TRAS EL UMBRAL, UNA VIDA EN EL OPUS DEI.
Carmen Tapia
CAPITULO VIII. ROMA
II: RETORNO A LO DESCONOCIDO (parte I)
Antes de nada quiero advertir al lector que todo lo que sigue
puedo escribirlo con tal detalle porque, al salir del Opus
Dei y casi como un ejercicio de higiene mental, escribí
todos los hechos sucedidos, incluidos los diálogos
y nombres de las personas que presenciaron estos hechos. Pensé
que, años más tarde, podría olvidarme
de hechos y nombres, y algo en mi corazón me decía
que, no por rencor sino por justicia histórica, debería
recoger estos sucedidos.
El 11 de octubre de 1965, estando yo de compras con la directora
de la Escuela Hogar, Ana María Gibert, llamó
el consiliario, Roberto Salvat Romero, a "Casavieja",
la casa de la Asesoría Regional, diciendo que me buscasen
por donde fuera porque era muy urgente. Habitualmente, cuando
yo salía, tenía por costumbre llamar desde la
calle a la casa para saber si había habido algún
recado urgente. Esta vez fue Ana María quien llamó
y a quien le dieron este recado.
Inmediatamente y ante la urgencia fuimos a la administración
de "La Trocha", que era la casa del consiliario
y estaba más cerca que la nuestra. Por el telefonillo
interno le avisamos que Ana María y yo estábamos
allí. (Ana María Gibert era mi directora interna,
estaba en el gobierno regional de asesoría y además
era asociada inscrita.)
Bajó el consiliario y al yerme con Ana María
me preguntó:
-¿Tú puedes ir ahora a tu casa?
-Sí, por supuesto -le respondí.
-¿Está Eva Josefina allí?
Era, como dije, la delegada y la secretaria de la Asesoría
Regional.
-Sí, está allí -le respondí.
-Pues ahora vamos don José María Félix
y yo para allá.
Don José María era el sacerdote secretario,
encargado de la sección femenina.
Fuimos a la casa y efectivamente llegaron a los quince minutos.
De pie, en la salita de visitas, me dijo don Roberto:
-Mira, acaba de llegar una nota de Roma en la que dicen que
vayas cuanto antes. Que el Padre quiere que vayas a descansar
unos días allí. Que el viaje lo hagas directamente,
sin paradas. ¡Vaya enchufe!
Yo me quedé seria y le dije:
-¿No le parece a usted raro?
-¿Raro? ¿Por qué? Tú ya sabes
que el Padre quiere ver a los mayores, porque dice que como
la canción "sifa sera nella sua vita" [se
hace noche en su vida]. ¿Qué mayor detalle de
delicadeza quieres? Tú llévate billete de ida
y vuelta. El plan lógicamente será estar unos
quince días en Roma, luego el Padre, que es muy paternal,
te dirá que pases por España al menos una semana
o quince días para que veas a tus padres, y después
te regresas.
-Pero ¿de verdad cree usted que regreso?
-¡Mira que eres tonta! En lugar de pensar en unos días
felices en Roma vas a amargarte el viaje. Lo que sí
conviene es que el viaje lo hagas cuanto antes. Yo te diría
que esta misma semana estuvieras en Roma, porque cuando el
Padre llama le gusta que se acuda de inmediato.
Le dije al consiliario que no tenía el pasaporte en
orden, ni el visado, por supuesto, así como tampoco
tenía al día el certificado de vacuna internacional.
El consiliario me insistió que debía hacer
cuanto antes el viaje.
A todas éstas, la delegada afirmaba y rubricaba todas
las afirmaciones jubilosas del consiliario.
Lo que sí me extrañó es que no llevase
la nota de Roma con él, ya que siempre que el consiliario
recibía una nota o algo sobre la sección de
mujeres nos la daba a leer.
Hablé con don José María Peña,
quien me dijo que llamase yo al consiliario y le insistiera
para que me leyese la nota de Roma. También le pregunté
a don José María Peña si era de mal espíritu
decirle al Padre, caso de que me indicase que me quedara en
Roma, el que a mí me gustaría regresar a trabajar
en Venezuela. Don José María me dijo claramente
que no era de mal espíritu en absoluto, puesto que
estaba dicho que los miembros de la Obra deberían vivir
en aquellos países donde por forma de ser pudieran
servir mejor a Dios dentro del Opus Dei. Esta directriz me
dio una gran paz.
Lo llamé por teléfono y, como no estaba, hablé
con el padre Félix. Se quedó un poco perplejo
ante mi insistencia y me repitió casi textualmente
lo que el consiliario me había dicho por la mañana.
No hubo forma ni manera de que me dieran a leer o me leyeran
ellos el texto de la nota. Sólo me repitieron, una
y otra vez, que el Padre quería que fuese a descansar
unos días a Roma.
Esta falta de claridad me hizo pensar que había algo
más tras esa nota, o en esa nota que no querían
que yo supiera, y esto me hizo sentir muy incómoda.
Tenía el presentimiento de que al consiliario y a la
delegada mi actitud analítica sobre las cosas que llegaban
de Roma no les gustaba y, en vez de hacerme una corrección
fraterna, como estaba mandado, si es que les parecía
mal mi actitud, habían dicho algo a Roma en este sentido
para que me sacaran del país. Era posible que así
fuera, a juzgar por la actitud que últimamente yo venía
notando, tanto en el consiliario como en las reacciones algo
"doctrinales" de la delegada cuando regresó
de Roma. No era la actitud abierta de cuando le decían
a una directora que iba a destinada a Roma y, al llegar allí,
la vapuleaban claramente sobre aquello que hubiera estado
desacorde con el espíritu del Opus Dei.
Tenía la impresión de que me habían
dado un mazazo en la cabeza, el cual estaba planeado de acuerdo
con la delegada. Aunque Ana María Gibert me rogaba
que desechase esa idea, yo no podía hacerlo. En mí
se había terminado la credulidad que tenía anteriormente.
Eran demasiadas las coincidencias que venían a confirmar
mis temores de que algo se estaba cerniendo sobre mi.
Me dieron la noticia el 11 dc octubre por la mañana,
y cuatro días después, el quince de octubre
a las 11.30 de la noche, volaba yo a Roma.
No me despedí de nadie. Me aconsejó el consiliario
y la delegada que para tan pocos días no valía
la pena que me despidiera de nadie y menos de la jerarquía
eclesiástica. Mi ausencia estaba prevista para quince
días. No obstante, yo dejé todo en orden y varios
papeles firmados en blanco como estaba indicado en caso de
ausencia.
Transcurrieron esos tres días entre poner mis documentos
personales al día y sacar el visado italiano, a más
de comprar la ropa básica de invierno: un abrigo, un
impermeable, un traje de chaqueta, prendas que en un clima
tropical no se tienen ni se usan. A más de algunos
jerseys. La verdad es que lo que menos me apetecía
era ir de compras. Yo me sentía muy triste, pero me
agarraba a la esperanza, que es lo que mantiene tantas veces
en la vida, y quería creer en lo que me había
dicho el consiliario. Pero algo dentro de mí me decía
que no era cierto, era como un sexto sentido. Por supuesto
que la delegada no paraba de elogiar la bondad de monseñor
Escrivá al llamarme a Roma para que descansara. Curiosamente,
una a una, todas las asesoras me dijeron que les parecía
extraño mi viaje y estaban como asustadas. Sabíamos
que no podría escribir nada, pero les prometí
que, aún sin saber cómo, les diría qué
pasaba. Les rogué que rezasen por mí.
