Gracias a Dios, ¡nos fuimos!
Opus Dei: ¿un CAMINO a ninguna parte?

Tras el umbral
Una vida en el Opus Dei
Autora: Carmen Tapia
Índice del libro:
I. Prólogo, presentación e introducción
II. Mi encuentro con el Opus Dei
III. Crisis vocacional
IV. Cómo se llega al fanatismo
V. Viaje a Roma
VI. Roma, la jaula de oro
VII. Venezuela
VIII. Roma II: retorno a lo desconocido
IX. Regreso a España
X. Represalias
XI. Retratos
XII. Los silencios
XIII. Bibliografía sobre el Opus Dei
XIV. Bibliografía general
 
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CAPITULO VIII. ROMA II: RETORNO A LO DESCONOCIDO
(fin de este capítulo)

Visita de la señora De Sosa

En el mes de diciembre llegó a Roma la señora Ana Teresa Rodríguez de Sosa, mi amiga de Venezuela. Llamó por teléfono y dio la casualidad que, por una circunstancia que no recuerdo -tal vez que las sirvientas estuvieran haciendo la visita al Santísimo después de almuerzo- al sonar el teléfono, y dado que yo era la única que hablaba italiano de las que estábamos allí, respondí yo. Preguntó por mí, pero, naturalmente, de acuerdo a las "reglas" yo no me identifiqué sino que por el telefonillo interior avisé a la directora central que la señora De Sosa estaba al teléfono, para que pudieran pasar la clavija del aparato a su despacho. Me dijo que atenderían ellas.

Aquel día recé con toda mi alma y le pedí a Dios que me dejaran verla. Por la noche, Marlies me dijo que la llamase a la señora De Sosa al hotel donde estaba que me disculpara diciendo que cuando ella llamó yo había salido (de nuevo la mentira) y que podía venir a verme al día siguiente por la tarde.

Cuando la llamé al hotel, la señora De Sosa -quien como expliqué anteriormente no tenía pelos en la lengua- me dijo que le parecía muy extraño que no la hubiera llamado yo hasta esa noche, habiéndome llamado otras veces, cosa que yo ignoraba.

-Mi hijita, todo me parece extraño. Te he llamado varias veces y no has contestado. ¿Es que te tienen presa y no puedes contestar a mis llamadas? -Ella lo dijo medio en broma, y yo, como no sabía si me estaban escuchando por el teléfono de la Asesoría que estaba conectado con éste, le respondí en francés que así era y que hiciera lo posible y lo imposible por hablar conmigo a solas cuando viniera a verme al día siguiente.

Lourdes Toranzo fue la numeraria que atendió a la señora De Sosa en sus previas visitas a Roma. Me irritaba sobremanera oírla comentar sobre esta señora "a la que había que atender bien porque daba mucho a la Obra", pero no se vislumbraba un ápice de cariño sincero. Lourdes comentó que la señora De Sosa le había dicho que traería por la mañana unas flores para el oratorio. Coincidió que esa mañana una numeraria peruana, que había estado encargada de los oratorios, me estaba enseñando el funcionamiento de los cuadros de luces, localizado cerca de la puerta de proveedores, que estaba abierta porque la portera hacía la limpieza. De repente oí claramente la voz de la señora De Sosa que, al ver abierta la puerta de proveedores y ver a la sirvienta, le dejó unas orquídeas para el oratorio. Movida por una reacción instintiva salí por esa misma puerta a ver si la alcanzaba, porque temí que no me dejaran hablar a solas con ella por la tarde, pero la señora De Sosa se había subido ya al taxi y éste se alejaba hacia Bruno Buozzi. No me vio. Y volví desolada a la casa. Mi salida no duró minuto y medio. La portera, que como digo limpiaba la zona llamada proveedores y tenía la puerta abierta, al verme salir, reportó inmediatamente a la Asesoría por el telefonillo interior que yo había puesto los pies en la calle (y nunca con mayor propiedad la expresión).

Yo volví al cuadro de luces, que estaba ahí mismo, y le dije a la peruana: "Me temo que me van a echar una bronca por haber intentado saludar a la señora De Sosa." Esta muchacha joven me dijo: "El plan que te tienen es absurdo, pero no creo que lo hagan." Justo en ese momento apareció Marlies y, con un gesto característico de ella cuando estaba furiosa (en medio de todo, Dios me conservó mi sentido del humor y me recordaban, ella y Mercedes cuando estaban fúricas (furiosas), a esos tejones de Walt Disney que enseñan los dientes), me preguntó:

-¿Qué sucedió con la señora De Sosa?

Le dije que había oído su voz y que había intentado salir para saludarla. Marlies, en el colmo de su enfado, furiosamente me dijo:

-Como sigas así habrá que tomar otras medidas más fuertes y severas contigo, medidas más enérgicas. ¡Es intolerable lo que has hecho!: has contravenido una orden tajante de que no puedes salir de la casa.

Le pedí perdón, pero indiscutiblemente esperaba la represalia.

Aquella misma tarde esperaba que me avisaran la llegada de la señora De Sosa y, justo en el momento de anunciarme la portera que esta señora había llegado, me dijo Marlies que también estaría Lourdes Toranzo conmigo en la visita y que llevase a la señora De Sosa al soggiorno de Villa Sacchetti.

No me quedaba otro remedio y accedí. Llegué a la sala de visitas y estaba la señora De Sosa sola. Le entregué una carta que había preparado para ella y salí a avisar por el telefonillo interior a Marlies que Lourdes no había llegado. Marlies me dijo que no importaba, que estaba bien, pero que "procurase que la visita fuese corta".

Cuando volví a la salita, la señora De Sosa me explicó que Lourdes Toranzo había aparecido para estar con ella y conmigo, y que ella le había dicho lisa y llanamente, a Lourdes, que a ella ya la había visto el día anterior y que era a mí a quien quería ver y con quien quería hablar.

Subimos al soggiorno de Villa Sacchetti y le señalé con el gesto un lugar para que se sentase fuera del alcance del micrófono que estaba instalado en esa habitación. Monseñor Escrivá había hecho que se instalaran micrófonos en varios lugares de la casa conectados todos con su cuarto. Uno de ellos en el soggiorno o cuarto de estar, otro en el oratorio, otro en el planchero, y otro en las camarillas de las sirvientas; y luego también en "La Montagnola" la casa de Asesoría, en varios lugares.

Brevemente le expliqué a la señora De Sosa mi situación y le escribí en una cuartilla, que le entregué para que se la leyera después, que la única forma en que me dejarían ir a almorzar con ella sería que hiciera un donativo extra a la Obra, invitándome a almorzar en esa misma nota. Efectivamente así lo hizo: envió para la Obra, pero con un cheque a mi nombre, mil dólares. No tuvieron más remedio que dejarme salir a almorzar sola, aunque me indicaron que, si salía a las doce y media, debía regresar a las tres de la tarde. Me explayé con ella y le conté todo lo que sucedía y lo que me habían dicho. Su reacción fue de que "el Padre debe de estar chocheando porque eso que han hecho contigo es una injusticia". Me compró un montón de sellos para que escribiera cuanto pudiera y me dijo que me escribiría a la lista de correos, a Roma. Esta señora se portó como una gran amiga. Lo primero que me dijo fue que no regresara a Villa Sacchetti, que me quedara con ella. Yo le dije que no. Que se había programado un Congreso General de la sección de mujeres del Opus Dei y que estaba convencida de que las cosas iban a cambiar. No obstante, y ya que no pude hablar con ella "legalmente" por teléfono, al habérseme despertado, por mi encerramiento involuntario, mentalidad de presidiaria, sabía a qué hora podía utilizar el teléfono no más de dos minutos sin ser oída. La víspera del regreso de esta señora a Venezuela, mientras limpiaba la portería de la casa de varones, me di cuenta de que había un teléfono exterior y, con mucho riesgo, lo usé. Aunque era muy temprano, llamé a esta señora. Le dije que estaba pensando irme de la Obra porque mi cabeza no daba más y mi resistencia física tampoco. Hay que tener en cuenta que procuraba comer muchísimo para poder aguantar, pero la realidad fue que, a pesar de ello, de mediados de octubre a mediados de diciembre yo había adelgazado nueve kilos y mi pelo se había vuelto completamente blanco: habían conseguido quebrarme. La señora De Sosa trató de confortarme lo más que pudo y lo mejor que supo. Yo sentí una soledad profundísima cuando ella se marchó.


Correspondencia interceptada

Necesitaba, por honestidad con mi directora en Venezuela, decirle la verdad de los hechos, y temía que si ella escribía a la lista de correos, alguien del Opus Dei, usando la artimaña que fuera, podría retirar la correspondencia. La señora De Sosa, por ejemplo, me escribió un par de cartas a la lista de correos. Dado que no tenía libertad para salir a la calle, pude abrir, a través de una numeraria venezolana que salía frecuentemente, el correo en la forma que aclaro más adelante, un apartado de correos en Roma y allí recibí unas cuantas notas -pocas y breves- de algunas de las asesoras del gobierno regional de Venezuela. Incluso en una ocasión me incluyeron una carta-meditación, escrita por uno de los sacerdotes venezolanos del Opus Dei, en la que trataba de animarme diciéndome que la voluntad de Dios había que vivirla y que todo pasaría, puesto que los superiores eran humanos y podían errar y que Dios estaba por encima de todo y de todos. Ello me llenó de aliento. Ni qué decir tiene que, una vez leídas estas meditaciones, las quemaba.

