HISTORIA ORAL DEL OPUS DEI
Autor: Alberto Moncada
CAPÍTULO 6.
ORGANIZACIÓN Y COSTUMBRES (Fin del libro)
A los jóvenes que iban entrando en su confianza, Escrivá
les pone un plan de vida cuyo esquema se mantiene sustancialmente
en vigor.
El plan contiene un cierto número de prácticas
piadosas, como la oración, la frecuencia de sacramentos,
la lectura espiritual, etc., que ocupan algo más de
dos horas diarias en la jornada de esos estudiantes. Para
muchos de ellos, católicos tradicionales, aquello no
era ninguna novedad, aunque les impresionaba alguna de las
maneras como Escrivá organiza esas prácticas.
"Impresionaban mucho -cuenta Fisac- aquellas meditaciones
que nos hacía el padre Escrivá en el oratorio,
casi a oscuras, sólo con una lamparita encendida,
en la mesa desde donde él predicaba. También
nos resultaba nuevo su modo de decir misa, muy reposada
y barrocamente, con un latín distinto al usual y
con casullas nada rígidas."
Pero el plan contiene también normas relacionadas
con los tres votos que empiezan a practicar los más
cercanos y que asumen en su integridad los que se hacen de
la Obra.
"En la admisión había que formalizar
la entrada escribiendo una carta al padre Escrivá
-cuenta Fisac- aunque a mí me la hicieron escribir
después, pues fue el propio padre el que me incorporó
a la Obra, sin que yo tuviera el valor suficiente para negarme.
A los pocos meses había una pequeña ceremonia:
la oblación, en que uno hacía los votos delante
de la cruz de palo, en presencia de testigos. Yo recuerdo
haberla visto hacer a Alvaro Portillo, Enrique Alonso Martínez
y José Ramón Herrero en el año 1936.
Esta oblación se nos decía que la renovásemos
en la fiesta de san José, de una forma particular,
lo mismo que los votos perpetuos."
Los votos eran los tradicionales religiosos de pobreza, castidad
y obediencia, acoplados a la peculiaridad del caso por las
interpretaciones que hacía Escrivá y que se
plasmaron en las constituciones y el catecismo.
"Pero eso fue más adelante -comenta Fisac-
porque las Constituciones no se redactaron hasta los años
cincuenta, al ir a pedir la aprobación vaticana y
a tono con las circunstancias del caso. En la Obra había
una praxis de los votos que antes de la guerra se resolvía
de una manera muy sencilla, haciendo caso de los consejos
del Padre y, en concreto, preguntándole a él
si se renovaban o no."
Algunos jóvenes fervorosos se tomaban muy en serio
sus obligaciones y se reprendían entre ellos cuando
algo no iba bien. La costumbre de la corrección fraterna
se convirtió en seguida en una muestra de buen espíritu.
Sin embargo, con el Padre presente, todo se reconducía
a su autoridad.
En las vidas de aquellos estudiantes de los años treinta,
los votos no planteaban apenas problemas teóricos.
Se dedicaban al estudio y al apostolado. Sería después
dc la guerra, con la madurez profesional, cuando empezaran
los verdaderos problemas.
La posguerra española impuso, por sí misma,
un ascetismo en la clase media, que se reflejaba en las primeras
casas del Opus Dei.
"En los años cuarenta el padre Escrivá
ponía mucho empeño en que estuviéramos
bien alimentados y, muchas veces, las deudas que teníamos
eran simplemente la consecuencia de ello -recuerda Fisac-.
En muchas casas del Opus apenas había para comer."
Bien pronto las austeridades naturales de la época
se incrementaron con las voluntarias, introducidas por Escrivá,
a semejanza de la observancia monástica. Aquellos jóvenes
se acostumbraron a manejar las disciplinas, una o dos veces
por semana, y el cilicio, que llevaban dos horas diarias,
bien apretado al muslo, durante las horas de estudio. Una
vez a la semana había que dormir en el suelo, en el
famoso día de guardia, que cada uno tenía señalado
para redoblar la observancia en servicio de sus hermanos.
Como las casas eran pequeñas, los numerarios dormían
de dos en dos, o más aún, en cada cuarto.
"Todo aquello -sigue Fisac- se hacía con espíritu
deportivo y el buen humor propio de la juventud, sobre todo
cuando en invierno nos helábamos en la ducha fría
matutina."
Sólo el paso del tiempo y los naturales achaques pusieron
frenos a esa buena disposición de la mayoría.
En los años cuarenta y cincuenta, la observancia, el
llamado buen espíritu y el buen humor eran la tónica
general entre aquellas docenas, pronto centenas de opusdeístas.
Escrivá recorría constantemente las casas desde
su residencia madrileña, primero Jenner y en seguida,
1940, Diego de León, catorce, hasta que se marchó
a Roma en el 46. Los opusdeístas recuerdan su talante
y sus palabras, que tenían una resolución y
una contundencia notorias.
"Cuando aún éramos pocos -recuerda Fisac-
el Padre se preocupaba verdaderamente de cada uno de nosotros,
incluso en el aspecto físico, de salud. Era una mezcla
de exigencia y de actitud paternal que nos acercaba mucho
a él, incluso con la sensación de distancia
que el padre Escrivá marcaba siempre."
Su mensaje era repetitivo y monocorde por aquellas épocas.
La insistencia en la oración y en el sacrificio, en
la obediencia ciega, en la necesidad de conseguir puestos
docentes en la Universidad y, sobre todo, el omnipresente
apostolado, la recluta de más y más numerarios.
Con el paso del tiempo se iba dibujando el perfil paradigmático
del buen numerario, del que tenía y difundía
el buen espíritu. Se trataba de partir de la distinción
intelectual. Escrivá remachaba una y otra vez que "nosotros
debemos destacamos por pertenecer a la aristocracia de la
inteligencia y mostrar una extremada delicadeza en el trato
mutuo".
Aquella expectativa nunca se cumplió, tanto porque
las colisiones entre la dedicación a la ciencia y a
"las cosas de casa", al apostolado, se solventaban
siempre a favor de lo segundo, como porque la media social
estadística de los numerarios pertenecía a la
clase media y muchos a la clase media de extracción
rural. En ese sentido la clientela del Opus Dei de los años
cuarenta y cincuenta reflejaba el mundo universitario de entonces,
gran parte de cuyos componentes procedían de familias
de profesionales, de funcionarios.
Es cierto que en los ambientes de las residencias se proscriben
los chistes de mal tono, las posturas y actitudes equívocas,
pero la insistencia en la hombría llevaba a veces consigo
la adopción de actitudes machistas, a tono con la época,
y se permitían y hasta se fomentaban algunos tacos
que lo subrayaban. Era lo que el Padre llamaba "el apostolado
de la mala lengua".
También muchos postulantes fueron introducidos allí
en el uso del tabaco, asociado a la normalidad masculina.
Desde que se abrió el centro de estudios de Diego
de León, y a consecuencia de las prácticas allí
diseñadas, se fue profundizando en las actitudes de
sometimiento al superior, de disciplina de la voluntad, con
la consiguientes amputación de tendencias individuales.
El paradigma de chico obediente, estudioso y disciplinado,
que no se plantea problemas y que concentra sus energías
y sus ilusiones en el proselitismo, desembocaría en
un comportamiento pueril, trivial.
"A medida que yo me dedicaba cada vez más,
casi exclusivamente, a mi profesión -comenta Fisac-,
notaba que en las casas de la Obra se desarrollaba un cierto
infantilismo."