Un día, sin decir nada a nadie, me fui al centro de
Caracas, a la plaza Bolívar, y viendo la estatua ecuestre
del Libertador me sonreí, pensando que al llegar a
Caracas consideré una ofensa que le comparasen con
monseñor Escrivá. Sin darme cuenta en esos diez
años había aprendido a admirar a los próceres
y a darme cuenta de que ningún país tiene el
derecho de considerarse dueño de otro. Instintivamente
trasferí la idea a que en el Opus Dei los directivos
de la mayoría de los países son españoles.
Y lo mismo pasa en Roma, en el gobierno central. En medio
de aquella plaza me sentía una más entre el
pueblo. Era como una necesidad fisiológica la que sentía
de ser una más y, si pudiera decirse así, oír
el palpitar de la gente sencilla. La tarde del día
que dejaba Caracas fui a La Pastora, una iglesia que está
en el centro de la ciudad, y en una zona muy popular. No sé
qué celebraban, pero había mucho ruido en la
iglesia. Miraba aquella imagen de la Virgen, una pastora,
y pidiéndole perdón por cuantos errores hubiera
cometido, le rogaba que cuidara aquel "rebaño"
joven que dejaba tras de mi.
Me dolía dejar el país. Le había dado
lo mejor de mi vida. Me había identificado totalmente
con él y había sido siempre mi intención
transmitir el espíritu del Opus Dei. La realidad de
que tenía un largo camino hasta la casa me hizo dejar
aquella iglesia y contemplar el barrio, que es mucho el corazón
de la ciudad.
Tuve que hacer grandes esfuerzos por no llamar farsante a
Eva Josefina. Tenía dentro de mi alma el convencimiento
de que ella había organizado todo aquello. Yo no estaba
apegada a mi cargo. Tres veces me lo renovaron. Yo sólo
quería trabajar en el país. Los cargos, ni los
deseé nunca ni para mí tenían más
significado que el de servicio. La bendición de viaje
me la dio el consiliario de Venezuela y el de Colombia, quien
por cierto me dijo que no dijera nada en Roma de que él
estaba en Venezuela, porque ese viaje sólo lo entenderían
el Padre y don Alvaro. El consiliario de Venezuela me dijo:
"Te daremos los dos la bendición. Uno para la
ida y otro para la vuelta."
Cuando se supo la noticia de mi ida a Roma, Lilia Negrón,
médica y ya casada, a quien había conocido desde
sus buenos quince años, me dijo muy seria: "Tú
no vuelves. A ti te dejan allá." Lilia era de
las personas más fieles como amiga con que me tropecé
en la vida. Era compañera de colegio de las primeras
numerarias y venía por la casa desde entonces. Hizo
una carrera brillantísima en medicina y se casó
con un compañero de clase muy brillante también.
Seguí de cerca toda su vida y sus pasos de estudiante,
universitaria, novia, mujer casada y, muy recientemente, madre.
Acababa de nacerle su primer hijo, Alberto José. Precisamente
Lilia fue una de las personas que en el Opus Dei me dijeron
que no le debía dedicar tanto tiempo, porque no iba
a ser numeraria. La verdad es que yo hice caso omiso de aquella
indicación. Siempre tuve por costumbre dar mi tiempo
a quien me lo pedía o lo necesitaba por la sencilla
razón de que nunca creí que "mi tiempo"
era una posesión mía, sino algo que Dios me
había entregado para administrarlo. Y lo sigo creyendo
así.
Me llevaron al aeropuerto Cecilia y Héctor Font, que
eran supernumerarios y me querían mucho los dos. Y
mi directora, Ana María Gibert. La espera en Maiquetía
se hizo triste. El avión que me iba a llevar a Roma
llegó con retraso de Brasil. Entonces el aeropuerto
internacional era muy ruidoso y caluroso. Eran unos momentos
duros para todos, pero especialmente para mí que viajaba
"rumbo a lo desconocido".
La otra cara de la moneda
Un nuevo salto a través del Atlántico y al
día siguiente el avión sobrevoló Lisboa
proporcionando una vista inolvidable. Llegamos a Roma ya oscurecido.
Serían las 18.30 del 16 de octubre de 1965. Como es
costumbre en el Opus Dei, en el aeropuerto no se espera a
nadie. En la terminal de autobuses estaban dos numerarias
esperándome: Marga Barturen y Maribé Urrutia.
Ambas muy antiguas en la Obra y las dos me conocían.
Júbilo de la llegada y sorpresa por mi parte cuando
me preguntaron: "¿A qué vienes?"
Mi respuesta fue sincera: "No lo sé."
Recogimos mi equipaje, que era bastante liviano. A las 20.15
llegábamos a Villa Sacchetti, 36. La llegada típica
de una persona que salió de la casa central en septiembre
de 1956 y regresa en octubre de 1965 siendo lo mismo que era
cuando se fue: directora de la región de Venezuela
y asociada inscrita.
Estando aún en el vestíbulo, bajó la
directora central, Mercedes Morado (de quien hablé
cuando narraba mi estancia en Bilbao), acompañada de
Marlies Kücking, la prefecta de Estudios, a recibirme.
Grandes saludos y me preguntó Mercedes:
-¿Dónde tienes tus maletas?
-¿Mis maletas? -pregunté-.Yo sólo traje
una maleta pequeña para quince días.
Vi que Mercedes miraba a Marlies y se sonrió. Inmediatamente
dijo:
-Que te acompañen a tu cuarto.
Me acompañó Lourdes Toranzo al cuarto. (Lourdes
era la subdirectora del curso de formación en "Los
Rosales".)
El cuarto estaba perfectamente preparado: flores, habitación
con ducha y baño, etc., y me sorprendió que
en mi cama, sobre la tabla, había un gran colchón,
cosa que sólo se le pone a las enfermas puesto que
las numerarias duermen habitualmente sobre tabla. Al abrir
la puerta del lavabo vi que, en el suelo, había un
orinal. Me extrañó y pregunté: "~¿Qué
hace ahí ese orinal ?"
Y me contestaron que el Padre había dicho que, a aquellas
numerarias que tenían 40 años se les pusiera
un orinal en el cuarto. Y yo los había cumplido hacía
unos meses.
No había terminado de deshacer la maleta, cuando me
avisaron, por un telefonillo interno que había en el
pasillo, que fuera corriendo al comedor de la Villa Vecchia,
donde el Padre me estaba esperando.
Fui a toda prisa, ya que la distancia era de unos ocho minutos,
a buen paso.
Encuentro con el Padre
Me dijo Rosalía la sirvienta que me esperaban y que
entrase sin llamar. Entré al comedor de la Villa, donde
monseñor Escrivá acababa de cenar con don Alvaro
del Portillo. Monse.ñor Escrivá estaba sentado
a la cabecera de la mesa, don Alvaro del Portillo a su izquierda,
la directora central a la derecha y la prefecta de sirvientas,
María Jesús de Mer, que es médica, también
estaba allí. Me acerqué al sillón de
monseñor Escrivá y con la rodilla izquierda
en el suelo como es mandatorio en el Opus Dei, le besé
la mano.
La conversación fue así:
-¿Cómo has hecho el viaje?
-Muy bien, Padre, gracias.
-¿Cómo te has dejado a aquéllas? -Se
refería a las numerarias de Venezuela.
-Bien, Padre. Sólo Begoña [Begoña Elejalde:
acabábamos de saber al operarla que tenía la
enfermedad de Hodking] me preocupa mucho por esa desgracia.
