LA
FABRICACIÓN DE LOS SANTOS
Autor: Kenneth L. Woodward
CAPÍTULO 10. PÍO IX Y LA POLÍTICA
PÓSTUMA DE LA CANONIZACIÓN
En el interior del Vaticano, el saber es poder, y un secreto
es sólo algo que no se cuenta a más de una persona
al mismo tiempo. Al cabo del año y pico que pasé
en Roma, me había convertido en un personaje familiar
en los pasillos de la Congregación para la Causa de
los Santos. Pero aun así tardé mucho en saber
que Juan Pablo II había nombrado una comisión
secreta de prelados y estudiosos para aconsejarlo acerca de
la "conveniencia" de beatificar a uno de sus predecesores
más controvertidos: Pío IX (1846-1878). Los
miembros de la comisión tuvieron que jurar que no discutirían
las deliberaciones del grupo ni reconocerían siquiera
su existencia. En efecto, fuera de la congregación,
casi nadie sabía de la existencia de esa comisión
ni de los planes del Papa. Era algo muy raro en Roma: un secreto
bien guardado.
Fuera de Roma, por tanto, pocos obispos sabían tan
siquiera que, en 1985, Juan Pablo II aprobó las virtudes
heroicas de Pío Nono, que es como se le suele llamar,
y que, un año más tarde, dio el visto bueno
a un milagro de intercesión atribuido a él.
A eso le sigue normalmente, sin más, la beatificación;
a menos que el papa tenga problemas con la causa, como en
este caso.
Me dijeron que los problemas eran principalmente políticos.
Hasta el día de hoy, los círculos liberales
y anticlericales de Italia ven en Pio Nono al retrógrado
pontífice romano que se opuso a la reunificación
de Italia y a la formación de un Estado-nación
moderno. Era comprensible que algunos cardenales y otros miembros
de la curia romana temieran que la beatificación de
Pío IX irritara a ese influyente sector de la opinión
pública italiana y que ocasionara más daño
que beneficio a la Iglesia del país.
Pero también había motivos para pensar que
la beatificación pudiera consternar a la Iglesia universal,
sobre todo en las democracias occidentales. Por una parte,
fue Pío IX quien publicó en 1864 el notorio
"Syllabus de errores", en el que se condenaban los
ideales liberales, tales como la libertad de conciencia y
la separación de Iglesia y Estado. Beatificarlo un
siglo después, cuando esos mismos valores son ampliamente
aceptados como piedras fundamentales de la democracia liberal
-y promovidos, hoy en día, como valores y derechos
humanos por el papado mismo-, sería una invitación
a ridicularizar la Iglesia. Por otra parte, Pío Nono
fue el papa que convocó el I Concilio Vaticano, con
el expreso propósito de definir como dogma de fe la
doctrina de la infalibilidad papal. Dado que ese dogma es
el mayor obstáculo para la reunificación de
las Iglesias cristianas, la beatificación de Pío
IX podría ser interpretada como un rechazo del movimiento
ecuménico contemporáneo. Además, hay
muchos católicos, incluso estudiosos de la Iglesia
del siglo XIX, que no consideran santo a Pío IX -y,
mucho menos, un ejemplo digno de ser emulado por los creyentes-,
aunque la congregación haya decidido lo contrario.
Por otro lado, Pío Nono gozó del hondo afecto
de los católicos de a pie de su tiempo, y su causa
ha encontrado partidarios influyentes. Desde 1972, su promoción
ha estado en manos de una asociación de más
de quinientos prominentes dignatarios eclesiásticos
y seglares católicos, entre ellos treinta cardenales,
sesenta arzobispos y ciento cincuenta obispos. Entre éstos
se hallaban, en aquel momento, más de una docena de
funcionarios de la curia romana, incluidos el que fue secretario
de Estado de Pablo VI, Amleto Cicognani; el cardenal Paolo
Bertoli, entonces prefecto de la Congregación para
la Causa de los Santos; Y dos de sus sucesores en el cargo,
los cardenales Luigi Raimondi y Pietro Palazzini. Hacia 1987,
Palazzini había asumido, de hecho, el papel del principal
defensor de Pío IX dentro del Vaticano.
Se daba generalmente por supuesto que Juan Pablo II aprobaba
personalmente la causa. Los historiadores, en efecto, podrían
ver en funcionamiento una cierta simetría preliminar:
la causa de Pio Nono la inició Pío X, su compañero
del alma en la condena de herejías liberales; Pio X
fue canonizado a su vez, en 1954, por Pío XII, cuando
el Vaticano estaba condenando de nuevo a algunos de los más
distinguidos teólogos de la Iglesia; hacia mediados
de los años ochenta, Juan Pablo II había dado
pruebas de estar igualmente dispuesto a disciplinar a los
pensadores disidentes de la Iglesia; así que se decía
que seguramente agradecería la oportunidad de declarar
beato de la Iglesia a Pío IX.
Lo que los enterados no podían saber era que la causa
del papa Pío IX había tropezado con dificultades
desde el principio. Pío X mismo dudaba de algunos aspectos
del carácter de su predecesor. Todos los testigos de
primera mano interrogados por los tribunales de investigación
declararon tener objeciones a la manera de gobernar la Iglesia
de Pío IX. Bajo el antiguo sistema jurídico,
la causa fue sometida dos veces a la votación de los
asesores y prelados de la congregación, y las dos veces
obtuvo resultados que distaban mucho de la aprobación
unámme.
Mi propio interés en la causa estaba motivado por
la oportunidad singular, en mi opinión, de ver precisamente
cómo se valoran las virtudes heroicas de un papa moderno.
Para eso necesitaba estudiar una "positio" papal.
El único otro candidato era Pío X, pero los
documentos relativos a su causa -o, por lo menos, la última
"positio", la definitiva- los mantenía en
secreto el Vaticano, porque parte de los materiales se consideraban
todavía reservados. De todas maneras, el secreto que
rodeaba la comisión dedicada a Pío IX me inspiraba
poca confianza de poder examinar sus papeles oficiales.
Resultó que el último de una larga serie de
abogados de Pío estaba aún vivo. Carlo Snider,
un laico suizo con larga experiencia en la congregación,
fue designado en 1975 por Pablo VI para emprender una nueva
defensa de Pío IX. Su tarea no era escribir de nuevo
una "positio" entera, sino responder a las críticas
acumuladas contra el siervo de Dios y resumidas por el "abogado
del diablo". Escribí a Snider y le pedí
que me recibiera para explicarse cómo había
llevado a cabo la defensa. Snider se negó a discutir
el caso conmigo, a menos que se lo ordenara al cardenal Palazzini.
Fue sólo entonces cuando un funcionario del Vaticano,
que me tenía confianza, me dio una copia de la "positio"
de Snider. Era el tercer y último alegato en favor
de Pío IX, el que finalmente convenció a asesores
y prelados de su virtud heroica.
EL PRIMER PAPA MODERNO
Giovanni Maria Mastai-Ferretti gobernó la Iglesia
durante casi treinta y dos años, más que ningún
otro papa antes o después de él. Fue el último
papa que reinó sobre los Estados Pontificios y el último,
por consiguiente, que ejerció los poderes temporales
de un príncipe secular. Por otro lado, fue también
el primero de los "papas modernos", es decir, el
primero a quien se le reconoció oficialmente la facultad
de ejercer la infalibilidad en materia de fe y moral y la
primacía de jurisdicción sobre todos los católicos
romanos del mundo; asimismo, fundador del papado moderno en
el sentido de que, durante su pontificado, la Santa Sede se
convirtió en una monarquía espiritual afianzada
sobre una burocracia vaticana altamente centralizada; y, ante
todo, el primer papa que inspiraba "la veneración
casi mística que los católicos modernos asocian
al papado".
Por su temperamento y por su inteligencia, Mastai-Ferreti
estaba poco preparado para el cargo supremo de la Iglesia;
padecía epilepsia desde joven, hecho que ocuparía
un lugar significativo en la defensa de Snider; su educación
fue modesta y, aparte de una breve visita diplomática
a Chile, conoció poco el mundo, fuera del norte de
los Estados Pontificios, en donde sirvió sucesivamente
como obispo de Spoleto y como cardenal de Imola. Era un joven
con cincuenta y cuatro años cuando fue elegido papa
en 1846.
Al principio de su pontificado, Pío Nono se ganó
una sorprendente reputación de reformador liberal:
proclamó una amnistía para los presos políticos
de los Estados Pontificios, moderó las leyes de censura
y otorgó a Roma una constitución con un primer
ministro. Esas medidas alarmaron al príncipe Metternich,
ministro de Asuntos Exteriores de Austria, cuyas tropas ocupaban
varios territorios del norte de Italia, en tal grado que proclamó
que "permitiría cualquier cosa en Italia menos
un papa liberal".
La reputación de liberal del papa Mastai se desvaneció
con los levantamientos políticos de 1848: se negó
a apoyar la guerra de independencia de los italianos contra
Austria, alegando que comprometería su misión
religiosa como padre de todos los creyentes. Esa respuesta
indignó a los revolucionarios de Roma, que asesinaron
a su primer ministro y asediaron al nuevo papa en el Quirinal.
