Gracias a Dios, ¡nos fuimos!
Opus Dei: ¿un CAMINO a ninguna parte?

Tras el umbral
Una vida en el Opus Dei
Autora: Carmen Tapia
Índice del libro:
I. Prólogo, presentación e introducción
II. Mi encuentro con el Opus Dei
III. Crisis vocacional
IV. Cómo se llega al fanatismo
V. Viaje a Roma
VI. Roma, la jaula de oro
VII. Venezuela
VIII. Roma II: retorno a lo desconocido
IX. Regreso a España
X. Represalias
XI. Retratos
XII. Los silencios
XIII. Bibliografía sobre el Opus Dei
XIV. Bibliografía general
 
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TRAS EL UMBRAL, UNA VIDA EN EL OPUS DEI. Carmen Tapia

CAPITULO IV: CÓMO SE LLEGA AL FANATISMO

Es un proceso lento y sin estridencias, generalmente de varios años, el modo en que los superiores del Opus Dei moldean las almas y las personas. El punto de partida es, por supuesto, la petición para entrar al Opus Dei. Poco a poco, a través de todo un camino llamado de formación, las personas cambian, como trataré de explicarlo en las páginas siguientes, hasta llegar a adquirir ese "buen espíritu" o espíritu de robot en manos de los superiores del Opus Dei.

Después de escribir la carta de admisión a monseñor Escrivá, mi directora en el Opus Dei, Guadalupe Ortiz de Landázuri, me reiteró que debería tener mucho cuidado en no decir a mis padres absolutamente nada de mi vocación, ni de la carta escrita, así como tampoco hablar de mis visitas a la residencia del Opus Dei. La directora me dijo, de una manera muy clara, que para mí la voluntad de Dios se manifestaba en lo que me indicaran mis superiores de la Obra, quienes conocían mejor que mis padres lo que era más conveniente para mí.

De hecho, muchos años más tarde, concretamente en 1979, cuando el Opus Dei elevó al Vaticano la petición de cambio jurídico de Instituto Secular en Prelatura Personal escribían:... el Opus Dei tiene un laicado compuesto por fieles simples o ciudadanos comunes unidos por la misma vocación específica 'rite probata...". Por 'rite probata' quieren decir que sólo ellos conocen "el espíritu" del Opus Dei y nadie que no sean los superiores de la Obra pueden juzgar acerca de la vocación de un posible candidato.

También me dijo Guadalupe que puesto que aún no tenía ningún voto, podía decir a cualquier persona, abiertamente y sin mentir, que yo no era del Opus Dei. Hablar a los padres de nuestra vocación hubiera sido quebrar una de las reglas más importantes en la Obra: la discreción. Y de ahí la razón de que me convirtiera en "misteriosa" para mi familia y amigos.

Por supuesto que mis padres notaron un cambio muy grande en mí; de repente dejé de ir a reuniones, incluso a las puramente familiares, como bodas, cumpleaños o bautizos, ya que ello hubiera implicado alternar con muchachos. A nadie hablé de mi vocación, ni siquiera a mis íntimas amigas. Como algo tenía que decirle a mis padres al haber dejado a mi novio, les dije que estaba considerando la posibilidad de entrar en algún grupo religioso y que, al Opus Dei, aunque como una posibilidad muy remota, no lo descartaba. Mi madre, que es muy lista, me repetía enfurecida que toda mi actuación era una pantomima para entrar al Opus Dei, puesto que mi cambio se originó "en los dichosos ejercicios espirituales".

Una vez que la llamada "muchacha de san Rafael" se decide y entrega su vida al cauce del Opus Dei, se la considera "en probación" durante los primeros seis meses. Desde que escribe su carta pidiendo la admisión, entra a formar parte de la llamada "obra de san Miguel". Se le encomienda a este arcángel la labor de los numerarios y numerarias (la 'elite' del Opus Dei son estos miembros con entrega plena a la Institución, que viven permanentemente en las casas del Opus Dei) y también la labor de los agregados y agregadas de la Obra (miembros éstos también con dedicación plena, pertenecientes a cualquier clase social pero que nunca viven en las casas del Opus Dei más que por períodos cortos, de formación generalmente).

Tras escribir la carta de admisión, esa persona es ahora un miembro de "la familia", de esta familia del Opus Dei, que será más importante y cercana para ella que su propia familia de sangre.

Por "obra de san Miguel" se entiende en el Opus Dei toda la labor de formación (adoctrinamiento), educación, estudios, trabajo personal, etc., que una numeraria realiza desde que pide su admisión. Especialmente se pone bajo la protección de san Miguel toda la formación que la numeraria recibe desde el primer día.

La "Instrucción de san Miguel", un documento interno, más bien breve, escrito por monseñor Escrivá, explica en detalle la razón específica del adoctrinamiento de las numerarias y las agregadas. Esta instrucción se imprimió en la casa central de Roma en los años cincuenta. Todos los numerarios y numerarias, así como los agregados y agregadas, llamados primeramente oblatos y oblatas, incluidos también los sacerdotes del Opus Dei, todos, están bajo la protección de san Miguel.

Aunque todavía estaba viviendo en casa de mis padres, me permitieron los superiores, a los seis meses de haber escrito la carta a monseñor Escrivá, que hiciera mi primera incorporación al Opus Dei, llamada 'admisión'. La ceremonia tuvo lugar en el pequeño oratorio de Lagasca, 124, en Madrid. En verdad, más que un oratorio, era un armario empotrado, dentro de una minúscula habitación, donde estaba el altar y el sagrario. Al abrir este armario, la habitación que servía de comedor, cuarto de estar y lugar para charlar con la directora, se convertía en oratorio.

Un sacerdote del Opus Dei, la entonces directora central de la sección de mujeres, Rosario de Orbegozo, y Lola Fisac, la primera numeraria del Opus Dei, asistieron a esta ceremonia, sencilla y breve, de acuerdo con el ceremonial del Opus Dei. De rodillas delante de la cruz de palo, se contestan unos textos cortos respondiendo a las preguntas del sacerdote, también incluidas en el ceremonial. Tras de ello se besa la estola del sacerdote y la cruz de palo y luego, todos los que están en el oratorio rezan las "Preces", oración oficial del Opus Dei, que, como norma diaria del plan de vida, recitan los miembros todos, en general colectivamente.

La "admisión" significa que uno es aceptado oficialmente, pero "a prueba". La "admisión" no implica ningún vínculo legal, sino un compromiso moral con el Opus Dei. Es decir, durante este período de prueba, los superiores pueden aconsejarle a uno que se vaya, lo mismo que uno puede irse del Opus Dei, sin quebrar regla alguna. Si, tras de un año de prueba desde el día que se hizo la "admisión", uno va adaptándose al espíritu del Opus Dei: al estilo de vida, a las indicaciones, a las obligaciones; es decir, si uno va cambiando su estilo propio de vida por el del Opus Dei y se esfuerza por adquirir el "buen espíritu" que se se inculca, a uno pueden concederle, después de pedirlo a su directora y en confesión, que se le permita hacer la "oblación".

Por "oblación" se entiende en el Opus Dei hacer los votos temporales que se toman hasta la próxima festividad de san José, el 19 de marzo. Y de ahí se renuevan cada año en dicha festividad de san José. La ceremonia de la "oblación", consiste en dos partes. Por la mañana, generalmente durante la misa, se hacen los votos; si es un oratorio exclusivamente para numerarias, en el momento del ofertorio, la numeraria que hace la oblación se arrodilla ante el altar y lee la fórmula: "En la presencia dc Dios Nuestro Señor para quien es toda la gloria, confiando en la intercesión de Santa María y de nuestros Patronos y poniendo por testigo a mi Santo Ángel Custodio, yo [el nombre de uno], hago voto de pobreza, castidad y obediencia hasta la próxima fiesta de San José, según el espíritu del Opus Dei." Por la tarde, también en el oratorio, con la presencia de un sacerdote del Opus Dei, de la directora de la casa y de alguna otra numeraria, uno lee los textos, cortos, indicados en el ceremonial. Después besa la estola del sacerdote, la cruz de palo y se termina la ceremonia rezando las "Preces" con los asistentes que haya en el oratorio, generalmente muy pocos, dos o tres, una de ellos la directora de la casa.

Después de renovar los votos por cinco años consecutivos, tienen lugar los votos perpetuos llamados "fidelidad".

Madrid: "Zurbarán"

De enero de 1949 a enero de 1950, mi vida, como nueva numeraria del Opus Dei, se concentró en dos puntos: el trabajo que continuaba haciendo en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, y el deber que, como nueva vocación, tenía de ir a "Zurbarán" diariamente, o tan frecuentemente como pudiera, para hablar con la directora y para "ayudar en la casa".

El hablar con la directora me resultaba agradable, ya que Guadalupe Ortiz de Landázuri era una persona muy fina, simpática, comprensiva, audaz y con un don especial de gentes y de persuasión. Su manera de ser me invitaba a contarle, de modo espontáneo, cuanta cosa pensaba y hacía. Personalmente, la admiraba. Siempre me sentí comprendida por ella. Cuando ya no era yo del Opus Dei, muchos años más tarde, coincidimos en misa en la iglesia del Espíritu Santo y pude notar que su amistad conmigo parecía sincera a pesar de las circunstancias. La verdad es que sentí muy de verdad su muerte ocurrida a su regreso de México, no hace tantos años. Creo muy de veras que tanto Guadalupe como el padre Panikkar, por la manera de ser de ambos y por la forma de enfocar la vida, fueron dos personas decisivas en mi vocación al Opus Dei. Dudo mucho, por el contrario, de que ninguna de las otras personas de la Obra en aquella época hubieran podido impactarme hasta el punto de cambiar el rumbo de mi vida.

Por "ayudar en la casa" se entendía realizar el trabajo de administración en la residencia, colaborando y aprendiendo de las numerarias que se ocupaban de esa labor.

Al salir de mi trabajo en el Consejo, como digo, me iba a "Zurbarán". Al llegar a la casa apenas veía a nadie, ya que las residentes estaban, por lo general, en el cuarto de estudio a esas horas. La sirvienta avisaba que yo había llegado, y entonces la directora mandaba decir si ella bajaba a la salita de visitas para hablar conmigo o si yo debería bajar primero a la administración para ayudar.

La administración de la casa estaba en el sótano de aquel hotelito. Al bajar yo, a veces alguna de las numerarias que vivían allí me pedía que la ayudara a poner las mesas de la cena. Otras veces, me pedían que ayudara a la numeraria encargada del planchero porque estaba retrasada en la plancha de la semana y, otras veces, me decían que ayudara a Manolita Ortiz, una numeraria que aún no vivía en la casa, pero que estaba encargada del oratorio, a preparar la misa del día siguiente.

Vivía también en aquella residencia María Jesús Hereza, segunda numeraria del Opus Dei en el mundo. Estaba terminando entonces su tesis doctoral de Medicina y era encantadora. Dio también la casualidad de que había sido discípula de un tío mío, Antonio García Tapia, en la Facultad de Medicina, y éste fue el origen de mi primera conversación con ella.

