LA
FABRICACIÓN DE LOS SANTOS
Autor: Kenneth L. Woodward
CAPÍTULO 5. MÍSTICOS, VISIONARIOS Y MILAGREROS
La causa que mayor expectativa ha suscitado es, sin duda,
la de Francesco Forgione (1887-1968), un barbudo fraile capuchino
popularmente conocido como padre Pío. Aunque jamás
se alejó mucho de la región de Apulia, en el
sur de Italia, él fue hasta el advenimiento de la madre
Teresa de Calcuta, el "santo viviente" más
famoso del catolicismo romano. Pero, a diferencia del ángel
trotamundos de. la caridad, padre Pío no era conocido
en primer lugar por su labor caritativa en favor de los enfermos
y los moribundos; su reputación de santo se basaba
en obras de índole más milagrosa.
Como Francisco de Asís, padre Pío llevaba en
las manos, en los pies y en los costados las heridas de Cristo
crucificado, los estigmas; que, durante los últimos
cincuenta años de su vida, sangraron con frecuencia
regular. Desde su primera adolescencia, habló frecuentemente
de visiones con Jesucristo, con la Virgen María y con
su propio ángel de. la guarda. Eso era en los tiempos
buenos; pues también pasaba muchas noches, según
decía, librando batallas titánicas contra el
diablo, y, tras ellas, amanecía magullado, sangrando
y agotado.
Padre Pío dedicaba la mayor parte de sus energías
a intensas oraciones, a oficiar misas y, sobre todo, a escuchar
confesiones. Como san Juan Bautista María Vianney,
el célebre cura de Ars, padre Pío tenía
fama de poseer el don de leer los pensamientos, es decir,
la capacidad de ver el interior de las almas ajenas y conocer
sus pecados sin escuchar ni una palabra del penitente. Al
mismo paso que su reputación, crecían las colas
delante de su confesionario, hasta tal punto que, durante
un tiempo, sus cofrades capuchinos expendieron billetes de
entrada para quienes querían gozar del privilegio de
confesarse con él. A veces, cuando un pecador no podía
ir a verlo, él mismo acudía al pecador, aunque,
según dicen, no por los procedimientos corrientes.
Sin salir de su cuarto, el fraile aparecía, en lugares
tan alejados como Roma, para escuchar una confesión
o consolar a un enfermo. En otras palabras, poseía
el poder de la bilocación, la capacidad de estar presente
en dos lugares distintos a la vez.
Pero había más. Cuando murió, sus cofrades
de la orden le atribuían más de mil curaciones
milagrosas, incluida la rara hazaña de sanar el globo
del ojo destrozado de un obrero. Sus profecías fueron
menos frecuentes, aunque no menos impresionantes en sus aciertos.
Se dice que una de éstas la pronunció tras escuchar
la confesión de un sacerdote polaco recién ordenado,
que llegó desde Roma para verlo. "Un día
serás papa", le vaticinó al joven Karol
Wojtyla en 1947.
En resumen, padre Pío ostentaba todos los dones carismáticos
y los poderes taumatúrgicos que, en la tradición
popular, distinguen al místico de un santo común
y corriente. Era, y sigue siendo, el hombre santo más
popular de Italia después del mismo san Francisco de
Asís. Pero la devoción hacia él no se
limita a Italia o a los italianos. El convento capuchino en
San Giovanni Rotondo, ciudad situada en la cumbre de una colina,
donde está enterrado padre Pío, es un imán
poderoso que atrae a los peregrinos y, a la vez, es sede de
un culto de difusión mundial. Más de doscientas
mil personas integran la red mundial de los Grupos de Oración
de padre Pío. Libros, folletos y cintas de vídeo
-en éstas últimas abundan en primeros planos
de sus manos sangrantes, elevando la hostia durante la misa-
circulan por las parroquias de todo el mundo occidental.
Tampoco se trata de un culto exclusivamente póstumo.
Ya en vida, políticos y dignatarios estatales y eclesiásticos
recurrieron a padre Pío. Mientras vivió hubo
seis papas, y cuatro de ellos (Pío XI es la excepción
principal) reconocieron personalmente en algún momento
su santidad. Juan Pablo II le ha manifestado una particular
devoción. Siendo arzobispo de Cracovia, escribió
en 1962 al fraile capuchino, rogándole que rezara por
una mujer polaca que había sobrevivido a un campo de
concentración nazi, pero que se estaba muriendo de
cáncer. Padre Pío hizo lo que se le pedía
y, al cabo de menos de una semana, el arzobispo le volvió
a escribir para informado de que la mujer estaba curada. En
1972, el arzobispo Wojtyla se sumó a los demás
miembros de la jerarquía polaca en la firma de una
carta con una solicitud de apoyo para la causa de padre Pío.
En 1974 y, siendo ya papa, en 1987, peregrinó a San
Giovanni Rotondo, donde ofició la misa ante la tumba
del fraile. Aunque este último gesto era un acto de
homenaje personal más que oficial, la visita del papa
fue ampliamente interpretada por los devotos de padre Pío
como señal de que su viaje hacia la santidad oficial
sería breve.
En realidad, sin embargo, parece poco probable que la canonización
se produzca muy pronto. Una de las razones, que discutiremos
más adelante, está relacionada con la política
interna de la Iglesia, Pero otra, mucho más llamativa,
es la ambivalencia intrínseca, casi rayana en el disgusto,
de los hacedores de santos cuando se ven confrontados con
causas relacionadas con visiones, estigmas y otros fenómenos
"místicos". Era una actitud que yo no había
esperado.
Por regla general, las culturas católicas han acogido
siempre con mayor benevolencia que las protestantes lo místico,
lo milagroso y lo sobrenatural. De hecho, el culto de los
santos presupone la experiencia personal de lo divino. Y,
en cambio, precisamente porque la Iglesia católica
acepta la realidad de lo sobrenatural (incluido lo diabólico),
sus hacedores de santos oficiales se muestran escépticos
ante ciertas afirmaciones de experiencias místicas.
En efecto, en ningún otro aspecto de la santidad la
distancia entre las ideas oficiales y las populares es más
pronunciada que en las causas de místicos, visionarios
y taumaturgos de la fe; en ningún otro caso, la devoción
popular a los santos se halla más reñida con
las pautas de la creación de santos que en los casos
de fenómenos místicos; en ninguna otra situación,
en fin, la insistencia de la Iglesia en realizar un proceso
escrupuloso parece más inadecuada -y, sin embargo,
más necesaria, según he llevado a convencerme-
que al juzgar las vidas de los místicos.
LOS MÍSTICOS, COMO EXCEPCIONALES AMANTES DE DIOS
La teología católica romana lo dice con bastante
claridad: los místicos son, efectivamente, distintos
de otros santos. Si todos los santos pueden llamarse "amigos
de Dios", los místicos son aquellos individuos
excepcionales que alcanzan un grado de intimidad espiritual
que los distingue como extraordinarios "amantes de Dios";
hombres o mujeres que experimentan, aunque sea solamente en
los instantes del éxtasis espiritual, un goce anticipado
del amor divino al que todo cristiano serio aspira, si no
en esta vida, seguramente en la venidera. Los místicos,
escribe un teólogo católico contemporáneo,
son vivientes "iconos del amor agápico".
Para la mayoría de los estudiosos, el místico
es el personaje religioso paradigmático, el que reconoce
que la realidad permanece incompleta hasta que se reúna
con su fuente.
Para los místicos, igual que para todos los santos,
Jesucristo es el modelo definitivo. La familiaridad con la
que Jesús se dirigía al Padre, llamándolo
"abba" o "papá", su convicción
de que "yo y el Padre uno somos" y su afirmación
de que "y el que me ve, ve al que me envió"
atestiguan la intimidad con Dios que resume en la tradición
cristiana el estado místico. Para la mayoría
de los místicos cristianos, sin embargo, el objeto
de la unión mística no es tanto el Padre como
el Hijo. El místico proclama, como el apóstol
san Pablo: "Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí."
Aunque la experiencia mística apela al anhelo humano
de conocer y amar a Dios, ciertos motivos afectivos sobresalen
en los escritos de los místicos cristianos. Muchos
de ellos hablan de un sobrecogedor abrazo divino, para el
cual la unión conyugal ofrece la única analogía
adecuada. Santa Teresa de Ávila, por ejemplo, escribe
que en los "arrobamientos que lo sean (...) roba Dios
toda el alma para sí y que, como a cosa suya propia
y ya esposa suya, la va mostrando alguna partecita del reino
que ha ganado por serlo". Juliana de Norwich dice de
Jesucristo: "Él es nuestro esposo verdadero, y
nos somos su bienamada esposa, su moza galana, su mujer con
la que no se enoja jamás." Y Catalina de Siena
describe cómo Cristo le reveló la intención
de "desposar su alma en la fe" colocándole
en el dedo una anillo místico en una ceremonia a la
que asistió la Virgen María.
Tales metáforas conyugales no se limitan a las mujeres.
También los místicos masculinos hablan de los
arrebatos del eros divino. En su "Cántico espiritual";
ciclo de exquisitos poemas amorosos en la tradición
del Cantar de los Cantares bíblico, san Juan de la
Cruz evoca el ansia del alma herida por el amor de Dios:
¿Adónde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido? Como el ciervo huiste Habiéndome
herido;
Salí tras ti, clamando, y eras ido.
Podría decirse, por tanto, que lo que distingue a
los místicos de otros santos no es el heroísmo
de la virtud, sino su experiencia personal de Dios o, más
precisamente, la experiencia de transformación personal
que se opera en ellos mediante la acción amatoria de
la gracia de Dios. Leer sus escritos autobiográficos
es seguir al alma en su recorrido de la senda mística
(si bien, esa senda no es siempre exactamente la misma) a
través de la luz y las tinieblas, la purgación
y la iluminación, los desiertos espirituales y los
goces del éxtasis. Lo que comienza con la disciplina
ascética y la oración contemplativa culmina
en la unión o, como prefieren llamarlo algunos teólogos,
la comunión mística con lo divino.
Aunque la unión mística es espiritual e interior,
algunos místicos experimentan también efectos
psicosomáticos concomitantes: lo que los hacedores
de santos llaman "fenómenos místicos secundarios".
Entre los más frecuentes se hallan los éxtasis,
las visiones, las revelaciones, las profecías, los
estigmas y otras heridas de la pasión de Cristo, la
capacidad de leer los pensamientos y los pecados secretos
de los demás (clarividencia mística), la levitación,
la bilocación y la inedia, que es la capacidad de vivir
meses o años enteros sin ingerir alimentos y sin que
ello dañe el cuerpo o el cerebro. Huelga decir que
es esta dimensión de la vida mística la que
más atrae la atención popular y, también,
la que más desconcierta a los hacedores de santos.
Muchos de los santos cristianos clásicos eran místicos;
para citar sólo a los más famosos: Pablo, el
apóstol de los gentiles; el evangelista Juan, cuyos
cuarto Evangelio y el libro del Apocalipsis son los escritos
más "místicos" del Nuevo Testamento;
Agustín, obispo de Hipona y el pensador más
influyente de la Iglesia occidental; Francisco de Asís,
fundador de los franciscanos y el santo más popular
de la cristiandad occidental; Tomás de Aquino, principal
filósofo y teólogo del catolicismo; Ignacio
de Loyola, santo soldado que fundó la Orden de los
Jesuitas; Juan de la Cruz, el más grande poeta de la
vida mística; y Catalina de Siena y Teresa de Ávila,
dos mujeres cuyos escritos sobre el sendero místico
del alma les merecieron el título de doctoras de la
Iglesia [hasta la fecha, sólo treinta hombres y dos
mujeres han sido declarados doctores de la Iglesia, título
honorífico que los papas otorgan a aquellos santos
que se distinguen por un grado excepcional de erudición
y/o de conocimiento de la vida espiritual].
Pero, así como no todo santo es místico, tampoco
todo místico es santo. Los personajes del siglo XIV
como Johann Eckhart, Jan van Ruysbroeck, Richard Ralle, Heinrich
Suso o Julián de Norwich y, en nuestro siglo, Teilhard
de Chardin y Thomas Merton, son sólo unos pocos de
los místicos cristianos reconocidos que, por diversas
razones, aún no han sido canonizados por la Iglesia.