Disfrazado de seglar, Pío Nono huyó a Gaeta
y buscó refugio bajo la protección del rey de
Nápoles. Regresó en 1850, convertido en un reaccionario
político. Veinte años después, los ejércitos
del "risorgimento" ocuparon Roma y abolieron los
Estados Pontificios. Pío Nono se negó a negociar
con los insurgentes; al fin y al cabo, eran secularizadores
que habían cerrado conventos y monasterios y estaban
decididos a erradicar la religión de las escuelas de
Italia. El papa se retiró al Vaticano y a los jardines
adyacentes, en donde él y sus sucesores permanecieron
como "prisioneros" voluntarios hasta el pacto del
Vaticano con Benito Mussolini en 1929. Durante el resto de
su pontificado, la política exterior de Pío
Nono se centró en el esfuerzo por recuperar los Estados
Pontificios, insistiendo en que sin ellos no se podía
asegurar la independencia de la Iglesia.
Políticamente el viejo orden se estaba desvaneciendo,
pero el papa se negaba a aceptarlo. Por dondequiera que mirara
veía el surgimiento de la soberanía popular,
que lo aterraba, y de los Gobiernos parlamentarios, de los
que desconfiaba. Aún peor era, en su opinión,
el triunfo del "liberalismo", síntesis de
herejías que Pío rechazaba como negación
de la revelación divina y que acabó considerando
literalmente obra del diablo. En 1864, enfrentó a la
Iglesia con las principales corrientes e ideas del siglo XIX,
al publicar la encíclica "Quanta cura", a
la que agregó a modo de apéndice las ochenta
proposiciones del "Syllabus de errores". Ambos documentos
rebosaban de condenas. No sólo el liberalismo, el panteísmo
y el racionalismo, sino también el progreso, la separación
de Iglesia y Estado, la libertad de prensa, la libertad de
conciencia, los derechos civiles y hasta la civilización
moderna misma eran identificados con el mal y anatemizados.
Sin distinguir en los ideales y movimientos liberales, el
oro de la escoria, el papa los rechazó en bloque.
El efecto de esas fulminaciones fue el de crear un abismo
enorme entre la Iglesia y las sociedades occidentales contemporáneas.
Aquellos leales católicos liberales que veían
un valor positivo en ideas como la separación de Iglesia
y Estado se vieron desalentados o silenciados. Fuera de la
Iglesia se pensaba que el catolicismo estaba recayendo en
la más negra reacción. En los países
democráticos de mayoría protestante, como Inglaterra
y Estados Unidos, a los católicos les resultaba difícil
defenderse de las acusaciones de que su religión era
enemiga del bien del país. Por otro lado, los católicos
ultramontanos aplaudían el rechazo agresivo, propugnado
por el papa, del mundo moderno y pedían más
de lo mismo. Esos hiperpapistas creían que el futuro
de la civilización dependía de que se conservara
y se reforzara la autoridad del pontífice.
Hubo más. En 1869, Pío IX convocó el
I Concilio Vaticano. Entre los teólogos romanos nombrados
para establecer la agenda, había quienes deseaban que
los padres conciliares definiesen como doctrina de fe el "Syllabus
de errores". Pero Pío IX tenía en mente
un objetivo más global: consideraba que los tiempos
exigían que el concilio definiese, explícita
y solemnemente, la doctrina de la infalibilidad papal como
dogma de la Iglesia. Ya en 1854 había invocado, tras
consultar con algunos miembros del episcopado, la infalibilidad
papal al declarar dogma de fe la Concepción Inmaculada
de la Virgen María. A la mayoría de los padres
conciliares no les causaba ningún problema admitir
la idea de que el papa puede pronunciarse de manera infalible
en materia de creencias y de cuestiones morales esenciales
para la fe cuando habla como cabeza de la Iglesia universal;
pero había una minoría considerable convencida
de que sería poco oportuno definir esa doctrina como
dogma y atribuirle una categoría de verdad recibida
por revelación divina. Algunos querían introducir
en la declaración restricciones que evitasen que un
papa pudiera enunciar declaraciones infalibles basadas en
sus opiniones teológicas personales. Otros se oponían
a la noción concomitante de la jurisdicción
universal del papa sobre todos los católicos romanos;
deseaban que el concilio dejara constancia de que los obispos
gobiernan por derecho divino como sucesores de los apóstoles
de Cristo y no como meros representantes del papa.
Pío IX, sin embargo, no estaba con ánimos de
contemporizar. A pesar del acalorado debate que se entabló
entre los padres, no tuvo reparo en someter a presión
a los oponentes al documento de infalibilidad. Cuando un teólogo
distinguido, el cardenal Filippo Guidi, protestó en
privado ante Pío Nono, alegando que "la tradición
europea no es favorable al dogma", el papa exclamó,
enfurecido: "La tradición soy yo", y confinó
a Guidi a un convento hasta que se convenciera, a fuerza de
rezos, de la posición del papa. Al final, Guidi votó
con la mayoría partidaria de la infalibilidad.
En resumen, Pío IX perdió en poder temporal
cuanto ganó en poder espiritual. La historia posterior
demuestra que la infalibilidad papal resultó ser, hasta
ahora, una espada raras veces desenvainada: desde el I Concilio
Vaticano ha sido invocada sólo una vez y, aun entonces,
únicamente tras una amplia consulta con los obispos,
cuando Pío XII proclamó el dogma de la Asunción
corporal de la Virgen María a los cielos. Por otro
lado, la historia demuestra también que, a consecuencia
de la infalibilidad papal, ha surgido entre los creyentes
católicos un "culto al papa" que coadyuvó
a la centralización progresiva del poder en el Vaticano,
a lo largo del siglo XX, y convirtió la persona del
pontífice en objeto de una piedad casi idólatra.
Pío IX fue el primer papa que disfrutó de tal
adulación; su amigo y contemporáneo san Juan
Bosco no era el único en pensar que "el papa es
Dios en la Tierra. Jesucristo colocó al papa por encima
de los profetas, por encima de su precursor, por encima de
los ángeles. Jesucristo colocó al papa al mismo
nivel que Dios". Lo mismo pensaban los jesuitas de Roma,
que equiparaban el papa a "Cristo, si estuviera él
mismo y visiblemente aquí abajo para gobernar la Iglesia".
Los historiadores liberales no han tratado con mucha amabilidad
a Pío IX. Ellos señalan, por ejemplo, que eliminó
prácticamente todo discurso intelectual serio en el
seno de la Iglesia y que fracasó estrepitosamente en
su política exterior; a su muerte, sólo cuatro
países seguían manteniendo representantes diplomáticos
en el Vaticano. En fechas más recientes, en cambio,
su pontificado ha recibido valoraciones más favorables.
La Iglesia no se hundió en la irrelevancia, como presagiaron
algunos críticos, sino que se retiró y sobrevivió,
aunque a costa de perder, durante setenta y cinco años
una influencia considerable en los asuntos internacionales.
En retrospectiva, Pío IX ha de ser considerado, para
bien o para mal, el hombre que forjó el papado moderno.
En ese sentido, un juicio acerca de su pontificado encierra,
cuando menos implícitamente, un juicio acerca de la
evolución global de la Iglesia desde entonces. Snider
sabía muy bien -según llegué a descubrir-
que su defensa de Pío IX había de basarse en
la propia convicción del papa de que sus actos, por
mucho que se midieran con criterios humanos, le eran dictados
por la Divina Providencia.
Pero ¿qué sucede con la virtud personal de
Mastai-Ferretti, la madera de que se hacen los santos canonizados?
Abundaban, según hemos anotado ya, las pruebas de su
irascibilidad, así como su propensión a las
riñas. Por otra parte, había también
pruebas considerables de su afabilidad, de su encanto y de
su agudo ingenio (que a menudo se dirigía contra él
mismo tanto como contra los demás), de energía
y, sobre todo, de piedad personal. Su fe era sólida
como una roca y su firmeza estaba por encima de toda duda,
Pese a estar "prisionero", fue el primer papa que
celebró audiencias regulares en el Vaticano, y los
creyentes viajaban en tren por toda Europa para verlo. Menos
de una semana después de su muerte, el Vaticano recibió
la primera solicitud -de los franciscanos de Viena- para su
rápida beatificación.
¿Cómo medir entonces la supuesta santidad de
Mastai? ¿En qué episodios de una vida tan agitada
y controvertida se centrarían los asesores? ¿Qué
peso atribuirían en sus deliberaciones a la gestión
papal? ¿Osarían cuestionar la táctica
de presión que empleó durante el I Concilio
Vaticano para lograr la aceptación del dogma de la
infalibilidad? ¿Y cómo juzgarían el "Syllabus
de errores", tajantemente repudiado por las declaraciones
del II Concilio Vaticano? ¿Cómo juzgarían,
en fin, unos teólogos y prelados, formados en las enseñanzas
del II Concilio Vaticano, al padre del primero? Yo conocía
el resultado; pero solamente la "positio" de Snider
me revelaría cómo se obtuvo.
LAS OBJECIONES A LA CAUSA DE PÍO IX
A diferencia de otras "positiones" que había
leído, la de Snider no seguía el esquema habitual
de demostrar una por una las virtudes requeridas. Su tarea
específica era contestar a las objeciones hechas por
los asesores en las dos votaciones de la causa. Afortunadamente,
las objeciones estaban muy bien resumidas en un memorial escrito
por el padre Raffaelo Pérez, el antiguo "abogado
del diablo". Al leerlas, uno encuentra una curiosa mezcla
de asunto personales y políticos y, a veces, serias
insinuaciones de una conducta incorrecta por parte de la cabeza
de la Iglesia universal.
