CAPITULO VIII. ROMA
II: RETORNO A LO DESCONOCIDO
(fin de este capítulo)
Visita de la señora De Sosa
En el mes de diciembre llegó a Roma la señora
Ana Teresa Rodríguez de Sosa, mi amiga de Venezuela.
Llamó por teléfono y dio la casualidad que,
por una circunstancia que no recuerdo -tal vez que las sirvientas
estuvieran haciendo la visita al Santísimo después
de almuerzo- al sonar el teléfono, y dado que yo era
la única que hablaba italiano de las que estábamos
allí, respondí yo. Preguntó por mí,
pero, naturalmente, de acuerdo a las "reglas" yo
no me identifiqué sino que por el telefonillo interior
avisé a la directora central que la señora De
Sosa estaba al teléfono, para que pudieran pasar la
clavija del aparato a su despacho. Me dijo que atenderían
ellas.
Aquel día recé con toda mi alma y le pedí
a Dios que me dejaran verla. Por la noche, Marlies me dijo
que la llamase a la señora De Sosa al hotel donde estaba
que me disculpara diciendo que cuando ella llamó yo
había salido (de nuevo la mentira) y que podía
venir a verme al día siguiente por la tarde.
Cuando la llamé al hotel, la señora De Sosa
-quien como expliqué anteriormente no tenía
pelos en la lengua- me dijo que le parecía muy extraño
que no la hubiera llamado yo hasta esa noche, habiéndome
llamado otras veces, cosa que yo ignoraba.
-Mi hijita, todo me parece extraño. Te he llamado
varias veces y no has contestado. ¿Es que te tienen
presa y no puedes contestar a mis llamadas? -Ella lo dijo
medio en broma, y yo, como no sabía si me estaban escuchando
por el teléfono de la Asesoría que estaba conectado
con éste, le respondí en francés que
así era y que hiciera lo posible y lo imposible por
hablar conmigo a solas cuando viniera a verme al día
siguiente.
Lourdes Toranzo fue la numeraria que atendió a la
señora De Sosa en sus previas visitas a Roma. Me irritaba
sobremanera oírla comentar sobre esta señora
"a la que había que atender bien porque daba mucho
a la Obra", pero no se vislumbraba un ápice de
cariño sincero. Lourdes comentó que la señora
De Sosa le había dicho que traería por la mañana
unas flores para el oratorio. Coincidió que esa mañana
una numeraria peruana, que había estado encargada de
los oratorios, me estaba enseñando el funcionamiento
de los cuadros de luces, localizado cerca de la puerta de
proveedores, que estaba abierta porque la portera hacía
la limpieza. De repente oí claramente la voz de la
señora De Sosa que, al ver abierta la puerta de proveedores
y ver a la sirvienta, le dejó unas orquídeas
para el oratorio. Movida por una reacción instintiva
salí por esa misma puerta a ver si la alcanzaba, porque
temí que no me dejaran hablar a solas con ella por
la tarde, pero la señora De Sosa se había subido
ya al taxi y éste se alejaba hacia Bruno Buozzi. No
me vio. Y volví desolada a la casa. Mi salida no duró
minuto y medio. La portera, que como digo limpiaba la zona
llamada proveedores y tenía la puerta abierta, al verme
salir, reportó inmediatamente a la Asesoría
por el telefonillo interior que yo había puesto los
pies en la calle (y nunca con mayor propiedad la expresión).
Yo volví al cuadro de luces, que estaba ahí
mismo, y le dije a la peruana: "Me temo que me van a
echar una bronca por haber intentado saludar a la señora
De Sosa." Esta muchacha joven me dijo: "El plan
que te tienen es absurdo, pero no creo que lo hagan."
Justo en ese momento apareció Marlies y, con un gesto
característico de ella cuando estaba furiosa (en medio
de todo, Dios me conservó mi sentido del humor y me
recordaban, ella y Mercedes cuando estaban fúricas
(furiosas), a esos tejones de Walt Disney que enseñan
los dientes), me preguntó:
-¿Qué sucedió con la señora De
Sosa?
Le dije que había oído su voz y que había
intentado salir para saludarla. Marlies, en el colmo de su
enfado, furiosamente me dijo:
-Como sigas así habrá que tomar otras medidas
más fuertes y severas contigo, medidas más enérgicas.
¡Es intolerable lo que has hecho!: has contravenido
una orden tajante de que no puedes salir de la casa.
Le pedí perdón, pero indiscutiblemente esperaba
la represalia.
Aquella misma tarde esperaba que me avisaran la llegada de
la señora De Sosa y, justo en el momento de anunciarme
la portera que esta señora había llegado, me
dijo Marlies que también estaría Lourdes Toranzo
conmigo en la visita y que llevase a la señora De Sosa
al soggiorno de Villa Sacchetti.
No me quedaba otro remedio y accedí. Llegué
a la sala de visitas y estaba la señora De Sosa sola.
Le entregué una carta que había preparado para
ella y salí a avisar por el telefonillo interior a
Marlies que Lourdes no había llegado. Marlies me dijo
que no importaba, que estaba bien, pero que "procurase
que la visita fuese corta".
Cuando volví a la salita, la señora De Sosa
me explicó que Lourdes Toranzo había aparecido
para estar con ella y conmigo, y que ella le había
dicho lisa y llanamente, a Lourdes, que a ella ya la había
visto el día anterior y que era a mí a quien
quería ver y con quien quería hablar.
Subimos al soggiorno de Villa Sacchetti y le señalé
con el gesto un lugar para que se sentase fuera del alcance
del micrófono que estaba instalado en esa habitación.
Monseñor Escrivá había hecho que se instalaran
micrófonos en varios lugares de la casa conectados
todos con su cuarto. Uno de ellos en el soggiorno o cuarto
de estar, otro en el oratorio, otro en el planchero, y otro
en las camarillas de las sirvientas; y luego también
en "La Montagnola" la casa de Asesoría, en
varios lugares.
Brevemente le expliqué a la señora De Sosa
mi situación y le escribí en una cuartilla,
que le entregué para que se la leyera después,
que la única forma en que me dejarían ir a almorzar
con ella sería que hiciera un donativo extra a la Obra,
invitándome a almorzar en esa misma nota. Efectivamente
así lo hizo: envió para la Obra, pero con un
cheque a mi nombre, mil dólares. No tuvieron más
remedio que dejarme salir a almorzar sola, aunque me indicaron
que, si salía a las doce y media, debía regresar
a las tres de la tarde. Me explayé con ella y le conté
todo lo que sucedía y lo que me habían dicho.
Su reacción fue de que "el Padre debe de estar
chocheando porque eso que han hecho contigo es una injusticia".
Me compró un montón de sellos para que escribiera
cuanto pudiera y me dijo que me escribiría a la lista
de correos, a Roma. Esta señora se portó como
una gran amiga. Lo primero que me dijo fue que no regresara
a Villa Sacchetti, que me quedara con ella. Yo le dije que
no. Que se había programado un Congreso General de
la sección de mujeres del Opus Dei y que estaba convencida
de que las cosas iban a cambiar. No obstante, y ya que no
pude hablar con ella "legalmente" por teléfono,
al habérseme despertado, por mi encerramiento involuntario,
mentalidad de presidiaria, sabía a qué hora
podía utilizar el teléfono no más de
dos minutos sin ser oída. La víspera del regreso
de esta señora a Venezuela, mientras limpiaba la portería
de la casa de varones, me di cuenta de que había un
teléfono exterior y, con mucho riesgo, lo usé.
Aunque era muy temprano, llamé a esta señora.
Le dije que estaba pensando irme de la Obra porque mi cabeza
no daba más y mi resistencia física tampoco.
Hay que tener en cuenta que procuraba comer muchísimo
para poder aguantar, pero la realidad fue que, a pesar de
ello, de mediados de octubre a mediados de diciembre yo había
adelgazado nueve kilos y mi pelo se había vuelto completamente
blanco: habían conseguido quebrarme. La señora
De Sosa trató de confortarme lo más que pudo
y lo mejor que supo. Yo sentí una soledad profundísima
cuando ella se marchó.
Correspondencia interceptada
Necesitaba, por honestidad con mi directora en Venezuela,
decirle la verdad de los hechos, y temía que si ella
escribía a la lista de correos, alguien del Opus Dei,
usando la artimaña que fuera, podría retirar
la correspondencia. La señora De Sosa, por ejemplo,
me escribió un par de cartas a la lista de correos.
Dado que no tenía libertad para salir a la calle, pude
abrir, a través de una numeraria venezolana que salía
frecuentemente, el correo en la forma que aclaro más
adelante, un apartado de correos en Roma y allí recibí
unas cuantas notas -pocas y breves- de algunas de las asesoras
del gobierno regional de Venezuela. Incluso en una ocasión
me incluyeron una carta-meditación, escrita por uno
de los sacerdotes venezolanos del Opus Dei, en la que trataba
de animarme diciéndome que la voluntad de Dios había
que vivirla y que todo pasaría, puesto que los superiores
eran humanos y podían errar y que Dios estaba por encima
de todo y de todos. Ello me llenó de aliento. Ni qué
decir tiene que, una vez leídas estas meditaciones,
las quemaba.
