CAPITULO VI: ROMA, LA JAULA DE ORO (continuación)
Monseñor Escrivá las trataba como a niñas
pequeñas y les fomentaba tal infantilidad que rayaba
en lo necio. Ellas sabían que eran "las hijas
pequeñas del Padre" y como tal se comportaban.
Hasta el punto de que en la casa de Roma la mentalidad infantil
de las sirvientas era deplorable. Era un espectáculo
tristísimo comprobar que mujeres mayores actuaran,
producto del adoctrinamiento recibido, como criaturas de trece
años.
Ni qué decir tiene que para ir al dentista o a cualquier
médico, si las numerarias iban siempre acompañadas
de otra numeraria, mucho más las sirvientas. Y esta
doctrina se extendió a todos los países donde
el Opus Dei tiene fundaciones. Nosotras no podíamos
regañar nunca a las auxiliares y tampoco les hacíamos
la corrección fraterna. Si veíamos que alguna
había hecho algo incorrecto se le decía a la
directora para que otra sirvienta o ella misma en su confidencia
pudiera reprenderla. Tampoco ellas podían hacernos
la corrección fraterna. Si hacíamos algo mal,
iban a la directora, quien se ocupaba de hacernos llegar la
corrección correspondiente.
Las sirvientas del Opus Dei en Roma entonces eran todas españolas
y tenían la mentalidad típica del pueblo español
de entonces. Algunas, por aspecto, podrían ser las
doncellas o niñeras de alguna casa de clase media alta.
Las auxiliares también ayudan en las labores de granja
o imprenta, pero nunca dejan su trabajo doméstico.
En esto el fundador del Opus Dei era inflexible. Es decir,
una sirvienta nunca podía aspirar más que a
ser una buena sirvienta, santa como tal, pero dentro del Opus
Dei. Eso era todo.
La mentalidad de las auxiliares españolas en aquellos
años tendía al servilismo, y esto en Roma era
muy peculiar con respecto al fanatismo infantil que ellas
tenían. Si para las numerarias toda la vida giraba
alrededor de monseñor Escrivá, para las sirvientas
era ya el colmo. No había otra meta ni otro Dios que
el Padre.
Por ejemplo, una de las sirvientas, a la que no puedo por
menos de dedicarle unas líneas, es Rosalía López.
Rosalía era de un pueblo de Castilla. Flaca, más
bien alta, morena, de facciones angulosas, no agraciada ciertamente,
pero de aspecto limpio. Su mentalidad, a más de infantil,
era muy estrecha y lo único que era capaz de asimilar
eran las cosas que materialmente se relacionaban con el Padre.
Para otras cosas no tenía capacidad. Tenía una
voz poco cadenciosa, más bien chillona y actuaba siempre
como un niño pequeño: si quería algo
rogaba al estilo de los niños, cambiando de voz y poco
menos que mendigando; pero si algo no le gustaba solía
poner una cara bastante amarrada y se sumía en un silencio
notorio. Se consideraba, en muchos aspectos, como la "defensora"
del Padre. Por ejemplo, ella sabía que era la única
sirvienta que monseñor Escrivá aceptaba para
que le sirviera la mesa a él y a don Álvaro,
mesa a la que también era invitado con cierta frecuencia
Salvador Canals Navarrete, sacerdote numerario del Opus Dei,
porque trabajaba dentro del Vaticano.
Rosalía tenía tal convencimiento de que era
imprescindible para el Padre, que se atrevía a enfrentar
a la numeraria que fuera, bien la directora central o la directora
de la administración de la casa.
Todas sabíamos en la casa -aunque sólo se decía
alguna que otra vez entre las numerarias del gobierno central-
que Rosalía le reportaba a monseñor Escrivá
cualquier cosa que hubiera pasado o se hubiera dicho, aunque
obviamente era monseñor Escrivá el que se valía
de esta sirvienta para indagar en el terreno que fuera: visitas
que venían, salidas que se hacían, etc.
Recuerdo mi asombro un día que monseñor Escrivá
me preguntó quién era el sacerdote que había
venido a visitarme. En efecto, el padre Rambla había
venido a ver qué se podría hacer para acercar
a mi madre. Aunque la directora por supuesto sabía
que yo había tenido esta visita, no se le había
dicho nada a monseñor Escrivá porque no había
razón para ello. A esta altura no puedo decir otra
cosa más que era un auténtico cotilleo el que
se traía Rosalía con monseñor Escrivá.
Cotilleo que, por otra parte, como digo, era bien recibido
y fomentado por el mismo monseñor Escrivá.
El juego era increíble: había numerarias que
le bailaban el agua a Rosalía con la esperanza de que
su nombre apareciera frente al Padre. Por otra parte, son
muchas las veces que he visto a Rosalía bajar a la
cocina mientras servía a monseñor Escrivá
con lágrimas de cocodrilo enfrentándose con
la directora e incluso con Encarnita mientras les decía:
"Ustedes van a matar al Padre. Le han puesto la comida
aceitosa y no ha podido comer hoy." Y con un gesto displicente
mostraba, dejándola sobre la mesa, la bandeja pequeña
que se había preparado para monseñor Escrivá.
Esto, después de haber estado contando con cuenta-gotas,
la directora o la encargada de la cocina, incluso las dos,
la cantidad de aceite que se utilizaba para la comida del
Padre.
Otras veces, bajaba Rosalía a la cocina transmitiendo
órdenes:
-El Padre dice que se sirva café hoy en el comedor
del Colegio Romano.
Y si alguien osaba preguntar "¿Por qué?",
ella respondía toda escandalizada:
-Señorita, lo ha dicho el Padre.
Monseñor Escrivá, muchas veces, le decía
que se sentara en su comedor y que le contara cosas. De más
está añadir que "las cosas" eran siempre
comadreos de la administración. Rosalía gozaba
humillando a las numerarias a base de dar a entender "sus
fuentes de información". Por ejemplo, en la última
vez que yo estuve en Roma en los años 1965 y 1966,
Rosalía me dijo una noche:
-Usted, señorita, olvídese de volver a su tierra.
La guste o no la guste se va a quedar en Roma.
Como yo la conocía de años y sabía que
mi reacción iba a ser reportada a monseñor Escrivá,
me limité a darle una clase de "buen espíritu"
diciéndole:
-Rosalía, si usted sabe eso por habérselo oído
decir al Padre, no se olvide nunca de que lo que oye mientras
sirve no lo debe repetir en la administración.
Cuando anualmente se hacían los cursos de formación,
el problema de la directora de la administración y
de la directora central era ver qué sirvienta "que
le gustase al Padre" podría servirle la mesa.
Generalmente, durante esas tres semanas que solía durar
el curso anual, Tasia, la sirvienta que vino conmigo de España,
era quien le servía la mesa.
Servir la mesa al Padre era el privilegio de los privilegios
entre las auxiliares.
Cuando se abrieron las fundaciones de Estados Unidos e Inglaterra,
se llevaron a sirvientas españolas. Naturalmente en
Estados Unidos pronto se dieron cuenta de que el régimen
no podía ser el español y las señoras
que iban por la casa les hacían regalos a Pilar y Francisca,
pensando que les hacían un favor a estas dos sirvientas.
El punto fue que se originó una crisis en estas auxiliares,
en vista de lo cual fueron enviadas a Roma. Pilar se quedó
en Villa Sacchetti, pero Francisca tuvo que irse a la región
de Italia porque era hermana de Rosalía y dos hermanas
nunca pueden estar viviendo en la misma casa del Opus Dei.
Monseñor Escrivá envió más tarde,
a los países donde el servicio doméstico no
era costumbre tenerlo al estilo español, una nota diciendo:
"En aquellos países donde no sea costumbre tener
servicio doméstico, téngase, pero sin exhibirlo."
Lo que equivalía a que las sirvientas no podían
ir siempre de uniforme, etc, etc. Y que tampoco podían
hacer de porteras. Es decir: estaban relegadas al interior.
A Estados Unidos se enviaron numerarias sirvientas mexicanas.
En otros países donde las numerarias y las sirvientas
realizan esa labor en las casas de los varones de la Prelatura,
reciben un sueldo, pero bajísimo, y por supuesto ningún
seguro social de clase alguna. En virtud de la pobreza, estos
sueldos van directamente a la caja de la casa donde viven
y a las sirvientas no se les entrega dinero alguno porque
se supone que, al salir con las numerarias, son éstas
las que pagan los gastos que sea. Naturalmente cuando necesitan
ropa o zapatos también se les compra, pero ellas no
manejan dinero alguno.
En algunas ocasiones, muy pocas, si alguna familia necesitaba
ayuda financiera, la Obra les enviaba un cheque por una cantidad
irrisoria, pero no ellas, quienes en virtud del voto de pobreza
no pueden disponer de dinero alguno.
En casi todos los países hay sirvientas, auxiliares,
del Opus Dei, indígenas, aunque lo mismo que España
ha suplido de servicio doméstico a las casas Opus Dei
en Europa, México ha servido a las regiones del continente
americano. Cuesta mucho trabajo conseguir estas vocaciones
y especialmente mantener su perseverancia.
La estructura social del mundo cambia a pasos agigantados
y el servicio doméstico como tal no resulta atractivo
más que por horas y bien retribuido. En este punto
el Opus Dei no quiere entender el mensaje del siglo en que
vivimos y se empeña en mantener modelos que lo favorecen,
pero que no responden a una realidad cristiana y social.
Las sirvientas del Opus Dei de la casa central de Roma y
las numerarias no cobrábamos sueldo alguno por el trabajo:
nos pagaban la comida. Era todo. Tampoco existen servicios
sociales de clase alguna en el Opus Dei, lo que acarrea serios
conflictos cuando alguna numeraria auxiliar abandona, por
las causas que sea, el Opus Dei.
Cursos anuales. Castelgandolfo: "Villa delle Rose"
Los cursos anuales son períodos de formación
que el Opus Dei requiere que han de hacer todos los miembros
de la Prelatura. La duración es de tres semanas a un
mes, como indicaba hablando de "Molinoviejo".
Cuando yo llegué a Roma, los cursos anuales se hacían
en Castelgandolfo con la región de Italia.
En Castelgandolfo había una villa pequeña,
pero con un buen terreno que Su Santidad Pío XII regaló
al Opus Dei. Siempre se hablaba de que ahí se construiría
la sede de formación de la sección de mujeres
del Opus Dei, sede que, en los años en que yo llegué
a Roma, no tenía forma ni color, pero que trece años
después era una realidad. "Villa delle Rose"
alberga hoy el Colegio Romano de Santa María donde
suelen venir las vocaciones de los varios países a
terminar los estudios internos de Filosofía y Teología,
e incluso algunas a hacer estudios especiales de Pedagogía.
A la casa de Castelgandolfo se la llamó desde el principio
"Villa delle Rose". Era una casa vieja, fea e incómoda.
Teníamos que dormir las numerarias en el suelo del
comedor y aún recuerdo que había un tranvía
que cuando pasaba nos retemblaba todo el suelo. La parte más
habitable y mejor de aquella casa era la dedicada a la sección
de varones. Solía haber un sacerdote con varios numerarios
y algunas veces venía monseñor Escrivá
de visita.
Nos habían dicho en Villa Sacchetti que iríamos
en turnos a Castelgandolfo para hacer nuestro curso anual.
Faltaban aún unas dos semanas para empezar, cuando
un día, después de comer, me dijo Encarnita
que tenía que irme a Castelgandolfo inmediatamente,
que Pilarín Navarro ya lo sabía y me estaba
esperando. No me dio razón alguna de aquella prisa,
sino la advertencia de que procurase no perder el autobús
y que luego irían las demás a hacer el curso.
Yo me fui sola y, al llegar, Pilarín Navarro, la directora
de la región de Italia y del curso especial que hacían
las nuevas vocaciones italianas, se sorprendió al yerme
y me preguntó:
-¿A qué vienes?
La verdad es que yo no lo sabía. Y así se lo
dije.
Me quedé analizando, sin embargo, que Encarnita no
me había dicho la verdad, porque Pilarín Navarro
no tenía ni idea de que yo iba. Esto, unido a que el
enorme trabajo que teníamos en Villa Sacchetti, hacía
incomprensible el prescindir de una persona, me hizo pensar
en el por qué me habrían enviado a Castelgandolfo
tantos días antes de empezar el curso anual. Y por
qué la salida tan precipitada.
Por mi manera de ser, la cosa que más me ha enfurecido
siempre es hacer las cosas porque sí, sin darle a una
persona razones. Por ello, queriendo encontrar una razón,
pensaba si sería que había hecho algo mal y
me mandaban así para que me diera cuenta, pero, por
otra parte, recordaba a Encarnita toda sonreída cuando
me lo dijo. Creo que toda la gama de posibilidades se me pasaron
por la mente y al final, como no encontraba ninguna razonable,
decidí sumirme en un profundo silencio hasta que Encarnita,
que me dijeron iba a venir al curso de las italianas dos días
después, me explicara las cosas.
El hecho fue que Encarnita vino y salió volada después
de la clase. Yo logré alcanzarla y preguntarle, ¿pero
qué pasa?, ¿por qué me mandaste aquí?
No sólo no me contestó sino que me dijo que
iba a todo correr porque perdía el autobús para
llegar a la cena del Padre.
Yo me irrité aún más al ver su sonrisa.
Era como si se estuviera burlando de mí.
No sé si es necesario aclarar a esta altura que dado
mi carácter fuerte aquello me irritó sobremanera,
tanto que incluso se me pasó por la cabeza, viendo
el proceder del Opus Dei, el mandar todo a paseo e irme del
Opus Dei.
Al día siguiente, cuando vino don Salvador Canals,
pasamos todas por el confesonario y yo le conté lo
ocurrido. Don Salvador, que era un hombre muy bueno y pacífico,
me calmó los ánimos y me dijo que no me preocupara.