María Jesús Hereza siempre tuvo un gran don de gentes. Además de buena, era sincera y leal. A lo largo de los años, de su vida y la mía en el Opus Dei, tuve siempre gran trato con ella por diferentes circunstancias. Dejó el Opus Dei varios años antes que yo y siempre seguimos siendo muy buenas amigas. Su vida fue siempre un ejemplo vivo en favor de los pobres; y su muerte, ocurrida hace sólo pocos años, fue un golpe muy duro para quienes como yo, la queríamos tanto y tan de verdad.

Sabina Alandes era una de las numerarias que estaba en la administración de la residencia. Era simpática y alegre, y por cierto, entre risa y risa, daba siempre trabajo para hacer. El punto era que cuando yo llegaba a la residencia siempre tenían algo preparado para que yo hiciera, con lo cual la conversación no era frecuente con las numerarias, puesto que el trabajo -al que yo no estaba acostumbrada- ocupaba toda mi atención.

Únicamente el día que venía el padre Panikkar a confesar me encontraba yo con otras muchachas que conocía de fuera, y el ambiente era muy alegre. Pero a diario no solía encontrarme con nadie; y entre las residentes y las muchachas que íbamos de fuera había una gran distancia.

La conversación con la directora solía tener lugar antes o después de haber ayudado en los trabajos manuales de la casa. Y generalmente, como dije, hablábamos en la salita de la residencia, que no era muy acogedora por cierto. Además allí solían interrumpir mucho, bien porque llamaban por teléfono a la directora o porque entraban a preguntarle cosas de la casa.

Otras veces hablábamos en su oficina, que en realidad era su habitación, muy sencilla, pero agradable. Era éste un lugar mucho más tranquilo y donde, por lo menos, no la interrumpían tanto.

Los temas de conversación con la directora se referían principalmente a mi vida espiritual y de apostolado, se orientaban a que yo buscase entre mis amigas alguna que pudiera ser una posible vocación al Opus Dei. También eran tema de conversación el espíritu de sacrificio y la mortificación corporal. Guadalupe fue quien me dio el primer cilicio, mejor dicho, quien me lo vendió, ya que en el Opus Dei se vive especialmente "el apostolado de no dar".

El cilicio y la disciplina solía guardarlos en mi despacho del Consejo porque ni de broma se me hubiera ocurrido llevarlos a casa de mi familia. ¡No quiero ni pensar la que me hubieran organizado si me los hubieran encontrado en la casa! Se recomienda especialmente a las nuevas vocaciones que no lleven el cilicio y la disciplina a casa de sus familias, sino que los usen durante el tiempo que pasan en las casas de la Obra.

El cilicio se usa alrededor del muslo atando las dos cintas extremas a guisa de pulsera; o bien, como en el caso del dibujo, pasando la cinta por la anilla extrema y apretándola bien con una especie de semilazada. La generosidad de esta mortificación depende de lo mucho que se apriete el cilicio. Llega a producir un daño en el muslo -pequeñas heridas- que obliga a que el cilicio sea cambiado frecuentemente de pierna, para evitar posibles infecciones.

La disciplina es un instrumento de autoflagelación, especie de látigo, que se usa en las nalgas desnudas, nunca en la espalda, a fin de evitar daños en los pulmones o costillas. Para ello hay que arrodillarse; se esgrime la disciplina con la mano y se imparten los latigazos por encima de los hombros a fin de que los golpes lleguen a las nalgas. La generosidad de esta mortificación depende de la fuerza con que se den los latigazos.

Además de estas conversaciones frecuentes e informales con la directora, semanalmente tenía con ella una conversación oficial, llamada hoy "charla fraterna" y entonces "confidencia". Esta "charla fraterna" es una de las normas semanales que obliga a todos y cada uno de los miembros del Opus Dei sin excepción. Monseñor Escrivá solía decirnos que para él "la confidencia es más importante que la confesión" y que la única diferencia que él hacía entre las dos era que "la "confidencia no es sacramento."

En la "confidencia" o "charla fraterna", todos los miembros del Opus Dei están obligados a hablar de tres puntos principales: fe, pureza y camino (vocación). Además se aconseja también que se hable de la forma en que se cumplen las normas del plan de vida, de las "personas que se tratan" (proselitismo) y de cualquier otra cosa, por nimia que parezca, que pueda preocuparnos. Es decir: hay que relatar hasta el último pensamiento que nos haya cruzado por la cabeza. Era aconsejable también hablar del trabajo que cada uno realizaba, sea cual fuera el lugar y la calidad de trabajo: profesional, administrativo o trabajo interno -se llamaba así al trabajo realizado por las superioras que no tienen una ocupación profesional externa-. Lo que sí está terminantemente prohibido en el Opus Dei es tener conversaciones de tipo confidencial, no sólo con gente extraña a la Obra, sino con cualquier persona que no sea la directora asignada para recibir esta "charla fraterna". Hasta el punto de que monseñor Escrivá llamaba "desaguadero" al hecho de hablar con otra numeraria de algo personal. Esto se prohibía esencialmente para evitar entre numerarias las llamadas "amistades particulares" (en lenguaje directo, "lesbianismo"). Por tanto, queda claro que el sentido de amistad como tal no existe en el Opus Dei, puesto que si a alguna se le ocurriera alguna vez hacer la menor confidencia, por absurda que fuera, la persona que escucha y la que habló se sentirían obligadas a reportarlo a la directora. Por supuesto que hablar a la familia de algo personal e íntimo sería una falta muy grave contra el espíritu de la Obra... Puede imaginar el lector el calificativo que recibiría una numeraria si cosas de su vida espiritual las hablara con un sacerdote del Opus Dei que no fuera el asignado como su confesor ordinario.

Recuerdo en mis conversaciones con Guadalupe haberla bombardeado con preguntas relativas principalmente a la secularidad y a la libertad en el Opus Dei. Me molestaba tremendamente el mal gusto en la forma de vestir de las numerarias en aquella época, porque contradecía a lo que se nos había dicho al entrar de que "no nos distinguíamos de las demás mujeres". Tampoco veía muy claro el por qué desde que uno entraba al Opus Dei tenía que consultar absolutamente todo con la directora, incluso cosas de tipo cultural tales como si uno podía asistir a conferencias o conciertos. No poder decidir directamente sobre el terreno me hacía aparecer muchas veces como estúpida. Y además no entendía yo por qué las numerarias del Opus Dei teníamos que actuar de modo diferente al de los numerarios. Notaba yo mucho esta diferencia al trabajar en el Consejo de Investigaciones Científicas. Los hombres del Opus Dei gozaban aparentemente de gran libertad. Yo veía que ellos participaban en almuerzos, reuniones, seminarios, etc., cosa que las mujeres no podíamos hacer sin consultar primero y en cada caso con la directora, la cual en la mayoría de las ocasiones "no consideraba oportuna nuestra asistencia", ya que, entre otras cosas era una "pérdida de tiempo".

Las numerarias del Opus Dei en aquella época no teníamos libertad alguna. Como acabo de decir, todo tenía que ser consultado con la directora. Hoy día esta situación ha cambiado de modo relativo: las numerarias tienen aparentemente mayor libertad para participar en conferencias o reuniones sociales relacionadas con su profesión. Aunque hay que aclarar que por "mayor libertad" se entiende que "después de haber previamente consultado" con los superiores respectivos, quienes "muy probablemente" les concederán permiso para asistir a aquel acto cultural o social relacionado con su trabajo profesional.

Por otra parte, los hombres del Opus Dei no tenían distintivo externo alguno. En cambio, las numerarias teníamos que arreglarnos de una manera que no era la común entre las mujeres de esa época.

En los años 1949 y 1950, tuvimos que cambiar bastantes cosas en nuestro aspecto externo: por ejemplo, una chica joven tenía que recogerse en un moño o algo semejante el pelo largo y suelto, cosa nada corriente en una chica de aquellos años. Yo llevaba el pelo largo y suelto, y me advirtieron que "era mejor" que me lo recogiera. Naturalmente pregunté la razón de semejante cambio y me dijeron que no teníamos que parecer atractivas a los hombres. Recuerdo muy bien que éste fue mi primer acto de obediencia.

Hoy día, las mujeres del Opus Dei pueden llevar el pelo corto, pero no largo y suelto. También pueden teñirse el pelo.

De hecho, monseñor Escrivá animaba a las mujeres cuyo cabello empezaba a encanecer a teñírselo, para parecer más jóvenes.

Otro punto a cambiar en el arreglo externo fueron las mangas cortas por mangas largas, lo que en lugares cálidos o en verano era realmente llamativo. Yo preferí llevar jerseys de manga larga sobre el vestido de verano, antes que usar vestidos de verano con mangas largas. Les dije claramente que vestidas como ellos indicaban, en vez de aparecer como seculares, adquiríamos todo el aspecto de legas de conventos.

Cuando yo le contaba estas cosas a mi director espiritual, él me entendía. Me recomendaba que tuviera paciencia, que obedeciera, y me repetía que ya llegaría la hora en que podría imponer mi estilo en muchas cosas a la Obra. Ciertamente en esa época no me cabía en la cabeza que yo pudiera llegar a influir de alguna manera en las numerarias o en las costumbres del Opus Dei.

Andando los años, he de reconocer que fue cierto. En las casas y países donde viví haciendo cabeza, mantuve un tono de educación alto o, mejor dicho, el simple tono de educación que había recibido de mi familia. Pude hacer que las mujeres del Opus Dei fueran bien arregladas sin estridencias: prevaleció mi interpretación de las Constituciones sobre este punto.

El primer cambio oficial en la forma de vestir de las numerarias tuvo lugar a mi llegada a Venezuela en 1956. Yo seguía sin entender que, habiéndonos repetido una y otra vez en Roma que éramos totalmente seculares y nunca debíamos parecernos a "las teresianas del padre Poveda" (una asociación laica que tomó la forma jurídica de Instituto Secular después del Opus Dei y cuyas mujeres en aquel tiempo no iban vestidas a la moda), tuviéramos, sin embargo, una especie de distintivo: ir de manga larga en un clima tropical.

En Roma nos habían repetido hasta la saciedad que deberíamos ser "por fuera como todo el mundo y, por dentro, como todo el mundo debería ser". Por ello, y a fin de encontrar el origen de esta falta de coherencia, le pedí en Venezuela al consiliario, hoy llamado vicario regional, que nos prestara por unos días el volumen de las Constituciones del Opus Dei, copia que en cada país está siempre guardada (entonces y hoy día) por el consiliario. Como dato curioso he de aclarar que el consiliario custodia siempre el único ejemplar de las Constituciones existente en la región a su cargo. Las mujeres no pueden conservar este documento.

