TRAS EL UMBRAL, UNA VIDA EN EL OPUS DEI.
Carmen Tapia
CAPITULO VI: ROMA,
LA JAULA DE ORO (parte 1)
Via di Villa Sacchetti
Nos abrió la puerta Antonina, una numeraria sirvienta
de las primeras de la Obra, que hacía muchos años
que estaba en Roma. Con ella nos esperaba Encarnita Ortega,
entonces directora de la administración de Villa Sacchetti
y también Mary Altozano, una numeraria de Jaén,
que era la subdirectora de la casa. María Luisa Moreno
de Vega también estaba con ellas esperándonos.
Tras los saludos calurosos de todas y cada una, subimos por
unos escalones de granito a la Galleria della Madonna y desde
allí bajamos, por otra escalerilla, al oratorio del
Inmaculado Corazón de María a saludar al Señor.
Yo le pregunté a Encarnita Ortega si podría
beber un vaso de agua, porque hacía casi cuarenta y
ocho horas que no bebía una gota. Siempre me acordaré
de que miró el reloj y me dijo: "Son pasadas las
doce. Si bebes agua ahora, mañana no podrás
comulgar. ¡Mira qué bien! -agregó-, la
primera cosa que vas a ofrecer en Roma por el Padre."
Y, naturalmente, no bebí agua.
Me prendieron, para que la pudiera ver bien, las luces de
la Galleria della Madonna, llamada así, porque hay
un vitral de la Anunciación al final de la misma, el
cual, por el otro lado, da al planchero de la casa, y cuando
éste está iluminado da luz también a
la Galleria. Esta galería es muy bonita. Curiosamente
y debido a la serie de desniveles que existen en estos edificios
de la casa central del Opus Dei, la Galleria della Madonna
es un sótano que recibe muy buena luz natural por claraboyas
en el techo. Tiene esta galería un piso de baldosa
roja zigzagueante enmarcado por una piedra caliza blanca,
y el zócalo de granito gris. Y una fuente adosada a
una de las paredes de la galería hecha con el típico
sarcófago romano -auténtico en este caso-. En
esta fuente hay un chorro de agua cuyo hipogrifo gotea siempre
y ello procura un ambiente recogido y silencioso. Está
indicado además, en la casa de Roma, que en esta galería
se debe vivir el "silencio menor" ("El silencio
menor" se vive en todas las casas del Opus Dei desde
después de la tertulia de mediodía hasta después
de las 17.00. En muchos países, la hora de la merienda
o "tea time".), lo que significa que sólo
se debe hablar lo estrictamente necesario, pero en voz muy
baja por la cercanía a los oratorios. Cuando yo llegué
sólo había un oratorio en la administración:
el del Inmaculado Corazón de María.
A Tasia, la sirvienta que venía conmigo, la acompañaron
a su camarilla (nombre que se les da en las casas del Opus
Dei a los dormitorios de las sirvientas, que siempre son individuales)
Antonina, con Mary Carmen Sánchez Merino e Iciar. A
mí me acompañaron a mi cuarto Encarnita Ortega
y María Luisa Moreno de Vega.
Naturalmente Encarnita me dijo también lo mismo que
en Madrid: que era una "enchufada" por venir a la
casa del Padre y la mucha responsabilidad que tenía
ante Dios por haber sido escogida a trabajar directamente
con él como una de las dos secretarias personales.
Me preguntó Encarnita si traía algo para el
Padre y le dije que sí. Le entregué el correo
que me dio don José María Hernández Garnica
y también la faltriquera, explicándole lo que
me había sucedido en Ventimigua. Ella me dijo que se
lo explicara yo misma a don Álvaro del Portillo cuando
le viera al día siguiente.
Mi primera impresión, al cruzar el umbral, fue como
la de entrar en un castillo medieval: noté que había
mucha piedra, baldosa roja y hierro en la construcción.
Apenas se veían muebles, pero sí contraventanas
pesadas.
Nuestras habitaciones formaban un bloque de dos pisos, cuyas
ventanas daban a una terraza donde habían plantado
varios cipreses y cuya verja, que daba a la calle de Villa
Sacchetti frente a un edificio más bien moderno de
esa misma calle, estaba empezando a tupirse débilmente
con una especie de jazmín.
Al subir la escalera -escalones de baldosa roja ribeteados
de madera- hacia el primer piso de habitaciones, nos detuvimos
en un descansillo grande donde está ubicado el "soggiorno"
(cuarto de estar), cuya cancela de hierro y cristal permite
ver la habitación entera desde fuera. La habitación
era grande, con varios ambientes, muy agradable de aspecto.
Bien amueblada, me pareció. Me hizo notar Encarnita
una serie de dibujos decorativos de las paredes: varios "trompe
l'oeil". Tenía tres ventanas que daban a la calle
(las cuales yo acababa de ver desde abajo).
De ahí, rápidamente, me llevaron a mi cuarto
que estaba en el primer piso, explicándome dónde
estaban las duchas y los retretes. María Luisa Moreno
de Vega tenía su habitación casi al lado de
la mía.
Cuando cerré la puerta del cuarto le eché un
vistazo: era una habitación de mediano tamaño
con una cama de hierro verdinegro y una colcha floreada muy
agradable que cubría las tablas. En los días
siguientes me di cuenta de que todos los dormitorios tenían
el mismo plano y la misma clase y número de muebles.
Había en el cuarto dos puertas: una que daba al lavabo,
con un espejo grande, luz, etc., y otra, la del closet. Una
ventana, que estaba cerrada, no sabía en aquel momento
a dónde daba, pero al día siguiente, al abrirla,
comprobé que daba a aquella terraza de los cipreses
que a mí siempre me gustó. En la pared había
una hornacina para libros, pero sin libros, y una imagen de
la Virgen pintada en el muro. Una mesa de trabajo muy sencilla
y una silla completaban la decoración de aquel cuarto.
El suelo era de mosaico rojo. La habitación, aunque
era agradable, me sobrecogió por lo austera. Me parecía
una habitación muy desnuda. En ella, desde luego, no
había nada superfluo. Organicé mi ropa en el
closet y me acosté rendida.
Me levanté al sonar el timbre y siguiendo las reglas
de cualquier casa del Opus Dei, a la media hora estaba arreglada
y con la cama tendida. La luz romana entro por aquella ventana
al abrirla y fue como si me inundara de optimismo con aquel
sol. Me vino a buscar Encarnita para acompañarme al
oratorio, porque la casa era tan grande que fácilmente
se perdía uno en ella, sobre todo al llegar.
Primero la meditación, como en cualquier otra casa
de la Obra, y luego la misa. El oratorio del Inmaculado Corazón
de María era muy distinto de los que yo conocía
en las casas de la Obra. Me pareció bastante grande.
Tenía una sillería de coro, a la que se subía
por dos escalones, donde nos sentábamos las numerarias
y, en el centro del oratorio, flanqueando el pasillo central,
estaban los bancos donde se sentaban las numerarias sirvientas.
En el centro de ese pasillo había un pequeño
órgano.
Al terminar la misa fui a saludar a las numerarias y sirvientas
de la casa, unas conocidas y otras no, que nos esperaban en
la Galleria della Madonna. Estos saludos suelen ser muy bulliciosos,
con grandes abrazos, pero nunca besos: las numerarias del
Opus Dei no se besan nunca. Inmediatamente fuimos a desayunar.
Entonces, las numerarias, debido a horarios conflictivos con
la casa administrada, ya que los numerarios, al no tener su
comedor terminado, usaban el nuestro y a fin de vivir el reglamento
de administraciones que expliqué al hablar de Córdoba,
desayunábamos en el planchero, en una mesa que se improvisaba
en la parte donde habitualmente se cosía. A la hora
del almuerzo y cena sí usábamos nuestro comedor,
porque se hacían varios turnos de comidas en la casa.
Y esto duró por casi dos años: hasta que se
terminó parte de las obras y pudimos desayunar también
en los comedores que eran para la administración.
Cuando yo llegué a Villa Sacchetti, éramos
muy pocas numerarias: el consejo local estaba formado por
Encarnita Ortega como directora, Mary Altozano como subdirectora
y Mary Carmen Sánchez Merino como secretaria. Iciar
Zumalde se ocupaba especialmente de las sirvientas y del planchero,
Mary Carmen Sánchez Merino de las compras y también
de las sirvientas. Manta Verdú, de la cocina, y Mercedes
Anglés, del oratorio, la costura y de labores especiales
como bordar alguna cosa que el Padre necesitaba como decoración
en algún lugar de la casa, hacer arreglos especiales
de oratorio, etc. También estaba Julia Vázquez
en Roma, una numeraria de Madrid, a quien no había
conocido anteriormente. Julia era la persona más deliciosa
de trato que he conocido en mi vida. Tenía una gran
sensibilidad y era de mentalidad muy abierta. Se ocupaba también
del planchero y la limpieza. Curiosamente tanto Iciar Zumalde
como Mercedes Anglés y Manta Verdú habían
hecho mi curso de formación en "Los Rosales",
o sea, que nos conocíamos muy bien. A María
Luisa Moreno de Vega y a mí nos dijeron que nos ocuparíamos
de la limpieza de la administración principalmente
y, luego, del trabajo de secretaría con el Padre.
Me contaron en el desayuno que antes también vivían
en Villa Sacchetti más numerarias, pero que el Padre
acababa de formar la región de Italia, con sede en
Roma, en una casa llamada Marcello Prestinari por el nombre
de la calle donde estaba ubicado ese piso. La-secretaria regional
era Pilarín Navarro Rubio, una de las primeras de la
Obra, paisana de Encarnita Ortega. Habían sido destinadas
también a la región. de Italia: Enrica Botella,
Victoria López Amo, Consi Pérez, Chelo Salafranca
y María Teresa Longo, la primera numeraria italiana.
Excepto a Chelo, a quien yo conocía de la época
de "Zurbarán", no conocía a ninguna
de las otras.
Secretaria del Padre
Nada más desayunar, Encarnita acomodó en una
bandeja de plata las cosas que yo había traído
para el Padre y nos dijo a Tasia y a mí que estuviéramos
preparadas porque el Padre iba a venir a la Gallenia della
Madonna a saludarnos. Preguntamos cómo había
que saludarle y nos dijeron que se le besaba la mano si él
nos la tendía. Tasia y yo con Encarnita estábamos
en dicha galería cuando oímos la voz del Padre
que venía acercándose por la Galleria degli
Uccelli (llamada así porque está decorada en
las paredes y techos con pájaros). Se detuvieron él
y don Alvaro del Portillo de espaldas al vitral de la Gallenia
della Madonna y muy sonrientemente el Padre nos dijo:
-¡"Pax", hijas mías!
A lo que le contestamos llenas de emoción:
-¡In aeternum, Padre!
Le besamos la mano cuando nos la tendió. Don Alvaro
también muy sonriente nos dijo igualmente "Pax!"
a lo que le contestamos también "In aeternum!".
Yo no había visto a don Alvaro desde la tarde en que
me dijeron fuera a visitarle a Diego de León en Madrid,
a finales de 1949. Y, en cuanto a monseñor Escrivá,
aunque la primera vez lo vi dando una meditación a
las numerarias recientes, a primeros de 1949 en la administración
de "Lagasca", también en Madrid, era ahora
la primera vez que me hablaba directa y personalmente.
El Padre muy cariñosamente nos preguntó cómo
habíamos hecho el viaje y si habíamos descansado
bien. Le dijimos que sí. Luego dirigiéndose
a la sirvienta, le dijo que había mucho trabajo que
hacer en la casa y que esperaba que siempre estuviera alegre.