Por otra parte, la vida toda era en italiano, lógicamente,
y a mí me suponía aún un gran esfuerzo
el hablar en italiano todo el día, o sea que la cosa
tampoco se me hacía fácil por ese lado.
Como resultado de mi enfado, me encerré en un silencio
casi absoluto, sin ser por ello incorrecta, hasta que terminó
aquel bendito curso y regresé a Roma.
Yo pensaba hablar con monseñor Escrivá preguntándole
las razones que impulsaron a Encarnita a actuar de tal modo
conmigo, pero no tuve tiempo a ello. En una ocasión
que me crucé con don Alvaro en la casa, yendo con Encarnita,
me dijo éste de buenas a primeras:
-Te has portado como un animal en Castelgandolfo dando tan
mal ejemplo.
Tras de esto, y dos días después, me llamó
el Padre delante de don Alvaro y de María Luisa Moreno
de Vega y me echó la bronca mayor que recuerdo.
Como siempre, gritando. Me dijo que se había enterado
por Encarnita de lo mal que me había portado en el
viaje cuando vine de España coqueteando con el señor
italiano (el pobre hombre que me ayudó a subir al tren
en Veintemiglia cuando venía a Roma hacía varios
meses). Que yo le había dado el número de teléfono
de la casa. Que había escandalizado, " ¡escandalizado!",
me gritaba, a esa "pobre sirvienta" que venía
conmigo en el tren leyendo esa porquería de revistas,
y que encima de todo en Castelgandolfo no había podido
dar peor ejemplo, siendo una de sus secretarias, con el mutismo
en que me había sumido.
A todas éstas, María Luisa Moreno de Vega no
tenía ni idea del asunto de mi viaje, ni de lo que
la sirvienta dijo, ni de nada. La pobre estaba compungida
y seria. Se la veía sufrir.
Cuando me gritaba enfurecido, don Alvaro, para calmarle,
le dijo a fin de terminar la bronca:
-Padre, yo ya le he dicho que se ha portado como un animal.
-Peor que un animal -gritaba el Padre-. Dando mal ejemplo
a todas las nuevas vocaciones, siendo una de mis secretarias.
Y cuando don Alvaro trataba otra vez de mitigar la bronca
diciendo:
-Padre, son ya cosas de antes de ayer -tratando de decir
el mucho tiempo que había transcurrido, monseñor
Escrivá respondió:
-¡Nada de antes de ayer! -gritaba-. ¡Son cosas
de ayer!
Y para que me enterase de lo mal que me había portado
me dijo como colofón:
-Y ya lo sabes: no pienso hablarte en dos meses.
De ahí, en total silencio, nos fuimos a secretaría,
no sin haber pasado un momento por el oratorio.
Acogiéndome a que María Luisa Moreno de Vega
era superiora mayor, a quien una numeraria comente como yo
podía hablarle en ocasiones confidencialmente, le expliqué
lo sucedido en el tren. Ella me escuchó muy sentidamente,
me creyó, estoy segura, y me dijo que debería
volver a hablar con Encarnita para asegurarle que cuanto yo
le había dicho anteriormente era verdad.
Aunque no me apetecía hablar con Encarnita por su
forma de acusarme ante el Padre, al cabo de tantos meses de
estar en Roma, lo hice porque estaba realmente angustiada
al saber que el Padre no me hablaría en dos meses,
cosa que cumplió a cabalidad.
Aquellos dos meses me parecieron una eternidad. Monseñor
Escrivá, ostensiblemente delante de todas, hacía
notar que no me dirigía la palabra. La verdad es que
aquel castigo me costó más de una lágrima
en mi oración.
Pasaron más de dos meses cuando un buen día
me empezó a hablar con la mayor naturalidad, como si
nada hubiera pasado. Al recordar hoy día hechos semejantes,
confieso que me asombra ver la capacidad de aguante que tiene
el ser humano cuando sigue ciegamente a un líder. Y
pienso también qué clase de sentimientos podría
albergar el corazón de monseñor Escrivá
cuando se permitía jugar con los sentimientos de todos
nosotros con esa insensibilidad. No me parece que sus actuaciones,
poniendo la anterior como un ejemplo entre muchos, estuvieran
cerca del espíritu evangélico respecto al perdón
de las ofensas "antes de que se pusiera el sol",
si es que tan ofendido se sentía.
El 15 de agosto de 1952 supimos que monseñor Escrivá
había hecho en el santuario de Loreto la consagración
del Opus Dei al Inmaculado Corazón de María.
En todas las casas se hizo ese año y por primera vez
esta consagración, costumbre que se renueva anualmente
y en ese día. Las palabras de dicha consagración
las lee siempre en el oratorio la directora de cada casa.
"Terracina": Salto di Fondi
Un día nos llamó monseñor Escrivá
diciendo que había una casa en Terracina. Que era una
casa que venía a cubrir una necesidad de primera hora:
el que los alumnos del Colegio Romano de la Santa Cruz pasaran
allí el verano, puesto que podían ir a la playa.
Nos dijo que había una pequeña administración,
pero que desgraciadamente no convenía que nosotras
nos bañásemos en la playa, aunque podríamos
ir de paseo a ella y "mojarnos los pies". Que lo
ofreciéramos a Dios por la Obra y por nuestros hermanos
para que fueran muy santos.
A cuenta de "Terracina" nos dijo que de momento
no habría propiamente administración. Que por
ello había pensado que su hermana Carmen, que iba a
venir a Roma, podría estar en "Terracina"
con una de nosotras, por ejemplo Enrica Botella, hasta que
tuviera preparada una casa que se había adquirido para
Carmen y su hermano Santiago. Agregó que esta casa
sería después para la Obra. Nos dijo que hacía
falta empezar a limpiar esa casa, antes incluso de que los
obreros entraran, porque estaba muy sucia; y que había
pensado que fuéramos Encarnita y yo acompañadas
por Dora y Rosalía, pero que absolutamente nadie en
la casa tenía que saber esto.
Tía Carmen
No creo que tenga que esforzarme demasiado a esta altura
para expresar nuestro -mi- gozo ante esta prueba de confianza
de monseñor Escrivá: nadie sabía que
tía Carmen (Monseñor Escrivá estableció
la costumbre, desde la primera hora de que a su madre se la
llamase "la Abuela" y a sus hermanos, Carmen y Santiago,
"tíos"; aunque, por ser tan joven, era poco
frecuente que a Santiago lo llamáramos "tío"),
iba a venir a vivir a Roma por el momento y absolutamente
nadie que se estaba preparando una casa en Roma para ella
y Santiago. La casa estaba en Via degli Scipioni.
Al mediodía, don Alvaro y el Padre nos llamaban para
decirnos las tardes que podíamos ir. La casa era un
villino en un sitio precioso, y todas pensamos que una vez
que estuviera limpia sería muy bonita. Nos organizamos
de forma que cada una de las cuatro "atacase" un
sector; porque era realmente un ataque. La casa estaba tan
sucia que recuerdo perfectamente cómo para limpiar
las baldosas de las paredes de un baño tuve que emplear
un cuchillo de cocina con las dos manos: la capa de porquería
se venía como una lámina. Era increíble.
Pasamos varios meses en esta limpieza dura de primera hora,
hasta que empezaron a ir los obreros. Entonces fuimos algunos
domingos por la mañana. Recuerdo que uno de ellos llegó
a vernos monseñor Escrivá con don Alvaro y nos
trajeron pastelillos salados y dulces. Se veía claramente
que los habían comprado en una pastelería. Ni
qué decir tiene que el júbilo era máximo.
Veíamos de vez en cuando, dorando los techos, a Javi,
un numerario sumamente joven que solía pasar con los
obreros a nuestra casa y que se caracterizaba por su antipatía.
Al cabo de los años este jovencito pasó a ser
secretario del Padre y "custode" (El Padre tiene
dos "custos" (custodios o guardianes) "para
mirar por el bien espiritual y material del Padre, los cuales
por razón de este cargo no pertenecen al Consejo General
del Opus Dei. Son designados por un quinquenio por el Padre
mismo entre nueve socios inscritos presentados al Padre por
este Consejo General. Conviven en una misma familia con el
Padre". Lo que significa que acompañan al Padre
vaya donde vaya. Ambos están encargados de hacer la
corrección fraterna al Padre. Uno respecto a las cuestiones
de tipo espiritual y el Otro respecto a las cuestiones de
tipo material. Cf. Constituciones del Opus Dei, Roma 1, noviembre
de 1950). Hacia el año 1956 le ordenaron sacerdote.
Cuando monseñor Escrivá nos lo dijo, recuerdo
que todas hicimos un gesto casi de desagrado. Monseñor
Escrivá sabía por Rosalía que el tal
Javi no nos caía bien a ninguna numeraria y, recientemente
ordenado, nos comunicó a través de esta sirvienta
que aquella tarde vendría "don Javier" a
dirigirnos la meditación. Este sacerdote es don Javier
Echevarría, el actual vicario general de la Prelatura
del Opus Dei.
Tía Carmen estuvo en "Terracina" varios
meses, durante los cuales una serie de numerarias estuvieron
con ella. Encarnita pasó allá más de
un mes. Cuando terminaron de remodelar y de decorar su casa,
a tía Carmen le trajeron a Roma e igualmente a Santiago.
Vivían los dos en el villino. En la casa tenían
dos sirvientas que la región de Italia les había
procurado y, además, un perro, un boxer, llamado "El
Chato".
Una vez que tía Carmen estuvo instalada en Roma, el
Padre designó a unas pocas numerarias para que fueran
a visitarla, de forma que siempre estuviera acompañada
por las tardes. De Villa Sacchetti sólo podían
ir Encarnita Ortega y María José Monterde. De
la región de Italia solían ir Mary Altozano,
Mary Carmen Sánchez Merino y alguna otra que no recuerdo
ahora. A mí me sorprendió que yo no fuera a
su casa después de haberme tragado todas las limpiezas.
Y también le sorprendió a ella. Un día
me dijo:
-Dime por qué no puedes venir a mi casa.
Y sinceramente le contesté:
-Tía Carmen, no me han dicho que vaya. Y cuando dije
si podría ir, me indicaron que el Padre no había
dicho nada.
Me acuerdo que ella hizo un gesto, como diciendo ¡qué
fastidio!, y me agregó:
-No lo entiendo, después de haberte tragado las limpiezas.
Yo me reí y dejé morir la cosa.
Con tía Carmen yo me llevaba bien. Cuando venía
a nuestra casa a almorzar, de vez en cuando, verdaderamente
le agobiaba que la gente le besuquease y se le colgase de
los brazos. Yo siempre creía que le molestaba esa obsequiosidad
falsa. Con ella solía tener un diálogo sencillo,
pero breve. Se sentía muy incómoda en Italia.
No le gustaba vivir fuera de España y aunque la casa
que tenía era muy bonita, en el fondo era como estar
en jaula dorada. Elia no podía hacer lo que quería
porque todo le venía marcado indirecta o directamente
por el Padre. Por otra parte, monseñor Escrivá
no la iba a ver con demasiada frecuencia y cuando iba no había
una conversación fácil. Encarnita, que estuvo
presente en más de una de estas visitas, contaba que
era muy incómodo ver los silencios de tía Carmen
y los silencios del Padre.
Comentando una de estas visitas, monseñor Escrivá
nos contó que un día de los que fue a visitarla,
Carmen estaba bastante antipática y que él le
dijo:
-Bueno, para todo el mundo yo soy el fundador y presidente
general del Opus Dei, y para ti, ¿qué soy?,
¿un cuerno?
Tía Carmen le respondió muy brava:
-Eso, sí. Un cuerno.
Monseñor Escrivá relataba esto muy divertido,
incluso riéndose.
No había conocido yo a tía Carmen en los primeros
tiempos de "Lagasca", sólo la conocí
después de hacer mi "admisión". Pero
hay antiguos numerarios del Opus Dei que no guardan buen recuerdo
de la estancia de Carmen en "Lagasca", en el sentido
de que todos tenían, en cierta forma, que rendirle
pleitesía.
A Santiago lo vi un par de veces que fue a Villa Sacchetti
a almorzar, porque debía de ser algún cumpleaños
del Padre o con motivo de alguna fiesta, no estoy segura,
pero sí lo recuerdo, en los breves minutos que hablé
con él, como una persona muy distinta a monseñor
Escrivá en el sentido de que me pareció mucho
más sencillo.
Personalmente siempre compadecí a Carmen y a Santiago
porque me parecía que eran peces en una pecera. No
eran del Opus Dei y sin embargo sus vidas dependían
de la Obra. Por otra parte, monseñor Escrivá
hacía alarde de que se mantenía distante de
sus hermanos, pero basándose en que ellos le dejaron
su fortuna -cosa que nunca pude saber hasta qué punto
era cierto- les atendía a cuerpo de rey, no sólo
en la vivienda que les procuraba, bajo pretexto de que el
día que ellos se fueran de Roma o se murieran, esa
casa pasara a la Obra, sino en el haber marcado la tradición
de que el día del santo de tía Carmen y de Santiago,
de su cumpleaños, por Navidad, etc., de todas las regiones
se les mandara un regalo, que no solía ser una tontería.
Se hacía con mucho gusto, por otra parte, pero eran
excepciones por el mero hecho de ser hermanos del Fundador.
Tanto así, que estando en Venezuela nos sorprendimos
mucho cuando -ya había fallecido tía Carmen-
nos mandaron una nota diciendo que de ahora en adelante no
se le mandaran más regalos a Santiago. Luego nos vinimos
a enterar de que Santiago iba a casarse.
Lo que no es cierto sobre tía Carmen es lo que Andrés
Vázquez de Prada narra en su libro sobre ella, cuando
dice que los hermanos del Padre se fueron a vivir a Roma:
"Santiago hacía tiempo que venía trabajando
en temas de su profesión de abogado; y tampoco Carmen
cambió de ocupaciones, de nuevo al pie del cañón.
