LA
FABRICACIÓN DE LOS SANTOS
Autor: Kenneth L. Woodward
CAPÍTULO 11. SANTIDAD Y SEXUALIDAD
Como en toda investigación, lo que no sucede es interesante,
y las categorías de personas a quienes no se canoniza
revelan tanto acerca del proceso de creación de santos
como los canonizados. Si uno examina el grupo de santos y
santas beatificados o canonizados desde 1588, ciertas categorías
destacan por su representación limitada o por su ausencia.
Como hemos visto, el número de papas es escaso, y lo
mismo vale decir de los cardenales [desde 1588, sólo
seis cardenales han sido canonizados]. Hay aproximadamente
el doble de hombres que de mujeres, aunque esa proporción
se ha modificado en grado significativo en el siglo xx, principalmente
porque muchas órdenes religiosas femeninas han defendido
con éxito las causas de sus fundadoras.
Pero quienes menos representados están son los laicos.
Desde el año 1000 hasta finales de 1987, los papas
han celebrado trescientas tres canonizaciones, incluidas las
causas colectivas. De esos santos, sólo cincuenta y
seis eran laicos y otras veinte, laicas. Además, de
los sesenta y tres santos seglares, cuyo estado civil se conoce
a ciencia cierta, más de la mitad no se casaron nunca.
La mayoría de dichos santos laicos murieron como mártires,
individualmente o como miembros de un grupo. De tal escasez
de santos casados podría llegarse a la conclusión
de que las satisfacciones emocionales y sexuales de un buen
matrimonio deben de estar, de alguna manera, reñidas
con las virtudes heroicas exigidas a los santos.
¿Qué hay en la vida amorosa del cuerpo que
la Iglesia juzga impropio de un santo? Y, en particular, ¿por
qué no existen ejemplos de santos felizmente casados?
VIRGINIDAD Y VIRTUD HEROICA
La historia del catolicismo manifiesta una profunda ambigüedad
hacia la sexualidad humana. A lo largo de esa historia, la
Iglesia ha otorgado un valor más alto a la virginidad
que al matrimonio, a pesar de que el matrimonio es un sacramento,
mientras que la virginidad no lo es. Las raíces de
esa ambigüedad se remontan al Nuevo Testamento, pero
se ha convertido en un lugar común la acusación
de que los escritos de los padres de la Iglesia, de los siglos,
III, IV y V, inauguraron una tradición que asocia la
sexualidad al pecado; una acusación que, en gran medida,
está justificada, pues los hay que fueron abiertamente
misóginos: Tertuliano veía en las mujeres "la
puerta del diablo", y san Agustín, quien antes
de su conversión adquirió profundas experiencias
de los placeres pasajeros de la carne, enseñó
más tarde que la relación sexual era el medio
por el cual el pecado original se transmite de generación
en generación.
Pero, como demostraron sobradamente Peter Brown, el historiador
más distinguido de la antigüedad cristiana, y
otros estudiosos, la tendencia de los padres de la Iglesia
a identificar sexo y pecado se presta fácilmente a
la exageración y, en todo caso, debería ser
entendida en un contexto más amplio de actitudes socioeconómicas;
entre ellas, la relación entre "cuerpo y sociedad"
en la cultura grecorromana. Al fin y al cabo, la mayoría
de los cristianos, e incluso de los clérigos, estaban
casados y procreaban, y, en su confrontación con el
gnosticismo, herejía cristiana primitiva que condenaba
el cuerpo y toda realidad material, la Iglesia afirmó
finalmente, como opinión ortodoxa, que el matrimonio
es para los cristianos una vocación aceptable, aunque
inferior a la virginidad perpetua.
Lo que hoy parece claro es que, para los padres de la Iglesia,
se trataba menos de establecer la identificación de
sexo y pecado que la identificación positiva de santidad
y virginidad. Su cristianismo estaba imbuido de neoplatonismo,
que veía en el cuerpo un apéndice díscolo,
al que había que someter a fin de liberar la vida superior
del intelecto y del espíritu. Agustín, que sabía
de qué estaba hablando, señaló la incapacidad
de los varones para provocar deliberadamente una erección
en el momento deseado -y la incapacidad de reprimida en un
momento inoportuno como prueba cómica de que el cuerpo
del hombre caído no es digno de confianza como siervo
de la voluntad. Para Agustín, el acto mismo de la relación
sexual era reprochable porque "en el momento exacto en
que se consuma, se suspende toda actividad mental (...). ¿Qué
amigo de la sabiduría y de los placeres sagrados no
preferiría, si fuese posible, engendrar hijos sin concupiscencia?".
En su amalgama de ideas griegas y bíblicas, los padres
creían que la perfección humana residía
en recuperar, hasta donde fuese posible, el domino del espíritu
sobre la carne, del cual disfrutaban, según creían,
Adán y Eva antes de la caída. De cara al futuro,
imaginaban la vida en el Paraíso -en donde, con palabras
del evangelista Mateo, "ni se casarán ni se darán
en casamiento"- como una restauración de la primitiva
integridad de Adán. En el presente estado de la naturaleza
humana caída, en consecuencia, la virginidad era más
idónea que el matrimonio para alcanzar la perfección
espiritual, que ellos identificaban con la vocación
específica del santo. San Gregorio Niseno lo resume
de una forma muy bonita: "Cuanto más exactamente
comprendemos las riquezas de la virginidad, tanto más
hemos de deplorar la otra vida [el matrimonio] (...) y su
pobreza." En otro pasaje agrega: "El matrimonio
es, por tanto, el último estadio de nuestra separación
de la vida que se llevaba en el Paraíso; el matrimonio
(...) es, en consecuencia, lo primero que hay que abandonar;
es la primera estación de nuestra partida hacia Cristo."