En las Constituciones del Opus Dei, en la parte IV dedicada a las mujeres, número 439, se dice escuetamente:... 'sed externe in omnibus, quae saecularibus communia sunt et a statu perfectionis non aliena, ut aliae mulieres propriae condicionis, se gerunt, vestiunt, vitam ducunt" ("Dado que las asociadas no son religiosas, no aportan dote ni usan vestido o hábito religioso, sino que externamente en todos los aspectos que son comunes con las mujeres corrientes y no son ajenas al estado de perfección, se comportan, visten y llevan su vida como las otras mujeres de su propia condición.. Cf.: "Codex Iuris particularis Operis Dei", Roma, julio 1986 y noviembre 1982, Apud Ediciones Tiempo, S.A., Madrid (julio 1986).. Para evitar una errónea interpretación de este punto que, ni de cerca ni de lejos, como se ve, indica que las numerarias puedan ir o no de manga corta, se trajo el tema a la reunión de Asesoría Regional y se decidió enviar a Roma, al gobierno central, en definitiva a monseñor Escrivá, esta pregunta. Recibimos la aprobación del gobierno central de Roma; es decir, monseñor Escrivá aprobó nuestra sugerencia y, desde ese momento en la Obra entera, no solamente en Venezuela, las mujeres pudieron ir de manga corta. Tal vez este cambio parezca nimio al lector, pero en la práctica originó un bienestar, eliminó una molestia cotidiana. También está permitido hoy día en el Opus Dei que las mujeres se pinten los ojos, algo que nos estaba terminantemente prohibido al principio.

Yo tuve que dejar de esquiar, porque tanto el esquí como la equitación son depones que no se consideran adecuados para las numerarias. Además, a ellas se les prohíbe el uso de pantalones aunque a partir de 1993 parece que, ocasionalmente, algunas pueden usarlos.

Hasta 1966 podíamos las numerarias ir a la playa, cuidando el estilo de traje de baño. A partir de entonces se nos prohibió ir a playas públicas, contrastando este hecho, una vez más, con el espíritu de secularidad aludido. El único lugar donde pueden nadar las numerarias es en las piscinas de las casas de la Obra, y los trajes de baño han de ser siempre con faldita. El maillot está totalmente prohibido.

Al entrar al Opus Dei como numeraria, y no precisamente porque se aumentase la contaminación del aire, tuve que dejar drásticamente de fumar. Sin embargo, los hombres en el Opus Dei pueden fumar cuanto quieran, porque así como a las mujeres nos dijeron que fumar era falta de feminidad, para los hombres era signo de hombría. Y más aún: don Alvaro del Portillo, actualmente prelado del Opus Dei y entonces procurador general, segundo en rango dentro de la Obra, no solamente fumaba sino que tenía el privilegio, concedido por monseñor Escrivá, de fumar en presencia de las superioras del Opus Dei. Don Alvaro del Portillo acostumbraba a fumar en boquilla de marfil. Muchas veces, monseñor Escrivá nos repitió que él le había dado a don Alvaro ese privilegio.

Al comienzo de mi vocación, no pude captar las muchas diferencias que existían entre varones y mujeres del Opus Dei. Las fui descubriendo lentamente. Y hoy día comprendo que tales diferencias no eran sino una expresión del comportamiento total, sexista y machista, que en mucha mayor escala existía y todavía existe en el Opus Dei, reflejo claro de la conducta de monseñor Escrivá.

Cuando aún vivía con mis padres, me sentí bastantes veces entre la espada y la pared: por una parte, tenía que comportarme como siempre con mi familia; por la otra, cuando iba a "Zurbarán", casi a diario, se me exigía hacer proselitismo. La verdad era que la mayoría de mis amigas o se iban a casar o estaban casadas ya, y a otras hacía años prácticamente que no las veía. El caso fue que una amiga mía, compañera de colegio en París, Françoise du Chatenet, estaba pasando un año en mi casa. Cuando un buen día dije esto en la residencia del Opus Dei, empezaron a presionarme por todos lados diciéndome a derecha e izquierda que tenía qué llevarla a la residencia y hacer que se confesara con don José María Hernández Garnica. Yo me resistí, porque, conociendo a Françoise, no me parecía que tuviera vocación para numeraria del Opus Dei. Me insistían en que podría ser la primera numeraria francesa. La situación no era fácil para mí. Tras horas de conversación en mi casa con Françoise y con la excusa ridícula de que el padre Hernández Garnica quería consultarle algo sobre las chicas universitarias en Francia, a donde el Opus Dei pensaba ir pronto, y, la de que fuera a tocar un rato el piano, conseguí que Françoise fuera a "Zurbarán".

Como resultado de este episodio, Françoise nunca más quiso oír hablar del Opus Dei. A través de los años nuestra amistad ha sido sincera y fuerte; somos amigas entrañables y como solía decir su madre, a quien tanto quise, nuestra amistad era "la fidelité de l'amitié" (La fidelidad de la amistad). A veces, cuando el tema del Opus Dei sale a colación, Françoise du Chatenet, ahora 'madame' De Tailly, dice entre risas, frente a su marido y sus hijas que ella escapó "de las garras del Opus Dei" a pesar de mi insistencia.

Me decía Guadalupe, muy a menudo, que el proselitismo era muy importante porque era "la contratuerca" de nuestra propia vocación. Este "estilo mío personal" me llevó a ser sincera y decir a los superiores lo que pensaba, lo que en más de una ocasión me originó también reprensiones, puesto que ello contrariaba, algunas veces, las indicaciones de monseñor Escrivá. Mi "contratuerca" o la primera mujer que, al hablar conmigo y ser dirigida espiritualmente con el padre Panikkar, entró al Opus Dei en el año 1949, fue Pilar Salcedo, que entonces estaba terminando la carrera de Filosofía. Cuando estaba en el Opus Dei se hizo periodista. Coincidimos en Roma y vivíamos en la misma casa, porque ambas estábamos entonces en el gobierno central de la Obra. Fue nombrada directora regional de Colombia en 1956, donde estuvo sólo algunos años. Bastante tiempo después de haber dejado yo el Opus Dei, supe que Pilar Salcedo también lo había dejado. Conversé con ella en Madrid en varias ocasiones, siendo ella periodista, pero nunca me quedó muy clara su actitud posterior hacia el Opus Dei; por una parte, de desprecio, por otra, como de miedo.

En el año 1949, una de las primeras pruebas que tuve que pasar fue mi "charla semanal" con María Esther, una muchacha numeraria que acababa de llegar de Barcelona y vivía ahora de modo permanente en esta residencia del Opus Dei. Me dijeron que Guadalupe estaba muy sobrecargada de trabajo y que ella la ayudaría. Con grandes reservas, acepté. Como nueva vocación, María Esther llegó con las tablas de la ley en la mano. Le faltaba flexibilidad y comprensión. La primera cosa que me indicó que hiciera fue cambiar mi confesor por don José María Hernández Garnica. Este cambio de confesores es la regla general del Opus Dei y ello trae consigo, con bastante frecuencia, la primera crisis en la vida espiritual de una nueva vocación.

Yo simplemente dije que no lo pensaba hacer. Después de la actuación del padre Hernández Garnica en lo referente al Congreso de Filosofía, como detallé anteriormente, no me atraía el cambio, ni me sentía capaz de abrirle mi alma. Hablé el tema con Guadalupe quien entendió muy bien mi reacción y le dijo a María Esther que no me insistiera en ese punto. O sea que por varios meses seguí con el mismo director espiritual.

Hacia el mes de julio nos dijeron que el padre Panikkar había recibido en el Opus Dei un encargo diferente, por cuya razón no volvió ya más a "Zurbarán", lo que significó que entonces yo tuviera que cambiar de confesor.

Precisamente por este nuevo encargo en el Opus Dei, el doctor Panikkar se ausentó igualmente del Consejo de Investigaciones Científicas, donde en aquel momento estábamos preparando las "Actas del Congreso Internacional de Filosofía", celebrado el año anterior en Barcelona. Más que una ausencia del Consejo fue una desaparición. A nadie dio una explicación de ello ni tampoco habló con nadie sobre cuándo pensaba regresar. Se comentó en el Consejo que podría estar enfermo. Cuando me preguntaban, tenía que decir que suponía que él estaba de viaje. La situación era confusa. Por otra parte, yo no podía decir tampoco en el Consejo lo que había oído en "Zurbarán" de que le habían dado un encargo especial en el Opus Dei.

Un buen día, estando en el despacho del Consejo, recibí una llamada del padre Hernández Garnica quien, con su estilo seco, me indicó que, de ahora en adelante, todo el correo llegado a nombre del doctor Panikkar como secretario general del Congreso Internacional de Filosofía había que enviarlo con un botones a la central del Opus Dei en Madrid, Diego de León, 14, desde donde se lo harían llegar al doctor Panikkar.

Pregunté al padre Hernández Garnica si es que el doctor Panikkar estaba enfermo y me dijo que no; que no estaba enfermo. También pregunté por una dirección o teléfono para poder darlo a personas que habían preguntado por él, a lo que no me contestó. Noté que simplemente lo dio por no oído e insistió en que por favor se siguieran las indicaciones que me había dado. La situación no podía ser más absurda. Se lo conté al presidente del congreso, don Juan Zaragüeta y al padre Todolí. Y fue fácil escuchar e1 rumor general de "¡Otra situación típica del Opus Dei!".

En "Zurbarán" le expliqué a la directora la situación tan molesta a la que, en el Consejo, había dado lugar la "desaparición" del padre Panikkar, y mi propia situación como secretaria. Me respondió muy seriamente que no volviera a hacer preguntas sobre ese tema.

El hecho real fue que me quedé sola en el trabajo enfrentando materialmente la edición de los tres volúmenes de las "Actas del Congreso de Filosofía". Dándose cuenta del enorme trabajo en cuestión, tanto el padre Todolí como Roberto Saumells y Antón Würster me ayudaron mucho.

Alrededor de Navidad de 1949 me llamó Rosario de Orbegozo, la directora central, al Consejo. Me dijo que don Alvaro del Portillo había llegado de Roma y quería hablar conmigo. Pero que fuera a hablar con él a la casa del gobierno central de los varones del Opus Dei, en Diego de León, 14. Fui aquella tarde y estuvo muy cariñoso conmigo, diciéndome que "el Padre", como lo llamaban en el Opus Dei a monseñor Escrivá, estaba muy contento conmigo y que podía hacer el curso de formación para numerarias, que empezaría en el mes de enero en "Los Rosales", en Villaviciosa de Odón.

Le expliqué a don Alvaro mi responsabilidad en el trabajo que llevaba en el Consejo de Investigaciones y que, debido a la ausencia del padre Panikkar, no veía cómo podría ausentarme. Me recomendó don Alvaro que no me preocupara, que todo se arreglaría; y me contó que le había traído al padre Panikkar, de Roma y de parte de monseñor Escrívá, la cruz de palo que el Opus Dei entrega a la primera vocación de cada país, el primer inglés en este caso.

A los pocos días de esta conversación, una tarde, antes de las Navidades de 1949, el doctor Panikkar apareció en el despacho del Consejo. Ante nuestra sorpresa, el padre Panikkar sonreía, parecía muy contento e iba y venía de una oficina a la otra como queriéndolo ver todo al primer golpe. Tras el primer momento de sorpresa, mis preguntas salieron a torrentes: ¿Qué le pasó? ¿Por qué desapareció de ese modo? ¿Por qué no nos llamó por teléfono?