Parece ser que enviaron otra meditación de este sacerdote,
que debió de perderse. Y una tercera meditación
que, rota en pedazos, yo pensaba quemar aquella noche en el
lavamanos, pero entraron en mi dormitorio, mientras me desvestía,
dos de la Asesoría, registraron el cuarto de arriba
abajo y se llevaron los pedazos de la nota que yo había
tenido tiempo de esconder en el fondo del closet días
antes. Yo cometí el grave error de mostrarles una de
estas cartas, a dos de las alumnas que estaban en el Colegio
Romano de Santa María. A la distancia de años,
y por las consecuencias que siguieron, creo casi seguro que
reportaron el hecho a sus superioras.
Aquí tengo que llamar la atención del lector
y recordarle lo que dije en la Introducción de este
libro con respecto a que siempre usaré nombres reales,
pero que excepcionalmente no nombraré a algunas personas
para evitarles represalias de los superiores dcl Opus Dei,
dado que aún pertenecen a esta Prelatura, que es realmente
una secta. Gracias a la ayuda de una persona, que como indico,
no puedo mencionar por su nombre, me fue posible abrir en
Roma aquel apartado de correos del que hablé, y estar
en contacto esporádico con Venezuela. Supe, entonces
en versión condensada y hoy día en detalle y
de fuentes fidedignas, hechos que, paralelamente a mi reclusión
en Roma, sucedieron en Caracas.
A las numerarias les habían notificado mi permanencia
en Roma individualmente y de la siguiente forma: "María
del Carmen no volverá ya. Pero ni el menor comentario
con nadie." Por supuesto ello creó un clima de
suspenso en torno a mi estadía en Roma. Pero permítaseme
que haga aquí un breve paréntesis sobre Ana
María Gibert. Era mi directora en Caracas, como dije
anteriormente; con seguridad, el hecho de haberme enviado
dos o tres cartas a Roma fue la razón por la que la
sacaron de "Casavieja" y la recluyeron "totalmente
incomunicada" en un dormitorio del piso alto de la Escuela
de Arte y Hogar "Etame". Ni llamadas de teléfono,
ni correspondencia, visitas ni contacto alguno con las otras
numerarias que vivían en la casa. Y esto por espacio
de diez o doce días. Ana María tendría
unos 46 años de edad. La entonces directora de esa
Escuela de Arte y Hogar "Etame", Lucía Cabral,
una mujer inteligente que, habiendo trabajado en una de las
escuelas más abiertas en educación de Venezuela
-la que dirigía la doctora Luisa Elena Vegas- sucumbió
a las tácticas del Opus Dei. Por miedo y cobardía
colaboró en hacer de carcelera de Ana María
Gibert. Debía subirle alimento a las horas de las comidas.
El que recluyesen a Ana María Gibert es uno de los
hechos más injustos de los muchos que le conozco al
Opus Dei. Ana María era querida por todas las numerarias
y personas de fuera por su bondad, vida espiritual y sentido
maternal. Era una mujer de prestigio intelectual que sacrificó
su porvenir profesional y personal en aras del Opus Dei. Fue
una de las numerarias que abrió la labor en Venezuela,
y la que elevó el tono y mantuvo el buen nombre docente
de la Escuela dc Arte y Hogar "Etame", en unión
con Begoña Elejalde. Después de esta reclusión
forzosa, llevaron a Ana María a la residencia de estudiantes
"Dairén", que el Opus Dei tenía en
Caracas; y de ahí la enviaron a España. Muchos
años más tarde me encontré en Salamanca,
yendo por la calle, con Ana María Gibert, como detallaré
más tarde.
Fue Eva Josefina Uzcátegui la que sacó de las
casas de la Obra las fotografías mías que había.
Y lo hizo sin el menor recato delante de las otras numerarias.
Hecho que me parece muy natural, dada su manera de ser.
Por mi parte, en Roma, yo empezaba a agotarme por la situación
de suspenso. Pensaba que eran injustos conmigo, porque, dado
el caso de que yo hubiera sido "tan mala", lo primero
que necesitaba conocer para poder arrepentirme eran mis faltas
o pecados concretos. Todo lo dejaban en el aire y eso era
una tortura.
Pedí una y otra vez ejemplos concretos y nunca me
los dieron. Me hacían acusaciones fuertes, pero generales.
También pensaba que es con caridad como se gana a la
gente, no enjuiciándola sin que pueda defenderse. Aquello
de San Francisco de Sales, de que más moscas se cazan
con una cucharada de miel que con un frasco de vinagre, lo
recordaba con frecuencia.
No podía compartir la opinión de los superiores,
que llamaban "murmuración" a lo que yo llamo
crítica constructiva, puesto que yo no anduve contando
por la calle en Caracas mi opinión sobre los rescriptos
que mandaba monseñor Escrivá, sino que los "comentaba"
-no los murmuraba- con las personas que tenían misión
de gobierno en el país. Y de hecho le escribí
a monseñor Escrivá, en carta cerrada, mis preocupaciones
por las diferencias de opinión que teníamos
con el consiliario. Pero tal vez lo que sucede en el Opus
Dei es que a menos que uno no diga "Amén"
a cualquier cosa dicha por los superiores, se "murmura".
Pienso que lo que más caracteriza al Opus Dei como
secta es precisamente la falta de autocrítica. Y, más
aún, el endiosamiento de su líder o la santificación
en vida de su Fundador: se consideraba poco menos que pecaminoso
estar en desacuerdo con algo que él dijera o escribiese.
Mi resistencia física continuaba debilitándose
y la idea de abandonar cl Opus Dei me venía con frecuencia.
Lloraba copiosamente por la noche y tenía unas jaquecas
espantosas durante el día. Pensé que tenía
que pedirle a Dios que me quitara la vida, ya que en el Opus
Dei se recomienda que "hay que pedirle a Dios la muerte
antes de no perseverar". Más de una vez le oí
decir esto a monseñor Escrivá. Lo cierto es
que le pedí a Dios mil veces que me quitara la vida.
Incluso se me pasó la idea de hacerlo yo. Pero no cabe
duda de que mi salud mental estaba ilesa y ahogué en
oración y penitencia esta idea. Pedí permiso
para hacer mortificación corporal extraordinaria y
me la concedieron. Creo que traté a mi cuerpo brutalmente.
Suicidios
Años más tarde supe de intentos de suicidios
ocurridos en el Opus Dei. Numerarias que no llegaron a morirse,
pero que se quedaron maltrechas para el resto de su vida.
Una de ellas fue Rosario Morán (Piquiqui), en Inglaterra,
por ejemplo. El hecho de que estaba loca, no me lo creo. Lo
que sí me creo es que el Opus Dei la volvió
loca, que es diferente. De niña fui en Madrid a la
escuela con Piquiqui; y su hermano estaba en mi clase. Nos
volvimos a encontrar muchos años más tarde en
"Zurbarán", en Madrid, y pedimos la admisión
al Opus Dei en la misma época. Ella pudo vivir en las
casas de la Obra antes que yo. Coincidimos en el curso de
"Molinoviejo" cuando ella preparaba su viaje a México.
La gente en México la quería mucho y ella estaba
muy contenta allí. Durante mi última época
en Roma volvimos a encontrarnos. Piquiqui había llegado
de México camino de Inglaterra. Me dijo que estaba
feliz por irse a ese país y de hecho salió hacia
él estando yo. Recuerdo una conversación que
tuvimos en Villa Sacchetti, cuando en 1966 se celebraba el
Congreso General de la sección femenina y conversamos
de los posibles cargos en el gobierno central. A cuenta de
esa conversación me hizo una corrección fraterna
muy fuerte Mercedes Morado, porque Piquiqui le había
dicho apesadumbrada que hablamos de la posibilidad de cambios
en el gobierno central. Nunca entendí que aquello fuera
censurable y pensé que cuando me encontrase con Piquiqui
la llamaría, por lo menos, necia. He oído decir
que ha fallecido loca después de haberse querido quitar
la vida en Londres. Desde luego Piquiqui "no estaba loca
en 1966". Y hay que tener en cuenta que uno de los criterios
con que el Opus Dei elige a sus numerarias es que ellas no
tengan antecedentes de enfermedades mentales en sus familias.
Otro caso ocurrió en Estados Unidos, el de una numeraria
norteamericana a quien yo quise y quiero mucho. Estuvo en
Roma en el Colegio Romano de Santa María. Al regresar
a Estados Unidos le dejaron ver muy sutilmente que estaba
"apegada" a un pariente que pertenecía al
Opus Dei. Su preocupación sobre ese afecto, que ella
jamás había considerado culpable, se le convirtió
en pesadilla dc conciencia. Vivía en Washington. Yendo
de una casa a otra del Opus Dei comenzó a caminar sin
rumbo fijo por horas. Llegó a un cuartel donde los
soldados la encontraron con los pies heridos, sucia, desorientada,
loca. La llevaron a un hospital desde donde avisaron a su
casa (del Opus Dei), probablemente orientados por alguna identificación
que ella llevaba encima.
Llegaron las numerarias de su casa y, sin más, del
hospital la internaron en un manicomio. Un buen día
pidió que le dejaran un espejito que guardó
y con el que trató de suicidarse cortándose
las venas. Del manicomio la llevaron a la casa del Opus Dei,
donde una numeraria peruana, Maricucha, que estaba en el gobierno
regional de Estados Unidos, no le prestó la menor atención.