-¿Desgracia llamas a saber que prontico se va a ir
con Dios? ¡Si eso es una bendición! ¡Qué
suerte la de ella! ¡Afortunada ella, pensar que pronto
se va a morir! ¿Y quién es Begoña? ¿Desde
cuándo lo tiene? -La directora central le susurró
algo a Monseñor Escrivá. Me di cuenta de que
el Padre ignoraba quién era una asociada inscrita,
fundadora de la región de Venezuela y miembro -con
dos cargos- de la Asesoría Regional. Además
me di cuenta de que el Padre ignoraba tan siquiera que estaba
enferma y la habían operado. Me sorprendió mucho
que el Padre ignorase esta situación porque nosotras
habíamos informado puntualmente a la Asesoría
Central de la enfermedad y operación de Begoña.
Pero pensé y achaqué la cosa a que el Padre
se notaba muy mayor y le querían evitar disgustos.
Y siguió monseñor Escrivá:
-Y tú ¿cómo andas de salud?
-Muy bien, Padre -e respondí.
-¿A que no te ha visto el médico?
-Sí, Padre, cada año llevamos un chequeo médico
a fondo y riguroso.
-¡Pues no importa! Tú, Chus -dirigiéndose
a la médica-, ¡mírala! Que coma. Que duerma
y que descanse, porque aquí te vamos a dar mucho trabajo.
Ya hablaremos. Ahora descansa, come y duerme.
Y con estas palabras salió de su comedor con Alvaro
del Portillo.
Conociendo a monseñor Escrivá me di cuenta
de que, aunque intentaba ser cortés, había algo
en su voz que le delataba un cierto enfado. Sin embargo lo
deseché pensando que a lo mejor eran imaginaciones
mías.
Al bajar del comedor de la Villa, aún en las escalerillas
que unen el comedor con la cocina, le pregunté a Mercedes,
con la confianza de a quien había conocido tantos años
atrás:
-Dime una cosa, Mercedes. ¿A qué he venido
yo a Roma? Volveré a Venezuela, ¿verdad?
-¿A ti qué te han dicho?
-Pues que el Padre quería que pasara aquí unos
días descansando.
-Pues eso. Yo no sé nada de nada, pero ya has oído
al Padre: que comas, qué duermas, que descanses.
Al día siguiente, 17 de octubre, fui a San Pedro -entonces
estaba Pablo VI-. Como dije anteriormente, me preguntaron
si quería quedarme a la bendición del Papa y
yo respondí que mejor regresar a la casa por si el
Padre llamaba después de su almuerzo. Esto le gustó
a la asesora que me acompañó y lo reportó
más tarde. De donde se demuestra de nuevo que, en el
Opus Dei, tenía mejor espíritu aquel que situaba
al Padre por encima de cualquier persona, incluido el Santo
Padre.
El 18, 19 y 20 de octubre estuve absolutamente sin hacer
nada, metida en mi cuarto. Sólo pude salir a las horas
marcadas para los actos comunes, que me dijeron los hiciera
todos con la Asesoría Central. Cada vez que intentaba
salir de mi cuarto para ir al jardín, por ejemplo,
me encontraba con Lourdes Toranzo, cuya habitación
estaba cerca de la mía y siempre me preguntaba, adónde
iba. Yo simplemente le decía que a rezar el Rosario
al jardín, por ejemplo. Ella siempre encontraba una
excusa, un pretexto, como el de decirme: hay visita en esa
parte de la casa, están los obreros reparando algo,
etc., y me recomendaba regresar a mi habitación. Me
levantaba para asistir a la última misa llamada "de
las enfermas".
De cara a la mayoría, yo tenía un trato de
privilegio al hacer todos los actos comunes con el gobierno
central; personalmente, al llevar tanto tiempo en el Opus
Dei, me di cuenta de que me tenían bajo vigilancia
estricta. Y de hecho, me sentí vigilada desde que llegué
a Roma.
Pocos días después me dijo una de las asesoras
que yo haría mi confidencia con Marlies Kücking,
alemana, que era la prefecta de Estudios en el gobierno de
la Asesoría Central y es hoy día directora central
de la sección de mujeres del Opus Dei. Marlies era
la única que no conocía de la Asesoría
Central. Era una mujer bonita, rubia, joven, un poco gruesa,
pero de aspecto atractivo. Me di cuenta de que en la vida
de familia era el satélite de la directora central
y que al Padre le caía extraordinariamente bien.
Noté que a la secretaria de la Asesoría Central,
Mary Carmen Sánchez-Merino, la dejaban de lado para
hacer resaltar a Marlies Kücking.
A los cuatro días de no hacer "absolutamente
nada" y tampoco salir del cuarto más que para
cumplir meticulosamente el horario de actos comunes con la
Asesoría Central, pedí a Mercedes Morado que
me dieran algún trabajo. Me entregaron para hacer todo
el fichero del almacén de libros, no llamado biblioteca,
de la sección de varones y de la sección de
mujeres del Opus Dei. Y para hacerlo tanto por orden alfabético
como por orden analítico.
Me di cuenta de que aquel trabajo era carne de perro y labor
de meses. Trabajé en ello con ahínco, a pesar
de todo. Este trabajo lo hacía también en mi
cuarto, con lo cual estaba totalmente aislada del resto de
la casa.
Incógnitas
Pasaron dos semanas y nadie me explicaba la razón
de mi estancia en Roma. Yo le hablé a Marlies Kücking
y le dije que la salida de Venezuela fue tan rápida
que el consiliario me aconsejó que para no perder tiempo
escribiese a mis padres al llegar a Roma. Marlies me dijo
que les escribiera, pero que ellas mandarían la carta
a Venezuela para que desde allí la mandasen a mis padres
a España. A mí me pareció una farsa que
estando yo en Roma tuviera que mandarse mi carta a Venezuela
para que fuese enviada desde allí a España.
El por qué nunca lo supe.
Llegaron de Venezuela los señores Betancourt, ella
a punto de morirse de cáncer. Estas personas hicieron
posible la fundación del Opus Dei en Maracaibo. Era
costumbre en Roma que cuando alguien llegaba de un país,
la numeraria que estaba en la casa central de esa misma nación
acompañase a los visitantes durante su entrevista con
el Padre. A mí no me llamaron. Me sorprendió
un poco, pero tampoco concedí demasiada importancia
al hecho.
Las visitas que monseñor recibía de uno u otro
país estaban totalmente controladas y organizadas,
porque habían establecido desde el gobierno central,
con la aprobación del Padre, que 1) los países
tenían que explicar el por qué aquellas personas
deberían ser recibidas por monseñor Escrivá;
2) en los países se les dejaba saber a quien decía
querer visitar al Padre en Roma, las "necesidades"
que monseñor Escrivá tenía, lo que significaba
decirles que tendrían que traerle un regalo en "efectivo"
o sea dinero, a más de cualquier otro "detalle".
Muchas personas mandaban por adelantado un cheque o lo daban
al llegar cuando anunciaban su visita, pero desde luego, nadie
de los que llegaba venía con las manos vacías.