Varios asesores y prelados se mostraron consternados por
la notoria falta de "mansedumbre" de Pío
Nono. Los testigos habían declarado que prorrumpía
con frecuencia en "estallidos de cólera"
Y dirigía "comentarios cáusticos contra
personas de decente reputación". Era "impulsivo",
propenso a ridicularizar a otros y a expresar resentimientos
y desaprobación, sin importarle los efectos que su
afilada lengua tuviera sobre los destinatarios de su sarcasmo.
En opinión de algunos asesores, tal causticidad constituye
una seria falta de "caridad hacia el prójimo".
Como obispo y como papa, Mastai no practicó "la
norma fundamental de la caridad evangélica de no hacerles
a otros lo que uno no quisiera que le hicieran a él".
Se mostró demasiado dispuesto a aceptar sin más
las acusaciones contra terceros Y a castigarlos o a destituirlos
de sus cargos sin escuchar al acusado. El "abogado del
diablo" cita en particular la negativa del papa a conmutar
las condenas a muerte de dos anarquistas, Monti y Tognetti,
que volaron en 1862 una barraca donde se alojaban soldados
pontificios. Las ejecuciones escandalizaron, según
parece, incluso a los partidarios del papa. El "abogado
del diablo" señala que el papa Pío X mismo
"consta que dijo: "Este hecho bastaría ya
por sí solo para impedir la canonización del
siervo de Dios"".
El memorial acusa además a Pío IX de falta
de "prudencia en el gobierno". El "abogado
del diablo" cita seis casos en los que Mastai-Ferretti
ascendió a hombre indignos, ineptos o "excesivamente
ignorantes" a puestos importantes del gobierno pontificio.
También se acusa al papa de "haber llamado al
gobierno a personas hostiles a la religión". El
memorialista hace especial hincapié en el cardenal
Giacomo Antonelli, que fue durante veintiséis años
el poderoso secretario de Estado de Pío Nono. Según
algunos testimonios históricos, Antonelli era un hábil
experto financiero que no sólo llenó las arcas
del Vaticano, sino que amasó además una inmensa
fortuna personal. Aunque en el memorial no se alude específicamente
a tal aprovechamiento, se piden más informaciones sobre
los "interrogantes que permanecen abiertos" acerca
de la vida pública y privada de Antonelli.
El papa Pablo VI estaba especialmente interesado en cómo
trató Pío Nono al padre Antonio Rosmini-Serbati,
uno de los pocos intelectuales distinguidos de la Iglesia
italiana y también uno de sus hombres más piadosos.
El memorial pregunta si Pío IX manifestó "caridad
suficiente" hacia Rosmini, y señala que le prometió
repetidamente ascenderlo a cardenal, pero jamás cumplió
la promesa. Y, lo que es más importante, en el memorial
se afirma que el papa "tranquilizó" a Rosmini,
asegurándole que algunos de sus escritos políticos
estaban siendo examinados, cuando, en realidad, había
firmado ya un decreto de la Congregación del Índice
que los condenaba. Hay que decir que Rosmini fue uno de los
pocos intelectuales de la Iglesia que apoyaron la unificación
de Italia. ¿Por qué, pregunta el "abogado
del diablo", rechazó el papa entonces los consejos
de Rosmini y prefirió la política antiunificacionista
de Antonelli?
Varias objeciones cuestionan las actitudes políticas
que mantuvo. Se declaró oficialmente neutral en el
conflicto de 1848 entre Austria y los piamonteses, pero en
repetidas ocasiones violó tal neutralidad en favor
de Austria. De manera análoga, el memorial critica
el viraje abrupto y políticamente desastroso de Pío
Nono respecto del movimiento de unificación italiana.
El "abogado del diablo" señala el "desconcertante
contraste" entre su inicial actitud favorable a la independencia
de Italia y su posterior "oposición intransigente".
Pareció equivocarse acerca de la tendencia hacia la
forma de gobierno liberal que "todo el mundo sabía
irreversible".
A los ojos de algunos de los asesores, Pío IX daba
la impresión de padecer "cierta confusión
de ideas", particularmente en lo que se refería
a la distinción entre "la ley divina y la ley
humana". El "abogado del diablo" cita a continuación
a un historiador que afirma que la intransigencia de Pío
IX frente a un cambio político inevitable -sobre todo,
el decreto con el que prohibió a los católicos
italianos ocupar cargos públicos e incluso votar como
ciudadanos del nuevo Estado italiano- lo hacía personalmente
responsable de una serie de efectos dañinos para la
Iglesia: la pérdida "violenta" de los Estados
Pontíficios, el "más violento" y prolongado
conflicto entre la Iglesia y el Estado italiano, y el anticlericalismo
irrestricto". Además, el memorial acusa al papa
de no haberse ocupado de "la cuestión social",
es decir, de las necesidades de la emergente clase obrera
europea, que se avecinaba bajo la creciente influencia de
socialistas y comunistas. Esas necesidades "parecían
muy alejadas de sus intereses y preocupaciones pastorales".
Luego, el memorial exige una explicación de tres acontecimientos
importantes que afectaron a la Iglesia universal. Primero
pregunta si el papa actuó con la debida "firmeza
de alma" al huir de Roma a Gaeta, episodio que se califica
de "una de las páginas más tristes y menos
gloriosas de su pontificado". Segundo, pone en tela de
juicio "la conveniencia de algunas de las posiciones
que tomó en el "Syllabus de errores", que
fueron criticadas incluso por autores católicos".
Tercero, varios de los asesores preguntan si el papa dio a
los padres del I Concilio Vaticano "plena libertad"
para estudiar y discutir la definición dogmática
de la infalibilidad papal. ¿Se mostró el papa
decente y respetuoso con quienes se oponían a la cuestión
de la infalibilidad? Y, después del concilio, ¿no
dio muestras de cierto resentimiento hacia los obispos disidentes,
pese a que finalmente todos aceptaron la definición?
Éstos eran, pues, los últimos huesos que los
asesores teológicos y los cardenales tenían
atravesados en la garganta. Debe anotarse que algunas de las
cuestiones, especialmente las relativas al "Syllabus
de errores" y a la libertad de los obispos durante el
I Concilio Vaticano, habían desazonado a los historiadores
de la Iglesia desde hacía mucho tiempo. No sorprende,
por tanto, que el memorial proponga que varios de esos asuntos
espinosos se remitan a la sección histórica
de la congregación, en demanda de más documentación.
Además de esas cuestiones de carácter y de
competencia, el "abogado del diablo" informa que
había teólogos y prelados que se mostraban profundamente
preocupados por el impacto que la beatificación de
Pío IX pudiera tener sobre la Iglesia. Unos consideraban
que, por muy digno que fuera de recibir la "glorificación
final", no era ése el momento de proclamarlo beato;
otros recelaban de que se pudiera "desatar una nueva
campaña por parte de los liberales y demás anticlericales";
y estaban también quienes temían que la beatificación
fuese interpretada equivocadamente, en el sentido de que implicara
la aprobación, por parte de la Iglesia, de la rotunda
condena que Pío IX opuso a los principios e instituciones
liberales y democráticos. De todas formas, el sentir
general era que no había que precipitar la causa.
Y no se precipitó. Snider tardó nueve años
en formular su réplica. Además, lo hizo sin
pedir ayuda a los historiadores de la congregación.
Una cosa son las pruebas históricas, según declaró,
y otra, la teología; y era a la teología -o,
más precisamente, los designios de la Divina Providencia-
a la que él invocaba, en última instancia, para
demostrar la virtud heroica de Pío Nono,
LA ARGUMENTACIÓN DE LA DEFENSA
La réplica de Snider tiene doscientas veintitrés
páginas y está organizada en torno a quince
interrogantes, más un apéndice. El estilo es
propio de un abogado, lleno de frases largas y con arrebatos
de retórica italiana. Al leerla, uno se imagina al
abogado apoyado en la barandilla de la tribuna del jurado
y dirigiéndose a los asesores y a los prelados como
si lo que llevara fuese un pleito legal, ora congraciándose,
ora condescendiendo con los críticos de su cliente.
Lo sorprendente es que los haya convencido.
En los primeros cuatro capítulos, Snider pasa revista
a las objeciones y esboza el método que empleará
para refutarlas. Se ocupa no sólo de los puntos enumerados
por el padre Pérez, sino de todas las objeciones hechas
por diversos asesores a lo largo del proceso. Así,
señala, por ejemplo, que todos y cada uno de los testigos
interrogados por los tribunales de investigación "tuvieron
algún problema con la gestión del pontificado
por Pío IX". Observa además que el proceso
ha llegado a un estancamiento crítico: los asesores
favorables a la causa consideran que las pruebas de la virtud
heroica del papa pesan más que las pruebas negativas;
los críticos piensan lo contrario. "Ninguno de
los dos lados tiene razón", afirma Snider, y añade
que existe un término medio que él demostrará
y defenderá, recurriendo al método histórico-crítico.
