TRAS EL UMBRAL, UNA VIDA EN EL OPUS DEI.
Carmen Tapia
CAPITULO V: VIAJE
A ROMA
Al llegar de Bilbao a Madrid fui a vivir a Juan Bravo, 20,
la casa de la Asesoría Central que aún estaba
en Madrid. A diario iba a la administración de Lagasca
tratando de ayudar a preparar el equipaje que tenía
que llevarme a la casa de Roma. Ambas casas, Juan Bravo y
Lagasca, están muy cerca y equidistantes de la casa
de mis padres. O sea, que, para mí, ese corto recorrido
tenía el color de infinitos recuerdos de los años
de mi vida anterior. Madrid es una ciudad que siempre he querido
mucho; ha tenido siempre para mí un encanto especial.
Era la ciudad donde había pasado los primeros veinte
años de mi vida y ahora, al haber estado fuera de ella
varios años, primero en Villaviciosa de Odón
haciendo el curso de formación, luego en las administraciones
de las residencias del Opus Dei en Córdoba, Barcelona
y Bilbao, el volver a Madrid era un revivir mi vida entera.
Especialmente el barrio de Salamanca, que me lo conocía
palmo a palmo: desde mi niñez y mi vida de colegio
y estudiante, a mi juventud, con sus recuerdos sentimentales
y emotivos. Todo se me venía a la cabeza caminando
por esas calles. Pensamientos todos que, por otro lado, tenía
que alejar de mi mente porque esos recuerdos cargados de una
cierta nostalgia contrariaban mi vida de entrega según
el espíritu del Opus Dei. Me daba cuenta de que tenía
que "despegarme" de todo aquello que despertara
en mí memorias pasadas que, en cierta forma, levantaban
en mi mente y mi corazón un oleaje emotivo, lujo que
una numeraria con buen espíritu no se podía
permitir. O sea, que tuve que cortar el hilo de mi discurso
mental más de una vez y ajustarme a la realidad de
que estaba en Madrid "solamente" de paso para ir
a Roma, nada menos que a trabajar de cerca con el Padre. Por
ello, materialmente mi cabeza debía estar concentrada
en preparar el equipaje que debía llevarme a Italia.
Cuando una numeraria iba a Villa Sacchetti, llevaba todo
lo que esa casa había pedido: desde sábanas
hasta estropajos para fregar los cacharros de la cocina. Aparte
de ello, naturalmente, cada quién preparaba, en maletas
aparte, la ropa personal que podía necesitar en Roma.
Un día de los que fui a "Lagasca", conocí
a María Luisa Moreno de Vega, que era superiora de
la Asesoría Central y que iba a trabajar conmigo, ambas
como secretarias personales de monseñor Escrivá
en los asuntos relacionados con la sección de mujeres
del Opus Dei en el mundo entero. María Luisa había
trabajado también en el Consejo Superior de Investigaciones
Científicas como secretaria de don José María
Albareda, cuando yo trabajaba en el mismo Consejo como secretaria
del doctor Panikkar.
Estaba previsto que, aquella semana, primeros de abril, María
Luisa Moreno de Vega, que era superiora mayor, como digo,
viajaría en avión a Roma. Yo, en cambio, como
no tenía entonces ningún cargo de gobierno en
el Opus Dei, iría en tren con Tasia, una numeraria
sirvienta que iba a quedarse en Villa Sacchetti. Me llevaría
también el equipaje pesado, es decir, el baúl,
más las maletas de María Luisa, de Tasia y las
mías.
El día que María Luisa Moreno de Vega salía
para Roma me dijeron que fuera con Rosario Orbegozo, la directora
central, a despedirla. Recuerdo que María Luisa iba
vestida con elegancia para el viaje. Como complemento de su
atavío, llevaba un sombrero muy bonito y gracioso.