El doctor Panikkar seguía sonriendo divertido ante nuestras preguntas, pero su respuesta no llegó nunca. Cuando Roberto Saumells se fue, después de informarle a grandes rasgos de la situación de nuestro trabajo durante esos meses de su ausencia, yo tuve una larga conversación con el padre Panikkar, la última que sostuve con él antes de irme al centro de estudios "Los Rosales".

El padre Panikkar con toda calma me dijo que se había enterado por Alvaro del Portillo de que yo iría al centro de estudios al mes siguiente. Sus respuestas acerca de sus meses de ausencia resultaban oscuras y se notaba, a través de sus palabras, que bien hubieran podido ser meses de sufrimiento. Muchos años más tarde, cuando ya no era yo miembro del Opus Dei, me enteré de que al padre Panikkar lo habían enviado durante esa época a "Molinoviejo", posiblemente como castigo. Ahora, con la perspectiva de la distancia, y conociendo la suspicacia obsesiva del Opus Dei en lo que respecta a relaciones entre hombres y mujeres, no descarto la posibilidad de que hubiera incidido el hecho de mi resistencia a cambiar de confesor y el que yo siguiera trabajando con él en el Consejo de Investigaciones Científicas, sumado al incidente de Barcelona que narré anteriormente.

Durante esta larga conversación, el padre Panikkar me aseguró que estaba convencido de que en mi caso personal yo sería feliz dentro de la Obra, pero con una clase de felicidad diferente a la que yo esperaba en una vida de casada. Que en el Opus Dei yo tendría la felicidad de saber que estaba cumpliendo plenamente la voluntad de Dios y que estaba entregándole mi vida para que el mundo se convirtiera a Él.

Fue ciertamente una conversación profunda. Mientras conversaba con el padre Panikkar tenía sentimientos encontrados: por una parte sentía la alegría y el agradecimiento a Dios de haber podido conversar con él antes de irme al centro de estudios; pero por otra parte tenía la pena, al saber las reglas del Opus Dei respecto a las mujeres en su trato con los sacerdotes, de que nunca volvería a hablar con él en el futuro, a menos que diera la casualidad de que fuera el confesor ordinario en la casa a la que yo fuera destinada. La verdad es que tenía miedo de sentirme sola.

Como entendiendo mis temores, el padre Panikkar me animó mucho diciéndome que mi apostolado sería muy fecundo, que nunca me sentiría sola si tenía verdadera vida de oración y que él rezaría siempre mucho por mí. Me recalcó que Dios estaba por encima de todo y de todos, y que mi perseverancia me haría feliz y eficaz.

Mientras me recomendaba montañas de paciencia en las cosas materiales que me fastidiaban, me insistía de modo categórico en que yo, por mi manera de ser, podría ayudar a mucha gente, que mi apostolado sería fecundo y que además no olvidase lo que me había dicho en otras ocasiones: que estaba convencido de que yo podría traer mi alegría y mi estilo al Opus Dei. Entonces me bendijo y se fue.

La verdad es que nunca supe por cuánto tiempo más permanecí sola en aquel despacho del Consejo de Investigaciones. Lo que sí recuerdo es que, cuando reaccioné, la habitación estaba tan oscura, como oscuros eran mis temores. Sentí, por supuesto, un gran agradecimiento por la comprensión que el padre Panikkar había tenido conmigo, y le prometí a Dios, en esa misma oficina, que seguiría siempre los consejos que él me dio como director espiritual respecto de mi vocación y perseverancia en el Opus Dei.

Salida de casa de mis padres

Como recuerdo haber dicho anteriormente, mi tiempo de espera antes de irme a vivir a una casa del Opus Dei fue motivado por mi edad y la peculariedad de que, al ser éste un Instituto Secular, yo tenía que alcanzar los 25 años para "abandonar la casa paterna". Según la ley española de entonces, la mayoría de edad era a los 23 años. A esa edad yo podía casarme o entrar a un convento, sin permiso de mis padres, porque ello suponía tomar un "estado civil". Pero, al ser el Opus Dei un Instituto Secular, la entrada a él no suponía adquirir ningún estado; las personas seguíamos siendo "solteras". Por tanto, cuando se entraba al Opus Dei sin el permiso paterno, la ley española lo equiparaba a "abandono del hogar paterno", y protegía legalmente a las familias para devolverles a las hijas, que se habían ido de la casa sin el consentimiento de los padres.

El otoño de 1949 fue de una tensión enorme en mi familia. Especialmente mi padre me pedía por favor que consultara mi vocación con un dominico, con un jesuita, con amigos suyos de sólida formación católica. Mi respuesta invariablemente era la misma: no. Yo ya había asimilado la primera parte de la formación del Opus Dei: que para los miembros de la Obra todo el mundo que quiera erigirse en consejero espiritual es "mal pastor", y sólo cada uno de los superiores y sacerdotes del Opus Dei es "buen pastor".

Tenía discusiones con mi madre, y me angustiaba el silencio dolido de mi padre, que no podía entender mi testarudez. Como resultado, el clima de mi casa era denso y tenso. Mis hermanos, menores que yo, permanecían callados frente a esta situación. Y era inevitable el ambiente pesado durante las comidas. Yo entendía a mis padres, pero estaba totalmente convencida de que los superiores del Opus Dei tenían razón y conocían las cosas mejor que mis padres: y aquí hago notar que cuando un miembro de la Obra llega a este convencimiento ha dado ya su primer y más importante paso hacia el fanatismo.

Mi abuela paterna era un consuelo para mí. No podía verme sufrir y al mismo tiempo trataba de darles a mis padres razones espirituales para que tampoco ellos sufrieran.

Mi cumpleaños era en marzo, luego ningún abogado tomaba el caso, ya que por ley todo acabaría en tres meses. Mis padres vieron que no podían hacer nada y esto los sumió en tristeza y desesperanza infinitas.

Hasta 1949 todos los cursos de estudios de numerarias habían tenido lugar en los veranos. En enero de 1950, por primera vez en la historia de la Obra iba a tener lugar el primer curso de estudios para numerarias en invierno y con una duración de seis meses. La razón fue que los superiores decidieron reunir en este curso a numerarias que, por diferentes razones, no pudieron irse a vivir a la Obra antes.

A mediados de enero de 1950 dejé mi trabajo en el Consejo de Investigaciones Científicas y dejé la casa de mis padres. Salí sin la bendición de mis padres y con la total oposición de mi madre a que yo entrara al Opus Dei. De inmediato quedé fuera de mi familia. Ostracismo que duró dieciocho años, el tiempo de mi permanencia en el Opus Dei. En esos años vi a mi madre solamente una vez: en Roma, en 1953 y por escasamente dos horas. Nunca me escribió en esos años.

Como a pesar de todo no quería hacer una salida drástica de casa de mis padres, procuré ir sacando mis cosas poco a poco y, finalmente, en dos días consecutivos preparé un par de maletas con lo esencial, y las llevé muy temprano a la casa que las superioras del gobierno central del Opus Dei tenían entonces en Juan Bravo, 20. Hasta mi perro parecía que entendía la situación. No me dejaba ni a sol ni a sombra y, cuando me veía con las maletas, quería venirse conmigo. Recuerdo que una de esas mañanas me encontré diciendo en el ascensor: "Dios mío, hasta tuve que darle una patada al perro para poder salir de mi casa." No era alegría lo que sentía en esas mañanas frías de enero. Tenía el alma congelada, pero en mí había una idea fija: la de estar cumpliendo la voluntad de Dios a pesar de los pesares.

La tarde en que oficialmente me iba de casa de mis padres, ellos decidieron no salir de su habitación porque no querían verme dejar la casa. A mis hermanos, los mandaron al cine. Escribí una nota a mis padres diciéndoles lo mucho que sentía no verlos y dejé para siempre mi casa, acompañada de una prima mía recién casada, Carmen Fullea Carlos-Roca, y de su marido, Antonio Carrera. Estaban tan afectados con la situación familiar que, a riesgo de perder la amistad con mis padres, a quienes tanto querían, no consintieron en dejarme ir sola y me acompañaron hasta la puerta de la casa del Opus Dei en Juan Bravo, 20, en Madrid.

La recepción que tuve en la casa del Opus Dei fue demasiado fría. Nadie, absolutamente nadie, mostró una gota de afecto, de calor y de comprensión. Para ellas, mi llegada era natural. Casi una rutina. Para mí era un paso extraordinariamente importante y serio que había dado en mi vida. Hoy día veo con claridad que fue inhumano el recibimiento que me hicieron, dado que las superioras conocían bien la lucha que tuve que sostener con mi familia a fin de ir a vivir al Opus Dei. Nadie trató de hablar conmigo en privado tampoco. Incluso el hecho de haber dejado yo mi trabajo fue un tema que ni tocaron: como si no tuviera la menor importancia. Lo único que especialmente me dijeron fue que, como esa noche éramos muchas en la casa y no había suficientes camas, yo sería una de las que dormiría en el suelo. Fue, por cierto, la primera vez en mi vida que dormí en un suelo de madera. Este hecho me sirvió de pauta para ser, por el contrario, muy cariñosa, después, cuando una numeraria llegaba a vivir a una casa del Opus Dei donde yo estaba. Es decir, yo procuré siempre evitar a las demás los malos tratos que sufrí personalmente.Como mi estancia en esa casa iba a ser muy breve, no me dieron un encargo preciso. Simplemente me dijeron que me ocuparía de hacer los recados que hicieran falta en la casa. Unos tíos míos vivían en el mismo edificio; pedí permiso para verlos, pero no me lo dieron. Simplemente me dijeron que los saludara si me los encontraba en el ascensor.

"Los Rosales": curso de formación

Dos días después salí de Madrid con Chelo Castañeda, una numeraria que acababa de llegar de Santander, para ir a vivir al centro de estudios, la casa llamada "Los Rosales", en Villaviciosa de Odón, a pocos kilómetros de Madrid.

Antes de salir de Madrid, Rosario de Orbegozo, la directora central, me pidió que cuidara mucho de Chelo Castañeda, porque era "una vocación muy reciente".

Siempre recordaré con angustia aquel atardecer de pleno invierno en Madrid, camino de la estación de autobuses. Me sentía perdida, sola, tensa, totalmente abandonada, habiendo roto todos mis lazos de cariño y dejado atrás cuanto había amado en mi vida entera. Me abandoné en las manos de Dios pensando que estaba cumpliendo Su voluntad. No acertaría a explicar el titánico esfuerzo que tuve que hacer para sobreponerme a mis propios e íntimos sentimientos y dedicar toda mi atención a mi compañera de viaje, que estaba llorando.