Además, la Iglesia católica romana ha llegado
a reconocer poco a poco que cada tradición religiosa
-el budismo, el hinduismo, el judaísmo y el islam no
menos que el cristianismo- ha producido sus propios místicos
auténticos. Efectivamente, igual que algunos místicos
cristianos manifestaron en sus cuerpos las heridas de Cristo
crucificado, así ciertos místicos musulmanes
exhibieron heridas semejantes a las que el profeta Mahoma
recibió en la batalla.
Aun así, no he hallado, en las conversaciones que
mantuve en el Vaticano, ningún indicio que apoye la
difundida opinión, popularizada sobre todo por el difunto
Joseph Campbell y otros fenomenólogos de la religión,
de que los místicos constituyen algo así como
una elite espiritual autónoma en el interior de las
varias religiones universales. Según esa opinión,
la experiencia mística es esencialmente la misma en
todas partes; lo que difiere es solamente la manera como se
expresa. La implicación teológica es obvia:
lo que el místico cristiano experimenta como Dios es
la misma realidad última que el hindú experimenta
como Brahma, el musulmán como Alá, etcétera;
tan sólo las etiquetas son diferentes.
El criterio de los hacedores de santos del Vaticano se acerca
más al punto de vista de Steven T. Katz y otros estudiosos
contemporáneos del misticismo, para quienes es verdadero
precisamente también lo contrario. Su argumento -a
mi juicio, convincente- es que la experiencia mística,
por muy innovadora que sea, se halla inevitablemente predeterminada
por la tradición, el lenguaje y los conceptos propios
del místico que éste ha desarrollado en el estado
premístico. En otras palabras, "el instante místico
es el fin de un viaje místico", y éste
está determinado más por el patrimonio religioso
específico del místico y su comunidad espiritual
que por su sensibilidad individual. Lejos de ser un transeúnte
espiritual autónomo, que trasciende las constricciones
de dogmas y sectas, el místico tiende a confirmar,
mediante su experiencia personal, aquello que la comunidad
religiosa tiene por verdadero en virtud de revelaciones originales,
escrituras sagradas y otros elementos de la tradición
recibida. Así pues, si santa Teresa experimenta a Cristo
como el novio de su alma, lo hace porque eso es lo que la
formación de las carmelitas españolas del siglo
XVI le enseñó a esperar; se trata de lo que
Katz llama "el carácter "conservador"
de la experiencia mística", y es la cualidad que
los hacedores de santos del Vaticano buscan en las causas
de los místicos.
A pesar de que el catolicismo acepta el misticismo en mucho
mayor grado que las Iglesias reformadas, los teólogos
católicos siempre han visto a los místicos con
decidida ambivalencia. Por un lado, la teología católica
identifica la unión mística con Cristo como
la perfección culminante de la vida cristiana; por
el otro, la Iglesia reconoce que quienes aspiran a la unión
mística corren graves riesgos espirituales, y no siempre
los superan con éxito. La experiencia de los místicos
demuestra que el alma nunca se encuentra tan expuesta a las
influencias "demoníacas" como cuando busca
lo absoluto; nunca está tan cerca de la desesperación
como cuando se adentra en lo que Juan de la Cruz llamó
"la noche oscura" de la aridez espiritual; nunca
sufre en tal grado la tentación del orgullo como cuando
manifiesta dones espirituales extraordinarios y poderosos
carismas evocativos.
Por lo demás, por mucho que los místicos avalen
y confirmen las creencias aceptadas, a fuerza de su propia
experiencia personal, tienden también a individuar
y a ramificar aspectos particulares de la fe; a veces, hasta
el punto de desafiar la ortodoxia predominante. Muy a menudo,
la mera reivindicación de una experiencia directa de
Dios ha bastado para colocar a los místicos bajo sospecha
de heterodoxia, y muchos fueron efectivamente acusados de
ser clientes del diablo. Teresa de Ávila fue considerada
en cierto momento sospechosa de herejía; Juan de la
Cruz escribió algunos de sus clásicos poemas
religiosos mientras languidecía en una prisión,
castigado por sus superiores religiosos; y Juana de Arco,
cuyas experiencias místicas revestían la forma
de voces celestiales, fue condenada a muerte como bruja por
la jerarquía francesa. ¿Cómo juzgan,
pues, los hacedores de santos oficiales de la Iglesia quién
es un místico auténtico y quién un embustero?
Cuando inicié mis investigaciones en Roma, suponía
que los hacedores de santos trataban las causas de los místicos
como una categoría aparte, igual que en el caso de
los mártires. Si es el don del amor divino lo que distingue
al santo de los cristianos ordinarios, entonces, me parecía
que esos excepcionales amantes de Dios representaban una especie
de santidad distinta, que requería unos criterios diferentes
para la canonización. Al fin y al cabo, los más
grandes místicos fueron perspicaces psicólogos
de la vida espiritual y reporteros de sus propias experiencias,
maestros del ascenso del espíritu hacia lo divino que
dejaron delimitados unos senderos, gracias a los cuales otros
podrían aprender a discernir la genuina experiencia
de Dios, por un lado, de los engaños del yo y las asechanzas
del diablo, por el otro. Parecía lógico, por
tanto, que los hacedores de santos recurriesen a esa biblioteca
de la sabiduría espiritual a la hora de sopesar las
causas de supuestos místicos.
Descubrí, sin embargo, que los hacedores de santos
no consideran la experiencia mística en sí misma
como una prueba de santidad; tampoco tienen en cuenta al juzgar
una causa, según se me dijo, las informaciones sobre
gracias místicas especiales. Antes lo contrario, los
hacedores de santos parecen sospechar abiertamente de toda
causa relacionada con fenómenos místicos, y
ansiosos de desechar toda noción de que los místicos
sean intrínsecamente distintos de otros santos.
Como cuestión de principios teológicos, los
hacedores de santos distinguen rigurosamente entre la vida
interior de la oración mística -lo que algunos
teólogos llaman la gracia de la "contemplación
infusa"- y sus efectos psicosomáticos secundarios,
tales como el éxtasis, las visiones y los estigmas.
"El misticismo, en el sentido estricto, es simplemente
una conciencia interior, honda e irrebatible de la presencia
de Dios", me dijo el padre Gumpel. No menos conciso fue
el padre Eszer: "El misticismo no es otra cosa que la
conciencia que tiene una persona de la fe, la esperanza y
la caridad que obran en su alma." Dado que tal conciencia
es intrínsecamente subjetiva y que, además,
el candidato ya no está entre los vivos, los hacedores
de santos no pueden pronunciarse acerca de la autenticidad
de las gracias místicas interiores que se le atribuyen
a un candidato, como podría hacerlo, por ejemplo, un
psiquiatra con su paciente; a lo sumo, la presencia de tales
gracias pueden deducirla de los frutos que produjeron en la
vida del místico y del impacto espiritual que el siervo
de Dios causa en otros. Siguiendo en la línea del dictamen
pronunciado por san Pablo acerca de los carismas espirituales,
Roma continúa considerando todos los dones místicos
-lo mismo los transportes espirituales más privados
que las más públicas exhibiciones milagrosas-
como gracias concedidas para beneficio de la comunidad cristiana,
no para deleite del místico individual; así
que, si bien las pruebas de gracias místicas pueden
ser aducidas en ocasiones en apoyo de una causa, no dejan
de ser esencialmente irrelevantes. En otras palabras, los
místicos deben demostrar la misma conducta de virtud
heroica que se les exige a todos los demás candidatos,
menos a los mártires.
No obstante, aquellos siervos de Dios que exhiben, como padre
Pío, unos poderes físicos o psíquicos
excepcionales requieren una atención especial.
-Primero, tenemos que abrimos paso entre los desvaríos
piadosos de los creyentes para llegar a la verdad de los hechos
-explicó el padre Sarno; en la voz se le notaba cierta
impaciencia-. Luego, si las informaciones sobre poderes extraordinarios
resultan fidedignas, debemos preguntamos si son de origen
divino, de origen diabólico o simplemente efectos de
una personalidad emocionalmente desequilibrada. Puede que
mucha gente considere santo o santa a la persona en cuestión;
la Iglesia, en cambio, ha de estar segura. Hacen falta, además,
una sólida reputación de santidad, pruebas de
virtud heroica y milagros de intercesión; así
que la Iglesia adopta una actitud reservada, espera y exige
una documentación rigurosa.
La respuesta de los relatores fue más áspera.
Consideran que el problema fundamental es que la piedad popular
católica tiende a confundir el misticismo genuino con
experiencias extraordinarias y poderes "sobrenaturales",
confusión esta que, en opinión de los hacedores
de santos, ha dado mala reputación a la santidad.
-Muchos creyentes no entienden que cuando hablamos de misticismo
no nos referimos a los estigmas, las visiones, levitaciones,
bilocaciones y fenómenos por el estilo -me dijo Gumpel-.
Desde luego que no excluimos estas causas, pero no nos inclinamos
a proponer esos casos para la canonización. Comprenda
que nosotros estamos buscando la santidad ordinaria; tratamos
de refutar la idea de que los santos son personas que tuvieron
experiencias excepcionales. Desafortunadamente, esa idea está
muy arraigada entre la gente de poca cultura, sobre todo en
sitios como el sur de Italia o Suramérica, donde creen
que uno no puede ser santo si no ha tenido tales experiencias.
Aquí, en Roma, combatimos esa idea con todas nuestras
fuerzas. Pero las historias de sucesos extraordinarios se
difunden con mucha facilidad.
Sin embargo, desde los principios del cristianismo las historias
de hazañas y experiencias milagrosas han formado parte
integrante del culto de los santos. Jesucristo mismo obraba
milagros, y lo propio hicieron sus apóstoles. A los
santos posteriores se los creía no menos dotados, y
las historias de sus hazañas milagrosas se consideraban
señales normales del poder y el favor divinos. Tampoco
es que tales historias se limiten a épocas distantes
y más "crédulas" de la Iglesia. Las
pruebas de tales fenómenos extraordinarios se pueden
encontrar en las "vitae", en los testimonios y en
otros documentos que se guardan en los archivos de la .congregación.
El mismo papa Benedicto XIV dedicó, en plena época
de la Ilustración, más de cuatrocientas páginas
de su "magnum opus", titulado "Sobre la beatificación
y la canonización de los siervos de Dios", a la
investigación correcta de los casos de visiones, levitaciones
y otros fenómenos místicos atribuidos a los
siervos de Dios. Según algunos cálculos, se
han registrado trescientos veinticinco casos solamente de
estigmas (la mayoría, en mujeres) desde la muerte de
san Francisco de Asís, que es considerado generalmente
por los historiadores el primer estigmatizado auténtico.
Sesenta y dos de esos trescientos veinticinco han sido canonizados.
Pero hay otra razón de por qué el catolicismo
popular tiende aún hoya identificar el misticismo con
poderes sobrenaturales. Desde finales de siglo XVIII hasta
el II Concilio Vaticano, la Iglesia fomentó las historias
milagrosas como una manera de defender lo sobrenatural contra
el escepticismo de la Ilustración. Fue en ese período,
por ejemplo, cuando la Iglesia aceptó nada menos que
tres apariciones milagrosas de la Virgen María (Lourdes,
1858; La Salette, 1846; Fátima, 1917), entre varias
docenas que otros católicos pretendían haber
contemplado. Coincidió que el mismo período
produjo por lo menos quince místicas, la mayoría
iletradas (como los niños visionarios de las apariciones
de Fátima), campesinas enfermizas cuyos estigmas confundieron
a los médicos de la época y que atrajeron vastas
multitudes de seguidores gracias a sus visiones y profecías
y, sobre todo, por las heridas, parecidas a las de Cristo,
que mostraban en el cuerpo; que algunas de ellas, como Louise
Lateau (1850-1883) y Theresa Neumann (1898-1962), afirmaran
no alimentarse más que de la eucaristía, formaba
también parte de su mística.
Hay que señalar que, de esas mujeres, menos de la
mitad fueron propuestas para la santidad y sólo una
ha sido canonizada; y, en este caso, el de santa Gemma Galgani
(1878-1903), la Iglesia mantuvo un prudente silencio acerca
de sus supuestas visiones, en las que pretendía haber
conversado con Jesucristo. Además, en ninguno de esos
casos las iluminaciones espirituales de dichas mujeres son
comparables a las de Catalina de Génova, iletrada también
ella, y mucho menos a las de Teresa de Ávila. En resumen,
la confusión actual acerca de lo que constituye el
misticismo no puede explicarse únicamente por la existencia
de dos culturas en el interior del catolicismo: una, oficial
y con matices teológicos, y la otra, popular y excesivamente
crédula. La historia de los dos últimos siglos
demuestra que también obispos y predicadores aceptaban
y alentaban la devoción hacia esos personajes más
bien pintorescos, a algunos de los cuales se los sigue proponiendo
para la santidad.