Parece ser que enviaron otra meditación de este sacerdote, que debió de perderse. Y una tercera meditación que, rota en pedazos, yo pensaba quemar aquella noche en el lavamanos, pero entraron en mi dormitorio, mientras me desvestía, dos de la Asesoría, registraron el cuarto de arriba abajo y se llevaron los pedazos de la nota que yo había tenido tiempo de esconder en el fondo del closet días antes. Yo cometí el grave error de mostrarles una de estas cartas, a dos de las alumnas que estaban en el Colegio Romano de Santa María. A la distancia de años, y por las consecuencias que siguieron, creo casi seguro que reportaron el hecho a sus superioras.

Aquí tengo que llamar la atención del lector y recordarle lo que dije en la Introducción de este libro con respecto a que siempre usaré nombres reales, pero que excepcionalmente no nombraré a algunas personas para evitarles represalias de los superiores dcl Opus Dei, dado que aún pertenecen a esta Prelatura, que es realmente una secta. Gracias a la ayuda de una persona, que como indico, no puedo mencionar por su nombre, me fue posible abrir en Roma aquel apartado de correos del que hablé, y estar en contacto esporádico con Venezuela. Supe, entonces en versión condensada y hoy día en detalle y de fuentes fidedignas, hechos que, paralelamente a mi reclusión en Roma, sucedieron en Caracas.

A las numerarias les habían notificado mi permanencia en Roma individualmente y de la siguiente forma: "María del Carmen no volverá ya. Pero ni el menor comentario con nadie." Por supuesto ello creó un clima de suspenso en torno a mi estadía en Roma. Pero permítaseme que haga aquí un breve paréntesis sobre Ana María Gibert. Era mi directora en Caracas, como dije anteriormente; con seguridad, el hecho de haberme enviado dos o tres cartas a Roma fue la razón por la que la sacaron de "Casavieja" y la recluyeron "totalmente incomunicada" en un dormitorio del piso alto de la Escuela de Arte y Hogar "Etame". Ni llamadas de teléfono, ni correspondencia, visitas ni contacto alguno con las otras numerarias que vivían en la casa. Y esto por espacio de diez o doce días. Ana María tendría unos 46 años de edad. La entonces directora de esa Escuela de Arte y Hogar "Etame", Lucía Cabral, una mujer inteligente que, habiendo trabajado en una de las escuelas más abiertas en educación de Venezuela -la que dirigía la doctora Luisa Elena Vegas- sucumbió a las tácticas del Opus Dei. Por miedo y cobardía colaboró en hacer de carcelera de Ana María Gibert. Debía subirle alimento a las horas de las comidas. El que recluyesen a Ana María Gibert es uno de los hechos más injustos de los muchos que le conozco al Opus Dei. Ana María era querida por todas las numerarias y personas de fuera por su bondad, vida espiritual y sentido maternal. Era una mujer de prestigio intelectual que sacrificó su porvenir profesional y personal en aras del Opus Dei. Fue una de las numerarias que abrió la labor en Venezuela, y la que elevó el tono y mantuvo el buen nombre docente de la Escuela dc Arte y Hogar "Etame", en unión con Begoña Elejalde. Después de esta reclusión forzosa, llevaron a Ana María a la residencia de estudiantes "Dairén", que el Opus Dei tenía en Caracas; y de ahí la enviaron a España. Muchos años más tarde me encontré en Salamanca, yendo por la calle, con Ana María Gibert, como detallaré más tarde.

Fue Eva Josefina Uzcátegui la que sacó de las casas de la Obra las fotografías mías que había. Y lo hizo sin el menor recato delante de las otras numerarias. Hecho que me parece muy natural, dada su manera de ser.

Por mi parte, en Roma, yo empezaba a agotarme por la situación de suspenso. Pensaba que eran injustos conmigo, porque, dado el caso de que yo hubiera sido "tan mala", lo primero que necesitaba conocer para poder arrepentirme eran mis faltas o pecados concretos. Todo lo dejaban en el aire y eso era una tortura.

Pedí una y otra vez ejemplos concretos y nunca me los dieron. Me hacían acusaciones fuertes, pero generales. También pensaba que es con caridad como se gana a la gente, no enjuiciándola sin que pueda defenderse. Aquello de San Francisco de Sales, de que más moscas se cazan con una cucharada de miel que con un frasco de vinagre, lo recordaba con frecuencia.

No podía compartir la opinión de los superiores, que llamaban "murmuración" a lo que yo llamo crítica constructiva, puesto que yo no anduve contando por la calle en Caracas mi opinión sobre los rescriptos que mandaba monseñor Escrivá, sino que los "comentaba" -no los murmuraba- con las personas que tenían misión de gobierno en el país. Y de hecho le escribí a monseñor Escrivá, en carta cerrada, mis preocupaciones por las diferencias de opinión que teníamos con el consiliario. Pero tal vez lo que sucede en el Opus Dei es que a menos que uno no diga "Amén" a cualquier cosa dicha por los superiores, se "murmura". Pienso que lo que más caracteriza al Opus Dei como secta es precisamente la falta de autocrítica. Y, más aún, el endiosamiento de su líder o la santificación en vida de su Fundador: se consideraba poco menos que pecaminoso estar en desacuerdo con algo que él dijera o escribiese.

Mi resistencia física continuaba debilitándose y la idea de abandonar cl Opus Dei me venía con frecuencia. Lloraba copiosamente por la noche y tenía unas jaquecas espantosas durante el día. Pensé que tenía que pedirle a Dios que me quitara la vida, ya que en el Opus Dei se recomienda que "hay que pedirle a Dios la muerte antes de no perseverar". Más de una vez le oí decir esto a monseñor Escrivá. Lo cierto es que le pedí a Dios mil veces que me quitara la vida. Incluso se me pasó la idea de hacerlo yo. Pero no cabe duda de que mi salud mental estaba ilesa y ahogué en oración y penitencia esta idea. Pedí permiso para hacer mortificación corporal extraordinaria y me la concedieron. Creo que traté a mi cuerpo brutalmente.


Suicidios

Años más tarde supe de intentos de suicidios ocurridos en el Opus Dei. Numerarias que no llegaron a morirse, pero que se quedaron maltrechas para el resto de su vida. Una de ellas fue Rosario Morán (Piquiqui), en Inglaterra, por ejemplo. El hecho de que estaba loca, no me lo creo. Lo que sí me creo es que el Opus Dei la volvió loca, que es diferente. De niña fui en Madrid a la escuela con Piquiqui; y su hermano estaba en mi clase. Nos volvimos a encontrar muchos años más tarde en "Zurbarán", en Madrid, y pedimos la admisión al Opus Dei en la misma época. Ella pudo vivir en las casas de la Obra antes que yo. Coincidimos en el curso de "Molinoviejo" cuando ella preparaba su viaje a México. La gente en México la quería mucho y ella estaba muy contenta allí. Durante mi última época en Roma volvimos a encontrarnos. Piquiqui había llegado de México camino de Inglaterra. Me dijo que estaba feliz por irse a ese país y de hecho salió hacia él estando yo. Recuerdo una conversación que tuvimos en Villa Sacchetti, cuando en 1966 se celebraba el Congreso General de la sección femenina y conversamos de los posibles cargos en el gobierno central. A cuenta de esa conversación me hizo una corrección fraterna muy fuerte Mercedes Morado, porque Piquiqui le había dicho apesadumbrada que hablamos de la posibilidad de cambios en el gobierno central. Nunca entendí que aquello fuera censurable y pensé que cuando me encontrase con Piquiqui la llamaría, por lo menos, necia. He oído decir que ha fallecido loca después de haberse querido quitar la vida en Londres. Desde luego Piquiqui "no estaba loca en 1966". Y hay que tener en cuenta que uno de los criterios con que el Opus Dei elige a sus numerarias es que ellas no tengan antecedentes de enfermedades mentales en sus familias.

Otro caso ocurrió en Estados Unidos, el de una numeraria norteamericana a quien yo quise y quiero mucho. Estuvo en Roma en el Colegio Romano de Santa María. Al regresar a Estados Unidos le dejaron ver muy sutilmente que estaba "apegada" a un pariente que pertenecía al Opus Dei. Su preocupación sobre ese afecto, que ella jamás había considerado culpable, se le convirtió en pesadilla dc conciencia. Vivía en Washington. Yendo de una casa a otra del Opus Dei comenzó a caminar sin rumbo fijo por horas. Llegó a un cuartel donde los soldados la encontraron con los pies heridos, sucia, desorientada, loca. La llevaron a un hospital desde donde avisaron a su casa (del Opus Dei), probablemente orientados por alguna identificación que ella llevaba encima.

