HISTORIA ORAL DEL OPUS DEI
Autor: Alberto Moncada
CAPÍTULO 5 (parte I) IDEOLOGÍA Y ESTRATEGIA
La idea del catolicismo que Escrivá difundía
entre sus jóvenes en los años treinta no era
en absoluto distinta a la del catolicismo oficial de entonces.
Lo distintivo era su carisma personal, su manera de tratar
a la gente, tan alejada de la distancia habitual que utilizaba
entonces el mundo eclesiástico.
"Desde la perspectiva de mis años mozos -comentó
Fisac-, yo veía al Padre con una gran personalidad,
nos hablaba de santificación personal en la vida
laica, cosa nueva para mí en aquel entonces, y de
responsabilidad en la recristianización del mundo.
"El Padre tenía la firme convicción
de que Dios le había llamado para arreglar la situación
de la Iglesia. Y eso lo decía cuando, al mismo tiempo,
apenas tenía dinero para pagar las facturas y estaba
rodeado de cuatro chicos como yo."
Miguel Fisac se está refiriendo al año 1935.
La originalidad del pensamiento de Escrivá no estribaba,
pues, en su teología, sino en la manera de concebir
su apostolado.
"En la residencia de Ferraz no se hablaba de doctrina
sino de sacrificio y piedad personal, de entusiasmo y sobre
todo de devoción al Padre, a su misión -comenta
Fisac-. Apenas había libros religiosos, y los pocos
que tenía el Padre en su cuarto eran las tradicionales
obras de santa Teresa, san Juan de la Cruz; el catolicismo
español clásico.
"Desde el principio, nosotros teníamos claro
que lo nuestro era una cosa original, revelada por Dios
al Padre. Por eso se enfadaba tanto cuando veía que
alguien trataba de copiarle y le molestó mucho que
los hermanos Pons trataran de hacer que las autoridades
eclesiásticas les aprobasen algo parecido a lo de
él.
"Resulta decepcionante comprobar -resume Fisac- la
evolución de la Obra hacia posiciones retrógadas,
opuestas a aquel aire de renovación evangélica
que era lo más atrayente del Opus Dei, en aquellos
tiempos de Ferraz, 50. Aquello tenía un aire tan
diferente que incluso llegó a inquietarle a un chico
católico, de corte tradicional, cuando visitó
la casa por primera vez. Él comentó después:
"Cuando vi aquel ambiente me alarmé, pero al
comprobar que había una imagen de Nuestra Señora
pensé, por lo menos creen en la Virgen."
Escrivá editó en los años treinta un
pequeño libro, "Consideraciones espirituales",
que sirvió después como base para la redacción
de Camino. La doctrina contenida en ellos constituía
una apelación a la juventud católica para alistarse
en una cruzada temporal de cristianización de la sociedad
con cuatro características fundamentales que formaban
el nervio de su predicación desde el comienzo hasta
los años cincuenta, en que el mensaje quedó
oculto por las otras preocupaciones:
a) Se trataba de constituir grupos selectos. La idea
de reclutar a las mejores cabezas, a las más firmes
voluntades, el propósito de formar caudillos, estaba
en la base de la ideología de Escrivá y puede
rastrearse a lo largo de sus escritos.
Era una herencia de la vieja tradición eclesiástica
del cultivo de las élites pero acomodada a la circunstancia.
"El Padre nos metió en la cabeza la preocupación
por la selección y desde el primer momento comprendimos
que, antes de atraer a un nuevo socio a la Obra, había
que asegurarse de que fuese de los mejores, y antes primaban
los estudios y virtudes humanas que la piedad", subraya
Fisac.
b) La lealtad al superior, simbolizada en la obediencia
y reverencia a Escrivá, era otra pieza clave. Docenas
de puntos de Camino se refieren a la naturaleza jerárquica
del apostolado, en una especie de mezcla de la tradición
eclesiástica del mundo unipersonal con la identificación
sobrenatural del jefe como encarnación de Jesucristo,
de Dios. "El Padre se veía a sí mismo como
un mandatario divino cuyo mensaje y orientaciones nosotros
debíamos aceptar sin la menor crítica y con
la máxima fe -sigue Fisac-. Llevarle la contraria era
impensable porque él estaba seguro de que sus planteamientos
no eran suyos, eran de Dios y no cabían ni variaciones
ni matizaciones."
c) La mezcla de lo espiritual con lo temporal. Típica
del catolicismo convencional, la doctrina de Escrivá
identificaba la felicidad temporal, la buena marcha de los
pueblos y las familias, con la observancia de la doctrina
cristiana. En ese sentido, la ideología del Opus no
vacila, en negar la autonomía de lo humano cuantas
veces las opciones individuales plantean hipótesis
de comportamiento que puedan alejarse de la interpretación
eclesiástica autoritaria del mismo. No hay en Escrivá
ningún atisbo de respeto por el libre juego de voluntades,
por lo que en aquella época podría entenderse
por democracia, y en el fondo de su argumentación habita
un modelo de sociedad orgánica, jerárquica y
autoritaria.
"Las ideas patrióticas y religiosas surgidas
en la guerra civil española las aceptaba en tanto
en cuanto se orientaran en su misma dirección, pero
las consideraba muy alicortas -insiste Fisac-, y mientras
escribía Camino, en Burgos, y nos comentaba sus puntos,
se llenaba de esperanza en un futuro universal que nos describía
como algo así como lo que luego se ha dado en llamar
la reserva espiritual de Occidente."
d) La vocación de los miembros del Opus a los
más altos cargos de aquella sociedad, desde donde deberían
ejercer una dirección, un control de las masas muy
semejante al despotismo ilustrado de algunas utopías
cristianas.