EL MÍSTICO COMO VÍCTIMA: TERESA MUSCO
Una semana después de mi conversación con Gumpel,
Enrico Venanzi me llamó a su despacho, situado en la
parte trasera de la congregación. Había oído
hablar de mi interés en las causas místicas
y quería mostrarme una serie de documentos que había
recibido de Caserta, una pequeña ciudad al norte de
Nápoles. Entre esos documentos había unas fotografías
en color que mostraban estatuas, crucifijos e imágenes
de Jesucristo y de la Virgen María. Todas las imágenes
estaban cubiertas de sangre, que en algunos casos brotaba
de los ojos y, en otros, de las manos y de los costados. En
una secuencia de siete fotografías se veía manar
la sangre, seguida de lágrimas, de los ojos de una
estatua barata de yeso de la Virgen. En total, unas dos docenas
de imágenes y estatuas resultaron afectadas por esos
fenómenos; todos habían sido registrados y examinados
por las autoridades eclesiásticas locales, según
me dijo Enrico, y, en algunos casos, la sangre fue analizada
por un biólogo.
Las fotografías estaban tomadas en la casa de Teresa
Museo, una mujer que murió en 1976 a la edad de treinta
y tres años. Según los documentos, Teresa había
experimentado visiones de Jesucristo, de la Virgen María
y de su ángel de la guarda desde los cinco años.
Desde los nueve, llevaba los estigmas en las manos y en los
pies. Además, había sabido leer varias veces
los pensamientos de otros y, en una ocasión, se le
atribuyó una curación milagrosa -la víctima
padecía leucemia- a través de sus oraciones.
En Caserta se formó un comité que reunió
la documentación acerca de esos prodigios y la envió
a Enrico, con la esperanza de que estuviera dispuesto a actuar
como postulador de la causa. El joven jurista sonreía
mientras ponía las estremecedoras fotografías
sobre el escritorio.
-Es muy típico del sur de Italia -murmuró-¿Aceptará
el caso? -pregunté.
Levantó la cabeza y me miró.
-Creo que sí -dijo.
Siguiendo la sugerencia de Enrico, me dirigí en automóvil
a Caserta para visitar la casa de Teresa, que se había
convertido en una especie de santuario. Pregunté por
la causa en la oficina del obispo, y el vicario general de
la diócesis me dijo que, oficialmente, el obispo no
tenía nada que ver con el asunto. Sacó de sus
archivos un expediente y me explicó que una investigación
preliminar, llevada a cabo por la archidiócesis de
Nápoles, demostró que Teresa sufría ciertas
enfermedades frecuentes en su familia. No dijo de qué
enfermedades se trataba, pero agregó que también
su hermano había sido víctima de las mismas.
De todos modos, daba a entender que, fuese lo que fuese lo
que padecía Teresa, de alguna manera ponía en
tela de juicio sus experiencias extraordinarias.
Pese a tal reserva oficial, muchos católicos de Caserta
y de otros lugares del sur de Italia, así como sus
parientes en Estados Unidos, creen firmemente en la santidad
de Teresa y propugnan su canonización. Según
una biografía popular de ochenta páginas, "Breve
historia de una víctima", editada por el Comité
Teresa Musco, ella padeció tal variedad de enfermedades
internas y externas que toda su vida estuvo marcada por dolores
constantes y visitas a los hospitales; y, lo que es peor,
su diario de más de dos mil páginas revela que,
durante toda su vida, sostuvo una permanente batalla emocional
contra un padre tiránico que, a menudo, la maltrataba
a ella, así como a su madre y que, finalmente, expulsó
de la casa a Teresa. Según el diario, a la edad de
seis años Teresa se ató una soga alrededor de
la cintura como penitencia y se prometió a sí
misma llevar una vida de sufrimiento por los pecados de los
otros. Inicialmente, trató de desagraviar a Jesucristo
de las blasfemias habituales de su padre. Más tarde,
y a instancias de Jesucristo, ofreció sus aflicciones
por los sacerdotes indóciles e indisciplinados. Al
final, no deseaba ya otra cosa que padecer en su propia carne
nada menos que los sufrimientos de Cristo crucificado. En
una oración que le enseñó su ángel
de la guarda escribió:
¡Ciñe mi cabeza con tu corona de espinas! ¡Padre,
atraviésame las manos y los pies con tus clavos y atraviesa
mi corazón con tu lanza! Me arrodillo ante ti para
poder sentir tu tormento y la amargura de tu traición
por Judas. Acepta el sacrificio de mi humilde persona.
Las fotografías muestran a Teresa como una mujer gruesa
y de baja estatura, nariguda y con gafas. Su biógrafo
refiere que a los trece años tuvo una visión
en la que se le ordenó consagrarse a una virginidad
vitalicia. Según la misma fuente, posteriormente tuvo
que resistir los requerimientos "impúdicos"
de un médico que la atendía en el hospital.
Otra fotografía, sin fecha, la muestra ataviada con
un vestido blanco de novia y velo, llevando en la mano un
ramillete de flores. Aunque Teresa no entró nunca en
un convento, su forma de vestir se parece mucho a la que usan
las monjas el día de su solemne profesión. El
pie de la fotografía dice simplemente: "Teresa
consagra su vida entera a la Iglesia, al Santo Padre y a la
conversión de los pecadores."
Según el diario, Teresa recibió los estigmas
por primera vez el 1 de agosto de 1952, tras un sueño
en el cual fue clavada a una cruz; pero parece que no sangraron
con regularidad hasta el Jueves Santo (marzo) de 1969. Durante
los años siguientes, sintió también azotes
en la espalda tres días a la semana. Pero el fenómeno
que atrajo la atención del público fue el de
las estatuas e imágenes de las que comenzó a
gotear sangre el 25 de febrero de 1975. El obispo de Caserta
inspeccionó personalmente el primero de esos milagros
y, más tarde, le dio permiso para exhibir la imagen
sangrante de Jesucristo en un pequeño altar que tenía
en su casa. A veces, sus iconos caseros sangraban durante
un cuarto de hora, mientras Teresa derramaba lágrimas
por los sufrimientos de Jesucristo y de la Virgen. Por entonces,
había aceptado la dirección espiritual de dos
sacerdotes de Caserta: Giuseppe Borra, un salesiano, y Franco
Amico, un fraile franciscano que encabeza ahora el comité
en favor de su beatificación.
Tras su muerte -Teresa estaba siendo sometida a diá1isis
y parece ser que murió con muchos sufrimientos-, el
obispo de Caserta presidió los funerales en la catedral,
unas dos mil personas asistieron a las exequias y nada menos
que un prelado del rango del difunto cardenal Joseph Siri,
de Génova, respaldó la causa. En una carta al
padre Amico, Siri escribió en 1979: "El caso Musco
posee una documentación que nunca encontré en
ninguno de los que había examinado antes. Los hechos
son los hechos, y no se los puede deshacer con burlas o pasándolos
por alto."
Sean cuales sean los hechos, está claro que Teresa
Musco no corresponde al modelo de santidad que están
buscando los hacedores de santos de la Iglesia posterior al
II Concilio Vaticano. Enfermiza y casi masoquista en su deseo
de sufrir, a muchos católicos cultos y modernos Teresa
Musco no debe de parecerles más atractiva que las estatuas
que sangraban en su presencia; pero, para unos cuantos millones
de católicos, las personas como ella representan la
esencia misma de lo que se supone que son los místicos:
una figura de expiación, cuyos estigmas y visiones
ofrecen una prueba irrefutable de lo sobrenatural en un mundo
que, a su entender, ya no cree en milagros. Y, mientras la
Iglesia insista en que las causas deben basarse en la reputación
de santidad del candidato, la congregación tendrá
que atender semejantes casos, por muy desagradables que resulten
para los hacedores oficiales de santos. ¿Cómo
lo hacen?
LOS PROCESOS DE LAS CAUSAS MÍSTICAS
Como en todos los demás ámbitos, la congregación
sigue también en éste las directrices estrictas
establecidas hace más de dos siglos por el papa Benedicto
XIV. En su "magnum opus" sobre la beatificación
y la canonización de los siervos de Dios, Benedicto
discute los problemas que plantean los fenómenos místicos,
basándose a un mismo tiempo en su propia experiencia
como promotor de la fe y en los documentos y las discusiones
de los seis siglos anteriores a la creación de santos.
Desde el comienzo, Benedicto insiste en una fundamental distinción
de dos clases de gracia sobrenatural: aquellas que hacen a
quien las recibe grato a Dios ("gratia gratum fascines")
y son necesarias para la salvación del individuo, y
las gracias especiales que se dan libremente a los individuos
("gratia gratis data"), sobre todo para beneficio
y edificación de la comunidad de los creyentes. Entre
estas últimas figuran las experiencias místicas
como visiones, profecías, éxtasis, estigmas,
levitaciones y cosas por el estilo. Dado que esas gracias
especiales pueden ser y han sido otorgadas tanto a los justos
como a los malvados, arguye Benedicto, no pueden constituir
ninguna prueba de santidad personal en un proceso canómco.
Pero el asunto no acaba ahí. Dado que algunos candidatos
a la beatificación o la canonización exhiben
gracias místicas, Benedicto aconseja que tales experiencias
sean rigurosamente examinadas por la congregación,
antes de ocuparse de la cuestión de las virtudes heroicas,
y que se dictamine un juicio preliminar para establecer si
son de origen sobrenatural, obra del diablo o efecto de causas
naturales.
En las investigaciones de fenómenos físicos
extraordinarios, escribe Benedicto, importa contar con testigos
fidedignos. Como ejemplo, cita un caso del que él mismo
se ocupó primero como "abogado del diablo"
y, después, tras su ascenso al pontificado, como el
papa que declaró santo al candidato:
Cuando yo era promotor de la fe, se debatió en la
Congregación de Ritos Sagrados la causa del venerable
siervo de Dios José de Cupertino, por las dudas que
había acerca de sus virtudes y que, tras mi resignación
del cargo, fueron felizmente resueltas; en dicho debate, varios
testigos presenciales, gente común y corriente, atestiguaron
las muy frecuentes elevaciones y los grandes vuelos de aquel
arrobado y extático siervo de Dios.
Conviene precisar que José de Cupertino no fue un
levitador ordinario. Sus prolongados vuelos eran tan frecuentes
que fue conocido en vida como "el fraile volador".
Según sus biógrafos, José levitó
en más de cien ocasiones. Uno de los incidentes más
documentados ocurrió en 1645 y fue presenciado por
el embajador español ante la corte pontificia y su
esposa. Tras una visita a la celda del fraile en Asís,
el embajador quedó tan impresionado por José
que su mujer suplicó se le concediera una oportunidad
de hablar con él. A la orden expresa de su superior,
José consintió a regañadientes en salir
de su celda para ver a la distinguida señora, que lo
esperaba con su marido y la servidumbre en una iglesia adyacente.
"Obedeceré -dijo el fraile, según los testigos-,
pero no sé si lograré hablar con ella."
Efectivamente, no lo logró: apenas entró en
la iglesia, fijó sus ojos en una estatua de la Virgen
Inmaculada que había encima del altar y, de repente,
voló "unos doce pasos", sobre las cabezas
del séquito reunido, hasta el pie de la estatua; allí,
tras rendir homenaje a la Virgen y "profiriendo su acostumbrado
grito agudo", voló el mismo camino de vuelta,
por encima de los asombrados observadores, y regresó,
sin pronunciar una palabra, a su celda. En otras ocasiones,
se vio a José transportando por el aire a uno de sus
cofrades a través de la sala. En su última misa,
celebrada el día de la Asunción, un mes antes
de su muerte, se elevó en un arrebato más prolongado
de lo habitual, confirmado por testigos oculares en declaraciones
efectuadas menos de cinco años después del suceso.