Estos señores Betancourt visitaron al Padre, le hicieron
un espléndido donativo y me invitaron a almorzar. Recibí
la indicación de que me vendrían a buscar a
la una y tenía que regresar a las tres, lo cual en
Roma es imposible, porque los almuerzos, como es sabido, no
son tan rápidos en ningún restaurante. Salí
con ellos y, como tardaban más tiempo en servirnos
el almuerzo que el permiso que yo tenía para regresar
a la casa, decidimos que tomaríamos simplemente un
aperitivo. Yo estaba tan tensa que en el mismo restaurante
me puse realmente enferma y estuve vomitando. Este matrimonio
me llevó a su hotel a que descansara un rato, aun a
riesgo de llegar tarde a la casa. Mientras la señora
subió a su cuarto, su esposo se quedó conmigo
acompañándome en el vestíbulo del hotel
y me dijo claramente que se me notaba muy diferente y muy
tensa. Le dije que era cierto, porque llevaba ya tres semanas
en Roma, no tenía oficio ni beneficio y no sabía
aún a qué había venido. Me quisieron
dar dinero, se volcaron conmigo y, finalmente, delante de
mí, dijeron al mánager del hotel que, si algún
día yo iba por allí, me dieran lo que necesitara,
que todo corría de su cuenta. Se quedaron muy preocupados.
Yo les dije que tuvieran prudencia cuando escribieran, porque
me notaba vigilada y no sabía por qué.
En la vida de familia con la Asesoría Central me notaba
totalmente vigilada. Se me hacían correcciones fraternas
absurdas, como por ejemplo que al hablar se me notaba mi acento
venezolano. Pero además, junto a la corrección
fraterna, siempre agregaban el estribillo de: "que mostraba
un personalísimo enorme y que trataba de apagar a las
demás". Cuando preguntaba que me indicaran un
ejemplo para darme mayor cuenta de mi falta, nunca me lo dieron.
Por tanto, en la vida de familia me limité a hablar
lo imprescindible.
A todas éstas, nadie me decía si iba a ir a
España a visitar a mi familia o si iba a regresar a
Venezuela. Nada. En el ambiente se dejaban traslucir varias
cosas: sobre mí había planes; esos planes me
los diría monseñor Escrivá; se intentaba
distraerme como a un niño; las confidencias eran temas
tontos; yo no tocaba fondo. Un día, sin embargo, salí
con una de las asesoras a comprar varias cosas para Venezuela.
En Roma, cuando llega la directora de un país, suelen
salir con ella para comprar algunas cosas pequeñas
que pueda necesitar en aquella región. Pero me di cuenta
de que aquello era una tomadura de pelo. Se estaban burlando
de mí. Cuando regresamos de la calle, las risitas entre
las asesoras eran demasiado notorias.
Me confesaba con don Carlos Cardona, confesor ordinario de
la casa y de quien creo recordar era el director espiritual
del gobierno central. En mi primera confesión le conté,
un tanto angustiada, el trato extraño que recibía
en la casa por parte de las superioras, el cual no tenía
nada que ver con la explicación que sobre mi viaje
a Roma había recibido del consiliario de Venezuela,
y que, entre otras cosas, yo no había vuelto a ver
al Padre desde la noche de mi llegada. En mis dos primeras
confesiones don Carlos Cardona se mostró amable y comprensivo,
pero a los pocos días se transformó: me repetía
sin cesar que mi salida de Venezuela era providencial, porque
mi salvación estaba en peligro debido a una soberbia
sutilísima que él, como confesor, comprendía
y veía en nombre de Dios, pero que era difícil
concretarme nada como yo le pedía. Me repetía
sin cesar que veía muy difícil mi salvación,
pero sin concretar la razón. Comprendí, por
el cambio de actitud en el confesor, que bien el Padre, o
bien las superioras por indicación del Padre, le habían
dado unas directrices a seguir conmigo. Mi angustia iba haciéndose
terrible.
Me hacían entrever en mi confidencia y en mi confesión
que yo había hecho cosas terribles en Venezuela, dándome
a entender que contra el Padre y contra el espíritu
de la Obra, pero cuando preguntaba y pedía que me las
concretasen para poderme corregir y arrepentirme de ellas,
la única respuesta que recibía era que cómo
era posible que no me diera cuenta. Y de ahí nadie
salía ni me concretaba nada.
Mi angustia iba haciéndose terrible hasta el punto
de que una noche, después de cenar, decidí hablar
con Mercedes Morado, la directora central. Abiertamente le
dije que notaba una gran tensión a mi alrededor y que,
por favor, me dijera qué pensaban hacer conmigo, ya
que había pasado un mes desde mi llegada de Venezuela
y no sabía qué hacía en Roma. Y me eché
a llorar. Ella se mostró sumamente fría y dura
conmigo y, como dando por terminada la conversación,
mc dijo:
-Yo no sé nada, ¿me crees?
A lo que le respondí que me costaba trabajo creer
que ella, que era la directora central, no sabía por
qué estaba yo en Roma. Pero le dije al final:
-Sí, te creo. Como aún creo en la nota del
Padre en que decía que venía aquí a descansar
por unos días.
Acusé en la confidencia varios puntos que notaba violentamente
en la casa central: falta de universalidad; un ambiente marcadamente
español; no se hablaba italiano y el país alrededor
del cual giraba todo era España; poco cariño
ambiental y mucha frialdad por parte de las directoras; un
servilismo más que cariño hacia el Padre y un
excesivo culto a su persona; poca naturalidad en la vida de
familia y falta de libertad para salir y entrar. Y sobre todo
dije, también en la confidencia, que había un
sentido de la discreción que, a mi modo de ver era
misterio, pero misterio tonto. Por ejemplo, no decían
nunca cuándo una numeraria iba a llegar de un país,
y nos enterábamos cuando un buen día nos la
encontrábamos por un pasillo o se la veía en
el oratorio.
Por supuesto que tanto Marlies Kücking en la confidencia,
como don Carlos Cardona en la confesión, me dijeron
que todo esto era espíritu crítico mío.
Y por haber hablado yo, pero superficialmente, de alguna de
estas facetas con alguna numeraria mayor o con alguna sirvienta
que me recordaba los años del 52 al 56, siempre me
hicieron correcciones violentísimas, diciéndome
que era murmuración, escándalo y mal ejemplo.
Llegó un momento, en que no sabía ni de qué
hablar.
Las superioras jamás me hablaban de Venezuela. Yo
tenía la impresión de ser un extraterrestre
en aquel ambiente.
Una noche, Rosalía López, la sirvienta que
expliqué era la doncella del Padre, me dijo:
-Me ha preguntado el Padre que cómo está usted.
Yo, al Padre, no le había vuelto a ver desde la noche
de mi llegada.
-Y ¿qué le dijo usted? -le pregunté.
-Pues que está muy venezolana y que habla como allá.
La verdad es que yo tenía buen cuidado de que no se
me deslizara nada delante de ella, porque sabía de
fijo que iba con el cuento al Padre.
El ambiente de Villa Sacchetti y de la casa central me recordaba
plenamente el expresado en la película "Historia
de una monja", basada en la novela de Catherinc Hulme,
cuando pintaba la casa central de la orden en Bélgica
y llamaba a aquellas superioras "las reglas vivientes".
Era el mismo sentimiento que tenía yo: el de que estaba
hablando con "reglas vivientes", no con seres humanos.
El ambiente de la casa de Roma, como decía al hablar
de él en mi confidencia, era policíaco: entre
la frialdad de las superioras, el encerramiento, las tablas
de la ley y la letra del espíritu vivida, en vez de
vivir el espíritu de la letra, unido a esa "discreción
misteriosa" que digo y, arropado todo ello, con "el
Padre dice", "al Padre le gusta que", "el
Padre ha dicho", "el Padre pasó por aquí",
etc., etc., etc.
Mi pensamiento era doble: por una parte pensaba si la Roma
que yo conocía de los años 52 al 56 no era más
abierta que esta otra Roma que presenciaba ahora. Entonces
trabajábamos como locas, pero yo la recordaba más
humana. Por otra parte pensaba que el carácter abierto
y sincero de Venezuela me había cambiado, y ahora,
al regresar a esta casa del gobierno central, me sentía
asfixiada. No se hablaba de la Iglesia, no se hablaba de apostolado,
se hablaba solamente de proselitismo. No se hablaba tanto
de Dios como del Padre. El Concilio Vaticano II se estaba
celebrando, pero ni se mencionaba en una sola tertulia. Yo
me sentía aplastada.