A continuación, el abogado hace notar que muchos de
los asesores, incluso aquellos que consideran heroicamente
virtuoso al cndidato, ponen en cuestión la conveniencia
de beatificarlo. Esa postura es demasiado tímida, según
Zinder, y, en un aparte retórico pregunta si tal "miedo
a la incoveniencia" no podría haberse alegado
también en contra de los ochenta y nueve papas ateriores
ya canonizados o beatificados y, especialmente, contra aquel1os
que "descuellan de la multitud" por la audacia de
sus actos. Lo que preocupa a los pusilánimes, continúa
Snider, es que fa beatificación de Pío IX pueda
transmitir un mensaje equivocado al mundo contemporáneo;
a continuación admite que, dado que Pío IX simboliza
el rechazo de ciertos movimientos políticos, sociales
y culturales de su tiempo, la beatificación bien pudiera
ser interpretada como un apoyo de .la Iglesia actual a esas
posiciones antiliberales, y objeta, acto seguido, que tal
preocupación muestra una falta de confianza en el "magisterio
de la Iglesia", es decir, en el papa Juan Pablo II. Acepta,
sin embargo, la existencia de un peligro auténtico
no por parte de Juan Pablo II, sino de aquellos (probablemente
alude a los ultraconservadores) que "por un concepto
excesivo de sus propios conocimientos y de su autoridad, creyéndose
los únicos intérpretes seguros de dicho magisterio,
utilizarían la conducta pastoral del papa Pío
IX (...) a fin de justificar y, en algunos casos, imponer
a la Iglesia su propia orientación espiritual, intelectual
y pastoral, condenando cualquier otra orientación que
no sea la propia". Snider señala que eso ha sucedido
ya antes y que la tentación de abusar de la beatificación
de Pío IX es manifiesta en ciertas personas "de
una conciencia y un espíritu rigurosos".
Pero tal posibilidad de abuso, arguye el abogado, no es razón
para suspender la causa. Se propone demostrar que hay motivos
razonables para celebrar el pontificado de un papa cuya "importancia
y cuyo valor se prolongan hasta nuestros días, sobre
todo porque con ellos y a través de ellos la Iglesia
entró en la historia contemporánea del hombre,
manteniendo intacto el patrimonio de. sus doctrinas y valores
perennes". Es obvio aquí el eco del juicio de
Benedicto XIV sobre el celo por la fe. Snider se propone demostrar,
en efecto, que aquel pontificado "no muestra sino el
trayecto recorrido por la Iglesia desde Pío IX hasta
nuestros días en su ininterrumpida peregrinación
a través de la historia de la. humanidad".
Lo cual no significa necesariamente, agrega, someter la causa
tal como se pedía, a ulteriores investigaciones por.
parte de la sección histórica de la congregación,
que sólo conseguirían prolongar innecesariamente
el proceso y desviar la atención del objetivo principal
de investigar la virtud heroica. Y esboza un desafío:
"Estudien como quieran cualquier documento conocido o
desconocido, no encontrarán nada que ofrezca la formulación
definitiva de un juicio moral, positivo o negativo, acerca
de Pío IX."
Expone a continuación lo que considera la tarea de
cualquiera que haya de juzgar la supuesta santidad de Pío
IX:
"Quienquiera que estudie [esta causa] y, más
aún, quienquiera que la juzgue, ha de saber cómo
ver al papa Mastai en su posición exacta respecto a
la historia de la Iglesia y la historia civil de su tiempo,
Quienquiera que haga eso debe interpretar con precisión
su pensamiento en relación con la realidad de los tiempos
que él vivió y, por tanto, con las necesidades
reales de la Iglesia y de la sociedad, Hay que comprender
el espíritu con el que acometió su misión
pontificia, encaminada como estaba al carisma particular [como
papa y maestro supremo de la Iglesia] que le fue concedido
por la sabiduría divina, el carisma que nos revela
la razón sobrenatural de su pontificado, No hemos de
olvidar que la razón de todo pontificado no se debe
simplemente a causas puramente humanas. La razón de
un pontificado se lee en los designios de la Providencia y,
para ello, es necesario comprender, dentro de los límites
de nuestra inteligencia, el plan de Dios orientado al bien
de la Iglesia y al de la sociedad, que se realiza al advenimiento
al pontificado de Pío IX y en sus actos de magisterio
doctrinal y pastoral."
En resumen, a Pío Nono hay que juzgarlo como cabeza
de la Iglesia universal, no sólo de la italiana; como
líder espiritual, no simplemente como soberano de los
"moribundos" Estados Pontificios, y como un hombre
de su tiempo que, sin embargo, "participa en el despliegue
de la historia de la salvación, y que trató
de hallar los rastros de la divinidad en el devenir de la
historia de la humanidad". Adoptar un punto de vista
más restrictivo -y, específicamente, condicionando
la causa a sus limitaciones humanas como soberano temporal-,
insinua Snider, es ignorar "la naturaleza sagrada de
su pontificado", En otras palabras, el abogado decide
que, el contexto definitivo en que se debe juzgar a Pío
IX o es la historia profana, sino la historia de la salvación,
dominio en el que los "designios de la Providencia"
se revelan a través de las actividades de la Iglesia.
En sus propias palabras:
"El pontificado de Pío IX hay que verlo como
una continuación de la misión perenne de la
Iglesia y como la entrada de esa misión en una nueva
época. Obtendremos así las indicaciones más
seguras no sólo para el juicio histórico, sino
para los propósitos de nuestra investigación,
cuyo objeto es la correspondencia del intelecto, del sentido
de la vida, de los actos públicos y privados de un
pontífice respecto de sus responsabilidades ante Dios
y ante la Iglesia, a cuyo timón se halló colocado
en un momento importante de la historia contemporánea."
A continuación, Snider parafrasea -aunque no los cita-
los consejos de Benedicto XIV relativos a las virtudes que
hay que buscar en un candidato papal a la santidad.
"El carácter ejemplar de las virtudes de un papa
debe verse también en la constante obligación
a difundir el reino de Cristo en el mundo, mantener unida
a su grey, velar por el depósito de la palabra de Dios
y trabajar incansablemente a fin de que tal obra florezca
y se difunda por el mundo entero; consolidar la comunidad
humana conforme a la ley divina; inculcar al clero una conciencia
aún más honda de la dignidad de las sagradas
órdenes y de las obligaciones del ministerio sacerdotal;
dar firme testimonio del Evangelio; imprimir a los hombres
el sentido de su existencia y capacitarlos para comprender
plenamente el valor de la persona humana; cumplir en cualquier
circunstancia y condición la voluntad de Dios."
LA PERSONALIDAD DE MASTAI-FERRETTI
Tras exponer los términos y el contexto de su análisis,
Snider entra en una discusión de la personalidad de
Pío IX. Escribe que era un hombre como los demás,
mezcla de "alegrías, incertidumbres, temores,
esperanzas, impulsos de rebelión, dolores y sufrimientos".
Lo que lo distinguía, sin embargo, era la epilepsia,
un padecimiento que también soportaron, señala
Snider, Napoleón, Bismarck, Alejandro Magno y otros
grandes personajes de la historia. En contra de lo que afirman
algunos hagiógrafos, Snider insiste en que la epilepsia
de Mastai continuó atormentándolo durante toda
su vida adulta, y que la batalla personal que libró
para controlar sus efectos "le ayudó a adquirir
virtud". Debido a ese padecimiento, escribe el abogado,
Mastai era de temperamento nervioso e irascible, sobre todo
en los momentos difíciles. No obstante, asegura a sus
lectores que el papa jamás tuvo la intención
de causar daño moral o material al prójimo;
y si perjudicó a alguien -de lo cual no cabe duda alguna-,
se trató únicamente de un desafortunado efecto
de su enfermedad.
Por otro lado, Snider argumenta que Pío IX exhibía
una serie de cualidades entrañables; tenía "la
cara abierta y abierto el corazón", "quería
amar y ser amado" y, durante toda su vida, mostró
"una actitud amable y juvenil". Es cierto que era
a veces pesimista, pero lo mismo puede decirse de otros santos;
si fue impulsivo, fue también apasionado y entusiasta,
especialmente en su "deseo del reino de Dios"; y
valiente, asegura el abogado: lo demuestran su decisión
de convocar el I Concilio Vaticano y la de arrancar la definición
dogmática de la infalibilidad papal "de entre
los dientes de una época descreída".
Aunque no era un intelectual, Mastai poseía un talento
magistral para "simplificar" asuntos complejos.
Lo que algunos críticos consideran una negativa "retrógrada"
a reconocer las nuevas realidades era en realidad una aguda
capacidad de penetrar hasta el fondo de las cosas y reconocer
los pasos necesarios que había que dar "por obediencia
a la verdad". Snider nos asegura que Pío IX "poseía
una inteligencia tal que sabía ver las cosas de la
misma manera que las veía Dios, lo cual significa que,
de alguna manera, participaba del mismo horizonte de Dios".
A la hora de resolver problemas, nunca se fiaba solamente
de la razón humana, sino que siempre "sentía
la necesidad de dejarse guiar por el carisma que, como papa,
sabía que tenía". Así guiado, ese
"papa conservador que ha sido visto [por sus críticos]
como encerrado en una defensa desesperada del pasado [fue
en realidad capaz] de ver mejores tiempos para la Iglesia
con una lucidez y una precisión que no dejan de ser
extraordinarias".
