, y, en especial, de ésta.
-Le puedo decir que un postulador que se toma en serio su
trabajo lo hace para buscar la verdad; iría contra
su conciencia si eliminara las pruebas perjudiciales. Además,
la Iglesia no ganaría nada si no poseyera la verdad.
Y la verdad significa que se pongan todas las cartas sobre
la mesa.
-Pero usted -insistí- seguramente podrá prever
algunos puntos en donde la causa puede tropezar con problemas.
Yo recordaba que Benedicto XIV había invitado a los
investigadores a prestar especial atención a la manera
como las autoridades eclesiásticas, y particularmente
los papas, trataban a sus subalternos. Recordaba también
que la manera en que los papas tomaban las decisiones era
tan importante como el contenido de esas decisiones. Mencioné
al respecto la legendaria desconfianza con la que Pío
trataba a los demás; sobre todo, durante los últimos
años de su pontificado, cuando se encontraba ya enfermizo,
tenía visiones de la Virgen María y apenas se
comunicaba con nadie, salvo por teléfono. Me había
dado cuenta, hacía ya mucho tiempo, de que aquel personaje
solitario que imaginé de niño hizo gala de una
insistencia casi patológica en dirigir la Iglesia él
solo. Y se sabía ahora que todos aquellos discursos
-las innumerables alocuciones, disertaciones y encíclicas
sobre una variedad asombrosa de temas- eran fruto del intelecto
privilegiado de un papa que, al parecer, no sentía
mucha necesidad de consultar a nadie.
-Sí, Pío era un hombre muy sensible y tenía
un temperamento muy fuerte -reconoció Molinari-. En
teoría, éstos son terrenos que podrían
crear problemas para su causa. La sensibilidad puede ser un
arma de doble filo. La sensibilidad para el sufrimiento, por
ejemplo, puede conducir a reacciones excesivas, pero también
a cosas buenas. Pío tenía mucha sensibilidad
para los asuntos intelectuales y ese tipo de sensibilidad
puede conducir a cierta desconfianza hacia los individuos.
Sabemos que tardaba mucho en cobrarle confianza a la gente,
lo que puede llevar a una independencia exagerada.
Pero la cuestión más importante que concierne
a la aspiración a la santidad de Pío no es de
índole personal, sino política: ¿hizo
todo lo que pudo o lo que debía hacer para impedir
el pogromo genocida de los nazis contra los judíos
europeos?
Gumpel parecía esperar esa clase de preguntas y estar
ansioso de contestarlas. Es un tema que lo toca muy en lo
vivo de los sentimientos; más de una vez me recordó
que, por culpa de los nazis, tuvo que exiliarse dos veces
de su país natal; además, se encontraba estudiando
en Holanda cuando los nazis ocuparon el país. La admiración
que sentía por Pío era antigua y profunda: durante
una larga noche que pasamos conversando en su habitación,
me confió que fue Pío XII la causa de que decidiera
hacerse sacerdote.
-Hay gente -insistí-, y probablemente mucha gente,
para quienes Pío XII sigue siendo el papa que eligió
el silencio ante el holocausto, por temor a que, si hablaba
con franqueza, no haría sino provocar una mayor persecución
de los católicos. ¿Cómo piensa tratar
ese tema en la causa?
-Usted olvida -comenzó- que esas acusaciones son relativamente
recientes. Durante la guerra, en todos los bandos se consideraba
a Pío el papa de la paz; sólo fue a partir de
1963, cuando el escritor alemán Rolf Hochhuth publicó
aquella estúpida obra de teatro, "El vicario",
cuando la reputación de Pío cambió, por
lo menos entre algunas personas. Recuerdo que en aquel momento
se nos pidió que tomáramos posición;
pero nos negamos porque estábamos convencidos de que,
con el paso del tiempo, esas cosas se arreglarían por
sí solas. Yeso fue exactamente lo que sucedió.
La historia es una maestra severa, aunque justa, y dudo de
que hoy en día haya algún estudioso sensato
que se tome en serio a Hochhuth.
Gumpel admitía, sin embargo, que "la cuestión
judía" era el tema más serio que la "positio"
sobre Pío debía tratar. Les rogué a ambos
que me dijeran cómo pensaban tratarlo.