Esa ideología estaba contenida en un adoctrinamiento
que recibían los socios, junto a grandes dosis de prácticas
ascéticas, de renuncia a la propia voluntad y en un
clima de camaradería, de fraternidad, que contrastaba
con otras organizaciones de la época, más clásicas.
En confidencias a sus fieles de la primera hora, 1935-1936,
el joven Escrivá iba desgranando su estrategia apostólica,
que Fisac recuerda y ordena en cuatro metas:
a) La intelectual. A ella daba primacía
en los primeros tiempos. Se trataba de la cristianización
de la ciencia. La frase más repetida de Escrivá
en arengas y escritos, era que había que situar a una
"nueva aristocracia de la inteligencia en la cúspide
de todas las actividades humanas".
b) La económica. Escrivá explicaba
a sus hijos los males que se deducían del control judío
y americano de las finanzas internacionales. Para contrarrestarlos,
había que promover a católicos bien preparados,
a los puestos de la Banca.
c) La política. Contrariamente a la estrategia
vaticana de la época, de crear partidos confesionales
apoyados por la jerarquía eclesiástica. Escrivá
era partidario de que sus hijos se introdujesen, uno a uno,
en partidos o tendencias distintas, desarrollando una actividad
aparentemente personal, aunque coordinada desde la Obra. "Llegaréis
a enfrentaros públicamente los unos a los otros."
Fisac recordaba esa estrategia años más tarde,
con motivo de la sucesión al franquismo y, en concreto,
a las tendencias por conseguir el control ideológico
del diario "Madrid", entre los mismos opusdeístas.
d) La eclesiástica. "Me acuerdo que un
día, poco después de la guerra, el padre Escrivá
me comentó como distraídamente: gris, negro,
morado, rojo, blanco.., gris. Yo le pregunté con curiosidad:
"¿Quiere usted decir que será Papa?"
Y él me contestó sonriente: "No digas tonterías.""
El padre Escrivá figuró de manera prominente
en varias ternas de las que, conforme al estilo tradicional,
presentaba el Gobierno español al Vaticano para el
nombramiento de obispos. Cuenta Antonio Pérez que,
molesto el padre Escrivá porque nunca salía,
preguntó las razones a su compañero del Consejo
de Estado y ministro entonces de Asuntos Exteriores, Martín
Artajo, quien le confirmó que la exclusión de
Escrivá no había sido obra del Gobierno español,
sino del Vaticano.
Según otra interpretación, el interés
de Escrivá por ser obispo no se debía a nada
personal sino a su estrategia de que la Obra fuera organizada
como una diócesis personal, tal y como finalmente ha
sido reconocida por el Papa Wojtyla:
"Con el paso del tiempo -comenta Fisac- yo me di cuenta
de que esas estrategias se iban cumpliendo, excepto una,
la que se consideraba principal, el apostolado de la inteligencia.
Yo no tenía de ninguna manera vocación religiosa.
Estaba muy claro. Pero tenía una preocupación
y un gran deseo de colaborar generosa y desinteresadamente.
Creía que me iba a encontrar con ese apostolado de
la inteligencia, llevado a todos los campos del saber y
de la creación artística, no con un compromiso
puramente ascético y religioso."
El tema del conflicto entre la dedicación libre e
intensa a la ciencia y las necesidades y estrategias del apostolado
se plantea casi desde la primera hora.
"En mi opinión, el padre Escrivá, que
no era un intelectual -subraya Fisac-, no se daba cuenta
de las profundas implicaciones que lleva consigo una verdadera
dedicación a la ciencia. Él tenía una
idea exclusivamente instrumental de esa dedicación,
y, cuando, más adelante, se comprobaron las consecuencias
prácticas de la libertad de pensamiento y de la vocación
científica, la poca gente de la Obra que se dedicaba
en serio a ello abandonó la institución o
sus preocupaciones intelectuales."
Pero en el Opus Dei de la primera hora no había todavía
análisis profundos ni criticismos. Su atracción
juvenil se basaba en las circunstancias de la época.
Así lo cuenta Antonio Pérez:
"Yo entré en el Opus Dei en el año 1940
y considero que la Obra prosperó más que los
demás grupos religiosos de la posguerra, que hacían
apostolado entre jóvenes de clase media, porque respondía
mejor a las aspiraciones de éstos. ¿Qué
ofrecían los demás? En los ambientes universitarios
de posguerra la Acción Católica y organizaciones
similares se consideraban blandengues. Como decía
un compañero mío, mucha piedad, poco estudio
y nada de acción. Después de la guerra la
gente quería algo que tuviera más garra y
el Opus Dei ofrecía la clase de llamada que por entonces
deseábamos los universitarios católicos idealistas,
aquello de la Falange de mitad monjes, mitad soldados.