Con un "¡Dios te bendiga, hija mía!",
despidió a la sirvienta. Inmediatamente mirándome
a los ojos me dijo:
-¡Qué ajena estabas tú, hija mía,
Carmen, de que ibas a venir a Roma!
A lo que le respondí:
-Es verdad, Padre.
Y monseñor Escrivá continuó:
-¿Ves los designios del Señor, hija mía?
-Sí, Padre -fue mi respuesta.
Luego me empezó a decir que había mucho trabajo
para hacer y que ya hablaríamos. Me preguntó
si conocía Roma y le dije que no. Entonces le dijo
a Encarnita que me acompañaran a San Pedro y que me
dieran una vuelta. Agregó: "¡Hay que aprender
italiano!"
-Claro, Padre -fue mi respuesta.
Preguntó el Padre si había traído correo
para don Alvaro y le dije que sí. Encarnita abrió
la puerta del planchero y Rosalía López, una
numeraria sirvienta de las primeras, salió con la bandeja.
El Padre indicó que la dejaran en el comedor de él
en la Villa Vecchia. Aproveché un silencio del Padre
para intentar decir a don Alvaro la razón por la que
tuve que abrir la faltriquera, pero no me dejó seguir.
Me hizo un gesto con la mano como diciendo que no me preocupara.
Y eso fue todo.
Dijo el Padre que avisaran a María Luisa. Ésta,
a quien Encarnita le había dicho que se quedase en
el planchero por si acaso el Padre la llamaba, salió
inmediatamente.
El Padre, muy amablemente, nos dijo a las dos que tendríamos
que trabajar "muy cerquica" de él en las
cuestiones de secretariado relativas a la sección femenina
del Opus Dei en el mundo, pero que nos quedara muy claro que
nuestro trabajo de secretarias no era labor de gobierno "aunque",
agregó, "María Luisa tiene función
de gobierno, por ser superiora mayor, pero tú, no",
dijo dirigiéndose a mí. En días sucesivos
nos repitió esto tan a menudo, que yo le solía
decir a María Luisa, bromista: "El Padre me volverá
a decir cuando venga que tú tienes función de
gobierno y yo no."
Quedamos en que al día siguiente, después de
la limpieza, nos reuniríamos en la secretaría
con él. El cuarto que llamábamos secretaría
era el de la secretaria de la casa. Un cuarto muy chiquito,
de forma triangular, en el primer piso de Villa Sacchetti.
Esta habitación era el lugar de trabajo de la secretaría
de la casa y nos la dejaron a María Luisa y a mí
como lugar más apropiado que había entonces
en esa casa. Tenía el cuarto una mesa-escritorio, tipo
italiano, un closet y no mucho más espacio, que para
poner un par de sillas extra. Era una habitación llena
de luz que daba casi a la misma terraza de nuestras habitaciones
personales. Era alegre, con muebles claros. Tenía un
armario pequeño -a semejanza de caja fuerte- empotrado
en la pared, donde guardábamos los documentos confidenciales,
los duplicados de las llaves de la casa, y especialmente el
duplicado de la llave del buzón de correos. Este buzón,
que permitía al cartero desde la calle echar cartas
en él, está localizado en la entrada de proveedores,
tiene una portezuela metálica por dentro, que sólo
puede abrirse con la llave que se guarda en la mesa de la
secretaria de la casa, cuyo duplicado, como digo, se conservaba
en este armarito empotrado en la pared. Por toda maquinaria,
teníamos una máquina de escribir portátil.
La verdad es que yo estaba emocionadísima. Me parecía
todo como un sueño, algo así como haber subido
al cielo. Con el debido respeto a los musulmanes, me sentía
como haber llegado a la Meca. No podía creer que hubiera
mayor felicidad en la tierra para una persona del Opus Dei:
el Padre, hablándome directamente, sabiendo quién
era yo, diciéndome que iba a trabajar con él.
¿No es esto lo máximo a que puede aspirar una
persona del Opus Dei totalmente fanatizada, como lo estaba
yo, para la cual su Norte y su guía no era otro que
el Opus Dei y monseñor Escrivá? Lo que yo no
podía ni vislumbrar era el mar de fondo que existía
entre las personas de la casa y el Padre, y entre el Padre
y la Santa Sede.
Si no recuerdo mal, creo que quien me acompañó
a San Pedro fue Mary Altozano, la subdirectora de la casa.
Hacía más de un año que estaba en Roma
y hablaba italiano. Era muy joven y había entrado al
Opus Dei jovencísima. Tenía un hermano marino
que era numerario. Casualmente yo había sido muy amiga
de un primo suyo que era médico de la Armada y a quien
había conocido en Cartagena.
Fuimos en la circolare a la parada más cercana a San
Pedro y me enseñaron el edificio en Cittá Leonina
donde había vivido el Padre al llegar a Roma. De allí
cruzamos a la Colonnata y por primera vez en mi vida tuve
ante mí la impresionante Basílica de San Pedro.
Su grandiosidad mc hizo sentirme pequeñísima.
Tenía conciencia, como católica, que estaba
en el corazón de la Iglesia de Roma. Al llegar al altar
de la confesión, me dijeron que al Padre le gustaba
que rezásemos el Credo allí, cosa que, naturalmente,
hice. Yo estaba bebiendo cuanto me decían y aquella
grandiosidad me impuso mucho. Me dijeron que a las doce del
mediodía Pío XII solía dar la bendición
después del Angelus. Sin embargo, me indicaron que
teníamos que regresar antes para no llegar tarde a
la hora del almuerzo del Padre, porque a lo mejor me quería
llamar para darme algún encargo, con lo cual no pudimos
quedarnos a la bendición del Papa. Un detalle muy curioso
de hacer notar es que tanto con Pío XII, como con Juan
XXIII y Pablo VI, para la numeraria que llegaba a Roma, no
insistir en quedarse a recibir la bendición del Papa
y preferir regresar a la casa a tiempo de que el Padre "si
la llamaba estuviera allí", era una manifestación
de "buen espíritu...".
En la circolare, pude darme cuenta de la gran ciudad que
era Roma, así como de que no lograba entender ninguna
de las conversaciones que oía a mi alrededor, o sea,
que el italiano, idioma que los españoles consideran
tan fácil, no me lo empezaba a parecer, ni mucho menos,
en esta mi primera salida en Roma.
En la casa, durante el almuerzo, Encarnita me preguntó
qué me había parecido San Pedro. Encarnita tenía
mucho empeño en que se hablara italiano en la mesa,
me di cuenta.
Aquel primer día en Roma estuvo cargado de diferentes
impresiones. Pude apreciar que Encarnita estaba tan pendiente
del Padre que preveía hasta la menor cosa, como lo
indican los ejemplos que señalé de preparar
la bandeja ella misma con las cosas traídas de España,
hasta hacer que la sirvienta estuviera con ella esperando
para cuando la pidieran o que María Luisa estuviera
también cerca por si la llamaba el Padre. Otro recuerdo
de ese primer día es el de que me encontraba siempre
perdida en la casa y tenía que esperar a que alguna
cruzase aquella galería para preguntarle cómo
ir al oratorio, a mi cuarto o al comedor.
Al segundo día de mi estancia en Roma empezó
la vida normal, diríamos. Encarnita me mostraba la
cocina cuando Antonina, la sirvienta, que solía contestar
al teléfono, se acercó a Encarnita y le dijo
algo en voz baja. Encarnita, con aire poco amistoso, me preguntó:
-¿A quién le has dado este número de
teléfono?
-A nadie -le respondí en verdad.
-Pues mira a ver quién es el señor que te llama.
No acertaba quién pudiera ser, porque ni a mi padre
ni al bendito señor del tren le había dado teléfono
alguno y yo no conocía a nadie en Roma.
El teléfono estaba entonces en el planchero. Así
que contesté desde allí. Y cuál no sería
mi sorpresa cuando oigo la voz del señor italiano del
tren, muy contento, porque había localizado mi teléfono
y la dirección de la casa y quería venir a buscarme
para enseñarme Roma. Mi respuesta fue brusca, maleducada
y cortante. Le dije simplemente que no volviera a molestarme
y que no se le ocurriera volver a llamar, y le colgué.
Volví donde estaba Encarnita y le dije simplemente
que era un señor que venía con nosotras en el
compartimiento del tren desde Madrid y que le explicaría
todo más tarde. Por la cara que puso me figuré
que me iba a echar una bronca.
Como directora de la casa, Encarnita recibía entonces
todas las confidencias de las numerarias y de las numerarias
sirvientas, así que llevaba el control más absoluto
de todas y cada una de nosotras.
En una parte del planchero que quedaba como en un altico,
Encarnita, mientras cosía, recibía la confidencia
de la sirvienta de turno. Estando yo en el mismo planchero,
vi que Tasia, la numeraria sirvienta que había venido
conmigo en el viaje, hablaba con ella. O sea, que comprendí
que la libre interpretación de aquella sirvienta sería
la razón en la que Encarnita se apoyaría para
decirme lo que fuera.
La cosa no se hizo tardar demasiado: al día siguiente,
sin esperar ni tan siquiera a oírme, Encarnita me lanzó
una gran filípica, marcando como grave el mal ejemplo
que le había dado a la sirvienta durante el viaje,
porque no sólo no había dejado de coquetear
con el italiano del tren, sino que había permitido
que me agarrara por el brazo para subirme al tren y había
leído las revistas pornográficas que me había
prestado cuando yo sabía que nosotras no podíamos
ver ninguna revista sin permiso. El punto grave fue que, como
me dijo todo esto como corrección fraterna, no pude
defenderme y tuve que aceptar todo sin rechistar. Hubiera
abofeteado a la sirvienta por su estúpido escándalo
y por sus falsas interpretaciones.
Lo que yo no sabía al llegar a Villa Sacchetti era
que el termómetro del "buen espíritu de
la Obra" era Encarnita y que todo, absolutamente todo,
lo reportaba al Padre o a don Álvaro. Por otra parte,
como Encarnita compartía plenamente con el Padre la
idea de que las numerarias sirvientas eran como niñas
pequeñas, cualquier cosa dicha por una numeraria sirvienta,
tenía mayor peso de lo que pudiéramos decir
nosotras. Naturalmente, en la bronca-corrección, Encarnita
me dijo que yo no acababa de llegar a Roma cuando ya estaba
defraudando al Padre y que no quería ni pensar el disgusto
espantoso que el Padre se llevaría si supiera mi conducta
durante el viaje.
El día que me correspondió hacer mi confidencia,
le expliqué mi versión de los hechos del viaje,
pero me quedé convencida de que mi verdad no cambió
nada su opinión sobre mi conducta. Instintivamente
me di cuenta de que Encarnita no se fiaba de mí a cabalidad,
aunque, no obstante, yo hice todo lo posible por ganarme su
confianza, cosa que mejoró bastante con los años.
Respecto a Encarnita, había un hecho que yo deconocía:
su tendencia a celarse de quien pudiera hacerle sombra frente
al Padre. Primero consiguió que Pilarín Navarro
fuera a la región de Italia de directora, con lo cual
ella era la más antigua y la que conocía mejor
al Padre en Villa Sacchetti, cosas reales. Pero la llegada
de María Luisa y mía la habían relegado
de nuevo; es decir, ahora ella no era la única que
veía al Padre en confidencia. Ella era la directora
de la casa y nada más, y en los asuntos de secretaría
no entraba para nada, lo que claramente no le gustaba, por
supuesto.