Llegaron las numerarias de su casa y, sin más, del hospital la internaron en un manicomio. Un buen día pidió que le dejaran un espejito que guardó y con el que trató de suicidarse cortándose las venas. Del manicomio la llevaron a la casa del Opus Dei, donde una numeraria peruana, Maricucha, que estaba en el gobierno regional de Estados Unidos, no le prestó la menor atención. Fue una numeraria de otro país de Sudamérica, que vivía en la misma casa, quien la cuidaba y la calmaba, especialmente por la noche, ya que Maricucha pensaba que no tenía importancia. Hoy día parece que esta numeraria se ha recobrado y vive en una casa del Opus Dei, pero no en Washington.

Hay más casos, otros que conozco igualmente, como el de Aurora Sánchez Bella a quien los superiores del Opus Dei enviaron a Inglaterra porque uno de sus hermanos tenía allí un cargo importante. Aurorita, una muchacha muy buena, no tenía facilidad para los idiomas y recuerdo que, cuando yo estaba en Roma en el gobierno central, me opuse a que fuera a Inglaterra. Sin embargo la enviaron principalmente por el hecho de que su hermano tenía un puesto importante allí. La volví a encontrar cuando regresé a Roma en 1965 muy desequilibrada. Su habitación estaba junto a la mía y se pasaba las noches caminando por el cuarto de arriba y abajo.

Se lo hice notar a Mary Tere Echeverría, quien me dijo más o menos que "ya sabía su situación". El Opus Dei crea situaciones que pueden volver loca a la gente. Mi hermano Javier, que es médico, cuando supo detalles de mi estancia en Roma me dijo: "Bien puedes decir que no tienes genes de locura en la sangre, porque otros, con menos, se han vuelto locos."

La vida "de familia" que yo hacía en Roma con la Asesoría Central consistía en participar con ellas en todos los actos comunes, las comidas y las tertulias. Los actos comunes de vida de piedad con ellas se reducían a la visita al Santísimo, las Preces, el Rosario en familia. De resto, debido a mi trabajo en la administración y al horario de limpiezas cumplía las otras normas en uno de los oratorios de Villa Sacchetti; había dos.

En esta época la Asesoría Central tenía ya su comedor propio. No era nada bonito. Lo único deslumbrante era la mesa redonda donde podrían caber fácilmente treinta personas. Cuando llegaba alguna asesora de otro país hacía las comidas ahí. Una de las superioras mayores que más frecuentemente venía era la delegada de Italia, Maribel Laporte, española. Maribel era hija de un compañero de mi padre, y, aunque era una de las pequeñas en esa familia, yo la conocía bastante. Por tanto, cuando llegué, ella fue una de las que aparentemente se mostró amable conmigo porque sin duda nuestros padres hablarían de que sus hijas estaban en Roma. La verdad es que así como su hermana mayor, que entró de religiosa en una congregación y yo conocía mucho, siempre me inspiró respeto y cariño porque era muy buena, Maribel, por el contrario, siempre me pareció una oportunista.


Tiburtino

El 21 de noviembre de 1965 monseñor Escrivá dio una orden general en la casa diciendo que todas teníamos que ir a la misa que celebraría Su Santidad Pablo VI en el Tiburtino para hacer entrega de la parroquia de san Juan Bautista al Collatino, cuyo párroco era don Mario Lantini, el primer numerario italiano, creo. Dijo también el Padre que se bendecirían las obras de los edificios del Centro Elis dedicados a la formación profesional de obreros, algunos de los cuales parecían terminados. Anunció monseñor Escrivá que los numerarios del Opus Dei le marcarían el camino al Papa con antorchas encendidas, como formando una calle. También nos dijeron que no podíamos comulgar en la misa del Papa, porque solamente lo harían aquellas numerarias que habían sido designadas. Entre ellas estaba Fernanda, la primera numeraria dominicana que se rumoreaba iría a Venezuela de directora del país. Nos indicaron que los representantes de la prensa internacional estarían en el Tiburtino y que también vendrían todas las numerarias de la región de Italia, no solamente de Roma sino también de Milán y Nápoles.

Una vez que el Padre hizo esta indicación, nos quedamos unas cuantas en la Galleria della Madonna, y Mercedes Morado comentó que el Padre acababa de decirles: "Hijas mías encargaos de decirles a vuestras hermanas pequeñas [las sirvientas] que yo sé que me quieren muchísimo, pero que por esta vez se contengan y aplaudan, aplaudan más al Papa que a mí. Que ya tendrán otras ocasiones de verme a mí y de hacerlo." Y esto nos lo repitieron muchas veces.

Nos dijeron también que por primera vez en la historia del Opus Dei un Papa visitaría una administración de la sección de mujeres, la de ese centro. Y que por tanto "estaba totalmente prohibido pasara lo que pasara que nadie fuera a esa administración". Maribel Laporte, como delegada de la región de Italia, estaría con las numerarias del consejo local de esa administración.

El otro acontecimiento era que a la imagen de la Virgen que está en una ermita propia junto a la carretera de Estella en Pamplona, España, la trasladaron desde allí a Roma para que la bendijera el Papa. A mí me dijeron que fuera a la parroquia del Tiburtino con dos sirvientas, una de ellas Concha y otra Asunción, ambas antiguas en el Opus Dei.

Y así fue. Llegamos a la parroquia, que me dio la impresión de destartalada. La imagen en mármol de la Virgen de la Universidad de Navarra me pareció enorme; ocupaba el centro de la nave. La mayoría de las que iban a comulgar llevaban velo blanco y estaban en la nave central. Yo tenía un buen sitio en una nave lateral con las dos sirvientas.

Llegó el Padre dando órdenes a los varones sobre la disposición de algo. Se oyó el murmullo de "¡El Padre! ¿Dónde está el Padre? ¿Puedes ver al Padre?". Todas las sirvientas tenían la orden, repetida por nosotras y bien aprendida, de que "por esta vez" tenían que aplaudir más al Papa que al Padre.

Empezó la misa que oí con gran emoción y Pablo VI habló en la homilía de la entrega de aquella parroquia al Opus Dei, recordando que ése era el barrio en el que él había trabajado como sacerdote. Encomió al Opus Dei, pero a las palabras de que una de las cosas que él más alababa en el Opus Dei era "el espíritu de libertad", sentí que mi ser entero se rebelaba y estuve a punto de gritar en medio de aquella iglesia "¡¡¡mentira, Santo Padre, mentira!!!". Me di cuenta deque estaba la prensa mundial, que mi grito en italiano sería un escándalo para el Opus Dei, pero, en definitiva, para la Iglesia. Pudo más mi espíritu de católica que la opresión de mi alma. Fue tal el esfuerzo que tuve que hacer, que me rodaron las lágrimas sin poder contenerlas. Y pensé profundamente en la información deformada que muy probablemente recibía el Santo Padre de los superiores de la Obra.

Mis pensamientos se tropezaron con la realidad imprevista de que una de las sirvientas me dijo que le urgía ir al baño. No había servicios alrededor. La pobre se sentía tan mal que me arriesgué y fui con ella a la administración. Toqué la puerta que abrió Maribel Laporte. Al verme y sin darme tiempo a beber me dijo con el peor modo imaginable: "Como siempre con tu mal espíritu: desobedeciendo." Fueron tales las palabras y el tono de Maribel que a la pobre sirvienta se le solucionó su problema del susto y no hacía más que pedirme perdón porque por culpa suya había recibido yo semejante exabrupto. Yo la tranquilicé y le dije que no se preocupara.

Al día siguiente por la mañana transmitieron por televisión el acto del Tiburtino y dieron una orden general en el planchero para que todas las que estaban en la administración subieran al piso de oficinas de la Asesoría Central para "ver al Padre" (no al Papa).

La televisión estaba en una habitación grande que hay al fondo del pasillo del piso de oficinas de la Asesoría Central. Era entonces el único televisor existente. Yo le pregunté a la directora de la administración si estaba segura de que yo también podía subir y me dijo que sí. Por tanto subí. Era la primera vez que entraba en ese piso de oficinas desde el año 1965. Pasé por el pasillo junto con la peruana que mencioné anteriormente y al cruzar la puerta del despacho de Mercedes Morado, que estaba abierta, vi que leía una carta. La habitación del televisor estaba en penumbra, yo divisé a Marlies. Al medio minuto alguien le dijo: "Marlies, te llama Mercedes." Al minuto siguiente todas oyeron que Marlies me llamó al pasillo. Naturalmente vieron también que no regresaba. Marlies me dijo: "Es mejor que bajes al planchero y sigas con lo del oratorio." La verdad es que me bajé bebiéndome la rabia.