En la mayoría de los casos, los padres de la Iglesia
no hacían sino justificar teológicamente las
prácticas ascéticas ya evidentes entre los ermitaños
individuales y los grupos de vírgenes consagrados de
ambos sexos. De todas maneras, lo que los eruditos padres
escribían para su círculo, bastante limitado,
de colegas cultos causaba consecuencias menores que el concepto
que las propias comunidades cristianas primitivas tenían
de las virtudes de un santo. Eran, al fin y al cabo, los mismos
siglos que vieron el auge del culto de los santos como rasgo
distintivo del cristianismo y, en los santos -casi siempre
célibes-, era en quienes tanto los eruditos como los
iletrados buscaban modelos de perfección humana (y
cristiana).
Como hemos visto en el capítulo 2, las nociones cristianas
de la santidad se identificaron, desde los más remotos
orígenes de la Iglesia, con la renuncia: renuncia a
la vida, en el caso de los mártires, y al "mundo"
en general y a "la carne" en particular en el caso
de los ascetas. Pero abrazar la virginidad no significaba
simplemente rehuir la carne, así como abrazar el martirio
no significaba rehuir la vida; era también abrirse
plenamente al poder transformador del emergente reino de Dios
y a la esperada vida en el cielo. Había virtud en un
casto matrimonio cristiano, pero solamente en la virginidad
-tanto de las mujeres como de los hombres- se hallaba la virtud
heroica del santo.
Una y otra vez se repite ese mensaje en los innumerables
santos, cuyas historias y leyendas han catequizado a los creyentes
a lo largo de los siglos de modo mucho más poderoso
que los escritos de los obispos y de los teólogos eruditos.
Entre las leyendas de santos más antiguas, más
populares y más duraderas se hallan las de las vírgenes
mártires como Águeda, Lucía o Inés,
jóvenes esposas de Cristo que fueron desnudadas, mutiladas
de diversas maneras, encerradas en prostíbulos y, finalmente,
muertas en defensa de su pureza sexual. Si bien esas leyendas
datan de los siglos IV y V, fueron repetidas, embellecidas
y celebradas durante toda la Edad Media (notablemente, en
la popular colección de Jacobo de Vorágine,
"La leyenda de oro") y continúan funcionando
como modelos de santidad cristiana hasta el día de
hoy, como veremos, aunque a Águeda, a Lucía
y a Inés no se las considere ya personajes históricos;
en efecto, se siguen honrando con días de fiesta los
nombres de esas mujeres y de numerosas otras vírgenes
mártires, y, hasta que se reformó en la década
de 1960 la liturgia católica, se las recordaba a diario
en el canon de la misa.
Entre los santos masculinos de la misma cosecha, una historia
típica es la de Alejo, un joven de buena familia que,
deseoso de ayudar a los pobres, abandona a su mujer el día
de la boda y lleva durante diecisiete años una vida
errante de mendigo. Llamado por una visión a regresar
a la casa paterna, Alejo se instala en un cuarto bajo la escalera.
Durante el resto de su vida trabaja como humilde portero,
sin que lo reconozcan ni su padre ni la mujer a la que abandonó,
y cobra fama de ser hombre sabio y piadoso. La leyenda varía
en los detalles y algunas de esas variantes insisten más
en su pobreza y otras, en su sabiduría o en su servicio
a los pobres. Lo que no ha cambiado a lo largo de los siglos
ni varía entre las diversas versiones de la leyenda
es su rechazo del matrimonio.
Lo decisivo es una vez más que, si a los santos se
los conoce por sus historias, es también a través
de sus historias como se reconoce y se comprende la santidad.
Así pues, si la Iglesia ha canonizado a pocas personas
casadas, una de las razones es que faltan, incluso hoy en
día, historias emocionantes de santos casados que igualaran
a aquellos personajes del cristianismo primitivo, cuyas leyendas
encarnan el prejuicio contra el matrimonio y la sexualidad
humana. Es cierto que la hagiografía misma no es ya
lo que fue, cuando las historias de los santos eran, como
las de las vírgenes mártires, productos de ricas
tradiciones orales y comunitarias y estaban pensadas para
edificar e instruir; pero, ni siquiera en la literatura laica,
las virtudes cotidianas de la vida doméstica jamás
han inspirado leyendas o mitos, a menos que exceptuemos la
transformación del Ulises errante en el cornudo don
Nadie de James Joyce, Leopold Bloom.
Aun así, la singular capacidad de la Iglesia para
hacer santos es la capacidad de transformar vidas en historias.
Ahora que la Iglesia ya no enseña que el matrimonio
es inferior a la virginidad o al celibato consagrado como
camino a la santidad, podría ofrecer unos santos cuyas
vidas encarnasen las virtudes del matrimonio cristiano. Cabría
suponer, incluso, que las virtudes necesarias para mantener
la fidelidad vitalicia que se espera de los católicos
casados se han convertido, ante la amplia difusión
de la infidelidad y del divorcio en las modernas sociedades
laicas, en algo no menos "heroico" que las virtudes
exigidas a las monjas y a los sacerdotes célibes. ¿Cómo
es posible, entonces, que, en un momento en que la Iglesia
está creando más santos y beatos que nunca,
haya entre ellos tan pocas personas casadas?