Lo más notable de todas estas afirmaciones no es solamente
el hecho de que contradicen el juicio histórico generalmente
aceptado, sino también la escasez de notas bibliográficas
en que se apoyan; aparte de unas pocas referencias a biógrafos
favorables a Pío, no se cita en su apoyo a ninguno
de los testigos que fueron interrogados para la causa. Esencialmente,
Snider presenta a Pío IX tal y como éste se
veía a sí mismo. Cuando pasa a describir, en
cambio, la misión eclesiástica del papa en pleno
siglo XIX, el lenguaje que usa no es ya el de Mastai, sino
el de los padres del II Concilio Vaticano.
EL LIBERALISMO, LA INFALIBILIDAD DEL PAPA Y EL I CONCILIO
VATICANO
Antes que nada, Snider recuerda a los asesores que la misión
del papa era la de "ser el pastor que difunde el mensaje
de Cristo desde el trono más alto del magisterio eclesiástico,
dando testimonio de la verdad, siendo la voz del espíritu
de la verdad que guía en su viaje terrenal a la Iglesia,
la comunidad de fe, esperanza y amor, especialmente como organismo
social, una comunidad sacerdotal, real y profética".
Lejos de ser un reaccionario empeñado en restaurar
los poderes temporales del papado, arguye Solder, Pío
IX fue en realidad un reformador que preparó a la Iglesia
para una nueva era, al establecer nuevas estructuras y nuevos
medios para el gobierno de la Iglesia; en suma, un lejano
precursor de Juan XXIII.
En segundo lugar, Snider afirma que el papa Mastai se propuso
la tarea de reconstruir el orden social. Hay que señalar
que se trata de una afirmación extraordinaria, que
contradice el consenso de los historiadores. Según
ese consenso, el papado no comenzó a afrontar la "cuestión
social" -es decir, el auge de la burguesía y el
desarrollo de un proletariado urbano- sino durante el mandato
del sucesor de Pío IX, León XIII. Y, sin embargo,
en medio de una florida retórica carente de toda prueba
documental, Snider no sólo describe a Pío IX
como un avanzado reformador de la sociedad secular, sino que
llega a insinuar que Mastai anticipó la eclesiología
progresista del II Concilio Vaticano:
"Incluso podría- decirse que el pontificado de
Pío IX hablaba de la Iglesia y el servicio, de la Iglesia
y la pobreza, de la Iglesia y la reforma, de la Iglesia y
la adaptabilidad y -no debemos vacilar en decirlo- de la Iglesia
dialogante, de la Iglesia y las realidades terrenales, del
dinamismo de la fe y la integración de la historia
humana con la historia de la salvación; [hablaba] en
una palabra, de la Iglesia y del mundo con el mismo sentido,
con la misma plenitud de argumentos demostrativos, con las
mismas palabras e idénticos términos que, un
siglo después, se utilizarían en el II Concilio
Vaticano".
Diríase que, en ese punto, Snider ha abandonado el
método histórico-crítico; de hecho, no
hace más que invocar el lenguaje y los conceptos del
II Concilio Vaticano a fin de colocar bajo una luz más
favorable la condición de Pío IX. Si la misión
del pontífice, según ha sugerido ya Snider,
es siempre la misma -predicar el Evangelio, dirigir la Iglesia,
defender el patrimonio religioso y sus principios-, entonces,
sólo falta demostrar que aquel papa desempeñó
tal tarea dentro del horizonte y los desafíos de su
época.
Al pasar revista a los trastornos sociales que precedieron
al pontificado de Mastai, Snider observa que la Revolución
Francesa y la revolución industrial habían producido
"una clase social enteramente nueva", la burguesía,
"que no poseía la formación religiosa y
espiritual" de la que disfrutaba la desplazada aristocracia.
La Iglesia no tenía ninguna enseñanza social
para esa nueva clase, y el hecho de que Pío IX no la
formulara no debe juzgarse como falta de prudencia o de justicia.
De nuevo recuerda a los asesores que la principal responsabilidad
de Mastai como papa no era intelectual, sino pastoral; en
consecuencia, cualquier error de apreciación que cometiera
a escala administrativa, política o diplo ática
no debe confundirse con la prudencia que mostró como
pastor y maestro supremo de la Iglesia.
Snider admite que hay cierta verdad en la acusación
de que el pado de Pío IX se mantuvo intransigente frente
al liberalismo; al fin y al cabo, Mastai se crió en
el norte de Italia y, aun siendo obispo de Imola, se hallaba
lejos de las nuevas ideas acerca de las ,instituciones que
estaban transformando el rostro de Europa. Apunta Snider que,
en el ámbito de las ideas, la influencia de los pensadores
de la Ilustración había hecho surgir una nueva
concepción de los derechos naturales del-hombre y hasta
una nueva figura: la del ciudadano. Nacían nuevos Estados,
basados en la soberanía popular y en la igualdad de
derechos ante la ley, se redactaban constituciones democráticas,
se secularizaban los organismos públicos, el nacionalismo
flotaba en el aire; a algunas personas, y especialmente a
los ultramontanos, "todas esas cosas les parecían
obra de Satanás". En todo caso, Snider sí
acepta que, durante el pontificado de Pío Nono, las
autoridades romanas juzgaron el liberalismo en general "desde
lejos" y no comprendieron en absoluto a los católicos
liberales de Francia y de Alemania.
No obstante, para Snider el hecho de que Pío IX no
llegara a "una percepción más profunda"
de todos los acontecimientos de su época no debe contabilizarse
en su contra ni hay que atribuirle la responsabilidad personal
de todas las "consecuencias negativas" que su política
acarreó a la Iglesia; al igual que otros papas, dependía
necesariamente de sus subalternos. De lo que sí se
puede y se debe pedirle cuentas, dice Snider, es de su "responsabilidad
de ayudar a la Iglesia a escuchar, por debajo de todos esos
cambios, la voz de Dios que se expresa continuamente en la
voz de los tiempos que uno vive".
La cuestión es, por tanto, si el papa mostró
discernimiento espiritual en su respuesta a las ideas y a
los movimientos de su época. A primera vista se diría
que no; y Snider lo admite. Parece que Pío no se percató
de que el liberalismo encierra unos principios de libertad
y justicia social que la Iglesia misma acabaría por
abrazar. Al contrario, Pío IX ha sido criticado siempre
por su tenaz rechazo de las nuevas ideas; especialmente, en
el apodíctico "Syllabus de errores".
Pero, según alega Snider en defensa de Mastai, una
lectura atenta de todos los escritos del papa demuestra que
éste "no pretendía condenar la libertad,
que en los seres humanos es signo de la imagen divina y, por
ende, expresión y garantía de la dignidad del
hombre y del respeto a los valores del espíritu humano";
lo que Pío denunciaba son los principios y los programas
del racionalismo y del naturalismo "que podían
conducir a un absolutismo opresivo y represivo". En ese
sentido, condenaba el liberalismo "como una manera de
recordar a la gente que no exaltara la razón humana
y las instituciones humanas en tal grado que olvidaran a Aquél,
de cuya mano las recibieron, o, por lo menos, los dones que
Dios nos dio para realizar esos sueños liberales".
Tras esa justificación racional de la condena papal
del liberalismo, el abogado ataca los temas que rodean el
I Concilio Vaticano y el dogma de la infalibilidad del papa.
Su argumento es que Pío IX veía en la infalibilidad
"la razón misma de la presencia de la Iglesia
en la historia de la humanidad". En ese sentido, Mastai
no consideraba la infalibilidad como un poder centrado en
la persona del papa a fin de autoglorificar a éste,
sino como un medio para mantener la unidad de la Iglesia:
"De la Iglesia se sabe que es infalible en cuanto se
mantiene unida al Santo Padre, que actúa como pastor
de todos los fieles."
Permanece en pie, sin embargo, la pregunta de si Pío
IX permitió a los padres del I Concilio Vaticano actuar
libremente cuando votaron la definición de la infalibilidad
papal como dogma de la fe católica romana. Aquí
Snider admite que la organización del concilio, y particularmente
de sus comisiones preparatorias, obedecían a "una
mentalidad que hoy en día ninguna asamblea, sea civil
o eclesiástica, aceptaría". Por lo demás,
recuerda a los asesores que, aun en ocasión tan reciente
como el II Concilio Vaticano, los obispos se rebelaron contra
unos principios de organización y unos procedimientos
que consideraban contrarios a la libertad y al pleno uso de
sus facultades. Señala además que en el I Concilio
Vaticano hubo obispos, tanto favorables como contrarios a
la doctrina de la infalibilidad, que tenían cosas elocuentes
que decir, pero ninguna oportunidad de hablar. Por muy lamentable
que sea, dice el abogado, lo cierto es que no había
tiempo suficiente para escuchar a todos; y tampoco era necesario,
asegura Snider: la mayoría estaba en favor de! dogma,
y la mayoría decidió.
Pero hay en el tema de la infalibilidad papal algo más
que la cuestión de la libertad de los padres conciliares:
"Hay que preguntarse si la doctrina de la infalibilidad
papal no habrá tenido, en realidad, una importancia
incalculable para la historia futura de la Iglesia, [al ser
un acontecimiento] en el que se expresaron las razones sobrenaturales
e históricas del pontificado de Pío IX."