-Hay pruebas abundantes sobre el tema -dijo Gumpel- que aún
no se conocen públicamente, pero que debemos reunir
para responder con certeza a las dudas que aún subsisten
acerca de la línea de acción de Pío XII.
Aunque hay muchos hechos que ya se conocen. En 1937, por ejemplo,
el papa Pío XI publicó una encíclica
muy enérgica ["Mit Brennender Sorge", escrita
en alemán, en lugar del habitual latín, e impresa,
como precaución, en varias imprentas clandestinas locales
de Alemania] en la que denunciaba el nazismo como fundamentalmente
anticristiano. La misiva la redactó el cardenal Pacellil,
el secretario de Estado, que había servido durante
muchos años como nuncio en Alemania, y no se hacía
ilusiones acerca de los nazis; absolutamente ninguna. y hubo
numerosas protestas a escala diplomática, de las que
la gente no se enteró.
-Pero, si estaba tan bien informado, ¿por qué
no protestó más abiertamente, siendo ya papa?
Gumpel entrecruzó los dedos y se inclinó, apoyando
los codos en el escritorio. Llevaba el jersey de lana azul
oscuro que a menudo se ponía por la noche, del tipo
que se ve con bastante frecuencia en los alemanes.
-Le voy a hablar con mucha franqueza. Si usted hubiera conocido
el nazismo, como lo conocía él y como lo conocí
yo, estaría tan seguro de haber resistido? De hacerlo,
acaso apareciera a la posteridad como un héroe. Eso
por un lado. Pero, cuando uno tiene cierta experiencia de
gobierno, debe tener en cuenta las consecuencias. ¿Arreciarán
todavía más las persecuciones? ¿Cuánta
gente tendrá que sufrir por ello? El papa Pío
hizo unas declaraciones muy enérgicas contra la manera
en que los nazis trataban a los judíos; pero, después
de la experiencia de la jerarquía holandesa, ya no
lo volvió a hacer.
Gumpel recapituló, a continuación, lo que les
sucedió a los judíos conversos al catolicismo,
entre ellos Edith Stein, tras la denuncia del nazismo realizada
por los obispos holandeses en el año 1942.
-Eso fue para el papa un ejemplo de que las protestas públicas
no mejorarían nada -concluyó-. Además
el episcopado polaco le pidió que no hiciera nada,
advirtiéndole de que una protesta sólo empeoraría
las cosas. Lo mismo hicieron otros episcopados. Así
que el tema del supuesto silencio de Pío XII es extremadamente
delicado. La cuestión era ésta: ¿mejoraría
algo, o sólo empeoraría las cosas? Hay una serie
de documentos de los que se desprende claramente que las protestas
sólo habrían empeorado las cosas; incluso hay
escritos de judíos que le piden que no diga nada, que
eso sólo alentaría una persecución aún
peor. Para contrarrestar esa acusación de que el papa
no hizo nada, la Santa Sede ha publicado ya doce volúmenes
de sus actas oficiales del período de la II Guerra
Mundial.
Es obvio que, al confeccionar un alegato en defensa de las
virtudes heroicas de Pío XII -sobre todo, las virtudes
morales de prudencia, justicia y firmeza-, Gumpel y Molinari
deben examinar no solamente las gestiones de Pacelli, sino
también las del cuerpo diplomático del Vaticano
y las de los episcopados europeos durante la era nazi. A ese
respecto, dicen que su labor depende del acceso a los materiales,
anteriormente secretos, que se guardan en los archivos bélicos
de Alemania, de Italia, de Estados Unidos y de otros países
que participaron en la II Guerra Mundial. A modo de ejemplo,
me llamaron la atención sobre el trabajo del historiador
británico Owen Chadwick, quien ha reconstruido las
diversas presiones diplomáticas, ejercidas tanto por
los aliados como por las potencias del Eje, a fin de apartar
a Pío XII de la posición neutral que mantuvo
durante la II Guerra Mundial.
-El padre Molinari y yo sabemos muy bien que Pío XII
es un personaje controvertido -me dijo Gumpel-. Queremos presentar
la causa a la manera en que los verdaderos historiadores de
primera fila tratan los diferentes aspectos de su pontificado.
Yeso significa que necesitamos mucho tiempo. No queremos precipitar
las cosas.