LA CREACIÓN DE SANTOS EN "EL AÑO DEL
LAICADO"
La cuestión del matrimonio y su relación con
la santidad surgió en octubre de 1987 en Roma, con
ocasión de un Sínodo Mundial de Obispos, convocado
por el papa Juan Pablo II, a fin de discutir el papel del
laicado en la Iglesia y en el mundo. El tema no figuraba en
el orden del día, que se ocupaba ante todo de la función
que los legos desempeñan como cristianos en la sociedad,
pero estaba en la mente de algunos obispos, que se preguntaban
en voz alta por qué la Iglesia ha encontrado a tan
pocos hombres y mujeres casados dignos de veneración
como beatos y santos. En su calidad de prefecto de la Congregación
para la Causa de los Santos, el cardenal Palazzini se anticipó
a las críticas. En una ocasión anterior, en
1980, había tratado de defender la escasez de santos
casados alegando que todos los santos provenían de
alguna familia y que, por tanto, "se honraba a sus padres
al honrados a ellos". En esa ocasión, el cardenal
trató de anticiparse a las críticas demostrando
a los obispos que la congregación no alberga ninguna
clase de prejuicio contra las causas de legos. Ordenó
a monseñor Sarno, responsable oficial de localizar
causas, que le confeccionara una lista de las causas de laicos
en las que la congregación hubiera estado trabajando
durante el último año. Sarno presentó
a diecisiete candidatos, de los que cuatro habían sido
casados. Lo importante no fueron, sin embargo, las palabras
que dirigió Palazzini a los obispos, sino lo que hizo
la congregación.
El sínodo fue el remate de un período de doce
meses que Juan Pablo II había declarado "el año
del laicado". Para honrar la ocasión, la congregación
trabajó a lo largo de más de dos años
para ofrecerle al papa una variedad de ejemplos de una santidad
laica susceptible de beatificación o de canonización
durante los meses que los obispos deliberarían en Roma.
Los postuladores ejercieron presión en favor de sus
causas, los obispos intentaron la persuasión en apoyo
de candidatos locales. Había más de quince candidatos
listos para ser tenidos en consideración por el papa,
más que domingos en octubre para celebrarlos. En efecto,
algunos funcionarios temían que el papa pudiera excederse
y desleír así la individualidad de cada nuevo
santo o beato. Al final, se eligieron tres candidatos para
la beatificación y dos para la conización (uno
era una causa de grupo); y el conjunto de sus biografías
decía más acerca de la actitud de la Iglesia
frente al matrimonio, la sexualidad y la santidad que todos
los aburridos discursos del sínodo sobre la vocación
de santidad del laicado.
El 4 de octubre, el primer domingo del sínodo, los
obispos se reunieron en la basílica de San Pedro para
asistir a la beatificación de tres mártires
legos. Puesto que uno de los temas pnncipales del sínodo
era el papel de los movimientos laicos, tales como la Acción
Católica italiana, el trío de los nuevos beatos
fue escogido evidentemente en su función de ejemplos
de la santidad que puede alcanzarse trabajando "en el
mundo" a través de tales organizaciones. "Los
tres son laicos, son jóvenes Y son mártires",
subrayó el papa en su homilía" y juntos
constituían nada menos que "un signo profético
de la Iglesia del tercer milenio".
Lo que el papa no mencionó es que ninguno de los tres
era casado. Solamente uno, el único varón que
había entre ellos, Marcel Callo, el valiente joven
francés que murió en Mauthausen, había
tenido por lo menos la intención de casarse. El papa
señaló que Callo había dejado atrás
a "una prometida a la que amaba tierna y castamente",
aunque no lo estaba beatificando por su castidad, sino por
el coraje que mostró como catequista. Y la castidad
era precisamente el tema de las otras historias de mártires.
Ambas eran jóvenes mujeres italianas que murieron por
resistirse a ser violadas. Antonia Messina, de veinticinco
años, había abandonado prematuramente la escuela
y vivía en su casa paterna, en Cerdeña, cuando
sufrió el asalto fatal de un "joven campesino"
mientras recogía leña para hacer pan. El papa
la alabó por defender "la beatitud de la pureza".
Pierinia Morosini, de veintiséis años, trabajaba
en una hilandería de algodón de la región
de Bergamo. Quiso hacerse monja, pero, visto que la familia
necesitaba sus ingresos, se conformó con los votos
privados de pobreza, castidad y obediencia, siguiendo el consejo
de su director espiritual. De esa manera, observó el
papa, Pierinia descubrió que "podía convertirse
en santa sin entrar en un convento". Pierinia salió
de su región natal sólo una vez, en abril de
1947, cuando visitó Roma para asistir a la beatificación
de Maria Goretti, la moderna mártir italiana de la
castidad. Diez años después, Pierinia murió,
tal como había esperado, en idéntica defensa
de la virtud. Era otra vez la historia de Águeda, de
Lucía y de Inés.
Éstas fueron las tres primeras personas que Juan Pablo
II eligió para ejemplificar la santidad de los laicos
católicos en vísperas del tercer milenio de
la cristiandad. Y, por si los padres del sínodo no
hubieran aún comprendido el significado más
amplio de esas vidas breves y limitadas, el papa ensalzó
a los nuevos beatos como "jóvenes y valientes
ciudadanos de la Iglesia y del mundo, hermanos de una nueva
humanidad, constructores libres y no violentos de una sociedad
plenamente humana (...). Los cristianos del siglo IV habrían
entendido perfectamente lo que quería decir.
El domingo 18 de octubre, los padres del sínodo se
reunieron de nuevo ante la basílica de San Pedro, ésta
vez para asistir a la canonización colectiva del beato
Lorenzo Ruiz y sus compañeros, dieciséis hombres
y mujeres de ocho países, que fueron martirizados por
los japoneses en el siglo XVII. Según el calendario
litúrgico era el día del Domund, así
que la finalidad de la celebración debía ser,
en principio, la de presentar a unos nuevos santos que ejemplificaran
el verdadero espíritu de la evangelización cristiana.
Sin embargo, lo que esa canonización tenía que
ver precisamente con la santidad de los laicos no resultó
del todo transparente; todos los mártires estaban vinculados
a la Orden de los Dominicos y la canonización era,
a todas luces, un tributo a dicha orden religiosa. Nueve eran
sacerdotes, dos eran frailes y las dos mujeres eran terciarias
dominicas; y, de los tres legos, dos eran catequistas solteros,
reclutados por los dominicos, y ninguno de esos dos resistió
la tortura japonesa (uno delató la condición
de sacerdote de un compañero, el otro renegó
de la fe), aunque más tarde recobraron el ánimo
y abrazaron el martirio por la fe.