Snider afirma que la idea de la infalibilidad papal surgió
muy temprano en la vida de Mastai, mucho antes de ser elegido
papa, y que la invocó en 1854, cuando proclamó
el dogma de la Concepción Inmaculada: "A él
y a otros les parecía que la proclamación de
la Concepción Inmaculada era una misión asignada
por Dios; y obrar de ese modo conducía naturalmente
a la definición dogmática de la infalibilidad
papal." Para Pío IX, dice Snider, "la finalidad
básica de la infalibilidad papal era la de salvaguardar
la misión del papa y la de la Iglesia" en una
época en que el papado había perdido su poder
temporal; y también veía en la infalibilidad
un rechazo del galicanismo, es decir, de los diversos intentos
-no exclusivamente limitados a Francia-, por parte de gobiernos
y/o Iglesias locales, de restringir la autoridad papal, especialmente
en lo relativo al nombramiento de obispos. En retrospectiva,
según Snider, bien puede apreciarse el designio de
la Providencia en el hecho de que el I Concilio Vaticano quedara
suspendido prematuramente después de la primera sesión
-con lo cual se postergó por un siglo más el
debate sobre la autoridad correlativa de los obispos- porque
"en realidad reforzó el prestigio universal de
la misión del papa como condición necesaria
para la vida de la Iglesia en el curso de la historia".
Luego, Snider trata una serie de temas relacionados con la
prudencia de Mastai en la gestión de sus cargos, como
papa y como jefe de los Estados Pontificios. Varios asesores
opinaban, por ejemplo, que Pío IX incurrió en
una reacción excesiva al decretar el "Syllabus
de errores"; particularmente, si se tenía en cuenta
que una serie de eminentes intelectuales católicos
habían abrazado los principios del liberalismo político
y trataban de reconciliados con la doctrina de la Iglesia.
Snider admite que "hoy en día, por supuesto, no
nos adheriríamos jamás a algunas de las formulaciones
del "Syllabus de errores" porque no concuerdan con
las realidades sociales, culturales y políticas de
nuestro tiempo", y admite también que el lenguaje
que el papa empleaba al deplorar los males que veía
en su época "a nosotros acaso nos parezcan un
poco dramáticos"; pero añade que Pío
IX no fue el último papa que criticó las premisas
racionalistas del liberalismo y que eso es, en opinión
de Snider, lo que debe hacer un papa como "guardián
de los valores del espíritu".
El abogado reconoce, sin embargo, que Pío Nono condenó
a una serie de eminentes católicos liberales, de quienes
la historia demostraría que fueron hijos leales de
la Iglesia. La verdad es, según Snider, que las condenas
del papa se basaban en la ignorancia: jamás llegó
a conocer a esos hombres ni sus obras, ni comprendió
las circunstancias políticas de Francia, Alemania y
demás países en donde los intelectuales y activistas
católicos liberales intentaban conciliar los aspectos
positivos del liberalismo con la doctrina de la Iglesia. Pero
vuelve a insistir, en defensa del papa, en que no había
unanimidad en la Iglesia acerca de cómo había
que tratar el liberalismo y ni siquiera acerca de las responsabilidades
políticas de los católicos bajo los Gobiernos
liberales. "Pío IX no podía prever el porvenir",
escribe Snider, y, aunque sus medidas fuesen duras (prohibió
a los católicos italianos ocupar cargos públicos
e incluso votar), "la historia demuestra que en ello
estaba obrando un designio providencial del que él
formaba parte".
LA MORALIDAD DE LOS PAPAS COMO SOBERANOS TEMPORALES
En ese punto, Snider pasa a ocuparse del caso particular
del padre Rosmini, cuya vida y obra fueron admiradas por Juan
XXIII y por Pablo VI. Del memorial del "abogado del diablo"
resulta evidente que varios asesores veían, en la manera
en que Pío Nono trató a ese hombre piadoso,
un ejemplo flagrante de su falta de prudencia y de justicia.
Snider reconoce que Rosmini no sólo era un pensador
brillante y un hombre piadoso, sino incluso un candidato apto
para la canonización. ¿Por qué, entonces,
Pío IX le negó el solideo prometido y por qué
condenó dos de sus obras más distinguidas, "Las
cinco heridas de la Iglesia" y "Una constitución
conforme a la justicia social", condenas que han impedido
hasta el día de hoy que la causa de Rosmini prosperara
en la congregación?
La respuesta, para Snider, hay que buscarla en la difícil
posición política en que se hallaba el papa.
Rosmini abogaba por una Italia independiente y unificada,
posición esta que le causó problemas con la
Austria católica, que se consideraba protectora de
las libertades de la Iglesia en Europa; también atacó
el sistema de beneficios eclesiásticos, mediante el
cual el emperador austríaco y otros monarcas europeos
lograban controlar a los obispos de sus ámbitos de
jurisdicción. Tenía, por tanto, muchos enemigos
dentro de la Iglesia que se sentían amenazados por
sus ideas, organizaron una campaña contra él
y lo vilipendiaron como un nuevo Calvino o un nuevo Lutero.
En tales circunstancias, el papa no podía cumplir
su promesa de elevarlo a rango de cardenal, y mucho menos
nombrarlo secretario de Estado como tenía planeado,
ya que tal decisión le habría granjeado la enemistad
de los austríacos, cuyo apoyo el papa necesitaba en
su conflicto con los líderes anticlericales del "risorgimento".
La decisión del papa de someter al escrutinio de los
censores teológicos del Vaticano los escritos de Rosmini
obedeció en realidad a la intención de proteger
a Rosmini; al proceder así, dice Snider en lo que es
claramente e! argumento más débil y más
paradójico de cuantos esgrime en defensa del pontífice,
Pío IX esperaba poner fin a la lucha ideológica
en el seno de la Iglesia que los escritos de aquél
habían ocasionado. En resumen castigó a Rosmini
para silenciar a sus críticos, aunque éstos,
de hecho, prosiguieron su campaña contra él.
La discusión del asunto Rosmini resulta ser el preludio
a una cuestión mucho más amplia: ¿manifestó
Pío IX, en su ejercicio del poder temporal como jefe
de los Estados Pontificios, las virtudes de la prudencia y
la justicia en el grado heroico que se requiere, para la canonización?
A lo largo del proceso, los asesores habían planteado
diecinueve objeciones específicas a la prudencia de
Mastai. Entre éstas figuraban la extraordinaria influencia
ejercida por el secretario de Estado, cardenal Antonelli;
el trato injusto que dio a numerosos individuos dignos y capacitados;
el nombramiento de personas ineptas y carentes de preparación
para cargos de los Estados pontificios, y la decisión
de prohibir a los católicos italianos la participación
en la política del país, tras la pérdida
del poder temporal en 1870.
La respuesta inicial que da Snider a esas objeciones es acusar
a los asesores de cometer varios errores graves. Ellos suponen,
que el papa fue, en cada caso, el único responsable
de todas las decisiones administrativas que se tomaron durante
su pontificado, achacándolas a la impulsividad, a la
intransigencia o a la falta de tino político de Mastai;
de ese modo, no pueden reconocer que, en algunos casos, la
culpa era de los subalternos y, aun cuando la responsabilidad
fuese exclusivamente del papa, los objetores no tienen en
consideración, como debieran, sus intenciones y su
actitud.
Para Snider, la verdadera cuestión es de doble naturaleza:
al considerar la causa de un papa, ¿qué peso
debe otorgarse a su ejercicio del poder temporal y por qué
criterios han de medirse sus decisiones como jefe de un Estado
político? "En el designio de Dios, ni Pío
IX ni ningún otro de los papas que lo precedieron fueron
colocados a la cabeza de la Iglesia universal solamente para
ejercer una soberanía puramente temporal ni con el
mero fin de velar por el bien privado y común de los
súbditos", argumenta Snider; por el contrario,
los papas son elegidos para dirigir la Iglesia en una misión
religiosa a la cual se subordinan, de distintos modos, ciertos
asuntos de índole política, económica
y social. La manera como un papa trata los asuntos temporales
es ciertamente importante al juzgar su prudencia y su justicia,
pero la cuestión que aquí se plantea no se refiere
a la sabiduría práctica, sino a la moralidad;
en otras palabras, a la "sinceridad".
Pero admite que Pío IX cometió errores en sus
decisiones prácticas, aunque, como buen abogado defensor,
no especifica en qué consistieron tales errores. Al
fin y al cabo, observa Snider, la infalibilidad papal no convierte
a un papa en omnisciente y, sin embargo, a todo papa le asiste
efectivamente el Espíritu Santo, "rellenando las
lagunas de sus conocimientos, reparando las faltas y los errores
que no sean deliberados, garantizándole las luces necesarias
para que por su pontificado el Pueblo de Dios pueda ver (como
en este caso) en el pontífice romano al vicario de
Cristo y cabeza visible de la Iglesia, el fundamento principal,
perpetuo y visible de la unidad de la fe y de la comunidad
[de los creyentes]". Afirma después audazmente
que hasta los errores cometidos por Pío IX como soberano
temporal son prueba de que se hallaba guiado por Dios, ya
que, en opinión del abogado, la historia demuestra
que logró, en efecto, mantener la unidad de la Iglesia
y la integridad de la fe en un período de profunda
crisis.
En otras palabras, la argumentación es que, mientras
se pueda demostrar que un papa hizo lo que pudo como monarca
temporal -es decir, con tal que haya actuado de buena fe y
buscando el bien de la Iglesia-, los jueces deben concederle
el beneficio de la duda sin considerar los efectos que esos
actos y esas decisiones tuvieran para la vida de la Iglesia.