La excelente disponibilidad de ayuda de esta mujer se empleaba,
a veces, en asuntos nada gratos. De presentarse una gestión
bancaria, la hermana del Fundador se armaba de arrojo. Vestía
sus mejores atavíos e iba a obtener créditos;
sin mucho respaldo que ofrecer, la verdad. La saludaban cortésmente,
eso sí, con un: "Avanti, contessa". Y franqueaba
las barreras." (Si tía Carmen viviera le diría
a Andrés Vázquez de Prada, con toda la franqueza
con que ella podía hacerlo, que estaba contando un
cuento, y se le reiría en la cara. Esto no es verdad,
primero porque ni Carmen ni Santiago intervenían en
asuntos financieros de la Obra; segundo, porque Carmen no
hablaba italiano ni conocía a banquero alguno; y, tercero,
porque aunque yo la quería de verdad, no puedo decir
que tenía aspecto de "contessa'". Andrés
Vázquez de Prada, op. cit., p. 262).
Lo que Carmen sí nos hacía era bordarnos blusas
para algunas de nosotras. Bordaba muy bien y le gustaba hacerlo.
También le gustaba, como a cualquier señora
de esa edad, conversar y no estar sola. Le gustaba mucho cuidar
de las plantas y tenía buena mano. Yo la solía
embromar diciéndole que de un palo seco le saldría
un día alguna flor, porque a veces, al ir por la calle,
cortaba una ramita que asomaba a una verja cualquiera, la
plantaba en su casa y le brotaba una mata.
Más de una vez hemos ido algunas de nosotras con tía
Carmen a tomar una "granita di café". Le
encantaba invitarnos o acceder a nuestro ruego de que nos
invitase a una cafetería.
Lo que no le gustaban eran los cambios. Odiaba el ver caras
nuevas.
Cuando le dije que me había dicho el Padre que me
iba a Venezuela, vino a almorzar y agarrándome del
brazo me dijo en tono bajo:
-Pero ¿dónde tiene mi hermano la cabeza? Ahora
que llevas todo lo de la imprenta y que todo va bien, ahora
te manda a Venezuela. Está loco.
Yo le decía: "No digas eso, tía Carmen.
A mí me cuesta irme, pero el Padre tiene sus razones."
Ella movía la cabeza sin estar convencida.
Era costumbre, cuando una numeraria del gobierno central
se iba a otro país, que se hiciera una foto buena y
la dejara en la casa.
Cuando yo fui a hacerme la foto, le dije a tía Carmen
que me acompañase porque odiaba ir al fotógrafo.
Ella lo entendió muy bien y me dijo que sí.
Me acuerdo de que caminando por el Tritone me preguntó
qué quería que me diera, y yo le dije que dos
cosas: "Una, el rosario con el que rezas a diario; y
la segunda, que te hagas una foto tú también
y me la des."
Me miró con una sonrisa muy peculiar y me dijo:
-Pero tal cual estoy, porque otro día no vengo.
Recuerdo que me habían dado la dirección de
un fotógrafo en esa misma calle, pero al llegar me
pareció que ahí no podía yo entrar a
tía Carmen y sin más me fui a Luxardo, uno muy
bueno, ahí mismo en el Tritone. Y efectivamente nos
hizo unas fotos muy buenas a cada una. Una foto mía
se quedó en Roma y me dijeron que me llevase dos copias
a Venezuela. Curiosamente las fotos que se hizo tía
Carmen son las que han quedado en el Opus Dei para la posteridad,
ya que ella falleció el 20 de junio de 1957 y lo que
estoy hablando sucedía a finales de septiembre de 1956.
Se olvidó de darme el rosario y así me lo dijo
por teléfono, pero me aseguró que me lo mandada
antes de irme de Roma. Y así lo hizo: era un rosario
muy bonito de filigrana de plata que Mercedes Morado me quitó
en mayo de 1966 y nunca me devolvió.
La muerte de tía Carmen me dolió de verdad.
Sabíamos que estaba muy grave, porque nos lo comunicaron
a todas las regiones que, tenía cáncer. Cuando
regresé a Roma en octubre de 1965 fui a visitar su
tumba que, por cierto, no puede estar en lugar más
incómodo. Le pregunté a Lourdes Toranzo, quien
había estado con ella en la época de su gravedad
y muerte, y me contó Lourdes que tía Carmen
pedía una y otra vez que se quería morir en
España, pero que monseñor Escrivá no
lo permitió y que -seguía contando Lourdes Toranzo-
le repetían sin cesar "que se quedara en Roma
y que lo ofreciera por el Padre y por la Obra", y que
después de mucho y mucho insistirle, accedió
finalmente. Recuerdo que Lourdes me dijo:
-Fue horrible, porque no quería quedarse de ninguna
manera y nos costó horrores el convencerla.
Se me quedaron grabadas estas palabras de Lourdes Toranzo
cuando me lo contó en Roma, de la manera más
natural, y me hizo pensar tanto el por qué esta testarudez
de monseñor Escrivá. ¿Por qué
no la dejó ir a morir en paz a su país y donde
ella quería? ¿ Por qué querer gobernar
hasta la vida de su familia y contradecir los deseos de un
moribundo? Esta crueldad nunca la pude entender desde que
lo supe y, a través de los años, sigo sin entender.
¿No contradice esto lo que también asegura Vázquez
de Prada que monseñor repetía y que yo, a mi
vez, le he oído decir reiteradamente: "Soy amigo
de la libertad, porque es un don de Dios, porque es un derecho
de la persona humana..."? Carmen no se merecía
que no la dejaran morirse como ella quena.
Asesoría Central
Así se llama al gobierno central de mujeres del Opus
Dei. Como mencioné anteriormente y en diversas partes,
este gobierno central estaba en España y tenía
por domicilio un piso en la calle de Juan Bravo, 20, en Madrid.
Monseñor Escrivá estaba muy alarmado porque
pensaba que Rosario de Orbegozo, secretaria central, estaba
deformando el espíritu del Opus Dei y que las numerarias
jóvenes en la Obra que componían el gobierno
central, al girar alrededor de ella, iban adquiriendo un espíritu
deformado, con respecto especialmente a la "unidad"
en el Opus Dei. Y esto, tanto en materias de gobierno donde
había que tratar con los asistentes eclesiásticos
para la sección de mujeres, el secretario general y
el sacerdote secretario central, como con el gobierno de la
región de España en sí, cuya directora
en aquel tiempo era María Teresa Arnau.
Hay que notar que la "unidad", como monseñor
Escrivá la concebía, era de carácter
monolítico. No se aceptaban discrepancias con sus opiniones.
El diálogo no existe en el Opus Dei, porque las cosas
hay que hacerlas "así". Y por "así"
quiero decir que todo hay que hacerlo de acuerdo a los rescriptos,
notas e indicaciones hechas por el Padre y nadie, si tiene
"buen espíritu", puede tener la osadía
de apartarse un ápice de ello cuando él indica
algo. Y no porque hubiera supuesto una falta de obediencia
precisamente, sino de "unidad". Todo ello siempre
basado en que "Dios lo quiere así". Este
espíritu monolítico, como digo, estaba tan imbuido
en todos los miembros que no vivir una cosa de la Obra en
la forma indicada por el Padre, hubiera sido una falta grave
de "unidad".
Por ello, y a fin de adoctrinar a un grupo en el verdadero
espíritu de "unidad" en el Opus Dei, monseñor
Escrivá decidió que, poco a poco, fueran viniendo
a Roma, en calidad de simples numerarias, algunas de las que
componían esos gobiernos, como por ejemplo Marisa Sánchez
de Movellán, María Teresa Arnau, Lourdes Toranzo,
Pilar Salcedo y otras. Es decir, al traerse esas numerarias
que ocupaban cargos, necesariamente esas vacantes tenían
que llenarse con otras personas que el Padre iba a seleccionar
cuidadosamente.
Cada vez que llegaba una de estas numerarias, tenía,
no cabe duda que indicado por monseñor Escrivá,
una larguísima sesión conversando en privado
con Encarnita Ortega; sesión que duraba horas y, a
veces, hasta días. Hubiéramos debido ser sordas
y ciegas para no oír a la persona que había
llegado sollozar y verla luego con los ojos rojos. En muchos
casos se le pedía que escribiera aquellos hechos que
se apartaban de la "unidad" de la Obra.
Aunque entonces no supimos el tema de aquellas conversaciones,
meses más tarde nos enteramos, porque la misma Encarnita
nos lo comentó a las que formábamos el gobierno
central, indicando que "había sido providencial"
el que aquellas numerarias vinieran a Roma y que las broncas
fueron necesarias para "cortar el mal de raíz".
Léase "falta de unidad".
Se me ocurre pensar que "este confesar los errores"
de no haber vivido bien la "unidad" del Opus Dei,
haciéndolas sentir culpables, tiene cierta semejanza
con las tácticas de Stalin cuando exigía a la
gente que confesara los errores de sus "desviadas interpretaciones"
del dogma comunista. Y, por otra parte, el hacer sentir culpables
a las personas crea una especie de dependencia de aquella
"fuente" de donde proviene la verdad. En este caso
Encarnita y monseñor Escrivá.
Sobre el tema "unidad" en el Opus Dei se podrían
llenar libros. Bajo cualquier enunciado es siempre oportuno
en el Opus Dei hablar de "unidad". Y se habla tanto
de ella porque se considera como el tesoro de la Obra. El
capítulo titulado "Amar la unidad" del libro
del Opus Dei "Cuaderno" insiste en eso de manera
machacona en cada uno de sus párrafos. "Hemos
de querer con pasión a la Obra. Y una de las manifestaciones
más claras de ese cariño es amar su unidad,
que es su propia vida, porque donde no hay unidad hay descomposición
y muerte." Y sigue el párrafo siguiente hablando
de que hay que "cuidar, velar por la unidad de la Obra,
lo que supone estar dispuesto a defenderla, si llegara el
caso, de cualquier ataque". La forma que el Opus Dei
recomienda para vivir la "unidad" es vivir la filiación
al Padre. Y cualquier cosa que no sea acatar cuanto diga el
Padre es faltar a la "unidad". A monseñor
Escrivá no se le podía replicar nunca y mucho
menos contradecir, porque ello hubiera supuesto una falta
de "unidad". La misma doctrina se aplica para los
consiliarios de los diferentes países: la directora
regional no debe, en principio, dejar de aceptar la opinión
expresada por alguno de los dos. asistentes eclesiásticos,
tanto el consiliario, como el sacerdote secretario regional,
so pena de estar al borde de una falta de "unidad".
No cabe duda de que había una aureola entorno a Encarnita
como la numeraria "con mejor espíritu" de
la Obra, por una parte, y la de quien tiene "toda la
confianza del Padre", por otra parte. Así como
había una aureola de "santidad" alrededor
de monseñor Escrivá. Se guardaban todas las
prendas de ropa que desechaba, desde pañuelos a ropa
interior, y era una "suerte enorme" el que alguna
de nosotras consiguiera alguna cosa que el Fundador hubiera
dejado de usar. Por ejemplo, yo aún conservo unas tijeras
de mesa, parecidas a una tijeras de uñas, muy peculiares,
que él ousaba, pero que dejó de hacerlo porque
se le había roto una de las puntas. Curiosamente y
por costumbre, las tenía en mi estudio hasta que un
día, a un dominico amigo mío, José Ramón
López de la Osa, que estaba pasando una temporada en
Santa Bárbara y criticó aquellas tijeras, le
dije con tono de reproche: "No te metas con las tijeras
que eran de monseñor Escrivá." No habían
pasado ni tres días, cuando al llegar a mi casa me
dejó unas auténticas tijeras de cortar papel
sobre mi mesa diciendo: "Para que eches a la basura "las
benditas" [usó otro calificativo] tijeras del
Fundador."
Hacia finales de verano de 1953, monseñor Escrivá
nos llamó a todas las numerarias, incluidas las auxiliares,
a la cocina de Villa Sacchetti. Estaba con él don Álvaro
del Portillo. Cuando se cercioró de que estábamos
allí absolutamente todas las que vivíamos en
la casa, nos dijo que tenía un anuncio muy importante
que hacernos. No se oía a la gente ni respirar.
Nos dijo monseñor Escrivá que hacía
mucho tiempo que estaba pensando en tener "cerquica de
él" al gobierno central de la sección femenina
de la Obra para poder gobernar de una manera aunada. Y que
por tanto, de acuerdo con don Álvaro, habían
decidido que la Asesoría Central funcionara desde ese
día en Roma. Y que nos iba a decir quiénes eran
nuestras nuevas superioras. El cuadro era el siguiente:
Directora o secretaria central: Encarnita Ortega
Secretaria de la Asesoría Central: Marisa Sánchez
de Movellán
Vicesecretaria de san Miguel: María del Carmen Tapia
Vicesecretaria de san Gabriel: María José Monterde
Vicesecretaria de san Rafael: Lourdes Toranzo
Prefecta de estudios: Pilar Salcedo
Prefecta de sirvientas: Gabriela Duclos
Delegada de España: María Luisa Moreno de Vega
Delegada de Italia: María del Carmen Tapia
Procuradora: Catherine Bardinet
La sorpresa fue indescriptible. Nadie nos lo esperábamos.
A mí concretamente me dijo:
-A ti te damos dos cargos para que lleves mejor el peso como
una buena borriquita.
También nos informó que, como Encarnita ahora
sería la directora central, Begoña Mújica,
una numeraria de Bilbao que habiendo estado en el gobierno
central en España había llegado hacía
pocos meses para la administración de Villa Sacchetti,
sería ahora la directora de esta administración.
Y que en España la directora de aquella región
sería Crucita Taberner.
Esta Asesoría Central junto con el Padre, monseñor
Escrivá; el sacerdote secretario general, don Antonio
Pérez Tenessa; el procurador general, don Alvaro del
Portillo; el sacerdote secretario central, don José
María Hernández Garnica, formaba el gobierno
central para las mujeres del Opus Dei en el mundo entero.