La víspera de un primer viernes y antes de entrar
en cl oratorio, Rosalía López, la doncella de
monseñor Escrivá, me dijo:
-Usted, señorita, despídase de su tierra, porque
no vuelve a Venezuela.
Mi respuesta fue recordarle, como dije anteriormente, que
las cosas oídas en la casa administrada no las debía
repetir nunca. Pero, de todas formas, se lo dije a la directora
central, quien me respondió: "¿Y a qué
le haces más caso, a lo que te diga yo o a lo que te
diga una sirvienta?"
-Claro, a lo que me digas tú -fue mi respuesta.
-Pues entonces no le hagas caso a la sirvienta.
En cierta forma, me fui más tranquila a la vela del
Santísimo.
Aprovechando la oportunidad de que algunas personas vinieron
de Venezuela, y como aún no me habían dicho
expresamente que debería entregar mis cartas a la directora,
me acogí a que era superiora mayor y escribí
dos o tres cartas cortas a mi directora en Caracas, contándole
la incertidumbre en que vivía, la angustia que sentía
y el clima tan cerrado de la casa.
Desengaño
En el mes de noviembre me avisaron que el Padre me llamaba.
Fui a la sala de sesiones de la Asesoría Central. Esta
habitación no es muy grande, para llegar a ella hay
que cruzar el oratorio de la Asesoría. Están
las paredes y las sillas de respaldo alto tapizadas de rojo.
Una mesa frailuna en el centro. En una pared hay un nicho
con una hornacina, donde está la Virgen de la Obra.
Es una imagen pequeña, tallada conforme a la visión
que monseñor Escrivá tuvo de Nuestra Señora,
nos dijeron "en voz baja".
Eran las doce del día. Entré en la sala. Monseñor
Escrivá estaba sentado a la cabecera de la mesa. No
estaba don Alvaro del Portillo. Sin embargo, a su izquierda
estaba sentado don Javier Echevarría, que entonces
no tenía absolutamente ningún cargo relacionado
con la sección de mujeres. A la derecha de monseñor
Escrivá estaba sentada la directora central, Mercedes
Morado, y a la derecha de ella, la prefecta de estudios, Marlies
Kücking. Monseñor Escrivá me mandó
sentar junto a Marlies. La conversación fue así:
-Mira, Carmen; porque yo no te voy a llamar María
del Carmen como a ti te gusta -dijo, mientras recorría
con la vista a los concurrentes como buscando aprobación-.
Te he llamado -siguió- para decirte que te quiero trabajando
aquí, en Roma. ¡No vuelves a Venezuela! Te trajimos
de allí "engañada" -dijo, sonriente,
casi divertido-, porque si no, con el geniete que tú
te gastas, no sé de lo que hubieras sido capaz. Y te
tuvimos que traer así. O sea que ya lo sabes: no vuelves
a Venezuela. Allí no haces falta y no volverás
nunca. En un momento dado te mandé porque tenías
que sacar las castañas del fuego y lo hiciste muy bien.
Ahora ¡maldita la falta que haces! Es mejor que no vuelvas
nunca mas.
Mi voz sonó como algo inesperado en aquella reunión
e hizo que todos volvieran la vista a mí con asombro
y rechazo cuando dije con todo respeto:
-Padre, me gustaría vivir y morir en Venezuela.
Monseñor Escrivá se levantó de su silla
con tono verdaderamente airado y me gritó:
-¡¡¡No y no!!! ¿Oíste? ¡No
vuelves porque no me da la gana y yo tengo autoridad para
mandarte a ti y a éste y a ésta y a ti, grandísima
soberbia! -Mientras de pie apuntaba con el dedo a cada uno
de los asistentes-. ¡¡¡No vuelves!!! -decía
gritando.
Fue como si se me hubieran caído las escamas de los
ojos.
Le respondí acongojada:
-Padre, me cuesta mucho.
-Pues si a ti te cuesta -me dijo monseñor Escrivá-,
a mí -dijo dándose un golpe en el pecho y gritando-
¡también me cuesta no volver a España
y aquí estoy: fastidiado en Roma! Y si tú quieres
a Venezuela, ¡más quiero yo a España!
O sea que te aguantas.
Se levantó monseñor Escrivá y todos
también nos levantamos. Dirigiéndose hacia la
capilla de reliquias se volvió jadeante y me dijo:
-Además ¡eso es soberbia! Ahora voy a celebrar
la misa y te encomendaré. Quédate un rato en
el oratorio. -Y se fue por la capilla de reliquias.
Me quedé un rato en el oratorio y le dije a la directora
central que quería hablar con ella. Fui a su cuarto
de trabajo y lloré sin parar. Sé que entre mis
sollozos le repetía que lo que más me había
dolido era verme engañada y comprobar que el Padre
mentía y había hecho mentir a los demás,
y que eso no me cabía en la cabeza. También
le dije que me parecía una falsedad que el Padre hubiera
impreso una carta donde dice que "se preguntara a la
gente si quiere ir a un país o no" y que a mí
no sólo no me habían preguntado nada, sino que
me habían mentido todo ese tiempo. Y entre mi llanto
le repetí muchas veces que me destrozaba que el Padre
hubiera mentido.
Fui a mi cuarto y no quise comer. Pasé allí
toda la tarde. La médica, María Jesús
de Mer, vino a mi cuarto y contra mi voluntad me forzó
a tragar unas pastillas sin decirme qué eran. Me durmieron.
A las diez de la mañana del día siguiente Mercedes
Morado, la directora central, me mandó llamar al soggiorno
de "La Montagnola" (la casa de la Asesoría
Central). Con ella estaba la secretaria de la asesoría,
Mary Carmen Sánchez Merino y Carmen Puente, la procuradora,
que era mexicana. La directora central me preguntó
si estaba más tranquila. A lo que le respondí
que sí, pero me encogí de hombros como la persona
a quien no le queda otro remedio. Me preguntó igualmente
si seguía pensando que en la nota me mintieron y que
el Padre me había engañado y había mentido.
Le dije:
-Sí. Lo sigo pensando igual, por supuesto.
Al percatarme de que me hacía estas preguntas delante
de asesoras que no habían estado el día anterior
en la reunión, le pregunté: "¿Y
esto qué es? ¿Una admonición?" (Admonitiones
son las reprimendas oficiales que se le hacen a un miembro
del Opus Dei en materia grave. Son necesarias tres, al menos,
para dimitir a una asociada, Constituciones-1950, p. 63 y
siguientes).
A lo que Mercedes me contestó:
-No, no. Es cariño y ganas de ver cómo estabas.
Muy bien. Ahora vete a tu cuarto.
Me fui a mi cuarto.
Primera admonición canónica
No habían pasado ni veinte minutos de haber llegado
a mi cuarto, que estaba en el otro extremo de la casa, cuando
me avisaron por el telefonillo interior del pasillo que fuera
de inmediato a la sala de sesiones de la Asesoría Central.
Entré. Monseñor Escrivá estaba de pie
y se le veía iracundo. A su izquierda estaban don Javier
Echevarría (ahora monseñor Echevarría)
y don Francisco Vives, ambos con cara de consecuencia. A la
derecha del Padre estaba la directora central, Mercedes Morado,
María Jesús de Mer, la médica, y Marlies
Kücking, la prefecta de Estudios. Todos tenían
aspecto enfurecido. Yo me sentí aterrada ante el cuadro.