Establecido ese principio general, pasa a ocuparse de las
objeciones específicas a la conducta del papa como
jefe de Estado y, en cada caso, encuentra los actos del papa
justificados o, cuando menos, disculpables. La mayor acusación
es que Pío IX estaba tan preocupado por la pérdida
de los Estados Pontificios que no reparó en que tal
pérdida liberó, en realidad, al papado de sus
responsabilidades y compromisos políticos, permitiendo
a los papas futuros ejercer el poder de persuasión
espiritual en mayor armonía con el Evangelio. Snider
contesta a esa objeción que la negativa de Mastai a
aceptar la pérdida de los Estados Pontificios era más
que comprensible como "la experiencia de un hombre anciano
que veía desvanecerse el mundo en el cual se había
criado, al que estaba acostumbrado y que formó toda
su vida como ser humano y como sacerdote". De todos modos,
no es que Mastai codiciara el poder temporal como un fin en
sí mismo, sino que consideraba que la monarquía
papal era indispensable para la libertad de la Iglesia universal.
En cuanto a los nombramientos para cargos políticos
y temas afines relacionados con la prudencia y la justicia
hacia los demás, encuentra motivos razonables a cada
uno de los actos del papa. Su principio rector es, en cualquier
caso, que tales cuestiones son esencialmente irrelevantes
para demostrar la santidad del candidato. Afirmar lo contrario,
dice Snider, requeriría que los críticos de
la causa demostrasen que ningún otro papa más
que Mastai permitió semejantes cosas. Además,
"si suspendemos la causa de Pío IX, deberemos
decretar la prohibición de todo culto público
a los papas, santos o beatos, que precedieron a Pío
IX", porque también ellos fueron imperfectos como
custodios del poder temporal. En resumen, Snider sostiene
que la conducta del papa como soberano temporal no ofrece
ningún criterio serio para Juzgar su virtud moral.
EL PAPA COMO REFORMADOR DE LA IGLESIA Y DE LA SOCIEDAD
A continuación, Snider contesta a la objeción
de que Pío IX no supo reconocer la "cuestión
social" y menos aún hallarle respuesta, es decir,
los trastornos sociales y económicos creados por la
desintegración de la nobleza europea. Su respuesta
es que en la Iglesia muy pocas personas, y Mastai menos que
nadie, se percataron de las transformaciones sociales que
se estaban produciendo. Si el papa se mostró "tímido
y lento" al responder a las necesidades y aspiraciones
de las nuevas clases sociales, fue porque sabía que
su conocimiento y experiencia de los asuntos seglares eran
limitados. No supo reconocer la emergente "lucha de clases"
en Europa porque tales conceptos no llegaron a ser ampliamente
conocidos hasta el pontificado de su sucesor, León
XIII. Sin embargo, concluye Snider, visto en el contexto de
su tiempo, Pío hizo lo que tenía que hacer,
"preparó las condiciones espirituales y morales
necesarias y las premisas doctrinales"que permitirían
a su sucesor "presentar la cuestión social como
el problema fundamental que se le planteaba a la Iglesia universal",
Finalmente, Snider recoge las repetidas objeciones de que
Pío IX desatendió las reformas y la renovación
necesaria de la Iglesia. Admite que Mastai no poseía
la exquisita formación cultural y social de un Rosmini,
de un John Henry Newman o de otras lumbreras de la Iglesia
decimonónica; alega, sin embargo, que llamó,
a su manera, a la Iglesia "a una purificación
más honda y que intentó, mediante el ejercicio
de su magisterio, elevar el tono moral y espiritual de la
institución".
Primero, Mastai buscaba la renovación personal a través
de su propia dedicación espiritual; y aquí Snider
observa cuánto más difícil es demostrar
las virtudes heroicas de un papa en comparación con
las de un sacerdote ordinario, pues estos últimos están
mejor situados para intervenir personalmente en las vidas
de los individuos y cambiados a mejor, mientras que los papas,
debido a su elevado rango jerárquico, tienen menos
posibilidades de tratar a los individuos con intimidad. Así
pues, el heroísmo de un papa puede parecer "algo
difuso y difícil de demostrar con ejemplos y argumentos
precisos".
Aun así, para Snider es posible ver en "todo
el magisterio" de Pio IX una "preocupación
constante y cada vez más honda por la dignidad de la
persona humana, los deberes y la vida coherente de la fe que
permitió, a los cristianos ser la luz del mundo contemporáneo".
Seguidamente, enumera los mayores logros pastorales del pontificado
de Pío IX: la creación de numerosas diócesis
nuevas, sedes metropolitanas, vicarías y prefecturas
apostólicas en el mundo entero; la restauración
de las jerarquías católicas de Inglaterra Y
de los Paises Bajos; la "prisa" en celebrar sínodos
diocesanos Y provinciales; la apertura en Roma de varios seminarios
Y colegios para estudiantes extranjeros; y el "enriquecimiento
de la cultura católica", especialmente en filosofía
y en teología, mediante el fomento del estudio de santo
Tomás de Aquino. Snider va tan lejos como para sugerir
que, en comparación con esos logros, el impacto negativo
del tan criticado "Syllabus de errores" es de relativamente
poca importancia.
A la luz de todo esto, pregunta Snider, ¿por qué
insisten los asesores negativos en ver a Pío IX como
un hombre obstinado? ¿Por qué la tenaz resistencia
del papa a los cambios del orden social y a las ideas reinantes
del pensamiento liberal deben atribuirse a un "orgullo
excesivo"? ¿Por qué no se ve, en la lentitud
con que evolucionaron sus ideas ante al desequilibrio abrumador
de la época, más bien una prueba de las virtudes
de prudencia, templanza y humildad? El sentido de la renovación,
argumenta, no es cambiar la Iglesia como respuesta a las realidades
cambiantes de los tiempos, sino "cambiar la Iglesia de
modo que ésta pueda cambiar el rostro de los tiempos".
CONCLUSIÓN DE LA DEFENSA
Llegados a este punto, el lector casi cree oír a Snider
levantando la voz a medida que se acerca a la conclusión
de su alegato. Las cuestiones que los jueces deben considerar
son las siguientes:
"¿Qué aportó el pontificado de
Pío IX a la actualización del plan de salvación
concebido por Dios en su inserción visible en la historia,
y de qué manera continuó la historia de la salvación
visiblemente en la Iglesia gobernada por Pío IX? ¿De
qué manera permitió su pontificado que la historia
humana se integrara en la historia de la salvación
que continúa camino al futuro?"
Así es, según Snider, como Mastai entendía
la misión de la Iglesia y como, en consecuencia, debe
ser juzgado.
"Cuando era un joven sacerdote, deseaba alcanzar una
comprensión de los sucesos que se desarrollaban en
la calle, en el sentido de saber si eran una manifestación
de la voluntad de Dios; y ese sentimiento fue creciendo en
él en forma de un concepto claro de la Iglesia en su
avance a través del tiempo, con la certeza de la infalibilidad
que viene de Dios, pero que abarca también la falibilidad
a que están sujetos sus miembros. La famosa proclamación
de la infalibilidad es [por tanto] el pleno florecimiento
de tal concepto."
En cuanto a los errores y fracasos del pontificado de Pío
IX, solicita de los jueces que comprendan que el papa "no
podía ni prever ni acortar" los acontecimientos
de su tiempo, pero lo que sí podía hacer, y
lo hizo, era "responder constantemente [a esos acontecimientos]
con la misma conciencia de la labor que el Espíritu
Santo realiza a través de la Iglesia, para que [así]
la Iglesia sea la luz del mundo". Snider admite que la
Iglesia italiana puede haber sufrido daño, al prohibir
a los católicos la participación en la vida
pública de su país, y reconoce que ello representa
una "dificultad" para la causa; "pero lo cierto
es que, aunque la Iglesia podía parecer una especie
de residuo del pasado que defendía una verdad que a
los intelectuales de la época no les interesaba, no
se hallaba ya sostenida por los sistemas de soporte"
que existían en Europa antes de la Revolución
Francesa. Si desde fuera "se veía a la Iglesia
como una sociedad privada que defendía su propia causa",
la verdad es que estaba "reagrupándose y juntando
fuerzas".
Dadas esas realidades, continúa Snider, Pío
IX se veía confrontado con una doble responsabilidad:
la de "continuar la obra de restauración emprendida
por sus predecesores" y la de "levantar una especie
de dique contra las diversas formas de la irreligiosidad moderna".
Pero fueran cuales fueran sus éxitos y sus fracasos
hay que reconocer que Pio IX "siempre entendió
que su deber supremo era guiar a la Iglesia en su camino a
través de la historia, permitiéndola seguir
avanzando hacia el futuro con la certeza de que las puertas
del infierno no se impondrían".
Lo significativo de la "positio" de Snider sobre
Pío IX no es que haya tenido éxito, sino cómo
lo consiguió. Aunque cada causa se juzga por sus propios
méritos, los precedentes son muy importantes para los
hacedores de santos. En este caso, tenemos el ejemplo más
reciente -y el único contemporáneo- de cómo
la congregación trata las causas de los papas. Y de
ahí se pueden extraer una serie de conclusiones.
Primero, de las objeciones a la causa resulta claro que los
papas no son inmunes al escrutinio. Por citar sólo
un ejemplo: la cuestión de si Pío IX dio plena
libertad de discusión a los obispos en el I Concilio
Vaticano. Cabe anotar que se trata de un asunto sumamente
delicado, que ha sido alegado por teólogos católicos
disidentes como argumento para rechazar la infalibilidad del
papal. El hecho de que los teólogos y los prelados
de la congregación, que difícilmente podrán
calificarse de liberales, hayan insistido en examinar ese
punto atestigua la independencia e integridad del proceso.