Cuando llegamos a Villaviciosa de Odón, estaba más oscuro que boca de lobo. En la estación de autobuses nos esperaban Mary Tere Echeverría, la directora de "Los Rosales" y Tere Zumalde, una numeraria de Bilbao. Como la parada de autobuses quedaba bastante cerca de la casa, llevamos nosotras mismas las maletas y, cruzando unas cuantas calles del pueblo y la plaza del Ayuntamiento, casi desierta a esa hora, llegamos por fin a "Los Rosales". ¡Qué ajena estaba yo cuando cruzaba esta plaza del Ayuntamiento, a que el reloj de su torre iba a regir mi vida durante los seis meses siguientes! Cerrando los ojos y a la distancia de años, resuenan aún en mi memoria el sonido de las campanadas de ese reloj.

Al entrar en la casa, la directora nos llevó al oratorio, abrió la puerta para saludar al Señor en el sagrario, como es costumbre hacerlo en el Opus Dei cuando uno entra a la casa o sale de ella.

Inmediatamente subimos al piso alto, donde estaban los dormitorios. La directora nos asignó nuestras camas. En ese piso había tres dormitorios para veintiuna personas, y un solo cuarto de baño. Los primeros días dormí en el cuarto de seis camas, luego me trasladaron al de doce camas por el resto del tiempo que permanecí en esa casa. Aunque lo sabíamos de antemano, nos dijeron expresamente al llegar que las camas eran de madera, sin somier o colchón. Por primera vez también dormí en una cama de madera. La madera estaba cubierta con una cobija ligera. Y por lo demás, la cama se preparaba como cualquier otra: con sábanas, cobijas y colchas. Por cierto que las colchas floreadas eran bonitas. Sólo se usaba una almohada.

En el Opus Dei las numerarias son las únicas que duermen en tabla. Todos los demás, desde el prelado, pasando por los sacerdotes y acabando por las sirvientas o numerarias auxiliares, como se llaman desde 1965, todos duermen en camas regulares con somier y colchón. Nos explicaron que la razón por la que las numerarias teníamos que dormir en camas de tabla se debía a que las mujeres éramos más sexuales que los hombres... Otro ejemplo más del trato diferente entre hombres y mujeres y la obsesión del sexo. Alguna vez le oí decir a monseñor Escrivá que tomó esta idea para las numerarias de unas monjas de clausura que vivían en Madrid, concretamente en el barrio de Argüelles.

Las camas de madera no es que sean precisamente blandas, pero uno se llega a acostumbrar a dormir en ellas. Lo que es terrible es el frío. En una casa como "Los Rosales", situada en plena Castilla, en invierno, y sin usar la calefacción, el frío era tan espantoso que todas llevábamos el abrigo puesto dentro de la casa. No se usaba la calefacción porque el carbón era caro y el presupuesto de esa casa era muy bajo. Yo tenía tanto frío por la noche que no podía dormir y ansiaba oír las seis campanadas del reloj del Ayuntamiento, hora en que la directora pulsaba en su cuarto un timbre, que resonaba en toda la casa, para despertarnos.

El medio armario que me habían asignado en el vestíbulo de ese piso con Anina Mouriz era tan pequeño que le tuve que entregar a la directora la ropa que no usaba a diario. Los miembros del Opus Dei solamente pueden guardar, en el llamado "almacén", la ropa de verano en invierno y la de invierno en verano. Pero nada más. Lo que no se usa se entrega a la directora y no tiene vuelta.

La luz en los dormitorios era mortecina: leer en la cama estaba totalmente prohibido. El silencio mayor empezaba después de las últimas oraciones dichas en el oratorio y las luces se apagaban treinta minutos después.

"Los Rosales" era la típica casa señorial de estilo español situada en un pueblo pequeño de Castilla. En el piso principal estaban el oratorio y el comedor, usado como lugar de clases y de círculos de estudio, y también allí desayunaba el sacerdote que nos venía a celebrar la misa. En este mismo piso, además, había un baño auxiliar y estaban el despacho, dormitorio y baño de la directora.

En el sótano estaba la cocina, el office y un cuarto de estar que se usaba como comedor o cuarto de trabajo, de acuerdo a las necesidades. Había también un cuarto de baño y un retrete independiente. A excepción del sótano, que era de mosaico, el resto de los suelos era parquet. La decoración era muy seria, un tanto solemne, poco atractiva. Un jardín rodeaba la casa, y un muro la propiedad entera.

Las primeras Constituciones de la Obra decían: "Aunque los miembros del Opus Dei profesan plenamente la perfección evangélica, sujetándose por una perpetua y definitiva entrega a la servidumbre de Cristo Nuestro Señor, sin embargo, el Instituto externamente no presenta en sus casas propias ningún signo que huela a casa religiosa." Por supuesto que siempre hay espejos en todas las casas de mujeres del Opus Dei, tanto encima de los lavabos como en lugares donde uno puede verse antes de salir. Concretamente monseñor Escrivá, marcando la secularidad del Opus Dei, indicó que donde viviera la sección femenina debería haber siempre espejos.

Actualmente los centros de estudios del Opus Dei tienen muy buenos edificios, la mayoría construidos de planta y decorados con gusto. Curiosamente las primeras Constituciones del Opus Dei decían en su punto 227: "No gastemos nuestro tiempo en construir casas; más bien tomemos por nuestras las que ya están construidas." (Cf. "Constituciones". Apud. Ediciones Tiempo, S.A., Madrid (julio, 1986), p. 103) Las segundas Constituciones no dicen nada. Actualmente tienen además en los centros de estudios toda clase de facilidades; y las numerarias, además de asistir a las clases asignadas, tienen tiempo para practicar deportes, tenis y natación principalmente, ya que en esas casas hay un jardín o terreno amplio con piscina y cancha de tenis. Ahora cada numeraria tiene habitación independiente con armario y lavabo. Los cuartos de duchas están convenientemente distribuidos según el número de habitaciones, y también hay algunos cuartos con duchas dentro de ellos, generalmente reservados para las superioras mayores. Tienen también los actuales centros de estudios una administración independiente que se hace cargo de todas las tareas, aunque, como experiencia y aprendizaje, las numerarias del centro suelen pasar a la administración, pero sin responsabilidad directa en esas tareas.

Nuestro curso de estudios, por el contrario, fue espartano de veras: si mal no recuerdo, el último de ese estilo en la historia del Opus Dei.

Además de asistir a dos clases diarias por la mañana y algunas veces otra más por la tarde, estábamos encargadas, directamente y por turno riguroso, de todas las labores de administración de la casa: limpieza, oratorio, cocina, lavadero, etc. Una de las numerarias, la mayor parte del tiempo Tere Zumalde, se ocupaba de las gallinas y los cerdos, ayudada a ratos por un muchachito del pueblo. Teníamos solamente media hora de tertulia después del almuerzo, excepto los domingos, cuando la tertulia pasaba de la hora entera.

Los domingos por la mañana se realizaban los llamados "trabajos de domingo", que consistían en arreglar lo que estaba estropeado, organizar cajones, o limpiar cosas tales como las huellas dejadas en los bordes de las puertas o los radiadores de la calefacción. Después de lo cual, en grupo, solíamos salir a dar un paseo, si no llovía o hacía demasiado frío, al castillo cercano o por el campo, pero no se piense en un campo tipo inglés, sino campos de siembra.

Oficialmente el curso empezó el 2 de febrero de 1950. El horario estaba organizado de tal manera que no teníamos tiempo ni de respirar; punto este muy importante en el adoctrinamiento de grupo en una secta: no dar lugar a sus miembros para poder pensar y recapacitar. Todo había que hacerlo de acuerdo a las directrices marcadas. Y prácticamente a contrarreloj.

Por la mañana, al oír el timbre pulsado desde la dirección había que levantarse de inmediato y besar el suelo diciendo "Serviam!" (Te serviré, te seré fiel). A renglón seguido, generalmente de rodillas, ofrecer las obras del día, cada quien a su modo. Nos levantábamos, pues, a las seis de la mañana, en "silencio mayor", que no se rompía hasta después de salir de misa. "Silencio mayor" significa, como en cualquier orden religiosa, que no se puede hablar con nadie, pase lo que pase. La intención es dedicar ese tiempo a una mayor presencia de Dios y a una unión más íntima con Él, pero como nos indicaban que teníamos que llenar este silencio con jaculatorias, actos de amor y desagravio, nuestra mente estaba controlada asimismo, incluso durante este silencio, por las directrices de la Obra. Es decir nuestra mente no estaba libre para poder pensar a nuestro aire. Esta práctica se vive en todas las casas de la Obra, en todos los países del mundo, a la hora de levantarse. Tanto los hombres como las mujeres.

Además, de seis a siete, y por tanto durante el silencio mayor, era la hora indicada para ducharse, tender la cama y "personales". Era una hora febril, ya que en la casa había tres baños, uno de los cuales era para la dirección, o sea, que quedaban solamente dos baños para más de veinte personas. Teníamos menos de cinco minutos, para duchamos e ir al baño. La ducha era con agua fría, se tuviera o no el período. Todo había que hacerlo a tal velocidad que uno no estaba todavía bajo la ducha, cuando la siguiente persona golpeaba la puerta del baño anunciando que nos quedaba solamente un minuto para terminar.

Esta práctica del agua fría duró muchísimos años en el Opus Dei. Hacia 1965 se dijo que podíamos usar agua caliente, posiblemente a consecuencia de muchos casos de reumatismo, dolor de espalda crónico y problemas ginecológicos, que en muchos casos terminaron en operación. Durante esta hora, como digo, teníamos también que dejar la cama tendida y estrujar los minutos para lo que en el Opus Dei se llama "personales", que significa cosernos un botón, limpiarnos los zapatos, o cepillamos un vestido o falda; una cosa de este estilo. Sin embargo, no podíamos escribir cartas en ese tiempo, porque hubiera supuesto romper el silencio mayor y emplear ese tiempo en algo que nos "distrajera" de la pura presencia de Dios.

A las siete se empezaba el canto gregoriano de "Prima". Durante muchos años en el Opus Dei se vivió la costumbre, en los centros de estudio y en los cursos anuales, de recitar las horas de "Prima", antes de la meditación de la mañana; y "Completa", antes de irse a la cama. En las primeras Constituciones de la Obra estaba considerado el rezo de "Prima y Completa" (Horas canónicas que dentro del breviario romano se cantaban y cantan habitualmente en el coro de las religiosas y religiosos, 'Prima' por la mañana y 'Completa' antes de retirarse a descansar por la noche). Esta costumbre desapareció hacia 1965.

Parece que cada una de nosotras, individualmente, le fue diciendo a la directora que nos sorprendía este canto gregoriano, si éramos seculares. Ante ello, la directora del centro de estudios nos explicó, a todas en general, que esta costumbre era común en muchos lugares que no eran conventuales, y citó como ejemplo el Castillo de la Mota, lugar donde las chicas de Falange, el único partido político de la era de Franco, solían rezar estas horas bajo la dirección de fray Justo Pérez de Urbel. No sé cuánta verdad habría en esa explicación, pero sí recuerdo que a mí me sorprendió la costumbre y no la califiqué precisamente de "secular". Nos explicó también Mary Tere Echeverría, la directora del curso, que el "Padre" (monseñor Escrivá) quería que se viviera esta costumbre en los centros de estudio y en los cursos anuales.