La entrevista fue asi:
-Me han dicho éstas -dijo monseñor Escrivá
apuntando con el dedo a la directora central y a las otras
dos asesoras allí presentes- que has recibido la noticia
de que no vuelves a Venezuela con histerismo y lloros. -Y
gritándome, fuera de sí, me dijo-: ¡¡¡Muy
mal espíritu!!! ¡Y no vuelves a Venezuela ni
volverás porque has hecho una labor personalista y
mala! ¡Y has murmurado documentos míos! ¡¡¡Documentos
míos, los has murmurado tú!!!
Y esto me lo decía jadeante y con su puño cerrado
llevándolo hacia mi cara. Y agregó:
-¡¡¡ Y eso es grave!!!, ¡¡¡grave!!!
¡¡¡GRAVE!!! Y te hago una admonición
canónica. ¡¡Y que conste en acta!! -dijo
dirigiéndose a Javier Echevarría que, repito,
no tenía cargo alguno en la Asesoría Central-.
A la próxima-siguió monseñor Escrivá-
¡vas a la calle! ¡Siempre con enredos desde aquel
año 1948! ¡Tú y el otro! ¡Y ahora
me vienes con éstas! Y no llores porque lo que te pasa
es que eres soberbia, soberbia, soberbia...
-Y repitiendo esta palabra se fue yendo por la sala de cálices,
hacia la sacristía mayor.
Yo me quedé de piedra. Ni me moví. La directora
central me dijo en tono enfadadísimo: "¡Vaya
disgustos que le estás dando al Padre!"
Quisiera aclarar aquí el hecho del pasado al que se
refiere indiscutiblemente monseñor Escrivá:
en 1948, cuando yo tenía planteado mi problema vocacional,
hice un viaje a Valladolid para asistir a una reunión
de antiguas alumnas en el Colegio de las Dominicas Francesas.
De paso hablé sobre ello con mére Marie de la
Soledad, quien como dije, no veía clara mi vocación
al Opus Dei. Sin embargo, llegué a la conclusión
de que si Dios me lo pedía no debía dudar ya
más, y de una vez para siempre, no pensar más
en mi novio. Volví a conversar con esta religiosa,
quien me aconsejó que le comunicara cuanto antes a
mi confesor, el padre Panikkar, la solución definitiva
a que había llegado. Y no se me ocurrió otra
cosa mejor que enviarle un telegrama a "Molinoviejo",
donde él pasaba aquellos días. Creo que el texto
del telegrama era una cosa así: "Lo he ofrecido
todo por las misiones aunque queriéndole más
que nunca." (Me refería a mi novio, por supuesto.)
Y firmaba. Naturalmente que mi confesor entendió el
texto, pero por lo visto no así el director de aquella
casa, quien abrió el telegrama y lo comentó,
como me dijeron más tarde, a un superior del Opus Dei.
Pasaron varios meses y en uno de los viajes que hizo a Madrid
Encarnita Ortega (ella ya vivía en Roma), me llamó
a "Zurbarán" y me dijo de la manera más
grosera que "yo me había declarado a un sacerdote
del Opus Dei por telegrama". Yo me quedé petrificada,
porque nada más lejos de mi mente. Y se lo hice saber.
Cuando me contó que ella y el Padre así lo creían,
no podía dar crédito. Le expliqué las
cosas, pero no quiso entender. Entonces, le dije que lamentaba
que una cosa así se hubiera interpretado tan torcidamente,
que lo sentía de veras y que le pediría disculpas
a mi confesor y a monseñor Escrivá, diciéndole
que ni de cerca ni de lejos quería ofender a alguno
de sus sacerdotes, y menos a mi confesor. Después de
aquello yo fui mucho menos a "Zurbarán" por
un tiempo. Ahora, pues, en esta admonición, monseñor
Escrivá me hacía recordar aquel hecho tan desagradable
y sin fundamento.
Se fueron todas las de Asesoría y me dejaron sola,
viendo mi estado de angustia. Sólo me hicieron una
indicación: "Llega puntual a la hora del almuerzo."
Yo no podía dar crédito a lo que oía,
a lo que veía: aquel Padre bueno, cariñoso,
que yo siempre había querido y por el que había
hecho todo en mi vida desde que llegué al Opus Dei,
me acababa de hacer una admonición, con la amenaza
de echarme del Opus Dei. Me parecía, dentro de mis
pensamientos entrecruzados de aquel instante, que se estaban
sacando las cosas de quicio. No podía aceptar que monseñor
Escrivá fuera tan duro y no me brindara la oportunidad
de hablar con él a solas, de preguntarme y oírme
antes de juzgarme, y de juzgarme en público. Tenía
la impresión de vivir un juicio sin defensor y sólo
con fiscal, sin darme ocasión a explicar las situaciones
y, sobre todo, me dolían los modales del Padre, o mejor
dicho la falta de modales de caridad más absoluta,
la falta de comprensión más total.
La expresión de monseñor Escrivá de
"a la próxima vas a la calle" me daba vueltas
en la cabeza y no me lo podía creer.
Supongo que los documentos a que monseñor Escrivá
se refería cuando hablaba de "murmuración"
fueron los siguientes: a) mis comentarios abiertos, no precisamente
murmuración, hechos al consiliario y al sacerdote secretario
regional de Venezuela sobre que no se daba libertad a las
asociadas del Opus Dei para que, llegado el caso, pudieran
confesarse con quien quisieran sin crearles un sentimiento
de culpa, siempre que fuera un sacerdote del Opus Dei o, dado
el caso, con cualquier presbítero que tuviera licencias
ministeriales. Esto, que así está escrito en
los documentos del Opus Dei, significa "mal espíritu"
si alguien lo hace; b) que yo consideraba todo ello una falta
de libertad seria, contraria a la libertad de la que en el
Opus Dei nos decíamos pioneros; c) mis comentarios,
igualmente abiertos y en plan de labor de gobierno, con las
superioras de la Asesoría Regional de Venezuela cuando
llegaban notas en plan mandatorio, por ejemplo: "las
nuestras harán mensualmente una excursión al
campo" y, como Venezuela no tiene campo sino selva, las
interpretamos yendo a una playa privada en tiempos en que
no estaban concurridas y aprovechando que alguna persona amiga
o cooperadora nos prestara su apartamento. También
cuando nos pedían de Roma buscar subscripciones para
la entonces naciente "Actualidad Española",
revista llevada por el Opus Dei, pero que por su falta de
calidad y de puntualidad a nadie le interesaba en Venezuela.
Incomunicación
Pero vuelvo a la tarde del día en que me hicieron
la primera admonición: Marlies Kücking llegó
a mi cuarto y me dijo que el Padre había indicado lo
siguiente: a) que no volviera a escribir más a Venezuela;
b) que no me entregarían ninguna carta que llegase
de allí para mí; c) que si llegaban visitas
de Venezuela y preguntaban por mí, les dirían
que "estaba enferma o fuera de Roma"; d) que tenía
que reparar con mi vida el daño que había hecho
en Venezuela; e) que procurarían que en Venezuela todos
me olvidaran y que harían lo posible para que todos
vieran el "mal espíritu" que tenía;
f) que yo había deformado el espíritu de la
Obra; g) que "sólo rezando y obedeciendo ciegamente
salvaría mi alma"; h) que nadie en la casa tenía
que darse cuenta de "mi triste situación".