El día indicado por el Padre, María Luisa y
yo esperábamos en secretaría. Habíamos
preparado dos sillas para él y don Álvaro. Los
oímos llegar, nos pusimos de pie para esperarlos y
el Padre nos dijo que nos sentáramos.
A grandes rasgos, nos dijo que nos encargaríamos de
escribir cartas familiares a las directoras regionales de
los países donde estaban abiertas las fundaciones.
Cartas donde no se entraba en temas de gobierno, ya que éstos
le llegarían al Padre a través de los respectivos
consiliarios, pero que si en alguna de las cartas que llegaban,
hablaban algo de gobierno, se lo hiciéramos saber a
él para poder dar una respuesta adecuada. A mí
me tocó escribir a Nisa, que estaba en la casa de Chicago,
en Estados Unidos; y a Guadalupe, que estaba en México.
A María Luisa le tocó escribir a Inglaterra,
donde Carmen Ríos estaba de directora regional, y a
España. Nos alternábamos María Luisa
y yo para escribir a Chile, Argentina, Colombia y Venezuela.
Además María Luisa escribía a Alemania,
donde no había casa del Opus Dei, pero vivía,
en Bonn, Mananne Isenberg, la primera numeraria alemana, y
Valenie Jung. Ambas dejaron de pertenecer al Opus Dei bastantes
años más tarde, debido en gran parte, a la falta
de tacto de los superiores del Opus Dei, como explicaré
en otro momento. Yo solía escribir a Teddy Burke, la
primera numeraria irlandesa en Dublín, que junto a
ella había reunido a varias numerarias más.
Estas cartas eran semanales. En la primera de ellas tuvimos
que explicarles nuestra misión en Roma. La reacción
de todas las directoras regionales de los países fue
de mucha alegría, dado que nos conocían a María
Luisa y a mí personalmente.
Nos advirtió el Padre que nuestra misión requería
"silencio de oficio", lo que significaba que fuera
del cuarto de secretaría no podíamos hablar
de ningún asunto que hubiéramos tratado en él
y que, por tanto, nuestro trabajo no era tema que debería
hablarse tampoco en la confidencia semanal.
El Padre nos dijo que de todas las cosas de secretaría
teníamos que estar enteradas las dos, tanto María
Luisa como yo, y que el correo que llegase lo teníamos
que leer igualmente las dos, incluso las cartas personales
de las numerarias que iban dirigidas a él, y que solamente
cuando hubiera algo fuera de lo corriente, le entregásemos
aquella carta, pero que de otra forma las archiváramos.
Cartas al Padre
Con respecto a las cartas al Padre, quiero hacer un apartado
especial. Desde que escribimos la carta de "admisión"
al Opus Dei, al presidente general, monseñor Escrivá,
nos dijeron las superioras que era de "buen espíritu"
y que "el Padre veía con agrado como manifestación
de espíritu de filiación" el que se le
escribiera por lo menos, una vez al mes. Dicha carta se le
entregaba a la directora de la casa, quien estaba obligada
a no leerlas. También se nos dijo que además
podíamos escribir al Padre en sobre cerrado siempre
que quisiéramos.
Cuando María Luisa Moreno de Vega y yo empezamos a
recibir las cartas que iban dirigidas al Padre, y que por
indicación suya deberíamos leer, recuerdo perfectamente
que lo hicimos con el mayor de los respetos y nunca nos permitimos
el menor de los comentarios sobre ninguna de ellas. Cuando
alguna cosa no la veíamos muy clara, nos la consultábamos
recíprocamente y, ni qué decir tiene que las
cartas que llegaban en sobre cerrado -llegaba alguna que otra-
se las entregábamos directa e inmediatamente al Padre,
quien muchas veces nos decía que las leyéramos
nosotras después.
Las cartas de las numerarias al Padre eran de ordinario breves.
Variaba su contenido según la numeraria que la escribía,
por supuesto, pero de ordinario eran cartas sinceras, bien
hablando del trabajo en el nuevo país donde se había
llegado, si eran nuevas fundaciones; de la vida interior muchas
veces; del proselitismo. Generalmente aquellas numerarias
que hacían cabeza hablaban de los problemas financieros
de primera hora, de algún roce o malentendido que hubiera
podido haber con el consiliario de aquel país o también
de algún problema de perseverancia o de dificultad
en llegar las primeras vocaciones. Todo ello eran temas casi
constantes en las cartas al Padre.
Lo que sí detectaban estas cartas era el grado de
madurez de la numeraria que las escribía. Por ejemplo,
cuando la directora de Estados Unidos escribía al Padre
nos abría horizontes a nosotras, viviendo en Roma junto
al Padre, porque se notaba que estaba enfrentando un panorama
totalmente nuevo en forma, costumbres y género de vida;
teniendo que enfrentar el problema de numerarias españolas
que al llegar a Estados Unidos querían estudiar y seguir
el ritmo de vida de una muchacha corriente en ese país;
incluso el problema del idioma y las distancias para hacer
apostolado. Recuerdo el caso de una numeraria que se enfermó
seriamente y a la directora le costaba horas de tren para
poderla visitar con la mayor frecuencia y atenderla lo mejor
posible.
Se notaba mucho en las cartas la diferencia entre las numerarias
que eran fanáticas y las que trataban de adaptarse
rápidamente al nuevo país, y cómo éstas
iban "cambiando de piel", diría, cambio que
como tal implicaba su adaptación frente al mundo real
que vivían ahora.
Mis cartas personales al Padre, años después,
cuando estuve en Venezuela, fueron casi siempre hablando de
las labores de aquel país, del progreso en el apostolado,
de las nuevas vocaciones que nos iban llegando. Otras veces,
de la posibilidad y deseo de tener cuanto antes un centro
de estudios en el país y, en la última época
de mi estancia en Venezuela, de la falta de asistencia del
consiliario cuando se trataba del tema de las administraciones.
Como yo creía en el Padre y tenía una gran confianza
con él, siempre que tocaba estos temas le solía
escribir en sobre cerrado, para evitar que fuera interpretada
mi carta como "falta de unidad". Mi idea de contarle
las cosas al Padre era para que él pudiera ayudarme
a solucionar el problema que fuera.
Cuando el número de vocaciones empezó a aumentar
en el Opus Dei, se les aseguraba absolutamente a todos los
miembros que el Padre, como su trabajo principal, leía
absolutamente todas las cartas. A muchas personas les costaba
trabajo creérselo, pero era nuestra obligación
asegurárselo así. Cuando el gobierno central
de la sección de mujeres empezó a funcionar
en Roma, cada una de las asesoras leía las cartas al
Padre de las numerarias de la región que tuviera asignada,
pero primero dichas cartas eran leídas por la directora
central y por la secretaria de la asesoría, y quedaba
a su criterio y discreción el darle o no una carta
al Padre. En este primer gobierno del Opus Dei en Roma, hubo
numerarias muy jóvenes e inmaduras que, a veces, tomaban
a chacota muchas de las cosas que alguna numeraria escribía
al Padre, cosa que a mí, personalmente, me sublevaba.
Era difícil, no obstante, cuando uno no estaba ya
en Roma el escribir con espontaneidad y confidencialidad al
Padre. Yo escribí bastantes veces en sobre cerrado,
como he dicho anteriormente, cuando no quería que las
cosas que yo le contaba al Padre pudieran quedar libradas
a la interpretación de la asesora que la leyera.
De hecho, el decir que las cartas de las asociadas las leía
el Padre era una mentira establecida que se mantenía.
Monseñor Escrivá y Alvaro del Portillo lo sabían
perfectamente, al igual que todas las numerarias que habíamos
estado en Roma en el gobierno central, yo incluida.
Siguiendo con el trabajo de María Luisa Moreno de
Vega y mío como secretarias del Padre, puedo decir
con verdad que pusimos toda nuestra responsabilidad en cuanta
indicación suya recibimos. Dedicábamos a esta
labor todo el día, excepto las horas en que por la
mañana nos ocupábamos de la limpieza de la administración
de Villa Sacchetti y luego, a última hora de la tarde,
cuando se iban los obreros, que pasábamos casi todas
las numerarias de la casa a limpiar en la Villa Vecchia las
habitaciones del Padre, de don Alvaro y el vestíbulo,
que era tan grande como una plaza de toros pequeña.
Estábamos generalmente en este trabajo hasta la hora
en que el Padre iba a cenar.
María Luisa y yo nos llevábamos estupendamente.
El hecho de que ambas hubiéramos trabajado en el Consejo
Superior de Investigaciones Científicas ayudaba mucho
a la compenetración en la forma de trabajar. Por otra
parte, María Luisa era una persona muy buena, muy fina,
inteligente. Hubiera sido difícil chocar con ella,
lo que no quiere decir que no tuviera carácter. Se
había educado en el Colegio Alemán y su dominio
de este idioma era perfecto. El haberme yo educado en un colegio
francés hacía igualmente que el dominio de este
idioma fuera bueno, y el que ambas supiéramos un poco
de inglés para defendernos y poder escribir eran hechos
que para monseñor Escrivá tenían valor.
Ambas nos tomamos también muy en serio el aprender
italiano, cosa que por nuestra facilidad para los idiomas
logramos a puños y en pocos meses sin recibir la menor
clase de gramática. Solamente podíamos hablar
italiano con Encarnita Ortega, Mary Altozano y Mary Carmen
Sánchez Merino, ya que las demás ni lo sabían
ni tenían demasiado interés en aprenderlo. Y
luego, naturalmente, con los proveedores. Tanto María
Luisa como yo salíamos a muchos encargos y el contacto
con la gente italiana nos ayudó grandemente.
El hecho de que María Luisa fuera superiora mayor
y yo no, no interfería para nada en nuestro trato ni
en el trabajo. Ella tenía mucho tino y jamás
dijo nada que pudiera, ni de lejos, hacer prevalecer frente
a mí su posición de superiora mayor.
Durante estos meses, raro era el día que no veíamos
al Padre y a don Alvaro, bien porque ellos venían a
secretaría o porque nos llamaban, después del
almuerzo, para que subiéramos al comedor de la Villa
a despachar alguna cosa o a recibir alguna indicación,
de tal manera que se estableció la costumbre de que
mientras el Padre y don Alvaro almorzaban, María Luisa
y yo íbamos a la cocina para evitar hacer esperar al
Padre, caso de que nos llamase. En la cocina y a las horas
de almuerzo y cena estaba también Encarnita, ya que
como directora de la casa debía estar pendiente de
las comidas del Padre.
Estar pendiente de las comidas del Padre significaba no solamente
probar la comida antes de que se la subieran a su comedor,
sino medir y pesar todo conforme a las indicaciones recibidas
por el médico a través de don Alvaro. Sabíamos
que el Padre tenía un régimen especial, pero
abiertamente no se decía qué tenía. Indiscutiblemente
tenía diabetes, como después de su muerte ha
confirmado uno de los historiadores oficiales de monseñor
Escrivá, (Andrés Vázquez de Prada,
"El fundador del Opus Dei", Madrid (Rialp), 1983,
pp. 253-254) y por ello, debía bajar de peso, lo
que implicaba no poder tomar una serie de alimentos.
Mientras esperábamos por si el Padre llamaba, tanto
Encarnita como nosotras dos ayudábamos a la numeraria
encargada de cocina a preparar las meriendas de la casa entera,
para la residencia y para la administración.