"Muchos de los que entramos en la Universidad de la
posguerra queríamos empezar una etapa completamente
nueva, en nuestra vida y en el país. Queríamos
hacer algo importante, una España grande, nos habían
metido en la cabeza todo aquello de la Hispanidad y del
Imperio hacia Dios. Ahora comprendo que parte de aquel fervor
religioso era falso, pero las iglesias estaban llenas y
la religión era un título de legitimación
social. En los jóvenes se mezclaba la religión,
el patriotismo y la austeridad. Por contar un detalle, en
la Universidad de Valencia, a las doce de la mañana,
se escuchaba por los altavoces el rezo del Angelus, una
operación de la que estaba encargado José
Manuel Casas Torres, director de "Radio Valencia"
y miembro de la Obra. Entonces, en aquel ambiente, llega
una institución que, con mucho misterio, con prohibición
absoluta de hablar de ello, te plantea el que tú
has sido elegido por Dios, que puedes ser santo, que vamos
a hacer la reconversión al cristianismo de la ciencia,
reclutando a las mejores cabezas, con una disciplina militar..,
y aquello prendió en bastante gente, sobre todo entre
la que no tenía simpatías por la Falange,
que también decía algo parecido. Por otra
parte, aquello presentaba un modo de vida más atractivo
que el de los religiosos. Lo de ser laico, estar en medio
del mundo, representaba un atractivo adicional. Por eso,
creo, el Opus Dei prendió en seguida y ya en 1942
había casas en Madrid, Barcelona, Valencia, Valladolid
y Sevilla. Tanto, que se produjo la reacción de los
jesuitas.
"El padre Vergés, director de la Congregación
Mariana de Barcelona, amenazaba con la expulsión
a cualquiera que asistiese a algún acto de la Obra
y hasta se llegó a redactar en el Opus Dei una especie
de "Libro blanco" de las persecuciones de que
éramos objeto, que terminó retirándose
para evitar filtraciones."
Junto a los jesuitas, los falangistas. El padre Escrivá
atribuía la persecución a las manías
de Pedro Gamero del Castillo, que había frecuentado
la residencia de Ferraz y del que decía había
copiado de la "cruz de palo" del oratorio la idea
de la Cruz de los Caídos, recuerda Antonio Pérez.
Como es sabido, la primera estrategia apostólica fue
colocar a miembros del Opus Dei en la Universidad y en el
recién creado Consejo Superior de Investigaciones Científicas,
y pronto se escucharon las críticas respecto a la benevolencia
ministerial respecto a los opusdeístas.
"Pero los miembros de la Obra de aquel entonces -puntualiza
Antonio Pérez- no eran peores que el resto de los
postulantes. Quizá la excepción sería
la cátedra de Historia del Derecho, donde, con la
protección de fray José López Ortiz,
se colaron algunos de menor talla. Pero había gente
muy estudiosa, e incluso especialmente dotada como Paco
Ponz, Salvador Senent o Alberto Sois, aunque es verdad que
los que se tomaban en serio la ciencia terminaban marchándose
de la institución.
"El problema -continúa Antonio Pérez-
es que el padre Escrivá no era un intelectual y tenía
una idea instrumental de la ciencia. Su predicación
de que había que poner a Cristo en la cumbre de las
actividades humanas se traducía en conseguir cátedras
como fundamento del apostolado con jóvenes universitarios.
En cuanto se producía algún conflicto entre
la dedicación profesional y la dedicación
a las cosas de la Obra, él lo zanjaba a favor de
lo segundo y tomaba a mal espíritu el que algunos
resistiesen semejante política.
"No hay que olvidar que en aquellos grupos de gente
joven de las ciudades donde se ejercía el apostolado,
los que eran algo mayores, que solían ser los que
habían sacado las cátedras, tenían
que ocuparse además de organizar el apostolado, dirigir
espiritualmente a los demás y llevar la gestión
material, aunque fuese mínima, de aquellas casas.
"El clima que se respiraba era de indudable austeridad
y buena fe, de modo que la primera etapa, la del apostolado
de la inteligencia, ofrecía ejemplo tras ejemplo
de jóvenes bien intencionados, sacrificados, que
creían en lo que hacían, influidos naturalmente
por el ambiente intelectual y político de la España
de la posguerra.
"Recuerdo muy bien el ambiente de María de
Molina, una casa que pusimos en 1943 en esa calle madrileña
y en la que vivían los que preparaban oposiciones.
Era de una sobriedad manifiesta; la gente se pasaba la vida
rezando y estudiando y los únicos consuelos eran
las tertulias amenizadas por unos higos que, en buena cantidad,
nos regaló un pariente."
La ideología de la Obra en aquella época era
un trasunto del ascetismo y la espiritualidad religiosa más
clásicos en la tradición española. Junto
a la palabra del fundador, aún presente en España
y que recorría constantemente sus casas, estaba aquel
resumen del buen espíritu, Camino, con el que meditaban
todos los socios y amigos. La mezcla de sometimiento personal
y sentido de empresa que rezuma todo aquel mensaje, y que
ya ha sido suficientemente analizado por especialistas, muestra
bien a las claras el resultado de un proceso de conversión
de Escrivá a la causa de la militancia católica
con motivo de su estancia durante la guerra en Burgos, donde
redactó Camino.
Como es sabido, Camino es la segunda versión de una
obrita que Escrivá había escrito antes de la
guerra titulada "Consideraciones espirituales",
que se inscribía en el género de consejos para
fieles tan frecuente en la actividad apostólica de
los sacerdotes de la época. La comparación entre
uno y otro texto revela bien a las claras la transformación
de un celo por el perfeccionamiento espiritual de sus lectores
en una cruzada a la que anima a enrolarse a éstos,
también en la tradición del nacionalcatolicismo
tridentino, aunque matizada por un empeño especial
en oponerse a los enemigos intelectuales de la cristiandad.
En esos años están también fechados
dos documentos internos, que aunque luego sufrirían
modificaciones, reflejan la misma mentalidad. Uno es la "Instrucción
sobre el espíritu sobrenatural de la Obra" y el
otro es la "Instrucción de san Gabriel",
en la que se ponen los cimientos del apostolado con casados,
esos supernumerarios que más tarde habrían de
desempeñar un papel importante en la política
y en las sociedades auxiliares.