Tanto monseñor Escrivá como los otros sacerdotes
que formaban parte de este gobierno de mujeres -y que es también
común al gobierno central de varones llamado Consejo
General- tienen todos voto -y algunos veto- deliberativo en
esta Asesoría Central. Sin embargo, de esos sacerdotes,
el único que estaba en Roma era don Alvaro del Portillo.
Los otros seguían en España, donde aún
continuaba estando la sede del Consejo General-gobierno central-
para la sección de varones del Opus Dei.
Las responsabilidades, según las Constituciones del
Opus Dei, son las siguientes: la directora de la Asesoría
Central, bajo la guía del presidente general y del
sacerdote secretario central, consagra sus esfuerzos a todo
aquello que mira a la dirección y actividad de la sección
de mujeres.
La secretaria de la Asesoría Central distribuye los
trabajos entre las vicesecretarias y los demás miembros
de la Asesoría y les exige un fiel cumplimiento de
sus cargos. Además suple a la secretaria central en
caso de ausencia o de impedimento y redacta las actas de las
reuniones de la Asesoría Central.
La vicesecretaria de san Miguel tiene como responsabilidad
la formación de todas las numerarias y oblatas del
Opus Dei en todos los países donde haya miembros de
la Obra, así como el fomento de cualquier actividad
relativa a estos miembros.
La vicesecretaria de san Gabriel tiene como responsabilidad
todo cuanto se relacione con las supernumerarias y cooperadoras
del mundo entero, tanto su formación como actividades.
La vicesecretaria de san Rafael tiene como actividad el apostolado
y proselitismo con la juventud en todas las casas de la Obra
del mundo entero, así como fomentar cualquier clase
de actividad que conduzca a un aumento de vocaciones o trabajo
con la juventud.
A la prefecta de Estudios competen todos aquellos asuntos
que se refieren a la instrucción, sea espiritual, sea
intelectual, de las asociadas numerarias.
A la prefecta de sirvientas corresponde gobernar la formación
religiosa y específica de las numerarias sirvientas.
Las delegadas tienen como misión estudiar los asuntos
de la respectiva región. Representan al país
dentro de la Asesoría Central y en los gobiernos regionales
ocupan el cargo inmediato a la directora de la región
y tienen voz y veto en dicha Asesoría Regional.
La procuradora central, cada quinquenio, debe inspeccionar
por sí misma o por otras los libros de la administración
de todas las regiones, de tal modo que se corrijan los defectos
y se lleven fielmente a la práctica las normas transmitidas
por la Administración General del Instituto; y, cada
trimestre, recibirá de las procuradoras de las regiones
los estados de cuentas que han de ser sometidos al examen
de la directora central con la Asesoría. La duración
de estos cargos es de cinco años.
A fin de presentar de una forma más comprensible el
gobierno del Opus Dei, incluyo en la página siguiente
un cuadro esquemático del mismo.
La forma de gobierno en el Opus Dei en todos los años
que estuve en él era oficialmente colegiada, pero,
en la práctica, a dedo del Fundador. O para ponerlo
de una forma más suave: la forma de gobierno era la
de una "democracia dirigida". Pongo un ejemplo real:
monseñor Escrivá pensó que había
que dar un impulso grande a la región de Colombia y
que para ello convendría enviar a una de las numerarias
que estábamos entonces en la Asesoría Central.
Nos llamó a Encarnita y a mí, y nos preguntó
qué nos parecería si a Pilar Salcedo se la enviase
a Colombia de directora de aquella región para reemplazar
a Josefina de Miguel, quien había abierto la fundación
de mujeres del Opus Dei en aquel país. Aunque Pilar
Salcedo ocupaba entonces el cargo de prefecta de Estudios
en la Asesoría Central, respondimos de inmediato que
nos parecía una buenísima idea.
Ahí mismo nos dijo monseñor Escrivá
que llamásemos a Pilar para que subiera al comedor
de la Villa. Cuando Pilar apareció, el Padre, todo
cariñoso, le dijo que tenía que encomendarle
un trabajo muy importante, pero que ella tenía que
decidir. La rodeó de toda clase de palabras halagüeñas,
como "Ya sabes, hija mía, la confianza que te
tengo", "Sé que harás una buena labor
porque has pasado aquí un tiempo cerca de mí
y sabes con cuánto amor el Padre quieres a sus hijas".
Pilar estaba roja por la noticia, pero emocionada por "la
confianza que el Padre depositaba en ella". Y, naturalmente,
dijo que iría a Colombia. A renglón seguido
nos dijo monseñor Escrivá que aquella tarde
nos reuniríamos la Asesoría Central con él
"para decírselo a las demás". Y así
fue: nos reunimos todo el gobierno central con monseñor
Escrivá y don Alvaro del Portillo en el comedor de
la Villa Vecchia. Cuando nos sentamos, nos dijo el Padre que
nos llamaba para comunicarnos a todas que Pilar Salcedo se
iría a Colombia en pocos días. Y empezó
a elogiar a aquel país. Pronunció monseñor
Escrivá una frase que se hizo célebre con el
transcurso de los años: "Colombia, hija mía,
es el país de las esmeraldas. Pero las mejores esmeraldas
son mis hijas, si me son fieles." Hay que señalar
que monseñor Escrivá cuando hablaba de "fidelidad"
repetía muy a menudo "Si me sois fieles",
"sedme fieles". Es decir, marcaba la fidelidad hacia
él antes que la debida a Dios o a la Iglesia. Nunca
le oí decir: "Sed fieles a la Iglesia." Nunca.
Siguiendo con el relato de la marcha de Pilar Salcedo a Colombia,
monseñor Escrivá agregó, bromista, que
tenía ganas de tener una esmeralda para "usarla
de pisapapeles", mientras con la mano marcaba el volumen
de la piedra que le gustaría tener. Y, si mi memoria
no me falla, creo haber oído que años después
le mandaron de Colombia la piedra por él deseada.
Lo que he narrado anteriormente muestra que la forma de gobernar
no era colegiada. De haberlo sido, monseñor Escrivá
tendría que haber expuesto su idea a todo el gobierno
central reunido, como una sugerencia para ser considerada,
pensando los pros y contras de que una numeraria de un gobierno
central recientemente formado se fuera a otro país.
Y haberle dado a la interesada al menos una semana para que
se lo pensara, puesto que en el Opus Dei está dicho
que los miembros tienen libertad para aceptar o no el ir a
un país que no es el suyo. Después, en otra
reunión plenaria y por voto consultivo, al menos, de
la Asesoría, haber decidido lo que fuera. Pero como
digo no sucedió así, ni en ese caso ni cuando
mandó a María José Monterde de directora
de México, a Gabriela Duclos de directora de Estados
Unidos, a Lourdes Toranzo de directora de Italia o a mí
de directora de Venezuela.
Esta forma de gobernar "a dedo" está basada
en el número 320 de las Constituciones del Opus Dei
donde dice claramente: "El Padre tiene potestad sobre
todas las regiones, los centros y cada uno de los miembros
y los bienes del Instituto, la cual ha de ejercer con arreglo
a estas Constituciones." Nunca presencié en la
Asesoría Central caso alguno en que alguien estuviera
en desacuerdo con el Padre y me pregunto qué hubiera
ocurrido si alguien hubiera dicho que no a alguna sugerencia
o indicación suya. Las reuniones de la Asesoría
Central, como insisto, eran "una democracia dirigida":
se sensibilizaba a la gente, antes de tener lugar la reunión,
sobre aquellos asuntos que monseñor Escrivá
indicaba de una determinada manera.
Había votaciones, por supuesto, en este gobierno,
pero principalmente cuando se trataba de la incorporación
a perpetuidad de alguna asociada, tanto numeraria como auxiliar.
Y en muy pocas cosas más. Estaba claro que en ninguna
reunión de la Asesoría jamás se oía
una voz disonante de la del Fundador. De más está
decir que una objeción hubiera sido falta de "unidad".
Como la casa de la Asesoría no estaba aún terminada,
estas reuniones de gobierno tenían lugar en el comedor
de la Villa Vecchia. Este comedor de la Villa Vecchia, llamado
familiarmente en la casa de Roma el "comedor del Padre",
era una de las habitaciones que no sufrieron reforma en esta
casa. Guardaba el estilo de la villa original. Tenía
dos grandes ventanales que daban al jardín llamado
de la Villa Vecchia y dos puertas, una de madera negra que
daba al vestíbulo de la villa, y la otra, tapizada
para aislar los ruidos, al office de la administración.
Una mesa frailuna que podría sentar a unas catorce
o quince personas en el centro, dos sillones y una serie de
sillas todas de respaldo alto y tapizadas como los sillones,
en un terciopelo color cardenal.
No había visillos ni cortinas en las ventanas de la
Villa Vecchia. Los vidrios de las ventanas eran, en su mayoría,
emplomados: cuarterones pequeños que daban unas irisaciones
bonitas a las habitaciones.
Hasta que la casa de la Asesoría Central, llamada
"La Montagnola", no estuvo terminada, todas seguimos
viviendo en los mismos cuartos en Villa Sacchetti. Nuestras
obligaciones respecto a las limpiezas seguían siendo
exactamente las mismas. La única diferencia es que
pasábamos menos horas en el planchero, tiempo que dedicábamos
a lo que antes hacíamos María Luisa Moreno de
Vega y yo, y que ahora quedaba repartido entre todas y como
función de gobierno puesto que todas éramos
superioras mayores.
Dispusimos por muchos meses para el trabajo de la Asesoría
Central de dos habitaciones en Villa Sacchetti: una, la misma
secretaría que habíamos usado María Luisa
Moreno de Vega y yo -y que ahora usaban Encamita Ortega y
Marisa Sánchez de Movellán- y otra, frente a
ésta, que había sido dormitorio de una numeraria
de la casa. En la habitación donde trabajábamos
la mayoría, teníamos dos mesas: una de altura
regular y otra muy baja. Unas cuantas sillas completaban el
mobiliario. Era incómodo trabajar en esas mesas, porque
las teníamos que compartir entre todas, pero no le
dábamos la menor importancia a esa molestia.
Por las mañanas, una vez que Encarnita y Marisa habían
leído el correo, nos daban a cada una las cartas del
país que nos correspondiera, con alguna nota indicativa
para la respuesta. Incluyendo, naturalmente, las cartas dirigidas
personalmente al Padre.
Muchas veces Encarnita venía a nuestro cuarto cuando
necesitaba comentar algo, pedirnos opinión o darnos
algunas indicaciones.
Monseñor Escrivá solía venir frecuentemente
a esta habitación de trabajo con don Alvaro y nos iba
contando cosas respecto al espíritu del Opus Dei. Su
insistencia máxima era el inculcarnos el espíritu
de "unidad" como base imprescindible para ser portadoras
de este "buen espíritu". Esto que puede resultarle
cansón al lector, era la base de la doctrina de monseñor
Escrivá respecto al funcionamiento interno del Opus
Dei. Y en cierta manera era lógico, desde su punto
de vista, si quería tener la fuerza de una masa no
pensante, y totalmente acrítica, a su disposición
en cuerpo y alma. Hablaba de apostolado de una manera muy
general: "Tenemos que llevar nuestra sal y nuestra luz
a todas las almas." Mencionaba a Jesucristo, sí,
pero como consecuencia de haber hablado del Opus Dei, o para
hablar de él. Las pocas veces que hablaba de la Iglesia
era para decir el trabajo que Alvaro del Portillo o Salvador
Canals hacían dentro de ella, pero siempre dejaba sugerida
la incomprensión que el Opus Dei había encontrado
tantas veces.
Si hablaba de la Compañía de Jesús por
algún motivo, siempre se refería a los jesuitas
como "los de siempre". Recuerdo que cuando a monseñor
Escrivá le hicieron una fotografía con el padre
Arrupe, que fue publicada en "ABC" y en la que se
veía la cúpula de San Pedro en el medio, no
estaba abiertamente contento, sino con ánimo de demostrar
que los jesuitas tenían en cuenta al Opus Dei. No fueron
éstas sus palabras, pero todo el entorno lo daba a
entender así.
Fue en una de estas visitas y refiriéndose a los jesuitas
cuando nos dijo aquello de: "Prefiero mil veces que una
hija mía muera sin recibir los sacramentos, antes de
que le sean administrados por un jesuita."
Frecuentemente nos hablaba de las limpiezas y especialmente
de las limpiezas de su cuarto. Nos repetía que su cuarto
era "un cuarto de paso", lo que era cierto. Pero
no era cierto que su despacho lo fuera, ni el cuarto donde
mandó a hacer especialmente vitrinas para guardar todos
los burros que le mandaban como obsequio los numerarios y
numerarias del mundo entero. Una colección muy pintoresca
y variada. Ello basado en el hecho de que, cuando una vez
en su oración le decía al Señor: "Soy
un pobre burro sarnoso", oyó una respuesta del
cielo diciéndole: "Un burro fue mi trono en Jerusalén."
De ahí viene el que, cuando algunas veces le daba una
foto suya a alguien, solía poner " Ut iumentum!"
(como un asno). Hecho que curiosamente repite el actual prelado
del Opus Dei, Alvaro del Portillo.
Nos dejaba ver muy claramente, con unas palabras o con otras,
su visión de cómo la Iglesia era un organismo
del que no se puede prescindir, pero ineficaz. Su convencimiento
más absoluto era de que el Opus Dei estaba muy por
encima de la Iglesia en santidad, en formación doctrinal
y en todo. Cuando nos hablaba de los sacerdotes del Opus Dei
nos decía que eran "su corona" (la de él).
En estas visitas suyas nos dejaba los puntos esenciales de
la doctrina del Opus Dei y nos repetía muchas veces
que "las que vengan detrás os tendrán envidia
de haberme conocido".