Fue una numeraria de otro país de Sudamérica,
que vivía en la misma casa, quien la cuidaba y la calmaba,
especialmente por la noche, ya que Maricucha pensaba que no
tenía importancia. Hoy día parece que esta numeraria
se ha recobrado y vive en una casa del Opus Dei, pero no en
Washington.
Hay más casos, otros que conozco igualmente, como
el de Aurora Sánchez Bella a quien los superiores del
Opus Dei enviaron a Inglaterra porque uno de sus hermanos
tenía allí un cargo importante. Aurorita, una
muchacha muy buena, no tenía facilidad para los idiomas
y recuerdo que, cuando yo estaba en Roma en el gobierno central,
me opuse a que fuera a Inglaterra. Sin embargo la enviaron
principalmente por el hecho de que su hermano tenía
un puesto importante allí. La volví a encontrar
cuando regresé a Roma en 1965 muy desequilibrada. Su
habitación estaba junto a la mía y se pasaba
las noches caminando por el cuarto de arriba y abajo.
Se lo hice notar a Mary Tere Echeverría, quien me
dijo más o menos que "ya sabía su situación".
El Opus Dei crea situaciones que pueden volver loca a la gente.
Mi hermano Javier, que es médico, cuando supo detalles
de mi estancia en Roma me dijo: "Bien puedes decir que
no tienes genes de locura en la sangre, porque otros, con
menos, se han vuelto locos."
La vida "de familia" que yo hacía en Roma
con la Asesoría Central consistía en participar
con ellas en todos los actos comunes, las comidas y las tertulias.
Los actos comunes de vida de piedad con ellas se reducían
a la visita al Santísimo, las Preces, el Rosario en
familia. De resto, debido a mi trabajo en la administración
y al horario de limpiezas cumplía las otras normas
en uno de los oratorios de Villa Sacchetti; había dos.
En esta época la Asesoría Central tenía
ya su comedor propio. No era nada bonito. Lo único
deslumbrante era la mesa redonda donde podrían caber
fácilmente treinta personas. Cuando llegaba alguna
asesora de otro país hacía las comidas ahí.
Una de las superioras mayores que más frecuentemente
venía era la delegada de Italia, Maribel Laporte, española.
Maribel era hija de un compañero de mi padre, y, aunque
era una de las pequeñas en esa familia, yo la conocía
bastante. Por tanto, cuando llegué, ella fue una de
las que aparentemente se mostró amable conmigo porque
sin duda nuestros padres hablarían de que sus hijas
estaban en Roma. La verdad es que así como su hermana
mayor, que entró de religiosa en una congregación
y yo conocía mucho, siempre me inspiró respeto
y cariño porque era muy buena, Maribel, por el contrario,
siempre me pareció una oportunista.
Tiburtino
El 21 de noviembre de 1965 monseñor Escrivá
dio una orden general en la casa diciendo que todas teníamos
que ir a la misa que celebraría Su Santidad Pablo VI
en el Tiburtino para hacer entrega de la parroquia de san
Juan Bautista al Collatino, cuyo párroco era don Mario
Lantini, el primer numerario italiano, creo. Dijo también
el Padre que se bendecirían las obras de los edificios
del Centro Elis dedicados a la formación profesional
de obreros, algunos de los cuales parecían terminados.
Anunció monseñor Escrivá que los numerarios
del Opus Dei le marcarían el camino al Papa con antorchas
encendidas, como formando una calle. También nos dijeron
que no podíamos comulgar en la misa del Papa, porque
solamente lo harían aquellas numerarias que habían
sido designadas. Entre ellas estaba Fernanda, la primera numeraria
dominicana que se rumoreaba iría a Venezuela de directora
del país. Nos indicaron que los representantes de la
prensa internacional estarían en el Tiburtino y que
también vendrían todas las numerarias de la
región de Italia, no solamente de Roma sino también
de Milán y Nápoles.
Una vez que el Padre hizo esta indicación, nos quedamos
unas cuantas en la Galleria della Madonna, y Mercedes Morado
comentó que el Padre acababa de decirles: "Hijas
mías encargaos de decirles a vuestras hermanas pequeñas
[las sirvientas] que yo sé que me quieren muchísimo,
pero que por esta vez se contengan y aplaudan, aplaudan más
al Papa que a mí. Que ya tendrán otras ocasiones
de verme a mí y de hacerlo." Y esto nos lo repitieron
muchas veces.
Nos dijeron también que por primera vez en la historia
del Opus Dei un Papa visitaría una administración
de la sección de mujeres, la de ese centro. Y que por
tanto "estaba totalmente prohibido pasara lo que pasara
que nadie fuera a esa administración". Maribel
Laporte, como delegada de la región de Italia, estaría
con las numerarias del consejo local de esa administración.
El otro acontecimiento era que a la imagen de la Virgen que
está en una ermita propia junto a la carretera de Estella
en Pamplona, España, la trasladaron desde allí
a Roma para que la bendijera el Papa. A mí me dijeron
que fuera a la parroquia del Tiburtino con dos sirvientas,
una de ellas Concha y otra Asunción, ambas antiguas
en el Opus Dei.
Y así fue. Llegamos a la parroquia, que me dio la
impresión de destartalada. La imagen en mármol
de la Virgen de la Universidad de Navarra me pareció
enorme; ocupaba el centro de la nave. La mayoría de
las que iban a comulgar llevaban velo blanco y estaban en
la nave central. Yo tenía un buen sitio en una nave
lateral con las dos sirvientas.
Llegó el Padre dando órdenes a los varones
sobre la disposición de algo. Se oyó el murmullo
de "¡El Padre! ¿Dónde está
el Padre? ¿Puedes ver al Padre?". Todas las sirvientas
tenían la orden, repetida por nosotras y bien aprendida,
de que "por esta vez" tenían que aplaudir
más al Papa que al Padre.
Empezó la misa que oí con gran emoción
y Pablo VI habló en la homilía de la entrega
de aquella parroquia al Opus Dei, recordando que ése
era el barrio en el que él había trabajado como
sacerdote. Encomió al Opus Dei, pero a las palabras
de que una de las cosas que él más alababa en
el Opus Dei era "el espíritu de libertad",
sentí que mi ser entero se rebelaba y estuve a punto
de gritar en medio de aquella iglesia "¡¡¡mentira,
Santo Padre, mentira!!!". Me di cuenta deque estaba la
prensa mundial, que mi grito en italiano sería un escándalo
para el Opus Dei, pero, en definitiva, para la Iglesia. Pudo
más mi espíritu de católica que la opresión
de mi alma. Fue tal el esfuerzo que tuve que hacer, que me
rodaron las lágrimas sin poder contenerlas. Y pensé
profundamente en la información deformada que muy probablemente
recibía el Santo Padre de los superiores de la Obra.
Mis pensamientos se tropezaron con la realidad imprevista
de que una de las sirvientas me dijo que le urgía ir
al baño. No había servicios alrededor. La pobre
se sentía tan mal que me arriesgué y fui con
ella a la administración. Toqué la puerta que
abrió Maribel Laporte. Al verme y sin darme tiempo
a beber me dijo con el peor modo imaginable: "Como siempre
con tu mal espíritu: desobedeciendo." Fueron tales
las palabras y el tono de Maribel que a la pobre sirvienta
se le solucionó su problema del susto y no hacía
más que pedirme perdón porque por culpa suya
había recibido yo semejante exabrupto. Yo la tranquilicé
y le dije que no se preocupara.
Al día siguiente por la mañana transmitieron
por televisión el acto del Tiburtino y dieron una orden
general en el planchero para que todas las que estaban en
la administración subieran al piso de oficinas de la
Asesoría Central para "ver al Padre" (no
al Papa).
La televisión estaba en una habitación grande
que hay al fondo del pasillo del piso de oficinas de la Asesoría
Central. Era entonces el único televisor existente.
Yo le pregunté a la directora de la administración
si estaba segura de que yo también podía subir
y me dijo que sí. Por tanto subí. Era la primera
vez que entraba en ese piso de oficinas desde el año
1965. Pasé por el pasillo junto con la peruana que
mencioné anteriormente y al cruzar la puerta del despacho
de Mercedes Morado, que estaba abierta, vi que leía
una carta. La habitación del televisor estaba en penumbra,
yo divisé a Marlies. Al medio minuto alguien le dijo:
"Marlies, te llama Mercedes." Al minuto siguiente
todas oyeron que Marlies me llamó al pasillo. Naturalmente
vieron también que no regresaba. Marlies me dijo: "Es
mejor que bajes al planchero y sigas con lo del oratorio."
La verdad es que me bajé bebiéndome la rabia.
Como era de esperar, después de almuerzo, me llamó
Marlies a la sala de visitas de la Asesoría Central
en "La Montagnola" y me dijo que le extrañaba
que yo hubiera subido al piso de oficinas cuando era bien
sabido que nadie podía subir a ese piso sin permiso.
Le dije sencillamente que la directora de la administración
me indicó que subiera con las demás. Entonces
Marlies me replicó:
-Sí, pero la directora de la administración
no puede saber que tú no eres como las demás
ni tu "triste situación".
