TRAS EL UMBRAL, UNA VIDA EN EL OPUS DEI.
Carmen Tapia
CAPITULO IX: REGRESO
A ESPAÑA
Mi familia. Mis amigos
Si la salida de casa de mis padres en 1950 fue traumática
al dejarlos para irme a vivir a las casas del Opus Dei, al
cual pertenecía ya desde 1948, ahora, el regreso para
siempre a casa de mis padres era también tenso: era
decirles sin palabras que tenían razón, que
yo estaba equivocada, porque el Opus Dei no era lo que yo
pensaba.
Me abrió la puerta de la casa mi madre. Desde aquella
hora escasa en Roma, en 1953, no la había vuelto a
ver. Por supuesto que nos abrazamos, pero mi madre estuvo
asombrosamente natural, como si yo hubiera regresado de un
viaje cualquiera. Se lo agradecí mucho. Por supuesto
le dijeron a mi amiga que se quedase a almorzar. Incluso mi
madre tuvo el talento de que el almuerzo de aquel día
fuera corriente. Entre mi hermano Manolo y mi amiga Conchita
Bañón hicieron que el primer encuentro con mis
padres y con la casa fuera suave. Mi padre llegó de
su trabajo a la hora acostumbrada. Tocó el timbre de
la puerta en la forma acostumbrada que nos permitía
reconocer su llegada. Yo dije: "Es papá."
Salí a recibirle y me besó con toda naturalidad.
Me preguntó cómo había hecho el viaje.
Luego embromó a Conchita, mi amiga, diciéndole
que había tenido mala suerte con el almuerzo de aquel
día y empezó a preguntarle por su marido y sus
hijos. Mi padre tenía la costumbre de descansar una
media hora después del almuerzo y así lo hizo,
pero cuando iba a entrar en su cuarto me llamó. En
el mismo pasillo, se sacó varias llaves de su llavín
y dándomelas, dijo: "Ésta es la llave de
la puerta de la casa. Ésta es la llave del buzón
de cartas. Quédate con ellas. ¡Ah! Ésta
es la llave del coche..." Yo le interrumpí para
decirle: "Ahora no tengo la licencia de manejo",
a lo que él me respondió: "Bueno, no importa,
pero la tienes ya." Y siguió con una frase muy
suya: "Si necesitas dinero, que te lo dé tu madre
que yo no tengo suelto ahora." Luego agrego: "No
tengas prisa por nada, si quieres trabajar, trabaja. Por mí
no tengo especial afán que lo hagas."
El almuerzo en casa de mi familia fue normal y pacífico.
Mi madre me explicó cuál sería mi cuarto
ahora, porque lógicamente desde que yo me fui habían
habido cambios en la casa. Mi hermano Javier era ya médico
desde hacía algunos años y estaba casado; tenía
ya varios hijos y vivía en Barcelona.
Conchita y mi hermano me dijeron que me iban a dar una vuelta
por Madrid. Ambos comprendieron que eran demasiadas emociones
en un mismo día y querían que me relajara.
Aquella noche me dijo Conchita que fuera a cenar a su casa.
Así veía a Ismael, su marido, que llegaba aquel
día de alguna parte, y podría conocer también
a sus hijos.
Me parecía que caminaba por otro planeta. Tenía
demasiadas ideas entrecruzadas. El ver a Ismael en ambiente
totalmente distinto del de varios días antes en la
casa de Roma, me dio gran paz. Fue como si pusiéramos
juntas las piezas de un rompecabezas. Pudimos decir los pasos
que había dado él y el trabajo que le costó
poder verme, así como la preocupación que le
entró al pensar que me estaba pasando algo muy serio,
entre otras cosas que no tenía libertad y que me impedían
ver a la gente. Me contó que él avisó
a Conchita para que hablara con mis padres. Tanto Conchita
como Ismael son dos personas que se quedaron clavados en lo
más profundo de mi alma. Fueron, no sólo mis
amigos, sino quienes me devolvieron la libertad.
Años después, en varias ocasiones que fui a
Roma estuve viviendo en casa de Conchita e Ismael Medina.
Siempre fueron conmigo sumamente cariñosos. Y me contaron
que, al saber que vivían en Roma, los habían
llamado las mujeres del Opus Dei para que fueran de visita
y que incluso vieron a monseñor Escrivá un par
de veces. En la primera visita, Ismael se identificó
como periodista y amablemente le dijo algo así como
que le gustaría hacerle una entrevista, a lo que monseñor
Escrivá le contestó de una manera un tanto abrupta,
pero en la segunda visita fue más civilizado con ellos.