En aquellos años la sección femenina no tenía
automóvil alguno y por ello don José María
Hernández Garnica arregló que, en uno de los
automóviles de ellos, un numerario nos condujera al
aeropuerto. Pero, hete aquí que, con la prisa, María
Luisa se olvidó nada menos que del pasaporte y solamente
se dio cuenta de ello cuando estábamos cerca del aeropuerto.
Cuando Rosario oyó decir a María Luisa que se
había olvidado el pasaporte, le entró un ataque
de desesperación, ya que por esa causa perdería
el vuelo a Roma, e indignada y furiosa, le pegaba golpes en
el sombrero a María Luisa, abollándoselo, claro,
mientras le repetía que, en vez de preocuparse tanto
del sombrero, se hubiera tenido que ocupar más de no
olvidarse el pasaporte. La escena, dentro de lo dramática,
era comiquísima: el numerario del Opus Dei manejando
el automóvil, nosotras tres en los asientos de atrás
y, mientras, Rosario abollando, de la rabia, el sombrero de
María Luisa. Ésta estaba angustiada por lo ocurrido,
pero, por reacción nerviosa, le dio por reír
también. Yo, por mi parte, apenas podía contener
la risa igualmente. Total, que el numerario-chauffeur que
hasta ahora había manejado en el más absoluto
de los silencios, pero que, inevitablemente, había
oído el problema, se atrevió a preguntar:
-Volvemos, ¿no?
A lo que todas asentimos a la vez. Regresó, pues,
a "Lagasca", con la consabida bronca, al llegar
a la casa de Rosario, a María Luisa por haber perdido
el avión de esa semana, ya que en esa época,
el servicio aéreo con Italia, desde Madrid, era semanal.
Yo me daba cuenta de que Rosario tenía razón,
pero la verdad era que, en su conjunto, la parte cómica
vencía a la trágica. La semana siguiente, la
partida de María Luisa fue muy distinta: la acompañé
yo simplemente como me dijeron: en un taxi y solamente a la
terminal de autobuses de Iberia, que llevaba los pasajeros
al aeropuerto.
Con respecto a mi familia, desde que yo llegué de
Bilbao y, dado que me iba de España, lo más
probable "para siempre", me dijeron las directoras
que podía ver a mi padre todos los días. Como
el ir a casa de mis padres era impensable, ya que mi madre
seguía totalmente opuesta a mi vocación y no
quería ni verme mientras estuviera en el Opus Dei,
acordé con mi padre el vernos a la hora del café.
Solíamos encontrarnos a diario, alrededor de una hora,
en la cafetería del hotel Emperatriz, que estaba prácticamente
junto a la casa de mi familia. Sin embargo, un buen día,
me dijo la directora de Juan Bravo que, como estábamos
en Cuaresma, sería mejor que no me reuniera con mi
padre a diario, sino cada tres o cuatro días solamente.
A mis hermanos pude verlos apenas, por la incompatibilidad
de sus horarios de estudios con el rato de que yo disponía
por la tarde y porque, por otra parte, mi madre no les dejaba
que me visitaran. La situación familiar respecto a
mi vocación no solamente no había cambiado,
sino que ahora, con mi marcha a Roma, había empeorado.
Las conversaciones con mi padre eran dolorosas por ambas
partes: yo lo veía sufrir, primero porque él
veía a mi madre sufrir y segundo porque se daba cuenta
de que yo también sufría por la reacción
de mi madre. Él estaba en el medio. Mi padre me quería
entrañablemente y siempre congeniamos mucho, además
de ser yo la única hija y la mayor.
Cada vez que nos encontrábamos, me repetía
mi padre que si tenía cualquier problema en Roma, acudiera
al embajador de España en el Vaticano, a quien él
conocía bastante, y que cualquier cosa que necesitara
que no dejara de escribirle a casa. Por supuesto, me repetía
también que si no era feliz, regresara a casa, donde
tanto él como mi madre me recibirían con los
brazos abiertos.