Sobre este tema, y en particular sobre la afirmación
de Camino de que "el matrimonio es para la clase de tropa",
se generó en aquellos años una discusión
con sacerdotes y encargados de asociaciones de fieles que
reprochaban al Opus un elitismo basado en el celibato, una
glorificación de la soltería que no casaba bien
con el apostolado más universalista de las otras organizaciones.
El reproche tenía también su fundamento en la
crítica sobre la figura del numerario, un laico de
entrega total, que no era religioso, pero que vivía
como si lo fuera.
"El padre Escrivá -cuenta Miguel Fisac- hacía
hincapié en que nosotros no teníamos nada
que ver con frailes ni monjas y quizá para subrayarlo
mejor, ponía de relieve tanto el escaso pragmatismo
de los religiosos, obligados a curiosas prácticas
para sobrevivir, como la mayor funcionalidad de nuestra
forma de vida para cristianizar a la sociedad."
Sin embargo, en aquellos años de posguerra, y salvo
el hecho de la dedicación a la Universidad, que por
otra parte, hacían también algunos religiosos
y religiosas, la vida cotidiana de los numerarios de la Obra
se parecía mucho a la conventual y había tantas
prohibiciones con respecto a la vida civil, como no ir a fiestas
donde pudiera haber mujeres, ni a cines ni a teatros, que
los jóvenes del Opus sufrían constantes malinterpretaciones
y críticas de parientes y amigos.
Por otra parte, la espiritualidad que predicaba Escrivá
contenía una dosis más que suficiente de renuncia
al mundo en su versión religiosa tradicional, y los
libros que, aparte de Camino, eran recomendados a los nuevos
socios eran muy parecidos a los que jesuitas, dominicos, aconsejaban
a sus neófitos. Por ejemplo, los votos de perfección
estaban muy fundados en aquel libro de san Alfonso María
de Ligorio, que circulaba por los seminarios y los conventos
de la época.
Quizá como compensación, y desde luego para
controlar las urgencias de la carne joven, Escrivá,
como tantos otros clérigos de entonces, aconsejaba
a sus hijos la práctica del deporte, que en aquella
España de la posguerra era básicamente el fútbol,
aunque algunos, los de mejor origen social, practicaban el
montañismo. Rafael Termes, Alfonso Par y otros jóvenes
catalanes, salían muchos domingos de excursión,
aprovechando esa circunstancia para intimar con amigos a los
que deseaban encauzar hacia la Obra.
La estrategia del apostolado en esos tiempos era muy sencilla.
Había que aprovechar el paso por la Universidad para
seleccionar a las mejores cabezas. Camino está lleno
de consejos de cómo "enganchar las inteligencias".
Pocos universitarios de las ciudades donde actuaba la Obra
pueden negar haber sido invitados a un círculo, una
sabatina, unos ejercicios, una conversación con un
cura del Opus. La obsesión por crecer en número,
necesaria para poner en marcha los ulteriores planes de Escrivá,
se convirtió en ideología sustentadora de la
vocación a la Obra.
"Realmente todo estaba subordinado al proselitismo
-recuerda Antonio Pérez-. Rezar, estudiar y hacer
proselitismo era la constante de nuestra vida y para los
que tenían responsabilidades internas, cuidar de
que aquello fuera posible."
La creación del centro de estudios para la formación
de numerarios en Diego de León, 14, en 1941, y la adquisición
de la finca de Molinoviejo, en Segovia, algo más tarde,
pusieron las bases para la estrategia de adoctrinamiento de
numerarios, que dedicaban a ello un mes del verano, seis días
seguidos del invierno y una porción de domingos. Algunos,
los que estaban en Diego de León, tenían una
dedicación preferencial a esa labor.
El adoctrinamiento tenía sobre todo que ver con el
control de la voluntad, el sometimiento del cuerpo y de la
mente al superior, y con el celo apostólico. "Rendir
el juicio", lograr la máxima disponibilidad para
la obediencia, en la más pura tradición jesuítica,
era probablemente el resultado más aparente del período
de formación. Y las circunstancias del ambiente favorecían
semejante comportamiento porque en la España de los
años cuarenta las oportunidades de tener una independencia
de juicio religioso, incluso para la gente no sometida a tales
ejercicios, era mínima.
El esquema del nacionalcatolicismo imperante inducía
también a esos maratones de ascetismo y obediencia
en los que consistía la vida de los numerarios de la
Obra, cuyo comportamiento, aun en sus más mínimos
detalles, estaba controlado por los superiores, quienes, a
su vez, rivalizaban en obtener, cara al padre Escrivá,
resultados mejores, tanto en lo relativo a la observancia
como en lo tocante al omnipresente apostolado.
La relación entre ambas facetas quedaba simbolizada
por la celebración de la fiesta de San José.
El 19 de marzo los numerarios renovaban en voz alta sus votos
de pobreza, castidad y obediencia, durante la misa, y el día
anterior se celebraba otra ceremonia, conocida como lista
de San José, en la que todos reunidos discutían
los méritos y deméritos de los candidatos a
"pitar" durante el año, que cada uno presentaba
y se comprometía a tratar, quedando como comprobante
la citada lista escrita, que se guardaba en un sobre para
abrirla en la próxima fiesta de San José. La
alegría era grande, obviamente, cuando en esa fiesta
estaban presentes algunos de los que el año pasado
figuraban como "pitables" en la lista del año
anterior.
Muchas personas, no pocos socios, recuerdan con cierto espanto
la intensidad del "trato" al que eran sometidas
en razón a aquellos compromisos. En la ingenuidad y
el fanatismo de los socios más activos se trataba de
cercar al candidato en cuestión y no dejarle en paz
hasta que se rindiera. Los forzamientos de voluntad al respecto
eran constantes y sólo el buen sentido de algunos superiores
impedía flagrantes excesos.