Me callé.
Mercedes Morado me llamó dos días después
para preguntarme en general sobre el acto de días anteriores
en el Tiburtino. Yo me concentré a hablarle de la misa
y del Papa, aunque sabía que ella quería llegar
a la escena de la administración como por fin lo hizo.
Yo no le detallé nada, simplemente dije que habíamos
contravenido una orden tajante. Pero no hice la menor observación
sobre la conducta de Maribel. Cuando insistió, solamente
le dije: "Hay que entenderla. Maribel es muy joven todavía."
Yo sabía que mi comprensión le molestaba más
que mi censura.
Vaticano II
Esto fue como digo a finales de noviembre. En diciembre y
concretamente el día 8, día de la Inmaculada,
era la clausura del Concilio Vaticano II. Yo pedí por
favor que me dejasen ir, acompañada de quien quisieran,
pero que consideraba un hecho muy importante como cristiana
y que era la única vez en mi vida que un acontecimiento
de semejante envergadura podría tener lugar en la Iglesia.
Me dijeron Marlies y Mercedes Morado que no. Que había
mucho trabajo en la casa y "cosas más importantes
que hacer que ir a la clausura de un concilio". Agregaron
que don Alvaro y "algunos de nuestros hermanos estarán
allí y basta".
La televisión pasó en directo el acontecimiento
por la mañana y en vídeo por la noche. Fui la
única numeraria de la casa a la que no le permitieron
verlo. Nadie, entre trescientas numerarias que seríamos
en la casa, fue al Vaticano. Esto nunca lo entendí
y, cuando el Opus Dei dice que monseñor Escrivá
amaba mucho a la Iglesia y al Papa, no me parece objetivo,
como lo reflejan estos ejemplos que viví directamente.
En Navidades me llamaron mis padres por teléfono.
Aparentemente la comunicación se cortó. Lo sucedido
fue que en el trasiego de buscar a Lourdes Toranzo que era
mi "vigilante" en cuanto a lo externo, cortaron
la comunicación. Mis padres me enviaron un telegrama
avisándome que me llamarían el día de
Navidad. Pude hablar con ellos, pero me di cuenta que me estaban
escuchando la conversación, posiblemente Lourdes Toranzo,
que cumplía su misión. Les repetía que
tenía muchas ganas de verlos y que vinieran, pero mi
madre, que para gran sorpresa mía se puso al teléfono,
me dijo que el avión le seguía dando mucho miedo
y que vendrían a verme en primavera, pero por tren.
Por más que les insistí, no pudieron darse cuenta.
Ellos estaban contentos de tenerme más cerca.
Adopté una postura totalmente pasiva en la casa. Apenas
hablaba. Era pacífica. A las sirvientas las ayudaba
con todas mis fuerzas. Me limitaba a escuchar. El único
momento en que hablaba muy en serio era cuando delante de
numerarias latinoamericanas decían que en esos países
la gente era "floja", "cursi" e "inculta".
Ahí sí las defendía. Me daba cuenta de
que la casa entera, en silencio, estaba de mi parte.
Las superioras no me entregaron una sola felicitación,
ni carta de nadie por Navidad. Marlies sólo me decía
que no había correo para mí. Yo estaba convencida
de que mentía, pero no tenía pruebas. Un día
me arriesgué del todo: como yo sabía dónde
se guardaban los duplicados de las llaves, entre ellas la
del buzón, subí al cuarto de la secretaria y
rescaté el duplicado de esa llave. Con el sistema de
puertas en la parte de proveedores, abrir el buzón
sin ser oída era una auténtica aventura. El
corazón me palpitaba, pero lo hice. Vi que había
por lo menos ocho cartas a mi nombre. Me enteré de
quiénes las mandaban. Abrí una de ellas, la
de Lilia Negrón, que protestaba de mi silencio de meses.
Ella y su marido me escribían; por qué yo no
respondía, me preguntaba. Esa carta la destruí,
dejé las otras siete en el buzón y naturalmente
volví aguardar el duplicado de la llave en su sitio.
A la semana le pregunté a Marlies si no me había
llegado ninguna carta ni felicitación de Navidad, y
me dijo que no. Comprobé claramente que mentía.
Yo creo que les daba miedo de que pudiera escaparme -no sé
cómo por una casa que tiene los muros inclinados- por
una ventana. Lo cierto es que volvieron a cambiarme de cuarto.
Esta vez a uno que daba a una terraza interior.
Llegaba el 19 de marzo, festividad muy señalada en
el Opus Dei por diferentes causas: la primera, el santo de
monseñor Escrivá; la segunda, la renovación
de los votos, ahora llamados juramentos, contratos o como
quiera, con la Prelatura; pero, en resumen, ligamen jurídico
ante Dios con responsabilidades inherentes. Además,
la víspera se vivía la costumbre de ese día
en todas las casas y centros del Opus Dei: hacer la llamada
"lista de san José". Consiste en que la directora
va escribiendo en un pliego de papel los tres nombres que
cada numeraria le da de personas por las que rezará
y se mortificará durante el año para lograr
que tengan vocación de numerarias. Una vez terminada
la lista, se mete en un sobre que se cierra y que guarda la
directora hasta el año siguiente. Se rezan las letanías
de los santos y las Preces de la Obra. Al año siguiente
se abre el sobre y causa alegría ver que algunas de
aquellas cuyos nombres estaban escritos en ese pliego son
ahora numerarias.
Decidí que no me iba a suicidar, pero que de algo
tenía que valerme para aflojar aquella soga que me
ahogaba. Por ello escribí unas líneas a monseñor
Escrivá, felicitándole y diciéndole que
procuraría enmendarme de mis errores (seguía
sin saber cuáles).
Días después, cuando monseñor Escrivá
vino a la casa de "La Montagnola", nos llamaron
a todas las de la administración. El estaba en la escalera
y toda la casa reunida entre el vestíbulo y los peldaños
de mármol blanco de la escalera. Se dirigió
a mí y delante de todas me dijo que le había
dado mucha alegría mi carta. A mí me dio igual.
Otras veces, en años anteriores, hubiera hecho una
ficha con sus palabras y me hubiera emocionado. Ahora estaba
tan desilusionada, tan rota, que lo único que quería
es que me dejasen vivir tranquila y dar tiempo a que se celebrase
el Congreso General para que hubiera cambios en el gobierno
central de la Obra y que, de ahí en adelante, revisara
definitivamente mi situación.
Hacia finales de marzo me llamó Marlies para que fuera
a la sala de visitas de "La Montagnola", pero haciéndome
previamente esta pregunta: "¿Estás arreglada?"
-Sí -contesté.
-Pues sube a las cuatro.
Llegué a la sala y esperé en ella como una
hora. No sabía para qué era aquello. De pronto
aparecieron don Francisco Vives y don Severino Monzón.
Sorpresivamente me quedé yo sola con ellos dos.
Venían en un plan muy conciliador. Me dijeron que
querían ayudarme a "salir del bache". Que
veían que pasaban los meses y yo seguía igual.
Que no mejoraba. Que entendían que el Padre me había
dirigido palabras especiales de cariño y que yo no
las acogía como era esperado. Que les contara qué
me sucedía.
Y entonces hablé. Les dije claro y raspado que:
a) me sentía presa; b) que me estaban
tronchando con ese aislamiento forzoso; c) que notaba
un clima falso y de poco cariño a mi alrededor; d)
que me explicaran por qué yo no podía tener
contacto con Venezuela y se decían mentiras para que
la gente no me viera, hablara o escribiera; e) que
no me dejaban hablar con las alumnas del Colegio Romano de
Santa María; f) que por qué no podía
salir sola; g) que me explicaran cuáles eran
esas cosas horrendas que yo había hecho en Venezuela,
porque sin conocer el pecado jamás me podría
arrepentir debidamente de él; h) que Marlies
para mí era una tortura; i) que por qué
no me enviaban a cualquier otro país del mundo, porque
yo me asfixiaba en Roma; j) que posiblemente sonara
a herejía el decir que no quería estar cerca
del Padre, pero que más que por el Padre en sí
era por ese clima de recelo, desconfianza, observación
y falta de cariño que yo notaba. Les dije absolutamente
todo lo que pensaba de Roma y de la casa. Les insistí
especialmente en que me cambiaran de hacer la confidencia
con Marlies porque temía no ser sincera con ella, que
me inspiraba terror, porque notaba la rabia con la que me
hablaba y que más de una vez su frialdad me había
hecho pensar que la habrían concebido en una checa.
Y al final les dije " ¡Consiguieron quebrarme!",
y me eché a llorar.
Dirigiéndome a don Severino le dije:
-Además usted, don Severino, que me conoce de años,
sabe perfectamente que he afrontado situaciones difíciles
y duras y que no soy llorona, pero ahora me he convertido
en una llorona imbécil.
Entonces don Francisco Vives con un juego vivo de palabras
me dijo:
-Imbécil, no. Pero llorona, mucho.
El resumen de ellos fue que las cosas cambiarían,
que volviera a pedir permisos y vería cómo las
cosas eran diferentes. Que por supuesto podía ir sola
a la calle, a misa y hasta escribir una carta a Venezuela.