Otro de los días me recordó mi padre el temor
que él tenía de que Pío XII, siendo como
era el Pontífice entonces, tuviera "en cuarentena"
al Opus Dei, y me volvió a relatar la entrevista que
tuvieron, él y mi madre, con este Papa, en octubre
de 1950. Ambos tenían la impresión clara de
que Pío XII no tenía la menor simpatía
al Opus Dei. Esto basado en la experiencia vivida cuando mi
padre, acompañado por mi madre, y yendo en visita oficial
al Vaticano, tuvieron una audiencia privada con Su Santidad
Pío XII: mis padres y otro matrimonio que acompañaba
también a mi padre. Este matrimonio, muy felizmente,
le contó al Santo Padre que tenían un hijo en
la Compañía de Jesús. Pío XII
les habló con entusiasmo de la Compañía
de Jesús y les dio expresamente una bendición
especial para ese hijo jesuita. Mi madre, que estaba muy emocionada
durante la audiencia, al oír aquello, se echó
a llorar. Pío XII, dirigiéndose a mi padre,
le preguntó si tenían hijos y si tenían
algún problema con ellos, a lo que mi padre le respondió
que no tenían problema con mis hermanos porque eran
muy buenos. "El problema-balbuceó mi madre entre
sollozos- es mi hija." A lo que Pío XII le volvió
a preguntar a mi padre cuál era el problema con su
hija. Mi madre le dijo: "Se fue al Opus Dei." Pío
XII respondió con cierta frialdad diciéndoles
a mis padres escuetamente: "Sí. Es un Instituto
Secular recientemente aprobado." Y no dijo nada más.
Sin embargo se mostró sumamente cariñoso con
mi madre y le dio su bendición mientras suavemente
le acariciaba la cabeza. Mis padres se quedaron convencidos
de que Pío XII no tenía afecto especial alguno
al Opus Dei. Y esto mi padre me lo recordó en una de
esas tardes.
Mi madre aparentemente mantenía que una orden o congregación
religiosa era clara en su manera de actuar, pero que el Opus
Dei, dicho en forma coloquial, "no era carne ni pescado".
Yo oía estas cosas, pero pensaba que mis padres estaban
obcecados y que, en su afán de hacerme volver a la
casa, deformaban las cosas. Tenía esculpido en mi mente
lo que el Opus Dei repetía: "Que los padres podrían
ser a veces los mayores enemigos de nuestra vocación."
Años más tarde comprendí cuánta
razón tenían mis padres en sus apreciaciones
instintivas sobre el Opus Dei.
Respecto a mis amigas, como la mayoría estaban casadas,
me dijo la directora de la casa que no valía la pena
verlas porque disponía de muy pocos días en
Madrid, y era mejor que simplemente dejara las fichas con
sus nombres para que alguna otra numeraria las llamase por
teléfono, más adelante, para invitarlas a retiros.
Me desaconsejaron igualmente que las llamara por teléfono,
cosa que, lógicamente, me costó mucho esfuerzo,
pero que igualmente acepté.
Estuve en Madrid cerca de tres semanas, ya que mi viaje se
concretó para el 22 de abril. El itinerario era Madrid-Barcelona-Roma
sin parada en parte alguna. Mi padre, por supuesto, me dio
el billete de tren en tercera clase, porque ya estaba resignado
al entonces criterio sobre viajes del Opus Dei. Esta vez mi
padre no pudo ir a la estación: por asuntos de trabajo
tenía que salir para Londres antes de que yo lo hiciera
para Roma. Se llevó a mi madre con él, en parte
también para evitarle la tensión de mi marcha
a Italia.
Ni qué decir tiene que en las casas del Opus Dei en
Madrid me repetían a derecha e izquierda la mucha suerte
que tenía -lo "enchufada" que era- de poder
ir a Roma a la casa del Padre y nada menos que de secretaria
suya.