Y luego, a través de las mujeres del Opus Dei, querían
tenerles "contentos". Pero lógicamente a
Ismael no le pudieron hacer olvidar el hecho de haber constatado
que me tenían privada de libertad, ni a Conchita Bañón
el haber visto con sus propios ojos lo destrozada que llegué
a Madrid.
Los primeros días de mi llegada, yo notaba que a la
menor cosa se me saltaban las lágrimas.
La primera noche que dormí en casa de mis padres me
daba vueltas todo en la cabeza, pero principalmente el saber
que me habían dicho que estaba en pecado mortal. Por
ello decidí buscar al padre José Todolí,
dominico que trabajaba en el Consejo de Investigaciones Científicas,
y hablar con él. Llamé al día siguiente
a su convento y me dijeron que estaba de catedrático
en Valencia. Lo localicé y le dije que tenía
que hablar con él. Quedamos en que al día siguiente
yo viajaría a Valencia.
Por otra parte llamé a Caracas para hablar con la
señora De Sosa, pero entonces las conexiones eran fatales,
apenas pudimos entendernos. Le escribí una carta explicándole
la situación de Roma. De ella atesoro algunos telegramas,
el primero en respuesta de mi llamada telefónica.
El padre Todolí
Cuando llegué a Valencia, siempre lo recordaré,
el padre Todolí tuvo la amabilidad de ir a esperarme
a la estación. Nada más verle le dije que me
tenía que confesar, porque iba en pecado mortal. Me
miró burlonamente y yo le aseguraba: "Que sí,
padre Todolí. Que estoy en pecado mortal." Entonces
él con mucha gracia me dijo: "Pues si tú
estás en pecado mortal, yo estoy muerto de hambre porque
es muy tarde. O sea que vamos a cenar, tú te vas a
tu hotel y mañana, si quieres, vienes a la iglesia
y te confiesas. Y no te preocupes -me agregó-, que
yo me hago responsable ante Dios de tus pecados mortales."
Meses después me contaba la terrible impresión
que le causé cuando me encontró en la estación.
Él había estado en Caracas y, conociéndome
también de antes, tenía de mí un recuerdo
muy diferente. Me decía que, al verme ahora, le daba
la impresión de encontrar-se con un prisionero maltratado
y maltrecho.
Al día siguiente fui a la iglesia de los dominicos
y en el confesonario le conté las cosas. De repente
dijo: "¡Ya basta, caramba!" Y se salió
del confesonario. Yo me quedé aterrada y pensé
que incluso el padre Todolí se espantaba de mí.
Al cabo de un rato vino a buscarme el padre Todolí
y me dijo:
-Te estaba esperando para darte la comunión, ¿dónde
te habías metido?
Cuando le expliqué que me había quedado pensando
que se había asustado de mi confesión, hizo
un gesto muy característico suyo mientras me decía:
"De ti, no; de ellos. Anda, anda, ven que te voy a presentar
a una señora que quiere conocerte."
Y efectivamente me presentó a una señora encantadora
que se dedicó a enseñarme Valencia durante tres
días y me distrajo lo más posible. Pude, por
supuesto, hablar con el padre Todolí, quien me sugirió
que trabajase en cualquier cosa a fin de que me fuera reincorporando
a la vida española, pero sobre todo que me fuera sintiendo
independiente.
Regresé a Madrid tranquila y con una visión
más positiva de mi-propia "nueva" vida. Establecí
mis nuevos parámetros. Decidí que mi vida de
piedad no tenía por qué sufrir con mi experiencia
en el Opus Dei; que Dios no tenía la culpa. Pero que
tampoco tenía por qué seguir un régimen
de vida interior basado en la estructura de aquella institución.
En una de las primeras conversaciones con mi hermano el menor,
recuerdo que me dio dos mil pesetas y yo le pregunté:
"¿Es mucho o poco?" Mi hermano se sonrió
y me dijo que tendría suficiente por un tiempo, por
lo menos para transporte (¡en aquella época!).
Al regresar de Valencia, me contó mi madre que Guadalupe
Ortiz de Landázuri, mi antigua directora en "Zurbarán",
que había regresado de México, había
ido a casa de mis padres. Me contó mamá que
se le echó a llorar diciéndole que todas estaban
tan tristes de que yo me hubiera ido de la Obra. Y que le
había preguntado también con mucho interés
dónde estaba yo. Mi madre creyó en su buena
fe y le explicó que había ido a Valencia. A
la pregunta de Guadalupe de si había llamado a alguien
de Venezuela, mi madre, sin la menor malicia, dijo que sí,
a la señora De Sosa. Lo que mi madre ignoraba era que
Guadalupe había sido mandada por las superioras para
ver cuáles habían sido mis pasos al llegar a
casa de mis padres.