Estaba claro que las mujeres no podíamos conservar
la amistad con sacerdote alguno; sin embargo, porque convenía
a efectos de una reputación externa, hacía las
excepciones que le acomodaban. Por ejemplo: mandaba a María
José Monterde, que era de Zaragoza, con una relativa
frecuencia, a visitar a don Pedro Altabella, un monseñor
español y de Zaragoza también, que vivía
en Roma y tenía algún cargo en el Vaticano,
no sé cuál. Y no solamente que lo fuera a ver,
sino que le llevara cada mes una copia de la revista interna
de la sección de mujeres, llamada "Noticias".
Lo curioso era que estas inconsistencias nos parecían
naturales porque venían del Padre, ¿y quién
se atrevía a decir lo contrario?
No era fácil vivir en la casa de monseñor Escrivá
por sus múltiples exigencias, incongruentes muchas
de ellas. Por una parte, nos pedía, por ejemplo, un
trato especial con nuestras "hermanas pequeñas,
las sirvientas" y que nunca las dejáramos solas
pero, por otro lado, jamás les dedicaba él más
que unos minutos de su tiempo cuando pasaba al planchero o
cosa semejante, siempre en plan de dar doctrina. Así
como le encantaba hacer la tertulia con los alumnos del Colegio
Romano de la Santa Cruz, no recuerdo nunca a monseñor
Escrivá venir de forma periódica a hacer la
tertulia con las sirvientas, muy posiblemente porque se aburría
y no sabía cómo dialogar con ellas, y por tanto
su trato se limitaba a dar doctrina del Opus Dei. Por ello
me asombra ahora cuando, en biografías dedicadas mayormente
a ensalzar el trato con las clases humildes que tenía
monseñor Escrivá, se marcan las visitas, esporádicas,
que él hizo a personas humildes que había conocido
en sus viajes a algunos países de Latinoamérica,
pero no pueden relatar en verdad estos biógrafos que
dedicara lo mejor de su tiempo, periódicamente y en
su casa de Roma, a conversar en tertulias, por ejemplo, con
sus propias numerarias sirvientas del Opus Dei. Lo único
que pueden narrar son hechos esporádicos.
Cuando venía de visita algún obispo a la casa
de Roma, indicaba, como expliqué anteriormente, el
protocolo que debía dársele respecto a las comidas,
etc. Su afán era deslumbrarles y de paso ir sensibilizándolos
para la futura labor del Opus Dei en aquel país, el
que fuera.
Con motivo de que iba a venir uno de estos obispos, nos dijo
a Encarnita y a mí que preparásemos una buena
comida porque era aquel obispo alguien a quien le gustaba
comer mucho. Su expresión fue: "Hijas mías,
darle de comer hasta que se pueda tocar la comida con los
dedos", y al decirnos esto abría la boca metiéndose
los dedos.
Indiscutiblemente monseñor Escrivá quería
que se viera que el Opus Dei era universal, pero sucedía
que en aquel entonces todas las vocaciones eran españolas,
excepto en México y un grupito pequeño en Irlanda,
a más de una francesa que estaba en Roma y una japonesa
que vino una temporada corta a Villa Sacchetti, pero que,
después de haber pasado por una administración
del Opus Dei en España, se fue del Opus Dei.
Para poder demostrar a algún obispo que visitaba la
casa esta universalidad de la Obra, avisaban a la administración
que no hubiera ninguna española por la Galleria della
Madonna por donde aquel obispo visitante iba a pasar con monseñor
Escrivá, y hacían poner en lugares claves a
las pocas extranjeras que había para que, cuando pasara
el Padre con aquella autoridad, monseñor Escrivá
la presentase diciendo: "Esta hija mía es francesa.
Catherine, hija mía, Dios te bendiga." O esta
otra hija mía es mexicana: "Gabriela, Dios te
bendiga...", y así sucesivamente.
Monseñor Escrivá quiso que hubiera una mexicana,
Gabriela Duclos, y una francesa, Catherine Bardinet, en la
Asesoría Central, simplemente para darle "colorido",
pero nunca les daba trabajo de responsabilidad ni les solía
consultar cosas. Tenía una desconfianza innata a todo
lo que no fuera español y por ello se rodeaba de gente
española en los puestos claves de confianza. Esto era
claro.
Encarnita tuvo que ir a visitar los países donde la
Obra estaba en Europa y por supuesto se llevó a Gabriela
Duclos, mexicana, para demostrar en Europa, igualmente, la
universalidad de la Obra y, por otra parte, porque Gabriela
era muy dócil con ella y no le iba a presentar problema
alguno en el viaje.
En esos años se solucionó el problema financiero
de las obras de Villa Tevere gracias al constructor Castelli,
amigo de don Alvaro, quien, de manera que nunca nos dijeron,
arregló las cosas para que financieramente don Alvaro
no tuviera que estar pendiente de estos problemas. Y de hecho,
fue gracias a este señor que se terminaron dichas obras.
Naturalmente el que esa persona se portara así de bien
con don Alvaro trajo consigo una reciprocidad. Nosotras sólo
conocimos el hecho de que cuando el hijo de esta familia Castelli
hizo la primera comunión, la misa, oficiada por don
Alvaro dcl Portillo, se celebró en la casa central
del Opus Dei y a nosotras, monseñor Escrivá
nos pidió que, en el nuevo comedor para los alumnos
del Colegio Romano de la Santa Cruz se preparase un desayuno
por todo lo alto: desde doncellas de uniforme y guante blanco,
hasta usar todo el servicio de plata y, por supuesto, hasta
el último detalle supervisado por nosotras. "Se
lo merece todo ese hombre", nos repitió el Padre,
refiriéndose a Castelli el constructor.
Mi estancia en Roma coincidió, como puede verse por
las cosas que narro, con la época fundacional del Opus
Dei. Viví toda esta reorganización de gobierno,
presencié el crecimiento de los edificios día
a día y escuché al fundador del Opus Dei adoctrinamos
a nosotras, las primeras numerarias que se estaban formando
bajo su sombra.
La labor de gobierno, como consecuencia, no era solamente
legislar, sino aplanar materialmente el terreno que iban a
pisar las numerarias que nos sucedieran en estos cargos. De
aquí que muchas de las cosas que digo puedan resultar
sorprendentes porque no tienen una secuencia todo lo ordenada
que un estudio metodológico exigiría. Son fragmentos
de las primeras horas romanas del Opus Dei que yo viví
y que no puedo acomodarlos de otro modo porque sería
falsear la realidad vivida.
Solía llamarnos monseñor Escrivá muchos
domingos por la mañana, cuando no había obreros,
para que visitáramos con él y don Álvaro
las obras de la Casa de Ejercicios donde se hospedaría
provisionalmente el Colegio Romano de la Santa Cruz. Y recuerdo
que algún domingo fuimos sólo con él.
Como generalmente a esas horas estábamos limpiando
y llevábamos la bata blanca de rigor, nos dijo que
nos la quitáramos, por discreción, para no llamar
la atención de los vecinos que pudieran vernos.
En estas visitas pudimos recorrer los nuevos edificios, que
luego conoceríamos más a fondo cuando nos tocase
limpiarlos, claro.
Sobre la época que visitábamos las obras hay
cantidades de detalles. Pero mc limitaré a contar solamente
algunos. Uno de ellos fue el que nos contaba monseñor
Escrivá sobre el problema que existía con el
agua. Parece ser que los vecinos se quejaron oficialmente
a las autoridades de la ciudad porque nuestra casa, con tan
tísima gente, hacía un consumo de agua superior
al asignado por vivienda en esa zona.
No sé detalles de cómo arreglarían este
asunto, pero más tarde supe que el Colegio Romano de
la Santa Cruz o, mejor dicho, la Casa de Ejercicios donde
vivían los alumnos del Colegio Romano de la Santa Cruz,
tenía un pozo de agua, no autorizado.
En otra ocasión y con motivo de estas mismas obras,
nos contó monseñor Escrivá muy confidencialmente
que habían conseguido o estaban a punto de recuperar
una fianza depositada cuando la compra de Villa Tevere. El
Padre nos dijo que junto con el único dinero que tenía
le habían dado a los dueños "un puñaíco
de monedas" que provenían de su madre, con el
ruego de que no se deshicieran de ellas. Como complemento
a esta información y de fuente fidedigna sé
que "un día monseñor Escrivá, en
el Colegio Romano de la Santa Cruz, sacó una serie
de monedas de oro de diez dólares, llamadas "eagles"
(águilas) que tienen el tamaño de los diez céntimos
americanos ("dime"). Naturalmente ahora valen mucho
más de diez dólares. Estaban dentro de una bolsa
de tela y no hay duda de su existencia porque las tocamos,
bajo la mirada de alguno de los sacerdotes que estaban con
monseñor Escrivá. Dijo monseñor Escrivá
que había diez mil dólares o sea mil "eagles"
(aunque él no mencionó el nombre de la moneda).
Explicó que habían servido como una especie
de fianza para el préstamo de la compra de la villa
y del terreno. Dijo también que eran la dote de su
madre. Habían conseguido pagar las deudas y recuperar
estas monedas". Nunca entendí por qué llevaron
estas cosas con tanto sigilo.
Otras veces aprovechaba monseñor Escrivá estas
visitas para contarnos cosas de la Obra. Concretamente más
de una vez nos repitió respecto a las mujeres: "Sois
como las cebollas, por muchas capas que se os quiten, siempre
queda otra." También refiriéndose a la
fundación de la sección de mujeres solía
decirnos que él no quería mujeres en el Opus
Dei y que en algún documento de primera hora del Opus
Dei él escribió que "una diferencia del
Opus Dei con otras formas de vida de entrega es que no tendrá
mujeres". A lo que solía añadir: "Yo
no os quería. No quería mujeres en la Obra.
Bien podéis decir que fue de Dios." Y seguía
contando: "Empecé la misa sin saber nada y acabé
sabiéndolo todo."
Tengo que decir con toda verdad que el colofón de
mi fanatismo en el Opus Dei fue mi ida a Roma y el pertenecer
al gobierno central de la sección de mujeres.
Si por una parte me tomé con toda responsabilidad
los cargos que me habían encomendado, por la otra parte
fui muy drástica en los primeros años de pertenecer
a este gobierno, especialmente con las numerarias y superioras
de la región de Italia.
Región de Italia
Aquí tengo que entonar un público "mea
culpa" por lo dura que fui con las superioras de la Asesoría
Regional, especialmente con Pilarín Navarro Rubio,
que era en aquel tiempo la directora de la región.
Llegué con la espada de la "unidad" desenvainada
y con la letra del "buen espíritu" y "del
amor al Padre" en mi boca.
Consideré que había un mal espíritu
ambiental y así lo reporté a la Asesoría
Central, que naturalmente le echó las broncas consiguientes
a las superioras de esa región. Estaba Pilarín
Navarro como directora regional y, como secretaria de esa
Asesoría Regional, María Teresa Arnau, que había
llegado recientemente de España. María Teresa
era de las personas que monseñor Escrivá no
quería tener cerca. Era una mujer inteligente y dedicada,
pero cayó en desgracia de monseñor Escrivá
y, después de varios años de estar en Italia
y teniendo un cargo en la Asesoría Regional de ese
país, le ordenaron, sin darle la menor explicación,
que regresara a España, indicando a las superioras
del Opus Dei que la enviasen a casa de su familia. Era huérfana
y económicamente su familia pasaba por una situación
difícil.
Fue un problema complicado: ella pidió regresar a
las casas de la Obra y, aunque las superioras en España
le dijeron que volviera, monseñor Escrivá, al
enterarse de ello, dijo que no podía hacerlo. Pero,
por contraste -y ésta es otra incongruencia típica
de monseñor Escrivá-, en uno de sus viajes a
España la vio y estuvo afectuoso con ella. Nunca se
pudo saber la razón de estas actitudes.
Los dos asistentes eclesiásticos para la región
de Italia eran don Salvador Moret como consiliario y don Salvador
Canals como sacerdote secretario.
La región de Italia era muy difícil y muy dura.
Financieramente no tenían dinero, apostolados externos
no había ninguno sólidamente establecido. Había
una casa en Milán y otra en Nápoles.
Una vez fui a ver a las numerarias de esta ciudad. De directora
estaba Victoria López Amo, una de las personas de quien
guardo un excelente recuerdo por su bondad. En Roma estaba
solamente el piso de Marcello Prestinari, donde vivía
la Asesoría Regional. La sección femenina llevaba
también la administración de la Comisión
Regional y, en Castelgandolfo, de "Villa delle Rose".
Iban, sin embargo, muchas señoras italianas a Marcello
Prestinari y el apostolado con ellas iba muy bien. La labor
de san Rafael era muy difícil. Tuvieron una vocación,
Gabriella Filippone, que pertenecía a una familia muy
buena de los Abbruzzi, aunque vivían en Roma. Era además
una familia muy rica.
A Encarnita Ortega le encantaba Gabriella, tanto que hasta
que no se la llevó a la casa central no paró.
Curiosamente a mí me tocó hacer muchas gestiones
en Roma con Gabriella y desde luego era una delicia de persona.
Se pensaba en la posibilidad de una residencia de estudiantes
que se acrisoló más tarde con gran éxito,
"Villa delle Palme", pero en esta primera época
de que hablo el horizonte era muy negro en plan de apostolado.
Había también una vocación alemana,
Marga, que organizó una especie de jardín de
infancia. Esto supuso un permiso especial del Padre, ya que
las numerarias no podíamos tomar un niño en
brazos, ni hacerle una caricia, ¡no se diga ya besarles!,
porque iba en detrimento de nuestra castidad. En nosotras,
el tener un sentimiento maternal iba contra la castidad. Sin
embargo, los boletines que publica el Opus Dei sobre la vida
de monseñor Escrivá, lo muestran con niños
en brazos y hasta besándolos.
A mí, en esa época de fanatismo en grado superlativo,
cuanto hacía el Padre me parecía perfecto. Lo
que hacía Encarnita no lo veía tan claro y me
costaba rendir el juicio, pero lo rendía.