Hablando de su proyecto, los dos jesuitas me revelaron un
aspecto del proceso de creación de santos en el que
hasta entonces no había reparado. A diferencia de la
mayoría de las otras "positiones", la de
Pío XII será un trabajo colectivo, que contendrá
materiales de varias docenas de historiadores externos. Gumpel
ha esbozado ya una sinopsis de la vida de Pacelli y ha seleccionado
varios aspectos que requieren colaboraciones de especialistas.
En unos casos, ha escrito a los expertos pidiendo respuestas
a ciertas preguntas, en otros, ha solicitado extensas monografías.
-Hasta ahora -me confió- tenemos más de dos
docenas del primer tipo y más de quince del segundo.
La gente está bastante dispuesta a colaborar. Ya ve
usted que hay mucho trabajo de colaboración en el campo
de la historia científica. Quienes están seriamente
interesados en los temas históricos se muestran dispuestos
a ayudarnos porque es un intercambio, ellos nos ayudan, y
nosotros les facilitamos las cosas; y hay tantos escritos
científicos sobre Pío XII que no es difícil
encontrar colaboradores que quieran escribir ciertas secciones.
Pero ¿cómo decidían a qué expertos
externos consultar? ¿Qué criterios empleaban
para elegir a un historiador y no a otro? Recordé las
críticas del padre Luigi Porsi, jurista canónico
y antiguo abogado, quien argüía que la reforma
de 1983 no aseguraba la crítica sistemática
de una causa en el desarrollo del proceso. Puesto que Gumpel
y Molinari admitían estar subjetivamente convencidos
de la santidad del papa, ¿estaban dispuestos a incorporar
a su "positio" los trabajos de estudiosos que sostuvieran
una visión crítica? Cité, a modo de ejemplo,
al sociólogo norteamericano Gordon Zahn, cuyo estudio
"German Catholics and Hitler's War" ("Los católicos
alemanes y la guerra de Hitler") contenía duras
críticas a la conducta de Pío XII durante la
época nazi.
-Antes que nada -concretó Gumpel-, tenemos acceso
a todo lo que concierne el pontificado de Pío XII.
Ya tenemos, por tanto, un gran número de hechos verificados.
Con esos hechos en la cabeza, uno lee un libro y quizá
ve que el autor está hablando de un tema, aunque ignora
una gran parte, o quizá la parte esencial, de las pruebas
históricas. En ese caso, podemos ver que sus juicios
se basan en pocas pruebas y, a veces, en pruebas erróneas.
No consultaremos, por ejemplo, a Gordon Zahn porque él
no conoce los hechos.
-¿Pero es realmente tan fácil separar los hechos
de su interpretación? -objeté-. A mi entender,
en historia no hay hechos sin interpretación. Incluso
la elección de qué hechos son relevantes es
un ejercicio de interpretación histórica.
-No es fácil -replicó Gumpel-, pero tampoco
es imposible. Si usted lee, por ejemplo, a un autor que asegura
que Pío XII dijo esto o aquello, y tiene usted el documento
original delante, entonces puede ver si ese autor cita mal
o si especula. Es una simple cuestión de si conoce
su material o no, de si tiene pruebas para hablar de los motivos
del papa en este caso o en aquel otro.
-¿Así que ustedes eligen a sus colaboradores
en función de cómo tratan los materiales que
ustedes ya poseen?
-Sí. Mire, para lo tocante a este caso tenemos acceso
a todos los archivos alemanes, así como a los del Vaticano.
Y hace poco se abrieron los archivos del Ministerio de Asuntos
Exteriores británico sobre la II Guerra Mundial, de
modo que tenemos éstos también. Es decir, cuando
leemos un libro que toca algún aspecto importante de
esta causa, le escribimos al autor y le decimos que su trabajo
nos inspira confianza porque cita unos documentos y nosotros
tenemos acceso a esos documentos, que nos encontramos con
algunas dudas sobre cierto punto y que nos gustaría
saber lo que él opina. Como usted podrá imaginar,
eso exige una enorme cantidad de trabajo. Y, en el caso de
un papa, hay que llegar hasta el límite de la certeza
posible al verificar o sucedido.
Yo sabía, desde luego, que ésta no era la única
causa en la que Gumpel y Molinari estaban trabajando. Pero,
aunque lo fuese, sugerí, parecía poco probable
que ninguno de los dos viviese lo bastante para verla acabada.