La versión de Raimundo Panikkar de aquella primera
hora es complementaria aunque algo distinta de las de Miguel
Fisac y Antonio Pérez.
Panikkar conoció al padre Escrivá recién
regresado de Alemania. Sus antecedentes biográficos
explican en cierto sentido la peculiaridad de su caso. Su
madre, perteneciente a la burguesía catalana, era una
católica profunda y muy abierta. Su padre, un aristócrata
hindú, le transmitió, con sus palabras y con
su ejemplo, una gran tolerancia, un sentido de relativización
junto a una profunda espiritualidad. Se educó con los
jesuitas de Barcelona, aunque en la fórmula republicana
de la academia laica de Sarriá. Desde muy joven tuvo
una tendencia religiosa, metafísica. Su idea de la
religión, sin embargo, no era dogmática. Las
religiones, decía, no tienen el monopolio de la religión,
sino que representan aquella actitud de ultimidad capaz de
encarnar lo mejor y lo peor en la historia individual y colectiva
de la Humanidad, como prueba la misma Historia. Perteneció
desde muy pronto, y siendo estudiante de la Universidad Autónoma
de Barcelona, antes de la guerra española, a los Jóvenes
Cristianos de Cataluña. Al llegar la guerra y correr
cierto peligro por su significación católica
y burguesa, salió de España, aprovechando la
nacionalidad inglesa de su familia. Pasó los tres años
en Alemania, donde dio rienda suelta a su pasión por
el conocimiento y estudió Física, Matemáticas,
Filosofía y Teología.
Pannikar sufría sabiendo que sus amigos unos habían
muerto, otros estaban heridos y, aunque era pacifista, aquella
contienda entre hermanos contribuyó en cierto sentido
a que se acentuaran los barruntos de "vocación
sacerdotal" que significaba para él una puerta
por donde entrar en lo sagrado. Volvió a España
en el verano del 39, pensando en regresar de nuevo a Alemania
a recoger su título universitario cuando estalló
la guerra mundial. Por aquel entonces Alfonso Balcells, a
quien había conocido en la Congregación Mariana,
le habló con gran misterio de una persona, que resultó
ser el padre Escrivá, al que le presentó en
diciembre, el mismo día 31.
Más adelante, Calvo Serer y Amadeo de Fuenmayor fueron
a verle y le explicaron la Obra en clave de apostolado intelectual.
Se trataba de una solidaridad espontánea, sin lazos
ni vínculos jurídicos.
Parece que la estrategia del Opus en Barcelona con Panikkar
tenía acentos singulares.
Panikkar por aquel entonces no escribió ninguna carta
pidiendo la admisión, ni se trataba de vivir juntos.
No se formaba asociación alguna. Más bien, y
por mucho tiempo en Barcelona, la idea era que cada cual estuviera
en su casa, en su ambiente. Cuando se alquiló aquel
pisito en Balmes, que lo fue a su nombre, la razón
fue la de poder reunirse. Nadie dormía habitualmente
allí. Alguna vez lo hacía Rafael Termes, que
vivía en Sitges. En todo caso durante aquellos primeros
años, cada uno estaba en lo suyo: Panikkar rehízo
sus títulos universitarios y empezó a trabajar
en la fábrica familiar.
El establecimiento del centro de estudios en Diego de León
significó un cambio cualitativo. Tuvo que trasladarse
a Madrid para compartir una época de más solidaridad,
de más formación. Y con la excusa de terminar
Filosofía en la Facultad madrileña solicitó
el apoyo familiar para su traslado. En Diego de León
se dio cuenta de que aquello era distinto, aunque lo asumió
todo, sin darle demasiada importancia. La vida puede vivirse
en todos los ambientes, según su peculiar filosofía,
y aquél era uno de ellos.
La vida ascética no asustaba a Panikkar. Se levantaba
a las cuatro para estudiar griego y seguía con sus
reflexiones teológicas, aunque sin interlocutor. El
clima intelectual le parecía inexistente, se trataba
de una operación de fortalecimiento de la voluntad,
de obediencia, pero nadie le daba más razones para
hacer aquello que la pura expansión de la Obra. Era
el dominio de la praxis. En Diego de León se trataba
de fortalecer la voluntad, no la inteligencia.
Después de un primer año volvió a Barcelona
y continuó el trabajo profesional unos años
más. En 1945 Escrivá le propone el sacerdocio.
Ello le pareció congruente con sus primeros deseos,
y volvió a Diego de León, donde se prepararon
los seis de aquella segunda tanda de sacerdotes del Opus Dei.
Sin embargo, con aquel motivo, se reprodujeron todas las hipótesis.
Las cosas que se estudiaban, las clases que se daban, eran
una especie de barniz clerical que apenas tenía que
ver con la filosofía ni la teología, y que los
demás asumían como algo inevitable para la ordenación.
Cuando Panikkar le confiaba a Pedro Casciaro, el director
de la casa y uno de los ordenandos, su preocupación
por los aspectos intelectuales del apostolado y la parvedad
de la doctrina que se daba, Casciaro lo tomaba a broma. "No
vengas con monsergas", decía, y le aconsejaba
no preocuparse de teorías y concentrarse en la observancia.
La personalidad de Panikkar se desarrollaría congruentemente
en el ejercicio del sacerdocio.
Contrariamente a los otros cinco de la promoción,
que tenían básicamente funciones de gobierno,
Panikkar se dedicó solamente al ministerio sacerdotal.