Esa mentalidad, tan propia de seminarios, de cuarteles, en
los que hombres jóvenes cultivan un espíritu
de docilidad en torno a ideales de comportamiento muy sencillos,
a la vez que muy dramáticos, era inevitable que se
diera también en el Opus Dei, entre otras cosas porque
Escrivá no fomentaba en sus discípulos el cultivo
de otras aficiones.
"Conocí a muy poca gente con inquietudes intelectuales,
interesada en leer otras cosas que no estuvieran relacionadas
con los estudios o la profesión: igualmente, pocos
con preocupaciones artísticas -continúa Fisac-.
Algunos había a los que les gustaba la música
clásica, pero su número no era significativo
y el Padre lo aceptaba con cierto desprecio, ya que a él
lo que le gustaban eran los cuplés de Conchita Piquer."
Tampoco había mucho interés por la religión,
en su sentido teológico o místico. Escrivá
imponía una observancia basada sustancialmente en el
quebrantamiento de la voluntad, en la obediencia, y en una
vida interior definidas como un trato amistoso con Jesucristo,
con la Virgen, una especie de antropomorfismo teológico,
de base sentimental.
Los mayores, algunos catedráticos, algunos profesionales,
tenían, en aquellos años cuarenta, las responsabilidades
de administración y dirección de la Obra, que
aún les impedía más otros afanes y estaban,
por otra parte, influidos por el ambiente existente en la
clase media de la posguerra española.
La vocación tenía para aquellos muchachos un
carácter totalizante. Todo en sus vidas estaba subordinado,
condicionado, a las obligaciones ascéticas, a las instrucciones
apostólicas y no tenían literalmente tiempo
de abrir sus ojos a las otras realidades. El mundo exterior
se les presentaba, o bien como un lugar donde reclutar más
adeptos, o como un escenario en el que, más adelante,
influirían en razón a su posición profesional,
infiltrándose "como una inyección intravenosa
en el torrente circulatorio de la sociedad", según
rezaba la Instrucción de san Gabriel.
Paralelamente el apoyo más sólido de todo aquel
esfuerzo era la solidaridad, el compañerismo, el verdadero
cariño fraternal que se despertaba entre quienes compartían
día y noche aquella aventura.
"Realmente había verdadera amistad, sobre todo
en los primeros tiempos -explica Fisac-. Era una amistad
fruto de la compenetración espiritual, de la devoción
al padre, pero también la consecuencia del trato
afectuoso, impuesto por él. Nos ayudábamos
mutuamente en pequeños servicios, como quedarse un
día de fiesta repasándole a otro un examen,
haciéndole compañía en casos de enfermedad,
prestándole esos mil favores de la camaradería
juvenil. Precisamente, recuerdo que cuando Isidoro Zorzano
tuvo que hospitalizarse, debido a una penosa enfermedad
ganglionar, yo iba todos los domingos a hacerle compañía
y me resultaba gratificante poder hablar con él de
mi deseo de salir de la Obra, del malestar que me ocasionaban
los escrúpulos de mis problemas sexuales, que él
comprendía. Isidoro llevó su enfermedad tan
ejemplarmente como había llevado su vida. Cuando
murió, el padre Escrivá reaccionó de
una manera muy extraña, como con miedo, y dejó
que Eduardo Alastrue y yo le amortajáramos, sin intervenir
él para nada.
"En verdad se trataba de una verdadera familia, en
la que se compartían alegrías y penas, satisfacciones
y sacrificios -prosigue Fisac-. Aunque pronto, sobre todo
los que teníamos menos espíritu de mortificación,
empezamos a sufrir las consecuencias de la uniformidad impuesta,
de los caprichos de algunos superiores y del propio padre
Escrivá."
Con frecuencia muchos ponían de relieve la diferencia
entre la familia espiritual y la natural, sobre todo cuando
algunos padres y madres de numerarios empezaron a resentirse
de la actitud secretista de sus hijos. Con la petulancia de
la poca edad, muchos subrayaban la incomprensión de
esas familias de sangre, a las que algunos, de broma, llamaban
"familia de palo".
En aquellos tiempos, Escrivá predicaba el liberarse
muy estrictamente de los afectos familiares, en la línea
tradicional de la formación frailuna, que postula el
alejamiento espiritual de la familia propia para robustecer
la voluntad. Eran los tiempos clásicos de la religiosidad
elemental, en una posguerra en la que crecían las vocaciones
como una salida social y económica a tanta juventud
idealista y poco ilustrada del bando vencedor.
Los episodios de conflictos entre los numerarios y sus familias
eran muy frecuentes, sobre todo por el secretismo de la organización,
ya que Escrivá aún no podía explicar
las características canónicas de la Obra a aquellos
padres y madres que pretendían saber en qué
lío se habían metido sus hijos. Los conflictos
se hacían a veces más graves por la inexperiencia
y la falta de tacto de algunos directivos, jóvenes
en su mayoría, que patrocinaban un desprendimiento
familiar excesivo e incluso humillante. Sin embargo, aquello
era compatible con la habitual solicitud de dinero a las familias,
lo cual contribuía con frecuencia a que las tensiones
fueran mayores.
La hipótesis de que la vocación de numerario
tenía que vivirse en casas de la institución
era muy estricta, de modo que se hacia necesaria una dispensa
del Padre, la llamada dispensa de vida de familia, de la que
disfrutaban algunos, como Rafael Calvo Serer. Como contrapartida,
aquellos socios que no daban la talla intelectual o social,
que se estimaba necesaria para la condición de numerario
o aquellos que, por enfermedad u otra causa, no podían
hacer vida en común, es decir, los llamados, primero
oblatos y luego agregados, tenían expresamente prohibida
dicha vida común y se relacionaban con los demás
en actos de formación. Pronto se empezaron a aceptar
también oblatas.
La vida en común de numerarios y numerarias fue el
principal terreno en el que se desarrolla la tendencia reglamentista
de Escrivá.
"Poco a poco, las normas, reglamentos, notas y avisos
que llegaban de Roma terminaron por cubrir la entera actividad
nuestra -comenta Antonio Pérez-. El padre Escrivá
era muy intervencionista, muy detallista. Cuando aún
vivía en España, no se le pasaba nada por
alto y hasta se daba cuenta de si habíamos cambiado
una silla de sitio. Cuando se marchó a Roma, esa
minuciosidad se tradujo en el flujo de correspondencia normativa
que enviaba.
"Recuerdo que me impresionó mucho el control
personal que el Padre retenía sobre los habitantes
de la casa de Roma. Por la noche, en la cena, las sirvientas
le pasaban una nota en la que figuraban las llamadas telefónicas
que los miembros del colegio romano habían sostenido
ese día. Ya teníamos controlada la correspondencia,
pues, como es sabido, los superiores deben leerla antes
de recibirla o enviarla, pero lo del teléfono fue
una innovación suya en Roma."
"A mí, desde el principio -recuerda Fisac-
el control de la correspondencia me molestaba mucho; más
que un acto de humildad me parecía una humillación,
y sobre todo cuando me enteré de que estaba expresamente
prohibido por el Código de Derecho Canónico.
En varias ocasiones, y de una forma expresa, abrí
y cerré cartas mías o dirigidas a mí,
delante del Padre, sin entregárselas, y recibí
la amonestación correspondiente."
"En cierto sentido -continúa diciendo Antonio
Pérez- el padre Escrivá tenía más
mentalidad de director local que de Presidente de la Obra.
Quería que le consultáramos todo y yo, que
me había tomado en serio las competencias que me
otorgaban, por mi cargo, las Constituciones, sufrí
mucho las consecuencias de haber obrado de acuerdo con aquella
descentralización funcional, que él de hecho
no deseaba.