En general, a Benedicto le interesa mucho menos convalidar
fenómenos físicos extraordinarios -sólo
dedica, por ejemplo, unos pocos y breves párrafos a
los estigmas- que sugerir criterios para el examen de las
iluminaciones divinas que pretenden haber experimentado los
siervos de Dios. Aquellas visiones y profecías que
contradicen la Sagrada Escritura, la doctrina de la Iglesia
o la sana moral, no pueden obviamente atribuirse a Dios. Pero
Benedicto se muestra dispuesto a conceder un cierto margen
de error a la fantasía humana; sobre todo, si se trata
de mujeres. "Las visiones y las apariciones no deben
ser rechazadas porque se hayan presentado a mujeres",
advierte, y sugiere que, al juzgar tales casos, los investigadores
recurran al testimonio del director espiritual (que suele
ser un sacerdote) o del confesor de la visionaria o de otros
hombres eruditos y piadosos. En el caso de santa Catalina
Ricci (1522-1590), él mismo se dejó persuadir
por la postulación para pasar por alto el hecho de
que esta mística, por lo demás admirable (y
característicamente excéntrica), tuvo frecuentes
visiones de Girolamo Savonarola, el reformador dominico de
Florencia, del siglo XV, que, por su apasionada prédica
apocalíptica, acabó quemado en la hoguera. Catalina
atribuía a Savonarola su extraordinaria recuperación,
en 1540, de la mala salud que tenía y no cesó
jamás de rezar por su reconocimiento como santo, hecho
este que no impidió finalmente su propia canonización.
Lo que más impresiona al lector moderno es el esfuerzo
que hace Benedicto XIV por ofrecer a la congregación
una psicología práctica de la experiencia mística.
Dado que la mayoría de las visiones, apariciones y
profecías se producen durante los estados extáticos,
Benedicto aconseja a los investigadores que busquen ciertas
señales que les permitan decidir si esos fenómenos
provienen de Dios, del diablo o de una mente desequilibrada.
La presencia de causas naturales se pueden inferir cuando
el extático tiene antecedentes patológicos o
"el éxtasis es seguido de fatiga, flaqueza de
los miembros, obnubilación de la mente y del entendimiento,
olvido de sucesos pasados, palidez del rostro y tristeza del
ánimo". Un éxtasis de origen diabólico
es probable "en los casos en que un hombre accede a él
siempre y cuando le plazca, [puesto que] la gracia divina
atrae el alma hacia sí cuando y como le place a ella".
La obra del diablo debe sospecharse también si los
éxtasis se hallan acompañados de movimientos
"indecentes", "grandes contorsiones del cuerpo"
y, sobre todo, cuando el extático incita a otros a
cometer actos inmorales. .
Por el contrario, Benedicto afirma que "el éxtasis
divino se realiza con la mayor tranquilidad, tanto interior
como exterior, de la persona entera. Quien está en
un éxtasis divino habla solamente de cosas celestiales,
que inclinan a los presentes al amor de Dios; al volver en
sí, se presenta humilde y como avergonzado; rebosante
de consolaciones celestiales, muestra el rostro alegre y el
ánimo sereno; y en absoluto se deleita con la presencia
de otros, temiendo que por causa de ello obtenga la reputación
de santidad". En una palabra, el éxtasis divino
se caracteriza por un aumento de las virtudes de la humildad
y la caridad.
Resumiendo lo dicho por Benedicto: aunque las experiencias
místicas no son prueba de santidad, hay que investigarlas.
Si la investigación demuestra que esas experiencias
pueden atribuirse a poderes diabólicos, el proceso
ha terminado; si se encuentra que los fenómenos místicos
tienen un origen puramente psicológico, tal descubrimiento
puede impedir o no que la causa pase a la investigación
de las virtudes heroicas del candidato.
De todos modos, el principio fundamental está claro:
sólo una vez demostradas las virtudes heroicas del
candidato puede suponerse que los fenómenos místicos
sean de origen divino. Aun así, advierte Benedicto,
la suposición no es más que eso; la aserción
de fenómenos sobrenaturales, incluso cuando se halle
enunciada en una solemne declaración de canonización
por el papa, no manda sino en las creencias humanas y jamás
debe tomarse por doctrina de fe.
Aunque los principios generales de Benedicto sigan vigentes,
sus observaciones psicológicas sobre los fenómenos
místicos resultan, como es comprensible, irremediablemente
desfasadas. Parece obvio que, a la luz del descubrimiento,
realizado por Sigmund Freud, del inconsciente y los poderosos
efectos que ejerce sobre la mente y el cuerpo, los hacedores
de santos de hoy tienen un espectro mucho más amplio
de explicaciones psicológicas que considerar cuando
investigan los orígenes de las experiencias místicas
de un candidato. ¿Qué efecto ha tenido, quise
saber, la revolución freudiana -y la psicología
moderna en general- sobre la investigación de los fenómenos
místicos?
En el Vaticano, todos los cambios se producen con gran lentitud.
No obstante, me sorprendió descubrir que la Congregación
para la Causa de los Santos no cuenta con ningún colaborador
que posea una preparación psicoanalítica o psicológica.
Cuando llegan a Roma causas relacionadas con místicos,
los escritos personales del candidato se someten, junto con
los documentos de los directores espirituales y los médicos
que lo trataron, al juicio preliminar de expertos externos.
La mayor parte de esos asesores son sacerdotes y todos son
católicos. La mayoría poseen doctorados en teología
espiritual y, en los últimos años, unos pocos
se han graduado también en psicología. Pero
no hay ninguno, se me informó, que tenga formación
psicoanalítica. "No se puede mencionar a Sigmund
Freud en el Vaticano -me dijo un asesor clérigo- ni
a Carl Gustav Jung, tampoco, porque se los considera ateos.
Por supuesto que se puede hacer uso de sus teorías,
pero hay que tener cuidado con lo que se escribe".
LOS "ÉXTASIS DE PASIÓN" DE ALEXANDRINA
DA COSTA
Aunque las causas místicas son poco frecuentes, se
me permitió examinar la evaluación preliminar,
realizada por dos asesores, de las experiencias místicas
y los escritos de Alexandrina da Costa, una lega portuguesa
que murió en 1955 a la edad de cincuenta y un años.
Según una biografía popular, Alexandrina nació
como hija de un matrimonio campesino en la aldea de Balasar,
a unos sesenta y cinco kilómetros al norte de Oporto.
Al poco tiempo de su nacimiento murió el padre. Según
su autobiografía, que comenzó a dictar en 1940
a instancias de su director espiritual, Alexandrina fue una
niña traviesa. Su recuerdo más temprano se refiere
a un incidente que se produjo cuando tenía sólo
tres años: la niña trató de agarrar un
tarro de pomada de su madre; la madre dio un grito, el tarro
cayó al suelo y se rompió en pedazos cortantes;
Alexandrina sufrió un corte profundo en la boca, del
cual le quedó una cicatriz que llevaría el resto
de su vida. Como veremos, la pomada no fue olvidada.
A los nueve años, Alexandrina se confesó por
primera vez, tras escuchar el sermón de un predicador
local, el padre Edmundo de las Sagradas Heridas, cuyo sermón
sobre el infierno la impresionó hondamente. Ese mismo
año, después de asistir a la escuela durante
sólo dieciocho meses, se la envió a trabajar
en una granja. El empleo le duró tres años;
cuando el patrón intentó seducirla, Alexandrina
regresó a la casa paterna. Unos meses más tarde,
sufrió un ataque de fiebre tifoidea y casi murió.
Prácticamente inválida, se dedicó a coser
en casa. Durante su adolescencia, su antiguo patrón
intentó violada, sin éxito, dos veces más.
En la segunda ocasión, Alexandrina tuvo que resistirse
por la fuerza al asaltante y escapó saltando por la
ventana de un piso superior; aunque cayó de una altura
de sólo cuatro metros, sufrió graves lesiones
de la columna vertebral y acabó enteramente paralítica.
Desde el 14 de abril de 1924 ya no volvió a abandonar
la cama.
Durante los seis años siguientes, Alexandrina se entregó
a la religión. Estaba particularmente impresionada
por las historias sobre las apariciones de la Virgen María
a tres niños pequeños en Fátima. En 1931,
experimentó su primer éxtasis, durante el cual,
según relató después, se le apareció
Jesucristo y le asignó un cometido vitalicio: "Ama,
sufre y expía" los pecados del mundo, especialmente
los pecados contra la castidad y, en particular, los cometidos
por sacerdotes. Siguió un período extremadamente
tortuoso de diez años, durante el cual dijo sufrir
repetidos hostigamientos del diablo. Satanás se le
aparecía con aspecto de perro, de serpiente o de simio,
y la tentaba a blasfemar y a cometer actos eróticos
y obscenos. A veces, Alexandrina gritaba obscenidades como
si estuviera poseída. En varias ocasiones afirmó
que el diablo la había arrojado violentamente de la
cama. Durante todos esos tormentos, Alexandrina reveló
sus experiencias únicamente a su hermana y a su director
espiritual, el padre Mariano Pinho, un jesuita que le llevaba
la comunión.
Al mismo tiempo, experimentaba frecuentes visiones y recibía
mensajes de Jesucristo. El 6 de septiembre de 1934, refirió
una visión decisiva; en la cual, según ella
Jesucristo le dijo:
"Dame tus manos, porque quiero clavadas con las mías.
Dame tus pies, porque quiero clavados con los míos.
Dame tu cabeza, porque quiero coronada con espinas como me
hicieron a mí. Dame tu corazón, porque quiero
atravesado con una lanza como atravesaron el mío. Conságrame
tu cuerpo, ofrécete a mí por entero (...). Ayúdame
a redimir a la humanidad".
Aunque no mostraba estigmas, Alexandrina experimentaba una
identificación sumamente extraordinaria con la pasión
de Cristo. Desde 1938, cuando tenía treinta y cuatro
años, caía regularmente en éxtasis de
tres horas y media que comenzaban los viernes al mediodía.
Según los informes de testigos oculares -la mayoría,
médicos y sacerdotes que habían recibido permiso
del obispo local para estar presentes-, durante esos éxtasis
Alexandrina recobraba de manera inexplicable el control de
sus miembros; su cuerpo se elevaba como por levitación
y caía al suelo; allí se desmayaba, se retorcía
dolorosamente y se movía de rodillas en un horripilante
remedo de las estaciones del Calvario; se arrastraba por el
suelo y pronunciaba las palabras que los Evangelios atribuyen
a Cristo hasta que, terminada la crucifixión, caía
exhausta.
Estos "éxtasis de pasión", como se
dio en llamarlos, continuaron hasta 1942; se repitieron en
total unas ciento ochenta veces. Naturalmente, la noticia
de tales sucesos extraordinarios trascendió y los peregrinos
asediaron la casa. A pesar de que Alexandrina declaró
que la molestaba exhibirse, los funcionarios eclesiásticos
continuaron permitiendo a individuos seleccionados presenciar
su ritual de los viernes; incluso dieron permiso de filmar
la dolorosa secuencia, en previsión del día
en que su causa se presentara ante la congregación.
Y hubo algo más. El Viernes Santo de 1942, Alexandrina
revivió la pasión por última vez; aunque
los éxtasis de los viernes continuaron, no volvió
a abandonar la cama, pero, a partir de ese día, se
negó a ingerir alimento ni bebida, excepto la eucaristía.
El 10 de junio de 1943 la trasladaron al hospital de Oporto,
en donde durante cuarenta días un equipo de médicos
y enfermeras la mantuvieron vigilada las veinticuatro horas
del día. Según su propio testimonio, las enfermeras
trataron repetidas veces de persuadirla de que comiera y los
médicos intentaron inyectarle medicaciones. Ella lo
rechazó todo.
Al final de su confinamiento, el doctor Gómez de Arayjo,
especialista en enfermedades nerviosas y miembro de la Real
Academia de Medicina de Madrid, atestiguó que la capacidad
de supervivencia mostrada por Alexandrina durante cuarenta
días sin comer era "científicamente inexplicable".
Otros dos médicos especialistas que la atendieron declararon
que "conservó su peso, y su temperatura, respiración,
presión sanguínea, pulso y sangre eran normales,
mientras sus facultades mentales funcionaban de manera lúcida
y constante (...). Las leyes de la fisiología y de
la bioquímica no ofrecen explicación alguna
de la supervivencia, durante cuarenta días de ayuno
absoluto, de esa mujer enferma; más aún si tenemos
en cuenta que ella respondía diariamente a múltiples
preguntas y que mantuvo numerosas conversaciones, mostrando
siempre una excelente disposición y lucidez del espíritu.
En cuanto a los fenómenos observados todos los viernes
alrededor de las tres de la tarde [es decir, sus éxtasis],
creemos que son de orden místico".
Alexandrina sobrevivió doce años más.