Muchas mañanas, cuando el Padre llegaba a secretaría,
nos hablaba de los planes futuros de la Obra, respecto a la
sección de mujeres y también dejaba ver su malestar,
en más de una ocasión, con respecto a la Iglesia,
a Pío XII en aquel entonces. Recuerdo muy bien que
un día nos dijo: "Hijas mías, no os dais
cuenta de lo que está pasando a vuestro alrededor:
estoy atado de pies y manos. Este hombre [por Pío XII]
no nos entiende, no me deja moverme y aquí estoy encerrado."
Y gesticulaba con las manos, como diciendo: es incomprensible.
A mí me quedó muy claro que el Papa no le dejaba
salir de Roma. Esto, con diferentes palabras, se lo oí
decir más de una vez.
Otro día me dijo que, andando el tiempo, me enviaría
a Francia porque sabía que yo quería a ese país.
Y de hecho, en el comedor de la Villa, nos presentó
a don Fernando Maicas, que iba de consiliario a Francia, y
a don Alfonso Par, que iba de consiliario a Alemania, diciéndoles
que muy posiblemente yo iría a hacer cabeza a Francia
y María Luisa, con alguna capacidad de gobierno, a
Alemania.
Me dijo el Padre otro día que yo me encargaría
específicamente de tener al día los pasaportes
de todas las numerarias que vivían en Villá
Sacchetti, tanto su vigencia como el tener al día los
permisos especiales de soggiorno italiano y que para ello
don Alvaro me diría lo que tenía que hacer.
Ésta fue, durante todos mis años romanos, una
de mis ocupaciones regulares por la que tenía que salir
bastantes veces a organizar todo en la Questura Romana. Recuerdo
que nuestros permisos de estancia en Italia eran muy peculiares
porque, siendo nosotras miembros de un Instituto Secular,
estábamos acogidas a una ley de religiosos para lo
que se refería a la permanencia en Italia y de hecho
había que presentar, para el visto bueno de un organismo
del Vaticano, pero ubicado fuera del mismo y previa la firma
de don Alvaro en cada caso, las instancias que yo preparaba
conforme al modelo que me dio el mismo don Alvaro. Instancias
que llevaba yo luego a la Questura Romana con los pasaportes
para evitar pérdidas de tiempo a cada numeraria que
llegaba a Roma. Subrayaba el Padre la suerte que teníamos
de que no fuésemos como "esas monjitas" que
cada una que llegaba a Roma tenía que ir por su cuenta
a todo, desorientada, a arreglarse el permiso de permanencia
en Italia. Al cabo de los años me conocía bien
a los empleados de la Questura y ellos a mí. Incluso
una de las veces me dijeron que dado el tiempo que estaba
en Italia, ellos podían arreglarme fácilmente
que adquiriese la nacionalidad italiana. Yo no lo acepté,
porque ¿para qué quería yo ser italiana,
si donde vivía era en Villa Sacchetti, la casa del
Padre...?
Lo que sí recuerdo muy bien, ahora que hablo de pasaportes,
son dos cosas: una, que nada más llegar las numerarias
a la casa de Roma, se les pedían los pasaportes que
no volvían a ver hasta el día en que salieran
de Roma o cuando había que renovarlos, y entonces iban
conmigo al consulado correspondiente. El segundo punto es
que había un policía, un hombre más bien
joven, el cual periódicamente venía a Villa
Sacchetti para revisar los pasaportes y los soggiornos. Éramos
una casa con cientos de extranjeros y era lógico que
comprobaran estos datos. Yo era quien lo recibía y
hablaba con él. Cuando se lo dijimos al Padre, nos
recomendó que tuviéramos siempre preparada una
botella de coñac español para dársela
a aquel policía...
Monseñor Escrivá nos indicó también
otro día en secretaría que fuéramos apuntando
las cosas que él dijera "porque servirían
para la posteridad". Y de hecho fue algo que siempre
hice durante todos los años que estuve en Roma, pero
especialmente hasta que se formó el gobierno central
en Villa Sacchetti.
Esto que lo consideraba yo como una prueba de confianza,
no se me pasaba por la cabeza que era la preparación
personal que monseñor Escrivá empezaba a hacer
para ir construyendo su propio altar. Y aquello eran solamente
barruntos de lo que le oí decir más adelante,
como "vengo de estar sentado en mi tumba, hijas mías.
Pocas personas tienen ese privilegio".
Cuando llegamos a Roma María Luisa y yo, Encamita
Ortega escribía el diario de la casa, encargo que me
lo pasó a mí al poco de llegar. Es costumbre
en todas las casas del Opus Dei el escribir un diario, pero
el diario de la casa de Roma ofrecía el mayor interés
dentro del Opus Dei, porque reflejaba muchas cosas de la vida
de su fundador. Así me lo dijo Encarnita, con la indicación
de que cuando notase que el Padre se disgustaba (enfadaba)
por algo, tenía que escribir más o menos la
expresión de "hoy el Padre se disgustó
porque pusimos poco amor de Dios en esto o aquello".
Este diario lo escribí durante bastantes años
y si por cualquier causa no iba a poder hacerlo un día,
tenía que notificárselo a la directora, para
que lo escribiera ella o se lo diera a escribir a alguien.
Esta primera época de mi llegada a Roma fue una de
las más interesantes de mi vida en el Opus Dei. Por
una parte, por mi ceguera o fanatismo, como quiera llamársele:
era tal el autómata en que estaba convertida que nada
ni nadie tenía importancia para mí en la vida,
más que aquella casa, el Padre, Encarnita: absolutamente
todo girando alrededor de monseñor Escrivá,
a quien solíamos ver a diario y, en el caso de María
Luisa y mío, más de una vez al día. Y
hoy, que me asombro de esto, por una parte, comprendo a cabalidad
por la otra, la esencia del Opus Dei como secta: estábamos
sobresaturadas de trabajo físico de diversas clases;
si había algún momento libre era el de las normas
del plan de vida y todo ello salpicado por la presencia y
adoctrinamiento del Fundador. No había el menor tipo
de diversión más que la media hora al día
de tertulia con las sirvientas jugando a la pelota en el Cortile
del Cipresso, un patiecito muy pequeño con un ciprés
en el centro. Eso en verano. En el invierno, en el planchero,
o sea, en el mismo sitio donde pasábamos la mayor parte
de nuestro día. No teníamos música de
clase alguna y por supuesto no se oía tampoco la radio
-no había radio en la casa- ni se leía el periódico.
Es decir, Villa Sacchetti éramos y sigue siendo un
islote en medio de la gran ciudad de Roma con vida únicamente
para la Obra y para su fundador. Lo demás carecía
de importancia real. Si salíamos a la calle, claro
que veíamos a la gente y a la ciudad, pero como los
motivos para salir eran exclusivamente compras necesarias
para la casa, para el trabajo o bien compras de unos zapatos
o cosas por el estilo, era como si fuéramos dentro
de nuestro propio mundo, pasando junto a, pero sin mezclarnos
con.
Yo me creía entonces libre porque teníamos
la libertad permitida por unos parámetros bien definidos,
no la auténtica libertad cristiana que, con absoluto
conocimiento de la situación y sin cortapisas de "buen"
o "mal espíritu", permite a los cristianos
corrientes emplear su libre albedrío. Los miembros
del Opus Dei no tienen más libertad que la que les
permite "el buen espíritu de la Obra" previa
consulta a los superiores, incluso en las cuestiones profesionales,
sociales y políticas, como dije al principio de este
libro. Buena prueba de ello son los llamados "juramentos
promisorios", que también expliqué al principio
al hablar de los votos perpetuos o "fidelidad".
Dichos juramentos van intrínsecamente unidos a esos
votos perpetuos o compromisos a la Prelatura como los llama
ahora el Opus Dei, así como a la calidad de "asociada
inscrita" (Se llaman asociadas inscritas en el Opus
Dei aquellas numerarias que son escogidas por el presidente
general previa la opinión secreta de tres miembros
de la Asesoría Regional y de la Asesoría Central.
Estos miembros tienen que tener la "fidelidad" y
se ocupan de las tareas de dirección y gobierno en
las casas del Instituto. Los sacerdotes numerarios del Opus
Dei, por ejemplo, han de ser todos inscritos). Y aquí,
se me viene de nuevo a la mente la obra de Solzhenitsyn, "The
First Circle" por una parte, y, por otra, la opinión
que sobre la libertad en el Opus Dei se formaría alguna
asociación internacional, como Amnistía Internacional,
por ejemplo, si tuvieran los medios precisos para poder hacer
objetivamente este análisis.
No hacíamos tampoco apostolado directo. Esto estaba
encomendado a la región de Italia. Nuestra labor era
totalmente interna: por una parte, la administración
de la casa del Padre, la Villa Vecchia, y del incipiente Colegio
Romano de la Santa Cruz, cuyas obras se habían empezado
recientemente. Cuando yo llegué a Roma, los numerarios
varones, alumnos del Colegio Romano de la Santa Cruz, aún
vivían en el llamado Pensionato (Pabellón dedicado
al servicio cuando se adquirió en 1947 Villa Tevere,
mansión que había servido previamente como embajada
de Hungría ante la Santa Sede). Sólo las comidas
las hacían en el comedor de la administración,
como dije anteriormente.
Un día en que estábamos en el planchero oímos
grandes gritos del Padre, chillidos. Yo me sobrecogí
y pensé que pasaba algo muy serio y nos llamaba. Me
levanté rápidamente y, cuando fui a abrir la
puerta del planchero que daba a la Galleria della Madonna,
una de las numerarias más antiguas en la casa se me
acercó advirtiéndome en voz baja: "No salgas.
Debe de ser el Padre que le está corrigiendo al arquitecto."
Efectivamente, fueron muchas las veces que le oí a
monseñor Escrivá gritarle al arquitecto. Primero
Fernando de la Puente y luego, cuando se lo llevaron a éste
a España, porque se puso muy enfermo, a un muchacho
bastante joven que dejaron en su lugar. Otra de tantas veces
contemplé la escena, muy amarga, del Padre echándole
una bronca a Encarnita porque ésta era corta de vista
y no quería ponerse anteojos. Encarnita enrojecía
hasta la raíz del pelo y sus jaquecas habituales se
acrecentaban aquel día.
Era fácil detectar en la casa a quienes, por el motivo
que fuese, el Padre reñía. No se podía
llorar, pero la gente se quedaba muy seria. Uno de los puntos
álgidos de los enfados de monseñor Escrivá
era por la cocina: cuando alguna numeraria de las que trabajaban
en ella abría las ventanas y los olores subían
a la Villa Vecchia. La cocina de Villa Sacchetti está
como en el corazón de la casa, y aunque hicieron los
arquitectos varios ensayos con diferentes extractores de humo,
siempre había olor a comida. Esto lo exasperaba de
tal forma a monseñor Escrivá que es difícil
expresarlo. Yo le he visto alguna vez entrar en la cocina,
ir derecho a la ventana abierta y cerrarla dando un gran portazo.
Curiosamente él no se apercibía del dolor que
su actitud causaba a las numerarias y sirvientas trabajando
en ese lugar, ni del calor que pasaban igualmente, dado el
enorme trajín de la cocina, al no poder abrir las ventanas.