"Lo peor, no obstante, no era cuando él personalmente
estudiaba un tema y tomaba una decisión, sino cuando
los que tenía a su lado en Roma, gente generalmente
joven e inexperta, redactaban las decisiones que él
se limitaba afirmar -insiste Antonio Pérez-. El intervencionismo
era particularmente angosto con la sección femenina.
Recuerda que una vez me vino una numeraria pidiéndome
una explicación porque había recibido una
nota de Roma indicando que en nuestras casas no debería
entrar nunca carne picada."
Las casas de la Obra eran de dos clases. Por una parte estaban
las residencias universitarias, donde se alojaban y trataban
personas que no eran de la Obra y, entre las que actuaban,
como levadura, numerarios o numerarias. Y por otra parte,
las casas de estricta observancia, en las que vivían
alrededor de diez personas. Para los períodos de formación
estaban los centros de estudio, que se maquillaban externamente
de residencias de estudiantes.
La instalación de Escrivá en Roma dio origen,
por un lado, a ese reglamentismo epistolar a distancia y,
por otro, al desarrollo de la organización interna.
"Las Constituciones de 1950 -cuenta Antonio Pérez-
tenían una parte doctrinal y otra orgánica.
La primera era más o menos el espíritu de
la Obra, y en la segunda había un proyecto de definición
de competencias y de estructura funcional, que de hecho
no funcionaba porque, mientras vivió el padre, aquello
siempre estuvo en período constituyente, pese a los
que, como yo, nos tomábamos en serio esa carta de
derechos."
Las casas de la Obra tenían órganos de decisión,
los consejos locales, formados por tres personas pero en el
que la figura del director era fundamental y carismática,
un poco el trasunto del Padre. El director era la persona
con quien los socios hacían su confidencia, a quien
consultaban sus decisiones y el que, en último término,
tenía la palabra final en todos los asuntos. Un sacerdote,
si lo había, era el confesor de la casa y el asesor
del consejo local y, en ocasiones, se entrecruzaban los fueros
interno y externo, porque también los sacerdotes eran
gente joven, entusiasta y sin pretensiones de independencia
pastoral.
Probablemente el tema más conflictivo ha sido el acceso
a la conciencia del socio. La Iglesia católica, después
de numerosos conflictos al respecto en la larga historia de
la vida religiosa, había prohibido y así figura
en el Código de Derecho Canónico, el que personas
que no sean sacerdotes, y fuera del acto de confesión,
tengan acceso a la intimidad de la conciencia.
Aquello no impidió a Escrivá regular la práctica
semanal de la confidencia, una charla del socio con su director,
en la que el socio debía abrirse plenamente y manifestar
sus disposiciones interiores, a la vez que dar cuenta de sus
acciones. En los primeros tiempos aquello era un acto más,
entusiasta y sincero, de solidaridad y docilidad. Pero con
el paso del tiempo, muchos socios y no pocas asociadas se
encontraron asfixiados por esta práctica, paralela
a la confesión, y todo ello robustecido por la prohibición
de confesarse "fuera de casa" e incluso con otro
sacerdote de la Obra que no fuera el designado para cada casa
o centro.
En un clima de simplicidad en el que frecuentemente se confundía
el comportamiento apostólico con el estado de ánimo,
muchas voluntades eran contrariadas hasta extremos dolorosos,
inverosímiles. "Hasta el borde del suicidio",
dice Fisac.
El capítulo patológico de tantas vidas de socios
y asociadas comienza a salir a la luz. Muchos conflictos de
conciencia se transformaban, por decisión de los superiores,
en cansancios o enfermedades, recetándose descanso
o tranquilizantes para encubrir lo que no era sino una necesidad
de clarificación biográfica. Bastantes casos,
fuera y dentro de la Obra, testimonian con sus depresiones,
neurosis y hasta intentos de suicidio, semejante estrategia
directiva, que hizo salirse de la Obra y de la Universidad
de Navarra a un numerario médico que se negó
a administrar tal política.
"Como consecuencia de aquel estado de ánimo
-recuerda Fisac- yo adquirí un profundo insomnio.
Entonces a Amadeo de Fuenmayor no se le ocurrió mejor
solución que ponerme en manos del doctor Poveda,
el supernumerario ayudante de López Ibor, quien me
puso unas inyecciones intravenosas, que me producían
unos shocks morrocotudos, pero que no me aliviaron. El insomnio
y todo mi malestar desapareció al dejar la Obra."
Esa asfixia espiritual se basaba también, aparte de
en el clima del nacionalcatolicismo que respiraba Eserivá,
en la escasa referencia que había en las constituciones
a los derechos de los socios. "El único derecho
de los socios es el de cumplir con su deber", adoctrinaba
frecuentemente Escrivá.
La posibilidad de reclamar a los superiores mayores, que
estaba abierta legalmente, se consideraba una práctica
de mal espíritu, por lo que la historia del Opus Dei
es también la historia de muchos actos de autoritarismo
espiritual.
"Yo no hubiera solicitado nunca la admisión
en la Obra, pero como mi disposición externa era
muy entusiasta, parecía que realmente tenía
vocación -recuerda Fisac-. Para mí estar allí
fue terrible, como lo supieron desde el principio mis superiores
y confesores del Opus Dei. Es incomprensible poder justificar
mi estancia en el Opus durante tantos y tantos años.
Sin embargo, si yo hubiera podido consultar mis dudas con
alguien ajeno a la Obra y le hubiera explicado mi situación,
seguro que me habría recomendado que me saliera en
seguida, y yo lo habría hecho inmediatamente. Pero
allí dentro se consideraba que era una falta de lealtad
y un síntoma de mal espíritu hablar de problemas
de conciencia con sacerdotes que no tuvieran nada que ver
con la Obra. El Padre repetía siempre: "La ropa
sucia se lava en casa.
"Así fui tirando hasta llegar a extremos de
verdadera desesperación. Sólo un intenso trabajo
profesional me hacía olvidar de todo lo que me rodeaba.
Me refugié únicamente en el trabajo. Aunque,
de otra parte, la relación con los miembros de la
Obra con los que vivía transcurría muy grata
y familiarmente. Pero mi labor era exclusivamente el hacer
arquitectura. En esto, tratándose de proyectos que
no tenían nada que ver con las casas de la Obra,
el Padre nunca me puso objeciones para que los hiciera como
a mí me pareciera. Él solamente imponía
su criterio estético cuando se trataba de construcciones
del Opus Dei.
"Sin embargo, aparte de este trabajo profesional,
yo procuré no hacer apostolado, porque el proselitismo
para captar nuevos socios me parecía hipócrita
hacerlo yo, que no tenía vocación.
"Durante todo el tiempo que estuve en el Opus Dei,
me coaccionaron hasta extremos inadmisibles. Tanto que,
cuando al final conseguí que me dejaran salir, Alvaro
Portillo me pidió perdón por esas coacciones
y las justificó diciéndome que como yo había
mostrado una gran generosidad, ellos la habían interpretado
como vocación."
Otro tema importante era la confusión en la obediencia.
Al estar tan mezclados los planos espiritual y temporal en
la dirección espiritual de los socios, y ejercerse
ésta tanto por el sacerdote como por el director laico,
era muy difícil no echar en el recipiente común
de "buen espíritu", las sugerencias, de todo
tipo, que los socios recibían, de modo que cambiar
de carrera, o subordinar ésta al cumplimiento de tareas
apostólicas, o hacer gestiones en beneficio de las
publicaciones, terminaban siendo incorporados al perfil de
la observancia, con lo cual era prácticamente imposible,
salvo a los cínicos o más avisados, distinguir
entre lo que la Obra quería de ellos para conducirles
a la perfección cristiana y lo que les exigía
para producir la expansión de las realizaciones materiales.