Las visiones y los éxtasis se volvieron más
intensos. En el transcurso de uno de sus éxtasis, describió
cómo Jesucristo hacía una pomada de su corazón
y ungía con la misma el corazón de ella; una
variación, cabe anotarlo, del intercambio de corazones
experimentado dos siglos antes por santa Margarita María
Alacoque. En otra visión, manifestó que Jesucristo
le había clavado en el corazón un tubo de oro
que comunicaba su cuerpo (el corazón) con el de ella.
Además de la Pasión, durante los raptos, según
ella, había experimentado también la Resurrección
y la Ascensión de Cristo. Todo eso y más se
halla registrado en su autobiografía dictada, que abarca
unas cinco mil páginas mecanografiadas.
En el momento de su muerte, Alexandrina era el personaje
religioso más conocido de Portugal, con la excepción
tal vez de los niños de Fátima. En ciertos días,
varios millares de peregrinos intentaban verla, le rezaban
oraciones y le pedían favores divinos. Tras su muerte
fue celebrada como "la madre de los pobres", "el
amparo de los tristes" y "la consoladora de los
afligidos". Según su biografía, su cuerpo
no se corrompió, sino que se convirtió misteriosamente
en ceniza, tal como Alexandrina predijera. Y, como golpe de
gracia final, se dice que las cenizas desprendían un
dulce aroma: el olor de la santidad.
Cabe anotar que ésta no es una historia de la Edad
Media; sucedió en pleno siglo XX y en un país
notoriamente anticlerical, a pesar de su piedad rural. Pero
lo que me interesaba no era tanto la vida de Alexandrina como
el análisis que de ella hicieran los hacedores de santos.
El 10 de abril de 1973, concluyó el proceso diocesano
y pasó a Roma. Entre los documentos se hallaban cerca
de tres mil seiscientas cincuenta páginas de los escritos
de Alexandrina: su diario, la autobiografía, cartas
y varios volúmenes de pensamientos, revelaciones, etcétera.
Hasta la fecha, la única "positia" relativa
a su causa es el informe espiritual y psicológico preliminar,
redactado anónimamente por dos asesores.
Dado que se ocuparon únicamente de los escritos, los
asesores se pronuncian con suma cautela al juzgarlos. Dejan
al cuidado de los funcionarios de la congregación cualquier
decisión relativa a la extraordinaria capacidad de
la candidata para vivir sin comida ni agua durante los últimos
trece años de su vida; señalan, no obstante,
que ella raras veces menciona tan excepcional condición
en sus cartas. Tampoco ofrecen opinión alguna para
explicar por qué estaba libre de parálisis durante
los éxtasis de pasión. En cuanto a las visiones
y los mensajes revelados que contienen sus escritos, los asesores
concluyen -con mucha cautela- que "pueden ser de origen
divino". Alexandrina, continúan, "no parece
hallarse aquejada de ninguna enfermedad mental a la que puedan
atribuirse sus manifestaciones extraordinarias"; aunque
agregan que "esa opinión habrá de subordinarse
a otros argumentos que posiblemente puedan derivarse de un
examen directo de la persona en cuestión".
En otras palabras, en lo que a los asesores concierne, no
hay en los escritos nada que impida que la causa continúe.
De todos modos, los autores apuntan ciertas reservas y preocupaciones.
El primero observa que la espiritualidad de Alexandrina es
del tipo expiatorio, en el cual el sujeto busca el sufrimiento
para reparar los pecados de otros. El asesor desaprueba ciertos
pasajes de los escritos de Alexandrina, en los que Jesucristo
le dice: "En ti he de vengarme de aquellos [pecadores]
cuyos pecados tú deseas expiar", y señala
que parece que Cristo la estuviera sometiendo a chantaje al
exigir: "O sufres o pierdo las almas." El autor
observa a continuación que esa actitud amenazadora
y vengativa, aunque inaceptable desde el punto de vista teológico,
no era infrecuente en los sermones de las misiones populares
de la época; y, además, agrega, ese motivo de
venganza desaparece de los escritos de Alexandrina desde 1940.
Al primer asesor le preocupan también los prolongados
forcejeos que sostuvo Alexandrina con el diablo y, en particular,
su poderosa sensación de que éste había
convertido su cuerpo en un instrumento de la lujuria. "Pensamos
que es preciso decir que, si bien las vidas de los santos
abundan en luchas por la castidad, no conocemos en toda la
hagiografía ningún otro ejemplo de algo que
se parezca a las experiencias sufridas por Alexandrina."
Pero el hecho de que ella no las consintiera voluntariamente,
concluye, es prueba de su castidad heroica.
El segundo asesor se ocupa sobre todo de los aspectos psicológicos.
Respecto de los agotadores rituales en que Alexandrina revivía
durante tres horas la pasión de Cristo, declara que
"el examen de sus escritos por sí solo no parece
suficiente para determinar la naturaleza de esos fenómenos".
Sea cual fuere el origen de las visiones, no le cabe ninguna
duda de que Alexandrina era "subjetivamente sincera en
su creencia de que venían de Dios". Excluye la
esquizofrenia como explicación de su conducta y señala
que, los mismos días en que anotaba sus visiones en
el diario, era también capaz de escribir cartas sobre
éstas en las que daba muestras de buen humor, sentido
práctico e incluso ironía; y concluye: "En
nuestra opinión, no era una persona psíquicamente
enferma, sino de viva inteligencia, considerable fortaleza
de ánimo (...) y notable imaginación."
Aun así, también este asesor encuentra ciertos
"detalles desconcertantes". Indica que, al final
de sus representaciones de la pasión de Cristo, Alexandrina
experimenta repetidamente una forma peculiar de consolación.
Tal consolación toma la forma de una transfusión
de sangre desde el Sagrado Corazón de Cristo hacia
su propio corazón. Alexandrina describe esa transfusión,
en varias ocasiones, como realizándose por medio de
un "tubo de amor" o "un tubo que derrama amor"
desde el cuerpo de Cristo. En otros momentos describe que
Cristo confecciona una pomada con la materia de su corazón
y la usa como bálsamo, ahuyentando mediante masajes
el dolor que ella siente en el pecho. En un pasaje de enorme
eufemismo, el asesor observa: "Esas visiones tienen connotaciones
bastante extrañas, hasta el punto de parecer, cuando
menos, equívocas en su descripción."
A pesar de esas reservas, la "positio" del consultor
concluye que "los escritos de Alexandrina María
da Costa se presentan en su conjunto como una prueba de virtud
descomunal y de entrega a menudo heroica a la fidelidad y
el amor de Dios". Lo que impresionó particularmente
a los asesores fue la humildad de la candidata y su obediencia
a las órdenes del director espiritual, incluso en medio
de las más agotadoras visiones de la pasión.
En resumen, piénsese lo que se piense de sus visiones
y obsesiones, Alexandrina dio prueba de poseer las virtudes
de la humildad y la obediencia en grado heroico.
Habitualmente, los asesores no firman sus informes; sin embargo,
en 1988 logré localizar en Chicago al asesor psicológico,
el segundo, y lo entrevisté acerca de sus conclusiones.
Juan Lozano, un sacerdote español de la Orden de los
Claretianos, tiene cincuenta y tres años y es asesor
de la congregación desde 1970. Es doctor en teología
espiritual y, como la mayoría de los españoles,
adora a los místicos de su país natal: Juan
de la Cruz, Teresa de Ávila e Ignacio de Loyola. También
ha cursado estudios avanzados de psicología, pero sus
conocimientos de Freud, Jung y otros "modernos"
los adquirió, según él, por su cuenta.
Le dije que a mí me parecía que un experto
con formación psicoanalítica -aunque fuese un
psiquiatra católico romano habría valorado a
Alexandrina de un modo diferente. Como mínimo, un psiquiatra
hubiera llamado la atención sobre el evidente contenido
sexual de algunas de sus visiones y habría visto una
relación entre el intento de violación por parte
del patrón y la subsiguiente parálisis.
-¿Qué podría ser ese tubo que salía
del cuerpo de Jesucristo -pregunté- sino una imagen
fálica?
-Desde luego, todos los perros freudianos estaban ladrando.
Es muy posible que la parálisis fuese una manera de
protegerse de los hombres. Y fíjese en sus obsesiones
con el diablo; se le aparecía como perro, como serpiente,
como mono: todo eso son símbolos freudianos.
-¿Por qué, entonces, usted no mencionó
eso en su informe?
-Ya habrá visto que en mi informe doy varias respuestas.
Dije que quedan muchos problemas psicológicos por estudiar.
La dificultad es que en Roma no saben qué hacer con
la psicología freudiana. La mayoría de los asesores
no han asimilado todavía su teoría del inconsciente.
Tienen miedo de que, si los escritos de los místicos
se envían a los psiquiatras, lo atribuyan todo al sexo.
Pues sí, yo digo que ese peligro existe, pero el otro
peligro es la tendencia de los teólogos espirituales
a atribuirlo todo a Dios. El problema es que hay muy poco
diálogo entre la psicología y la religión.
-Pero, si usted piensa que las experiencias de un místico
pueden explicarse enteramente a partir de causas psicológicas,
¿lo puede decir en su informe?
-Lo he hecho. Tuve un caso de una monja italiana acosada
por el diablo. Las otras hermanas no sabían nada de
ello. Murió joven y, tras su muerte, encontraron su
diario y pensaron que podría haber sido una santa porque
luchaba con el diablo. Para mí era claramente una personalidad
psicopática. No encontré nada positivo en sus
experiencias, y sobre la base de lo que escribí, según
me dijeron, eliminaron la causa.
Hizo una pausa. Daba vueltas alrededor de una larga mesa
en el refectorio de la sede de los claretianos, situada en
el suburbio de Oak Park, y hablaba al aire como si estuviera
en un aula.
-Es cuestión de intuición -dijo, retomando
el hilo de sus pensamientos-. Yo no aplico las normas mecánicamente;
miro el cuadro en su conjunto.
-¿Y Alexandrina?
-Alexandrina tenía muchos problemas, por supuesto,
sobre todo su obsesión con el diablo; pero siguió
rezando y, al final, desarrolló una hermosa relación
con Cristo que le curó la obsesión. Psicológicamente
fue una persona enferma que recobró la entereza.
Se interrumpió de nuevo, dio otra vuelta alrededor
de la mesa.
-Ya sabe, la Iglesia no propone como santos a unos modelos
perfectos de normalidad; tratamos con fenómenos que
pueden ser la resonancia de experiencias místicas o
la de desequilibrios psíquicos. Alexandrina desarrolla
poco a poco una hermosa relación con Cristo, y lo otro
desaparece. Los problemas psicológicos graves pueden
ayudar a una persona a centrarse en Cristo.
-¿Cómo distingue usted una solución
espiritual de un problema de otra puramente psicológica?
-Con la experiencia se consigue un olfato para eso. Por ejemplo,
el éxtasis religioso se parece a los traumas psicológicos:
en ambos casos se rompe el vínculo entre la conciencia
y el cuerpo. Pero, detrás del éxtasis, hay una
experiencia de Dios, y detrás del trauma, no la hay.
En el trauma, la persona no recuerda lo que sucedió
durante el estado de trance, mientras que la persona extática
se siente extremadamente activa y despierta, aunque el cuerpo
cae en una especie de letargo.
-¿Cómo juzga usted lo que sucede durante el
éxtasis? -insistí-. ¿Cómo sabe
que la experiencia viene de Dios?
-Sólo puedo decirle cómo juzgo yo esas cosas;
los otros asesores son diferentes. Yo siempre distingo entre
la verdadera experiencia mística y los efectos colaterales
que produce en la fantasía y en el cuerpo. En la verdadera
experiencia mística, la presencia de la fe, de la esperanza
y de la caridad se hace tan intensa que uno cobra conciencia
de ello, se siente uno impulsado a realizar actos de adoración.
El núcleo de esa experiencia no es, por tanto, una
visión, sino una percepción de Dios. Al ojo
contemplativo, todo se le aparece como resplandeciente; no
ve los objetos, se siente inundado de luz. Así que
las gracias místicas más elevadas son percepciones
intelectuales: de la Trinidad, de la Encarnación, de
la Resurrección. No hay imágenes en las visiones
intelectuales, se dan al intelecto en sí mismo, cuando
el espíritu está purificado; y son tan elevadas
que la fantasía no puede seguir. Cuanto más
participa la fantasía, tanto más baja es la
experiencia.
-Entonces, ¿los visionarios no son necesariamente
místicos?