Quien me llamó la atención fue Lorenzo Ruiz.
La causa se identificaba con su nombre y era su imagen la
que dominaba el retrato de grupo oficial que colgaba de la
entrada de la basílica. ¿Por qué se otorgaba
tan singular trato de favor a Ruiz, que era también
catequista? En todo el relato del horrendo martirio que sufrió
el grupo, no había nada que indicara que él
hubiera sido más heroico que los otros. Pero era el
primer filipino canonizado -hecho que el papa no dejó
de recalcar ante las legiones de filipinos que se agolpaban
en la plaza abarrotada de gente- y, además, el único
miembro del grupo que estaba casado. Y no sólo eso,
sino que era padre de tres hijos: un "pater familias",
como decía el folleto de canonización. Sólo
que a Ruiz se le canonizaba como misionero y mártir,
no como devoto marido y padre; y el conciso bosquejo biográfico
publicado en "L'Osservatore Romano" decía
incluso que, de hecho, abandonó a su mujer y a sus
hijos para acompañar a los dominicos en su fatídica
expedición misionera.
El último domingo del sínodo, Juan Pablo II
canonizó a otro santo laico, el beato Giuseppe Moscati,
un renombrado médico de Nápoles, fallecido en
1927 tras atender a sus pacientes. Moscati fue el primer católico
laico canonizado individualmente desde 1968 y uno de los pocos
santos canonizados en este siglo que habían sobresalido
en una carrera seglar: médico jefe de su hospital,
profesor universitario de medicina humana y de química
fisiológica y mentor ejemplar de enfermeras y de estudiantes
de medicina. Según señaló el papa en
su homilía, Moscati gozaba de envidiable fama, por
ocuparse tanto de las almas de los pacientes como de sus cuerpos,
y destacaba por una singular ausencia de toda presunción.
Me pareció que era exactamente lo que Juan Pablo II
había dicho a menudo que los católicos debían
buscar en un santo laico: un hombre que combina la fe con
la competencia profesional y el celo de "colaborar con
el plan de creación y redención de Dios".
Pero, como casi todos los laicos no mártires que el
papa ha canonizado, Moscati no se casó nunca; hizo
voto de castidad a la edad de diecisiete años y organizó
su vida como un monje célibe.
La semana siguiente al sínodo, me dirigí a
la habitación de Gumpel, a fin de discutir las decisiones
de la congregación. Durante meses, él y otros
hacedores de santos me habían hablado de la prioridad
que Juan Pablo II daba a las causas de laicos. Comenté
que la congregación había dispuesto de tres
años para presentar a unos candidatos, adecuados para
ser beatificados o canonizados durante un sínodo dedicado
exclusivamente al laicado, y que, al final, la congregación
presentaba a dos vírgenes víctimas de violaciones,
a un joven mártir que nunca tuvo ocasión de
casarse, a un soltero vitalicio y a un hombre que abandonó
a su mujer y a sus hijos para hacerse misionero.
-El mensaje no podría ser más obvio -añadí-;
si se trata de santidad, el sexo continúa siendo algo
que hay que evitar y el celibato es preferible al matrimonio.
¿Para qué sirve tanto hablar de la santidad
del matrimonio si la congregación no es capaz de presentar
ni un solo ejemplo de un santo piadoso y felizmente casado?
Gumpel me miró con unos ojos que delataban que estaba
resuelto a defender lo indefendible.
-En el pasado -me recordó-, la Iglesia antigua y medieval
no veía a las personas casadas como candidatos a la
santidad, aunque hubo excepciones. La castidad consagrada
se consideraba un estado más perfecto, como el martirio.
No solamente la congregación lo veía así,
sino toda la cultura de la Iglesia.
-A mí me parece -repliqué- que tampoco en el
siglo xx ha cambiado mucho la cultura de la Iglesia. Cuando
usted o yo éramos jóvenes, y seguramente cuando
el papa lo fue, el estado del sacerdote o de la monja se consideraba
todavía más grato a Dios que el matrimonio.
Le recordé que, en 1954, el papa Pío XII publicó
una encíclica, "Sacra Virginitas", en la
que reiteraba la tradicional enseñanza católica
de que el celibato es una vocación superior al matrimonio.
-Y, si tomamos en serio los discursos de beatificación
del papa actual -agregué-, él espera que sea
ésta la cultura con la que la Iglesia entre en el tercer
milenio.
El hacedor de santos jesuita dijo que no podía hablar
en nombre del papa, pero que, de la falta de santos casados,
no era responsable la congregación, sino el propio
laicado católico.
-Todos lamentamos no tener más candidatos casados.
Pero, como usted sabe, las causas se basan en la reputación
de santidad, y hasta que los laicos católicos no tengan
una apreciación plena y total del matrimonio como camino
de santidad, la gente, cuando vea a unas personas casadas,
no será capaz ni de imaginarlas como santos. Mientras
eso no suceda, no podrá haber "fama sanctitatis"
ni, por consiguiente, causas de gente casada enviadas a Roma.
Desde luego que tenía razón. Si los laicos
mismos no asocian la santidad al matrimonio, la congregación
no puede hacerlo por ellos. Hasta ahí, no hallaba motivo
alguno para dudar del deseo de la congregación de beatificar
a más santos seglares; en ese sentido, el hecho de
que todos fuesen clérigos y célibes no me parecía
motivo para sospechar que albergaran algún prejuicio
oculto contra los candidatos casados. Por otra parte, no encontré
ninguna prueba de que la nueva y más ilustrada concepción
que del matrimonio se había formado la Iglesia hubiera
afectado en modo alguno los criterios por los que la congregación
valora el amor sexual y la intimidad en las vidas de los pocos
candidatos casados cuyas causas han llegado a Roma.