Esta cuestión del rezo de las horas provocó una especie de crítica general por su falta de secularidad, entre todas las que hacíamos el curso. Por ello nos reprendieron seriamente y nos advirtieron que teníamos que tener muy claro que cualquier cosa dicha o escrita por el Padre nunca y por ningún concepto admitía comentario, y mucho menos crítica sobre nosotras, ya que a eso en la Obra se le llamaba "murmuración", porque supondría una gran falta de "buen espíritu", y una "falta de "unidad". Y la "unidad" en la Obra es sagrada. Las indicaciones sobre cualquier cosa dicha por el Padre, es decir, cualquier cosa procedente del Padre, había que aceptarla tal cual sin rechistar, ya que Dios le había dejado ver muy claro cómo Él (Dios) quería que fuese Su Obra. Por tanto, nosotras, no podíamos enmendarle la plana a Dios. En resumen: la crítica estaba absolutamente prohibida en el Opus Dei.

Personalmente me sentí mal con la reprimenda; pensé que mi espíritu crítico podría ser enemigo de esa adquisición del "buen espíritu", y como resultado me convertí en una persona reservada. Todas empezamos a ser menos espontáneas y se notaba abiertamente el temor que teníamos de decir nada relativo a la Obra sin consultarlo primero, en confidencia, con la directora.

La falta de crítica dentro del Opus Dei es evidente y, como detallo, es el primer punto que nos dejaron claro en el curso de formación. En esta falta de crítica está basado el espíritu de "unidad" que se imprime como una condición esencial a los miembros todos de la Obra. De acuerdo con las palabras de monseñor Escrivá, el espíritu de "unidad" debe estar "esculpido" en cada miembro de la Obra, según indican en la página 57 de "Cuadernos-3". Impresiona la lectura del capítulo 7 de esta publicación (pp. 52-59), especialmente en la parte titulada "Amar la Unidad". Curiosamente se citan las palabras de san Ignacio de Antioquía, "preocúpate de la unidad, mejor que la cual nada existe" (Epis. ad Policarpum, 1, 2), para subrayar la unidad que debe existir en el Opus Dei. Y no es a la Obra a lo que san Ignacio de Antioquía se refería precisamente.

Si las palabras citadas de monseñor Escrivá impresionan, es porque al hablar no se refiere a la Iglesia, ni a la cristiandad, sino a la Obra: "Amar la "unidad" de la Obra supone sentirse formando parte de este cuerpo allí donde nos indiquen. Nos da lo mismo ser mano que pie, que lengua que corazón, porque todos estamos en todas partes de ese cuerpo, porque somos una sola cosa por la caridad de Cristo que nos une. Yo quisiera haceros sentir como miembros de un solo cuerpo. "Unum corpus multi sumus" (1 Cor.X, 17). Todos, una sola cosa y que esto se manifieste en unidad de miras, en unidad de apostolado, en unidad de sacrificio, en unidad de corazones, en la caridad con que nos tratamos, en la sonrisa ante la Cruz y en la Cruz. ¡Sentir, vibrar todos unísonamente!" "Cuadernos-3, op. cit., p. 58".

En este capítulo queda claro también que la "unidad" es una de las tres pasiones dominantes que un miembro del Opus Dei debe tener.

A esta altura de mi vida puedo ver claramente que uno de los medios a través del cual el Opus Dei encamina a sus miembros al fanatismo es precisamente el abolir de sus mentes, bajo pretexto de formación, todo aquello que, de cerca o de lejos, se asemeje a la más velada crítica de la Institución.

Espero que quede claro, con lo anteriormente expuesto, que nuestro camino hacia el fanatismo había empezado a toda orquesta.

Pero continuando con el plan de vida del curso de formación: teníamos media hora de oración por la mañana y media hora de oración por la tarde.

Por las mañanas venía de Madrid un sacerdote del Opus Dei, generalmente el padre Hernández Garnica y, en sus ausencias, el padre José López Navarro. El sacerdote nos daba una meditación de media hora antes de la misa.

Es bastante conocida en muchas esferas la costumbre del Opus Dei de dejar a oscuras sus oratorios durante la meditación dirigida por un sacerdote. Además de la luz del sagrario, se pone un pequeño flexo sobre una mesita que se cubre habitualmente con un fieltro verde o rojo y se coloca cerca del altar. El sacerdote se sienta detrás de ella y desde allí habla. Incluso algunas veces apaga la lamparita de la mesa a fin de dar un énfasis especial a algún punto. La explicación que se da en el Opus Dei de dejar a oscuras el oratorio es porque así se facilita la concentración de quienes escuchan la meditación.

El estilo de meditación varía según la personalidad del sacerdote. Desgraciadamente el padre Hernández Garnica era mal orador; y sus meditaciones, realmente monótonas. Las que daba don José López Navarro eran, por el contrario, muy vivas. Como norma general, en el Opus Dei las meditaciones se dirigen de una forma muy personal, por ejemplo, en lugar de decir "la humildad es necesaria en la vida espiritual", decían "tú tienes que ser humilde si quieres tener verdadera vida espiritual". El impacto, en las meditaciones, de los sacerdotes del Opus Dei, se basa en usar el "tú" directo. ¿Temas de meditación? En el centro de estudios, lo mismo que en la mayoría de las casas del Opus Dei, cualquier capítulo de "Camino", el libro escrito por monseñor Escrivá, era el que se usaba, generalmente para marcar algún punto relativo a nuestra formación. Otras veces, era el evangelio del día, pero, ordinariamente, los temas usados en las meditaciones se referían a nuestra formación dentro del Opus Dei o a fomentar el espíritu de proselitismo.

Actualmente en las casas del Opus Dei se usan mucho, como puntos de meditación, los textos de "Cuadernos". Esta es una publicación interna del Opus Dei, formada por una serie de volúmenes que recoge frases de monseñor Escrivá mezcladas con textos anónimos, posiblemente escritos por algún sacerdote de la Obra. Estos volúmenes se imprimieron en Roma, en la imprenta del Opus Dei. Como oración introductoria a la meditación y como oración final de la misma, se usan siempre los textos que compuso monseñor Escrivá.

Terminada la meditación, teníamos también, como parte del plan de vida diario, la santa misa y la comunión. Y diez minutos de acción de gracias después de la misa.

Se desayunaba a las ocho y cuarenta y cinco. Nosotras, en el comedor del sótano; y al sacerdote se le preparaba su desayuno en una bandeja de plata que las numerarias encargadas de cocina y del office dejaban en el comedor de la casa o sala de conferencias, mientras las demás terminábamos la acción de gracias de la misa.

Después del desayuno había dos clases seguidas: una sobre el "Catecismo" del Opus Dei. En la segunda clase las materias se alternaban: moral, dogma, liturgia y praxis del Opus Dei. Nos advirtieron que no se podían tomar notas ni hacer preguntas en las clases dadas por el sacerdote. Si se tenía alguna duda, se preguntaba después y a solas a la directora.

Por primera vez en nuestras vidas nos explicaron con especial celo la importancia que tenía el "Catecismo" de la Obra. Nos dijeron que la doctrina entera del Opus Dei estaba contenida en este libro y que el Padre (monseñor Escrivá) exigía a todos los miembros que lo aprendiéramos de memoria. Nos advirtieron que era un documento interno y que, dada la importancia del mismo, jamás tenía que hablarse de él a la gente de fuera de la Obra ni mostrarlo absolutamente a nadie, así como tampoco hablar de su existencia. También nos advirtieron que, para su estudio, cada una tendríamos un ejemplar por espacio de una hora. Después de la tertulia fue el tiempo que nos asignaron para estudiar.

Como digo, durante el curso tuvimos que estudiar el "Catecismo" diariamente. El sacerdote era quien se encargaba de esta clase y quien nos hacía las preguntas que teníamos que responder exactamente al pie de la letra. No se admitía excusa alguna para no estudiar de memoria las respuestas a las preguntas que nos habían asignado el día anterior.

En el "Catecismo" están escritas todas las posibles preguntas que personas ajenas a la Obra pudieran hacernos, así como las respuestas exactas que deberíamos darles, fuera quien fuese, incluida la jerarquía de la Iglesia de Roma. Se daba por sobresabido que nunca teníamos que especular nada sobre ninguna de las preguntas o respuestas contenidas en este libro. Por ejemplo una típica pregunta y respuesta del "Catecismo" era:

P. ¿Qué debe respondérsele a una persona que pregunta cuántas vocaciones hay en el Opus Dei?
R. Bastantes, las que Dios quiera, no nos preocupamos de contarlas porque no nos interesan las estadísticas.

La Introducción del "Catecismo", escrita por monseñor Escrivá, también era necesaria aprenderla de memoria y decía así:

En este libro tan pequeño
está escrito el porqué
de tu vida de hijo de Dios.
Léelo con cariño,
ten hambre de conocerlo,
apréndelo de memoria,
para que haya siempre en tu cabeza,
en tu corazón,
y en tu camino,
luces claras.
Después, a orar,
a trabajar,
y a estar alegre.
Con la alegría del que
se sabe escogido
por su Padre del cielo
para hacer el Opus Dei en la tierra
siendo tú mismo Opus Dei.

Aprendiendo de memoria el "Catecismo" nos enteramos de muchas cosas que no sabíamos, entre ellas las diferentes clases de miembros, o asociados, que existen en el Opus Dei: Las "numerarias" con total entrega de obediencia, pobreza y castidad; de éstas las que se dedican a cargos de dirección se llaman "inscritas". Y de entre las inscritas, el Padre puede nombrar a las llamadas "electoras", que tienen solamente voz pasiva en la elección del presidente general y cuyo cargo es vitalicio. Es decir, cuando el presidente general o prelado es elegido por voto deliberativo del Consejo General (gobierno central de los varones del Opus Dei), éstos han de tener en cuenta, en la votación final, la opinión de la sección de mujeres.

Están también las "numerarias sirvientas". El "Catecismo" textualmente decía: "Hay otras numerarias que se dedican a los trabajos manuales o al servicio doméstico en las casas de la Obra: son y se llaman "sirvientas"." Sin embargo, en 1965 monseñor Escrivá cambió el nombre genérico de "sirvientas" por el de "numerarias auxiliares".

En la vida ordinaria, dentro de la Obra, se las llama "auxiliares". Su misión desde el principio fue trabajar como sirvientas y solamente en las casas de la Obra. Un grupo de ellas, además de su trabajo como tales, del que nunca se las excluye, ocupa parte de su tiempo en algunas de las granjas que tiene el Opus Dei, en la imprenta de la casa central de Roma o en algún otro trabajo manual.

Otra clase de miembros son las "agregadas", llamadas "oblatas" en aquel primer "Catecismo". En el año 1950 no había ni una; empezaron a llegar después. Estas asociadas tienen los mismos compromisos que las numerarias y los mismos votos de pobreza, castidad y obediencia.

La diferencia que existe con las numerarias es que pertenecen a cualquier clase social, no solamente a la "elite", como las numerarias. Las agregadas no pueden vivir nunca en las casas de la Obra. Sólo se les permite hacerlo por cortos períodos, que coinciden normalmente con las épocas de su formación en retiros, cursos anuales, etc.