Que fuera muy sencilla. Muy sincera. Que fuera humilde. Que
lo de hacer la confidencia con otra persona, se lo pensarían.
Que lo de irme de Roma, no, porque el Padre no quería.
Pero que si quería salir a la calle, que lo dijera
y saldría.
Las cosas no cambiaron. De ser la respuesta un "no"
si pedía salir lo que se dice a dar una vuelta a la
cuadra, ahora era un "déjamelo pensar y te contesto
luego". O sea igualmente "no".
Llegué a pensar que todos tenían razón
menos yo. Que lo que me rodeaba debía de ser como las
superioras decían y no como lo veía yo. A fuerza
de decirme que tenía que olvidarme de cuanto había
vivido y conocido en los últimos diez años y
de recriminarme Marlies que preguntase por algo o por alguien,
empecé a notar que me fallaba la memoria respecto a
nombres. A veces recordaba las caras, pero no lograba acordarme
de los nombres. Confundía lugares, circunstancias.
A fuerza de insistirme que era "mal espíritu"
pensar en el pasado y en situaciones que actualmente vivía,
llegué a considerar, como ellos me decían, que
se trataba de imaginaciones mías.
Y llegó un momento en que dudé de mi cordura.
Mi memoria se deterioró. Me ha costado años
de concentración volver a recordar nombres que para
mí eran sumamente familiares y hechos que había
vivido con intensidad. Y tengo que reconocer que Dios me ha
ayudado mucho.
Comprendí después, al cabo de los años,
que el Opus Dei me había hecho un lavado de cerebro
cuyos ingenieros fueron Marlies Kücking, Mercedes Morado
e, indirecta o directamente, no lo sé, monseñor
Escrivá.
Libertad condicional
La libertad que me dieron tras la conversación con
don Severino Monzó y don Francisco Vives fue la de
acompañar a alguna sirvienta al dentista y la de salir
treinta minutos los sábados, a comprar flores para
el oratorio, a uno de los puestos de Viale Bruno Buozzi. Ocurrió
una anécdota curiosa una de las tardes que acompañé
a una de estas sirvientas al dentista. Su nombre era Soledad
y era de las más antiguas. Me comentó en el
trayecto del autobús que posiblemente yo habría
encontrado las cosas en la casa diferentes de como eran en
el año 1952. Me contó que las cosas habían
cambiado mucho. Que ahora ellas salían apenas y que
cuando lo hacían era en grupos a Villa Borghese, pero
que no solían ir al centro ni a ver tiendas nunca.
Yo le pregunté la razón de ello y me dijo que
no lo sabía, pero que pasaba ciertamente desde hacía
cuatro o cinco años. Yo no hice el menor comentario.
Miré el reloj y vi que faltaban exactamente quince
minutos para la cita con el dentista, que estaba cerca de
Piazza del Poppolo. Lo pensé y lo hice. Me bajé
con ella del autobús, la paseé por esta piazza.
Le enseñé la iglesia donde predicaba Lutero
y la metí por una o dos de las callecitas adyacentes
donde vio algunos escaparates. No se pudo hacer mucho en unos
diez minutos. Visitamos a su dentista y regresamos a la casa.
Por la noche, a la hora de la cena, noté un clima
extraño a mi alrededor por parte de la Asesoría.
La verdad es que no adivinaba a cuento de qué.
Al día siguiente, lo recordaré mientras viva,
proyectaban para nosotras en el aula magna la película
"Mary Poppins". Al ir a entrar al aula magna me
dijeron que me llamaban al despacho de Mercedes Morado. Me
hizo esperar como siempre. En esta ocasión unos quince
minutos. La conversación fue así:
-¿Qué me cuentas, Carmen?
-Nada de particular; ¿qué quieres que te cuente?
-¿No tienes nada que contarme, nada que te preocupe?
-Bueno, Mercedes, tú lo sabes todo y no ha surgido
nada nuevo, ¿qué puedo contarte?
-¿No has hablado con alguien, algo que te haya inquietado,
que pienses que no estuvo bien?
-Pues no, la verdad.
-¿Tienes el alma tan laxa? Piensa, a ver, Carmen,
¿con quién has hablado tú que no es correcto?
-No he hablado con nadie. Sólo ayer salí con
Soledad y no le dije nada.
-¿Ahí, ahí! ¡Ahonda! ¿Te
parecen bien los comentarios que le hiciste a una sirvienta?
¡A ver, cuéntame qué pasó!
-Pues nada. Me dijo que no salían. Yo le dije que
me parecía raro, porque siempre dice el Padre que hay
que salir al menos una vez por semana. -Y pasé a contarle
sucintamente lo que me dijo la sirvienta el día anterior.
-Pero, a ver, ¿tú qué le dijiste?
-Pues ya te digo: que no entendía porque en casa había
que salir para poder estar en contacto con la gente, etc.,
etc.
-¡No etc., etc.! ¡No! ¿Qué le dijiste?
-Mira, Mercedes, no lo recuerdo porque no llevaba una grabadora,
pero alrededor del criterio que se nos da en casa fue todo
y, como consecuencia, que al Padre no le gustaría oírlo
si se enteraba.
Como era de suponer pasó a decirme que yo murmuré.
Que yo había censurado con una sirvienta la conducta
de las superioras y concretamente del Padre. Que había
hecho comparaciones entre el año 1955 y el actual.
Que estaba dando un mal ejemplo enorme. Que no era la primera
vez que le llegaban comentarios de ese tipo que yo había
hecho en la casa. Que mi postura correcta hubiera sido, al
llegar a la casa, ir corriendo a Marlies o a ella y haberles
dicho: hice este comentario con una sirvienta. Que todo ello
reflejaba la gran falta que tenía de delicadeza espiritual
y que me imaginase el disgusto que se llevaría el Padre
cuando lo supiera. Le dije que lo sentía, pero que
yo no había murmurado y que ponía a Dios por
testigo, pero que en lo sucesivo no se preocupara, porque
hablaría aún menos de lo que hacía. Que
lo sentía mucho. Y así entré a ver "Mary
Poppins": con una bronca de todos los tiempos arriba
de mis costillas.
Por una carta de Caracas que me llegó al apartado
supe que había ido de visitador ordinario don José
Ramón Madurga, que estaba entonces en Japón.
Que había hablado con cada una de las de Asesoría
Regional. Me escribían varias superioras y cada una
me contaba su versión. Todas coincidieron en que don
José Ramón llegó prejuiciado y que me
tiró a degüello. Y todas le contaron la artimaña
con que me habían sacado del pais.
En el mes de enero de 1966 había habido una convivencia
de consiliarios en Roma. Yo pedí hablar con don Roberto
Salvat, con don José Ramón Madurga o con don
Manuel Botas. La Asesoría Central no lo permitió
por más que insistí. Sucedió que en una
misa, concelebrada por monseñor Escrivá con
don Roberto Salvat y don José Ramón Madurga
entre otros, pidieron que entrásemos unos cojines más
a la sacristía de Santa María. Este lugar es
triangular, pequeño y tiene unos espejos que permiten
ver todo desde cualquier ángulo. Entramos los cojines
y al pasar frente a don Roberto Salvat yo me quedé
mirándolo a los ojos. No aguantó mi mirada y
bajó la vista. Luego, cuando le preguntaron en Caracas
si me había visto, dijo que no. Típica política
del Opus Dei de mentir por lo más insignificante.
En cambio, justo es decir, que otro día y en el mismo
lugar, vi a don Manuel Botas. No me habló porque no
podía, pero cuando llegó a España llamó
a mi hermano Manolo, el menor, y le dijo que preparase a mis
padres porque me había visto en Roma y había
dado un bajón terrible, capaz de impresionar al más
insensible. Que había envejecido terriblemente y que
estaba muy cambiada.
En aquella época estaba yo encargada del oratorio
de Santa María y me tocó preparar las dos primeras
misas concelebradas que ofició monseñor Escrivá.
El Padre estaba iracundo. Cuando se preparaba la primera concelebración
dijo: "Lo haremos una vez y que no sirva de precedente."
En otro momento dado, dijo, refiriéndose a las misas
concelebradas o, mejor dicho, a Pablo VI: "A ver si se
queda en paz este hombre." La visión de monseñor
Escrivá sobre la aplicación práctica
de la doctrina conciliar traslucía su disgusto bien
con palabras o con gestos. Más de una vez le oí
decir sobre Su Santidad Pablo VI cosas semejantes a las que
antes le había oído decir de Pío XII:
"A ver si de una vez nos deja en paz, y Dios Nuestro
Señor, en su infinita misericordia, se lo lleva al
cielo." Si a Juan XXIII lo consideraba "un patán",
y de ello pueden dar testimonio muchos miembros del Opus Dei,
a Pablo VI lo consideraba "un jesuitón".
Por eso, como dije anteriormente, me resulta atrevido que
sus biógrafos del Opus Dei aseguren que tenía
espíritu ecuménico y que el actual monseñor
Javier Echevarría tenga la osadía de asegurar
por escrito en documentos oficiales a la Santa Sede que monseñor
Escrivá "sentía emoción cuando recordaba
sus encuentros con Su Santidad Pío XII", por ejemplo.