Dado que nadie ha sido jamás beatificado ni canonizado
precisamente por ser un cónyuge cristiano ejemplar,
es obvio que ser un matrimonio santo, por sí solo,
no basta para asegurar el éxito de una causa. Por otra
parte, hay fuertes indicios de que un mal matrimonio, soportado
con paciencia, puede hacer avanzar a una causa un buen trecho
en el camino hacia el reconocimiento de la virtud heroica.
En 1988, por ejemplo, Juan Pablo II viajó a Madagascar,
donde beatificó a Victoria Rasoamanavivo (1848-1894)
por el papel singular que desempeñó en la preservación
y la transmisión de la fe durante un período
de persecución política en que el clero católico
había sido expulsado del país. Uno de los argumentos
en favor de la virtud heroica de Victoria fue la paciencia
con la que aguantó la vida desordenada de su rnarido.
Victoria era hija de una familia real, y él era hijo
del primer ministro. Su casamiento lo concertaron los padres,
y, pese a los arranques de cólera a que la ebriedad
arrastraba a su marido, Victoria se negó, como católica,
a divorciarse de él. "He dado mi vida a este hombre
-decía, según las fuentes históricas-
y,"a través de él, a Dios." Victoria
tenía toda la razón moral para abandonar a su
marido, ni siquiera la Iglesia podría habérselo,
reprochado; pero, si lo hubiera hecho, queda pendiente la
cuestión de si los hacedores de santos habrían
juzgado su virtud lo bastante heroica.
Como es lógico, una persona que no honrara sus votos
conyugales no sería un candidato muy prometedor a la
santidad. Pero ¿qué sucede con las viudas o
con las mujeres que abandonan a sus maridos para entrar en
religión? ¿Las exime ese segundo voto -la "vocación
superior"- de las obligaciones contraídas con
el primero?
Entre las fundadoras de órdenes religiosas, esos casos
son más frecuentes de lo que se pudiera pensar, y varias
causas recientes indican que las reacciones de los hacedores
de santos no siempre son uniformes. El padre Beaudoin está
trabajando en la causa de una monja argentina, Catalina María
Rodríguez (1823-1896), casada durante quince años
con un coronel del ejército. Tras la muerte del marido,
y siendo sus hijos ya adultos, fundó una Congregación
de religiosas. Pero la documentación enviada por el
obispo local se centraba exclusivamente en su vida de monja.
Se suponía, evidentemente, que sus votos de pobreza,
castidad y obediencia eran lo que más contaba a la
hora de demostrar su virtud heroica. En este caso, la congregación
le pidió al postulador que se remontara más
atrás y presentara pruebas de virtud de los años
en que Catalina fue esposa y madre. En el momento en que escribo
estas líneas, la monja colaboradora de la causa continúa
todavía rastreando los archivos en busca de información
sobre la vida desconocida de Catalina Rodríguez.
En otras causas recientes, sin embargo, el juicio fue diferente.
La candidata en cuestión llevaba sólo dos años
de casada cuando hizo, con el permiso del marido, un voto
de castidad perpetua, abandonó la casa y fundó
una orden de religiosas. El matrimonio no tenía;hijos
y al marido, claro está, no se le permitió casarse
de nuevo. Tras la muerte de la fundadora, las monjas la propusieron
para la beatificación.
Cuando la causa llegó a Roma, uno de los asesores
teológicos, quien pidió guardar el anonimato,
dado que las discusiones de los casos son secretas, se lamentó
de que la documentación era incompleta.
-Toda la "positio" se centraba en su vida como
monja, así que pedí una explicación de
qué valor tenían aquellos dos años que
estuvo casada. ¿Por qué no tuvo ningún
hijo? Argumenté que, si el matrimonio no funcionaba
bien, quizás había algún problema moral
o psicológico que debiéramos examinar.
-¿Y el postulador le dio una respuesta satisfactoria?
-pregunté.
-No. Pero a los otros asesores les pareció extraño
que yo, como sacerdote y miembro de una orden religiosa, cuestionara
la decisión de abandonar al marido. Su postura era
que aquella mujer había decidido al cabo de dos años
consagrarse enteramente a Dios y, como el marido se mostró
de acuerdo, no existía ningún motivo para investigar
el matrimonio. Tuve que someterme a la decisión de
la mayoría.
En ese caso se suponía, pues, que los detalles del
matrimonio de la mujer no tenían consecuencia alguna
al juzgar la virtud heroica de la candidata; quizá
porque el matrimonio duró tan poco y, con toda seguridad,
porque fue reemplazado por una "vocación superior".
Que el "amor de Dios" deba prevalecer sobre el amor
conyugal es un principio que la Iglesia ha honrado desde los
siglos más remotos; pero, al continuar beatificando
a tales mujeres como ejemplos de virtud heroica, la Iglesia
esta claramente reforzando su antiquísima preferencia
por la virginidad frente al matrimonio. ¿Cómo,
si no, se explica un caso tan reciente como el de Benedicta
Cambiagio Frassinello (1791-1858), beatificada por Juan Pablo
II el 10 de mayo de 1987? Esta italiana quijotesca estuvo
casada durante dos años y, luego, tomó el hábito
con el consentimiento de su marido. Otros dos años
después, sin embargo, abandonó el convento y
se unió de nuevo con su esposo; aunque esta vez renovó
el voto de castidad, una vez más con la aprobación
del marido. Desde entonces, vivieron como hermanos, dedicándose
a cuidar huérfanos y niños abandonados.
Pese al elevado prestigio que la Iglesia atribuye al matrimonio,
de la elección de las personas que lleva a los altares
resultaría difícil concluir que el matrimonio
es una forma de vida propia de un santo. Cualquiera que mirara
a los santos en busca de instrucciones sobre la virtud heroica
diría que lo mejor es evitar la intimidad sexual o,
cuando menos, soportarla para procrear hijos. No tienen la
culpa de esto solamente los laicos; los hacedores de santos
tienen el poder de aceptar o rechazar a los candidatos por
el ejemplo que dan a los creyentes. Ésta es, efectivamente,
una de las condiciones para aceptar una causa; pero, hasta
ahora, no han mostrado ninguna inclinación .a sacar
ventaja de tal posibilidad.