La disposición del gobierno central era en esencia
girar alrededor del Fundador. Entre nosotras, las que formábamos
la Asesoría, la relación era buena. Teníamos
la mayoría bastante genio, pero lo dominábamos.
Tanto María José Monterde como Lourdes Toranzo
eran, a mi juicio, irritantes con sus bromas pesadas. Pero
María José era clara, cosa que Lourdes no lo
era tanto.
Sí era claro que Encarnita llevaba el cotarro. Ella
y Marisa nos daban las cosas de gobierno "medio comidas".
Es decir, dejaban ver que lo que ellas sugerían era
mejor que lo que nosotras pensábamos, lo cual implicaba
que el resto estábamos muy mediatizadas. Encarnita
tenía puntos fijos y uno de ellos era Pilarín
Navarro: no omitía ocasión en la que de una
manera u otra, muy sutilmente o no tanto algunas veces, la
censurase por su falta de "amor al Padre".
Igualmente nos dejaba ver que monseñor Escrivá
no tenía confianza en Pilarín.
El "reinado" de Encarnita Ortega en Roma se terminó
hacia el año 1965 y a consecuencia del escándalo
de su hermano Gregorio Ortega (Goyo), como taba en la "Introducción"
de este libro. Gregorio Ortega llegó a Venezuela el
16 de octubre de 1965 y lo deportaron de ese país el
12 de noviembre del mismo año, después de haber
estado detenido en la suite que ocupaba en el hotel Tamanaco
de Caracas. Indiscutiblemente a monseñor Escrivá
no le interesaba tener cerca de él nada menos que a
la hermana de este numerario que tantos problemas les había
traído.
Precisamente a Encarnita la dijeron que fuera a España
para hablar con su hermano. Una vez allí la hicieron
quedarse en Barcelona por varios años. Luego la relegaron
a Oviedo, a casas de menor importancia y, por último
a Valladolid, donde reside actualmente.
De estos tiempos son también los viajes del Padre.
No sabíamos a dónde, pero nos dejaban ver que
estaría a lo mejor un mes fuera. Solía ir de
vacaciones durante los meses de verano en Roma. Muchas veces
se llevaba a dos numerarias y a dos sirvientas para que pudieran
atenderle la casa donde él descansaba. Mientras, los
varones estaban en "Terracina", la casa del Opus
Dei en Salto di Fondi, y las numerarias empleábamos
las "vacaciones" para hacer las limpiezas extraordinarias,
especialmente en el cuarto de monseñor Escrivá.
Colegio Romano de Santa María
Dos acontecimientos cambiaron el ritmo establecido en la
Asesoría Central: uno, el comienzo del Colegio Romano
de Santa María, erigido por monseñor Escrivá
el 12 de diciembre de 1953. Y el segundo, el que la sección
de mujeres llevase la dirección de la imprenta en Roma.
En 1953 y el 8 de septiembre, monseñor Escrivá
escribió desde Roma una carta a todos los miembros,
hombres y mujeres, con motivo de las Bodas de Plata de la
fundación del Opus Dei. Él las celebró
en "Molinoviejo".
Al Colegio Romano de Santa María vinieron algunas
de las primeras vocaciones de casi todos los países:
Teddy Burke de Irlanda y Pat Lind de Estados Unidos fueron
el gran acontecimiento. Pat llegó con Theresa Wilson,
quien también vino al Colegio Romano.
En el año 1954 nos entregaron la casa de la Asesoría
Central y esto hizo que fuéramos a vivir a ella y a
trabajar en las oficinas de la Asesoría que estaban
en el cuarto piso de esa casa. Yo diseñé los
archivos de casi todas las oficinas y empecé a trabajar
muy a gusto en estos cuartos. Teníamos una luz espléndida
y no cabe duda de que el bienestar material procuró
un clima relajado.
En el primer piso estaba la salita llamada de visitas y el
oratorio, que aún no estaba terminado. En el segundo
piso estaba el soggiorno (cuarto de estar) y un grupo de habitaciones
para las asesoras. En el tercer piso, la suite de la directora
central y varios cuartos más para las asesoras; y,
en el cuarto piso, como digo, las oficinas de la Asesoría
Central. Todos los cuartos tenían ducha independiente
además del lavabo, menos la suite de la directora central
que tenía su dormitorio, una sala bastante grande y
un cuarto de baño completo. En el cuarto de la directora
central había telefonillo interno y en los otros pisos
el telefonillo interno estaba en el pasillo.
Las clases del Colegio Romano se daban en el soggiorno de
"La Montagnola". Venía un sacerdote después
de comer a dar clases de teología dogmática
y de moral. No había libro alguno, pero sí permitían
que se tomara apuntes. Nos recomendaron que las asesoras que
tuvieran tiempo disponible asistieran también a esas
clases. Luego estaban las clases de espíritu de la
Obra, de "Catecismo" de la Obra y de cuestiones
administrativas, que, por turnos, dábamos los miembros
de la Asesoría; pero el mayor peso correspondía
a Pilar Salcedo y a Lourdes Toranzo.
Cuando el número de alumnas del Colegio Romano fue
en aumento, se hizo necesario construir los edificios que
funcionaron en Castelgandolfo, en "Villa delle Rose".
Monseñor Escrivá hablaba con mucha deferencia
a estas alumnas del Colegio Romano. Solía, algunas
veces, pasar al soggiorno de "La Montagnola" y hablar
con ellas. En una de estas reuniones y dirigiéndose
a la primera norteamericana, Pat Lind, que se defendía
bastante bien en español, le dijo:
-Pat, vengo de hablar con tu primo Dick.
Aquí monseñor Escrivá nos explicó
que Dick era un primo de Pat que se había criado con
ella como hermano, que era igualmente el primer numerario
de Estados Unidos y que Dios mediante sería sacerdote.
Y continuando dijo:
-Y dice [Dick] que él no ha leído nunca que
santo Tomás diga que los negros tengan alma. ¿Tú
qué crees?
Pat, con una sonrisa un tanto burlona, respondió:
-Si lo dice mi primo...
Respuesta que monseñor Escrivá acogió
con grandes carcajadas mientras repetía:
-¡Qué divertido! ¡Pero qué divertido!
La verdad es que, a pesar de ser yo tan fanática entonces,
lo acusé en mi confidencia como una gran falta de caridad
y de universalidad.
Estaba bastante indignada por este comentario. Naturalmente
me dijeron que la culpa era de Pat, no del Padre...
Las alumnas del Colegio Romano de Santa María participaban
parcialmente de las limpiezas de la casa, según les
permitía su tiempo libre de clases, y tenían
la tertulia aparte con la Asesoría Central, cuyos miembros,
desde que empezó a funcionar este Colegio Romano, dejamos
de tener las tertulias con la administración de la
casa, incluidas las sirvientas.
La imprenta I: comienzos
Como dije anteriormente, la .imprenta, al igual que el Colegio
Romano de Santa María, fue uno de los dos factores
que más contribuyeron a un cambio de horizonte en el
gobierno de la Asesoría Central.
Hacia 1954 monseñor Escrivá nos indicó
que, a semejanza de lo que estaban haciendo "nuestros
hermanos" con la edición de una revista de régimen
interno llamada "Crónica", nosotras teníamos
que hacer lo mismo preparando una revista para el régimen
interno de la sección de mujeres. Y apuntó como
título el de "Noticias". Parece ser que éste
era el nombre de un folleto que editaron los primeros miembros
del Opus Dei para informar de la marcha de las cosas a aquellos
otros miembros que no estaban en la misma ciudad que el Padre.
Nos habló mucho monseñor Escrivá de
la labor de prensa en el mundo entero y concretamente nos
dijo: "Tenemos que envolver al mundo con papel impreso."
Explicó cómo era de importante que hubiera muchos
periodistas del Opus Dei (varones y mujeres) para evitar informaciones
erróneas emitidas por aquellos que no eran del Opus
Dei. Igualmente nos habló de las escuelas de periodismo
en el mundo entero y de cómo en la Universidad de Navarra
habría una con el tiempo, donde pudieran formarse "los
nuestros" en este arte. A continuación nos explicó
que la imprenta que ya existía en miniatura en Roma,
llevada por los varones numerarios del Opus Dei, la tendríamos
que llevar nosotras muy pronto, y que no sólo saldrían
las revistas internas, sino toda clase de documentos y material
de información que "no había por qué
dar a los de fuera". Aquí explicó que también
estaban preparando los varones otra revista que podría
darse a muchas personas que no pertenecieran a la Obra, llamada
"Obras". Nos dijo que prácticamente ya estaba
fraguada.
Como consecuencia de todo lo anterior, nos indicó
que empezáramos a escribir a las regiones pidiéndoles
colaboraciones para empezar a editar en Roma este material
y empezar así a preparar el primer número de
"Noticias".
También nos dijo que nos pasarían una "Vary-Typer"
para que aprendiéramos a usarla. A renglón seguido
preguntó que quién podría encargarse
de buscar una máquina para nuestra imprenta, y casi
a coro respondieron todas que yo. Nunca supe por qué,
pero siempre tuve en el Opus Dei la fama de que yo era muy
buena manejando máquinas. María Luisa Moreno
de Vega me embromaba siempre diciendo que debía ser
porque mi padre era ingeniero industrial en Inglaterra y en
España. La verdad es que por mi curiosidad innata de
averiguar el porqué de las cosas -yo más bien
diría filosófica que mecánica- procuraba
saber a fondo el funcionamiento de cuanto instrumento caía
en nuestras manos.
Pero, en conclusión, el hecho fue que el día
siguiente salí con Gabriella Filippone a buscar "una
maquina para la imprenta".
¿Cómo era la máquina? ¡Ah! Eso
no se sabía. Humildemente empezamos a buscar multicopistas
buenas y a mí, sinceramente, todas me parecían
carísimas. Hicimos un resumen de las que nos parecían
mejor y, aquella noche, cuando el Padre me llamó después
de su cena, subí con Encarnita al comedor de la Villa.
Monseñor Escrivá me empezó a preguntar
acerca de las máquinas que habíamos visto. Toda
mi vida recordaré que le di la respuesta más
estúpida que ser humano puede dar a alguien. A su pregunta
de:
-Has visto algo que pueda servir y te guste?
Yo respondí:
-Sí, Padre, he visto una multicopista que es verde.
Y me quedé tan fresca.
La cara que monseñor Escrivá puso es inenarrable.
Cuando pudo reaccionar me gritó:
-¡Verde! ¡Verde! Pues cómprala, si es que
sirve.
Y la compré. Y la máquina verde llegó
a las oficinas de la Asesoría cuando ésta aún
estaba en Villa Sacchetti. Y al empezar a usarla, por semanas,
se podía oír en los pasillos de Villa Sacchetti
nuestras voces, mientras contemplábamos a la maquinita:
-Mala, mala, mala, mala, ¡¡¡buena!!!
Cuando llegó monseñor Escrivá y contempló
"nuestra obra de arte" nos preguntó:
-¿Cuántas copias hace por minuto?
Todas nos miramos con espíritu de derrota. Yo me atreví
a decirle:
-Padre, yo creo que no es esto lo que usted quiere -mostrándole
el montón de "malas" y el montoncito de "buenas".
Ante nuestra mirada expectante, monseñor Escrivá,
mirando a don Alvaro, nos dijo:
-Vamos a poner la sotana a uno de vuestros hermanos para
que os enseñe cómo funciona la imprenta.
Y, dirigiéndose a mí, me indicó, no
sin cierto enfado comprensible, que mandara devolver la máquina
"verde" y que, en muy breves días, nos pasarían
toda la maquinaria existente en el Pensionato para que la
manejáramos nosotras.
Concretamente me dijo que yo me haría cargo de esas
máquinas y que fuera buscando a otras numerarias que
me pudieran ayudar. Nos dejó también, para que
lo leyéramos, un número de Crónica.
Empezamos a preguntarnos qué numerarias podrían
colaborar en la imprenta. Ninguna de las asesoras querían
meterse en semejante zaperoco. Preferían dedicarse
a editar los artículos. Total, me dijeron que propusiera
a las numerarias que me parecieran mejor para esta clase de
trabajo. Pensé en dos que eran sumamente cuidadosas,
una muy buena en fotografía, Elena Serrano, a quien
conocía mucho de Córdoba, y otra, Blanca Nieto,
que había aprendido encuadernación en España.
Había otra numeraria, María, un alma de Dios,
catalana, de Vic, muy entusiasta y buena y me dijo Encamita
que la uniéramos al grupo, cosa que hicimos.
Centralillas telefónicas
Paralelamente a esto, don Alvaro del Portillo nos había
dicho, en días anteriores, que nos íbamos a
encargar nosotras de atender las centralillas telefónicas
de la Procura Generalizia del Opus Dei y del Colegio Romano
de la Santa Cruz. Estaban situadas al final de la "gallería
delle Anfore" que daba a la Galleria degli Uccelli. Eran
dos cabinas telefónicas situadas en una zona amplia,
una especie de vestíbulo muy grande, donde había
una pequeña habitación con una ventana condenada,
porque parece ser que daba a la casa de varones, y una pila
de fregar, donde como una reina se puso a "Catalina",
la máquina impresora. Había una escalera que
conducía a un comedor de invitados junto a la portería
de los varones de Viale Bruno Buozzi, 73. Esta puerta, al
final de las escaleras, era una de las "puertas de comunicación"
regidas por el reglamento interno de administraciones, del
que hablé previamene. Los cargamentos de papel nos
los dejaban en este comedor y teníamos que subirlos
hasta la imprenta. Serían unos veinticinco escalones,
pero los suficientes para que a mí se me doblara la
espalda por cargar papel en cantidades. Y este dolor de espalda
esporádico, ahora, al menor esfuerzo, se me ha quedado
de recuerdo.