Como era de esperar, después de almuerzo, me llamó Marlies a la sala de visitas de la Asesoría Central en "La Montagnola" y me dijo que le extrañaba que yo hubiera subido al piso de oficinas cuando era bien sabido que nadie podía subir a ese piso sin permiso. Le dije sencillamente que la directora de la administración me indicó que subiera con las demás. Entonces Marlies me replicó:

-Sí, pero la directora de la administración no puede saber que tú no eres como las demás ni tu "triste situación".

Me callé.

Mercedes Morado me llamó dos días después para preguntarme en general sobre el acto de días anteriores en el Tiburtino. Yo me concentré a hablarle de la misa y del Papa, aunque sabía que ella quería llegar a la escena de la administración como por fin lo hizo. Yo no le detallé nada, simplemente dije que habíamos contravenido una orden tajante. Pero no hice la menor observación sobre la conducta de Maribel. Cuando insistió, solamente le dije: "Hay que entenderla. Maribel es muy joven todavía." Yo sabía que mi comprensión le molestaba más que mi censura.


Vaticano II

Esto fue como digo a finales de noviembre. En diciembre y concretamente el día 8, día de la Inmaculada, era la clausura del Concilio Vaticano II. Yo pedí por favor que me dejasen ir, acompañada de quien quisieran, pero que consideraba un hecho muy importante como cristiana y que era la única vez en mi vida que un acontecimiento de semejante envergadura podría tener lugar en la Iglesia. Me dijeron Marlies y Mercedes Morado que no. Que había mucho trabajo en la casa y "cosas más importantes que hacer que ir a la clausura de un concilio". Agregaron que don Alvaro y "algunos de nuestros hermanos estarán allí y basta".

La televisión pasó en directo el acontecimiento por la mañana y en vídeo por la noche. Fui la única numeraria de la casa a la que no le permitieron verlo. Nadie, entre trescientas numerarias que seríamos en la casa, fue al Vaticano. Esto nunca lo entendí y, cuando el Opus Dei dice que monseñor Escrivá amaba mucho a la Iglesia y al Papa, no me parece objetivo, como lo reflejan estos ejemplos que viví directamente.

En Navidades me llamaron mis padres por teléfono. Aparentemente la comunicación se cortó. Lo sucedido fue que en el trasiego de buscar a Lourdes Toranzo que era mi "vigilante" en cuanto a lo externo, cortaron la comunicación. Mis padres me enviaron un telegrama avisándome que me llamarían el día de Navidad. Pude hablar con ellos, pero me di cuenta que me estaban escuchando la conversación, posiblemente Lourdes Toranzo, que cumplía su misión. Les repetía que tenía muchas ganas de verlos y que vinieran, pero mi madre, que para gran sorpresa mía se puso al teléfono, me dijo que el avión le seguía dando mucho miedo y que vendrían a verme en primavera, pero por tren. Por más que les insistí, no pudieron darse cuenta. Ellos estaban contentos de tenerme más cerca.

Adopté una postura totalmente pasiva en la casa. Apenas hablaba. Era pacífica. A las sirvientas las ayudaba con todas mis fuerzas. Me limitaba a escuchar. El único momento en que hablaba muy en serio era cuando delante de numerarias latinoamericanas decían que en esos países la gente era "floja", "cursi" e "inculta". Ahí sí las defendía. Me daba cuenta de que la casa entera, en silencio, estaba de mi parte.

Las superioras no me entregaron una sola felicitación, ni carta de nadie por Navidad. Marlies sólo me decía que no había correo para mí. Yo estaba convencida de que mentía, pero no tenía pruebas. Un día me arriesgué del todo: como yo sabía dónde se guardaban los duplicados de las llaves, entre ellas la del buzón, subí al cuarto de la secretaria y rescaté el duplicado de esa llave. Con el sistema de puertas en la parte de proveedores, abrir el buzón sin ser oída era una auténtica aventura. El corazón me palpitaba, pero lo hice. Vi que había por lo menos ocho cartas a mi nombre. Me enteré de quiénes las mandaban. Abrí una de ellas, la de Lilia Negrón, que protestaba de mi silencio de meses. Ella y su marido me escribían; por qué yo no respondía, me preguntaba. Esa carta la destruí, dejé las otras siete en el buzón y naturalmente volví aguardar el duplicado de la llave en su sitio. A la semana le pregunté a Marlies si no me había llegado ninguna carta ni felicitación de Navidad, y me dijo que no. Comprobé claramente que mentía.

Yo creo que les daba miedo de que pudiera escaparme -no sé cómo por una casa que tiene los muros inclinados- por una ventana. Lo cierto es que volvieron a cambiarme de cuarto. Esta vez a uno que daba a una terraza interior.

Llegaba el 19 de marzo, festividad muy señalada en el Opus Dei por diferentes causas: la primera, el santo de monseñor Escrivá; la segunda, la renovación de los votos, ahora llamados juramentos, contratos o como quiera, con la Prelatura; pero, en resumen, ligamen jurídico ante Dios con responsabilidades inherentes. Además, la víspera se vivía la costumbre de ese día en todas las casas y centros del Opus Dei: hacer la llamada "lista de san José". Consiste en que la directora va escribiendo en un pliego de papel los tres nombres que cada numeraria le da de personas por las que rezará y se mortificará durante el año para lograr que tengan vocación de numerarias. Una vez terminada la lista, se mete en un sobre que se cierra y que guarda la directora hasta el año siguiente. Se rezan las letanías de los santos y las Preces de la Obra. Al año siguiente se abre el sobre y causa alegría ver que algunas de aquellas cuyos nombres estaban escritos en ese pliego son ahora numerarias.

Decidí que no me iba a suicidar, pero que de algo tenía que valerme para aflojar aquella soga que me ahogaba. Por ello escribí unas líneas a monseñor Escrivá, felicitándole y diciéndole que procuraría enmendarme de mis errores (seguía sin saber cuáles).

Días después, cuando monseñor Escrivá vino a la casa de "La Montagnola", nos llamaron a todas las de la administración. El estaba en la escalera y toda la casa reunida entre el vestíbulo y los peldaños de mármol blanco de la escalera. Se dirigió a mí y delante de todas me dijo que le había dado mucha alegría mi carta. A mí me dio igual. Otras veces, en años anteriores, hubiera hecho una ficha con sus palabras y me hubiera emocionado. Ahora estaba tan desilusionada, tan rota, que lo único que quería es que me dejasen vivir tranquila y dar tiempo a que se celebrase el Congreso General para que hubiera cambios en el gobierno central de la Obra y que, de ahí en adelante, revisara definitivamente mi situación.

Hacia finales de marzo me llamó Marlies para que fuera a la sala de visitas de "La Montagnola", pero haciéndome previamente esta pregunta: "¿Estás arreglada?"

-Sí -contesté.
-Pues sube a las cuatro.

Llegué a la sala y esperé en ella como una hora. No sabía para qué era aquello. De pronto aparecieron don Francisco Vives y don Severino Monzón. Sorpresivamente me quedé yo sola con ellos dos.

Venían en un plan muy conciliador. Me dijeron que querían ayudarme a "salir del bache". Que veían que pasaban los meses y yo seguía igual. Que no mejoraba. Que entendían que el Padre me había dirigido palabras especiales de cariño y que yo no las acogía como era esperado. Que les contara qué me sucedía.

Y entonces hablé. Les dije claro y raspado que:

a) me sentía presa; b) que me estaban tronchando con ese aislamiento forzoso; c) que notaba un clima falso y de poco cariño a mi alrededor; d) que me explicaran por qué yo no podía tener contacto con Venezuela y se decían mentiras para que la gente no me viera, hablara o escribiera; e) que no me dejaban hablar con las alumnas del Colegio Romano de Santa María; f) que por qué no podía salir sola; g) que me explicaran cuáles eran esas cosas horrendas que yo había hecho en Venezuela, porque sin conocer el pecado jamás me podría arrepentir debidamente de él; h) que Marlies para mí era una tortura; i) que por qué no me enviaban a cualquier otro país del mundo, porque yo me asfixiaba en Roma; j) que posiblemente sonara a herejía el decir que no quería estar cerca del Padre, pero que más que por el Padre en sí era por ese clima de recelo, desconfianza, observación y falta de cariño que yo notaba. Les dije absolutamente todo lo que pensaba de Roma y de la casa. Les insistí especialmente en que me cambiaran de hacer la confidencia con Marlies porque temía no ser sincera con ella, que me inspiraba terror, porque notaba la rabia con la que me hablaba y que más de una vez su frialdad me había hecho pensar que la habrían concebido en una checa. Y al final les dije " ¡Consiguieron quebrarme!", y me eché a llorar.

Dirigiéndome a don Severino le dije:

-Además usted, don Severino, que me conoce de años, sabe perfectamente que he afrontado situaciones difíciles y duras y que no soy llorona, pero ahora me he convertido en una llorona imbécil.

Entonces don Francisco Vives con un juego vivo de palabras me dijo:

-Imbécil, no. Pero llorona, mucho.