En cierto sentido esto fue una consecuencia de la hipótesis
principal de que complacer al Padre era la sustancia de la
entrega en el Opus Dei, y esta complacencia, con el paso del
tiempo, incorporaba la colaboración a cuantas aventuras
diseñaran los superiores, o la citada subordinación
de la profesión civil a los mandatos de la obediencia.
Esto empezó a ser más evidente cuando la operación
política y económica exigía que sus protagonistas
estuvieran de acuerdo, entre ellos y con las iniciativas emanadas
de Roma.
"Uno de los problemas más graves que yo fui
teniendo era mi defensa de la libertad de los socios que
actuaban en esas esferas contra la indiscriminada explotación
de su situación por parte de la Obra -cuenta Antonio
Pérez-. Yo estaba naturalmente a favor, sobre todo
al principio, de que esa presencia favoreciera al apostolado,
pero creía que ello debería hacerse sin forzar
la conciencia de los directamente afectados. Recuerdo el
mal rato que pasé cuando vinieron unos numerarios
de Roma, italianos, con instrucciones del Padre para que
Alberto Ullastres les ayudara en unos negocios que habían
planteado. Venían incluso con la pretensión
de que Alberto, ministro de Comercio, fuera a tratar del
asunto a la casa de la Obra en vez de recibirlos en el Ministerio.
Yo me negué a ello y me llevé una buena bronca.
Al final Alberto los recibió y creo que no se llegó
a nada, pero lo desagradable era la sensación de
que había un dominio eminente del Padre, no sólo
sobre nuestra vida interior y nuestro apostolado, sino sobre
la actividad profesional individual de los socios."
A esta intromisión en la vida profesional también
cooperaba la extremada solicitud de la mayoría de los
superiores por no llevarle la contraria al Padre. Esto se
explica, no sólo por la filial devoción de ellos,
sino por el método de elección de estos superiores,
un gran número de los cuales eran seleccionados en
primer lugar por su capacidad de obediencia, de hacer las
cosas sin replicar. Si además se trataba, en muchos
casos, de personas jóvenes, sin mucha experiencia,
el efecto era aún peor.
"El Padre tenía una gran preferencia por estar
rodeado de jóvenes, casi chiquillos -cuenta Antonio
Pérez-. Con el paso del tiempo, el gobierno de la
Obra estaba protagonizado, naturalmente por él, pero
en segundo lugar por una gran cantidad de jóvenes
que cumplían sus órdenes con entusiasmo y
sin el menor sentido crítico. Y, paralelamente, muchos
mayores, que habían sido protagonistas de los comienzos
y que tenían experiencia, eran apartados de las tareas
de gobierno, en beneficio de aquella savia nueva."
Esto se hizo notar sobre todo cuando se internacionalizó
la casa central de la Obra, en la que jóvenes españoles
y no españoles, a comienzos de los años sesenta,
cubrieron la mayoría de los cargos, especialmente la
secretaría de Escrivá, y cuando en los países
se produjo una cierta descentralización, dividiéndose
las comisiones regionales en delegaciones. En todo aquel despliegue,
la juventud y el sentido reverencial de la obediencia eran
condiciones habituales de los nuevos superiores.
Aquellas nuevas promociones de superiores eran gentes que
habían entrado de pequeños, muchos nacidos en
el seno de familias de supernumerarios, que habían
estudiado en colegios de la Obra y que se habían ordenado
sacerdotes sin apenas experiencia profesional y mucho menos,
experiencias en la vida civil. Eran por consiguiente más
simplistas, más fanáticos, que los primeros.
El reglamentismo de que hacía gala Escrivá
desde Roma tuvo un ámbito en el que se ponía
de manifiesto la gran desconfianza del mando hacia los socios.
Se trata de lo económico, del dinero. La desconfianza
era subrayada por los modos de algunos superiores que, como
Hernández Garnica, solía decir: "En estas
cosas, piensa mal... y te quedarás corto."
Aquello evidentemente contradecía la general buena
voluntad y la positiva actitud de entrega con la que la gran
mayoría de los socios solteros habían entrado
en la Obra y, desde luego, no quedaba afectada por los pocos
casos de aprovechamiento individual. Bien es cierto que muchos
socios, al entrar en la Obra, cambiaban de posición
social hacia arriba y que la Obra empezó a convertirse
pronto en una plataforma de influencias y colocaciones, pero
aquello no daba pie a las extremadas precauciones con las
que los numerarios debían comportarse en relación
a la pobreza, al dinero y a los secretos económicos
de la Obra.
"Parte de los votos de secreto y juramentos promisorios
tenían que ver con la gestión económica
-recuerda Saralegui-. A los que nos dedicábamos a
la administración se nos hacía prometer, antes
de ser nombrados, toda clase de cautelas respecto a la utilización
y memorización de datos y documentos, en una curiosa
mezcla de desconfianza y observancia religiosa."
Los numerarios entregaban en la caja de la casa todo el dinero
que ganaban y pedían lo necesario para sus gastos ordinarios,
de acuerdo con los superiores y siempre dentro del esquema
de escasez que prevalecía. No podían tener cuentas
bancarias individuales. Igualmente ponían a nombre
de otros de la Obra sus bienes y, al final de cada mes, debían
entregar al director, como parte de la confidencia, una cuenta
de los gastos que habían efectuado.
Pero cuando empezó la madurez profesional de los numerarios
estas técnicas contables se demostraron confusas e
inapropiadas, con lo que se generaron corruptelas, tales como
mantener un cierto fondo de negocios para los profesionales,
crear patrimonios de libre disposición que permitieran,
con o sin el permiso de los superiores, gestionar los negocios
propios. Al hilo de estos episodios se produjeron, como con
las sociedades auxiliares, incontables tensiones entre administradores
y superiores, nacidos de los diferentes puntos de vista existentes
en cuanto a las decisiones sobre inversión o reparto
de beneficios, amortizaciones, etc., es decir, sobre aquellos
aspectos que los superiores de la Obra no tenían por
qué conocer bien, pero sobre los que ejercían
una competencia nacida del derecho interno o de la praxis
de los votos.
Ésta fue una de las razones por las que, poco a poco,
se empezó a delinear una clasificación práctica
entre aquellos socios que desempeñaban tareas civiles,
para cuyo desarrollo tenían una cierta bula, y los
dedicados a tareas internas o a la enseñanza, que cumplían
una observancia más plena de la condición del
numerario. Los primeros, en razón a los beneficios
externos que producían y a su imagen social, eran exonerados
de algunas de las reglas de control sobre vidas y haciendas
que los segundos cumplían estrictamente, desde pedir
permiso para viajar o comer fuera de casa hasta la naturaleza
y estilo de la vestimenta, pasando porque en las casas estaba
reglamentado hasta los periódicos que se podían
leer o los programas de televisión que se podían
ver.
En la práctica, a partir de mediados de los años
sesenta, se produce una clara delimitación sociológica
entre los numerarios con tarea profesional civil y los dedicados
a las tareas internas de gobierno y administración,
a las labores de educación y Prensa confesional.
Una cierta influencia en ello tiene la edad, con más
manga ancha para los mayores que viven en casas pequeñas.