Pero ¿qué sucedería si el papa canonizase
a una pareja casada? ¿No le proporcionaría eso
la oportunidad de hacer algo que ningún otro papa ha
hecho antes; es decir, exaltar el matrimonio como camino de
santidad y acallar la sospecha de que la Iglesia sigue desconfiando
de la sexualidad humana?
"DOS EN UNA CARNE": UN CASO QUE SERVIRÁ
DE PRUEBA
Es probable que Juan Pablo II tenga esa oportunidad. Por
primera vez en cuatrocientos años, la congregación
está procesando una causa conjunta de dos cónyuges.
Los candidatos Son Louis y Azélie Guérin Martin,
cuya reputación de santidad se debe a la de su hija
más joven, santa Teresa de Lisieux, la monja carmelita
que murió a los veinticuatro años.
Inmediatamente antes de su muerte, en 1897, Teresa concluyó
su breve autobiografía, "La vida de un alma",
en la que evocaba los detalles mundanales de su vida familiar
y su breve vida de monja. El mensaje espiritual de Teresa
era sencillo: cualquiera puede convertirse en santo si realiza
por el amor de Cristo los actos más insignificantes
y humildes. Pero lo que cautivó la imaginación
de sus lectores católicos más románticos
fue la manera en que esa monja infantil dramatizó aquel
mensaje con su alegre aceptación de una muerte temprana
y dolorosa a causa de una tuberculosis.
"La vida de un alma", de Teresa, editada por su
hermana Pauline y publicada por la comunidad, se convirtió
inmediatamente en un éxito entre el público
católico. A los dos años de su muerte, Teresa
era objeto de un culto extraordinariamente poderoso que le
granjeó fama mundial como obradora de milagros. Pío
X, bajo cuyo pontificado se inició la causa, proclamó
a Teresa "la más grande de los santos modernos".
Desde su muerte hasta su canonización no pasaron más
de veintiocho años, un tiempo récord para un
proceso moderno.
La autobiografía sirvió también de publicidad
para sus padres. Ella consideraba santos a ambos, especialmente
al padre, por quien sentía profundo afecto. Es evidente
que Teresa era la hija favorita del padre y que le correspondía
con igualmente ciega adoración. Él la llamaba
"mi pequeña reina" y ella, a su vez, "mi
rey". Cuando Louis Martin sufrió una depresión
mental, después de que ella entrara en el convento,
Teresa lo vio como una forma de "crucifixión"
y, al aproximarse su propia muerte, a menudo se dirigía
a Dios en sus oraciones llamándolo "papá".
Tras la publicación de "La vida de un alma",
se fue desarrollando un culto menor en torno a Louis Martin
y, probablemente a través de él, también
en torno a su mujer. El papa Benedicto XV alabó a Louis
Martin como "verdadero modelo de un padre cristiano".
Varias décadas después, Pío XII afirmó,
en el discurso inaugural de la basílica de Lisieux,
consagrada a santa Teresa, que ella, "como hija de un
cristiano maravilloso, conoció encima de las rodillas
de su padre los tesoros de la indulgencia y la compasión
contenidos en el corazón de Dios". el Cabe anotar
que entre los católicos hay un impulso popular a atribuir
santidad a los padres de los santos, impulso que se remonta
a la Iglesia primitiva y su actitud hacia los personajes bíblicos.
Santa Ana, la por lo demás desconocida madre de María,
es un caso clásico, así como santa Isabel, la
madre de san Juan Bautista; y, efectivamente, de no ser porque
el hijo les salió tan bien, María y José
tampoco serían venerados como santos. Pero, a diferencia
de esos personajes bíblicos, la reputación de
santidad de los Martin tiene que sobrevivir al proceso de
canonización moderno. Su causa conjunta fue introducida
formalmente en 1974 Y encomendada a la sección histórica.
La "positio" se completó en 1989, pero, como
aún no había sido juzgada por los asesores,
el relator, monseñor Papa, no podía permitirme
analizar el texto. De todos modos, varios funcionarios de
la congregación estaban dispuestos a discutir la causa
y los nuevos problemas que plantea.
Al ser el primer proceso moderno de un matrimonio, la causa
de los Martin les plantea a los hacedores de santos un interrogante
singular: tratándose de una causa conjunta, ¿es
preciso que se halle heroicamente virtuosos a ambos padres?
Los únicos precedentes recientes al respecto son las
causas colectivas de los mártires. En estos casos,
sin embargo, la congregación puede eliminar fácilmente
a uno o a varios candidatos de los que falten pruebas, sin
perjuicio alguno de la causa; pero, en el caso de los Martin,
se propone a ambos como unidad conyugal y, al eliminar a uno
de los dos, se destruiría el ejemplo de paternidad
cristiana que la Iglesia desea promover. Por otra parte, si
uno de los cónyuges no llegara a ser declarado heroicamente
virtuoso, ¿bastaría ese hecho por sí
solo para cerrarle al otro el acceso a la santidad?
A juzgar por la manera de tratar la causa, la congregación
no ha resuelto el tema y mantiene las opciones abiertas. El
"lndex ac status causarum", por ejemplo, no menciona
juntos a los Martin. Aunque ambos fueron introducidos oficialmente
el mismo día, cada uno lleva un número de protocolo
individual y Zelie, como la llamaban, figura por separado
bajo su nombre de soltera. Cada "positio" forma
un documento separado, pero las dos están encuadernadas
en un mismo tomo y serán juzgadas juntas. Entre los
funcionarios de la congregación reina cierta confusión
ante la pregunta de si la suerte de cada cónyuge depende
de la del otro.