Las ventanas de este espacio amplio eran de cristal esmerilado,
daban a Viale Bruno Buozzi y, como correspondían a
la fachada de la mezzanina de la casa de los varones, sólo
se podían abrir en ángulo de unos quince grados
para evitar ser vistas desde la calle.
Don Alvaro y el Padre me dieron las instrucciones de cómo
responder a los teléfonos exteriores y de cómo
hacer las conexiones a los teléfonos de las personas
a quienes llamaran. Excepto a aquellas personas que nos indicara
precisamente monseñor Escrivá o don Al varo
del Portillo, había que decir, siempre que preguntaran
por el Padre, que estaba fuera de Roma.
Igualmente nos pasaron una serie de hojas impresas para apuntar
en ellas absolutamente todas las llamadas que recibiéramos,
hojas que, guardadas en una carpeta que especialmente hicimos,
se le pasaban a don Alvaro del Portillo después del
almuerzo y cena a través de la doncella, Rosalía
López, y al rector del Colegio Romano de la Santa Cruz,
en aquel entonces don José Luis Massot, igualmente
a través de la doncella que sirviera a su mesa, a la
hora de su cena. Es decir, el rector controlaba así
absolutamente todas las llamadas que hubiera recibido cualquier
persona de su casa, se le hubiera o no pasado la comunicación.
Me entregaron los nombres de todos los varones que vivían
en la casa de Ejercicios, para que hiciera yo, por orden alfabético,
una lista que tenía que estar permanentemente en las
cabinas telefónicas. Yo preparé en las Vary-Typer
del sistema offset de la imprenta estas listas. En consecuencia,
tanto Julia Vázquez como yo estábamos enteradas,
en primer lugar, de los nombres y apellidos de todos los varones
del Colegio Romano de la Santa Cruz y, en segundo lugar, de
quiénes llamaban a don Alvaro o a monseñor Escrivá.
Por supuesto, nos obligaba el silencio de oficio y no podíamos
hablar de nada que sucediera en "Cabinas", como
se llamó a esa parte de la casa, ni tan siquiera en
nuestra confidencia semanal. Es más, a "Cabinas"
no podía pasar nadie de la casa, a no ser las personas
que hacían la charla fraterna con Julia o conmigo.
Teníamos que ser dos personas las que nos ocupáramos
de este trabajo y, de acuerdo con Encarnita, propusimos a
Julia Vázquez, que era una de las subdirectoras de
la administración de Via di Villa Sacchetti. Julia
y yo hablábamos italiano y la indicación absoluta
que recibimos tanto de monseñor Escrivá como
de don Al varo del Portillo era que "bajo ninguna circunstancia"
se podía responder o hablar en castellano. Cosa que
cumplimos a rajatabla.
Yo empezaba este trabajo a las ocho de la mañana y
Julia me relevaba después de almorzar, hacia las dos
o dos y media de la tarde. Mientras tanto, yo atendía
ahí mismo toda la labor de la imprenta. Y Julia, por
las tardes, recibía las confidencias de las sirvientas
que tenía a su cargo.
Muchas veces hablábamos con el Padre o con don Alvaro
por diversas razones, y recuerdo un día en que llamó
monseñor Escrivá a la hora del Angelus. Lo empezó
a rezar conmigo por teléfono y al final, cuando le
correspondía decir la jaculatoria "Sancta Maria,
Sedes Sapientiae" -estaba con los varones- se detuvo
y dijo: "Sancta Maria, Spes Nostra Ancilla Domine."
Cuando yo dije "Ora pro nobis", él agregó,
riéndose, "que se aguanten". Se conoce que
fue un gesto de preferencia que hizo hacia las mujeres frente
a ellos.
En este trabajo de "Cabinas" no existían
sábados, domingos, días festivos ni meditaciones
extraordinarias. Funcionaban siempre hasta más de las
ocho de la noche y no se podía dejar solas las cabinas.
Julia y yo nos alternábamos de total acuerdo.
La verdad es que una de mis épocas más felices
en Roma fue ésta del trabajo en "Cabinas"
y en la imprenta. Julia Vázquez, como ya dije, era
una persona no solamente buena, sino comprensiva, humana e
inteligente. Y se podía hablar con ella sin temores
a que "reportase" nada más tarde. Era un
mujer de una pieza, que pisaba la tierra. Por otra parte,
el trabajar en "Cabinas" era como concentrarse en
algo diferente y más interesante. Era un alejarse del
resto de la casa, de las tensiones del Padre respecto a si
llama o no llama, de la opinión de cualquier asesora.
No es que yo no fuera feliz en Villa Sacchetti, pero había
ya tal cantidad de gente que yo me sentía agobiada.
No soy persona de multitudes, ni nunca lo fui. Entrar en "Cabinas"
era como un remanso de paz. Yo me sentía feliz cada
vez que cerraba la puerta y dejaba atrás el ruido.
En este año de 1954 ocurrió algo muy importante
en mi vida personal. Le pedimos al Padre, las que no teníamos
hecha la "fidelidad" (votos perpetuos), que nos
dispensara del tiempo que nos faltaba hasta los cinco años
requeridos y que además celebrase él nuestra
ceremonia. Por Constituciones, todas las numerarias que forman
parte del gobierno central no sólo tienen que tener
la "fidelidad", sino que, además, han de
ser asociadas inscritas (Son asociadas inscritas aquéllas
que designadas directamente por el Padre ocupan cargos de
dirección y formación dentro del Opus Dei. Ello
conlleva los llamados juramentos promisorios, los cuales se
hacen "tocando los Santos Evangelios e invocando el nombre
de Cristo, jurando solemnemente: 1) mantener firmemente la
práctica de la corrección fraterna; 2) no ambicionar
cargos ni desear retenerlos; 3) vivir la virtud de la pobreza
como en época fundacional". Cf. Constituciones.
Op. cit., n° 20, p. 27). Con gran alegría por nuestra
parte monseñor Escrivá nos autorizó a
ello. Pero nos advirtió que así como la ceremonia
de la "fidelidad" de unas sirvientas que la iban
a hacer en esos días él "iría vestido
de colorao", es decir, con toda la prosopopeya de prelado
doméstico de Su Santidad, a nosotras nos dirigiría
la ceremonia "con sus zapatos viejos". Y efectivamente,
el 24 de noviembre de 1954, santo de Catherine Bardinet, hicimos
la "fidelidad" en Villa Sacchetti con monseñor
Escrivá y en el oratorio del Inmaculado Corazón
de María. Los anillos son los que uno ha usado o cualquier
otro anillo bueno. El mío fue uno que siempre tuve
y que fue la primera alhaja que recibí a mis quince
años: me hicieron el regalo mis tíos de Córdoba.
Era un anillo que yo quería mucho porque me contaron
que fue el primer regalo que mi tío le hizo a mi tía
cuando eran novios. Y aún lo conservo.
La ceremonia de la "fidelidad" implica el hacer
los votos perpetuos de pobreza, castidad y obediencia para
toda la vida, según el espíritu del Opus Dei.
Además de besar la cruz de palo y de responder a las
oraciones indicadas en el ceremonial, conlleva también
la bendición de los anillos, que el sacerdote bendice
y entrega a la persona. Esta bendición, nos dijo monseñor
Escrivá, la había hecho casi calcada de la bendición
nupcial de los anillos. Una vez bendecido el anillo, el sacerdote
lo entrega, no lo pone, a la persona. Y se termina la ceremonia
rezando las "Preces", oración oficial del
Opus Dei.
Monseñor Escrivá nos dijo al final: "No
quiero terminar esta ceremonia sin deciros unas palabricas",
y tras esto agregó que le emocionaba pensar que habíamos
llegado al Opus Dei a "esta primera hora fundacional".
Luego nos insistió en nuestra fidelidad al Opus Dei
y en que conserváramos el espíritu de "unidad",
básico para nuestra perseverancia en la Obra de Dios.
Y nos bendijo.
El siguiente paso fue el hacer los juramentos promisorios.
Nos preparó para ellos, días antes, don Manuel
Moreno, que era el director espiritual del Colegio Romano
de la Santa Cruz. Estos juramentos se hacen aparte y después
de la ceremonia. Nosotras los hicimos en el soggiorno de Villa
Sacchetti. Como consecuencia de este compromiso hecho a perpetuidad,
los juramentos implican: 1) en cuanto al Instituto: evitar
sinceramente todos aquellos dichos o hechos que vayan contra
la unidad espiritual, moral o jurídica del mismo, y
para ello ejercitar la corrección fraterna cuando fuera
necesaria; 2) en cuanto a todos y cada uno de los superiores
del Instituto: a) evitar las murmuraciones que pudieran disminuir
la fama de éstos o quitar eficacia a su autoridad,
e igualmente reprimir las murmuraciones de otros miembros;
b) ejercer la corrección fraterna con el superior inmediato.
Si después de un espacio de tiempo prudente se viera
que la corrección fuera vana, se comunicará
el asunto totalmente al superior mayor inmediato o al Padre,
y se dejará plenamente en sus manos; 3) en cuanto a
uno mismo: consultar siempre con el superior mayor inmediato
o con el supremo, según la gravedad del caso o la seguridad
o eficacia de la decisión, cualesquiera cuestiones
profesionales, sociales u otras, aun cuando no constituyan
materia directa del voto de obediencia, sin pretender transferir
a dicho superior la obligación de responder de ello.
Es decir, que la llamada "libertad" en el Opus
Dei está "siempre mediatizada" por este juramento,
so pena de perjurio. Aunque ahora el Opus Dei como Prelatura
dice que no tiene votos, sino compromisos o contratos con
la Prelatura, la esencia es la misma: son diferentes los nombres,
pero no el contenido.
Días después monseñor Escrivá
hizo el anuncio de que había nombrado electoras a todas
las numerarias de la Asesoría Central, excepto a María
Luisa Moreno de Vega y a mí. (Son electoras aquellas
asociadas que tienen voz pasiva en la elección del
presidente general. Deben ser previamente inscritas, tener
como mínimo 30 años de edad, estar en la Obra
al menos nueve años con la fidelidad, ser asociada
probada, tener una sólida piedad a más de haber
prestado servicios al Instituto, tener sólida cultura
religiosa y profesional, y todo ello precedido de informaciones
secretas confirmadas con juramento de verdad y sinceridad
por el consiliario de la región y la directora local.
Naturalmente, todas estas reglas se las saltaba monseñor
Escrivá cuando le parecía, lo que hizo también
en esta ocasión.)
La verdad es que no me importó nada no ser nombrada
electora, lo que no quitó que me sorprendiera no serlo.
Y en ello estoy segura de que Encarnita tuvo su buena parte,
porque como dije en otro lado, siempre estuve convencida de
que no se fiaba de mí plenamente.
La imprenta II: trabajos
Pero regresando a la imprenta: el paso siguiente fue cuando
monseñor Escrivá nos anunció que "ya
habían ordenado de diácono a Fernando Bayo",
el pintor. Y ahora ya "don Fernando", que "le
habían puesto la sotana" para que pudiera pasar
a estar con nosotras enseñándonos todo el trabajo
de imprenta. Que además pasaría un alumno del
Colegio Romano "a quien pronto pondremos la sotana",
Remigio, quien enseñará todo el trabajo de encuadernación,
tanto a Blanca Nieto como a dos sirvientas que vendrían
unas horas a diario a colaborar en este trabajo. Escogimos
a Carmen, una sirvienta gallega y a Constantina, una de las
numerarias sirvientas mexicanas, que eran extraordinariamente
mañosas.
Llegaron las máquinas. Las metieron cuando nosotras
no estábamos. Al llegar por la mañana estábamos
como niños con juguetes nuevos.
Monseñor Escrivá vino con don Fernando Bayo,
que nos repitió que "le habían ordenado
diácono para que pudiera enseñarnos, pero que
esto era una excepción en la Obra porque no habría
diáconos". Naturalmente nos dijo que prestáramos
mucha atención y que aprendiéramos pronto.
Cuando nos quedamos a solas con don Fernando, éste,
que es vasco, nos miró entre divertido y con cara de
asco, agarrándose la sotana, nos dijo:
¡Me acaban de poner estas faldas para que os enseñe,
o sea que ¡hala!, aprender rápido porque es lo
que me faltaba en mi vida: ¡dejar mi estudio de pintura
en Madrid a uno que no sabe ni agarrar un pincel, y vestirme
de sotana para trabajar en la imprenta con mujeres!
Yo, por toda respuesta, solté la carcajada y le dije:
-No piense que somos tan malas, aunque seamos mujeres, porque
no lo somos, y le advierto que a mí me hubiera traído
al fresco que usted viniera sin sotana a enseñarnos
el funcionamiento de la imprenta.
La verdad es que don Fernando Bayo fue como un hermano mayor
para nosotras. Encantador, simpático, de buen humor
y con un sentido práctico docente admirable. Nos llevábamos
todas muy bien con él y no solamente nos enseñó
a dominar las máquinas impresoras con gran tacto y
eficacia, sino a querer la labor de imprenta en sí
y hacernos interesar en ella.
A mí me encantaba trabajar en la imprenta. Sucedía,
sin embargo, que cuando recibíamos el material de los
varones para imprimir, "Crónica" u "Obras"
fuera de unas indicaciones básicas y de rigor, dejaban
a nuestra discreción dónde o cómo deberíamos
editar la revista respecto a su diagramación. Sin embargo,
cuando editábamos "Noticias", la revista
de las mujeres, andábamos como locas tratando de ajustar
al gusto de la directora central los materiales, los títulos,
los tipos de letra, la disposición de páginas
y fotos. Encarnita venía a la imprenta y nos daba órdenes.
Todas sus indicaciones eran fruto de una revista que yo recibía,
"Plaisir de France". Y quería imitar para
"Noticias" diferentes diagramaciones de esa revista.