Don José María Hernández Garnica nos
dio a Tasia, la sirvienta, y a mí la bendición
de viaje, una costumbre que se vive en el Opus Dei, cada vez
que alguien viaja. También me dio don José María
un correo personal para monseñor Escrivá con
la indicación de que se lo entregara a don Alvaro,
nada más llegar.
Estábamos a punto de salir para la estación
cuando Rosario Orbegozo, que como dije era la directora central
de la sección de mujeres del Opus Dei, me llamó
aparte y me dijo, ante mi asombro, que me subiera la ropa
porque me tenía que poner una faltriquera debajo de
la falda. Me dijo que no preguntase nada y tampoco me explicó
de cerca ni de lejos el contenido de aquella especie de manga
larga, llena de lo que fuera, que ella misma me ató
alrededor de la cintura. Solamente me indicó muy seriamente,
que bajo ningún concepto me la quitara, ni hablase
sobre ello tampoco a la sirvienta que venía conmigo
ni a nadie, sino que al llegar a Roma, se lo entregara personalmente
a don Alvaro del Portillo. Me recomendó especial cuidado
al cruzar la frontera, tanto la hispano-francesa, como la
franco-italiana, y me indicó expresamente también
que, caso de que me quisieran registrar en alguna aduana,
debería exigir que la oficial de aduanas fuera con
uniforme y guantes blancos, porque de otra forma no podían,
por ley internacional, registrarme. Me insistió una
y otra vez en el tremendo cuidado de la faltriquera pero,
como digo, no me explicó en absoluto cuál era
el contenido.
En el primer momento pensé que el contenido de aquella
faltriquera sería seguramente algún documento
muy importante de la Obra, pero la verdad es que, con la tensión
de la marcha y luego en la estación con el cuidado
de facturar el baúl y parte de las maletas directamente
a Roma, no me volví a preocupar demasiado de la faltriquera.
Subir al tren fue en cierta forma un descanso, después
de los preparativos y emociones de última hora. En
el compartimento venía una señora muy mayor,
francesa, que apenas nos dirigió la palabra y que se
bajó a mitad de camino. La otra persona que venía
en el compartimento era un señor, joven más
bien, italiano, de aspecto elegante, que hablaba correctamente
español porque había vivido varios años
en España, nos dijo.
El trayecto Madrid-Barcelona, como lo hicimos de noche, Tasia
y yo tratamos de dormir lo más posible. Yo no lo hice
muy bien, porque pensaba que, probablemente, dejaba mi país
para siempre. Aunque en mi familia había un gran ambiente
internacional, como dije anteriormente, España era
el país donde yo había nacido y vivido, y lógicamente
no sabía cuándo podría regresar, ni si
regresaría. Dejaba atrás, una vez más,
mi vida entera, pero esta vez con la base sólida del
país que me había visto crecer y al que quería
mucho. Por otra parte, pensaba igualmente que Dios también
me pedía aquello y procuré, mentalmente, hacer
un nuevo ofrecimiento de mi vida y futuro a Dios. Era como
cortar el cordón umbilical.
Frente a mí tenía el panorama de empezar a
trabajar con el Padre y además el carisma de haber
sido escogida por él para esta labor delicada de ser
su secretaria junto con María Luisa Moreno de Vega.
Cruzamos a Francia en el mismo tren sin problemas de policía
ni aduana, porque nuestros documentos estaban en regla. Yo
recordé la faltriquera, pero a nadie se le ocurrió
registrarnos. El trayecto, de la frontera hispano-francesa
a la frontera italiana es tan lindo que estuvimos embebidas
contemplando el paisaje de la Costa Azul y Mónaco.
En mi interior, siempre acaricié la idea, mientras
estaba en la Obra, de que, algún día, si dejaba
España, me enviarían a Francia. Así le
había expresado este deseo a monseñor Escrivá
en más de una de mis cartas personales, ya que Francia
es un país que me entusiasma.