El resumen de ellos fue que las cosas cambiarían, que volviera a pedir permisos y vería cómo las cosas eran diferentes. Que por supuesto podía ir sola a la calle, a misa y hasta escribir una carta a Venezuela. Que fuera muy sencilla. Muy sincera. Que fuera humilde. Que lo de hacer la confidencia con otra persona, se lo pensarían. Que lo de irme de Roma, no, porque el Padre no quería. Pero que si quería salir a la calle, que lo dijera y saldría.

Las cosas no cambiaron. De ser la respuesta un "no" si pedía salir lo que se dice a dar una vuelta a la cuadra, ahora era un "déjamelo pensar y te contesto luego". O sea igualmente "no".

Llegué a pensar que todos tenían razón menos yo. Que lo que me rodeaba debía de ser como las superioras decían y no como lo veía yo. A fuerza de decirme que tenía que olvidarme de cuanto había vivido y conocido en los últimos diez años y de recriminarme Marlies que preguntase por algo o por alguien, empecé a notar que me fallaba la memoria respecto a nombres. A veces recordaba las caras, pero no lograba acordarme de los nombres. Confundía lugares, circunstancias. A fuerza de insistirme que era "mal espíritu" pensar en el pasado y en situaciones que actualmente vivía, llegué a considerar, como ellos me decían, que se trataba de imaginaciones mías.

Y llegó un momento en que dudé de mi cordura. Mi memoria se deterioró. Me ha costado años de concentración volver a recordar nombres que para mí eran sumamente familiares y hechos que había vivido con intensidad. Y tengo que reconocer que Dios me ha ayudado mucho.

Comprendí después, al cabo de los años, que el Opus Dei me había hecho un lavado de cerebro cuyos ingenieros fueron Marlies Kücking, Mercedes Morado e, indirecta o directamente, no lo sé, monseñor Escrivá.


Libertad condicional

La libertad que me dieron tras la conversación con don Severino Monzó y don Francisco Vives fue la de acompañar a alguna sirvienta al dentista y la de salir treinta minutos los sábados, a comprar flores para el oratorio, a uno de los puestos de Viale Bruno Buozzi. Ocurrió una anécdota curiosa una de las tardes que acompañé a una de estas sirvientas al dentista. Su nombre era Soledad y era de las más antiguas. Me comentó en el trayecto del autobús que posiblemente yo habría encontrado las cosas en la casa diferentes de como eran en el año 1952. Me contó que las cosas habían cambiado mucho. Que ahora ellas salían apenas y que cuando lo hacían era en grupos a Villa Borghese, pero que no solían ir al centro ni a ver tiendas nunca. Yo le pregunté la razón de ello y me dijo que no lo sabía, pero que pasaba ciertamente desde hacía cuatro o cinco años. Yo no hice el menor comentario. Miré el reloj y vi que faltaban exactamente quince minutos para la cita con el dentista, que estaba cerca de Piazza del Poppolo. Lo pensé y lo hice. Me bajé con ella del autobús, la paseé por esta piazza. Le enseñé la iglesia donde predicaba Lutero y la metí por una o dos de las callecitas adyacentes donde vio algunos escaparates. No se pudo hacer mucho en unos diez minutos. Visitamos a su dentista y regresamos a la casa.

Por la noche, a la hora de la cena, noté un clima extraño a mi alrededor por parte de la Asesoría. La verdad es que no adivinaba a cuento de qué.

Al día siguiente, lo recordaré mientras viva, proyectaban para nosotras en el aula magna la película "Mary Poppins". Al ir a entrar al aula magna me dijeron que me llamaban al despacho de Mercedes Morado. Me hizo esperar como siempre. En esta ocasión unos quince minutos. La conversación fue así:

-¿Qué me cuentas, Carmen?

-Nada de particular; ¿qué quieres que te cuente?

-¿No tienes nada que contarme, nada que te preocupe?

-Bueno, Mercedes, tú lo sabes todo y no ha surgido nada nuevo, ¿qué puedo contarte?

-¿No has hablado con alguien, algo que te haya inquietado, que pienses que no estuvo bien?

-Pues no, la verdad.

-¿Tienes el alma tan laxa? Piensa, a ver, Carmen, ¿con quién has hablado tú que no es correcto?

-No he hablado con nadie. Sólo ayer salí con Soledad y no le dije nada.

-¿Ahí, ahí! ¡Ahonda! ¿Te parecen bien los comentarios que le hiciste a una sirvienta? ¡A ver, cuéntame qué pasó!

-Pues nada. Me dijo que no salían. Yo le dije que me parecía raro, porque siempre dice el Padre que hay que salir al menos una vez por semana. -Y pasé a contarle sucintamente lo que me dijo la sirvienta el día anterior.

-Pero, a ver, ¿tú qué le dijiste?

-Pues ya te digo: que no entendía porque en casa había que salir para poder estar en contacto con la gente, etc., etc.

-¡No etc., etc.! ¡No! ¿Qué le dijiste?

-Mira, Mercedes, no lo recuerdo porque no llevaba una grabadora, pero alrededor del criterio que se nos da en casa fue todo y, como consecuencia, que al Padre no le gustaría oírlo si se enteraba.

Como era de suponer pasó a decirme que yo murmuré. Que yo había censurado con una sirvienta la conducta de las superioras y concretamente del Padre. Que había hecho comparaciones entre el año 1955 y el actual. Que estaba dando un mal ejemplo enorme. Que no era la primera vez que le llegaban comentarios de ese tipo que yo había hecho en la casa. Que mi postura correcta hubiera sido, al llegar a la casa, ir corriendo a Marlies o a ella y haberles dicho: hice este comentario con una sirvienta. Que todo ello reflejaba la gran falta que tenía de delicadeza espiritual y que me imaginase el disgusto que se llevaría el Padre cuando lo supiera. Le dije que lo sentía, pero que yo no había murmurado y que ponía a Dios por testigo, pero que en lo sucesivo no se preocupara, porque hablaría aún menos de lo que hacía. Que lo sentía mucho. Y así entré a ver "Mary Poppins": con una bronca de todos los tiempos arriba de mis costillas.

Por una carta de Caracas que me llegó al apartado supe que había ido de visitador ordinario don José Ramón Madurga, que estaba entonces en Japón. Que había hablado con cada una de las de Asesoría Regional. Me escribían varias superioras y cada una me contaba su versión. Todas coincidieron en que don José Ramón llegó prejuiciado y que me tiró a degüello. Y todas le contaron la artimaña con que me habían sacado del pais.

En el mes de enero de 1966 había habido una convivencia de consiliarios en Roma. Yo pedí hablar con don Roberto Salvat, con don José Ramón Madurga o con don Manuel Botas. La Asesoría Central no lo permitió por más que insistí. Sucedió que en una misa, concelebrada por monseñor Escrivá con don Roberto Salvat y don José Ramón Madurga entre otros, pidieron que entrásemos unos cojines más a la sacristía de Santa María. Este lugar es triangular, pequeño y tiene unos espejos que permiten ver todo desde cualquier ángulo. Entramos los cojines y al pasar frente a don Roberto Salvat yo me quedé mirándolo a los ojos. No aguantó mi mirada y bajó la vista. Luego, cuando le preguntaron en Caracas si me había visto, dijo que no. Típica política del Opus Dei de mentir por lo más insignificante.

En cambio, justo es decir, que otro día y en el mismo lugar, vi a don Manuel Botas. No me habló porque no podía, pero cuando llegó a España llamó a mi hermano Manolo, el menor, y le dijo que preparase a mis padres porque me había visto en Roma y había dado un bajón terrible, capaz de impresionar al más insensible. Que había envejecido terriblemente y que estaba muy cambiada.

En aquella época estaba yo encargada del oratorio de Santa María y me tocó preparar las dos primeras misas concelebradas que ofició monseñor Escrivá. El Padre estaba iracundo. Cuando se preparaba la primera concelebración dijo: "Lo haremos una vez y que no sirva de precedente." En otro momento dado, dijo, refiriéndose a las misas concelebradas o, mejor dicho, a Pablo VI: "A ver si se queda en paz este hombre." La visión de monseñor Escrivá sobre la aplicación práctica de la doctrina conciliar traslucía su disgusto bien con palabras o con gestos. Más de una vez le oí decir sobre Su Santidad Pablo VI cosas semejantes a las que antes le había oído decir de Pío XII: "A ver si de una vez nos deja en paz, y Dios Nuestro Señor, en su infinita misericordia, se lo lleva al cielo." Si a Juan XXIII lo consideraba "un patán", y de ello pueden dar testimonio muchos miembros del Opus Dei, a Pablo VI lo consideraba "un jesuitón". Por eso, como dije anteriormente, me resulta atrevido que sus biógrafos del Opus Dei aseguren que tenía espíritu ecuménico y que el actual monseñor Javier Echevarría tenga la osadía de asegurar por escrito en documentos oficiales a la Santa Sede que monseñor Escrivá "sentía emoción cuando recordaba sus encuentros con Su Santidad Pío XII", por ejemplo.