También influye el grado de observancia personal, pues
a los que plantean algún tipo de conflicto y se les
desea retener, se les consienten muchas libertades e incluso
se les concede dispensa de vida de familia. De esta manera
se produce una permanente negociación de casos, dependiente
de las fluctuaciones profesionales, de la edad y del estado
de ánimo de muchos numerarios y numerarias, en la que
los superiores van creando una casuística que contrasta
con la vida más lineal, más observante, de los
que se dedican a tareas internas o a ocupaciones con un débil
perfil de protagonismo personal.
Es de este último grupo del que se produce principalmente
la cooptación para la jerarquía interna y el
sacerdocio, con lo cual cada vez es más advertible
la brecha, en comportamiento, en ideología, entre ambos
tipos de socios, que se perfila como una distinción
de hecho, de mayor importancia práctica que la legal
existente entre numerarios y supernumerarios.
Y a medida que se va creando la red de centros, iglesias,
clubs juveniles, colegios, residencias de estudiantes, casas
de atención a la mujer, etc., se crea, paralelamente,
una especie de carrera interna, un status peculiar de aquellas
personas que, en la vieja terminología, se dedican
durante toda o gran parte de su vida, a "cosas de casa".
Con el paso del tiempo, este grupo de numerarios, y sobre
todo de numerarias, crece y supera notoriamente al otro grupo
de profesionales independientes.
E incluso, en términos de responsabilidad corporativa
y acción apostólica, se crea una especie de
solidaridad funcional entre los numerarios destinados a cuestiones
internas, con un alto porcentaje de jóvenes, y los
supernumerarios, hombres y mujeres casados, a los que los
superiores prefieren otorgar las responsabilidades y cargos
internos, tales como directores de obras corporativas, antes
que a aquellos numerarios más competentes o brillantes
que, dedicados a su tarea profesional individual, podrían
hacer gala de una indepencia de juicio que los jóvenes
y los casados no tienen. El supernumerario mayor, poco intelectual,
avezado en empresas y responsabilidades administrativas, o
el militar, se muestran mucho más fiables a estos efectos.
Es precisamente entre los profesionales independientes solteros,
y algunos otros numerarios que se han tomado más en
serio la teología o la eclesiología, en donde
se produce esa gran desbandada de los años setenta,
que deja a la Obra prácticamente sin intelectuales.
En esa época abandonan el Opus Dei los restos de aquellas
promociones de numerarios que, animados por Panikkar y otros
intelectuales de la primera hora, habían participado
en las discusiones teológicas y filosóficas
surgidas en aquella época, tanto en el seno de la Iglesia
como en los núcleos de pensamiento católico,
que empezaban a dialogar con las corrientes laicas, con los
movimientos sociales, en las confrontaciones de ese período.
El mundo de los numerarios maduros, que no entienden o no
comparten la progresiva alineación de Escrivá
con las corrientes integristas y anticonciliares en la Iglesia,
ni la incorporación de tantos miembros de la Obra a
la política franquista y a los núcleos de poder
económico más contundentes, se hace muy problemático,
produciéndose, no sólo la citada desbandada,
sino también un clima de desconfianza interna, una
relación ambigua con la superioridad, muy alejada de
los primeros tiempos de las lealtades enterizas, de los vientos
de aventura, de las solidaridades juveniles. Y entonces empieza
a estar mal visto en la Obra el hombre crítico, el
que no comulga con las abundantes ruedas de molino ya por
entonces confeccionadas por Escrivá, en términos
doctrinales o de comportamiento.
Un gran tema en la vida de esos numerarios, como en la de
tantos eclesiásticos de la época, lo constituye
el voto de castidad, en su doble aspecto de represión
sexual y afectiva.
Para los que se dedicaban a las labores internas, hombres
y mujeres con un estilo de vida cuasi conventual, que apenas
se rozaban con la realidad exterior, la represión sexual
carece de contrapuntos. Las rejas rojas, el aislamiento, están
complementados por las otras rejas, las mentales, erigidas
por las severas reglas concernientes al trato con personas
del otro sexo.
Pocos asuntos han merecido tal cantidad de notas y avisos
de Roma. Desde las fórmulas para que los miembros de
las secciones masculina y femenina no se traten, con la doble
cerradura en los edificios y el teléfono interior para
la conversación, que "debe ceñirse a las
necesidades de la administración", hasta la casuística
sobre cómo no aceptar el estar solo en una habitación
con personas del otro sexo, ni comer con ellas, ni mucho menos
pasear o viajar con ellas.
La hipótesis de Escrivá era tratar de negar
la existencia del otro sexo o eventualmente, para los varones,
reconducir el sexo femenino a la condición familiar
de hermanas o madres.
La contundencia y extremosidad de las regulaciones sirven
en cierto sentido de acicate para la morbosidad pero, sobre
todo, constituyen una regulación harto artificial de
la vida cotidiana de los profesionales civiles. Muchos opusdeístas,
que trabajan en oficinas, tienen compañeras o colaboradoras
femeninas y viceversa, y las reglas de conducta preceptuadas
al efecto convierten en extrañísimas tales relaciones,
que Escrivá deseaba reducir al mínimo. Escrivá
llegó a escribir que los numerarios ejecutivos no deberían
tener secretarias sino secretarios, en un intento de cancelación
de la praxis laboral.
Como es natural, muchos numerarios y numerarias encontraban
-encuentran- en esos compañeros del otro sexo una ocasión
natural de atracción física o afectiva, con
lo que terminaban aceptando, si eran sinceros, la necesidad
de aquellas reglas estrictas. Con ello se hacía aún
más dolorosa y culpable la represión de instintos
y afectos y se daba aún más motivos a los superiores
para ser implacables.
La problemática sexual, en la Obra como en las demás
organizaciones de célibes, se convertía en un
mecanismo más de manipulación autoritaria, en
una fórmula de autodesprecio, en una fuente de incontables
lances de conciencia, que mantenían enganchadas a muchas
personas durante largo tiempo en una dialéctica autodestructiva.
Y cuanto más sinceros, peor.
Hernández Garnica llegaba a decir que si un numerario
no tenía nada que contar sobre el tema en la confidencia
semanal, ello significaba que no era sincero.
El tema de la sexualidad, el del integrismo religioso, la
participación en el franquismo político y económico,
más la llegada a la madurez biográfica de muchos
-"La crisis de los cuarenta"-, creó un ambiente
interno en el que los abandonos, los expedientes de salida,
se convirtieron en asuntos de atención cotidiana de
los superiores y de especial incomodidad para Escrivá,
que asistía a la desafección de tantos de sus
hijos e hijas de la primera y segunda horas.
Parece que Escrivá nunca llevó bien ese ejercicio
de la libertad individual, en contra de su afirmación
de que "las puertas de la Obra son estrechas para entrar
pero abiertas de par en par para salir", y dictó
instrucciones para hacer más difícil la salida,
apelando a todo tipo de argumentos y estrategias.
Ese modo de proceder, que tiene cierta tradición en
la Iglesia católica, no hace a la larga sino producir
mayor desazón y dolor a cuantos están decididos
a dar el paso, así como a bloquear psicológicamente,
con los costos emocionales consiguientes a tantos otros. La
necesidad de mantener una cierta imagen interna y externa
conduce asimismo a mantener toda esta problemática
en el más estricto secreto, utilizándose al
efecto uno de aquellos juramentos promisorios, promesas accesorias
a los votos, que los numerarios hacían. Según
él, se prohíbe tratar temas de la Obra fuera
de ella, incluso después de dejarla.