Gumpel sonrió con gesto cansado; aunque el Vaticano
no tiene fijado ningún límite de edad de retiro
obligatorio para las personas que hacen este tipo de trabajo,
admitió:
-Realmente no sé si viviré para ver el fin
de esto.
De todos modos, afirmó que nadie ejercía presión
sobre ellos para que cumplieran algún plazo; además,
agregó, el clima político en la Iglesia sigue
siendo tal que ni la causa de Pío ni la de Juan se
acabarían aunque estuvieran escritas ya las "positiones".
-El hecho es que ninguna de las dos "positiones"
estará terminada en un futuro inmediato. Mantenemos
relaciones muy amistosas con el padre Cairoli y por cierto
que no queremos que esto se convierta en una especie de carrera
de caballos. Pero tenemos con él una especie de acuerdo
entre caballeros en cuanto a que avanzaremos con las dos causas
al mismo tiempo.
Ahí estaba: el primer reconocimiento, por parte de
un miembro de la congregación, de que los destinos
de las dos causas estaban mutuamente vinculados en los procedimientos.
Hasta entonces, todas las personas con las que había
hablado eludieron la cuestión, porque tocaba el lado
más delicado de la creación de santos: la política
eclesiástica. Pero Gumpel habló con bastante
franqueza de su acuerdo informal y de la razón del
mismo:
-Para decirlo lisa y llanamente, si en este momento el papa
actual beatificara a Pío y no a Juan, habría
cierto sector de opinión que diría que la Iglesia
prefiere la línea de Pío a la de Juan; y exactamente
lo mismo pasaría, sólo que al revés,
si se beatificara a Juan antes que a Pío.
EL CASO DE JUAN XXIII
A diferencia de Pacelli, Angelo Giuseppe Roncalli nació
lejos de la culta ciudad de Roma, y lejos también de
las privilegiadas circunstancias de su predecesor. Sus padres
eran aparceros en Sotto il Monte, y él sirvió
en el ejército antes de hacerse sacerdote. Tras recibir
una beca para estudiar en Roma, terminó el doctorado
(Pacelli fue uno de los examinadores) y regresó al
arte donde enseñó en un seminario y se convirtió
en secretario de Giacomo Radini-Tedeschi, el políticamente
activo obispo de Bergamo. Corrían los últimos
días de los furiosos esfuerzos emprendidos por Pío
X para erradicar a los modernistas de la Iglesia, Y la era
del. "Sodalitium Pianum" (la Cofradía de
Pío, llamada así en memoria del papa Pio IX),
una red de espías que se extendía desde el Vaticano
y cuyos miembros delataban a los sospechosos de modernismo.
Entre los sospechosos estaban. El superior del Joven Roncalh
(el obispo Radini- Tedeschli a quien Pío X gustaba
de ridiculizar), el amigo mayor de Roncalli (el cardenal Ferrari,
de Milán) y... Roncalli mismo. Entre otros cargos,
se acusaba a Roncalli de leer y aprobar al historiador católico
francés Louis Marie Duchesne, cuya "Historia de
la Iglesia antigua" en tres volúmenes estaba catalogada
en el "Índice de libros prohibidos" del Vaticano.
Él se apresuró a limpiar su nombre, pero el
incidente lo enervó en tal grado que tal vez explique
lo poco propenso que fue, como papa, a la represión
intelectual. [Tras ser elegido papa, Roncalli pidió
un informe secreto que había sido compilado sobre él.
Después de leerlo, lo devolvió al archivo, a
diferencia de su predecesor Pío XII, quien retiró
de los archivos del Vaticano un expediente de quejas contra
él.]
Durante la I Guerra Mundial, sirvió como sargento
del cuerpo médico en el frente. Durante varios años
trabajó en Roma, hasta que lo enviaron a Bulgaria para
que se ocupara de los problemas que había entre los
católicos romanos y los ortodoxos.
En 1934, el arzobispo Roncalli fue nombrado delegado apostólico
para Turquía, donde logró prestar ayuda, tras
el estallido de la guerra, a innumerables judíos y
a otros refugiados de la Alemania nazi. Diez años después,
se convirtió en nuncio papal para Francia, y disuadió
hábilmente a De Gaulle(quien más tarde declararía
por escrito en la causa de Roncalli) de su intento de forzar
a Roma a destituir a veinticinco obispos franceses -entre
ellos, tres cardenales- a los que el Gobierno acusaba de haber
colaborado con ,el régimen de Pétain. Mientras
estuvo en París, inauguró un seminario para
los prisioneros de guerra alemanes y trató de paliar
los efectos de la condena, efectuada por Pío XII, del
movimiento de los curas obreros franceses.