Aunque era capellán del "Colegio Mayor la Moncloa",
recién abierto, dirigía espiritualmente a mucha
gente, hombres y mujeres, de dentro y fuera de la Obra y dio
en ese período un par de centenares de ejercicios espirituales.
Al mismo tiempo seguía estudiando e intentaba relacionarse
con el mundo de la cultura en Madrid y Barcelona. En un momento
determinado, García Morente, profesor de Filosofía
de la Central, le propuso colaborar con él, dedicarse
a la docencia, e incluso fue a ver al padre Escrivá
para hablarle de la conveniencia de que Panikkar se dedicara
al apostolado de la inteligencia, forma de decir que debería
aspirar a la cátedra de Filosofía. El padre
Escrivá le dijo que no, y luego comentaba en las tertulias
que "a nosotros no nos interesan las cátedras",
cuando se estaba en plena efervescencia por ganarlas. Con
el tiempo Panikkar supo que los planes que se tenían
sobre él eran de otra índole. Él era
el único pasaporte británico de la Obra y se
había pensado utilizarle en la expansión internacional.
Quien al principio se enfadó cuando se ordenó
fue Zubiri, con quien Panikkar había estudiado en Barcelona
y que estaba dispuesto a apoyar una futura dedicación
filosófica suya.
Llega un momento en que, con motivo de las muchas peticiones
que tenía para dar ejercicios y conferencias, en el
Opus Dei se dan cuenta de que el protagonista es Panikkar
y no la institución. Comienza a haber gente universitaria
que hace la distinción entre Panikkar y el Opus, y
entonces el Padre decide mandarle a Salamanca. Allí
siguió haciendo lo mismo pero en una órbita
más reducida, lo cual le dejaba más tiempo para
estudiar. Era la época de la expansión de la
Obra a provincias, una expansión básicamente
masculina, aunque el carácter voluntarista, ascético,
casi cuartelero, que vivían los numerarios de Escrivá
comenzó a suavizarse con la correlativa promoción
de la sección femenina.
Escrivá había dicho al principio que en su
fundación no habría mujeres y así se
había comportado durante cierto tiempo.
"Pero el 14 de febrero de 1930 -cuenta María
del Carmen Tapia-, al decir misa en el oratorio privado
de Sol Casanova, una marquesa madrileña, Dios le
inspiró la fundación femenina. Yo no os quería.
Casi os tenía miedo. Empecé la misa sin saber
nada y acabé sabiéndolo todo."
"Parece que las primeras mujeres de las que se rodeó
Escrivá no le entendieron y después de la
guerra -precisa Fisac- el Padre decidió comenzar
otra vez, con las hermanas de los que entonces éramos
numerarios o amigos."
Como justificación había, entre otras razones,
los problemas de intendencia, de administración de
la casas de varones.
Escrivá no asumió la tradicional división
frailuna entre profesos y legos, con los que el mundo religioso
masculino resolvía los problemas domésticos
de monasterios y conventos y, aunque en alguna pintoresca
nota de los comienzos, luego derogada, preveía que
los oblatos prestaran ciertos servicios domésticos
a los numerarios, que debían ser reciprocados por éstos,
necesitaba a las mujeres, en la tradición de su casa
propia y de la pensión de Ferraz.
Junto a las numerarias, pronto se admitieron en la Obra a
otras mujeres que hacían la limpieza por vocación,
y que según las Constituciones, son y se llaman sirvientas,
aunque luego se les cambió el nombre a numerarias auxiliares.
Esta vocación al servicio doméstico arregló
los problemas materiales de los varones en cuyo adoctrinamiento
no figuraba la autosuficiencia, muy en la línea de
la clase media y alta española.
El siguiente paso fue la adopción de un estilo doméstico
calcado de la aristocracia bilbaína.
"El Padre -cuenta Miguel Fisac- había quedado
muy impresionado por el estilo y la distinción de
la casa de Carito, marquesa de Mac Mahon, madre de Pedro
Ibarra, que había estado con Pedro Casciaro y Paco
Botella en las oficinas del general Orgaz en Burgos. Carito
le invitó a su casa de Bilbao y allí, Escrivá,
de condición social modesta, fue seducido por los
modos de organización doméstica de la marquesa."
Escrivá adoptó entonces para las casas de la
Obra todas aquellas formas, el modo de servir la mesa, el
atuendo de las sirvientas, etc., y, con ese estilo, organizó
la atención femenina a las casas de los numerarios.
Las condiciones para el ingreso de las mujeres fueron muy
distintas a las de los hombres, pues aunque Escrivá
sostenía que también ellas ejercerían
profesiones civiles y harían apostolado intelectual,
en la práctica, la mayoría se dedicaban a la
administración doméstica. "Las mujeres,
basta que sean discretas", decia.
"En los primeros veinticinco años había
pocas vocaciones en la sección femenina -afirma María
del Carmen Tapia-. Por ello, y por la demanda de administraciones
domésticas, sólo unas pocas podían
ejercer su profesión. Pero con las fundaciones de
Estados Unidos, México, Venezuela, Colombia y Chile,
se vino una realidad encima de la Obra; que las mujeres
en esos países eran auténticas profesionales
y ello hizo que hubiera más vocaciones entre las
mujeres. Los hombres tuvieron que dedicarse, por ejemplo
en Venezuela, a hacer apostolado con niños muy pequeños
y esperar años antes de salir a flote. Los mayores
fueron enviados en seguida al colegio romano y, cuando regresaron
al país, ya no podían trabajar como profesionales
sino como sacerdotes, y esto dentro del Opus Dei. "
La situación económico-social de la España
de la posguerra permitió una rápida floración
de vocaciones de sirvientas que, adoctrinadas por las numerarias,
adquirían pronto la docilidad y el estilo deseado.