"Yo había disentido muchas veces, a lo largo
de mi vida en la Obra -cuenta Miguel Fisac- y, en un determinado
momento, a comienzos de los cincuenta, hice una crítica
formal al padre Escrivá, a través de mis superiores
internos, respecto a problemas de organización y
estrategia apostólicas. Para mi sorpresa, ellos se
mostraron de acuerdo con mis puntos de vista. Pero cuando
mis reparos llegaron al Padre, éste me llamó,
indignado y, prácticamente, me obligó a encerrarme
con él y otros pocos en Molinoviejo, donde nos dio
una especie de Ejercicios y recriminaciones, tratándome
de traidor. Y siguió coaccionándome con toda
clase de argumentos.
"Como resultado de este percance, yo me encerré
más aún en mi vida profesional, trabajando
intensamente para paliar mi situación, y como tenía
que viajar continuamente, me quitaba de en medio todo aquello.
"Precisamente, a la vuelta de uno de mis viajes, ante
la imposibilidad de seguir, volví a plantear mi intención
de salirme de la Obra. Así se lo comuniqué
a Antonio Pérez a quien el Padre, como respuesta,
le indicó que fuera a verle a Roma.
"Allí me tuvieron dos o tres días, y
entre el Padre y Alvaro Portillo trataron de retenerme una
vez más, diciéndome, incluso, que al Padre
le haría ilusión que yo le acompañara
en el coche a un viaje a Viena. En fin, esa vez tuve la
suficiente energía para no ceder y marcharme. Me
volví a Madrid y dejé la casa de Diego de
León, y, ya en casa de mis padres, aquella noche
dormí como el que se ha librado de una pesadilla.
"Desde ese momento tuve, claro está, que reorganizar
mi vida en todos sus aspectos. Al terminar mi carrera, trece
años antes, la situación laboral de los arquitectos,
aquel año de 1942, era muy buena. Éramos solamente
diez alumnos y todos se colocaron rápidamente. A
mí también me ofrecieron algunos puestos de
trabajo, en donde podía haber realizado proyectos
de tanta o más envergadura que los que hice, y podía
haber llegado a conocer promotores y clientes que, en mi
situación dentro del Opus Dei, no conocí.
Y digo esto porque, injustamente, se me ha querido presentar
como un desagradecido a la Obra, que me había proporcionado
la ocasión de adquirir un prestigio profesional.
"Tampoco mi salida fue una ruptura afectiva y quise
mantener la amistad con los miembros de la Obra a quienes
apreciaba, como al mismo Paco Botella, con el que seguí
confesándome, después, por espacio de más
de dos años.
"Hasta que me di cuenta, con amargura, de que, por
una parte, me obstaculizaban en mi labor profesional, y
por otra, me querían atraer a su esfera de influencia,
proponiéndome unas colaboraciones que nunca llegaron
a plasmarse, o la participación en una enciclopedia,
en la cual aparezco al lado de personas de su grupo.
"Tal vez, la primera y más clara decepción
de la falta de sinceridad con la que actuaron y el principio
de la persecución de la que luego he sido víctima
hasta hoy, fue la injusticia con la que actuó el
jurado, presidido por César Ortiz Echague, de un
concurso para una iglesia en Cuenca, al que presenté
uno de mis mejores diseños. Después de admitir
en su acta que aquél era el mejor de los proyectos
presentados, se lo adjudicaron a un arquitecto de la Obra,
diciendo que el mío era muy difícil de ejecutar.
"A esta persecución podría referirme
muy extensamente. Durante estos más de treinta años,
todo aquel trabajo que alguien, más o menos vinculado
a la Obra, me encargaba, oficial o particularmente, me era
retirado, al enterarse de ello en las altas esferas del
Opus.
"Recuerdo, entre muchos, el encargo de un proyecto
para Altos Hornos del Mediterráneo que, después
de unos anteproyectos que habían gustado, estaba
desarrollando. De pronto aparece un señor en mi estudio
y me pregunta que cuánto me debían porque
yo no iba a seguir haciendo aquello. Al contestarle yo que
lo que me debían era una explicación, él
enrojeció y no supo qué contestar. Villar
Mir que, como presidente, era el que me había hecho
el encargo, y que nunca más he conseguido que me
mirase de frente, fue nombrado, unos meses más tarde,
ministro de Hacienda en el Gabinete que controlaba el Opus
Dei. Y aquel encargo se le hizo después a otro arquitecto
perteneciente al Opus.
"Otra faceta es la familiar. Tres meses después
de haber salido de la Obra conocí en una conferencia
que yo daba, a la que año y medio después
sería mi mujer, y que ni sabía que existía
el Opus Dei. Cuando nos casamos, miembros de la Obra propalaron
la especie de que yo me había liado con una sueca.
Con el paso del tiempo, ellos, y en especial el padre Escrivá,
trataron de ignorar mi matrimonio. Recuerdo que yo había
pedido a Albareda y Valenciano que fueran testigos de mi
boda y no se presentaron. Sólo, al final de la ceremonia,
llegó Albareda y me dio un abrazo, como a escondidas.
Quizá como compensación, Antonio Pérez
me gestionó por su cuenta, la consabida bendición
papal.
"Y con ocasión de una estancia nuestra en Roma,
yo, con la ingenuidad que me caracteriza, pretendí
presentarle a mi mujer y recibí la típica
y burda mentira de que no estaba en Roma, después
de haberme dicho lo contrario Alvaro del Portillo horas
antes.
"Realmente yo recibí y sigo recibiendo, en
1986, la animadversión de los que son de la Obra
o simpatizantes de ella, que me consideran como a un enemigo
al que hay que perseguir, y también de los que están
en contra del Opus y, poco enterados, creen que yo sigo
perteneciendo a él. Esta situación mía,
que podría parecer manía persecutoria, si
no existieran pruebas irrefutables que demuestran su realidad,
me inclinaron hace años a procurar que, públicamente,
por los periódicos, se diera a conocer. Teniendo
en cuenta que yo no había hecho ningún juramento
que me obligara a guardar silencio, como parece que han
hecho otros.
"No fue posible: Paco Umbral, y después el
padre Martín Descalzo, no se atrevieron. Eran los
tiempos de la prepotencia política del Opus. Una
carta aclaratoria de mi situación a Torcuato Luca
de Tena, director de ABC, con el cual tenía una amigable
relación, tampoco fue publicada.
"Finalmente, y por casualidad, una colaboradora de
"Sábado Gráfico" me hizo una entrevista
en la que aproveché para contar mi distanciamiento
de la Obra. A partir de entonces arreció la persecución.
"Harto ya de tanta intriga, me decidí por la
solución más cristiana: decírselo a
la Iglesia. Redacté un memorial, detallando datos
y persecuciones de las que, hasta entonces, había
sido objeto, me fui a Roma y lo entregué a un obispo
de la Curia romana. Me aconsejó que llamara a Portillo
-Escrivá ya había muerto- y que le dijera
que iba de su parte. Alvaro consideró absurdo que
fuera de parte del Obispo y me recibió inmediatamente,
con todo cariño, y hablamos mucho. Después,
al día siguiente volvimos a vernos. Él me
prometió que "daría orden de que no se
me persiguiera."
"Ya en Madrid, el consiliario del Opus Dei, Florencio
Sánchez Bella, me visitó, por orden de Portillo,
y trató de dar la vuelta al asunto, diciendo que
"eran figuraciones mías para justificar el que
no me hicieran encargos, porque yo hacía una arquitectura
que no gustaba". Y se fue tan tranquilo.