Nombrado cardenal, a Roncalli le fue asignada en 1953 la
sede patriarcal de Venecia, donde tenía buenas razones
para suponer que concluiría su carrera eclesiástica.
A los setenta y siete años, en 1958, fue elegido papa,
como candidato de compromiso. Solía decir que eligió
el nombre de Juan porque deseaba imitar al Bautista, que abrió
camino al Señor. Ajeno a la vida política del
Vaticano -"Estoy atrapado aquí", se quejó
una vez-, se lanzó de cabeza al II Concilio Vaticano,
sabiendo perfectamente que había oposición a
la idea entre sus propios consejeros de Roma. Su discurso
inaugural ante los padres conciliares revelaba muy bien su
carácter. Si los concilios del pasado se habían
confrontado con severidad al mundo contemporáneo, esta
vez lo que hacía falta era comprensión. Juan
pensaba que el concilio duraría pocos meses; en realidad,
se prolongó a lo largo de cuatro años. Él
no vivió para ver el final, pero, en los cinco breves
años de su pontificado, logró transformar la
imagen del papado y de la Iglesia misma. Su fallecimiento
fue llorado, en las palabras de un titular de prensa, como
"una muerte en la familia de la humanidad".
En comparación con el elaborado trabajo de equipo
que realizaban Molinari y Gumpel, el padre Cairoli desempeñaba
su función al antiguo estilo y en solitario. Roncalli
era su última causa y la única que tenía
entre manos el anciano franciscano; y, aunque por enfermedad
se había retrasado mucho, en comparación con
el ritmo de trabajo marcado por los jesuitas, insistía
en hacerla todo él mismo.
Visitó, por ejemplo, todos los lugares en donde Roncalli
trabajó como diplomático. En Bulgaria fue vigilado
por la policía. En Turquía entrevistó
a un editor de prensa judío, quien le contó
que durante la II Guerra Mundial, Roncalli le pasaba dinero
dos veces por semana para que los judíos refugiados
de Hitler pudieran adquirir comida. Lo que interesó
a Cairoli todavía más fue que el dinero no provenía
de la Iglesia, sino de Franz van Papen, el embajador de Hitler
en Turquía.
-Nunca antes había oído esa historia -me comentó
Cairoli-. Pero necesitaba que Van Papen mismo me la confirmara.
Estaba aún vivo; residía en el sur de Alemania,
cerca de la Selva Negra, así que fui a verlo y me dijo
que sí, que todo era verdad. Hitler le había
dado a Van Papen una gran cantidad de dinero, para que le
sirviera de ayuda al persuadir a los turcos para que se alinearan
el Eje. Van Papen era católico y asistía a la
misa de Roncalli. Después, hablaban. Ambos creían
que Alemania e Italia perderían la guerra, y ambos
temían que, si los turcos se alineaban en el bando
del Eje, la Unión Soviética invadiría
Turquía. De modo que en vez de gastar el dinero en
sobornar a los turcos, Van Papen se lo dio a Roncalli, quien
lo dio a su vez a los refugiados judíos. Ahí
ve que clase de diplomático era Roncalli.
Aunque estaba dispuesto a viajar por la causa, Cairoli se
negaba a participar en la administración de las finanzas
correspondientes. Insistía en que el secretariado de
.Estado del Vaticano administrara los considerables fondos
donados en favor de Juan XXIII. Cairoli era frugal. Los funcionarios
de la secretaría lo instaron, por ejemplo, a investigar
una curación inexplicable que se había producido
en Chicago, pensaban que un milagro del otro lado del Atlántico
ayudaría a demostrar la universalidad de la reputación
de santidad de la que gozaba Juan; pero Cairoli, teniendo
más de veinte milagros potenciales entre los que escoger,
eligió uno de Nápoles y otro de Sicilia.
-Mire usted -me explicó-, un viaje a Chicago me costaría
el precio de un vuelo internacional. En el país de
usted, los hoteles son más caros que en el mío.