Que querían ayudarme a que saliera de ese bache (el
término "bache" designa, en el Opus Dei,
cualquier problema espiritual en que alguien se halla sumido)
en el que estaba metida por soberbia. Yo callé. Acepté
lo que me dijo Marlies y sólo le pedí que me
dijeran cómo seguía Begoña Elejalde de
salud, puesto que su enfermedad era grave y estaba recientemente
operada. A este ruego mío me contestó Mercedes
Morado días después diciéndome que "no
podía ni preguntar cómo seguía de salud
Begoña, aunque posiblemente se me viniera al pensamiento,
pero que la voluntad tenía que exigir al entendimiento
no preguntar...". Es decir ponían la voluntad
por encima del entendimiento.
La enfermedad de Begoña la supimos poco tiempo antes
de dejar yo Caracas. Al saber que la habían operado,
su familia llamó de Bilbao, pero yo recibí orden
del consiliario, don Roberto Salvat, de no decirles la enfermedad
que tenía y de quitarle importancia al asunto. Es más:
me prohibió terminantemente decirle la verdad a Begoña.
Cuando ésta hablaba conmigo y me pedía que le
dijese la verdad, yo tenía que quitarle importancia
y con un sufrimiento inenarrable, callármela. A mí
este asunto me pareció desleal hacia esta familia y
no digamos hacia Begoña.
Sé que la mandaron a España y una vez, por
casualidad, nos encontramos en el aeropuerto de Barcelona.
Me dio alegría comprobar que era la misma persona de
siempre y que estaba muy contenta del encuentro. Sin embargo,
en lo corto de la conversación sólo hablamos
generalidades a propósito de su hermana a quien había
ido a despedir.
Después de la visita de Marlies a mi cuarto, me cambiaron
de habitación y me encargaron de todos los oratorios
de la casa. En la casa central de Roma había alrededor
de catorce o quince oratorios, entre ellos varios de los que
dependían otros oratorios pequeños. Es decir,
existían varias sacristías grandes donde se
guardan los ornamentos, vasos sagrados, etc., para cada uno
de los oratorios dependientes de ella: la Sacristía
de Santa María, de los Santos Apóstoles, de
Villa Sacchetti. Mi trabajo consistía en preparar los
ornamentos para cada una de las misas que se celebraban en
la casa administrada y además planchar los lienzos
del oratorio, preparar las velas de cada uno de los juegos
de candeleros -que eran distintos en cada oratorio- y hacer
todas las hostias. Era un trabajo de locura, porque los oratorios
estaban distantes, en cada uno de ellos se celebraban varias
misas y el tiempo para hacer este trabajo por las tardes era
mínimo. Por las mañanas tenía que recoger
todos los ornamentos usados en las misas y traerme a la casa
los lienzos sucios.
No me ayudaba nadie en este trabajo, excepto en los días
de fiesta que se usan los cálices más ricos,
guardados habitualmente en la habitación llamada "sala
de cálices". Cada cáliz tiene su estuche
y ha de transportarse dentro de él. Hay una gran riqueza
de cálices en la casa central del Opus Dei. Cada región
le ha enviado al Padre alguno o ha contribuido a que se lo
confeccionen. De hecho, cuando una numeraria llega al Opus
Dei, entrega todas las alhajas que tiene, las cuales, aprovechando
"un correo seguro a mano", se llevan a Roma. No
podría valorar exactamente durante mi tiempo en Venezuela
la cantidad de alhajas, además de perlas y piedras
preciosas, que mandamos a Roma, y cuyo valor era incalculable.
Una persona que había sido numeraria por muchos años
en Venezuela me recordaba que yo una vez le había dicho
que quitase la piedra preciosa de su anillo -un buen brillante,
creo- para poder enviarlo a Roma y que, en su lugar, pusiera
una piedra falsa. Incluso recordaba esta persona que cuando
ella me dijo que su madre podría notarlo, yo le había
sugerido que, si eso sucedía, le dijera a su madre
que el anillo estaba sucio. También yo incurría
en mentiras por afán de ayudar a Roma y al Padre.
Muchas veces le oí a monseñor Escrivá
decir que quería tener un cáliz cuyo tornillo
de sujeción entre el pie y la copa fuera "un gran
brillante". Recalcaba que él no quería
que se viera, sino que lo viera Nuestro Señor...
La siguiente indicación que recibí fue que
me ocuparía también de las limpiezas de la casa
administrada. Pensé que acaso podría ahogar
en el trabajo mi angustia interior.
Yo quería informar a mi directora en Venezuela y a
las otras de la Asesoría de mi situación en
Roma y de que ya no regresaría más. Como hacerlo
por "canales legales" con arreglo al Opus Dei era
imposible, logré una tarde salir con una de las de
Asesoría que no sabía italiano y, con el pretexto
de que tenía que ver si los señores Betancourt
habían dejado a mi nombre algo para el Padre, fui al
hotel donde ellos estuvieron. Llevaba preparada una nota que
le alargué al mánager con el ruego de que la
cumplimentara mientras le preguntaba si los Betancourt habían
enviado alguna cosa para mí. Estos empleados son listísimos
y, al verme con alguien desconocido y recordar perfectamente
el encargo que había recibido de aquellas personas,
me dijo cortésmente que esperase un minuto. Desapareció.
Y dos minutos después, sin el papel en su mano, y con
toda amabilidad y discreción me dijo que se acordaría
de avisarme si algo llegaba, mientras agregaba: "Tutto
a posto, signorina" (No se preocupe que todo está
arreglado) Y creo que el telegrama llegó a Venezuela.
Simplemente decía que me quedaba en Roma por orden
terminante del Padre.
A partir de ese día -noviembre de 1965- hasta el mes
de marzo de 1966, me tuvieron "totalmente incomunicada
de todo contacto exterior: con prohibición absoluta
de salir a la calle bajo ningún concepto, así
como tampoco recibir o hacer llamadas telefónicas,
ni escribir o recibir cartas. Tampoco salía para la
llamada "salida semanal" o "excursión
mensual". Estaba presa."
Mi mentalidad era de presidiaria: aprendí a conocer
a las personas por su caminar. Y a saber el tiempo que cada
quién empleaba para hacer cualquier trabajo. Yo no
preguntaba nada. Julia, la sirvienta mayor, que me conocía
de tantos años atrás, recuerdo que me dijo un
día en el planchero: "Señorita, no se olvide
que Dios lo ve todo y no la dejará", y movía
la cabeza expresando su disgusto: "Vamos, vamos"
Aunque yo no abría la boca y no se me escapó
jamás una queja, la gente de la casa se dio cuenta
de que no me dejaban moverme y del trato que Marlies me daba,
sin respeto de clase alguna. Casi dos semanas después
de la admonición me llamaron a la sala de sesiones
de Asesoría Central. Para mí, entrar en ese
cuarto era temblar.
Estaban allí reunidos: don Francisco Vives, secretario
central para la sección de mujeres en el mundo, don
Javier Echevarría, sin cargo respecto a la sección
de mujeres, la directora central, Mercedes Morado, y Marlies
Kücking, prefecta de Estudios y quien llevaba mi confidencia.