La finca de Molinoviejo, a la vez que casa de ejercicios,
se convirtió en centro de formación de sirvientas,
que iban poblando las casas de numerarios a medida que se
abrían en una fórmula de separación estricta,
pero de servidumbre absoluta, de gran eficacia para el desarrollo
de la actividad masculina.
"La administración perfecta ni se ve ni se
oye. Están como a mil kilómetros de distancia",
eran frases de Escrivá definitorias de la situación
que figuraban, con muchos otros detalles, en el documento
llamado Reglamento interno de las administraciones.
"Las sirvientas, que desde 1965 se llaman numerarias
auxiliares -cuenta Tapia-, dentro de la Obra son llamadas
también nuestras hermanas pequeñas. Su régimen
es infantil. Una señorita numeraria está con
ellas en todo: tertulias, trabajo, comidas. En la formación
de las numerarias hay una frase repetida:
"A las sirvientas nunca solas; no me las dejéis
solas nunca, NUNCA", gritaba Escrivá.
"En Estados Unidos -prosigue Tapia- tuvieron que suplir
a las sirvientas españolas por mexicanas porque las
españolas se estropeaban, aprendían que el
servicio doméstico se podía hacer con mayor
dignidad y, sobre todo, con mayor libertad, sin aquella
sujeción infantil."
El servicio doméstico del Padre ha sido objeto de
una hagiografía esperpéntica que cuentan en
voz baja antiguas asociadas. Escrivá tenía más
cerca de sí a dos o tres mujeres que constituían
su administración personal, y con las que viajaba.
Su dieta de diabético le hacía sufrir porque
le encantaba comer y beber bien. Le gustaban mucho los huevos
fritos. En las casas por donde iba se extremaban las atenciones.
Había frutas, muchas naranjas, aunque no fuese la estación,
por si el Padre pedía un jugo, docenas de cajas de
bombones, por si le apetecía uno, cajas de vino de
marca "que si sois discretas y pillas, me serviréis
en jarra". El perfeccionismo doméstico debía
llegar al máximo con el padre quien, a veces, echaba
las correspondientes broncas. En una ocasión pidió
la séptima tortilla porque las seis anteriores no estaban
a su gusto. Escrivá fue también buen anfitrión
romano de eclesiásticos y amigos. Cuentan que, en una
ocasión, pidió a la sección femenina
que le regalasen una sopera tal que, al verla, los cardenales
no tuvieran más remedio que decir: "¡Ah!
Sus fieles hijas viajaron a un anticuario de Sevilla para
darle gusto."
Con las ventajas de organización y atención
producidas por la fundación femenina se consolidó
la expansión inmobiliaria.
La idea era que hubiese casas de numerarios o residencias
de estudiantes en todas las ciudades que tuvieran Universidad.
Allí comenzó un peregrinaje, propiciado por
los destinos de los catedráticos numerarios que, cuando
llegaban a la ciudad respectiva, se ponían en seguida
a la tarea de buscar casa o iniciar los planes para una residencia,
dependiendo de las posibilidades económicas y de apoyo.
Barcelona, Valencia, Granada, Santiago y Bilbao fueron lógicamente
las capitales donde se concentró más rápidamente
la expansión y allí se montaron las primeras
residencias de nueva planta. Y así como las casas estaban
a nombre de una sociedad civil, la Sociedad de Cultura Universitaria
y Técnica, y los fondos centralizados a nombre de otra,
Fomento de Estudios Superiores, las residencias fueron construidas
y administradas mediante la creación de una inmobiliaria
para cada caso, cuyas acciones eran suscritas por cooperadores
y amigos o entidades tales como las Cajas de Ahorro en cuyas
directivas había personas amigas.
De aquella época datan las primeras estrategias financieras
y jurídicas, diseñadas casi todas por Ramón
Guardans, un numerario con cierta experiencia profesional,
que terminaría marchándose.
El problema principal era que la Obra como tal no podía
tener bienes a su nombre, no sólo porque su naturaleza
canónica estaba poco precisada cuanto porque Escrivá
deseaba un planteamiento laico, civil, de sus realizaciones.
La solución fue crear sociedades civiles o mercantiles
y tener en ellas la mayoría de las acciones o participaciones.
Los títulos figuraban a nombre de socios de confianza
quienes, a su vez, firmaban vendís en blanco que estaban
en posesión de los superiores.
Tal comportamiento se complementaba ascéticamente
con la obligación que tienen los socios numerarios
de ceder la administración de sus bienes y de hacer
testamento a favor de la Obra al realizar las ceremonias de
votos temporales y perpetuos. En la práctica ello se
llevaba a cabo de la misma manera, es decir, siendo los cesionarios
y los derechohabientes otros socios de la Obra.
Este planteamiento fue el que se aplicaría más
tarde a las sociedades auxiliares.
La expansión geográfica se hacía en
condiciones de gran ascetismo. Con frecuencia el único
ingreso de la casa era el sueldo del catedrático que
vivía en ella. Muchas veces eran sólo dos o
tres estudiantes los que habitaban cada piso y prácticamente
lo mismo se puede decir de las casas de mujeres. Para apoyar
todo ese apostolado juvenil y abrir nuevas oportunidades,
a comienzos de los años cincuenta, el padre Escrivá
ordenó que comenzara en serio la obra de san Gabriel,
es decir, el apostolado con personas mayores, la aceptación
en el Instituto de socios casados.