Encarnita era la numeraria a quien, como directora de la
casa, más reñía, bien porque alguna de
las sirvientas o nosotras nos habíamos dejado olvidado
en la casa administrada un trapo de quitar el polvo o una
bayeta de sacar brillo al piso. Por el motivo que fuera, el
blanco de las broncas del Padre solía ser ordinariamente
Encarnita. Siempre consideré de "buen espíritu"
la forma tan admirable en que Encarnita recibía aquellas
broncas de monseñor Escrivá, pero me doy cuenta
hoy día de que en realidad más que "buen
espíritu" lo que Encarnita tenía era un
amor morboso hacia el Padre. Se gozaba en recibir aquellas
broncas. Le parecía que era signo de predilección
el recibir directamente las riñas del Fundador. De
hecho, había una frase que se repetía en muchos
países entre las numerarias: "Bienaventuradas
las que reciben las broncas del Padre", porque era señal
de que se estaba cerca de él. No tenía monseñor
Escrivá ciertamente un carácter moderado.
Con don Alvaro del Portillo, Encarnita tenía una relación
muy diferente. Alvaro era la persona con la cual Encarnita
podía hablar de todo, y de hecho lo hacía aprovechando
cualquier coyuntura, bien fuera para decirle que necesitábamos
dinero o cualquier cosa relativa a las comidas o salud del
Padre, así como también para informarle de algún
problema serio de alguna numeraria o sirvienta. ¿ Cuándo
podía hablar Encarnita con don Alvaro si la separación
entre las dos secciones del Opus Dei -hombres y mujeres- es
total? Por ejemplo, si bajaba solo al comedor a cenar mientras
nosotras limpiábamos el vestíbulo de la Villa
Vecchia, Encarnita podía hablar con él unos
minutos. Otras veces por el telefonillo de dirección
y, alguna vez, cuando el Padre salía del comedor de
la Villa, si don Alvaro se quedaba un poco rezagado, Encarnita
aprovechaba unos minutos para preguntarle o consultarle algo.
Encarnita tenía el privilegio, entre las numerarias,
de poderle llamar de "tú" a todos los sacerdotes
de la Obra.
Las broncas eran una faceta que yo desconocía del
Padre, pero realmente me causaban temor porque no sabía
cómo podía reaccionar yo el día que me
lanzara la primera. Hasta ahora era oír todo lo que
les decía a las demás, pero no a mí directamente.
Y la verdad es que cuando le oía reñir, yo temblaba.
No eran regaños; eran broncas gritadas, que, por su
fondo y forma, herían hondo por el mucho cariño
que se le tenía. Yo no recordaba jamás a mi
padre regañando de esa forma tan brusca y tan hiriente.
En aquella época monseñor Escrivá y
don Alvaro del Portillo solían pasar al planchero después
de su cena. Como era casi a diario, les solíamos tener
preparadas dos sillas. Las numerarias que trabajábamos
en la parte donde se solía coser, estábamos
en primer plano. Unas veces las sirvientas que planchaban
en la parte que daba hacia el Cortile dcl Cipresso o las que
estaban en cl lavadero seguían allí planchando
y lavando a no ser que el Padre específicamente les
dijera que se acercaran al grupo.
Al entrar en cl planchero, solía decir siempre "Pax!"
bastante alto para que lo oyéramos todas y no dejaba
de ser corriente el que repitiera varias veces "Pax!"
mientras se sentaba. Solía entrar con un gesto muy
típico de sus manos: un poco avanzadas y como colgantes.
Cuando se sentaba solía cruzar las manos y descansarlas
en su regazo. No solía cruzar nunca las piernas al
sentarse, al menos frente a nosotras. Si llevaba el manteo
puesto se lo arrebujaba mientras nos recorría a todas
con su mirada diciéndonos:
-A ver, ¿qué me contáis hoy, hijas mías?
Muchas veces se hacía un gran silencio. Nadie osaba
hablar. Y entonces solía decir:
-Bueno, si no me contáis nada, me voy.
A lo que seguía un murmullo de protesta:
-No, Padre, no.
A no ser que Encarnita lanzara algo para contarle al Padre
o indicase a alguna sirvienta alguna cosa, el Padre solía
dirigirse a Julia, una de las primeras numerarias sirvientas,
vasca, ya bastante mayor y le decía:
-Bueno, Julia, dime tú algo, hija mía.
Julia era discreta e inteligente y tenía bastante
acierto a decir algo por donde monseñor Escrivá
pudiera pegar la hebra.
Fue en una de estas ocasiones, cuando monseñor Escrivá
anunció que iban a venir a Roma, por primera vez en
la Obra, numerarias sirvientas mexicanas. Entonces, dirigiéndose
a María Luisa Moreno de Vega y a mí, nos preguntó
en tono bromista:
-¿Cómo no le habéis dicho a vuestras
hermanas quiénes van a venir de México?
Nosotras nos sonreíamos calladas y monseñor
Escrivá agregaba, dando criterio a la concurrencia:
-Hijas mías, no os han podido decir nada vuestras
hermanas porque lo saben solamente por silencio de oficio.
Pero, ¡a ver, decidlo!, ¿quién viene?
María Luisa y yo respondimos:
-Constantina, Chabela y [otra sirvienta más, cuyo
nombre no logro acordarme ahora, aunque a ella la recuerdo
perfectamente], tres numerarias sirvientas.
-A ver, ¿ quién más Viene? -nos animaba
el Padre.
-Gabriela Duclos, Mago y Marta, arquitecto mexicana, todas
numerarias.
A cuenta de esto, monseñor Escrivá hablaba
de México, de la labor que la Obra estaba haciendo
allá y de que acababan de regalar al Opus Dei una hacienda
en Montefalco donde, "si éramos fieles",
se abriría una granja-escuela para campesinas.
Otras veces nos hablaba monseñor Escrivá de
la marcha de las obras del Colegio Romano de la Santa Cruz
y de que encomendásemos a don Alvaro que llevaba un
peso enorme con los problemas económicos, ya que cada
sábado tenía que pagar a los obreros.
Muchas otras veces los temas giraban
a lo "listas que teníamos que ser en la vida",
que él "no quería hijas tontas" y
agregaba: "Hijas mías, no me seáis bobicas
como las monjas", y al decir esto remedaba con la voz
y hacía la mímica con las manos pegadas a la
cara de una persona bobalicona, lo que originaba grandes risas
entre las numerarias sirvientas y entre muchas numerarias
igualmente.
En otra ocasión, alguna de las que estábamos
allí le contó al Padre que había ido
al Ciampino, el entonces aeropuerto internacional de Roma,
y que había visto a un montón de monjas esperando
a la madre general, las cuales al ver a ésta bajar
del avión prorrumpieron en gritos y brincos diciendo:
" ¡Nuestra Madre, nuestra Madre! ¡Ahí
viene nuestra Madre!"
Monseñor Escrivá al oír esto se reía
a carcajadas, diciendo: "¡Qué gracioso,
pero qué gracioso!"
Al paso de los años curiosamente no era nada diferente
lo que hacían los miembros del Opus Dei a la llegada
de monseñor Escrivá a algún lugar.
A propósito de esto, monseñor Escrivá
nos dijo que "las monjas eran tontas", agregando
que a la única monja que él visitaba era a sor
Lucía de Portugal, "no porque haya visto a la
Virgen, sino porque nos quiere mucho". Y generalmente,
añadía: "Es un poco tontucia, pero una
buena mujer."
También contó monseñor Escrivá,
una de esas tardes, que sor Lucía de Portugal le había
dicho en una ocasión: "Don José María,
usted con lo suyo y yo con lo mío también nos
podemos ir al infierno."
Como dije, nosotras no hacíamos apostolado directo
en Villa Sacchctti, sin embargo Encarnita Ortega solía
ir una vez por semana a la región dc Italia para hablar
con señoras y hacer apostolado con ellas. También
les daba ocasión a las numerarias de allí de
hablar con ella, y a ella de ver y enterarse de lo que ocurría
en la región de Italia. Cosas todas que, una vez pasadas
por su tamiz, se les refería al Padre o a don Alvaro.
A propósito de la región de Italia recuerdo
que, un día que salí por Roma con Encarnita,
le preguntaba yo por las numerarias de la región de
Italia, especialmente por Pilarín Navarro, quien era
la directora regional de ese país e igualmente una
de las primeras de la Obra. Encarnita no me habló positivamente
de ninguna de ellas, empezando por Enrica y Fina Botella,
de quienes dijo que eran de las primeras de la Obra, hermanas
de don Francisco Botella, pero "tonticas", siguiendo
por Victoria López Amo, muy de las primeras, con un
hermano igualmente numerario, sobre quien hizo un gesto enigmático
difícil de descifrar. De Consi Pérez no dijo
nada ese día. De Pilarín Navarro Rubio me habló
francamente mal. Eran paisanas, me dijo, tenía mucha
familia en el Opus Dci, especialmente su hermano Mariano,
uno de los primeros supernumerarios (que años más
tarde llegaría a ser ministro con Franco). Me dejaba
ver Encarnita que Pilarín era muy orgullosa y que había
tenido diferencias con el Padre porque no tenía cariño
por él. Claramente me agregó que el Padre no
se fiaba de Pilarín porque había "algo"
que no le gustaba y me dio a entender una cosa muy seria:
que el Padre tenía aprensión a las comidas que
Pilarín le preparaba cuando estuvo en cocina porque
no se sentía seguro de ella. Ésta fue la presentación
personal que Encarnita Ortega me hizo de la región
de Italia, agregando además que el problema económico
que tenían era muy serio porque "no se les ocurría
hacer nada apostólico" y que María Teresa
Longo, la primera vocación italiana, cuyo hermano también
era numerario, no parecía una vocación muy segura.
Defendía, sin embargo, a Chelo Salafranca. Dijo que
era una numeraria que quería mucho al Padre y que era
gran proselitista. Cosa muy curiosa porque al cabo de los
años, Chelo Salafranca se escapó del Opus Dei
de forma bastante aparatosa.
A Villa Sacchetti solían venir algunas tardes, de
visita y por excepción, las dos primeras supernumerarias
italianas, la señora Lantini y la señora Marchesini.
Se las pasaba al planchero donde nos ayudaban a coser. Ambas
tenían hijos numerarios. La señora Lantini era
un encanto: menuda, delgada, con una gran sordera. Debía
de haber sido una mujer muy linda. La señora Marchesini
era muy alegre, simpatiquísima, bajita, dicharachera
y con una voz un tanto chillona, que cuando venía un
sábado y cantaba la Salve con gorgoritos nos sumía
a todas en tal ataque de risa, que, a pesar de los esfuerzos
que hacíamos por contenemos, más de una tuvimos
que salir del oratorio para no soltar la carcajada dentro.
Uno de los días que vino la señora Marchesini
nos comentó la muerte del rey Jorge VI de Inglaterra.
La que más y la que menos pegamos un brinco al oír
la noticia y dijimos:
-¿Cómo, que se ha muerto el rey de Inglaterra?
Esta señora se quedó tan asombrada de que no
lo supiéramos, que nos preguntó a su vez:
-¿Pero no están enteradas? Si falleció
hace varios días.
A lo que Encarnita vivamente contestó:
-Sí, yo sí lo sabía, pero no quise decírselo
a ellas para no impresionarlas.
Nos contuvimos la risa que dicha respuesta nos produjo, hasta
que esta señora se fue. Naturalmente, Encarnita nos
dijo al irse la señora Marchesini, que ella no tenía
ni idea de que se había muerto el rey de Inglaterra.
Aquella tarde, pues, cuando monseñor Escrivá
y don Álvaro llegaron al planchero, faltaron bocas
para decirle lo ocurrido con la señora Marchesini y
la respuesta de Encarnita sobre la muerte del rey de Inglaterra.