Consideré que la persona idónea para aclarar
tales dudas era el prefecto de la congregación. Cuando
le planteé el tema una tarde al cardenal Palazzini
en su despacho, admitió que "técnicamente
los dos candidatos sí que son separables", pero
subrayó que la causa misma es indivisible. Dada la
concepción católica del matrimonio como unión
íntima de dos personas -"dos en una came"-,
Palazzini opinaba que una causa que proponía a dos
cónyuges en cuanto cónyuges requería
que ambos fuesen hallados heroicamente virtuosos: "Si
uno de los cónyuges falla, habría que preguntarse
si hubo amor y apoyo suficientes para beatificar al otro."
Pero el padre Gumpel no opina lo mismo. En principio, rechaza
la suposición de que, si uno de los dos cónyuges
es hallado indigno de ser beatificado, el otro quede automáticamente
descalificado:
-No es convincente decir que, si uno de los cónyuges
falla, el otro debe fallar también porque los dos son
responsables del matrimonio. Por ejemplo, si el marido no
se portó como es debido, hemos de preguntamos si ello
se debía a la frialdad de la mujer o, tal vez, a una
religiosidad mal entendida que le impidió responder
sexualmente en un estado de vida en el que se esperaba que
se entregara. Aunque, por supuesto, es posible que resulte
que ése no era el caso.
Mi presentimiento personal es que se impondrá la opinión
de Palazzini. El fin que se persigue con la causa del matrimonio
Martin parece que no es celebrar las virtudes del compañerismo
conyugal, sino recalcar las obligaciones de los padres católicos.
"A los Martin se los está promoviendo por la educación
que dieron a sus hijos", afirma el padre Beaudoin, y,
en ese sentido, no habrá padres que sean más
católicos que ellos. Aparte de Teresa, los Martin tuvieron
ocho hijos más, cuatro de los cuales murieron en la
primera infancia y las cuatro hijas sobrevivientes se hicieron
monjas. Una de ellas, Pauline, llegó a madre superiora
del convento; en opinión de Beaudoin, era "posiblemente
más santa que santa Teresa".
Sea cual sea el fin que se persigue con la causa de los Martin,
su vida matrimonial merece escrutinio por cuanto revela acerca
de la actitud de la Iglesia hacia el matrimonio y la sexualidad
humana. ¿Esos cónyuges del siglo XIX son realmente
personajes a los que los católicos contemporáneos
pueden tomar por modelos de santidad en el matrimonio?
Por lo publicado hasta la fecha sobre los Martin, se sabe
que el sexo fue un problema serio al principio de su matrimonio.
La primera ambición de Zelie era hacerse monja como
su hermana mayor, Elise, pero su solicitud de admisión
fue rechazada. Siguiendo un consejo de la Virgen María,
según cuenta la leyenda, Zelie se dedicó a bordar
encajes y desarrolló tal habilidad que acabó
estableciendo un negocio lucrativo. También para Louis
el matrimonio era decididamente una segunda opción.
A los veintitrés años, siendo un joven soñador,
intentó entrar en un monasterio agustino y fue rechazado
por falta de cultura; ante todo, por no saber latín.
Se hizo relojero y, tras vivir durante diez años como
soltero, se casó con Zelie. Pero, el mismo día
de la boda, Zelie huyó al convento de su hermana y
declaró entre sollozos, ante las rejas del monasterio,
que todavía seguía deseando vivir como monja.
Y así vivió durante los diez primeros meses
de su matrimonio. Los Martin no tuvieron relaciones sexuales,
aunque del material publicado no resulta claro si la idea
era de Zelie, de Louis o un arreglo acordado por consenso
mutuo. Lo que sí sabemos es que Louis estaba dispuesto
a formalizar su mutua virginidad estableciendo un matrimonio
"josefita", es decir, una unión vitalicia
no consumada, a semejanza del matrimonio de María y
José. Louis halló la justificación teológica
de tal arreglo en un pasaje de un libro de teología
católica que copió para Zelie, y lo guardó
entre sus papeles durante el resto de su vida. En dicho pasaje
se citaban precedentes entre los santos (como santa Cecilia
y su esposo, Valeriano, personajes legendarios ambos) y se
reiteraba la tradicional convicción católica
de que un matrimonio sin sexo es superior a un matrimonio
normal porque "representa más perfectamente la
unión casta y enteramente espiritual entre Jesucristo
y su Iglesia".
Los Martin abandonaron la idea del celibato conyugal a Instancias
de un sacerdote que los persuadió para considerar su
matrimonio como un llamamiento a procrear hijos para mayor
gloria de Dios. Un mes después, Zelie estaba encinta
del primero de los nueve hijos a los que daría a luz
durante los trece años siguientes. A todas las hijas
les dieron el nombre dedicatorio de María, y a los
hijos varones, el de José. Louis y Zelie esperaban
que por lo menos uno de los chicos se hiciera sacerdote misionero.
En lugar de ello, tuvieron como hijas a cinco monjas enclaustradas,
entre ellas Teresa, quien -por la alquimia de las atribuciones-
sería declarada póstumamente la santa patrona
de los misioneros [Teresa deseaba ser misionera en ultramar,
pero se consideró que su salud era demasiado delicada,
Su condición de patrona de los misioneros se debe a
la correspondencia que mantuvo desde el convento con dos sacerdotes
misioneros].
En el hogar de los Martin reinaba, en todos los sentidos,
una atmósfera impregnada de religión, "parecida
a la de un convento", según uno de los biógrafos
más recientes de Teresa. Zelie presidía la vida
de la casa como una afectuosa madre superiora y puso particular
esmero en enseñar a sus hijos cómo se hace un
riguroso examen de conciencia. Louis gustaba de llevar a los
niños de paseo por todas las iglesias de la localidad.