Los médicos cobran mucho más, y debo por lo
menos ofrecerles una recompensa por su tiempo. En Italia,
en cambio, puedo viajar en tren, que es barato, alojarme en
una "pensione", y aquí los médicos
no cobran cuando se trata de certificar un milagro.
Me parecía extraño que, al cabo de casi veinte
años que Cairoli llevaba trabajando en la causa, todavía
no tuviera un relator. No quería ninguno, dijo, ni
quería colaboradores en la abrumadora tarea de escribir
la "positio" del papa. Había reunido ya unos
seis mil documentos escritos por el difunto papa o que trataban
de él, incluidas las declaraciones de trescientos testigos,
aproximadamente, en total, más de veinte mil páginas.
-Escribiré la "positio" yo mismo -me dijo
una tarde que nos encontramos en la congregación-,
porque estoy trabajando con documentos reservados que no puedo
mostrarle a ningún colaborador.
El documento más importante, con el cual contaba para
revelar la virtud heroica del papa, era el diario personal
que Roncalli llevó durante la mayor parte de su vida
adulta.
-Lo tengo en un armario bajo llave. Luego, puse la llave
en otro armario, y la llave de éste la llevo siempre
conmigo. -Sonreía de satisfacción ante tan elaborada
precaución-. Pertenece a la Santa Sede, pero dudo de
que lo publiquen jamás. Ni siquiera creo que lo pusieran
en los archivos del Vaticano.
-¿Por qué?
-Roncalli escribió en él sobre muchos políticos.
Cuando estaba en Estambul, por ejemplo, como nuncio papal
para Turquía, había allí muchos espías
internacionales de Alemania, de Rusia, de todos los países.
Él escribía sobre lo que veía, lo que
los oía decir. Y continuó con ello cuando era
papa. Todos los nombres están allí, así
que no creo que la Santa Sede quiera publicar ese diario.
Pero le digo una cosa: no he hallado nada en él que
estuviera dirigido contra otra persona.
-Entonces, ¿usted piensa que el diario será
una prueba importante de su virtud heroica?
-Sí, sin ninguna duda. Cuando alguien tiene enemigos
importantes, es heroico si responde con amor. Y el papa Juan
siempre respondía con amor.
Cairoli me contó a continuación la historia
del cardenal Domenico Tardini, un veterano de la administración
de Pío XII, que se quejó ante periodistas de
que no podía trabajar con el nuevo papa. Pero, cuando
Tardini fue a ver a Juan y le ofreció su renuncia,
el papa insistió en que siguiera como su secretario
de Estado. Cairoli saboreó el final de la historia.
-El papa Juan le dijo: "Yo sé que usted no me
tiene en mucha estima, y por buenas razones; pero yo sí
que lo tengo en mucha estima a usted. Ha trabajado en el centro
de la Iglesia y conoce bien los problemas importantes; yo
no he estado en el centro de la Iglesia, sino en la periferia,
y sé lo que la periferia quiere del centro, así
que usted me complementará a mí y yo le complementaré
a usted, y entre los dos, trabajaremos por la Iglesia."
Ya ve que el papa jamás dijo una mala palabra de la
gente que hablaba mal de él, ni una palabra; jamás.
Durante toda su vida fue así: heroico en su caridad.
Yo sabía ya que Juan había tenido numerosos
enemigos mientras vivió y, especialmente, detractores
en la curia romana; pero lo que quería saber era si
alguno de esos enemigos había llegado al extremo de
declarar contra su causa.
Cairoli se puso a manosear el nudoso rosario que todos los
franciscanos llevan en la cintura.
-Para juntar los testimonios hemos celebrado tribunales en
muchos sitios: en Bergamo, en París, en Sofía,
en Venecia, todos los lugares en donde Roncalli vivió.
El primero fue en Roma donde murió, y el primer testigo
que presenté fue el cardenal Eugene Tisserant. Debemos
presentar a todos los testigos que estén en contra
de la causa, y yo había oído decir que Tisserant
criticaba al papa Juan, así que le pedí que
se explicara.