La cosa no era fácil y don Fernando Bayo se hartó
de tal manera que, un buen día, se puso serísimo
y le dijo a Encarnita, delante de nosotras, que perdonara,
pero que las órdenes en la imprenta las daba él
de acuerdo con el Padre y nadie más. Cuando Encarnita
se fue, todas le dijimos:
-Don Fernando, nos va a costar caro a nosotras.
Pero estábamos equivocadas. Don Fernando Bayo le dijo
al Padre que él no seguía trabajando en la imprenta,
si nosotras no podíamos ser autónomas. A lo
cual, monseñor Escrivá puso atención.
Un día nos llamó y entre bromas y veras le dijo
a Encarnita que ya sabía que don Fernando la había
regañado. Pero igualmente dijo que había que
nombrar un consejo local independiente para la imprenta. Quedó
constituido así: yo fui la directora, Blanca Nieto
la subdirectora y Elena Serrano la secretaria.
Aunque yo peleaba con Elena en el laboratorio de fotografía,
la quería mucho porque tenía la paciencia del
mundo y aguantaba todo. Ella sabía que yo la quería
y además la admiraba y me llevaba bien con ella. Las
tres teníamos un gran cariño a este trabajo
y poníamos en él todo nuestro esfuerzo.
Hubo cosas, que hoy día, con la distancia, recuerdo
porque entonces ya me sorprendieron: una de ellas, cuando
un día vino don Alvaro y nos dijo, por indicación
del Padre, que había que variar algunas palabras y
puntuaciones en una hoja del volumen de las Constituciones,
aprobadas a perpetuidad por la Santa Sede e impresas en Grottaferratta.
Tuvimos que buscar la misma clase de papel, color de tinta
y volver a encuadernar el volumen idénticamente sin
que se notase el cambio de hoja, ni de los cambios, por supuesto.
Me preguntaba a mí misma entonces e interiormente:
¿sabrá la Santa Sede esto? Pero siempre pensaba
que lo tendría que saber. Hoy día, a la distancia
de los años, estoy convencida que la Santa Sede ignoraba
totalmente este hecho de que las Constituciones aprobadas
a perpetuidad, como santas e inviolables, sufrían cambios
gráficos. Lo que no logro acordarme cuáles fueron
esos cambios pequeños.
Otra cosa que se hacía con relativa frecuencia era
el repetir algunas hojas de números de "Noticias"
ya enviados a todos los países. Generalmente la razón
para repetir estas hojas era que, mediante procedimientos
conocidos en laboratorios fotográficos, teníamos
que componer la misma foto, pero borrando una de las personas
que aparecían en ella. Y luego, si el nombre de la
persona que teníamos que borrar aparecía en
el texto del artículo, se repetían aquellas
líneas sin el nombre de aquella persona y se volvía
a imprimir la hoja. Estas hojas "corregidas" se
volvían a enviar a los países, acompañadas
de una breve nota de Asesoría Central diciendo simplemente:
"Por favor, destruid las páginas tales y tales
y reemplazadlas por las páginas adjuntas. Informadnos
cuando lo hayáis cumplimentado."
De esta forma el Opus Dei borra de sus archivos a toda persona
"non grata", la que ya no pertenece a la Obra y
por ello pueden decir más tarde que "no tienen
"records" de esa persona en sus archivos".
Esta forma de actuar, usando el medio a su disposición
de la imprenta, repite el sistema de seguridad policíaco
de gobiernos totalitarios. Con la diferencia de que se supone
que el Opus Dei es una institución dentro de la Iglesia.
Estando yo en la imprenta, se hicieron muchas de las instrucciones
"ad usum nostrorum" (para uso interno) del Opus
Dei, así como los primeros volúmenes de "Construcciones",
las instrucciones que se mandaban desde los gobiernos centrales
de Roma para tener en cuenta en las construcciones o modificaciones
de inmuebles en las casas del Opus Dei. Instrucciones que
deberían seguirse o explicar, caso contrario, por qué
no podían seguirse.
Igualmente se hicieron documentos que había que presentar
al Santo Padre, como cartas especiales, etc.
Las sirvientas que trabajaban en la encuadernación
estaban encantadas. Por primera vez en sus vidas hacían
otras cosas diferentes a limpiar. La verdad era que el grupo
de gente dedicada a la imprenta era encantador.
Como estábamos todo el día metidas en tinta
hasta las orejas, nos hicieron unas batas azules de mecánico
que nos divertían mucho, porque era salir de la conocida
bata blanca de trabajo. Don Fernando nos pintó una
imagen de la Virgen, copia del Ghirlandaio. Recuerdo que empezamos
a criticársela un día. Se enfadó y por
más que le insistimos no nos la terminó. Nos
trataba muy bien a todas y estaba feliz porque le habían
dicho que, así que pasara unas asignaturas que le faltaban
de Teología, le ordenarían sacerdote y dejaría
la imprenta para siempre. Nosotras le embromábamos
diciéndole que, si él se iba, a quién
le íbamos a preguntar, y él siempre me apuntaba
con el dedo.
Mientras tanto en Villa Sacchetti y en la Asesoría
Central, hablo del verano de 1956, se sucedieron una serie
de cursos anuales de formación en gran escala, viniendo
numerarias incluso de muchos países. Cursos a los que
yo también contribuía, como vicesecretaria de
san Miguel, dando las clases de espíritu de la Obra
que me asignaba la directora central.
Una de las numerarias que vino de Argentina a estos cursos
fue Sabina Alandes, directora regional de ese país
y antigua directora mía en Córdoba. Un día
que salía yo de la imprenta, me la encontré
en una galería y me dijo que quería hablar conmigo.
Yo me detuve para hablar con ella y, con todo el énfasis
propio de su caracter apasionado, me dijo:
-Mira, le pido a Dios que te manden fuera de aquí.
Estás "emborregada" en esta casa. No sabes
lo que pasa en el mundo. Necesitas ventilarte, vivir en el
mundo real. Estás seca. Yo te quiero mucho y me importa
un bledo que seas superiora mayor y me llenes de correcciones.
Necesitas ver lo que es un país de cerca y no tanta
pamplina de rescriptos y notas.
Yo la escuché muy en serio y nunca le dije esto a
nadie porque la quería mucho a Sabina y no me hubiera
gustado que la riñeran. Lo tomé como una corrección
seria. Y nunca lo olvidé.
Una noche me llamó monseñor Escrivá,
después de su cena, al comedor de la Villa. Subí
con Encarnita. Se le notaba cansado. Me dijo que estaba muy
contento de la imprenta y agregó:
-Carmen, te dejaremos aquí siete años más.
Pero no te detendremos más tiempo. Luego te mandaremos
por ahí a trabajar.
Ni qué decir tiene que yo salí rebosante de
felicidad y se lo conté a todas las de la imprenta.
Es difícil hacer entender lo que significaba para una
persona como yo, totalmente fanática del Opus Dei,
con un amor extraordinario a monseñor Escrivá
y feliz del trabajo que realizaba, el saber que el propio
Padre me había dicho que durante siete años
más estaría en Roma.
Pero como no hay bien ni mal que cien años dure, como
dice el refrán, mi felicidad duró escasamente
veinticuatro horas. En el correo del día siguiente
llegaron noticias de la región de Venezuela diciendo
que seguían con una única vocación desde
hacía largo tiempo y que económicamente las
cosas no estaban demasiado bien. Por otra parte, Marichu Arellano,
una de las primeras de la Obra, que era la directora regional
de Venezuela, pertenecía un poco a la "camarilla"
de Rosario de Orbegozo, la antigua directora central que monseñor
Escrivá dijo que deformaba a las numerarias jóvenes,
porque no vivía bien el espíritu de "unidad".
Por aquel entonces monseñor Escrivá ya había
enviado, a fin de que fueran numerarias formadas por él:
a Pilar Salcedo, a Colombia, reemplazando a Josefina de Miguel;
a María José Monterde, a México, reemplazando
a Guadalupe Ortiz de Landázuri; a Gabriela Duclos,
a Estados Unidos, reemplazando a Nisa Guzmán; a Marina
Sánchez de Movellán, de delegada de España;
y a Lourdes Toranzo, de secretaria regional de Italia. Prácticamente
la Asesoría Central se había quedado en cuadro,
tanto que monseñor Escrivá nos preguntó
a quién podría traerse de España con
cierto peso como secretaria de la Asesoría Central.
Yo, como vicesecretaria de san Miguel, recomendé fuertemente
a Mercedes Morado, que era la vicesecretaria de san Gabriel
en España. Me hicieron caso y Mercedes Morado vino
a Roma, pero sin saber aún que venía para ser
la secretaria de la Asesoría Central. La noticia se
la tendría que dar el Padre en persona.
La verdad es que yo a Mercedes la acogí muy bien.
Incluso le dije a Encarnita que le podía dejar mi habitación,
que tenía ducha, mientras duraba aquel curso anual
que nos había inundado la casa. No fue así ciertamente
como me trató ella cuando yo regresé a Roma
años después.
Como iba diciendo, aquella mañana, cuando leí
el correo de Venezuela, pensé: la única que
queda soy yo; pero luego me dije a mí misma que eran
tonterías mías, ya que monseñor Escrivá
me había dicho la noche anterior que me dejaría
siete años más en Roma. Pues bien, aquel mismo
día y a la hora del almuerzo, me mandó llamar
monseñor Escrivá (le habíamos enviado
a su comedor la carta de Venezuela). Subí yo con Encamita
y me dijo:
-Mira, hija mía, ¡qué ajeno estaba yo
anoche a que esta carta iba a llegar hoy en el correo! Pero,
hija mía, no tengo otro remedio que pensar en ti para
ir a Venezuela. Tú bien sabes que yo quería
dejarte aquí y que nos hace un trastorno enorme el
que te vayas. Piénsatelo, hija mía, y me lo
dices mañana.
Yo me quedé muy seria y dije que me lo pensaría.
Al llegar a la cocina le dije a Encarnita: "No me voy
a ningún Venezuela. No quiero ir a Sudamérica.
Me espanta ir a Venezuela. En todo caso Francia, pero no Venezuela."
Recuerdo muy bien que anduve todo el día sin poder
concentrarme en nada. Por la noche soñé con
que el mapa entero, desde Canadá hasta la Patagonia,
se me caía encima. Y con el susto me desperté.
En la misa y la comunión me lo pensé seriamente
y me hice la composición de lugar de que si estuviera
casada y mi marido se fuera a cualquier país del mundo,
yo me hubiera ido con él. Naturalmente que Encarnita
venía como una sombra diciéndome que no lo defraudara
al Padre por la confianza que me daba; que me diera cuenta
de que era Dios quien me pedía de nuevo otra cosa en
mi vida. Total: que después del almuerzo subí
al comedor de la Villa y le dije al Padre que sí iría
a Venezuela. Ahí mismo le dijo el Padre a Encarnita
que aquella misma tarde pasaría el doctor Odón
Moles, consiliario de Venezuela, con don Severino Monzón,
el sacerdote secretario central, al comedor de la Villa para
conocernos y hablar conmigo.
Antes de nada fui a la imprenta y se lo dije a las del consejo
local. Nunca en la vida había visto a la gente más
triste. Me querían mucho. Especialmente Elena Serrano
estaba desconsolada. Pero el punto fuerte fue decírselo
a don Fernando Bayo. Aquella tarde, que vino a revisar unas
cosas pendientes, se lo dije, mientras miraba caer las hojas
de la máquina llamada "Catalina". Paró
la máquina en seco y me dijo:
-No te vas, porque lo digo yo y basta.
-Don Fernando -le dije-, no es Encarnita, es el Padre quien
me lo ha pedido.
-¡Pues se le dice que no! ¿Cómo te vas
a ir ahora que dominas las cosas y yo me voy a ordenar dentro
de unos meses? ¡Están todos locos! ¡No
puedes irte!
Estaba tan furioso que nos dijo que iba a hablar con el Padre
inmediatamente.
Tardó dos días en aparecer por la imprenta.
Y cuando yo le llamé por el telefonillo diciéndole
que necesitábamos que nos ayudara en unas cuestiones,
me dijo:
-Llama a tu directora y que arregle ella los entuertos.
Por fin un día vino, pero con cara de funeral y enfadado
conmigo. Yo le dije:
-Mire, no la pague conmigo porque yo no tengo la culpa. ¡Bastante
me cuesta a mí irme! ¿O es que usted cree que
soy de hierro? Por favor, ayude a las que se quedan.
Yo estaba a punto de llorar y él lo notó. Pero
fue el último día que lo vi. Llamé al
director del Colegio Romano unos pocos días después
para decirle que me iba a Venezuela y que quería despedirme
de don Fernando, y él me replicó que ya sabía
que me iba y que don Fernando estaba tan furioso que se lo
habían llevado a "Terracina" para que no
siguiera despotricando.
Conocí al doctor Moles en el comedor de la Villa y
me hizo una impresión maravillosa. Me di cuenta de
que quería a Venezuela con toda su alma. Sin decirme
nada de modo expreso, su actitud entonces me ayudó
profundamente. ¡No en balde era un buen psiquiatra!
Monseñor Escrivá me dijo que no me fuera sola
a Venezuela y que me llevase a la numeraria que quisiera para
que me ayudara en todo. Escogí a Lola de la Rica, una
numeraria española, de Las Arenas. Era una mujer joven,
muy seria y muy madura. Su educación era tan exquisita
como su sentido del humor. Arreglamos juntas todos nuestros
visados en Roma, y el 23 de septiembre de 1956 dejamos la
casa central con todas las bendiciones del Padre y de don
Alvaro, con mi corazón lleno de cariño, confianza
y fidelidad hacia el Padre en primer lugar y hacia la Obra
en general. Salía de Roma con todas las tablas de la
ley aprendidas, dispuesta a combatir por la "unidad"
de la Obra con todas mis fuerzas. Pero aparte de esto llevaba,
como la gran fuerza de mi alma y baluarte de mi esperanza,
la seguridad de que pasara lo que pasara ci Padre siempre
me creería.
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