Otra clase de asociadas son las "supernumerarias". Cuando yo entré en la Obra, como menciono al principio, no había ninguna tampoco. Estando en el centro de estudios yo tenía ideas muy nebulosas acerca de esta clase de miembros ya que, como digo, no había aún ninguna. Y en más de una ocasión, las superioras, informalmente, nos dijeron que cuando llegara su tiempo ya nos dirían cómo era. Las supernumerarias pueden ser casadas o solteras y tienen un compromiso parcial con el Opus Dei, de acuerdo a su estado y a su condición social, como sus votos indican. Para una supernumeraria casada su voto de castidad consiste en tener tantos hijos como Dios quiera y solamente con permiso especial de su confesor puede utilizar el control de natalidad conocido por Ogino. Su obediencia al Opus Dei se relaciona con su vida espiritual y, en cuanto a su pobreza, las supernumerarias han de canalizar cualquier tipo de limosnas a través del Opus Dei: mensualmente entregan al Opus Dei, a través de la persona que recibe su "charla fraterna", lo que se llama "aportación"; esto es, una cantidad formada por una parte fija, la limosna que habitualmente daban antes a la parroquia o a cualquier otro grupo de caridad, y a quienes ellas, al pedir al Opus Dei su admisión como supernumerarias, dejarán de ayudar económicamente; y otra parte, producto de su generosidad. La verdad es que las supernumerarias han sido siempre y siguen siendo cimiento económico del Opus Dei. Recuerdo perfectamente haberle oído decir a monseñor Escrivá, hablando de los supernumerarios en general, así como de la labor de administraciones en el Opus Dei, de las cuales hablaré más adelante:...son como el esqueleto del Opus Dei y sin él, hijas mías, la Obra se vendría abajo".

Las "cooperadoras" son un grupo especial de mujeres que, sin ser miembros del Opus Dei y por tanto, sin el menor compromiso espiritual, ayudan con sus oraciones, limosnas y, si pueden, con su trabajo profesional o social, a los fines de la Prelatura. Reciben bendiciones de la Iglesia de Roma y pueden pertenecer a este grupo tanto personas católicas como no católicas o "católicas apartadas de la Iglesia", como es el caso, por ejemplo, de una persona divorciada. Es precisamente en este punto en el que el Opus Dei se apoya hoy para decir que monseñor Escrivá y la Obra tenían un espíritu ecuménico desde antes del Concilio Vaticano II. Nada más ajeno a la realidad. El motivo fue esencialmente económico. A aquellas personas se les presentaba, a través de un trato personal e individual, la posibilidad de ayudar socialmente, colaborando con empresas del Opus Dei en los centros de formación de sirvientas, o en una labor con campesinas, o incluso en la creación de becas para estudiantes universitarios necesitados de ayuda financiera. A cambio de ello se les brindaba una serie de bienes espirituales, creyeran o no creyeran en ellos.

En países donde la mayoría no es católica era la forma de obtener ayuda financiera para el Opus Dei. Éste fue el real motivo, basado además en las palabras de la Escritura de que "la limosna cubre multitud de pecados". A través de las cooperadoras, el Opus Dei obtiene, para sí, ayuda financiera, y, frente a la Iglesia y a los fieles católicos, el prestigio de preocuparse por los no creyentes o no practicantes.

Pero volviendo al tema del "Catecismo", este libro, por considerarse entre los documentos "ad usum nostrorum" (para nuestro uso), no se encuentra en los archivos oficiales de la Iglesia Católica y mucho menos en cualquier librería apostólica o biblioteca general o especializada. El número de ejemplares están contados en el Opus Dei.

Cuando años más tarde tuve acceso a las Constituciones del Opus Dei, me di cuenta de que el texto del "Catecismo" estaba formado por una selección de puntos básicos de las Constituciones, traducidos al castellano, aunque siempre nos dijeron que las Constituciones, escritas en latín, no se traducirían nunca a ningún idioma.

Como medida de seguridad, todos los ejemplares del "Catecismo" se guardan únicamente en los archivos de la casa de las superioras de la región, de donde sólo salen para su estudio durante algún curso. Esos ejemplares se custodian con una especie de maniático celo: la directora de un curso de formación cualquiera no puede acostarse sin contar antes los ejemplares del "Catecismo", si es que el libro se usó aquel día. Ni qué decir tiene, que si no aparece uno de los ejemplares, la casa entera no puede irse a descansar hasta que aparezca.

Lo que monseñor Escrivá no pudo evitar, y esto tiene su ironía, es que, como resultado de su énfasis en que aprendiéramos el "Catecismo" de memoria, lo aprendimos todas tan bien que, incluso hoy día, aquellas personas que no pertenecemos ya al Opus Dei, podemos recordarlo literalmente punto por punto.

La edición que yo estudié se retiró de la circulación por bastantes años, aproximadamente de 1964 a 1975. Y, precisamente después del fallecimiento de monseñor Escrivá, aprovechando viajes de las superioras mayores de Roma a las diferentes regiones, se repartió en ellas la nueva edición del "Catecismo", de 1975, seguramente revisada por monseñor Escrivá aún en vida. Lo que probablemente ocurrirá es que, ante el cambio del Opus Dei en Prelatura Personal, la edición de 1975 haya quedado obsoleta y dé paso a otra edición corregida.

En el centro de estudios, cuando terminábamos las clases, cada una regresaba al trabajo particular que le había sido asignada por la directora. La directora, Mari Tere Echeverría, por sí sola no regía el centro de estudios: estaba ayudada por su consejo local, formado por ella, Nisa González Guzmán como subdirectora, y Lourdes Toranzo como secretaria. Mary Tere Echeverría tenía mi edad. Era de San Sebastián. Pertenecía a una familia económicamente bien consolidada, aunque socialmente no eran de la "elite" de esa ciudad. Tenía un hermano sacerdote del Opus Dei, a través de quien ella conoció la Obra, que fue uno de los que abrieron la fundación en Argentina, Ignacio Echeverría. Mary Tere era muy buena y de carácter amable. Su visión de la vida era muy limitada: no había estudiado, ni tampoco llevado la vida normal de cualquier muchacha joven en España. Había entrado a la Obra a los quince años y siempre había estado metida en labores internas, principalmente en "Los Rosales". Se sentía muy insegura frente a algunas de nosotras, especialmente las que proveníamos de un ambiente en el que nos movíamos con soltura y, además, habíamos trabajado. Era la típica numeraria que anteponía la Obra a todo en su vida. En más de una ocasión me dijo: "No os podéis dar cuenta la fuerza que tenéis como grupo." Y era verdad: las Mouriz, Anina y Loli tenían un carácter tan fuerte como el mío, y había otras varias, como Mary Rivero, de Bilbao, que por las circunstancias de su vida eran mujeres decididas y que no tenían pelos en la lengua.

Nisa González Guzmán, la subdirectora, era de León. Tenía una gran personalidad y actuaba segura en cualquier ambiente. Era muy inteligente. Rígida algunas veces, pero no fría. Sabía cómo enseñar y su autoridad era innata. No era fanática y quizá por ello monseñor Escrivá no la quiso tener nunca a su lado, pero le encomendaba tareas difíciles, que siempre sacaba a flote, como la de abrir la fundación de mujeres en Chicago, en Estados Unidos. Ahora reside en España, en Valencia, creo.

A Lourdes Toranzo, la secretaria, la conocía mucho de "Zurbarán". Prácticamente entramos al Opus Dei sobre la misma época, pero ella se fue a vivir a la Obra antes que yo y había hecho el curso de estudios anterior al mío. Lourdes había terminado la carrera de Filosofía el año anterior. Era simpática, inteligente, pero yo nunca me fié de ella, porque tendía a ser una persona de dos caras. Se mostraba cordial con nosotras, pero reportaba a las superioras lo que fuera. Es decir, era el tipo de persona que lanzaba la piedra y escondía la mano. Años después, coincidimos en Roma porque a ella, como a mí, la nombraron superiora del primer gobierno central de mujeres. Y, curiosamente, volví a coincidir con ella otra vez en Roma, en mi última etapa en el Opus Dei, donde pude comprobar que era una persona de dos caras, como se verá después cuando detalle ese tiempo.

El plan de vida espiritual que cada uno de los miembros numerarios del Opus Dei ha de cumplir, esté donde esté, en el centro de estudios se vivía con un énfasis especial.

A las doce del mediodía se reza el Angelus o el Regina Coeli, según la época litúrgica. Cualquier acto de devoción en la sección de mujeres se termina con la jaculatoria "Sancta Maria, Spes nostra, Ancilla Domini" (Santa María, Esperanza nuestra, Esclava del Señor), pronunciada por la directora o quien la supla, a la que se responde "Ora pro nobis" (ruega por nosotros). En la sección de varones, la jaculatoria que dicen es: "Sancta Maria, Spes nostra, Sedes Sapientiae" (Santa María, Esperanza nuestra, Asiento de la sabiduría). La respuesta es igual "Ora pro nobis" (ruega por nosotros). Es curioso notar que hasta en esta clase de jaculatorias establecidas por monseñor Escrivá había un claro tinte de machismo: para las mujeres, la advocación a la Virgen debía ser como "esclava"; para los hombres, como de "sabiduría".

Entra también en el plan de vida la lectura del Evangelio y de algún libro espiritual. No menos de seis minutos para la lectura del Evangelio y no menos de quince para la lectura espiritual. La lectura se hace individualmente, de acuerdo con el horario personal de cada uno. Los libros a leer nos los recomendaba la directora, a quien se le podía también sugerir algún título en la "charla fraterna". Había una gran censura de libros espirituales. No se podían leer libros o autores de tipo marcadamente contemplativo. Es decir, de santa Teresa, por ejemplo, se recomendaba solamente la lectura de "Las fundaciones", y la lectura de san Juan de la Cruz no era muy recomendada. Es más: por muchos años no nos permitían leer el Antiguo Testamento, sino sólo el Nuevo Testamento. Sobre la lectura de libros en plan de estudio, hay una censura interna de la que hablaré más adelante, más severa que las recomendaciones de la Iglesia de Roma.

Las "Preces" del Opus Dei es la oración oficial de la Obra, como apunté anteriormente. Se empiezan besando el suelo y pronunciando también el "Serviam!" como expresión de servicio a Cristo y de rechazo al demonio. Las "Preces" están compuestas por una serie de peticiones, en forma de versículos, donde se encomienda uno a la Santísima Trinidad y se pide por el Papa, el obispo y el Padre, por los miembros de la Obra, por los vivos y los difuntos, etc. El rezo no dura más de seis minutos.

Hay también dos momentos durante el día en los que se hace examen de conciencia: uno, generalmente antes del almuerzo y a continuación del rezo de las "Preces", pero el horario difiere de casa a casa, aunque la recomendación es que el examen se haga antes del almuerzo. Otro momento de examen es por la noche, como acto final en el oratorio antes de acostarse.