"Pero la triste realidad es que detrás de cada
contratiempo económico o social, o profesional, antes
o después, siempre aparece en el horizonte algo o
alguien relacionado con el Opus Dei."
La problemática de la salida y posterior persecución
de miembros conocidos del Opus Dei suele seguir, corporativamente,
esa línea de obstrucción profesional, versión
sexual y negación de responsabilidad por los superiores
de la Obra, que cuenta Fisac.
Los temas económicos son importantes. El voto de pobreza
de los numerarios lleva consigo el temor de salirse. Hombres,
mujeres, de treinta, cuarenta años, a veces sin habilidades
profesionales específicas, se lo piensan dos veces
antes de elegir la libertad.
Docenas de casos prueban la utilización de la coacción
económica por parte de los superiores de la Obra, en
especial si el trabajo de los socios se produce en el ámbito
interno o en empresas afectas.
Cuando, por fin, la gente se decide a salir, el toma y daca
de los dineros suele ser muy desagradable. Algunos o algunas
que durante muchos años han aportado bienes, aparte
de los ingresos normales, han tenido que recurrir a reclamaciones
cuasi judiciales porque la regla es que la Obra se queda con
todas tus aportaciones e ingresos hasta el mismo mes de la
salida. Y si uno ha sido honesto y lo ha entregado todo, se
encuentra, a veces en edad avanzada, con la necesidad de empezar
de cero o recurrir al apoyo familiar.
"Por supuesto, al marcharme de la Obra, en septiembre
de 1955, iba ligero de equipaje -recuerda Miguel Fisac-.
Antonio Pérez me comunicó que el Padre había
dicho que me permitieran quedarme con el estudio de arquitecto,
en un piso alquilado, un "Seat" muy usado, y una
cuenta corriente que, en aquel momento, tenía un
saldo de ochenta mil pesetas y yo debía noventa mil
por unos cálculos de estructuras. Es decir, que mi
capital era unas diez mil pesetas en números rojos."
Pero escuchemos a otro protagonista:
"No creo que a nadie le pueda interesar cómo,
cuándo y por qué me fui del Opus Dei -cuenta
Antonio Pérez-; es una cuestión muy personal
de la que no tengo que dar explicaciones en público.
"Lo que sí puedo asegurar es que, a su debido
tiempo, planteé la cuestión a los superiores
del Instituto y al Nuncio Antoniutti, con quien me unía
una gran amistad, ofreciendo diversas salidas previstas
en las Constituciones, pero ninguna de ellas fue aceptada.
Primero, tomando el asunto a broma, como solía hacerse,
y luego, con terquedad. El Consiliario que me había
sucedido en el cargo, Florencio Sánchez Bella, no
quiso recibirme. En cambio el padre Escrivá vino
desde Roma a San Sebastián, donde yo estaba precisamente
con Antoniutti, y en un aparte, se limitó a decirme
cariñosamente: "Tú te me quieres ir pero
no te irás; no hablemos más del asunto."
"Sin embargo, acabé yéndome de mala
manera. Me buscaron, como era su deber, me encontraron porque
disponían de buenos servicios de información,
trataron por todos los medios de hacerme volver, pero mi
decisión estaba tomada. En vista de lo cual me impusieron
una serie de condiciones, que yo cumplí al pie de
la letra, y me dejaron en paz.
"En ningún momento me he sentido perseguido
por el Opus Dei. Me aplicaron la muerte civil, que es lo
que solía hacerse en estos casos, y se acabó.
Sé que luego han dicho mil barbaridades de mí,
pero allá ellos. Yo tengo la satisfacción
de no haber hablado nunca mal de la Obra.
"Bastantes años después, a raíz
de mi regreso a España, tuve que sufrir algún
desaire por parte de algunos socios del Opus Dei y un incidente
muy desagradable con Sánchez Bella, que todavía
era el Consiliano. Pero hay personas de las que no cabe
esperar otra cosa. En cambio me han dolido mucho las insinuaciones
difamatorias de otros, por los que yo sentía gran
afecto y de los que esperaba una actitud más noble."
En cierto sentido, que personas como Antonio Pérez
sigan existiendo, y les vaya bien en la vida, es una especie
de contradicción existencial para mentalidades fanáticas.
Socios de la Obra, algún sacerdote, han achacado públicamente
al juicio divino desgracias acaecidas a personas después
de salirse de la institución.
El caso de Raimundo Panikkar tiene parecidas connotaciones
aunque se sitúa más en el ámbito de la
censura intelectual.
Cuando Panikkar llegó a Roma, al Colegio Romano, el
Padre ya había advertido a la gente de allí.
Había dicho públicamente a los alumnos del Colegio
que Panikkar llegaba con un propósito especial, que
estaba muy cansado, que había que dejarle en paz y
que no se le molestara. En concreto se prohibió que
nadie se confesara con él. Aquella cuarentena sentó
mal a muchos otros, algunos de los cuales lo han comentado,
ya fuera de la Obra. Panikkar se mantenía silencioso
y se concentraba en ir a clase al "Laterano", un
Instituto Pontificio de Teología, en un ambiente francamente
irreal. Pero aguantó bien y pronto cambiaron las cosas
por la presión de la necesidad. No consiguieron doblegarle
y le mandaron solo a la India. Años más tarde
la Obra abría la "RUI" en Roma, una residencia
universitaria internacional, y parece que, por razones de
apoyo financiero y administrativo, Panikkar era el capellán
ideal para ella. Le pidieron también para consiliario
de un colegio mayor democristiano del Gobierno italiano. Con
ello contactó con el mundo intelectual, filosófico
y teológico y ganó por oposición la "libera
docencia" en Filosofía por la Universidad de Roma.
Pero no parece que aquello sentara muy bien al mando.
Sin embargo, a Panikkar le respetaban cada vez más
en ambientes académicos y eclesiásticos, tanto
que, en el Pontificado de Pablo VI le convocaron a reuniones
importantes y selectas de teólogos.
Una vez, Charles Moeller se enfadó bastante y llegó
a hablar con Escrivá porque la Obra no le había
dado permiso para ir a una comisión preparatoria de
una reunión ecuménica.
En 1964 Panikkar regresa a la India dispensado de sus votos
y "prestado" a la diócesis de Varanasi. Dos
años más tarde deja de pertenecer jurídicamente
al Opus Dei y queda incardinado en la India. Empieza luego
su carrera universitaria en Estados Unidos. Cinco años
fue profesor de Harvard y quince de la Universidad de California
en Filosofía comparada de las religiones. Ahora parece
que regresa a Cataluña, aunque no deja la India.
A sus sesenta largos años Panikkar, prestigiado en
el mundo académico y respetado en el eclesiástico,
sigue participando en el diseño de una espiritualidad
planetaria, en los muchos diálogos contemporáneos
sobre la salida a un nuevo modelo de civilización.
La problemática es particularmente tensa cuando ex
miembros del Opus Dei se niegan a esa especie de embargo que
los directivos de la Obra pretenden ejercer sobre la reflexión
pública acerca de sus experiencias.
Publicar algo crítico sobre la Obra durante el franquismo
era bastante complicado. Había que hacerlo en Francia,
donde los protagonistas de las excursiones al cine pomo de
Perpignan compraban de paso los libros de "Ruedo Ibérico",
editorial que hizo su agosto con los textos de Artigues e
Infantes sobre el Opus Dei.
Cuando pretendí, en 1972, poner en la calle mi primer
libro, el entonces censor y director general correspondiente,
Ricardo de la Cierva, me dijo, con buenas palabras, que sentía
mucho negarme el permiso, citándome como razón
principal el estar rodeado de hombres del Opus. Efectivamente,
el ministro era Sánchez Bella y el subsecretario, José
María Hernández Sampelayo, supernumerario.