En Madrid, nos habían preparado para el viaje unos
sándwiches y alguna fruta, pero no agua, porque nos
dijeron que podríamos beber en alguna fuente de las
estaciones donde parase el tren. La verdad es que el tren
paraba solamente unos minutos en las pocas estaciones que
lo hizo y no daba tiempo a bajarse y empezar a buscar fuente
alguna. Yo, que siempre bebo mucha agua, tenía muchísima
sed, pero como no nos habían dado dinero para el viaje,
tampoco podíamos comprar ningún refresco a quienes
los vendían acercándose a las ventanillas en
los pocos minutos que el tren paraba en alguna estación
de paso.
Nuestro compañero de tren, al ver dos mujeres jóvenes,
de aspecto agradable, debió de pensar que se iba a
pasar un viaje muy bueno en nuestra compañía,
pero lo que él no sabía era que las numerarias
del Opus Dei nunca alternan con hombres y que, cuando viajan,
o en situaciones similares, tampoco revelan su pertenencia
al Opus Dei, lo que crea muchas veces, como en este viaje,
por ejemplo, una situación confusa y embarazosa. La
forma corriente con que yo vestía y mis 27 años
recién cumplidos me hacían aparecer en aquel
tren con el aspecto de una muchacha estudiante que va al extranjero.
En cuanto a Tasia, al ir también corrientemente vestida,
no tenía aspecto monjil. Lo único que se le
notaba era que, a pesar del vestido, sus modales y aspecto
físico eran más bien toscos. El señor
italiano quería a toda costa entablar una conversación,
pero las preguntas que nos hacía se las respondía
yo, educada pero lacónicamente, para evitar una conversación
larga. El hombre no sabía qué hacer para pegar
la hebra. Su afán de hablar nos hizo a Tasia y a mí
pasarnos muy largos ratos en el pasillo del tren en el trayecto
Barcelona-Ventimiglia, frontera por la que entramos a Italia.
De más está decir que cumplimos todas las normas
del plan de vida, para lo cual y a fin de no llamar la atención
ni ser interrumpidas por el señor italiano, nos hacíamos
las dormidas.
Al llegar a Ventimiglia, la policía y la aduana italiana
subieron igualmente al tren para revisar los pasaportes y
los equipajes. Yo estaba tan tranquila porque en Madrid había
facturado hasta Roma el baúl y un par de maletas, con
lo cual no teníamos gran equipaje en el compartimento.
Una vez que la policía y la aduana italiana se bajó
del tren, Tasia y yo nos quedamos en el pasillo mirando por
la ventanilla todo el trasiego de aquella estación
fronteriza. Vimos también cómo las otras maletas
nuestras entraban en el vagón de equipajes con destino
a Roma, pero de repente y con enorme asombro nos dimos cuenta
de que a nuestro baúl lo habían dejado atrás,
apartado, en medio del andén donde la aduana revisaba
los equipajes, sin el menor aire de subirlo también
al vagón, con destino a Roma. Faltarían como
unos diez minutos para que arrancara el tren, cuando nos dimos
cuenta de ello. No lo pensé dos veces: le di a Tasia
su billete y su pasaporte y le dije al señor italiano
que por favor la cuidara durante el viaje y especialmente
al llegar a Roma, donde nuestras amigas nos esperaban.
Con las mismas, bajé del tren y volé a la aduana.
Durante unos tres minutos iba y venía, brincando entre
los mostradores de la aduana francesa y la italiana, tratando
de averiguar la razón por la que no habían subido
el baúl en el tren que iba a Roma. La respuesta fue
que tendría que dejar el baúl en la frontera
y que luego podría reclamarlo a través de un
agente de aduanas, a menos que pagase de inmediato, bien en
liras o en francos franceses, una cantidad equivalente a unos
treinta dólares norteamericanos y que, por otra parte,
dudaban de que hubiera tiempo ya para subir el baúl
al tren.