En aquel momento alguna numeraria, no puedo recordar quién,
dijo:
-Entonces, Padre, ahora la princesa Isabel, que es tan joven,
será la reina de Inglaterra.
No había terminado esta persona de pronunciar estas
palabras cuando monseñor Escrivá, violentamente,
se alzó de su silla, con un gesto brusco se enrolló
el manteo mientras iba hacia el centro del planchero jadeante,
furibundo y gritando a todo pulmón:
-¡¡¡No me habléis de esa mujer!!!
¡¡¡¡No quiero oír hablar de
ella!!! ¡¡¡Es el demonio!!! ¡¡¡El
demonio!!! ¡¡¡No me volváis a hablar
de ella!!! ¿Entendido? ¡¡¡Pues ya
lo sabéis!!!
Y dando un tremendo portazo a la puerta del planchero, salió
hacia la Galleria della Madonna. Estábamos aún
todas estupefactas, cuando volviendo a asomar su cabeza por
la puerta, sin entrar, volvió a repetirnos:
-¿Entendido? ¡¡¡No me habléis
nunca más de esa mujer!!!
Antes de que diera el segundo portazo, don Álvaro
con su flema y sonrisa característica, nos miró
y dijo "Pax!", saliendo también hacia la
Galleria della Madonna con aire pacífico.
Inmediatamente Encarnita Ortega nos dijo que volviéramos
a nuestro trabajo y que no se comentara el asunto. A mí
personalmente me dijo que no escribiera nada de esto en el
diario de la casa.
Yo me quedé espantada, pensando por qué la
princesa Isabel sería el demonio. Aquello que no acertaba
a entender y que nos dejó frías entonces a todas,
apareció clarísimo ante mí cuando salí
del Opus Dei: monseñor Escrivá desconocía
el espíritu ecuménico, contrariamente a como
trata de demostrar uno de sus biógrafos oficiales cuando
transcribe (Peter Berglar, Opus Dei. Vida y obra del fundador
José María Escrivá de Balaguer, Madrid
(Rialp), 1987, p. 246: 'Monseñor Escrivá
comentó que con ocasión de una audiencia, había
dicho al papa Juan XXIII: "En nuestra Obra siempre han
encontrado todos los hombres, católicos o no, un lugar
amable; no he aprendido el ecumenismo de Su Santidad...")
lo que relataron dos periódicos: "Le Figaro"
(París, 16 de mayo de 1966), y "Palabra"
(Madrid, octubre de 1967). Dicho comentario de monseñor
Escrivá a Su Santidad Juan XXIII es, a mi juicio, si
no quiere calificárselo de soberbia, al menos irrespetuoso.
La opinión de este mismo supernumerario del Opus Dei
y biógrafo alemán de monseñor Escrivá,
refleja la falta latente de espíritu ecuménico
en el Opus Dei, cuando opina que sólo quien acepta
el ministerio de Pedro puede ser verdaderamente ecuménico.
El que un monarca, y más una mujer, fuera la cabeza
de la Iglesia de Inglaterra, lo tenía que sublevar
a monseñor Escrivá hasta las entrañas.
Lo incongruente es, que, pensando de esa forma, al cabo de
los años y exclusivamente por mera conveniencia humana,
tuviera el Opus Dei la desfachatez de invitar a la reina madre
de Inglaterra a inaugurar Netherhall House, la residencia
del Opus Dei en Londres. Al enterarme de ello, pensé
que sería interesante conocer la reacción de
la reina madre y de la corte inglesa si hubieran sabido que
el fundador del grupo llamado Opus Dei, del que había
sido invitada a inaugurar una residencia, había llamado
"demonio" a su hija y a su reina con tal énfasis
y convicción.
La verdad es que esta reacción de monseñor
Escrivá no se me olvidará en la vida y por ello
me asombra cuando el Opus Dei asegura que su fundador tenía
espíritu ecuménico. No lo tuvo nunca, como puede
verse en la primera edición de su libro Camino, donde
este espíritu no aparece básicamente como tal
(José María Escrivá, Camino, N.o 115,
"Minutos de silencio. "Quédese esto para
ateos, masones y protestantes que tienen el corazón
seco. Los católicos, hijos de Dios, hablamos con el
Padre nuestro que está en los cielos." El Padre
ordenó quemar todos los ejemplares de la primera edición
de Camino existentes en la casas del Opus Dei, porque en las
ediciones posteriores modificó este punto 115 y el
punto 145).
En páginas anteriores expliqué también
esta versión preconciliar del Opus Dei en lo que respecta
a los cooperadores.
Limpiezas y trabajos varios
Un capítulo importante en esta época de Roma
eran las limpiezas. Siempre ha sido éste un tema muy
a tener en cuenta en las casas todas del Opus Dei, ya que,
a la par de la cocina, era el complemento imprescindible en
las labores de administración. Monseñor llamaba
a la labor de administración "el apostolado de
los apostolados". También solía agregar
que era como el esqueleto sobre el cual descansaban absolutamente
todas las casas de mujeres y de varones y que, "sin ellas,
la Obra sufriría un verdadero colapso".
Cuando yo llegué a Roma las limpiezas eran matadoras.
Primero, por las mañanas, un grupo de numerarias y
de sirvientas iba al Pensionato. En el mismo vivían
aproximadamente unos sesenta numerarios del Opus Dei, aunque
no recuerdo exactamente la cifra. Lo que sí sé
es que unos numerarios iban al Laterano y otros al Angellicum
para terminar sus tesis de filosofía o de teología
y unos cuantos se quedaban en la casa "vigilando a los
obreros", ya que, por indicación expresa de monseñor
Escrivá, a los obreros "no había que dejarlos
nunca solos". Como la situación económica
de aquellos años era muy difícil, muchos de
los numerarios iban andando para no gastar en transporte y
nos solía contar el Padre que los que fumaban solían
dividir los cigarrillos para que les rindieran mas.
Para la limpieza del Pensionato teníamos un tiempo
mínimo. Se hacía prácticamente en plan
de despliegue militar: mientras las numerarias tendíamos
las camas, las sirvientas hacían los baños.
Aunque eran pocos dormitorios, había muchas literas
de tres pisos en cada uno, con lo cual, el hacer las camas
era toda una operación, no sólo por el poco
tiempo que teníamos, sino por lo difícil de
hacer aquellas camas, encaramándose a los pisos altos.
Creo que llegamos a tender camas en menos de un minuto. Era
realmente volar. Mary Altozano era la que más aprisa
iba. Muchas veces se veía al Padre y a don Álvaro
que entraban o salían y al chaufferr de monseñor
Escrivá, que era el primer numerario portugués,
que limpiaba el automóvil si es que el Padre iba a
salir. Lo cierto era que desde las ventanas era inevitable
ver, sin proponérselo, el ir y venir de los numerarios
en el jardín, mientras esperaban que terminásemos
la limpieza de su cuarto de estar, así como a monseñor
Escrivá y a don Álvaro.
Estaba también en el Pensionato la imprenta, que entonces
la llevaban los numerarios del Opus Dei. Estaba ubicada en
las dos habitaciones más pequeñas y teníamos
la indicación concreta de que no podíamos tocar
nada, solamente vaciar las papeleras. La limpieza del Pensionato
era la primera de la mañana y la más veloz.
Luego estaba la limpieza de nuestra casa distribuida en diferentes
sectores. Al llegar a Roma, a María Luisa y a mí
nos encargaron de limpiar los dormitorios y los baños
de todas las numerarias. Luego nos cambiaron a otra parte
y a mí me tocó ir al Pensionato. Otras limpiaban
las escaleras, el soggiorno y las galerías. Y, generalmente,
la sirvienta que oficialmente estaba a cargo de la portería
hacía esta parte de la casa, el oratorio, la sacristía
y la sala de visitas. Otras numerarias limpiaban con las sirvientas
las camarillas de éstas y el planchero y lavadero.
Julia, la sirvienta mayor, era la encargada de los jardines
con Chabela, la mexicana.
Había otras limpiezas que nos tocaban a todas: la
de dar cera roja a las baldosas de la Galleria della Madonna,
a los pisos de Villa Sacchetti, a las escaleras, a las camarillas
de las sirvientas. El dar cera roja era un trabajo común
de la que estuviera libre en aquel momento. Lo difícil
no era dar cera roja evitando manchar la piedra caliza, porosa
y blanca, sino el sacar brillo a esas baldosas a puro pie
o de rodillas, sin máquina de tipo alguno.
Por las tardes, tan pronto como se iban los obreros, pasábamos
a la Villa Vecchia, donde monseñor Escrivá tenía
sus habitaciones provisionales, su oratorio y su lugar de
trabajo. Encarnita o en su ausencia Mary Altozano, con otra
numeraria y dos sirvientas, hacían las camas a monseñor
Escrivá y a don Alvaro, y se ocupaban de la limpieza
de sus habitaciones específicamente. El resto de las
numerarias nos quedábamos en el vestíbulo de
la Villa, todo de parquet, que acababan de terminar los obreros.
La madera, pues, estaba totalmente seca y bastante sucia.
El proceso a seguir era: primero, unas dábamos aguarrás
con cepillo de raíces y con todas nuestras fuerzas
para arrancar lo sucio. Inmediatamente recoger aquel líquido,
mientras otras daban cera para que aquel suelo fuera cogiendo
grasa. Como eran tantos y tantos metros cuadrados, aquello
parecía infinito. Al final, todas, a puro pie, tratábamos
con optimismo de sacar algo de brillo a aquel suelo. Pero
ni brillo ni nada. Dora, la primera numeraria sirvienta del
Opus Dei, cuando al terminar la limpieza de las habitaciones
de monseñor Escrivá bajaba por aquella escalera
de piedra, nos miraba lastimosamente y decía: "No
se nota nada de nada." Era tal el esfuerzo que poníamos,
que sudábamos a chorros, tanto que se solía
oír con cierta frecuencia: "Por favor, no me mojes
el suelo." Y era que a la que iba delante se le caían
las gotas de sudor. Y así, tarde tras tarde, mes tras
mes, como el mito de Sísifo, volvíamos a empezar
con el mismo arranque por el cepillo de raíces, el
aguarrás, la cera y venga de brochar. La hazaña
de la limpieza del vestíbulo de la Villa hizo historia
entre las numerarias del Opus Dei.
Los domingos teníamos además las llamadas "limpiezas
extraordinarias", correspondientes a aquella parte de
la casa de ejercicios que los obreros iban terminando y donde
había que limpiar desde los baños a los suelos,
sin olvidar los vidrios. Esta limpieza era de otro tipo. Lo
principal era quitar cuantas gotas de pintura o cemento hubiera,
a base de usar las cuchillas de afeitar que desechaban los
numerarios. Cuchillas que, para aprovecharlas mejor, dividíamos
en dos para hacer este trabajo. Teníamos las manos
muy heridas porque todo ello se hacía sin guantes ni
protección alguna. Meses más tarde, alguna tuvo
la feliz idea de poner un esparadrapo en la parte por donde
se agarraba la media cuchilla, lo cual evitaba parcialmente
los cortes.
La Procura Generalizia ya estaba terminada en esos años
y era otra de las limpiezas que también se solía
hacer con frecuencia, aunque no diariamente. La entrada principal
de esta Procura Generalizia está en Via di Villa Sacchetti,
30. Se construyó como un núcleo de recepción
del presidente general del Opus Dei. Constaba la Procura de
un vestíbulo, una salita pequeña de visitas
donde recuerdo que se solían poner casi siempre anémonas
en un cacharrillo encima de la mesa baja, un baño pequeño,
oratorio y un comedor como para doce personas o incluso alguna
más, decorado en blanco, gris y dorado, muy afrancesado.