Al enterarme a mi regreso de Valencia de que me había
visitado Guadalupe le dije a mi madre, sin entrar en detalles,
que no recibiera a nadie del Opus Dei, cualquiera que fuese
la excusa que ellos pusieran. Hablé ese día
con mis padres y simplemente les dije -aún bajo la
amenaza de monseñor Escrivá- que me había
salido del Opus Dei porque no me encontraba a gusto, aunque
ellos eran muy buenos. Mi padre no quiso oír la menor
explicación al respecto.
Fui a Barcelona, por supuesto, a ver a mi otro hermano, Javier.
Y a conocer a mi cuñada, ya que no se había
casado con su antigua novia, a la que yo había conocido
años atrás. Teresa Soler era el nombre de mi
cuñada. Sus hijos eran unos críos muy simpáticos
y guapos, aún muy chiquitos. Estuve escasamente dos
días, pero tuve la alegría enorme de estar con
ellos y de ver a mi hermano actuando ya como profesional en
medicina. Les conté algo de lo sucedido en Roma, pero
muy por encima: la amenaza de monseñor Escrivá,
como digo, pesaba aún sobre mí. Me enteré
de que dentro de mi propia familia había también
miembros del Opus Dei, y de quiénes eran.
Cuando regresaba hacia Madrid, mi hermano y mi cuñada,
con gran generosidad, me regalaron seis mil pesetas. Me acuerdo
que mi hermano me dijo: "Estamos empezando en nuestra
vida, pero mira, es todo cuanto podemos." El cariño
de mis dos hermanos siempre lo valoré profundamente.
Viajé bastante para ver a mi abuela paterna y a mi
familia. Volver a Cartagena, el lugar donde nací, después
de tantos años, me hizo ilusión, porque pude
ver a muchos miembros de mi familia.
Al regresar a Madrid, decidí buscar trabajo. A mi
edad, no podía ser un parásito de mis padres
o de mis hermanos. Me recorría Madrid a pie, porque
para mí era ahora una ciudad enorme y totalmente desconocida.
Decidí fijarme dos cosas para hacer cada semana: asistir
a un concierto, y visitar un museo o una exposición.
Tenía que incorporarme a la vida normal. Y empecé
a descubrir que la llamada "secularidad" del Opus
Dei era un mito. Al entrar y participar de veras en "lo
secular", me sentía perdida, desorientada. Empecé
a percibir los cambios conciliares, como el de que las mujeres
fueran a la iglesia sin mantilla y se utilizara la lengua
vernácula en vez del latín.
He comentado más de una vez con mi amiga Mary Mely
Zoppeti de Terrer de la Riva, lo mal que me sentó que,
al salir yo del Opus Dei, me dijera que yo "era una inmadura".
Su argumento es que el Opus Dei hace inmaduras a las personas.
Hace muchos años ya que comprendí cuánta
razón tenía. El Opus Dei aísla a sus
miembros y hace de ellos seres inmaduros, infantiles. Así
como su falta de espíritu ecuménico hace a sus
miembros intransigentes en lo humano.
Mi primer paso para buscar trabajo fue ir al Consejo Superior
de Investigaciones Científicas. Pero me di cuenta de
que no había posibilidad de trabajo allí. Comprendí
que, al haber tantos miembros del Opus Dei en puestos claves,
no tenía posibilidad alguna de que me dieran algo.
Por otra parte, encontrar trabajo en Madrid a los cuarenta
años, no era tarea fácil tampoco. Por fin, en
el mes de julio, entré a trabajar con J. & A. Garrigues,
en la calle de Antonio Maura. Me di cuenta de que, sin quererlo,
entre algunos de los abogados que integraban la firma y entre
algunas de mis compañeras, yo era una persona un tanto
peculiar: a mi edad no estaba casada y mi vida no tenía
compromiso con nadie, nunca hablaba de mi "pasado",
no era ñoña, pero tampoco "salida".
Lo que sí era cierto es que siempre me consideraron
buena compañera y, de hecho, mi amistad con Consuelo
Pérez de Alvarez Carriazo ha sido siempre profunda
y verdadera. Andando el tiempo mi amistad con Antonio Garrigues
llegó a ser también muy sincera. Guardo un recuerdo
muy cariñoso de Rafael Jiménez de Parga, que
era mi jefe más directo.