Después del almuerzo, en todas las casas del Opus Dei, es costumbre la visita al Santísimo Sacramento.

Después de la visita viene la tertulia, a la que todas las numerarias de la casa tienen que asistir; si hay alguna enferma, la directora envía a dos numerarias para que hagan la tertulia con ella. Si la casa es pequeña, todas las numerarias hacen la tertulia con la enferma.

La duración habitual es de media hora, durante la cual la conversación se encamina, ahora de modo exhaustivo, a hablar del Padre, contando y repitiendo anécdotas, viajes, quién lo vio en tal o cuál lugar. O hablando de cosas de la Obra en general; por ejemplo, si alguien estuvo en Roma, contaba cómo era la casa, siempre con gran entusiasmo y alabando sin cesar los primeros tiempos de aquella casa. O cosas de la vida de "tía Carmen", la hermana de monseñor Escrivá, si es que alguna la había conocido. Ahora en las casas de la Obra se "vigila" mucho el "buen espíritu" en las tertulias.

En "Los Rosales", con tanta mujer, las tertulias eran difíciles, al menos a mí se me hacían insoportables. Las superioras aprovechaban esta ocasión para que se bailaran danzas regionales, como la sardana o la muñeira, y para que tratáramos de aprenderlas las que no las sabíamos. La verdad es que yo nunca fui agraciada para lo folklórico y quizá soy poco objetiva cuando digo que aquellas tertulias eran un verdadero tostón. Lo que absolutamente no podíamos hacer era mantener una conversación entre pocas: las conversaciones tenían que ser generales. Otras veces, especialmente los domingos, cuando Rosario de Orbegozo solía venir al centro de estudios, se cantaban canciones regionales y se aprendían bien las canciones de la Obra. Por cierto, más de una vez nos recomendaban que llevásemos a la oración personal la letra de esas canciones, ya que en todas ellas se habla de proselitismo o de entrega. Las tertulias resultan más agradables cuando en las casas viven solamente tres o cuatro numerarias; al menos son más personales. Concretamente recuerdo que en "Los Rosales", durante un par de días, María Sofía Pacheco, la primera numeraria portuguesa, y yo leímos el periódico. Yo recibí -y me imagino que ella también- una corrección fraterna diciéndome que la tertulia era para "alegrar la vida de nuestras hermanas, no para enquistamos en gustos propios".

Algunos domingos por la tarde, alguna tocaba el piano un rato, mientras solíamos escribir, como era permitido los domingos, cartas a las familias y amigas. Ése era todo nuestro contacto con el exterior, excepto que algunos domingos la señora De Mouriz solía venir a ver a sus hijas. Naturalmente, después de saludarla, las demás nos íbamos a otro lugar de la casa.

Un domingo por la tarde, en primavera, tuve la enorme emoción de ver a mi hermano el menor. Con sus doce años se las arregló para convencer a la mujer de servicio de mi familia de que lo acompañara y así venir a verme. Estuve con él en el jardín y recuerdo que Rosario de Orbegozo se enterneció al ver al crío y me dijo que le preparara una limonada. Fue la única visita que tuve de mi familia en esos seis meses.

Hasta 1966, los miembros de la Obra teníamos obligación de rezar las tres partes del Santo Rosario: una en familia, generalmente antes de la cena, y las otras dos cada uno por su cuenta, mientras se trabajaba, se conducía o se estaba esperando en algún lugar, por ejemplo, la consulta de un médico. Actualmente, aunque se recomienda el rezo de las tres partes del Rosario, sólo una, la del rezo en familia, es obligatoria.

Los sábados por la tarde se tiene "exposición menor" (Acto litúrgico en que se abre el sagrario y, con el copón, se da la bendición a los concurrentes ) y se canta la Salve gregoriana en el oratorio.

También los sábados se hace en las casas de la Obra la mortificación general de no merendar. Y ese mismo día, por regla general, se usan las disciplinas: treinta y tres golpes en las nalgas. Con permiso de la directora, se podían usar las disciplinas otros días, generalmente los martes. Cada una usa su habitación para esta mortificación, pero en "Los Rosales" era un problema, ya que los dormitorios eran colectivos; o sea, que uno tenía que encerrarse habitualmente en el baño del piso donde estaban los dormitorios, porque, si se hubiera usado el baño del sótano, todas las que cosían en el cuarto de trabajo junto a la cocina hubieran oído "el concierto".

El cilicio teníamos que usarlo diariamente no menos de dos horas, excepto en domingos y días festivos. En esta mortificación el problema de generosidad era grande, porque había que apretárselo lo más posible al muslo, sin que se notase al andar. Es más, si a una persona se le notaba al caminar que llevaba el cilicio, había que hacerle la corrección fraterna. Además de estas dos horas diarias de cilicio, éste se usaba también cuando una daba una clase o dirigía el círculo de estudios, por ejemplo. Yo nunca tuve dificultad para que mi directora me permitiera llevar más horas el cilicio, siempre que fuera para ofrecerlo por el Padre, por sus intenciones o por el proselitismo, en especial cuando alguna muchacha estaba a punto de "pitar" como numeraria.

Cuando por primera vez en "Zurbarán" me hablaron del uso del cilicio, tuve como una morbosa curiosidad por saber "qué era aquello". Obviamente ocasionaba dolor físico y, a veces, sobre todo al principio, originaba tal impaciencia por quitárselo que le hacía a una mirar el reloj a cada rato. Al cabo de un tiempo, uno tenía que tener cuidado de alternar la pierna donde se usaba el cilicio porque las púas originaban pequeñas heridas. Era un triste espectáculo vernos cuando usábamos el traje de baño: se notaba la marca de las heridas del cilicio. Al usar las disciplinas, nos dijeron, los golpes no deberían ser como quien usa un plumero, sino con energía y fuerza.

Esta mortificación corporal se usa también en el Carmelo y en algunas pocas familias religiosas. Es tan poco frecuente que, en más de una ocasión y país, por ejemplo en Venezuela, cuando quisimos comprar cilicios y disciplinas para las nuevas vocaciones en algún convento, nos encontramos con que era desconocida esta "mercancía" en aquel lugar. Sólo las carmelitas descalzas los hacían, usaban y vendían.

Por supuesto que, al salir del Opus Dei, la primera reacción es echar a la basura estos instrumentos de tortura.

Bastantes mortificaciones trae la vida para considerar que esta mortificación sea necesaria en la vida espiritual.

Al examinar precisamente estos puntos, me pregunté muchas veces, cuando salí del Opus Dei, si la mortificación corporal generosa, con objeto de reprimir la carne o con motivo de apostolado o proselitismo, no puede confundirse con una morbosa sensualidad.

Por la noche, después del rezo de "Completas" y antes del examen particular, se leía un comentado del Evangelio de aquel día, unas cuantas líneas escritas por la persona de turno, revisadas, por supuesto, por la directora.
Inmediatamente antes de acostarse, de rodillas y con los brazos en cruz, cada una rezábamos en voz baja tres avemarías para pedirle a la Virgen por la pureza. También por esta razón se rociaba la cama con unas gotas de agua bendita: que cada una teníamos en un frasquito sobre la mesa de noche. A veces, con el uso del agua bendita, ocurrieron cosas cómicas. Recuerdo que una numeraria prácticamente bañaba la cama y, como era natural, la directora nos dijo un día que el uso del agua bendita se refería a "la calidad, no a la cantidad" usada.

Diariamente hay que rezarle a la Virgen, cada una por su cuenta, un "Acordaos" por aquella persona de la Obra que más lo necesite. Siempre le tuve gran cariño a esta oración desde antes de entrar a la Obra y, por tanto, me gustó esta costumbre. Fue mi padre, precisamente, quien a mis buenos cuatro años, me enseñó esta oración jugando conmigo, en el verano y a la hora de la siesta. El juego era que yo repetía lo que mi padre decía, pero cuando llegaba con él a la frase de ...bajo el peso de mis pecados..." yo me ahogaba de risa porque en mi mente traducía aquella frase como "debajo de la balanza de los pescados...". A esa edad para mí no existía otra acepción de "peso" más que aquella de "balanza", que solía ver en alguna tienda cuando iba con mi madre a comprar algo y donde yo me daba cuenta de que las cosas las ponían "sobre el peso" y no "bajo el peso". Lo que yo me imaginaba en aquella frase del "Acordaos", y de ahí mi risa, era un montón de pescados con una balanza encima...

El plan de vida tiene también normas semanales como la confesión, la charla fraterna con la directora, el círculo de estudios; y el rezo del Salmo número dos los martes.

Después de las clases nos reincorporábamos cada una, como dije anteriormente, al trabajo al que habíamos sido asignadas aquella semana. Quiero hacer notar que en "Los Rosales" no había máquinas de tipo alguno. Todo el trabajo se hacía manualmente. La única ayuda que teníamos para sacar brillo al piso era un cepillo con mango que, por supuesto, se movía a impulsos de nuestros brazos. Y, al haber sólo uno para toda la casa, la mayor parte del piso se abrillantaba brochándolo con una bayeta debajo de cada pie. Ahí fue donde yo aprendí a brochar.

En "Los Rosales" había solamente dos mujeres de servicio y no eran de la Obra: una se encargaba de lavar la ropa a mano, y otra nos servía la mesa y fregaba los cacharros de cocina y los platos de las comidas. El resto del trabajo lo hacíamos nosotras.

Yo pasé por todos los trabajos. El planchero fue lo que llevé peor, por el hecho de que no lograba mantener encendido el hornillo de carbón. Cada vez que lo prendía se me apagaba a la hora, sin que yo pudiera explicarme la causa. Por supuesto, había que planchar con planchas de hierro, de las que ahora sólo se encuentran en los anticuarios. Estaba situado el planchero en una casita pequeña al final del jardín. Uno tenía que recoger las bolsas de ropa que las numerarias habían preparado previamente, metiendo en ellas una hojita con su nombre y el contenido de la bolsa.

En el lavadero la numeraria tenía que abrir cada bolsa, chequear cada pieza de ropa y, si alguna de ellas no venía marcada, marcarla entonces con las iniciales de la persona a quien pertenecía dicha bolsa. Una vez hecha esta revisión, que daba bastante asco por cierto, ya que requería tocar pieza a pieza toda la ropa sucia de la casa entera, se preparaban los montones de ropa para que los lavara la sirvienta. Ese trabajo me permitió conocer con evidencia la educación y delicadeza de cada persona de la casa.

El planchado era responsabilidad total de la numeraria. La verdad es que planchar la ropa de más de veinte personas no era una tarea pequeña, pero para colmo de males yo no podía mantener encendido, como dije, aquel bendito hornillo. Recuerdo mi lucha sin el menor éxito, como también que asistía a las clases apestando a humo.

Finalmente tuve que reportar a la directora que el domingo siguiente las numerarias de la casa no recibirían toda su ropa.

En vista de mi fracaso, al cambiar de oficio la siguiente semana, le pedí a la directora por favor que me dejase otra semana más en aquel trabajo, pero me negaron ese permiso...

Continuación capítulo IV

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