Piénsese lo que sea de la respuesta de Snider a este
respecto, queda el hecho de que el proceso mismo exigía
que se investigara lo que parecía ser simple falta
de caridad hacia el prójimo por parte de Mastai.
De manera semejante, está claro que a los papas hay
que pedirles cuentas de sus decisiones burocráticas
y administrativas. En otras palabras, no es suficiente que
sean personalmente piadoosos; además, deben ser prudentes
y justos. Menos claro parece, Sin embargo, que las virtudes
de un papa deban incluir la sabiduría al juzgar y tratar
los movimientos y las corrientes de ideas del mundo seglar.
Si los asesores contrarios a la causa responsabilizaban a
Pío IX de las consecuencias nefastas que tuvo el "Syllabus
de errores", eso indica sin duda que esa dimensión
de los pontificados es decisiva a la hora de juzgar las virtudes
heroicas de un papa. Por otra parte, la lógica de la
exitosa defensa de Snider Sugiere que las intenciones de un
papa, con tal de ser morales, bastan para compensar las consecuencias
negativas de sus decisiones. En resumen, es suficiente que
haya hecho "todo lo que pudo".
Lo que esto sugiere es que la "perfección exigida
a un santo no abarca todas las facetas de las responsabilidades
eclesiásticas de un papa. En efecto, es difícil
imaginar cómo podría hacerlo. Snider mismo argumenta
que es suficiente que en el balance las virtudes de un papa
superen a los defectos. A ese respecto, una parte de su defensa
depende de la demostración de que Mastai necesitaba
toda la dirección divina que estuviera a su alcance
porque tenía muchos defectos humanos; y, en ese sentido,
su "positio" revela, precisamente por ser limitada
y específica, una personalidad mucho más redonda,
más "humana", que la de Katharine Drexel
o la de Cornelia Connelly.
Por otra parte, la defensa de Snider se basa en la premisa
de que a los papas hay que juzgados de manera diferente que
a otros siervos de Dios. No es simplemente que a un papa se
le juzgue por el celo que mostró en la preservación
y la propagación de la fe; antes bien, arguye Snider,
es que porque un papa es un papa -es decir, porque se halla
investido del "carisma" de su cargo de sumo pontífice-
hay que suponer que cumple el "designio de la Providencia
Divina". Es éste, en el mejor de los casos, un
razonamiento dudoso. En ningún momento insinúa
Snider que un papa pueda, de hecho, ir en contra de los designios
de la Providencia o, para emplear unos términos más
teológicos, que pueda no responder a las gracias que
le son ofrecidas, en cambio, solicita de los jueces que den
por sentado, sin más, que Pío IX fue siempre
obediente a la voluntad de Dios y que actuó en consecuencia
al ejercer sus deberes como papa. Si el rumbo por el que condujo
a la Iglesia causó sufrimientos a muchos católicos
devotos y distinguidos, si precipitó un retroceso cultural
que mutiló gravemente la capacidad del catolicismo
para responder a los desafíos del pensamiento moderno
y de los movimientos sociales, si sin necesidad alguna hizo
pesar sobre los católicos la sospecha de que no podían
ser ciudadanos responsables de un Estado democrático,
si apadrinó la mentalidad obcecada que desembocó
en el progromo intelectual que con Pío X se desató
contra los estudiosos católicos; todo eso cuenta poco,
en última instancia, al valorar el impacto del pontificado
de Pío IX. En resumen, a lo que Zinder invita a los
jueces es a aceptar a Pío IX como un personaje necesario
y ejemplar de la historia de la salvación; en comparación
con esto, sus errores mundanales no merecen la menor atención.
Lo que los jueces hagan con los argumentos de Snider no se
podrá saber hasta que se publiquen. Desde luego, no
tienen que aceptarlos todos para considerar al candidato heroicamente
virtuoso. Lo que me intrigaba, sin embargo, era que el biógrafo
más distinguido de Pio IX, el historiador jesuita Giacomo
Martma, no hubiera sido nombrado juez de la causa. Martina
es profesor de la Universidad Gregonana de Roma y asesor ocasional
de la congregación. Sus (hasta ahora) tres gruesos
volúmenes sobre la vida y la personalidad de Pío
Nono constituyen la biografía más detallada
del papa hasta la fecha; Snider la cita más de una
vez. Fui a ver a Martina una tarde a la universidad y le pregunté
sin rodeos:
-¿Usted cree que Pío Nono era un santo?
-No, no lo creo.
-¿Piensa que es por eso por lo que no lo han invitado
a juzgar la causa?
-Eso no lo sé. ¿Por qué no se lo pregunta
a los funcionarios de la congregación, que nombran
a los asesores?
Lo hice. Lo que me confesó un funcionario, bajo la
condición de que no revelara su identidad, era que
Martina en Roma tenía fama de sostener "opiniones
poco equilibradas"; el hecho de haber pasado gran parte
de su vida escribiendo sobre Pío IX, se me dijo, no
lo convertía en particularmente capacitado para juzgar
sus virtudes.
-A mí me da la impresión -apunté- de
que lo hayan excluido a propósito porque se sabe que
no considera un santo a Pío IX.
-Eso no es verdad -negó el funcionario-. Hemos tenido
muchos asesores reacios y no hay ningún problema con
eso. Lo que sí les exigimos a nuestros asesores es
que sean algo más que buenos teólogos; también
deben ser personas equilibradas.
Obviamente, había tocado un punto delicado. El promotor
de la fe habrá perdido su papel de "abogado del
diablo", pero todavía conserva el poder de nombrar
a los teólogos que juzgan cada causa y puede evitar,
por tanto, a aquellos de los que se sabe que sostienen opiniones
críticas sobre el candidato, dando preferencia a quienes
son conocidos por su disposición favorable a la causa.
A diferencia de los diversos tribunales del Vaticano, la Congregación
para la Causa de los Santos no designa a sus jueces según
un esquema impersonal de rotación. Existe, pues, la
oportunidad de abusar del proceso; el padre Gumpel admite
que en unos pocos casos ha visto que los asesores fueron elegidos
por sus simpatías por la causa. Mi sospecha es que,
cuando una causa importante cuenta con partidarios importantes
-especialmente un papa-, el prefecto de la congregación
y el promotor de la fe se ven sometidos a considerables presiones,
encaminadas a elegir solamente a los asesores teológicos
serviciales. Dados el secreto y la subjetividad con que se
eligen los jueces, sería difícil demostrar que
el proceso ha sido manipulado. Suponer que los funcionarios
de la congregación no recurren jamás a esa clase
de política sería pretender que son hombres
de virtud heroica como los santos mismos.
Martina fue hallado, sin embargo, lo bastante "equilibrado"
para que se lo nombrara miembro de la comisión que
asesora al papa acerca de la conveniencia de beatificar a
Pío IX. Cuántas comisiones más existen,
así como la identidad de éstas, siguen siendo
secretos celosamente guardados. Lo que se sabe es que la comisión
existe desde 1985 y que Pío IX aún no ha sido
beatificado. En 1990, en la congregación predominaba
la sensación de que la causa estaba paralizada por
tiempo indefinido.
Parece ser que Snider ganó la batalla de demostrar
la virtud de Pío IX, pero perdió la. guerra
de justificar la "conveniencia" de su candidato.
Lo mismo puede decirse del cardenal Palazzini, el impulsor
más destacado de esta causa; en 1989 tuvo que retirarse
de la curia, a la edad de setenta y cinco años, sin
ver beatificado a su adorado Pío Nono. En cuanto al
propio candidato, parece ser víctima de la política
póstuma de la creación de santos; sea cual sea
el lugar que ocupa en la "historia sagrada", es
el recuerdo que dejó como personaje de los asuntos
humanos lo que, por lo visto, le cierra ahora el camino de
la beatificación y, de momento al menos, su causa ha
sido relegada a ese peculiar limbo reservado a aquellos poquísimos
siervos de Dios cuyas virtudes personales, por muy heroicas
que sean, no bastan para compensar los perjuicios que se teme
pueda causar el hecho de rendirles los más elevados
honores de la Iglesia.
Es posible que corran la misma suerte las causas de Pío
XII y de Juan XXIII. De todos modos, entre los hacedores de
santos hay quienes piensan que sería poco conveniente
canonizar a demasiados papas, y señalan que, de los
últimos ocho papas, entre ellos Pío IX, seis
han sido mencionados como santos potenciales. "Pienso
que no deberíamos dar la impresión de que el
papa es necesariamente un candidato a la santidad", dice
Gumpel. Puede que no; pero, si tenemos en cuenta la historia
del papado moderno, con su fuerte "culto al papa",
la inclinación a considerar santos a los sumos pontífices
sigue siendo poderosa, pues el cargo excita ya de por sí
un "frenesí de gloria" entre los creyentes,
como atestiguan las frecuentes peregrinaciones de Juan Pablo
II.
Según el Evangelio, sin embargo, el cielo está
reservado a los hermanos menores. y ya es hora de mirar un
poco más de cerca de los candidatos que Roma propone
a la santidad para ver a qué clases de gente el proceso
de creación de santos tiende, por diversas razones,
a pasar por alto.
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