Me di cuenta, con horror esta vez, de que, al no tener dinero
en moneda extranjera, el baúl se perdería probablemente
o sería complicadísimo reclamarlo desde Roma,
y además que era el encargo específico que me
habían dado las superioras en Madrid de que el baúl
tenía que llegar conmigo a Roma. De repente, se me
ocurrió pensar si el contenido de la faltriquera que
yo cargaba podría ser dinero. Cruzó también
por mi mente el mandato severo de Rosario Orbegozo de que
bajo ningún motivo me deshiciera ni tocara aquella
faltriquera, pero, al mismo tiempo y como un rayo de luz se
me vino a la cabeza el pasaje bíblico de los panes
de la proposición y sin más, me metí
en un inmundo servicio que había allí mismo,
rasgué la tela de la faltriquera y vi con estupor ante
mis ojos que contenía miles y miles de dólares
norteamericanos. Temblorosa, saqué solamente cincuenta
dólares sin querer indagar la enorme cantidad de dinero
que llevaba encima y pagué así a la aduana franco-italiana.
Después de lo cual insistí a los aduaneros de
tal forma que logré que subieran el baúl al
vagón de equipajes, justo un instante antes de que
el tren arrancara.
Por mi parte, volando más que corriendo, crucé
las vías y me fui hacia el tren que empezaba a moverse.
Tasia, la sirvienta, lloraba pensando que se quedaba sola
porque con el tren en marcha no lo podría alcanzar.
La verdad es que llegué a los escalones de la portezuela
de uno de los últimos vagones. Mientras tanto, el señor
italiano, al ver la escena, corrió por el pasillo del
tren hacia la portezuela que yo intentaba alcanzar y con todas
sus fuerzas me ayudó a subir al tren, ya en franca
marcha. Naturalmente tuve que darle amablemente las gracias
a aquel señor y fue ya inevitable el entablar una conversación
amable con él.
La verdad es que, a más de jadeante por la carrera
hacia el tren, interiormente estaba angustiada por haber roto
la faltriquera y pensar qué diría don Alvaro
al darse cuenta de que yo me había enterado de esa
manera de que llevaba dólares encima. En ese momento
no pensé que los superiores del Opus Dei -empezando
por el Padre, siguiendo por Alvaro del Portillo, continuando
con don José María Hernández Garnica
y, acabando por Rosario Orbegozo- me habían usado,
sin decirme nada, sin advertirme nada y sin preguntarme, en
primer lugar, si estaría dispuesta a correr ese riesgo
por la Obra.
Cuando pienso en ello hoy día y me doy cuenta de que
crucé las fronteras de tres países con aquel
puñado de dinero sin saberlo, no es que me irrite solamente,
es que me espanta el que el Opus Dei utilice a sus miembros
como marionetas haciéndoles violar leyes internacionales.
Si dichas leyes son justas o injustas, no me toca a mí
juzgarlo. Lo que espanta, como digo, es que el Opus Dei exponga
de esta manera a sus miembros. ¿Cómo iba a creerme
la policía de país alguno que "yo no sabía"
que llevaba divisas, máxime siendo mayor de edad, como
era? Es decir, por ser mayor de edad, yo hubiera pagado en
mi persona cualquier pena que me hubieran impuesto tanto España
por sacar dinero sin permiso, como Francia o Italia, por no
declararlo, si me lo hubieran llegado a encontrar.