Las tardes de domingo les leía en voz alta partes de
un libro que explicaba las fiestas litúrgicas de la
Iglesia. Si del matrimonio se hablaba raras veces, era porque
la vida religiosa era considerada siempre la vocación
preferible.
También la vida social de los Martin estaba estructurada
en torno a la Iglesia. Los padres iban a misa cada mañana;
Zelie era terciaria franciscana y su marido participaba activamente
en, por lo menos, cuatro grupos de la Iglesia. Como miembros
de la burguesía provinciana, los Martin podían
permitirse proteger a sus hijos de las influencias seculares
exteriores. Las casas en las que vivían eran grandes
y confortables; había criados y, cuando hacía
falta, tutores privados. Hacia 1870, Louis había acumulado,
al parecer, una pequeña fortuna. Al año siguiente,
vendió su negocio de relojería a un sobrino
y se dedicó a la jardinería, a la pesca y a
hacer frecuentes visitas a las iglesias. En 1887, llevó
a Teresa y a Celine consigo a un gran viaje por Europa, que
incluyó una memorable visita a la basílica de
San Pedro, donde Teresa importunó al papa pidiendo
permiso para entrar en un convento antes de la edad habitual.
Alentada por Louis, Zelie continuaba en casa haciendo encajes
y cuidando a los hijos cuando no estaban en la escuela.
Cuando Zelie murió de cáncer en 1877, los Martin
habían vivido juntos sólo diecinueve años;
ella tenía cuarenta y cinco años y él
cincuenta y cinco. Sin cuestionar la presunta santidad individual
de cada uno, hay que preguntarse si su experiencia como padres
fue lo bastante profunda y variada para recomendarlos como
modelos de cónyuges y padres cristianos. En primer
lugar, en el momento de la muerte de Zelie, las tres hijas
mayores no habían cumplido aún los veinte años;
Celine tenía ocho y Teresa sólo cuatro. Aunque
en el siglo XIX los niños maduraban más de prisa
que ahora, sigue siendo evidente que para los Martin, en cuanto
matrimonio, la educación de los hijos terminó
justamente allí donde, para la mayoría de los
padres, empieza lo más difícil. Además,
los hijos de la famlia Martín vivieron excepcionalmente,
en términos de cualquier época, aislados de
toda influencia exterior; sus vidas transcurrieron en los
círculos concéntricos de la familia y de la
Iglesia.
En segundo lugar, aunque Louis sobrevivió a su mujer
en diecisiete años, tras la muerte de ella parece ser
que fue un padre más bien pasivo. Zelie misma estaba
tan preocupada por la incapacidad de su marido para cuidar
a los niños que, antes de morir, procuró que
la familia se trasladara de Alencon a Lisieux, de modo que
su hermana y su cuñado pudieran hacerse cargo de la
custodia de los críos. A partir de entonces, Louis
estuvo tan necesitado de ayuda como dispuesto a ayudar a otros.
En 1887, sufrió el primero de una serie de ataques
que acabarían convirtiéndolo en un inválido
mental durante los últimos siete años de su
vida.
No cabe duda de que hay muchas cosas admirables en las vidas
de Louis y Zelie Martin. Yo, por lo menos, no tengo motivo
alguno de no desearles éxito a sus causas. Pero, como
ejemplos de matrimonio cristiano, sus vidas y sus perspectivas
tienen también ese olor a monasterio y a una cultura
católica que sigue incapaz de conciliar la santidad
y la sexualidad. ¿Qué se espera, al fin y al
cabo, que piensen los católicos casados de un matrimonio
que prefería la vida religiosa a la conyugal, dispuestos
a renunciar al sexo, incluso después de casados, y
cuyas hijas optaron sin excepción por el convento,
prefiriéndolo a la vida matrimonial?
Por lo demás, hay algo de sentimental en toda la saga
de la familia Martin, tanto en los padres como en las hijas;
algo que está en la raíz de la presente causa.
La suya es la familia nuclear afectiva redimida y en oración:
un convento doméstico en donde se nutren y se amparan
la vida interior y los sentimientos exquisitos. Aparte de
Zelie y de la servidumbre, nadie realmente trabaja. El mundo
exterior, amenazado como estaba por los anticlericales laicos
franceses, es mantenido a distancia. Teresa misma -la florecilla,
como era conocida popularmente- es auténtica en su
amor abrasador a Dios, en su compasión por los demás,
en su celo misionero y en su lucha final por conservar la
confianza en Dios a pesar de una muerte dolorosa y prematura;
todo lo cual se manifiesta mejor en sus cartas que en su popular
autobiografía, editada y embellecida por su hermana
Pauline. Pero apenas llegó a rozar la edad adulta.
De todos modos, Teresa es la hija devota con la que sueña
todo padre, lo mismo que Louis es el "papá"
perfecto con el que todo niño sueña, así
en la tierra como en el cielo. Aparte de cierta vena de impulsividad
de niña pequeña, la Teresa que adoran la jerarquía
y la devoción popular es, ante todo, una niña
cuidadosa y obediente a los padres, a los superiores de la
orden y, en general, a los padres que presiden familias e
iglesias. No sorprende que Pío X la considerara la
más grande de las santas modernas ni sorprende que
sus padres, monjes frustrados, estén siendo promovidos
como ejemplos a imitar por los demás; pero no hay en
la vida de este matrimonio ningún indicio de recíproco
placer o pasión ni de que el ser "dos en una carne"
significara, aparte de procrear hijos, algo que comprendieran
como una fuente de gracia o incluso de felicidad.
Para ellos, igual que para san Agustín, la procreación
era la única justificación del sexo; y el mensaje
de la causa de los Martin es que la sexualidad humana es buena
con tal que los hijos salgan bien. Sea cual fuere el destino
de esta causa, la sexualidad humana aún aguarda a ser
reivindicada en forma de unos santos no inhibidos y felices
de estar casados.
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