-Otros asesores consideran místicos a todos los visionarios,
yo no. Algunos visionarios son místicos y algunos místicos
son visionarios; pero el visionario, de por sí, no
es un místico. Los visionarios son personas que tienen
preferencia por la sugestión. Un psicópata,
por ejemplo, puede ver serpientes; pero, si es una persona
religiosa o, simplemente, vive en una atmósfera religiosa,
es posible que, en vez de serpientes, vea santos. El hecho
de que vea a Cristo o a la Virgen o a cualquier otro personaje
sagrado no convierte al visionario en un santo.
-Pero ¿cómo distingue usted las visiones místicas
de las meramente patológicas?
-Mi regla es que las gracias que se dan al cuerpo y a la
fantasía son las gracias que se dan primero al espíritu.
En un místico genuino puede haber resonancias en la
fantasía y en el cuerpo, tales como los estigmas. Si
un místico recibe la gracia especial de la transformación
total en Cristo crucificado -como san Francisco de Asís,
por ejemplo-, esa gracia se refleja a través de la
fantasía en el cuerpo.
-¿A través de la fantasía?
-Sí. Sabemos que los místicos que tienen estigmas
copian los crucifijos que ellos ven. Si en el crucifijo las
heridas están en un sitio equivocado, así aparecerán
en el cuerpo. De modo semejante, si han visto a la Virgen
María vestida de rosa y azul, como la representan las
estatuas de Cataluña, en vez del habitual azul y blanco,
así se les aparecerá en las visiones.
-Entonces, entiendo que usted no considera que las visiones
y los estigmas sean pruebas de experiencias sobrenaturales.
¿Es eso lo que quiere decir?
-La Iglesia no se pronuncia jamás sobre la autenticidad
de la experiencia mística, sabe que es un terreno arenoso.
La Iglesia nos pide sólo que determinemos si las experiencias
tienen aspecto de ser auténticas; o bien, si los fenómenos
plantean interrogantes acerca de la salud psíquica
del individuo. Los asesores no emitimos el juicio definitivo
sobre la calidad de las virtudes heroicas de la persona. Y
a la Iglesia solamente le interesan las virtudes.
En el momento en que escribo estas líneas, la causa
de Alexandrina da Costa sigue aún en proceso. El postulador
está preparando su "vita" y prevé
que tardará varios años en completarla. Hasta
entonces habrán transcurrido más de cuatro décadas
de la muerte de Alexandrina. Probablemente, su "reputación
de santidad" permanece aún intacta. Lo que me
impresionó, sin embargo, fue la enorme discrepancia
entre la percepción popular de Alexandrina, como participante
privilegiada en la pasión de Cristo, y la opinión
moderada del asesor Lozano, para quien Alexandrina fue una
mujer aquejada de desequilibrios psíquicos que se curó
gracias al amor de Cristo. ¿Cuál de las dos
imágenes presentará el papa, me pregunté,
en el caso de que los hacedores de santos decidan que Alexandrina
merece la canonización? ¿La de la enferma que
fue curada, o la de la mística?
En una palabra: ¿cuál es la verdad de la fe
cristiana que, se supone, expresará su elevación
a la santidad?
LAS VISIONES DE ANA CATALINA EMMERICH
Los mismos interrogantes me condujeron a estudiar la causa
de otra mujer, cuya reputación de mística es
mucho más antigua y más difundida que la de
Alexandrina da Costa. Ana Catalina Emmerich (1774-1824), conocida
en su tiempo como "la vidente de Dülmen", fue
una de las visionarias más ampliamente discutidas del
siglo XIX. De origen pobre, nació en la aldea de Flamsche,
en Westfalia; era una niña enfermiza que, desde muy
temprana edad, experimentó frecuentes visiones y mensajes
de su ángel de la guarda, de Jesucristo y de la Virgen.
Las visiones continuaron cuando entró, en 1802, en
el convento agustino de Dülmen, pero parece que las otras
monjas no las tomaron en serio. En 1811, el convento fue secularizado
por el Gobierno anticatólico de Jerónimo Bonaparte,
rey de Westfalia. Catalina, que por entonces ya raras veces
se levantaba de la cama, fue asignada como caso de caridad
a un cura francés emigrado. Un año más
tarde, comenzó a sangrar de un anillo de diminutas
heridas en torno de la cabeza, y poco a poco, le aparecieron
los estigmas en las manos, en los pies y en el costado, así
como una misteriosa doble cruz de unos 25 milímetros
de ancho en el esternón.
La noticia de los estigmas causó considerable excitación
entre los piadosos habitantes de Dülmen. Algunos vieron
en ella la refutación viviente del racionalismo que
predominaba en Francia y en gran parte de Alemania. Otros
sospechaban que se trataba de un fraude. Finalmente, la controversia
condujo a una serie de investigaciones formales. La primera,
llevada a cabo por las autoridades eclesiásticas, dio
por resultado un informe cauteloso en el cual ni se afirmaba
ni se negaba el carácter sobrenatural de los estigmas.
La segunda, que duró del 7 al 28 de agosto de 1818,
la realizó una comisión civil, compuesta en
su mayoría por médicos y científicos
protestantes y agnósticos. Catalina fue trasladada
a otra casa y sometida a numerosas pruebas dolorosas y embarazosas.
Al concluir, la comisión declaró que no había
hallado prueba alguna de fraude. En suma, los médicos
no sabían explicar las heridas y los eclesiásticos
vacilaban prudentemente en hablar de un milagro.
Aunque los estigmas cesaron de sangrar regularmente, los
éxtasis y las visiones de Catalina continuaron. Desde
la cama predecía cosas que provocaban el asombro de
sus frecuentes visitas. También se la puso a prueba
numerosas veces para ver si sabía distinguir las reliquias
auténticas de las falsas; en una ocasión, por
ejemplo, discernió "correctamente" que unos
mechones de cabello, guardados en un relicario traído
de Colonia, pertenecían realmente a la Virgen María.
Además, fue atestiguado de modo fidedigno por cuantos
la conocieron que, durante los últimos diez años
de su vida, Catalina se abstuvo de ingerir alimentos sólidos
-incluso una cucharada de sopa le provocaba náuseas-
y se nutría únicamente con agua y con la eucaristía.
Tras su muerte, el cuerpo no se tornó rígido
durante los tres días previos al entierro y, al ser
exhumado seis semanas después para comprobar que los
devotos no lo habían robado, se halló libre
de corrupción y de hedor.
Hasta aquí, la vida de Ana Catalina Emmerich difiere
poco de la de muchas otras mujeres estigmatizadas que eran
pobres, iletradas, enfermas y que pasaron gran parte de su
tiempo en éxtasis. El esquema nos es familiar, salvo
en un aspecto importante: durante sus trances extáticos,
Catalina viajaba hacia atrás en el tiempo y se convertía
en contemporánea de Jesucristo, de la Virgen María
y de otros personajes bíblicos. Más precisamente,
afirmaba presenciar la vida y la pasión de Jesucristo
como observadora participante, completando algunos detalles
que no registra la Sagrada Escritura.
Ninguna de esas visiones habría llegado, sin embargo,
al público de no haber sido por Clemens Brentano (1778-1842),
poeta romántico alemán, cuya colección
pionera de canciones y poemas medievales "El cuerno encantado
del niño" le granjeó los elogios de Goethe,
de Longfellow y de Heine. Menos éxito tuvo en su vida
privada: dos veces casado, se alejó de la religión
católica en su juventud y regresó a la misma
tras verse rechazado por una mujer protestante, Louise Hensel,
quien le instó a reformar su vida y volver a la Iglesia
católica. En 1818, siguiendo una sugerencia del profesor
Johann Michael Sailer, posterior obispo de Ratisbona y en
su día el personaje eclesiástico más
importante de la Alemania católica, Brentano se dirigió
a Dülmen para visitar a la célebre estigmática.
Catalina lo reconoció inmediatamente como el personaje
prometido por Dios -"el Peregrino", lo llamaba ella-
que transcribiría las revelaciones que ella recibía.
Durante los cinco años siguientes hasta la muerte de
Catalina, Brentano permaneció sentado al lado de su
cama, apuntando en hojas sueltas las palabras que Catalina
pronunciaba durante sus transportes extáticos.
En 1833, a los nueve años de la muerte de Catalina,
Brentano publicó "La Pasión dolorosa de
Nuestro Señor Jesucristo según las meditaciones
de Ana Catalina Emmerich", libro en el que narra con
minucioso detalle los acontecimientos que se desarrollaron
desde la Última Cena hasta la Resurrección,
tal como Catalina los contemplaba en sus visiones. En un ensayo
introductorio sobre la vida de Catalina, Brentano escribe
que, a pesar de no haber leído nunca la Biblia, "su
característica distintiva y privilegio especial fue
un conocimiento intuitivo de la historia del Antiguo y del
Nuevo Testamento, de la Sagrada Familia y de todos los santos
a quienes había contemplado en el espíritu".
En otras palabras, Brentano presentaba a Catalina como una
mística cuyo conocimiento de la pasión y muerte
de Cristo le había sido infundido directamente por
el Espíritu Santo para edificación de los creyentes.
Y, aunque inserta, siguiendo la sugerencia de un obispo, una
cláusula de salvedad en la que desmiente toda "pretensión"
de tomar por "históricas" las meditaciones
de Catalina, es evidente en el texto que lo que se espera
del lector es que las considere auténticas revelaciones
de lo que sucedió verdaderamente.
El texto seduce tanto por su calidad literaria como por la
riqueza de detalles desconocidos en los autores de los cuatro
Evangelios. Por ejemplo, en un pasaje típico, Catalina
revela el efecto espiritual que causó Jesucristo en
la mujer del procurador romano Poncio Pilato:
Al mismo tiempo que Pilato estaba dictando la inicua sentencia,
vi a su mujer, Claudia Procles, devolverle la prenda que él
le había dado y, por la noche, abandonó el palacio
y se unió a los amigos de Nuestro Señor, que
la escondieron en una bodega subterránea de la casa
de Lázaro en Jerusalén. Ese mismo día
vi más tarde a un amigo de Nuestro Señor grabar
las palabras "Iudex iniustus" y el nombre de Claudia
Procles en una piedra de aspecto verdoso que se hallaba detrás
de la terraza llamada Gabbatha. Dicha piedra se encuentra
aún en el fundamento de una iglesia o casa de Jerusalén,
construida en el lugar que antiguamente se llamaba Gabbatha.
Claudia Procles se hizo cristiana, siguió a san Pablo
y se convirtió en su amiga
De la primera edición alemana de "La Pasión
dolorosa" se vendieron unos cuatro mil ejemplares, y
la siguieron otras veintinueve ediciones. El libro ha sido
traducido al inglés, al francés, al español
y al italiano y todavía hoy se vende en librerías
católicas de Europa y de Estados Unidos. Pero "La
Pasión dolorosa" contiene sólo una parte
de las revelaciones de Catalina; de las notas de Brentano
se desprende que proyectaba editar toda una serie de libros
basados en las visiones de Catalina. En 1852, a los diez años
de la muerte del poeta, sus albaceas literarios publicaron
su incompleta "Vida de la Virgen Santísima",
que ofrece abundantes detalles sobre el nacimiento de Cristo
y sobre los últimos días de la Virgen, como,
por ejemplo, la identificación de la casa en donde
murió y la revelación de que su cuerpo permaneció
tres días en la tumba antes de ser ascendido a los
cielos.
Y aún hubo más. De 1858 a 1860, un redentorista
alemán, el padre C. E. Schmoger, publicó "La
vida humilde y amargas pasiones de Nuestro Señor Jesucristo
y Su Santísima Madre, con los misterios del Antiguo
Testamento, según las visiones de Ana Catalina Emmerich
anotadas en el diario de Clemens Brentano", en cuatro
volúmenes de dos mil ciento cuatro páginas en
total. Esa versión, muy difundida, de las visiones
comienza con la caída de los ángeles del Paraíso
y continúa narrando la caída de Adán
y Eva, la vida de Abraham, la de Isaac y la de Jacob, antes
de llegar a la vida de Cristo. El lector de esos volúmenes
aprende que Jesucristo hizo un viaje de tres semanas a Chipre
con un grupo de colonos judíos y otro, hasta entonces
desconocido, al país de los Reyes Magos que aparecieron
en su nacimiento; y también llega a saber que Judas
era hijo ilegítimo de una bailarina y que la pareja,
en cuyas bodas de Caná Jesucristo realizó su
primer milagro público, hizo inmediatamente votos de
castidad vitalicia.