Parece ser que monseñor Escrivá con alguien
de las altas esferas del Opus Dei, o alguien importante del
Opus Dei -no estoy totalmente segura- fueron a visitar a Franco
en esa época y en el transcurso de la conversación
le dejaron caer que se estaban construyendo en Roma los edificios
que albergarían al Colegio Romano de la Santa Cruz
y que para ello necesitarían canalizar desde España
fondos para esta empresa. Franco, con su bien conocida "diplomacia
gallega", no prestó mayor atención a la
insinuación. Indiscutiblemente monseñor Escrivá
por aquello de que "quien avisa no es traidor" pidió
a los superiores mayores del Opus Dei en España el
que pudieran enviar con la periodicidad necesaria, para poder
cumplir los compromisos financieros frente a terceros, ayuda
económica en gran escala. El Opus Dei en España
sufrió una verdadera sangría financiera para
poder ayudar a Roma. Al no haber canales oficiales para hacerlo
abiertamente, dado el control monetario español de
la política franquista, se utilizaron medios diplomáticos
"discretos" para verificar dichos envíos,
bien fueran valijas diplomáticas o similares. Estando
en Roma, todas sabíamos que semanalmente llegaba un
correo de España, es decir, alguien que traía
papeles confidenciales y -no me cabe la menor duda hoy día-
que, posiblemente también, como en mi caso, esa persona
transportara igualmente sumas menores en divisas.
Pero siguiendo con el viaje, el señor italiano preguntaba
cosas lógicas como:
-¿Qué piensa hacer usted en Italia?
Mi respuesta, lógica también:
-Estudiar italiano.
Yo trataba de ser lo más evasiva posible, pero las
preguntas se sucedieron:
-¿Dónde en Italia?
-En Roma.
-¿Dónde vivirá usted en Roma?
-En una residencia de estudiantes.
-¿Cómo se llama?
-No lo sé -fue mi respuesta-. Mis amigas me lo dirán
cuando me vengan a buscar esta noche a la estación.
Siguieron sus preguntas y mis evasivas. Yo no le di dirección
alguna, por supuesto, simplemente me limité a decirle,
para que todo pareciera normal, que creía que la residencia
estaba en el "Panoli", pero que como no conocía
Roma, podía estar confundida.
Como este señor vio que no era muy fácil seguir
hablando conmigo, me brindó amablemente unas revistas
italianas que llevaba él, ya que nosotras tampoco llevábamos
material alguno de lectura. Las acepté cortésmente
para verlas.
Lo que este señor no podía ni vislumbrar era
que aquellas revistas eran las primeras que caían en
mis manos desde el año 1950. Sentía gran curiosidad
e interés por hojearlas, máxime porque eran
italianas. Pero sobre todo porque hacía, como digo,
años que no hojeaba una revista. Eran sencillamente
unas revistas gráficas, pero no pornográficas
ni mucho menos, lo que no significa que no hubiera por otra
parte, alguna que otra fotografía más o menos
sugestiva. Yo procuré que la sirvienta no viera esas
páginas y me dediqué por unos minutos a ver
si podía entender el italiano escrito. Pretextando
las salidas al pasillo del tren, dejé las revistas
en el asiento. Y así, entre salidas al pasillo, cumplimiento
del plan de vida con apariencia de sueño, transcurrieron
las horas hasta que llegamos a la Stazione Termini en Roma:
eran las once de la noche del 23 de abril de 1952.
Nos esperaban en el andén Iciar Zumalde, quien había
hecho conmigo el curso de formación en "Los Rosales"
y Mary Carmen Sánchez Merino, de Granada, a quien no
conocía. Me llamó la atención que la
Stazione Termini no fuera tan ruidosa como las españolas
y me hicieron notar que dependía del material que habían
empleado en la construcción del pavimento. Tomamos
un taxi con todo el equipaje, maletas y baúl incluidos.
Me pareció en el camino que Roma tenía una bonita
iluminación, pero estaba tan cansada y sedienta que
lo único que deseaba era llegar a la casa y beber agua.
Por fin, tras unos veinte minutos, llegamos a Via di Villa
Sacchetti, 36, la casa central de la sección femenina
del Opus Dei en Roma.
Al bajarme del taxi, mi primera impresión fue que
la casa del Opus Dei era pequeña, porque desde el umbral
sólo se veían tres ventanas y una especie de
tejadillo.
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