En el mes de mayo se iba a celebrar en Roma el Congreso General
de la sección de mujeres del Opus Dei. Dijeron a última
hora que se celebraría en "Villa delle Rose",
sede del Colegio Romano de Santa María. Esto, como
dije, me llenaba de esperanza, porque pensé que cambiarían
los cargos y las cosas volverían a su cauce normal.
El Congreso se celebró y, excepto Pilar Salcedo que
vino una tarde por Villa Sacchetti, las demás electoras
no vinieron a la casa central. Parece ser que no les dejaron
ir a la casa central porque estaba yo. Esto me lo dijo una
electora que dejó el Opus Dei y cuyo nombre puedo revelar
al lector que me lo pida por escrito. Desgraciadamente no
hubo cambio sustancial alguno: Mercedes Morado fue reelegida
directora central y a Marlies Kücking la nombraron segunda
de a bordo, o sea secretaria de la Asesoría Central.
Carmen Puente, la mexicana, siguió de procuradora.
Esto para mí fue un golpe. No veía solución
a mi problema al no haber habido cambios.
El día 9 de mayo de 1966 hice con varias numerarias
la acostumbrada romería de mayo a la basílica
de Santa María la Mayor, por la que siempre he tenido
gran devoción.
Segunda admonición canónica
Hacia mediados de mayo de ese mismo año noté
que se me movía la tierra debajo de mis pies. Me llamaron
en carrera, como siempre, a la sala de reuniones de la Asesoría
Central. Monseñor Escrivá estaba sentado a la
cabecera de la mesa, don Francisco Vives y don Javier Echevarría
a su izquierda; don Álvaro del Portillo no estaba.
A su derecha la directora central, Mercedes Morado, y la prefecta
de Estudios, Marlies Kücking. Me hicieron sentar entre
Mercedes Morado y Marlies Kücking. Se respiraba un ambiente
de horror. Monseñor Escrivá me dijo a grandes
voces, jadeante y fuera de sí:
-Mira, Carmen, esto se va a acabar. Tú no nos vas
a tomar el pelo a nosotros.
Cogió una cuartilla que tenía delante de él
y acomodándose los anteojos, me dijo:
-Me dicen que tú te escribes con Ana María
Gibert, con esa mujer, ¡con esa mala mujer! Y que tienes
un apartado aquí en Roma.
Dejó los anteojos sobre la mesa y gritándome
agregó:
-¿Qué es esto, grandísima hipócrita
y falsa, mala mujer?!
Yo le contesté:
-Sí, Padre, he escrito a Ana María Gibert,
pero ella no es ninguna mala mujer.
Monseñor Escrivá continuó leyendo la
cuartilla:
-Y la alcahueta esa de Gladys, cochina, ¡¡¡que
venga!!!
Llegó Gladys a la sala de sesiones, lívida.
Sin previo saludo, monseñor Escrivá le empezó
a gritar:
-¿Tú le llevas a ésta, a esta mala mujer,
las cartas a correos? ¡¿Tú sabes la gravedad
de lo que has hecho?!
Gladys permaneció callada. Pero monseñor Escrivá
insistió:
-¡¡¡Contesta!!! ¡¡¡CONTESTA!!!
Gladys, impertérrita, permanecía silenciosa.
Entonces yo le dije:
-Sí, Gladys, di que me has llevado algunas cartas.
Tras lo cual Gladys dijo:
-Sí, Padre. -Y enmudeció.
-Ya lo sabes. Ya no trabajas más en la Asesoría
Central. Dejas de poner los pies allá arriba. -El piso
de oficinas de Asesoría-. Que le busquen cualquier
otro trabajo en la casa. Y ahora ¡¡¡vete
a tu cuarto y no te muevas de allí para nada!!! ¡¿Lo
oyes?! ¡¡¡Para nada!!!
Cuando Gladys salió de la sala de sesiones de Asesoría,
monseñor Escrivá le dijo a la directora central
y a Marlies Kücking, siendo testigo de ello los sacerdotes
que antes mencioné:
-A ésa -refiriéndose a Gladys-, cójanla
después, levántenle las faldas, bájenle
las bragas y denla en el culo, ¡¡¡en el
culo!!!, hasta que hable. ¡¡¡HÁGANLA
HABLAR!!!
Dirigiéndose a mí, monseñor Escrivá
me dijo gritando:
-¡Te hago la segunda admonición, hipócrita!
¿De modo que me escribes una carta con motivo de mi
santo diciéndome que querías empezar de nuevo
y es esto lo que me haces? ¡Háblales a éstas
todo, todo, que eres de cuidado! Y te advierto que estoy esperando
que me lleguen unas declaraciones juradas de Venezuela y verás
lo que es bueno. ¡¡¡Eres una mala mujer,
una ruin, una hez!!! ¡¡¡Eso eres tú!!!
Y ahora ¡¡¡vete, que no te quiero ver!!!
Es imposible explicar mi estado de ánimo. Yo me sentía
muerta. Aterrada. No sabía lo que podrían hacerme.
No podía coordinar correctamente mi pensamiento, ni
me dieron tiempo para ello tampoco.
Tras de aquello vinieron los interrogatorios constantes de
Mercedes Morado, de Marlies Kücking, varias veces al
día y por espacio de horas. Uno detrás de otro.
No me daban respiro. Me llamaban a la sala de visitas de "La
Montagnola", generalmente después de almorzar.
Y me hacían esperar hasta una hora antes de que aparecieran.
No sé qué querían que les confesara de
mi estancia en Venezuela. Por la manera de preguntar me daba
la impresión de que, aunque sin decirlo, se referían
a algo de tipo sexual. Al no remorderme la conciencia por
algo que no sabía qué era, sus preguntas me
resultaban incomprensibles.
Una pregunta tipo era: "A ver, ¿has pensado en
algo que no nos hayas dicho?" Y si yo contestaba: "¿Pero
sobre qué?", la respuesta inmediata era: "¿Pero
cómo puedes tener la conciencia tan lasa? A ver, piensa
en algo que no dijiste... " Y así sucesivamente.
Yo me sentía fatal física y espiritualmente.
Me deshice de todo lo que tenía. Concretamente, a través
de la reja de la ventana de mi habitación, tiré
las llaves del apartado lo más lejos que pude. Vi que
cayeron en un jardín vecino. Cuando Marlies y Mercedes
me pidieron la llave del apartado, les respondí que
la había tirado; ellas entendieron que por el excusado
y yo no se lo negué, porque si les hubiera dicho que
las había tirado a la calle y que cayeron en un jardín
vecino, conociéndolas, hubieran sido capaces de, palmo
a palmo, buscarla en aquel lugar. Me deshice de cuanto apunte
o nota tenía, cartas de mi familia, etc. Sólo
conservé algunas fotos de mis padres y hermanos, y
aquellos documentos que se referían a mis estudios,
y las direcciones personales. Naturalmente, mi pasaporte me
lo habían retirado al llegar a Roma, que, como expliqué
antes, era lo acostumbrado.
Al no ver a Gladys en el oratorio ni en las comidas, me imaginé
que la habían recluido. Jugándome el todo por
el todo averigüé dónde estaba su habitación.
Al llegar, me dijo aterrada que la habían tenido el
día anterior varios miembros de la Asesoría
Central en constante interrogatorio por muchas horas y que
le habían dicho que si hablaba conmigo estaba en pecado
mortal. Con toda la fuerza de mi ser le dije que NADIE podía
decirle que por hablarme a mí estaba en pecado mortal.
Que no se preocupara por mí y que fuera fiel a Dios.
Cerré su puerta y no la volví a ver nunca más
en mi vida. Creo que sigue aún como numeraria del Opus
Dei.
Mercedes y Marlies me seguían interrogando varias
veces al día, y por espacio de horas las preguntas
se sucedían. Algunas de ellas eran constantes:
-Dime el número del apartado de Piazza Mazzini -me
repetía Mercedes Morado.
De modo contundente les dije que no lo diría. Me amenazaron
entonces diciéndome que si no se lo decía estaba
en pecado mortal. Pero nunca lo dije. Luego me repetían
que estaba matando al Padre con mi conducta, etc.
Después de cada interrogatorio me llevaban a mi cuarto,
al que me acompañaba una asesora, generalmente Elena
Olivera, quien además se quedaba dentro del cuarto
conmigo. Recuerdo que yo me quedaba sentada delante de la
mesa, con la cabeza entre las manos esperando hasta el siguiente
interrogatorio. Y así me tuvieron del 14 al 31 de mayo
de 1966. Durante el día se quedaba, como dije, una
asesora dentro de mi cuarto. Había otra en el pasillo,
que era relevada y que, incluso cuando yo iba al baño
se quedaba junto a él. Se daba el caso de que en los
días de la menstruación eran ellas quienes echaban
mis compresas sucias, no sin antes haberlas inspeccionado
por si hubiera algo dentro.
Al regresar al cuarto después de cada uno de estos
interrogatorios, noté claramente que me iban desapareciendo
las cosas: mi cartera de viaje, calificaciones de exámenes,
fotos familiares, fechas y direcciones familiares. Todo, todo
me lo revisaban. El closet me lo encontraba revuelto, la cama,
el pijama, las cosas de tocador, como la crema de cara o la
pasta de dientes. No sé qué trataban de encontrar.