Los muebles eran tan delicados que para hacer la limpieza
de ese cuarto teníamos que usar guantes blancos de
algodón.
Monseñor Escrivá solía invitar a almorzar
en este comedor a alguna persona que, por el motivo que fuera,
valoraba especialmente. Recuerdo que lo hizo varias veces
con su médico, el doctor Carlo Faelli, y su señora,
a quien Encarnita solía visitar. Otras veces era un
cardenal o un obispo. Las indicaciones que teníamos
sobre los invitados eran muy claras y concretas, como clara
era la indicación de que a nadie se le serviría
antes que al Padre. Para ello atendían el comedor dos
doncellas, quienes al mismo tiempo acercaban las fuentes al
Padre y al invitado de honor.
Cuando había almuerzo de invitados, bien fuera en
este comedor o en otro, yo solía ser quien ayudaba
casi siempre a Encarnita a preparar la mesa, el adorno floral
del centro y quien estaba con ella en el office mientras duraba
la comida.
Como puede notarse, yo estaba bastante en el candelero en
múltiples ocasiones. Parece ser que yo era muy eficaz
en estos asuntos relativos a invitados y en resolver gestiones
de etiqueta, especialmente con embajadas y consulados.
Incomprensible como me parece ahora, todo eso me hacía
pensar en la gran confianza que monseñor Escrivá
y Encarnita depositaban en mí y me ponía muy
feliz. De lo que no me daba cuenta entonces era de que me
estaban usando como una necia. Tuve que salirme del Opus Dei
para advertir cómo, bajo capa y color de "buen
espíritu", "amor al Padre y a la Obra",
el Opus Dei exprime a sus miembros todos.
En nuestras vidas nos importaba más la opinión
del Padre, el contentar al Padre, que el contentar a Dios.
Es decir, estábamos convencidas de que contentando
al Padre primero, Dios estaría contento. ¡Una
curiosa forma de vida interior!
Los domingos no solíamos hacer limpieza en la administración
a fin de engrosar el número de las que podíamos
pasar a la casa de ejercicios o a la parte que los obreros
fueran dejando libre. Puedo decir que todas emprendíamos
esa labor de los domingos con gran espíritu deportivo,
pero a las dos de la tarde, cuando la encargada de cocina
generalmente nos subía un tentempié con las
sobras de la nevera, lo devorábamos todo como fieras.
Igual daba que fueran sardinas frías dentro de pan
o trozos de lo que fuera. Hay que tener en cuenta el que muchas
de estas limpiezas eran en invierno, en lugares donde teníamos
las ventanas abiertas de par en par y el frío era atroz;
se quedaba una aterida. La encargada de cocina, recuerdo cuando
era Iciar Zumalde, solía decirnos que le encantaban
las limpiezas de los domingos, porque le limpiábamos
de sobras la nevera. Y de estas limpiezas no se escapaba nadie.
Por supuesto que la ruta de estas limpiezas venía
indicada por don Álvaro, pero lo que también
es verdad que ni el Padre ni don Álvaro asomaban por
donde estábamos limpiando. Justicia es decir que Encarnita,
hasta la hora de la comida del Padre, arrimaba el hombro con
nosotras, como la que más.
Con este ejercicio, las que vivíamos en Villa Saechetti
estábamos flacas como palillos, aunque la verdad es
que comíamos bien. No así Encarnita, que apenas
probaba bocado.
Por esta razón de las limpiezas y de que no dábamos
abasto para llegar a todas ellas, monseñor Escrivá
indicó que tendrían que venir más numerarias
de España a esta administración. Ello coincidió
con una especie de "limpieza" que el Padre quería
hacer entre las superioras mayores de la Asesoría Central
y pidió que vinieran algunas de las que tenían
cargos de gobierno en esa Asesoría, pero sin ser superioras
mayores en Roma, sino simplemente numerarias, para ayudar
en la administración. Las primeras que llegaron fueron
Marisa Sánchez de Movellán, Lourdes Toranzo,
Pilar Salcedo y otras como Catherine Bardinet, María
José Monterde, Begoña Mújica, etc.
Peter Berglar, en su obra ya mencionada y con referencia
a la conversación que monseñor Escrivá
tuvo con Pilar Salcedo en 1968 cuando aún era numeraria
del Opus Dei, cita a monseñor Escrivá como sigue:
"Para mí igualmente importante es el trabajo de
una hija mía que es empleada del hogar, que el trabajo
de una hija mía que tiene un título nobiliario."
Esto no es cierto. Pongamos un ejemplo sin llegar a la aristocracia,
que alguno saldrá después, sino a lo económico:
cuando a Catherine Bardinet, primera numeraria francesa, se
la hizo venir a Roma, no había ninguna otra numeraria
en ese país. Catherine pidió la admisión
muy jovencita y sus padres, los dueños de los licores
Bardinet en Francia, no estaban demasiado entusiasmados con
la vocación de su hija. Las relaciones con ella eran
a través de la madre principalmente. El padre, sin
querer romper, se mantenía un poco tirante. Escribieron
estos señores a su hija Catherine diciéndole
que iban a hacer un crucero por el Mediterráneo y que
les gustaría que los acompañara. Cuando Catherine
nos lo dijo, la empezamos a embromar y cada vez que teníamos
una limpieza fuerte le decíamos que íbamos de
crucero. El caso fue que Encarnita le explicó la situación
al Padre, así como el que los señores Bardinet
habían dicho que al venir a visitar a su hija, querían
saludarlo.
Un día anunciaron que los padres de Catherine habían
llegado, pero ante nuestro asombro dijeron también
que el Padre bajaría a nuestra salita a saludarlos.
Indiscutiblemente "convenía ganárseles"
a estos señores, dada la situación económica
que se les suponía.
El Padre bajó con don Álvaro a la sala de visitas
y, sin previa presentación de tipo alguno, avanzó
hacia el señor Bardinet, diciéndole por todo
saludo:
-¡Otro gordo como yo! ¿Cómo no nos vamos
a llevar bien?
Y le dio un gran abrazo. Por supuesto, ni qué decir
tiene que Catherine Bardinet fue al crucero por el Mediterráneo
con sus padres...
Este sucedido es inaudito (Catherine Bardinet y Encarnita
Ortega, presentes ambas en la entrevista, nos lo contaron.),
dadas las restricciones que teníamos de trato con nuestras
familias. No solamente verles, sino irse de crucero...
O sea que, lamentando, con todos mis respetos, contradecir
al doctor Peter Berglar, quien por otra parte y por su condición
de varón, nunca vivio en ninguna casa de mujeres del
Opus Dei ni, según parece en su libro, habló
con numeraria alguna, sino que se atuvo a recoger solamente
las informaciones sobre la sección femenina y monseñor
Escrivá que presentó Encarnita Ortega en el
Proceso de monseñor Escrivá, he de reafirmar
que para monseñor Escrivá no eran lo mismo todas
las numerarias.
Tras la jornada de limpieza aterrizábamos en el planchero,
donde además de planchar o repasar la ropa las sirvientas,
las numerarias hacíamos otras muchas cosas.
Tapices y alfombras
Durante bastantes meses, del año 1952 al 1953, se
reparó un tapiz que, bien fuera el arquitecto o algún
numerario, encontraron en un anticuario. Dicho tapiz nos lo
pasaron para lavar. Era un montón de basura, todo roto,
enorme, no se acertaba a saber ni qué era aquello.
Nos dijeron que lo lavásemos bien con agua y jabón
y, entre varias de nosotras, ayudadas por algunas sirvientas,
así lo hicimos. Lo primero que se nos ocurrió
fue sacarle el forro rojo que estaba pegado al tapiz, a fin
de que no destiñera. Pero al quitar el forro nos encontramos
nada menos que con el sello de autenticidad del tapiz. Se
atribuía a Miguel Angel, nos dijeron cuando nos lo
entregaron. Gran júbilo por el hallazgo que habíamos
hecho. Una vez lavado, cargándolo entre varias, lo
colgamos del muro del Cortile del Cipresso, porque al ser
tan enorme no cabía para tenderse en el lavadero. Por
varios días estuvo secándose el tapiz y, en
las tertulias, solíamos pasar el tiempo elucubrando
cuál sería el dibujo. Estaba tan destrozado
que no se veía nada. Alguna, con gran imaginación,
dijo que en la parte baja del tapiz se veía como una
niña. La verdad es que yo no veía más
que un brazo. Una vez seco, indicó el Padre a Mercedes
Anglés, que era una maravilla con la aguja, que se
dedicara plenamente a la restauración del tapiz y que
dijera cuándo pensaba que podía estar terminado.
Cuando Mercedes empezó con el trabajo, anunció
que tardaría varios meses en terminarlo. A todas nos
pareció el anuncio de una eternidad. Pero lo cierto
fue que tuvo razón. Casi de inmediato la empezó
a ayudar Mary Carmen Sánchez Merino y, al final, acabamos
todas reparando el tapiz. Se había instalado en el
planchero un bastidor enorme y por ambos lados del mismo nos
poníamos unas ocho a reparar el tapiz. Recuerdo un
día en que, cuando pasó monseñor Escrivá
al planchero, le preguntó a Mary Carmen cómo
iba con el tapiz. Con su gracejo andaluz le respondió:
-Padre, aún estoy con los "panesillos".
Al final se terminó el tapiz y quedó colgado
para la posteridad en la escalera de la Villa Vecchia. Luego
un pintor lo retocó y efectivamente aquel profeta,
que resultó ser la figura central del tapiz, daba unos
panes a un joven. Posiblemente estuviera basado en algún
pasaje bíblico, pero lo que sí resultó
ser cierto era que el dibujo se le atribuía a Miguel
Angel.
Como durante el día no teníamos materialmente
tiempo para hacer estas cosas, trabajábamos por la
noche quedándonos hasta pasadas las dos de la mañana
casi a diario. Para espantar el sueño se contaban chistes,
historietas, se agotaron todos los repertorios dc canciones.
Y así, entre bromas y veras, entre canto y canto, y
a costa de nuestras horas de sueño y de descanso, se
acabaron igualmente todas las alfombras de nudo que hay en
esos edificios. Recuerdo como la manifestación del
infinito la alfombra gris pálido que hicimos para el
comedor de la Procura Gcneralizia. Fueron metros y metros
cuadrados. Era una alfombra que cubría materialmente
la habitación.
Como consecuencia de esta falta de descanso, sucedía
que, por meses y meses, todas íbamos a la confesión
con la misma falta: "Me duermo durante la meditación
del sacerdote." En esa época, como había
tantos sacerdotes en Roma, cada tarde nos daba la meditación
uno diferente, y que nos dormíamos era obvio. Recuerdo
a María Luisa Moreno de Vega que nos decía:
"Por Dios, despertémonos unas a otras porque,
si no, uno de estos días va a salir el sacerdote del
oratorio de puntillas para no despertarnos... "
Al cabo de más de un año llegó esta
noticia de que nos dormíamos a monseñor Escrivá,
quien, muy sorprendido, indicó que teníamos
que dormir ocho horas. No entiendo que ignorase ese hecho
porque en un horario normal no podíamos dar abasto
para hacer cuanto hicimos. Era sencillamente imposible.