En el mes de mayo se iba a celebrar en Roma el Congreso General de la sección de mujeres del Opus Dei. Dijeron a última hora que se celebraría en "Villa delle Rose", sede del Colegio Romano de Santa María. Esto, como dije, me llenaba de esperanza, porque pensé que cambiarían los cargos y las cosas volverían a su cauce normal. El Congreso se celebró y, excepto Pilar Salcedo que vino una tarde por Villa Sacchetti, las demás electoras no vinieron a la casa central. Parece ser que no les dejaron ir a la casa central porque estaba yo. Esto me lo dijo una electora que dejó el Opus Dei y cuyo nombre puedo revelar al lector que me lo pida por escrito. Desgraciadamente no hubo cambio sustancial alguno: Mercedes Morado fue reelegida directora central y a Marlies Kücking la nombraron segunda de a bordo, o sea secretaria de la Asesoría Central. Carmen Puente, la mexicana, siguió de procuradora. Esto para mí fue un golpe. No veía solución a mi problema al no haber habido cambios.

El día 9 de mayo de 1966 hice con varias numerarias la acostumbrada romería de mayo a la basílica de Santa María la Mayor, por la que siempre he tenido gran devoción.


Segunda admonición canónica

Hacia mediados de mayo de ese mismo año noté que se me movía la tierra debajo de mis pies. Me llamaron en carrera, como siempre, a la sala de reuniones de la Asesoría Central. Monseñor Escrivá estaba sentado a la cabecera de la mesa, don Francisco Vives y don Javier Echevarría a su izquierda; don Álvaro del Portillo no estaba. A su derecha la directora central, Mercedes Morado, y la prefecta de Estudios, Marlies Kücking. Me hicieron sentar entre Mercedes Morado y Marlies Kücking. Se respiraba un ambiente de horror. Monseñor Escrivá me dijo a grandes voces, jadeante y fuera de sí:

-Mira, Carmen, esto se va a acabar. Tú no nos vas a tomar el pelo a nosotros.

Cogió una cuartilla que tenía delante de él y acomodándose los anteojos, me dijo:

-Me dicen que tú te escribes con Ana María Gibert, con esa mujer, ¡con esa mala mujer! Y que tienes un apartado aquí en Roma.

Dejó los anteojos sobre la mesa y gritándome agregó:

-¿Qué es esto, grandísima hipócrita y falsa, mala mujer?!

Yo le contesté:

-Sí, Padre, he escrito a Ana María Gibert, pero ella no es ninguna mala mujer.

Monseñor Escrivá continuó leyendo la cuartilla:

-Y la alcahueta esa de Gladys, cochina, ¡¡¡que venga!!!

Llegó Gladys a la sala de sesiones, lívida.

Sin previo saludo, monseñor Escrivá le empezó a gritar:
-¿Tú le llevas a ésta, a esta mala mujer, las cartas a correos? ¡¿Tú sabes la gravedad de lo que has hecho?!

Gladys permaneció callada. Pero monseñor Escrivá insistió:

-¡¡¡Contesta!!! ¡¡¡CONTESTA!!!

Gladys, impertérrita, permanecía silenciosa. Entonces yo le dije:

-Sí, Gladys, di que me has llevado algunas cartas.

Tras lo cual Gladys dijo:

-Sí, Padre. -Y enmudeció.

-Ya lo sabes. Ya no trabajas más en la Asesoría Central. Dejas de poner los pies allá arriba. -El piso de oficinas de Asesoría-. Que le busquen cualquier otro trabajo en la casa. Y ahora ¡¡¡vete a tu cuarto y no te muevas de allí para nada!!! ¡¿Lo oyes?! ¡¡¡Para nada!!!

Cuando Gladys salió de la sala de sesiones de Asesoría, monseñor Escrivá le dijo a la directora central y a Marlies Kücking, siendo testigo de ello los sacerdotes que antes mencioné:

-A ésa -refiriéndose a Gladys-, cójanla después, levántenle las faldas, bájenle las bragas y denla en el culo, ¡¡¡en el culo!!!, hasta que hable. ¡¡¡HÁGANLA HABLAR!!!

Dirigiéndose a mí, monseñor Escrivá me dijo gritando:

-¡Te hago la segunda admonición, hipócrita! ¿De modo que me escribes una carta con motivo de mi santo diciéndome que querías empezar de nuevo y es esto lo que me haces? ¡Háblales a éstas todo, todo, que eres de cuidado! Y te advierto que estoy esperando que me lleguen unas declaraciones juradas de Venezuela y verás lo que es bueno. ¡¡¡Eres una mala mujer, una ruin, una hez!!! ¡¡¡Eso eres tú!!! Y ahora ¡¡¡vete, que no te quiero ver!!!

Es imposible explicar mi estado de ánimo. Yo me sentía muerta. Aterrada. No sabía lo que podrían hacerme. No podía coordinar correctamente mi pensamiento, ni me dieron tiempo para ello tampoco.

Tras de aquello vinieron los interrogatorios constantes de Mercedes Morado, de Marlies Kücking, varias veces al día y por espacio de horas. Uno detrás de otro. No me daban respiro. Me llamaban a la sala de visitas de "La Montagnola", generalmente después de almorzar. Y me hacían esperar hasta una hora antes de que aparecieran. No sé qué querían que les confesara de mi estancia en Venezuela. Por la manera de preguntar me daba la impresión de que, aunque sin decirlo, se referían a algo de tipo sexual. Al no remorderme la conciencia por algo que no sabía qué era, sus preguntas me resultaban incomprensibles.

Una pregunta tipo era: "A ver, ¿has pensado en algo que no nos hayas dicho?" Y si yo contestaba: "¿Pero sobre qué?", la respuesta inmediata era: "¿Pero cómo puedes tener la conciencia tan lasa? A ver, piensa en algo que no dijiste... " Y así sucesivamente.

Yo me sentía fatal física y espiritualmente. Me deshice de todo lo que tenía. Concretamente, a través de la reja de la ventana de mi habitación, tiré las llaves del apartado lo más lejos que pude. Vi que cayeron en un jardín vecino. Cuando Marlies y Mercedes me pidieron la llave del apartado, les respondí que la había tirado; ellas entendieron que por el excusado y yo no se lo negué, porque si les hubiera dicho que las había tirado a la calle y que cayeron en un jardín vecino, conociéndolas, hubieran sido capaces de, palmo a palmo, buscarla en aquel lugar. Me deshice de cuanto apunte o nota tenía, cartas de mi familia, etc. Sólo conservé algunas fotos de mis padres y hermanos, y aquellos documentos que se referían a mis estudios, y las direcciones personales. Naturalmente, mi pasaporte me lo habían retirado al llegar a Roma, que, como expliqué antes, era lo acostumbrado.

Al no ver a Gladys en el oratorio ni en las comidas, me imaginé que la habían recluido. Jugándome el todo por el todo averigüé dónde estaba su habitación. Al llegar, me dijo aterrada que la habían tenido el día anterior varios miembros de la Asesoría Central en constante interrogatorio por muchas horas y que le habían dicho que si hablaba conmigo estaba en pecado mortal. Con toda la fuerza de mi ser le dije que NADIE podía decirle que por hablarme a mí estaba en pecado mortal. Que no se preocupara por mí y que fuera fiel a Dios. Cerré su puerta y no la volví a ver nunca más en mi vida. Creo que sigue aún como numeraria del Opus Dei.

Mercedes y Marlies me seguían interrogando varias veces al día, y por espacio de horas las preguntas se sucedían. Algunas de ellas eran constantes:

-Dime el número del apartado de Piazza Mazzini -me repetía Mercedes Morado.

De modo contundente les dije que no lo diría. Me amenazaron entonces diciéndome que si no se lo decía estaba en pecado mortal. Pero nunca lo dije. Luego me repetían que estaba matando al Padre con mi conducta, etc.

Después de cada interrogatorio me llevaban a mi cuarto, al que me acompañaba una asesora, generalmente Elena Olivera, quien además se quedaba dentro del cuarto conmigo. Recuerdo que yo me quedaba sentada delante de la mesa, con la cabeza entre las manos esperando hasta el siguiente interrogatorio. Y así me tuvieron del 14 al 31 de mayo de 1966. Durante el día se quedaba, como dije, una asesora dentro de mi cuarto. Había otra en el pasillo, que era relevada y que, incluso cuando yo iba al baño se quedaba junto a él. Se daba el caso de que en los días de la menstruación eran ellas quienes echaban mis compresas sucias, no sin antes haberlas inspeccionado por si hubiera algo dentro.

Al regresar al cuarto después de cada uno de estos interrogatorios, noté claramente que me iban desapareciendo las cosas: mi cartera de viaje, calificaciones de exámenes, fotos familiares, fechas y direcciones familiares. Todo, todo me lo revisaban. El closet me lo encontraba revuelto, la cama, el pijama, las cosas de tocador, como la crema de cara o la pasta de dientes. No sé qué trataban de encontrar. Me preguntaron de quién recibía dinero. Y nadie me mandaba nada. Sólo la señora De Sosa me había dado gran cantidad de sellos.