Me preguntaron de quién recibía dinero. Y nadie
me mandaba nada. Sólo la señora De Sosa me había
dado gran cantidad de sellos.
Quitaron a la sirvienta que hacía de portera y pasó
a hacerse cargo de las llaves de la puerta Mary Tere Echeverría,
que era la directora local de la casa de la Asesoría.
Por otra parte, el teléfono de la habitación
de la Galleria della Madonna estaba permanentemente vigilado
por un miembro del consejo local. No me dejaron hacer ninguna
limpieza. Así como tampoco bajar al comedor. Me subían
una bandeja con las comidas. El cerco era hermético.
Al oratorio aún me dejaban bajar para hacer la oración.
Me entró un temblor casi constante producto del terror.
Y temí que me llevaran a un manicomio, como sabía
que habían hecho con otras personas de la Obra. En
mi pavor recordé que el marido de una amiga mía,
Ismael Medina, estaba en Roma y era periodista. Yo tenía
su número que, por una rara y feliz casualidad, había
anotado en mi misal. Me encomendé con toda mi alma
a Dios y, con un riesgo inexplicable, a la salida de una visita
mía al oratorio pude alcanzar el teléfono cuando
alguien llamó a la del consejo local que lo vigilaba.
Lo llamé y sólo pude alcanzar a decirle: "Ismael,
soy María del Carmen. Ven a verme. Insiste aunque no
te dejen. Es grave." Y colgué.
Como mi temblor era casi constante, Chus de Mer, la médica
que pertenecía al gobierno central, me tomaba la tensión
con gran frecuencia. A pesar de ello, los interrogatorios
continuaron.
Un día vino Mercedes Morado a mi cuarto y me dijo:
-¡A ver! ¡Dame la agenda, el crucifijo, el rosario,
la pluma!
Me lo quitó todo.
Acerté aún a decirle:
-Mercedes, ese rosario me lo dio tía Carmen.
Su respuesta fue:
-¡No te lo mereces!
Armándome de valor le dije que yo había llegado
a Roma creyendo en la Obra y en el Padre, y sin problema personal
de tipo alguno, pero que ellas, con su forma de actuar, me
habían organizado todo un problema. Que si es que había
hecho algo mal, lo que fuera, que me lo dijeran para arrepentirme.
Pero siguieron sin concretarme nada, a pesar de las broncas
que me echaban.
Visitas de un amigo español
Ismael Medina, el marido de mi amiga Conchita Bañón,
vino a la casa varias veces y también llamó
otras tantas. Siempre le decían que yo no estaba en
la casa o que estaba fuera y no sabían cuándo
llegaba. Total, que una de las veces que vino le informó
a la sirvienta que le abrió la puerta que, si no le
permitían verme, él iría al Vaticano
a preguntar; lo supe después por él. El caso
es que Marlies vino a mi cuarto y me preguntó si conocía
a Ismael Medina. Le dije que sí. A continuación
me preguntó si le había llamado y le dije que
no, para que no me evitaran el verle. Continuó Marlies
diciéndome que este señor estaba en la sala
de visitas y que ella estaría conmigo todo el tiempo
que durase la visita. Yo le advertí a Marlies que le
parecería extrañísimo a Ismael, dado
que yo era amiga de su mujer y que una vez que él visitó
Caracas nos vimos sin mayor problema. Y con esta conversación
llegamos a la sala de visitas.
No puedo expresar la alegría que me dio ver a Ismael.
Le presenté a Marlies y al cabo de unos minutos Ismael
apuntó que le gustaría hablar confidencialmente
conmigo y si ella tendría la bondad de dejarnos solos
unos minutos. Marlies siguió no obstante en la salita.
Lo curioso es que yo hubiera podido hablar con Ismael y denunciar
delante de Marlies lo que estaban haciendo conmigo, pero me
sentía verdaderamente aterrada. Empezamos a hablar
del "posible divorcio de mis padres", tema totalmente
absurdo sabiendo, como él lo sabía, lo unidos
que eran mis padres. Ismael me dijo que yo tendría
que ir a España a salvar la situación y es más,
le rogó a Marlies que dijera a mis superiores que yo
era la mayor y tenía que hablar con mis padres.
Por supuesto que Ismael pudo darse cuenta de que yo no tenía
un ápice de libertad al ver lo absurdo de la conversación.
Siempre recordaré sus ojos diciéndome adiós
y dándome, para disimular, sus teléfonos, los
cuales me arrancó Marlíes tan pronto se cerró
tras él la puerta de la calle.
Esa misma tarde el Opus Dei, a través de Julián
Herranz, me contaba días después Ismael, lo
localizó para decirle que yo me iba a ir a España
con mi familia (antes de saberlo yo), porque me habían
traído de Venezuela debido a una crisis psicológica
que había tenido, no espiritual ni religiosa. A lo
que Ismael Medina les dio una respuesta seca, diciéndoles
que me conocía de hacía muchos años,
porque su mujer era una gran amiga mía y que nunca
había tenido yo problemas de ese tipo.
Tercera admonición canónica
El 27 de mayo me volvieron a llamar a la sala de reuniones
de la Asesoría Central. Yo estaba segura de que tendría
que estallar tarde o temprano el asunto de la meditación
del sacerdote venezolano que, rota en mil pedazos, me encontraron
en el closet antes de que hubiera tenido tiempo de quemarla,
como explicaba anteriormente.
Esta vez, en la sala de reuniones de la asesoría central
estaban reunidos monseñor Escrivá, Alvaro del
Portillo, Javier Echevarría, Mercedes Morado y Marlies
Kücking. Monseñor Escrivá me habló
así:
-Carmen, no tienes más salida que la calle. Escoge:
a la calle pidiendo tú la dimisión y diciéndome
en una carta que has sido feliz, ¡porque lo has sido!,
pero que desde hace una temporada vienes observando que no
te encuentras con ánimo de cumplir con los compromisos
que tienes con la Obra y quieres que se te dispensen, o, si
no lo pides así, llevo todo a la Santa Sede con documentos,
cartas, declaraciones juradas, nombres de unos y de otros,
y será la deshonra para todos por tu culpa, y la tuya
propia: tu nombre quedará marcado en la Santa Sede.
Te doy a elegir de aquí a mañana a las doce
del mediodía. -Con gran irritación agregó-:
No me pongas en la carta "querido Padre", sino solamente
"Padre".
Y siguió:
-Aún estás joven, y puedes encontrar por ahí
un buen marido y desahogar por ahí todos tus instintos.
-Al decir esto, recuerdo bien que hizo unos gestos con las
manos como de quien manosea otro cuerpo-. No te faltará
un buen hombre que quiera casarse contigo. Además,
tú eres capaz de hacerte cargo de una oficina y sacarla
adelante.
Y aquí, cambiando el tono, la forma y los modales,
agregó gritando:
-Pero que conste en acta: tercera admonición: ¡A
la calle!!! ¡¡¡A LA CALLE!!! ¡¡¡Nos
dejas en paz!!! O sea que ¡piénsatelo!: O pides
tú la dimisión o la deshonra para todos y para
ti la primera. Pero no hay más que una salida para
ti: ¡a la calle!!!
Me fui al cuarto destrozada. Realmente no podía ni
rezar. Tenía un profundo caos en mi mente. Por supuesto,
seguía con la vigilancia dentro y fuera del cuarto.
No habían pasado ni dos horas de la escena con monseñor
Escrivá cuando llegó Elena Olivera, una de las
superioras del Gobierno Central, a preguntarme si no había
escrito ya la carta al Padre. Le dije que no. Que tenía
plazo hasta el día siguiente y que, además,
Mercedes Morado me había quitado la pluma que usaba.
Me insistió Elena Olivera en que escribiera cuanto
antes la carta al Padre, porque estaba muy preocupado. Y me
prestó su pluma para escribir la carta de dimisión.
Escribí, pues, la carta. El texto, creo que más
o menos era en estas líneas: "Padre: Aunque he
sido muy feliz en la Obra por espacio de muchos años,
desde hace una temporada veo que no logro ser capaz de cumplir
con las obligaciones que mi servicio a la Obra lleva consigo,
y por eso le ruego que me dispense de dichas obligaciones.
Le doy las gracias por todo lo que han hecho por mí."
Una cosa así era. Y luego firmaba. Había hecho
una copia para mí, pero Mercedes Morado me la quitó.
Me dijeron que habría que esperar porque era fin de
semana y a don Álvaro no le daría la confirmación
de "lo mío" la Santa Sede hasta el lunes.
Cosa que me extrañó, porque cuando es "separación
voluntaria del Instituto", con arreglo a las Constituciones
por las que se regía entonces el Opus Dei, con la dispensa
del presidente general era suficiente. Pero en el fondo a
mí me daba ya todo igual. Era un trapo. Estaba exhausta.
Me dijeron que escribiera a mis padres diciendo que regresaba
a la casa. Esta carta no les llegó a mis padres por
correo ordinario, sino que una señora la dejó
en el buzón de portería. Mi padre me envió
un telegrama con respuesta pagada pidiéndome le dijera
en qué avión llegaba a Madrid. Dicha respuesta
a mi padre salió el 31 de mayo a las 8.30 de la mañana,
el mismo día que yo dejaba Roma. Fueron los superiores
los que me dijeron que habían enviado la respuesta.