Schmoger publicó además una biografía
de Catalina en dos volúmenes, con revelaciones todavía
más sorprendentes. Catalina describe, por ejemplo,
el día de su bautismo -el mismo día en que nació-
y afirma que era "plenamente consciente de todo cuanto
pasaba a mi alrededor". En una biografía posterior,
escrita por el padre Thomas Wegener, el postulador alemán
de su causa, y publicada en 1898, hallamos una elaboración
ulterior de tan notable aserto: "En su bautismo -escribe
Wegener, sin el menor asomo de escepticismo-, tuvo la plena
prueba de la presencia de Dios en el Santísimo Sacramento,
vio a su ángel de la guarda y a sus santas patronas,
santa Ana y santa Catalina, que asistían a la ceremonia."
Considerada en su contexto histórico, la publicación
de las visiones de Ana Catalina Emmerich brindaba a los católicos
devotos un arma poderosa contra el racionalismo y el antisobrenaturalismo
de la "Aufklarung" (Ilustración). Era la
época de las desmitificadoras "Vidas de Jesús"
de David Friedrich Strauss y Bruno Bauer. A los ojos de muchos
católicos, las reconstrucciones eruditas de la vida
de Jesucristo realizadas por los escépticos no podían
competir con las verdades reveladas por vía sobrenatural
a la humilde estigmática de Dülmen; y, lo que
es más, los lectores que visitaban Tierra Santa con
sus libros en la mano se maravillaban de la precisión
con que describía la geografía de Palestina
y los rituales de los antiguos hebreos. El poeta y jesuita
victoriano Gerard Manley Hopkins lloraba cuando en el retiro
espiritual se leía en voz alta el relato de Emmerich
sobre la pasión de Cristo; en el siglo siguiente, prominentes
conversos al catolicismo, como los poetas franceses Paul Claudel
y Raissa Maritain, proclamaron el poder de la visionaria para
conmover los espíritus, e incluso, Albert Schweitzer
menciona favorablemente la vida de Cristo, revelada a Catalina,
en su monumental volumen "En busca del Jesús histórico".
Un siglo después de la muerte de Catalina, un miembro
de la ilustre Academia Francesa, Georges Goyau, recordó
la colaboración entre la visionaria y el poeta y bendijo
a ambos por haber "aportado una nueva fuente de sustento
a la curiosidad piadosa de las almas creyentes".
De no ser por la infatigable devoción del padre Schmoger,
resultaría difícil hoy apreciar la seriedad
con que los eclesiásticos cultos aceptaron la autenticidad
de las visiones de Ana Catalina... y de su santidad. En la
cuarta edición alemana de las voluminosas visiones,
Schmoger incluye un tratado de doscientas cuarenta y dos páginas
sobre las enseñanzas de la Iglesia con respecto a las
revelaciones privadas y su aplicación a Ana Catalina
Emmerich. Dicho escrito es, de hecho, un alegato en favor
de la "autenticidad" y del "carácter
sobrenatural" de las visiones de Emmerich, así
como una prolija defensa de su santidad.
En Roma, sin embargo, las visiones de Ana Catalina Emmerich
no fueron tan bien recibidas. Para empezar, la Iglesia nunca
ha visto con mucho agrado las revelaciones privadas, y menos
aún aquellas que pretenden suministrar informaciones
que se les escaparon a los inspirados autores de los cuatro
Evangelios. Estaba además la cuestión de cuánto,
en las visiones publicadas, debía atribuirse a Catalina
y cuánto al trabajo de Brentano. El 22. de noviembre
de 1928, el Santo Oficio emitió un decreto poco común
por el que se declaraba suspendida la causa de beatificación
y canonización de Emmerich. Algunos de los asesores
la consideraban hereje; a otros les preocupaba simplemente
que sus relatos en primera persona sobre la vida y muerte
de Cristo pudieran inducir a error a los creyentes. Se les
permitió, sin embargo, a los promotores de la causa
reexaminar la documentación y los testimonios reunidos,
en vistas a una revisión del caso.
En Alemania, los expertos pusieron manos a la obra. Descubrieron
que Brentano había dejado cerca de veinte mil páginas
de notas sobre Ana Catalina Emmerich, de las cuales sólo
una ínfima parte podían atribuirse con seguridad
a la mística misma. En su biblioteca se encontraron
mapas y libros de viajes de Tierra Santa que explicaban la
exactitud geográfica de las visiones publicadas. Y,
lo que es más importante, era evidente que Brentano
había completado las visiones con materiales tomados
del Evangelio de Santiago y de otros textos apócrifos.
Los relativamente pocos fragmentos que podían identificarse
con seguridad como palabras textuales de Catalina a Brentano
parecían bastante ortodoxos.
Basándose en esa información, el papa Pablo
VI levantó el 18 de mayo de 1973 la suspensión
de la causa de Catalina. Seis años" más
tarde, la Conferencia Episcopal de Alemania solicitó
formalmente la reapertura del proceso. Se celebró una
reunión en Roma, en la que varios expertos declararon
que sería imposible discernir de las elaboraciones
de Brentano las visiones auténticas de Catalina. Fue
decisivo el argumento del padre Gumpel y de otros, que propusieron
hacer caso omiso de los volúmenes visionarios sobre
la vida y muerte de Cristo al-juzgar la santidad de Ana Catalina
Emmerich; éste era el cambio que los promotores de
la causa habían esperado. Liberados del estorbo de
las visiones elaboradas, podían pasar a preparar una
"positio" que se centraba estrictamente en las pruebas
de las virtudes heroicas de la mística. Con el respaldo
de los agustinos y de la jerarquía alemana, la causa
fue canónicamente introducida en 1981, designándose
como relator al padre Eszer.
En la primavera de 1989, la rehabilitación de Ana
Catalina Emmerich se encontraba en pleno curso. La "positio"
original era "muy desordenada", según decía
Eszer, y un colaborador suyo, historiador y sacerdote alemán,
estaba preparando otra nueva. Respecto a la extraordinaria
capacidad de Ana Catalina Emmerich para sobrevivir durante
diez años sin ingerir alimentos sólidos, Eszer
se mostraba convencido de que las historias acerca de su inedia
eran verídicas. "Podemos decir que vivió
exclusivamente de la Santa Comunión, más o menos
durante la última década de su vida, porque
los informes demuestran que todas aquellas monjas y todos
aquellos doctores anticatólicos tuvieron que aceptar
el hecho de que realmente no podía comer." También
le causó impresión la capacidad de Catalina
para distinguir las reliquias auténticas de las falsas;
si se trataba de un don sobrenatural o meramente psíquico,
era, en su opinión, irrelevante: "Es una señal
de que ella era prudente y de que su deseo era buscar solamente
la verdad." En cuanto a los estigmas, bastaba demostrar
que Catalina sufría mucho y que aceptó el sufrimiento
humilde y "cristianamente".
-¿Pero qué sucede con su reputación
de santidad? -le pregunté-. ¿Acaso no se debe
a la publicación de sus visiones? ¿No fue ésa
la razón principal para reconocerla como santa?
-Fue la razón principal para reconocerla como mística
-me corrigió Eszer-. Su reputación de santidad
se basa en otras cosas. Gracias a ella, en Westfalia se convirtieron
a la Iglesia muchas personas; entre ellas, Louise Hensel,
que fundó luego varios conventos de monjas.
La "vidente de Dülmen" es, por tanto, una
probable candidata a la beatificación porque, más
de un siglo y medio después de su muerte, los obispos
alemanes y algunos miembros de la orden agustina a la que
ella perteneció continúan apoyando su causa.
Sus virtudes heroicas están todavía por demostrar.
En el caso de que su causa tenga éxito, se supone que
su importancia no se medirá por los millones de lectores
que aceptaron las visiones falseadas por Brentano como verdad
revelada ni por la lista de obispos e intelectuales católicos
que en su tiempo la consideraron una mística inspirada,
sino por los efectos saludables que ejerció sobre un
círculo relativamente reducido de devotos. Los piadosos,
sin embargo, la venerarán sin duda como una mística
que llevó los estigmas, que habló con personajes
celestiales y que fue capaz de sobrevivir milagrosamente sin
comer durante más de doce años.
PADRE PÍO Y LOS SUFRIMIENTOS DE UN MÍSTICO
La causa de padre Pío es, a todas luces, la causa mística
más importante que se ha presentado a la congregación
en los dos últimos siglos. Hasta donde alcanzan los
conocimientos de los historiadores, fue el primer sacerdote
católico que llevó las heridas. de Cristo y,
con toda probabilidad, el estigmatista masculino más
famoso desde san Francisco de Asís. Pero, si Francisco
llevó los estigmas solamente durante los dos últimos
años de su vida, padre Pío los soportó
por más de medio siglo. Esas heridas, unidas a los
numerosos testimonios de sus dones de profecía, clarividencia
espiritual, visiones, bilocaciones y curaciones milagrosas,
lo convirtieron en una celebridad internacional.
En el apogeo de su fama, padre Pío recibía
diariamente unas seiscientas cartas de todas las partes del
mundo y, aún hoy, a los veinte años de su muerte,
sigue siendo objeto de un culto superado en número
únicamente por quienes se concentran en los santuarios
de la Virgen María; e igualmente importante, desde
el punto de vista de la congregación, es que la causa
se halla refrendada por cartas postulatorias de nada menos
que ocho cardenales, treinta y un arzobispos y setenta y dos
obispos. Me pareció que se trataba de una causa en
la que los fenómenos místicos no pueden tratarse
como meros incidentes secundarios con relación a las
virtudes heroicas del candidato. Al fin y al cabo, ¿quién
habría rezado a padre Pío -o concebido su vida
como "corredentora" con Cristo, que es lo que hacen
algunos de sus cofrades- si no hubiera impresionado a los
creyentes con sus dones milagrosos?
Como es fácil imaginar, los capuchinos comenzaron
de manera informal a reunir datos sobre su .célebre
hermano el año siguiente de su muerte en 1968. Pero
entonces sucedió algo misterioso: alguien de Roma decretó,
seguramente con la autorización del papa Pablo VI,
que el proceso local de padre Pío no se podía
abrir. Los capuchinos no me quisieron decir quién dio
la orden, aunque confirmaron que permaneció vigente
hasta 1982, cuando los funcionarios de la congregación
discutieron el asunto y, a sus instancias, Juan Pablo II permitió
al arzobispo de Manfredonia iniciar el proceso local.
Tampoco quisieron decirme los frailes por qué Roma
actuó como lo hizo; pero hay, por supuesto, especulaciones
considerables. Algunos miembros de la congregación
suponen que la suspensión del proceso estuvo relacionada
con ciertos escándalos financieros que rodearon a los
capuchinos en la década de los cincuenta y con un conflicto,
vinculado a dichos escándalos, en torno a la Casa de
Amparo de los Sufrientes, un hospital moderno que padre Pío
hizo construir en gran parte con las donaciones que recibía
de los devotos. A fin de ayudar a pagar las deudas que la
orden contrajo por invertir dinero con un banquero sin escrúpulos,
la Santa Sede trató de obtener el control financiero
del hospital, medida contra la cual los seguidores de padre
Pío llevaron su protesta hasta las Naciones Unidas.
Dado que algunos obispos involucrados en esos asuntos siguen
aún vivos -y, posiblemente, sean culpables de avaricia
ellos mismos-, se pensó que Roma esperaba poder proteger
su reputación al postergar la investigación
de las actividades de padre Pío hasta después
de la muerte de los obispos.
Otra conjetura es la de que los funcionarios del Vaticano
quieren desalentar las expectativas de una canonización
rápida e impedir, de paso, que los capuchinos u otras
personas vinculadas a las empresas de padre Pío saquen
beneficios económicos del éxito de la causa.
Una razón que me parece más verosímil
es que a Pablo VI y a otras personalidades de Roma les preocupaba
el desmesurado culto de que se hacía objeto a padre
Pío, y esperaban calmar el entusiasmo si ponían
cierta distancia entre su muerte y el inicio del proceso.
Sean cuales sean las razones, hacía falta tiempo para
distinguir entre padre Pío taumaturgo y Francesco Forgione,
el heroicamente virtuoso siervo de Dios. Y si realmente es
cierto que los estigmas y cosas por el estilo no pueden considerarse
pruebas de santidad, había que esperar también
a que su reputación de santidad madurase conforme a
unas pautas más aceptables. Con ese fin, los capuchinos
han publicado varios volúmenes de sus cartas, y en
1972, celebraron un congreso dedicado a "La espiritualidad
de padre Pío".