Tisserant era prefecto de los archivos del Vaticano y, al
mismo tiempo, también era prefecto de las Congregaciones
Orientales. Cuando Juan comenzó su pontificado no entendía
por qué un solo hombre debía ocupar dos puestos
importantes, y le dijo a Tisserant que eligiese uno de los
dos. Tisserant se enfadó. Pero el enfado fue sólo
por ese incidente. Resultó que de ningún modo
estaba en contra de la causa del papa Juan.
-¿Había otros?
Los había. Uno de ellos era el cardenal Giuseppe Siri,
de Génova, un reaccionario de pura cepa y uno de los
principales oponentes a la reforma durante el II Concilio
Vaticano. El papa Pío XII, su héroe, le hizo
entrega del solideo rojo en 1953, cuando Siri tenía
tan sólo treinta y seis años, convirtiéndolo
en uno de los cardenales más jóvenes de la Iglesia.
Durante décadas, Siri fue un hombre poderoso dentro
del episcopado italiano. Tres veces había sonado su
nombre para el papado y tres veces fue pasado por alto.
Según Cairoli, la prensa divulgó ampliamente
una frase atribuida a Siri, según la cual se tardaría
cuarenta años en reparar los daños que el papa
Juan había causado al convocar el II Concilio Vaticano.
-La gente me decía que Siri estaba en contra de la
causa del papa Juan, así que fui a verlo a Génova
y le dije: "Su Eminencia, sé que usted está
en contra de esta causa; ¿declararía, por favor,
ante un tribunal?" Y él me replicó: "Dicen
que estoy en contra de la causa, y no es verdad." Incluso
negó que se hubiera pronunciado en contra de la convocación
del concilio; y así consintió en decírselo
al tribunal.
Estaba claro que, para Cairoli, cualquier crítica
de Juan, por muy limitada o moderada que fuese, sólo
podía beneficiar la causa. Lo que lo preocupaba, sin
embargo, era la fama que tenía el papa de juzgar las
cosas de manera espontánea. En efecto, ese rasgo característico
-que aumentó el cariño que le tenían
los católicos de a pie y encantó al mundo no
católico- era algo que los postuladores temían
que pudiera alegarse en contra de la causa.
-Dicen que era impulsivo; pero no es verdad, lo que hacía
nunca era simplemente impulsivo. Tome usted, por ejemplo,
su deseo de lograr la reunificación con las Iglesias
ortodoxas. En 1925, cuando era representante papal en Bulgaria,
asistió al Santo Sínodo de la Iglesia ortodoxa.
En Roma eso causó escándalo. La Secretaría
de Estado y el Santo Oficio quisieron saber qué pensaba
él que estaba haciendo, así que Roncalli le
escribió a su amigo Gustav Testa, que luego fue cardenal:
"Por favor, dime, Gustav, ¿qué hice de
malo? Ellos son obispos como nosotros, son sacerdotes como
nosotros, sus sacramentos son tan válidos como los
nuestros, creen en un solo Dios como creemos nosotros, veneran
a la Madre de Dios como nosotros; y, si la ley de los Evangelios
me manda amar a mi enemigo, ¿acaso no puedo amar también
a estos hermanos míos?" Así pues, cuando
invitó a los ortodoxos a asistir al II Concilio Vaticano,
no hizo sino repetir lo de 1925. Tal como le dije, no se trataba
de algo impulsivo.
-¿Y qué me dice del concilio? -le pregunté-.
¿No decía Juan mismo que la idea de convocarlo
le vino como una inspiración repentina del Espíritu
Santo?
Los ojos de Cairoli se dilataron detrás de las gafas
sin montura. Aún tenía otra historia más
que contar. En 1905, cuando Roncalli no era más que
el joven secretario del obispo de Bergamo, acompañó
a su jefe a Milán para visitar al cardenal Ferrari.
En los archivos de la archidiócesis de Milán
descubrió cinco libros que el gran cardenal Carlos
Borromeo escribió sobre la aplicación de las
enseñanzas del Concilio de Trento en la Iglesia local.
Roncalli pensó que había que publicar una edición
crítica de los textos y trabajó en ello durante
los cincuenta años siguientes, hasta que lo eligieron
papa.
-Durante la II Guerra Mundial, cuando Roncalli estaba en
Estambul, su secretario quiso viajar a Italia en avión
para ver a sus padres. Roncalli le dijo que era demasiado
peligroso, los británicos o los norteamericanos podrían
derribar el avión; y añadió: "Pero
si se empeña en viajar, tráigame, por favor,
estos libros." Los libros eran sobre el Concilio de Trento.