Quitaron a la sirvienta que hacía de portera y pasó a hacerse cargo de las llaves de la puerta Mary Tere Echeverría, que era la directora local de la casa de la Asesoría.

Por otra parte, el teléfono de la habitación de la Galleria della Madonna estaba permanentemente vigilado por un miembro del consejo local. No me dejaron hacer ninguna limpieza. Así como tampoco bajar al comedor. Me subían una bandeja con las comidas. El cerco era hermético. Al oratorio aún me dejaban bajar para hacer la oración.

Me entró un temblor casi constante producto del terror. Y temí que me llevaran a un manicomio, como sabía que habían hecho con otras personas de la Obra. En mi pavor recordé que el marido de una amiga mía, Ismael Medina, estaba en Roma y era periodista. Yo tenía su número que, por una rara y feliz casualidad, había anotado en mi misal. Me encomendé con toda mi alma a Dios y, con un riesgo inexplicable, a la salida de una visita mía al oratorio pude alcanzar el teléfono cuando alguien llamó a la del consejo local que lo vigilaba. Lo llamé y sólo pude alcanzar a decirle: "Ismael, soy María del Carmen. Ven a verme. Insiste aunque no te dejen. Es grave." Y colgué.

Como mi temblor era casi constante, Chus de Mer, la médica que pertenecía al gobierno central, me tomaba la tensión con gran frecuencia. A pesar de ello, los interrogatorios continuaron.

Un día vino Mercedes Morado a mi cuarto y me dijo:

-¡A ver! ¡Dame la agenda, el crucifijo, el rosario, la pluma!

Me lo quitó todo.

Acerté aún a decirle:

-Mercedes, ese rosario me lo dio tía Carmen.

Su respuesta fue:

-¡No te lo mereces!

Armándome de valor le dije que yo había llegado a Roma creyendo en la Obra y en el Padre, y sin problema personal de tipo alguno, pero que ellas, con su forma de actuar, me habían organizado todo un problema. Que si es que había hecho algo mal, lo que fuera, que me lo dijeran para arrepentirme. Pero siguieron sin concretarme nada, a pesar de las broncas que me echaban.


Visitas de un amigo español

Ismael Medina, el marido de mi amiga Conchita Bañón, vino a la casa varias veces y también llamó otras tantas. Siempre le decían que yo no estaba en la casa o que estaba fuera y no sabían cuándo llegaba. Total, que una de las veces que vino le informó a la sirvienta que le abrió la puerta que, si no le permitían verme, él iría al Vaticano a preguntar; lo supe después por él. El caso es que Marlies vino a mi cuarto y me preguntó si conocía a Ismael Medina. Le dije que sí. A continuación me preguntó si le había llamado y le dije que no, para que no me evitaran el verle. Continuó Marlies diciéndome que este señor estaba en la sala de visitas y que ella estaría conmigo todo el tiempo que durase la visita. Yo le advertí a Marlies que le parecería extrañísimo a Ismael, dado que yo era amiga de su mujer y que una vez que él visitó Caracas nos vimos sin mayor problema. Y con esta conversación llegamos a la sala de visitas.

No puedo expresar la alegría que me dio ver a Ismael. Le presenté a Marlies y al cabo de unos minutos Ismael apuntó que le gustaría hablar confidencialmente conmigo y si ella tendría la bondad de dejarnos solos unos minutos. Marlies siguió no obstante en la salita. Lo curioso es que yo hubiera podido hablar con Ismael y denunciar delante de Marlies lo que estaban haciendo conmigo, pero me sentía verdaderamente aterrada. Empezamos a hablar del "posible divorcio de mis padres", tema totalmente absurdo sabiendo, como él lo sabía, lo unidos que eran mis padres. Ismael me dijo que yo tendría que ir a España a salvar la situación y es más, le rogó a Marlies que dijera a mis superiores que yo era la mayor y tenía que hablar con mis padres.

Por supuesto que Ismael pudo darse cuenta de que yo no tenía un ápice de libertad al ver lo absurdo de la conversación. Siempre recordaré sus ojos diciéndome adiós y dándome, para disimular, sus teléfonos, los cuales me arrancó Marlíes tan pronto se cerró tras él la puerta de la calle.

Esa misma tarde el Opus Dei, a través de Julián Herranz, me contaba días después Ismael, lo localizó para decirle que yo me iba a ir a España con mi familia (antes de saberlo yo), porque me habían traído de Venezuela debido a una crisis psicológica que había tenido, no espiritual ni religiosa. A lo que Ismael Medina les dio una respuesta seca, diciéndoles que me conocía de hacía muchos años, porque su mujer era una gran amiga mía y que nunca había tenido yo problemas de ese tipo.


Tercera admonición canónica

El 27 de mayo me volvieron a llamar a la sala de reuniones de la Asesoría Central. Yo estaba segura de que tendría que estallar tarde o temprano el asunto de la meditación del sacerdote venezolano que, rota en mil pedazos, me encontraron en el closet antes de que hubiera tenido tiempo de quemarla, como explicaba anteriormente.

Esta vez, en la sala de reuniones de la asesoría central estaban reunidos monseñor Escrivá, Alvaro del Portillo, Javier Echevarría, Mercedes Morado y Marlies Kücking. Monseñor Escrivá me habló así:

-Carmen, no tienes más salida que la calle. Escoge: a la calle pidiendo tú la dimisión y diciéndome en una carta que has sido feliz, ¡porque lo has sido!, pero que desde hace una temporada vienes observando que no te encuentras con ánimo de cumplir con los compromisos que tienes con la Obra y quieres que se te dispensen, o, si no lo pides así, llevo todo a la Santa Sede con documentos, cartas, declaraciones juradas, nombres de unos y de otros, y será la deshonra para todos por tu culpa, y la tuya propia: tu nombre quedará marcado en la Santa Sede. Te doy a elegir de aquí a mañana a las doce del mediodía. -Con gran irritación agregó-: No me pongas en la carta "querido Padre", sino solamente "Padre".

Y siguió:

-Aún estás joven, y puedes encontrar por ahí un buen marido y desahogar por ahí todos tus instintos.

-Al decir esto, recuerdo bien que hizo unos gestos con las manos como de quien manosea otro cuerpo-. No te faltará un buen hombre que quiera casarse contigo. Además, tú eres capaz de hacerte cargo de una oficina y sacarla adelante.

Y aquí, cambiando el tono, la forma y los modales, agregó gritando:

-Pero que conste en acta: tercera admonición: ¡A la calle!!! ¡¡¡A LA CALLE!!! ¡¡¡Nos dejas en paz!!! O sea que ¡piénsatelo!: O pides tú la dimisión o la deshonra para todos y para ti la primera. Pero no hay más que una salida para ti: ¡a la calle!!!

Me fui al cuarto destrozada. Realmente no podía ni rezar. Tenía un profundo caos en mi mente. Por supuesto, seguía con la vigilancia dentro y fuera del cuarto.

No habían pasado ni dos horas de la escena con monseñor Escrivá cuando llegó Elena Olivera, una de las superioras del Gobierno Central, a preguntarme si no había escrito ya la carta al Padre. Le dije que no. Que tenía plazo hasta el día siguiente y que, además, Mercedes Morado me había quitado la pluma que usaba. Me insistió Elena Olivera en que escribiera cuanto antes la carta al Padre, porque estaba muy preocupado. Y me prestó su pluma para escribir la carta de dimisión.

Escribí, pues, la carta. El texto, creo que más o menos era en estas líneas: "Padre: Aunque he sido muy feliz en la Obra por espacio de muchos años, desde hace una temporada veo que no logro ser capaz de cumplir con las obligaciones que mi servicio a la Obra lleva consigo, y por eso le ruego que me dispense de dichas obligaciones. Le doy las gracias por todo lo que han hecho por mí." Una cosa así era. Y luego firmaba. Había hecho una copia para mí, pero Mercedes Morado me la quitó.

Me dijeron que habría que esperar porque era fin de semana y a don Álvaro no le daría la confirmación de "lo mío" la Santa Sede hasta el lunes. Cosa que me extrañó, porque cuando es "separación voluntaria del Instituto", con arreglo a las Constituciones por las que se regía entonces el Opus Dei, con la dispensa del presidente general era suficiente. Pero en el fondo a mí me daba ya todo igual. Era un trapo. Estaba exhausta.

Me dijeron que escribiera a mis padres diciendo que regresaba a la casa. Esta carta no les llegó a mis padres por correo ordinario, sino que una señora la dejó en el buzón de portería. Mi padre me envió un telegrama con respuesta pagada pidiéndome le dijera en qué avión llegaba a Madrid. Dicha respuesta a mi padre salió el 31 de mayo a las 8.30 de la mañana, el mismo día que yo dejaba Roma. Fueron los superiores los que me dijeron que habían enviado la respuesta. Yo ni la vi.