Por supuesto yo no estaba dispuesta a contarle a nadie que
había estado en el Opus Dei. Cuando empecé a
trabajar en ese lugar no presenté las recomendaciones
que me dieron, aunque tenía entre ellas una del marqués
de Luca de Tena, muy bonita por cierto, que mi primo Antonio
Carreras me dio. Yo quería saber hasta qué punto
era capaz de valerme por mi misma.
El trato con mis antiguas amigas era diferente, debido esencialmente
a que sus vidas de mujeres casadas y con hijos diferían
diametralmente de la mía. Fui un día a almorzar
con mi amiga María Asunción Mellado, y me dijo
que era agregada del Opus Dei. Su hermano estaba ya casado
desde hacía varios años, me dijo. Y sus padres
habían muerto. Aunque noté que me quería
mucho como amiga, comprendí que su amor al Opus Dei
era muy superior a todo, o sea que tampoco pude frecuentar
su amistad durante muchos años. Sólo en el pasado
mes de diciembre, cuando supe que su único hermano,
Antonio Mellado Carbonell, había fallecido prácticamente
de repente, me causó una impresión tan violenta
que, después de haber hablado con su hijo mayor y saber
que la familia no recibía aún visitas, la llamé
a Córdoba, donde vive desde hace años, para
darle el pésame. Mi llamada la sorprendió positivamente..
La encontré cambiada, pero me imagino que posiblemente
su postura hacia el Opus Dei será la misma.
Respecto a mi vida espiritual, me costó trabajo confesarme,
porque no quería hablar del Opus Dei y era inevitable
hacerlo. Por fin un día y en vista de que el padre
Todolí estaba destinado hiera de Madrid, me fui a confesar
con otro dominico a una iglesia que está muy cerca
de la casa de mis padres. Primero en el confesonario, y luego
en su despacho, pude contarle las cosas a ese sacerdote. Recuerdo
su silencio. Al final, me dijo:
-¿Le puedo hacer una pregunta?
-Claro, padre.
-¿Por qué sigue usted creyendo en Dios?
-Porque Dios no tiene nada que ver con el Opus Dei -fue mi
respuesta.
Y aquella respuesta, que me salió del fondo de mi
alma, es la que claramente me hizo conservar mi fe en Dios
y en la Iglesia.
Aquel verano, lo pasé en Madrid. Una noche, a finales
del mes de septiembre de 1966, mi primo Juan Gillman vino
con su mujer a la casa de mis padres y trajo una serie de
diapositivas para que yo pudiera conocer sucedidos que ocurrieron
durante mis años de ausencia, desde matrimonios a bautizos.
La empleada de mi familia entró y me dejó una
nota que habían subido de portería. Al prender
la luz vi con asombro que había escrito en ella, con
letra de don Raimundo Panikkar, un teléfono y su nombre.
Pensé que ello era una artimaña del Opus Dei
y, con gran recelo, llamé al número; para mi
sorpresa era una residencia de sacerdotes en la que estaba
hospedado Raimundo Panikkar.
Encuentro con el padre Panikkar
La verdad es que no me fiaba de nadie. Y abiertamente le
dije, cuando empezó la conversación, que yo
había salido del Opus Dei hacía unos meses.
Con asombro supe que, igualmente, él había dejado
de pertenecer al Opus Dei, aunque seguía siendo sacerdote.
Al día siguiente, antes de ir al trabajo, asistí
a la misa que él celebraba en aquella residencia; y
quedamos que hablaríamos aquel día por la tarde,
a la salida de mi trabajo, dado que él iba a Argentina,
representando a la UNESCO, al otro día.
Me explicó que, cuando llegó a Madrid, no tenía
la menor idea de que yo hubiera dejado el Opus Dei y que,
al pasar por la casa de mis padres con el padre Carlos Castro,
a quien yo conocía muchos años atrás,
cuando aún no era sacerdote, se les ocurrió
a los dos pensar qué sería de mí. Y preguntaron
en portería. Con la consabida discreción de
los porteros, el nuestro les informó que yo estaba
en Madrid viviendo con mis padres.
Pude hablar confiadamente con el padre Panikkar y, cuando
supo que yo no les había dicho a mis padres la verdad
de lo ocurrido en el Opus Dei, me dijo que tenía una
obligación muy seria de decírselo.
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