Así que ya ve usted que siempre estuvo estudiando el
concilio. Y, en 1944, en la Iglesia del Espíritu Santo,
en Estambul, con alemanes, estadounidenses Y más gente
presentes, dijo que la Iglesia debía relacionarse con
el mundo después de la guerra y habló de un
concilio y de la necesidad de prepararnos para entrar en ese
mundo nuevo. Jamás imaginó que sería
papa. Pero, cuando fue elegido, era natural que pensara en
convocar un concilio, llevaba cincuenta años preparándolo.
No, él no era impulsivo.
No volví a ver a Cairoli nunca más, murió
en marzo de 1989. En tales circunstancias, podía esperarse
que la congregación asignara una causa tan importante
como la del papa Juan a otro postulador de larga experiencia;
pero no fue así, la causa se asignó al nuevo
postulador general de los franciscanos. La razón era,
según me explicó un funcionario de la congregación,
que el material reunido por Cairoli era tan delicado que no
querían que los viera demasiada gente.
Aunque Cairoli no había aludido a ningún problema
relacionado con la causa de Juan, dentro de la congregación
circulaban rumores de que su proceso estaba tropezando con
serias dificultades.
-Antes era la causa de Pío la que tenía problemas
-comentó el archivista, padre Yvon Beaudoin, pocos
meses después de la muerte de Cairoli-; ahora es la
de Juan. Uno escucha lo que dice la gente y lee artículos;
y le están echando la culpa de todo lo que ha ido mal
en la Iglesia desde el II Concilio Vaticano.
Otros miembros de la congregación se expresaron de
manera más ominosa. Se me dijo que la investigación
de la vida de Roncalli había sacado a la luz impedimentos
mucho más serios que la fama de impulsivo que Cairoli
se había afanado tanto en combatir. Los milagros que
el ahorrativo fraile había escogido para Juan no servían
para nada mientras subsistieran serias dudas acerca de la
virtud heroica del papa. Por el momento, al menos, la causa
estaba paralizada, aunque no suspendida oficialmente.
La causa de Pío, por el contrario, a finales de 1989
estaba lista para escribir la "positio". Sin embargo,
Molinari y Gumpel no parecían tener prisa en acabar
su trabajo. La razón, probablemente, está en
que el papa Juan Pablo II también quiere que ambas
causas se procesen simultáneamente.
Sea como fuere, está claro que los dos papas y sus
pontificaos continúan siendo demasiado controvertidos
políticamente corno para permitir que ninguna de las
dos causas se juzgue muy pronto; en ese sentido, ambas están
a merced del futuro tanto como del pasado: el destino de Juan
depende en parte de la interpretación que se haga del
concilio por él convocado, el de Pío, de la
controversia, que aún hierve a fuego lento, acerca
de su reacción pública sumamente reservada ante
el holocausto. Efectivamente, la crissis que se produjo en
1989 en las relaciones entre católicos y judíos,
precipitada por la construcción de un convento carmelita
en Auschwitz, resucitó el poderoso recuerdo de cuán
profundos sentimientos persisten entre los judíos con
respecto al holocausto y la decisión de Pío
XII de no referirse a él directamente. En ambos casos,
el destino definitivo de las causas dependerá en gran
medida del grado en que los prelados de la congregación
las estimen "oportunas", en otras palabras, de su
impacto sobre la opinión eclesiástica y mundial.
Lo que yo no comprendía aún, sin embargo, era
cómo juzgan los asesores mismos las causas papales.
Al sopesar la gestión del cargo, ¿se centran
principalmente en el celo que mostró en la preservación
y la propagación de la fe, como proponía Benedicto
XIV? ¿Hasta qué grado a un siervo de Dios pontificio
se le piden cuentas también de su doctrina política
y social? ¿Y su trato para con los disidentes teológicos?
¿Sus decisiones administrativas? ¿Sus relaciones
con los Gobiernos extranjeros? ¿Su lectura, por usar
una de las frases favoritas del II Concilio Vaticano, de "los
signos de los tiempos"? Éstos son, sin duda, aspectos
importantes de las causas de Pío y de Juan; lo que
todavía me quedaba por descubrir era que también
lo son para la causa de otro candidato pontificio.
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