La idea de irme pronto a casa de mis padres la esperaba como una liberación. Estaba aterrada de la casa de Roma y del Padre y quería irme de ella cuanto antes. Me preocupaba, sin embargo, el que se había quedado Mercedes Morado con mi agenda, donde tenía en las hojas plásticas mis documentos venezolanos de identidad, vigentes y con validez para varios años más, y mi licencia venezolana de manejo, a más del certificado internacional de vacuna y la licencia internacional de manejo. Le recordé a Mercedes que me devolvieran esos documentos, porque me eran imprescindibles como identificación personal. No me hizo ni caso. Y me dijo que con el pasaporte tenía bastante. Se lo recordé igualmente a Marlies.

Después de esta admonición me dijeron Mercedes Morado y Marlies Kücking que, quisiera o no, me tenía que confesar. Entré pues, al confesonario, y era don Joaquín Alonso quien estaba en el confesonario, no como sacerdote y pastor de almas, sino como superior mayor del Opus Dei. Le dije que, aunque no sabía en qué había faltado, porque nunca me lo habían dicho, me arrepentía especialmente del mal ejemplo que hubiera dado y del daño que hubiera podido a hacer a personas del Opus Dei. Así como de cualquier cosa que hubiera hecho con mi mal ejemplo o comportamiento. Y esto verdaderamente lo sentía así. Don Joaquín Alonso me dijo que había hecho un daño cuyo alcance no podía ni prever. Que el choque que iba a tener psicológicamente al salir del Opus Dei sería gigantesco y que esperaba que me pusiera en manos de un buen psiquiatra. Que Dios me perdonaba porque era Dios de misericordia y de perdón, pero que él, como sacerdote del Opus Dei, me decía que tenía que llevar hasta el fin de mis días una vida de penitencia, de reparación y de oración, si quería que Dios me concediera más tarde la salvación de mi alma, cosa que él, como sacerdote, veía muy dudosa.

El penúltimo día me dijeron que no fuera a misa. El último día fui a misa, pero Elena Olivera me sacó del oratorio antes de que pudiera comulgar. Quizá le precerá absurdo al lector, pero, guardando las distancias, me acordaba de procesos del Santo Oficio.

A todas éstas, yo, el 31 de mayo por la mañana, no sabía aún que ese mismo día saldría para España.


Los "adioses"

También el 31 de mayo me dijeron por la mañana que fuese a la sala de sesiones de Asesoría. Monseñor Escrivá estaba de pie en la sala de cálices. Todos de píe formando un grupo, estaban don Javier Echevarría, Mercedes Morado, Marlies Kücking, María Jesús de Mer. Monseñor Escrivá me dijo escuetamente:

-Aquí tienes tu pasaporte, tu pluma, tu crucifijo, el billete de avión y el soggiorno del gobierno italiano porque sin él no puedes salir del país.

Cuando iba a decirle lo de mis otros documentos, Marlies me detuvo.

Entonces, monseñor Escrivá empezó a caminar de un lado para otro, muy agitado, muy irritado, rojo, furioso, mientras decía:

-Y no hables de la Obra ni de Roma con nadie. No nos indispongas con tus padres, porque ¡¡¡si yo me entero que hablas algo peyorativo de la Obra con alguien, yo, José María Escrivá de Balaguer, que tengo la prensa mundial en mis manos -y decía esto mientras con un gesto confirmaba con sus manos esta idea- te deshonraré públicamente, y tu nombre saldría en la primera página de todos los periódicos, porque de eso me encargaría yo personalmente y sería tu deshonra ante los hombres y ante tu propia familia!!! ¡¡¡Ay de ti si intentas separar a tu familia del buen nombre de la Obra o decirle algo de esto!!!

Y siguió:

-¡¡¡ Y no vuelvas a Venezuela ni se te ocurra escribir a nadie de allí!!! Porque si se te ocurriera ir a Venezuela, ¡¡¡yo me encargaría de decirle al cardenal quién eres tú!!! Y te deshonraría!!! Estuve pensándolo toda la noche si decírtelo o no -siguió monseñor Escrivá-, pero creo que es mejor que te lo diga. -Y mirándome de frente, con una ira espantosa, moviendo los brazos hacia mí como si fuera a pegarme, agregó gritándome-: Eres una mala mujer. ¡Una pérfida mujer! ¡La Magdalena era una pecadora!, pero ¿tú? ¡¡¡Tú eres una corruptora con tus inmoralidades e indecencias!!! ¡¡¡Eres corruptora!!! Lo sé todo. ¡¡¡TODO!!! ¡¡¡HASTA LO DEL NEGRO VENEZOLANO!!! (Se refería a un sacerdote numerario del Opus Dei que siempre defendió a la sección de mujeres y a mí como directora de ellas) ¡Eres terrible! ¡¡¡ TE DA POR LOS NEGROS!!!: Primero con el uno (Se refería al hecho tan peculiar, según el criterio de Encarnita Ortega, narrado anteriormente respecto al doctor Panikkar) y luego con el otro. ¡¡¡ DEJA EN PAZ A MIS CURAS!!! ¿¿LO OYES?? ¡¡¡DÉJALOS TRANQUILOS!!!, en paz. ¡No te metas con ellos! Eres mala, mala. Indecente. ¡Vamos, mira tú que lo del negro! ¡¡¡ Y no me pidas la bendición porque no te la pienso dar!!!

Se fue yendo monseñor Escrivá hacia la capilla de reliquias y desde allí me gritó:

-¡¡¡Óyelo bien!!! ¡¡¡PUTA!!! ¡¡¡PUERCA!!!

Me quedé inmóvil. Congelada. Vi y oí todo aquello como una auténtica pesadilla. Ni lloré. Ni pestañeé. Dentro de mí, mientras monseñor Escrivá gritaba aquellos insultos, solamente tuve dos pensamientos: uno el de que Cristo se silenció ante las acusaciones. El otro, de que Dios me había liberado.

Me hubiera quedado allí el resto de mi vida, como petrificada, si Chus de Mer, la médica, no me hubiera cogido por el brazo y me hubiera llevado a mi cuarto. Al entrar vi que me estaban haciendo la maleta Elena Olivera y Carmen Puente. Repasaban cada vestido, cada falda, como si aún esperasen encontrar algo. Miraban en los bolsillos, hasta en las costuras. Removieron la caja de polvos y la de crema. Yo las dejé hacer. Bajaron la maleta.

En ese momento entró Mercedes Morado y me dijo:

-Bueno, a pesar de lo que le has oído al Padre tienes que rehacer tu vida porque verdaderamente has hecho de todo, de todo -dijo arrastrando esta palabra.

Luego agregó:

-Bueno, antes de irte, dime el número del apartado.

Y ahí sí la respondí:

-Mira, Mercedes ¡estoy harta de tanta pregunta y tanto interrogatorio! No diré ningún número de nada. Ni nada de nadie. O sea que no te molestes en preguntármelo de nuevo porque no lo diré.

Mercedes agregó:

-No te olvides que te vas en pecado mortal.

Me dijeron seguidamente que bajara al automóvil. No me dejaron que pasara por el oratorio a despedirme del Señor.

Iba conduciendo una numeraria de apellido Fontán, que tenía mucha gente de su familia en el Opus Dei.

A su lado iba Marlies Kücking. En los asientos de atrás íbamos Montserrat Amat, que regresaba a España, y yo.

Yo me sumí en un mutismo absoluto. Sólo hablé para decirle a Marlies Kücking que necesitaba mis documentos de identidad, y me respondió lo mismo que Mercedes Morado:

-Con el pasaporte tienes bastante.

No me dejaron sola ni en el avión. Montserrat Amat viajó conmigo en el avión hasta Madrid. Durante el trayecto fui amable con ella, a quien siempre consideré no mala, sino una gran cobarde. Cada vez que me veía ir al baño temblaba porque, lógicamente, no podía acompañarme.

Al llegar al aeropuerto de Madrid me esperaba mi hermano Manolo, el menor, con Conchita Bañón, la esposa de Ismael Medina. Mi hermano, al verme llegar con Montse Amat, me pregunto:

-¿Tienes que irte con ella?

A lo que le respondí:

-¡Ni de juego!

Agarré la maleta y le dije a Montse: "Me voy con mi familia."

Y por primera vez desde hacía doce años y después de los terribles acontecimientos de aquella mañana en Roma, pude volver a abrazar a mi hermano y a mi amiga, que, sin apelativos de santidad, me querían profundamente.

Cuando subí al automóvil empecé a sollozar sin parar. Eran demasiadas emociones en el mismo día. Mi amiga me decía:

-Llora que te hará bien. Ismael nos ha contado ya muchas cosas.

Y por la nueva autopista de Barajas, nueva para mí, llegamos a López de Hoyos, la casa de mis padres, de donde había salido en 1950.

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Gracias a Dios, ¡nos fuimos!
Opus Dei: ¿un CAMINO a ninguna parte?