Don Francisco Vives me dijo que me sentara porque me quería
aclarar algo relativo a la admonición que me había
hecho el Padre. La aclaración fue en estas líneas:
a) "Que había murmurado yo de los escritos del
Padre y que tuviera en cuenta que cualquier escrito que el
Padre envía a las regiones lo somete a la revisión
de la censura interna sin tener por qué, y que yo había
tenido la osadía de poner en cuarentena escritos del
Padre."
b) "Que estaba apegadísima a Venezuela y que
eso era fatal."
c) "Que tenía soberbia diabólica porque
la gente me había llegado a querer tanto en Venezuela
que se detenían en mí y no iban a la Obra."
d) "Que yo, personalmente, hacía daño
y sombra a la Obra."
e) "Que tenía que cortar todo trato con Venezuela,
de tal manera que no tendría nunca más relación
ni trato con nadie de allí."
f) "Que se había enterado que yo había
pedido en mi confidencia marcharme de Roma a España,
pero que tuviera en cuenta que mi propio problema lo tendría
que resolver en Roma, ya que el Padre, por un amor especial
que me tenía, había dicho que me quedase en
Roma."
g) "Que tendría que llenar mi día intensamente
de trabajo."
h) "Que tenía que empezar desde abajo y más
que desde abajo; que me tenía que olvidar de todo lo
que sabía y había hecho y preguntar absolutamente
todo a mi directora por una vía de infancia espiritual:
desde cómo me tenía que poner las bragas hasta
cómo me tenía que abrochar el sostén."
i) "Que me olvidara de mi experiencia y vida transcurrida,
y le pidiera a Dios humildad de niño."
j) "Que me iba a ser muy difícil por lo terriblemente
diabólica que era mi soberbia, pero que todos iban
a rezar especialmente por mí para que saliera de este
bache en el que estaba sumida."
k) "Que no pensara en salir de Roma, ni que mi estancia
en Roma sería transitoria. Que tenía que permanecer
allí en la forma y modo que me dijera el Padre."
l) "Que nadie en la casa podía darse cuenta de
mi 'triste situación'."
m) "Que era inaudito lo que yo le había dicho
al Padre, de que "quería vivir y morir en Venezuela",
porque nadie en la Obra le había respondido jamás
al Padre a nada que él dijera."
A todo eso agregó que yo "no era nada ni nadie
en la Obra". Recuerdo perfectamente el tono despreciativo,
los gestos de desagrado que acompañaron a sus palabras
durante esta "conversación".
De don Francisco Vives partió la idea de que me tenía
que ir a confesar de inmediato.
Cuando iba oyendo todo aquello, me parecía que estaba
viviendo una pesadilla, aunque era prácticamente repetición
de lo que me había dicho Marlies Kücking en días
anteriores.
Comprendí que mis confidencias y confesiones se manoseaban
y que, con la excusa de "ayudarme a salir del bache",
mi alma estaba en la plaza pública.
Por supuesto hay que tener en cuenta que para que un sacerdote
como don Francisco Vives me hiciera semejante "recolección"
de los hechos pasados, tenía que haberlo hablado primero
con monseñor Escrivá. No tuve la menor duda.
Durante esos meses la tensión era brutal y las confidencias
con Marlies Kücking una verdadera tortura.
Para hacer mi confidencia con ella debía seguir un
protocolo: tenía que llamarla por teléfono,
recordarle que era mi día de la confidencia y preguntarle
a qué hora le convendría. Al llegar yo puntualmente,
casi siempre a la sala de visitas de "La Montagnola",
la casa de la Asesoría Central, había veces
que me tenía esperándola más de hora
y media. Un día le dije que posiblemente sería
una "falta de espíritu", pero que estaba
angustiada pensando en la salud de Begoña, la numeraria
que tenía la enfermedad de Hodgkin. Me dijo que sí,
que era mal espíritu, porque no tenía que pensar
en nada ni nadie que se relacionase con mi estancia en Venezuela.
Varias numerarias venezolanas estudiaban en "Villa delle
Rose", sede del Colegio Romano de Santa María.
Habían salido del país un mes antes que yo.
Eran: Mirentxu Landaluce, Mercedes Mujica y Adeltina Mayorca.
Todas ellas estaban en consejos locales de varias casas en
Caracas antes de ir a Roma. Por supuesto no las había
visto aún. Recuerdo que me dijo la directora central,
recién llegada yo a Roma, que fuera con Montse Amat,
una asesora catalana, a visitar aquella casa. Llegamos y,
¡oh, sorpresa!, las alumnas se habían ido todas
de excursión. Sólo estaba Adeltina Mayorca y
una de las del consejo local, Blanca Nieto, que era la subdirectora
de la imprenta cuando yo salí de Roma la primera vez.
Quizá yo me hubiera tragado el cuento mejor si Montse
Amat, que estaba como digo en el gobierno central, no me hubiera
dicho que ella "no sabía que les tocaba excursión".
Me di cuenta clara de que no querían en Roma que yo
conociera a las alumnas ni que ellas me conocieran a mí.
Recordé el dicho venezolano de "¿Qué
es una raya más para un tigre?" y lo dejé
estar.
Bien. Estas alumnas, casi semanalmente, venían a Roma
y de hecho almorzaban o merendaban en la casa central. Marlies
Kücking me ordenó que cuando vinieran, especialmente
si había alguna de las venezolanas, que no hablase
con ellas. Un día que me vieron hablar con una de ellas
en la escalera, me sometieron al mayor de los interrogatorios;
y luego supe que a ella también. Marlies me preguntó
qué temas habíamos tocado en la conversación,
si habíamos hablado de Venezuela y sobre qué
y quiénes. Este interrogatorio se repetía alterando
e1 orden de las preguntas. Era una auténtica checa.
Las cosas más corrientes ellas las convertían
en "crímenes de guerra". De lo que yo no
me daba cuenta entonces era de que estos métodos de
preguntar y repreguntar mil veces sobre lo mismo no es otra
cosa que lo que se hace en cualquiera de los sistemas represivos
que aún, por desgracia, existen en el mundo. Lo que
no puede aceptarse es que, en el nombre de Dios y de la Iglesia,
el Opus Dei acuda a estos métodos para "lograr
información". Y aquí es cuando el sistema
del Opus Dei se identifica con el sistema de cualquier secta.
Además, la Inquisición fue abolida hace siglos.
Pocos días después de que monseñor Escrivá
me hiciera la primera admonición, Marlies Kücking
me llamó al soggiorno de la Asesoría Central
y me dijo que, como podía suponerme, yo había
dejado de ser directora de la región de Venezuela,
y que me entregaba copia del rescripto número 215 para
que hiciera la meditación con el mismo, según
tenía indicado el Padre. Esta nota, más bien
larga, escrita por el Padre, dice que "los cargos son
cargas y se deben dejar con la misma alegría que se
recibieron". Indiqué a Marlies que aquella tarde
ya había hecho la oración, pero que lo haría
al día siguiente. Con la mayor naturalidad le pregunté:
-¿Quién se quedó de directora regional?
Pregunta que la irritó sobremanera. Llegó a
decirme:
-Como comprenderás, Carmen, es una falta de delicadeza
y de discreción que tú, en tus circunstancias,
me hagas esa pregunta. ¡Eso a ti no te interesa, vamos!
¿ Cómo es posible que se te haya ocurrido preguntarlo?
¿No lo entiendes?
Mi respuesta fue:
-No, no lo entiendo. Pero es igual: lo acepto plenamente.
Ante el aislamiento que sufría, pregunté a
Marlies en una de mis confidencias si una admonición
canónica llevaba penas subsecuentes, y me dijo que
no.
También le hice la misma pregunta a la directora central,
Mercedes Morado, y me respondió lo mismo. Ambas, Marlies
y Mercedes, me dijeron que nadie me tenía "oprimida",
que eran "imaginaciones mías". También
agregaron que: "todo lo que hacían era por indicación
del Padre para facilitarme la recuperación interior".
Pedí permiso para salir en varias ocasiones y la respuesta
fue siempre un "no".
Continuación
capítulo VIII
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