En todo caso, está claro que el famoso fraile tuvo
que sufrir algo más que las heridas en su cuerpo o
los golpes que le asestó el diablo. Hubo, por ejemplo,
un período de su vida en que los funcionarios del Vaticano
sospechaban que los estigmas de padre Pío se los había
infligido él mismo. En otros momentos, los rechazaban
como productos de autosugestión psicológica,
causados por la insistente concentración del fraile
en la pasión de ' Cristo; a lo cual, padre Pío
solía responder: "Salgan al campo y miren muy
de cerca un toro. Concéntrense en él todo lo
que puedan, y comprueben si le crecen cuernos."
La fama le acarreó la hostilidad y los celos de los
clérigos de la parroquia local e, incluso, del arzobispo
de Manfredonia, Pasquale Gagliardi, quien lo denunció
ante el Santo Oficio. Se le prohibió repetidamente
oficiar la misa, salvo en privado, y hablar con mujeres: a
la edad de setenta y tres años, se llegó a sospechar
que se aprovechaba sexualmente de las penitentes de sexo femenino.
Un cofrade suyo, el padre Emilio, llegó al extremo
de instalarle un micrófono en el confesionario, con
la esperanza de rebatir tales acusaciones, pero violando así
el sacrosanto secreto de la confesión.
En fecha tan tardía como 1960, tan sólo ocho
años antes de su muerte, el Santo Oficio sometió
a severas restricciones sus contactos con el público,
a fin de poner coto a lo que el prefecto de la congregación,
el cardenal Alfredo Ottaviani, consideraba "actos que
tienen el carácter de un culto hacia la persona de"padre".
Ottaviani, defensor conservador de la ortodoxia católica,
no era el único de esa opinión. Ese mismo año,
Albino Luciani, obispo de Vittorio Veneto y, posteriormente,
papa Juan Pablo I, descalificó el ministerio de padre
Pío como "una golosina indigerible" que respondía
a un "anhelo de cosas sobrenaturales e insólitas".
Luciani hablaba en nombre de muchos obispos y sacerdotes al
argumentar que los creyentes necesitan la misa, los sacramentos
y el catequismo, "sólido pan que los alimenta;
no chocolates, pasteles y dulces que los abruman y engañan".
¿Cuál es la verdad sobre padre Pío?
-Hay muchas cosas acerca de padre Pío que todavía
se mantienen en secreto -se me informó.
Quien dijo esto fue Paolo Rossi, un fraile italiano que desempeña
desde 1980 el cargo de postulador general de los capuchinos.
A pesar de las reticencias que muestra casi todo el mundo
en Roma, en lo tocante a la causa de padre Pío, Rossi
tuvo la amabilidad de recibirme en la sede de los capuchinos.
Aunque la causa estaba técnicamente todavía
en manos del arzobispo de Manfredonia, el barbado fraile se
mostró dispuesto a contarme cuanto podía.
De las cerca de doscientas causas que llevaba, Rossi admitió
que la de padre Pío era probablemente la más
difícil; pero -se apresuró a agregar- no sólo
por los fenómenos místicos. En cuanto a los
estigmas, Rossi confiaba en que los asesores de la congregación
confirmarían lo que numerosos médicos atestiguaron
ya en vida del padre, a saber, que las heridas no se las había
causado él mismo.
-Poca gente sabe -añadió- que, unos meses antes
de su muerte, los estigmas desaparecieron. Para el entierro,
los frailes le cubrieron las manos y los pies, porque, de
otro modo, la gente habría preguntado por qué
las heridas no eran ya visibles. Ni siquiera tenía
cicatrices en el cuerpo.
-¿Qué significado ve usted en eso?
-Sólo éste: si él mismo se hubiese provocado
los estigmas, las heridas habrían tardado mucho en
curarse y hubieran dejado cicatrices. Pero le había
llegado la hora, los estigmas ya no le hacían falta
y desaparecieron. Es el principio de san Pablo: los dones
del Espíritu Santo se otorgan en beneficio de los demás.
Lo mismo vale decir de sus otros dones místicos. Mucha
gente ha atestiguado que padre Pío era capaz de leer
los pensamientos de otros, sobre todo en la confesión,
cuando él les veía en la mente lo que venían
a confesar. La bilocación era también un don
para la gente, de modo que, por esas manifestaciones, otros
pudieran reconocer la presencia de lo divino y cambiar sus
vidas.
-Entonces, ¿usted cree que esos dones le fueron concedidos
por Dios?
-Sí, pero recuerde que no es eso lo que está
buscando la Iglesia. Primero, debemos comprobar sus virtudes
heroicas y, luego, podremos verificar si sus dones provenían
de una causa superior.
-¿Y ve usted algo en la biografía de padre
Pío que pueda sugerir que no llevó una vida
heroicamente virtuosa?
El padre Rossi calló unos instantes, considerando
su respuesta. Yo sabía que, en la familia mundial de
los capuchinos, había considerables diferencias de
opinión acerca del sentido y la conveniencia de la
causa de padre Pío. Los frailes de San Giovanni Rotonda,
y en especial aquellos que lo conocieron personalmente, lo
veneran ya como santo. También la gente de la región
lo considera un santo propio, el último en una larga
tradición italiana de "santos locales", que
incluye a Francisco de Asís, a Margarita de Cortan
a y a centenares de místicos locales y de patronos
espirituales menos conocidos. Pero hay muchos otros capuchinos,
especialmente en Estados Unidos, que consideran a padre Pío
un personaje de la "vieja" cultura de la Iglesia,
la que identifica la santidad con lo sobrenatural y no con
las buenas obras y la protesta política. Muchos de
esos capuchinos ven la causa de padre Pío con indiferencia
y aun hostilidad, debido precisamente a sus dones místicos.
Como postulador general de la orden, Rossi no podía
tomar partido. Comprendí su posición.
-Bueno, padre Pío era un hombre de genio áspero
-respondió finalmente-. Aunque no creo que fuese algo
que creara él mismo, le venía de sus orígenes
campesinos. En el pasado, supongo que un defecto como ése
habría bastado para parar la causa; pero, hoy en día,
cuando descubren a algún candidato un defecto de carácter,
más bien lo estudian con mayor profundidad en vez de
rechazarlo. Tratan de demostrar que el siervo de Dios logró
superar sus defectos o, por lo menos, que trabajó con
ellos sin superarlos necesariamente.
-¿Cómo piensa usted demostrar sus virtudes
heroicas?
En lugar de contestarme directamente, me invitó a
entrar en otra habitación en donde se alineaban las
"positiones" de varias causas. Entre ellas había
cinco volúmenes de cartas de padre Pío, más
catorce volúmenes adicionales relativos a su vida.
Estaban incluidos los documentos preparados en 1982 por dos
teólogos capuchinos para obtener el levantamiento de
la suspensión de la causa. Rossi pasó la mano
sobre los lomos.
-No se podrá dar la imagen completa de su vida hasta
que no esté escrita la "positio" -dijo-,
y eso tardará años. Hay muchas cosas que la
gente no entiende ni puede entender porque no ha visto la
documentación que tenemos nosotros. Pero una cosa le
puedo decir: la gente entendería mejor las virtudes
del hombre si supiera con qué hostilidad era tratado
por la Iglesia e, incluso, por su propia familia de frailes.
Estoy intentando encontrar la fuente de esa hostilidad. Debemos
descubrir cuál fue su actitud y su conducta en medio
de todo eso.
-Supongo que se refiere a aquel período en que se
le prohibió celebrar misa en público y escuchar
confesiones.
-Sí, aquello fue un castigo muy severo. A la orden
misma se le mandó comportarse con él de una
determinada manera. Así que la hostilidad trascendió
hasta al Santo Oficio (la ahora llamada Congregación
para la Doctrina de la Fe) y a la Secretaría de Estado
del Vaticano. Se dieron falsas informaciones a las autoridades
de la Iglesia y éstas actuaron en consecuencia. Al
final, la "positio" explicará qué
se decía de él y cuál fue su respuesta.
Eso demostrará su virtud.
Una vez más se me decía que la experiencia
mística no tenía importancia alguna para comprobar
la santidad. Aunque hubiese luchado con el diablo y hablado
con los ángeles, padre Pío, el estigmatizado,
sería juzgado por su respuesta ante pruebas más
terrenales, infligidas, en ese caso, por sus propios hermanos
de la Iglesia. Una vez más me impresionó la
enorme discrepancia entre la imagen popular del místico
y las exigencias del proceso de creación de santos.
Confesé mis dudas a Rossi. ¿Cómo era
posible separar enteramente las virtudes de padre Pío
de sus extraordinarias pruebas espirituales?
Rossi sonrió.
-Usted debe entender que la congregación es una entidad
jurídica y burocrática que aún continúa
beatificando y canonizando conforme a las pautas establecidas
por Benedicto XIV. Yo soy de los que preferirían abandonar
ese enfoque. Un procedimiento mejor sería tomar la
vida de Cristo y presentar a padre Pío en comparación,
para ver cómo vivió la vida de un santo y cómo
hizo revivir a Cristo en su propia vida. Eso de las virtudes
heroicas suena demasiado griego, demasiado pagano. Necesitamos
guiamos por una teología orientada en el Evangelio.
Rossi intuyó que todavía no me conformaba con
el planteamiento.
-Venga conmigo -dijo-. Quiero mostrarle algo.
Me condujo a otra habitación, abrió la puerta
y entramos en una pequeña capilla. Las paredes, el
altar, todas las superficies de la sala estaban cubiertas
de pequeños relicarios redondos, del tamaño
del platito de una taza de café, y diminutos crucifijos
taraceados. Eran unos trescientos en total y cada uno contenía
cabellos o cenizas de alguno de los capuchinos que habían
sido beatificados o canonizados por la Iglesia. La capilla
había sido construida en 1956, antes del II Concilio
Vaticano, por el predecesor de Rossi, el anciano padre Bernardo
de Siena, uno de los más experimentados postuladores
de la Iglesia.
-Reliquias -observé-. ¿Ustedes deben guardar
reliquias de los santos?
-Por ahora, ésta es la práctica. Personalmente
estoy en contra; pero es una necesidad creada por las exigencias
de la gente.
Se interrumpió y, en ese instante, imaginé
otra habitación parecida, consagrada enteramente a
las reliquias de padre Pío. Sabía que existía
una colección de los guantes que usaba para cubrirse
las manos, manchados de su sangre, y más que suficientes
para decorar una capilla del doble de tamaño de ésta
en donde estábamos.
-En el II Concilio Vaticano -continuó Rossi- se reconoció
que la devoción hacia los santos había llegado
a reemplazar la devoción a Jesucristo, el misterio
central de nuestra fe. En Italia, hoy en día se puede
observar que la gente, cuando entra en una iglesia, ya no
se dirige al Santísimo Sacramento para hacer la genuflexión,
sino que se arrodilla ante la estatua de un santo. Al ver
eso, se da uno cuenta de que estamos perdiendo el concepto
de quién es quién.
Aunque no lo dijo explícitamente, entendí que
Rossi se refería también a la extrema devoción
de que era objeto padre Pío: las estatuas del encapuchado
fraile que se ven en una docena de países; los grupos
de oración y las peregrinaciones; las conferencias
internacionales sobre la espiritualidad del padre y, por supuesto,
los millones de dólares que llegan cada año
a la sede de padre Pío en San Giovanni Rotondo. Todo
eso, porque fue, ante todo, un estigmatizado, un visionario
y un taumaturgo. Del padre Rossi dependerá demostrar
que, aparte de todo eso, fue también un santo.
El místico no ocupa, por tanto, ningún lugar
de privilegio entre los hacedores de santos, a pesar de que
representa la vocación más elevada y el alcance
extremo de la oración. De todos modos, la palabra no
parece ya connotar la perfección de vida interior que
convierte a Teresa de Ávila o a Juan de la Cruz en
fuente perpetua de iluminación espiritual. Los hacedores
de santos tienen razón: el misticismo ha llegado a
confundirse con lo milagroso. Pero esa confusión no
tiene visos de acabar mientras la Iglesia siga exigiéndoles
milagros a los santos. Y los exige. Lo que no vale nada en
esta vida, todavía sigue siendo obligatorio para los
santos en la otra. En efecto, sin milagros no habría
creación de santos.
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