La desaparición del almirante Carrero, el gran protector,
alivió algo la situación y en 1974, mi editor,
Juan Fernández Figueroa, se atrevió a publicar
el libro en la colección de "Índice",
sin siquiera pedir permiso al Ministerio. Poco después,
en 1975, publicó Luis Carandell su desmitificador "Vida
y milagros de Monseñor Escrivá de Balaguer
("Laia").
Con el segundo libro, "Los hijos del Padre", ocurrió
un incidente peculiar, ya en la democracia. Días antes
de su publicación me llamó Mario Lacruz, a la
sazón director de la editorial. Aparte de haber sufrido
-me contó- la consabida visita del socio del Opus Dei
que pide la retirada del libro, los directivos del "Banco
de Madrid", dueños de "Argos Vergara",
le comentaron que habían recibido serias presiones
de banqueros del Opus al efecto. Sólo el hecho de que
el libro estaba ya impreso, es decir, producida la inversión
económica, permitió a Mario Lacruz seguir adelante.
Cuando María Angustias Moreno publicó su libro
"El Opus Dei.
Anexo a una historia" (Planeta, 1976), entre otras
presiones, un grupo de sacerdotes se dedicó a visitar,
de dos en dos, a numerosas personas, descalificando a María
Angustias por ser... lesbiana, invención calumniosa
que se hacía aún más desagradable oír
de labios de sacerdotes, según cuentan los visitados.
Ella relata éste y otros lances en su libro La
otra cara del Opus Dei (Planeta, 1978).
Por aquellos días, María Angustias acudió
a mí, relatándome la campaña de hostilidad
impune que estaba sufriendo. Por ejemplo, militares del Opus,
de uniforme, iban por las librerías, recomendando la
no exhibición de su libro.
Tratamos de que la Prensa publicara algo. Los periódicos
convencionales no quisieron. Acudí a la Prensa de izquierdas,
también sin éxito. Recuerdo que el director
de "La Calle", alegó que no quería
indisponerse con el Banco Popular por razones crediticias.
Por fin, Eliseo Bayo nos abrió las puertas de "Interviú",
donde María Angustias, una casta muchacha andaluza,
tuvo que relatar sus cuitas en un marco tan peculiar, lo que
le provocó no pocas reconvenciones.
El silenciar la crítica, el evitar la confrontación
dialéctica, son estrategias comunes a las organizaciones
ideológicas, pero los responsables del Opus Dei las
llevan hasta extremos inverosímiles. Todavía
está por ver que sus representantes acudan a una discusión
pública y mucho menos a un debate abierto en los medios
de comunicación.
Esta fórmula de reduccionismo informativo está
particularmente diseñada para evitar que sus fieles,
especialmente los más pueriles, sólo sepan de
la Obra lo que les cuentan dentro. Como consecuencia, muchos
socios resultan particularmente agresivos y reaccionan frente
a cualquier otra información alegando que se trata
de insultos a la familia y, por tanto, intolerables.
A veces, algunos socios, a tenor de su particular talante,
llevan la persecución al disidente a términos
extremosos, que incluso proporcionan embarazosas situaciones
a los superiores. Sin embargo, son éstos los culpables,
en último término, al producir sus consignas
y sus descalificaciones.
"Yo recuerdo -comenta Saralegui- aquellas notas que
se nos leían en los círculos, en las reuniones
internas, sobre los numerarios importantes que se salían.
Cuando nos leyeron una sobre ti, particularmente tendenciosa
e injusta, yo protesté al director. Él, Javier
Cotelo -un arquitecto de confianza de Escrivá-, me
dijo que no hacia sino leer lo que le habían ordenado."
A mí me ha tocado en suerte últimamente recibir
las atenciones de uno de los más pertinaces.
En 1983, el responsable de un programa radiofónico
en la "COPE" me propuso realizar un comentario sociológico
semanal. Ante mi advertencia, mitad broma, mitad precaución,
de que temía la oposición de sus señoritos
-la "COPE" es de la Iglesia católica y su
director de entonces, Eugenio Galdón, del Opus Dei-,
él me garantizó su libertad de contratación.
Días después, cuando ya la Prensa había
anunciado mi actuación, el periodista en cuestión
tuvo que pasar por la vergüenza de llamarme, para confirmarme
que sus jefes habían vetado mi nombre.
Por entonces, yo me limité a abogar por la modernización
de la legislación pertinente y aduje que en los países
en que nos miramos, Estados Unidos por ejemplo, las iglesias
y los grupos religiosos obtienen licencias para hacer radio
o televisión religiosa, no comercial.
Pero en el otoño de 1986 me ha sucedido exactamente
lo mismo, esta vez con la "SER". Dos conocidos periodistas
de la casa llegaron a un acuerdo conmigo, incluso económico,
para participar en su espacio y lo sometieron a la aprobación
final del director, señor Galdón, quien les
aseguró que, mientras él estuviera allí,
yo no colaboraría en la "SER".
Yo no conozco al señor Galdón, quien parece
haber llevado consigo, de la "COPE" a la "SER",
junto a sus habilidades mercantiles, su particular selectividad.
Sé que es hijo del supernumerario militar del mismo
nombre que pidió el retiro para dirigir "Rotopress",
la imprenta que montó el Opus en los años sesenta.
Y me figuro que habrá aprendido en sus dos familias,
la natural y la eclesiástica, esa santa intransigencia
de que hace gala.
La transformación del talante opusdeísta, de
aquella entusiasta simplicidad apostólica de la primera
hora en la mezcla de cinismo y agresividad que practican hoy
tantos conspicuos miembros de la organización es probablemente
un tributo personal a la propia transformación de la
secta.
"La Obra -comenta Saralegui- se vuelca hoy hacia adentro,
a la solidaridad con los que son como tú, a la protección
de los hijos mediante la red escolar propia y ello incluye
una notoria hostilidad hacia las personas y los acontecimientos
que no entienden. Los desastres en la actuación pública,
"Matesa", "Rumasa", el venirse abajo
las obras comunes, han reducido la acción colectiva
y la gente de la Obra, que se siente particularmente incómoda
en la España pluralista, se concentra en la intimidad,
en la asociación selectiva."
Una parte de este nuevo talante tiene que ver con la dificultad
en asumir el pasado inmediato, en tener que pechar con la
doble verdad de su biografía colectiva. El empeño
de los superiores en disfrazar el pasado ocasiona muchos silencios
públicos y privados y los opusdeístas son incapaces
de encararse con su historia. Esa historia que, en su versión
oral, contribuyen a desvelar mis interlocutores.
La sociología del Opus Dei se ha hecho principalmente
en clave masculina. Los temas del poder político y
económico, las disputas eclesiásticas, los conflictos
de interés, prevalecen en la atención de observadores
y críticos y contribuyen a marcar el terreno en el
que se defienden los voceros de la institución. Por
eso he sentido mucho no poder contar finalmente con la mayor
parte de los materiales que me proporcionó en su día
María del Carmen Tapia. Ella, como María Angustias
Moreno y otras mujeres que comienzan a contar su peripecia
opusdeística, tienen un acercamiento al tema más
rico, más humano y, por supuesto, más dramático.
La razón de la omisión es que María del
Carmen ha llegado a un acuerdo con un editor norteamericano
para publicar su propio
libro y, si persiste en el empeño, su narración
promete ser tan interesante o más que ésta.
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