Tertulias
Como tertulia o rato de descanso sólo teníamos
media hora diaria y una hora los domingos. Entonces las numerarias
teníamos una única tertulia al día mientras
que los numerarios tenían dos. Como siempre, las diferencias
eran claras.
Nuestras tertulias eran con las numerarias sirvientas. Algunos
domingos venía también a Villa Sacchetti alguna
numeraria de la región de Italia con dos o tres de
las numerarias sirvientas que estaban en esa región.
Como ya dije, en verano se solía jugar a la pelota
con las sirvientas. Una especie de baloncesto, sin cesto.
Otras veces era conversar y contarles anécdotas, sucedidas
en una casa u otra, pero como temas eran bien cosas de los
primeros tiempos de la Obra, cosas que había dicho
el Padre o anécdotas que habían sucedido yendo
de compras, por ejemplo. Nunca se hablaba de temas de actualidad
política, mundial o lo que fuera. "El mundo"
estaba basado para nosotras en los países donde había
fundaciones del Opus Dei y, de hecho, se leían, como
cosa extraordinaria, en las tertulias de los domingos, alguna
carta seleccionada de las numerarias o numerarias sirvientas
de México o de Chicago. Ese era "el mundo de las
numerarias del Opus Dei" en la casa central de Roma.
Temas relativos a la pobreza o el hambre en el mundo, a los
problemas sociales de la humanidad en una palabra, ni se esbozaban.
Más de una vez nos dijeron los superiores que "eso
no era lo nuestro, que para ello estaban las congregaciones
religiosas".
No se veía revista de clase alguna en la tertulia.
Nisa Guzmán empezó a enviar periódicamente
desde Chicago números de "Vogue", de "Bazar"
y alguna otra revista de este tipo, pero alguna numeraria
puritana le dijo a Encarnita que muchas de las modelos de
esas revistas tenían cara de "malas" (tradúzcase
por putas) y aquellas revistas también dejaron de circular
en las tertulias. Excepcionalmente, se nos permitía
buscar algún modelo, si es que nos iban a hacer un
vestido, en dichas revistas, a las cuales, por primera providencia,
ya les habían arrancado una serie de páginas.
Aunque trataba de colaborar activamente en las tertulias,
yo me aburría mucho porque, objetivamente hablando,
eran un tostón; cuando decía esto en la confidencia,
siempre me apuntaban que era mal espíritu mío
si me aburría con las sirvientas. Yo las quería
de verdad, pero ese tipo de tertulia no me distraía
absolutamente nada ni me descansaba tampoco. También
me decían que las tertulias no era un momento de descanso,
sino de vivir activamente la caridad. Otras veces, si estábamos
en el planchero, generalmente en invierno, se cantaban las
canciones de la Obra y era casi como un rito el que bailaran
algún tipo de jota aquellas personas que querían.
Hasta tal punto, que cuando María José Monterde,
que era de Zaragoza, llegó a Roma, y que por cierto
bailaba muy bien la jota aragonesa, recuerdo que un par de
veces la bailó en el planchero delante del Padre, una
de las tardes que vino. Por fortuna, con la llegada de las
sirvientas mexicanas empezaron a bailarse también las
chapanecas y la bamba, lo que al menos era más distraído
por lo novedoso del ritmo.
La llegada de las mexicanas amplió también
el horizonte tan limitado de aquella casa, ya que empezaron
a oírse nuevas costumbres, diferentes nombres, sucedidos
no conocidos previamente.
También es cierto que alguno de estos sucedidos trajeron
como consecuencia correcciones para las numerarias de aquella
región o, al menos, un pedir aclaraciones a cosas que
habían contado, especialmente, las sirvientas que llegaron.
Numerarias sirvientas
Así empezó a llamarse en el Opus Dei a aquella
clase de miembros que se dedican a los trabajos manuales o
al servicio doméstico en las casas de la Obra. (Constituciones.
Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz y Opus Dei, Roma, 1950).
En el año 1965 recibimos en todas las regiones un rescripto
de Roma diciendo que el Padre había indicado que de
ahora en adelante no se usara el término "numerarias
sirvientas" sino el de "numerarias auxiliares"
para designar a las sirvientas del Opus Dei. Por tanto, desde
esta fecha, el término "sirvienta" quedó
relegado, y la denominación ordinaria, dentro de las
casas del Opus Dei, es la de "auxiliares", término
que usaré más de una vez cuando me refiera a
las sirvientas del Opus Dei.
Las auxiliares o sirvientas del Opus Dei tienen, en su vida
espiritual, las mismas obligaciones que las numerarias respecto
a las normas del plan de vida, a la mortificación corporal
y a la forma de vivir la pobreza, castidad y obediencia. En
aquellos años vivían igualmente la práctica
de la ducha fría por la mañana. Además
estaba indicado que las sirvientas que sirvieran la mesa tenían
que ducharse antes de vestirse el uniforme negro.
Hay, sin embargo, diferencias de fondo: las sirvientas no
pueden ocupar nunca cargos de gobierno, ni pertenecer a la
categoría de "inscritas", así como
tampoco ejercer el trabajo fuera de las casas del Opus Dei.
Por otra parte, existe la diferencia con las numerarias de
que ellas, a semejanza de los varones del Instituto, duermen
siempre en camas regulares con somier y colchón.
En la vida práctica, las sirvientas del Opus Dei llevan
siempre el uniforme usual para las sirvientas en el país
donde estén, que suele ser una bata de color con un
delantal blanco y, para servir la mesa, uniforme negro con
puños y cuello blanco, un delantal pequeño blanco
y cofia. En algunos países, por ejemplo Venezuela,
hubo modificaciones: las batas en vez dc ser de manga larga
eran de manga corta y el uniforme para servir la mesa, aunque
era de manga larga, solía ser de color verde oscuro.
Los días de fiesta, o cuando había invitados,
solían servir la mesa -sigo ahora hablando de Roma
especialmente- de guante blanco. Por la tarde, la sirvienta
que hace de portera lleva el mismo uniforme negro con puños
y cuello blanco, y un delantal pequeño de satén
negro. Durante muchos años las sirvientas solían
llevar con el uniforme de color y el delantal blanco, un gorro
también blanco recogiéndoles el pelo. Esta costumbre
del gorro blanco se fue desechando porque en muchos países
resultaba chocante.
Cuando salen a la calle las sirvientas no van de uniforme;
visten como cualquier mujer de su nivel social, suelen ir
bien y pueden pintarse. También pueden teñirse
el pelo. Sin embargo, cuando hacen la limpieza de las casas
no se pintan y solamente van ligeramente retocadas cuando
sirven las mesas de los comedores.
Las sirvientas del Opus Dei duermen en camarillas, es decir,
son cuartos mínimos en los que caben una cama, un closet,
un lavamanos y, en alguna de ellas, no en todas, una silla.
Suele haber también una ventana o media ventana y una
imagen de la Virgen. La idea es que puedan dormir independientes.
En casas de construcción reciente estas camarillas
suelen ser más amplias. En Roma, por ejemplo, las camarillas
de las sirvientas formaban un núcleo especial. Luego,
conforme se fueron haciendo ampliaciones a la casa de la sección
de mujeres, fue igualmente aumentando el número de
camarillas. Pero una cosa que quiero aclarar es que las camarillas
nunca están mezcladas con los cuartos de las numerarias.
Todo es más pequeño en dimensiones y aparte.
Tienen también las auxiliares diferentes comedores
de los de las numerarias. Son servidas, por turnos, por algunas
de ellas. La clase de comida es idéntica a la del resto
de la casa.
En Roma y en algunas casas del Opus Dei la ropa de cama,
mesa y toallas estaba siempre diferenciada y marcada con la
palabra "servicio".
Las sirvientas del Opus Dei, lo mismo que los proveedores,
entran habitualmente a las casas de la Obra por la puerta
de servicio. En muy raras ocasiones entran por la puerta principal.
Por ello, en todas las casas del Opus Dei hay una entrada
especial llamada "servicio" y, en algunas casas
grandes, como por ejemplo la de Roma, hay otra entrada especial
para los proveedores. No es que los proveedores entren a las
casas del Opus Dei, diría mejor que su entrada consiste
en tener acceso a un pequeño recibidor o mostrador
donde dejan la mercancía y por donde habitualmente
reciben los pagos, pero nunca un proveedor entra a la cocina,
por ejemplo, de ninguna casa del Opus Dei.
Las sirvientas no están nunca solas. "No pueden
estar nunca solas", según frase del Fundador.
"Son como niñas pequeñas", nos repetía
más de una vez el Fundador y de hecho él las
llamaba "sus hijas pequeñas". "¡¡¡No
me las dejéis nunca solas!!!", nos gritaba otras
veces. "Tienen su mentalidad y es la única que
pueden tener." Sin embargo, afirmaba el Fundador que
muchas de las sirvientas del Opus Dei tenían mejor
formación teológica que muchos sacerdotes y
que la mayoría de las monjas, por supuesto.
Las sirvientas del Opus Dei NUNCA salen solas, siempre van
acompañadas de una numeraria. Cuando son mayores y
llevan muchos años en la Obra, a veces, pueden salir
de dos en dos.
Era tal la obsesión que tenía monseñor
Escrivá con este "no dejar nunca solas a las sirvientas"
que a veces era un martirio para nosotras. No podían
estar ni cinco minutos solas en el planchero. Siempre tenía
que estar una de nosotras con ellas. Hasta el punto de que,
si una numeraria estaba en el planchero con ellas y se tenía
que ir al oratorio para hacer la oración, avisaba a
la directora para que otra numeraria o en su defecto la misma
directora viniera al planchero mientras la otra hacía
la oración. En los trabajos de la casa siempre estábamos
con ellas, y en las excursiones y en todo momento.
Incluso cuando hacían la media hora de oración
por la tarde, había siempre una numeraria con ellas,
no podían ir solas al oratorio como nosotras. La lectura
espiritual se la hacíamos nosotras mientras seguían
trabajando. Es decir, absolutamente todo lo hacían
con nosotras. Era motivo de reportar en la confidencia el
que, por la circunstancia que fuera, hubiéramos dejado
a las sirvientas solas cinco minutos.
No había meditaciones especiales para las sirvientas.
Ellas y nosotras teníamos las mismas meditaciones y
en esa época también los mismos ejercicios espirituales.
Nosotras estábamos todo el día con ellas y
hacíamos los mismos trabajos, excepto lavar y planchar
la ropa de la residencia que solamente lo hacían ellas.
La única diferencia esencial era la que había
en el trato. Siempre por ambas partes se las llamaba y nos
llamaban de usted y ellas a nosotras además anteponían
al nombre el tratamiento de "señorita".
La educación humana de las sirvientas era muy básica:
sabían leer y escribir, pero no mucho más, a
excepción de Dora y Julia, las dos primeras numerarias
sirvientas del Opus Dei, que eran muy inteligentes, y el hecho
de haber trabajado en familias de cierta posición social
les había dado un "roce" que las hacía
diferenciarse de las demás.
Curiosamente y frente a la secularidad de que el Opus Dei
siempre se dijo ser pionero, no proporcionaba entonces la
menor cultura general a sus asociados, bien fueran numerarias
o numerarias sirvientas. Las sirvientas en Roma no recibían
clase alguna de nada. Muchas tenían deseos de aprender
italiano y habían de contentarse con lo poco que les
podíamos enseñar, pero sin clase oficial alguna.
Muchos años más tarde, existieron en algunos
países "escuelas para empleadas del hogar".
Continuación
del Capítulo VI
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