Yo ni la vi.
La idea de irme pronto a casa de mis padres la esperaba como
una liberación. Estaba aterrada de la casa de Roma
y del Padre y quería irme de ella cuanto antes. Me
preocupaba, sin embargo, el que se había quedado Mercedes
Morado con mi agenda, donde tenía en las hojas plásticas
mis documentos venezolanos de identidad, vigentes y con validez
para varios años más, y mi licencia venezolana
de manejo, a más del certificado internacional de vacuna
y la licencia internacional de manejo. Le recordé a
Mercedes que me devolvieran esos documentos, porque me eran
imprescindibles como identificación personal. No me
hizo ni caso. Y me dijo que con el pasaporte tenía
bastante. Se lo recordé igualmente a Marlies.
Después de esta admonición me dijeron Mercedes
Morado y Marlies Kücking que, quisiera o no, me tenía
que confesar. Entré pues, al confesonario, y era don
Joaquín Alonso quien estaba en el confesonario, no
como sacerdote y pastor de almas, sino como superior mayor
del Opus Dei. Le dije que, aunque no sabía en qué
había faltado, porque nunca me lo habían dicho,
me arrepentía especialmente del mal ejemplo que hubiera
dado y del daño que hubiera podido a hacer a personas
del Opus Dei. Así como de cualquier cosa que hubiera
hecho con mi mal ejemplo o comportamiento. Y esto verdaderamente
lo sentía así. Don Joaquín Alonso me
dijo que había hecho un daño cuyo alcance no
podía ni prever. Que el choque que iba a tener psicológicamente
al salir del Opus Dei sería gigantesco y que esperaba
que me pusiera en manos de un buen psiquiatra. Que Dios me
perdonaba porque era Dios de misericordia y de perdón,
pero que él, como sacerdote del Opus Dei, me decía
que tenía que llevar hasta el fin de mis días
una vida de penitencia, de reparación y de oración,
si quería que Dios me concediera más tarde la
salvación de mi alma, cosa que él, como sacerdote,
veía muy dudosa.
El penúltimo día me dijeron que no fuera a
misa. El último día fui a misa, pero Elena Olivera
me sacó del oratorio antes de que pudiera comulgar.
Quizá le precerá absurdo al lector, pero, guardando
las distancias, me acordaba de procesos del Santo Oficio.
A todas éstas, yo, el 31 de mayo por la mañana,
no sabía aún que ese mismo día saldría
para España.
Los "adioses"
También el 31 de mayo me dijeron por la mañana
que fuese a la sala de sesiones de Asesoría. Monseñor
Escrivá estaba de pie en la sala de cálices.
Todos de píe formando un grupo, estaban don Javier
Echevarría, Mercedes Morado, Marlies Kücking,
María Jesús de Mer. Monseñor Escrivá
me dijo escuetamente:
-Aquí tienes tu pasaporte, tu pluma, tu crucifijo,
el billete de avión y el soggiorno del gobierno italiano
porque sin él no puedes salir del país.
Cuando iba a decirle lo de mis otros documentos, Marlies
me detuvo.
Entonces, monseñor Escrivá empezó a
caminar de un lado para otro, muy agitado, muy irritado, rojo,
furioso, mientras decía:
-Y no hables de la Obra ni de Roma con nadie. No nos indispongas
con tus padres, porque ¡¡¡si yo me entero
que hablas algo peyorativo de la Obra con alguien, yo, José
María Escrivá de Balaguer, que tengo la prensa
mundial en mis manos -y decía esto mientras con un
gesto confirmaba con sus manos esta idea- te deshonraré
públicamente, y tu nombre saldría en la primera
página de todos los periódicos, porque de eso
me encargaría yo personalmente y sería tu deshonra
ante los hombres y ante tu propia familia!!! ¡¡¡Ay
de ti si intentas separar a tu familia del buen nombre de
la Obra o decirle algo de esto!!!
Y siguió:
-¡¡¡ Y no vuelvas a Venezuela ni se te
ocurra escribir a nadie de allí!!! Porque si se te
ocurriera ir a Venezuela, ¡¡¡yo me encargaría
de decirle al cardenal quién eres tú!!! Y te
deshonraría!!! Estuve pensándolo toda la noche
si decírtelo o no -siguió monseñor Escrivá-,
pero creo que es mejor que te lo diga. -Y mirándome
de frente, con una ira espantosa, moviendo los brazos hacia
mí como si fuera a pegarme, agregó gritándome-:
Eres una mala mujer. ¡Una pérfida mujer! ¡La
Magdalena era una pecadora!, pero ¿tú? ¡¡¡Tú
eres una corruptora con tus inmoralidades e indecencias!!!
¡¡¡Eres corruptora!!! Lo sé todo.
¡¡¡TODO!!! ¡¡¡HASTA LO
DEL NEGRO VENEZOLANO!!! (Se refería a un sacerdote
numerario del Opus Dei que siempre defendió a la sección
de mujeres y a mí como directora de ellas) ¡Eres
terrible! ¡¡¡ TE DA POR LOS NEGROS!!!: Primero
con el uno (Se refería al hecho tan peculiar, según
el criterio de Encarnita Ortega, narrado anteriormente respecto
al doctor Panikkar) y luego con el otro. ¡¡¡
DEJA EN PAZ A MIS CURAS!!! ¿¿LO OYES?? ¡¡¡DÉJALOS
TRANQUILOS!!!, en paz. ¡No te metas con ellos! Eres
mala, mala. Indecente. ¡Vamos, mira tú que lo
del negro! ¡¡¡ Y no me pidas la bendición
porque no te la pienso dar!!!
Se fue yendo monseñor Escrivá hacia la capilla
de reliquias y desde allí me gritó:
-¡¡¡Óyelo bien!!! ¡¡¡PUTA!!!
¡¡¡PUERCA!!!
Me quedé inmóvil. Congelada. Vi y oí
todo aquello como una auténtica pesadilla. Ni lloré.
Ni pestañeé. Dentro de mí, mientras monseñor
Escrivá gritaba aquellos insultos, solamente tuve dos
pensamientos: uno el de que Cristo se silenció ante
las acusaciones. El otro, de que Dios me había liberado.
Me hubiera quedado allí el resto de mi vida, como
petrificada, si Chus de Mer, la médica, no me hubiera
cogido por el brazo y me hubiera llevado a mi cuarto. Al entrar
vi que me estaban haciendo la maleta Elena Olivera y Carmen
Puente. Repasaban cada vestido, cada falda, como si aún
esperasen encontrar algo. Miraban en los bolsillos, hasta
en las costuras. Removieron la caja de polvos y la de crema.
Yo las dejé hacer. Bajaron la maleta.
En ese momento entró Mercedes Morado y me dijo:
-Bueno, a pesar de lo que le has oído al Padre tienes
que rehacer tu vida porque verdaderamente has hecho de todo,
de todo -dijo arrastrando esta palabra.
Luego agregó:
-Bueno, antes de irte, dime el número del apartado.
Y ahí sí la respondí:
-Mira, Mercedes ¡estoy harta de tanta pregunta y tanto
interrogatorio! No diré ningún número
de nada. Ni nada de nadie. O sea que no te molestes en preguntármelo
de nuevo porque no lo diré.
Mercedes agregó:
-No te olvides que te vas en pecado mortal.
Me dijeron seguidamente que bajara al automóvil. No
me dejaron que pasara por el oratorio a despedirme del Señor.
Iba conduciendo una numeraria de apellido Fontán,
que tenía mucha gente de su familia en el Opus Dei.
A su lado iba Marlies Kücking. En los asientos de atrás
íbamos Montserrat Amat, que regresaba a España,
y yo.
Yo me sumí en un mutismo absoluto. Sólo hablé
para decirle a Marlies Kücking que necesitaba mis documentos
de identidad, y me respondió lo mismo que Mercedes
Morado:
-Con el pasaporte tienes bastante.
No me dejaron sola ni en el avión. Montserrat Amat
viajó conmigo en el avión hasta Madrid. Durante
el trayecto fui amable con ella, a quien siempre consideré
no mala, sino una gran cobarde. Cada vez que me veía
ir al baño temblaba porque, lógicamente, no
podía acompañarme.
Al llegar al aeropuerto de Madrid me esperaba mi hermano
Manolo, el menor, con Conchita Bañón, la esposa
de Ismael Medina. Mi hermano, al verme llegar con Montse Amat,
me pregunto:
-¿Tienes que irte con ella?
A lo que le respondí:
-¡Ni de juego!
Agarré la maleta y le dije a Montse: "Me voy
con mi familia."
Y por primera vez desde hacía doce años y después
de los terribles acontecimientos de aquella mañana
en Roma, pude volver a abrazar a mi hermano y a mi amiga,
que, sin apelativos de santidad, me querían profundamente.
Cuando subí al automóvil empecé a sollozar
sin parar. Eran demasiadas emociones en el mismo día.
Mi amiga me decía:
-Llora que te hará bien. Ismael nos ha contado ya
muchas cosas.
Y por la nueva autopista de Barajas, nueva para mí,
llegamos a López de Hoyos, la casa de mis padres, de
donde había salido en 1950.
Arriba
Anterior -
Siguiente
Ir a la página
principal
|