"Ya antes de la guerra -cuenta Fisac- el Padre nos
decía que habría también casados y
que ellos constituirían una gran ayuda a nuestra
labor, aunque sin dejar de subrayar que el nervio de la
Obra, el centro, seguiríamos siendo los numerarios.
"Algunos de los que luego fueron los primeros casados,
como Tomás Alvira, Víctor García Hoz,
etc., ya entonces se dirigían espiritualmente con
el Padre."
Lo que ocurrió cuando se intensificó la labor
en los años cincuenta fue que los primeros supernumerarios
eran reclutados también en el mundo donde actuaban
los numerarios, principalmente en la Universidad, de modo
que se tardaría cierto tiempo hasta que entraran candidatos
de sectores más activos como el comercio, las profesiones
económicas, los militares, que luego conformarían
la mayoría relativa de este nuevo grupo de socios.
Los casados y las casadas tenían un modo de vida mucho
más flexible que los numerarios. Su voto de pobreza,
aparte del aspecto ascético, se traducía en
una limosna mensual, la llamada aportación, aproximadamente
el diez por ciento de sus ingresos. Aunque se aceptaban supernumerarios
jóvenes, se tendía a reclutarlos después
del matrimonio, algo que cambiarla con el tiempo.
El apostolado con mujeres y con casados empezó a modificar
paulatinamente el ambiente de las casas de los numerarios
y cierta parte de la estrategia general. Lo que antes tenía
la máxima prioridad en confidencias, tertulias y 'reuniones,
es decir, el proselitismo de numerarios, dejó paso,
mas por la fuerza de los hechos que por una decisión
corporativa, a la preocupación por los temas familiares
propios de los supernumerarios. También se alteró
la fisonomía y el tono de vida de las casas, con mejoras
en el moblaje, decoración e incluso atuendo personal
de aquellos primeros centenares de solteros que hasta entonces
se concentraban en el estudio y en el apostolado universitario
y que empezaban a asomarse a las profesiones y responsabilidades
adultas.
Las tres novedades de la década de los cincuenta,
la expansión fuera de España, la entrada en
los negocios y la política y la participación
corporativa en la educación, llevaron consigo un cambio
de estrategia, que no siempre fue algo planificado, proyectado,
sino, con mucha frecuencia, una reacción ante los acontecimientos
sobrevenidos con ocasión de esas nuevas actividades
y, sobre todo, una forma de resolver los conflictos y las
incertidumbres planteadas por ellas.
Ya en los años cuarenta Escrivá había
enviado expediciones a Portugal y Francia, pero fue en los
cincuenta cuando se consolidó la expansión geográfica,
generalmente apoyada con becas del Consejo de Investigaciones.
El establecimiento de Escrivá en Roma favoreció
la actuación en Italia. De hecho, los primeros socios
numerarios no españoles fueron italianos y portugueses.
La expansión al extranjero se centralizó al
principio en la casa de Diego de León, sede central,
desde la que Antonio Pérez enviaba hombres y pertrechos
a las primeras fundaciones transatlánticas, primero
de Estados Unidos y México en 1949 y más tarde
de Argentina, Perú, Colombia y Venezuela.
Docenas de numerarios y numerarios españoles, en la
vieja tradición misionera hispana, cruzaban el Atlántico
y trataban de reproducir la Obra en los ambientes de clase
media católica de aquellos países. Un buen apoyo
al respecto lo constituyó la Universidad de Verano
de La Rábida, en Huelva, controlada por Vicente Rodríguez
Casado, numerario, catedrático en Sevilla, que ejercía
de anfitrión de estudiantes latinoamericanos y cabeza
de un grupo de numerarios que trataban de incorporarlos a
la Obra. De esa manera entraron los primeros mexicanos, los
primeros chilenos.
La expansión transatlántica se extendió
poco a poco, a más países europeos, a base también
de poner pequeñas casas, algunas residencias de estudiantes
e introducirse entre las familias católicas. Fue en
Europa donde, más adelante, encontrarían los
hombres y las mujeres del Opus Dei más oposición
eclesiástica a su apostolado, consecuencia de su alineación
con las posiciones conservadoras con motivo de las contiendas
que produjo el Vaticano II.
Un hecho interesante fue el otorgamiento, en 1955, al Opus
Dei, de una prelatura de misión en Yauyos, en las montañas
del Perú, que permitió la abertura de un nuevo
frente y marcó también la versión internacional
de un nuevo episodio del apostolado, la actuación con
sacerdotes diocesanos, que eran invitados a entrar en la Obra
en condiciones especiales.
A Yauyos fueron enviados algunos de los primeros curas diocesanos
que se habían hecho de la Obra en España, a
fin de remediar las tradicionales carencias eclesiásticas
de aquellos países latinoamericanos.
La labor con sacerdotes diocesanos creó un nuevo frente
de confrontación porque, con frecuencia, se producían
conflictos entre la obediencia al obispo propio y el comportamiento
exigido por la Obra. Había cuestiones de estilo apostólico,
de formación doctrinal, etc., que, sobre todo en el
clima de discusión propiciado por el Concilio, desencadenó
nuevas confrontaciones con obispos y alto clero. Sin embargo,
la nueva fuerza del Opus Dei en las esferas política
y económica sirvió para templar muchas tensiones
eclesiásticas en España.
Hasta la aprobación de la prelatura personal no se
resolvería esa cuestión de la doble obediencia.
Pero esta problemática era, al fin y al cabo, muy
concreta, circunscrita a un ambiente reducido. Los problemas
de estrategia y de ideología se plantearían
en los nuevos frentes, la presencia política y económica
en España, los temas de educación y doctrina,
todo ello en ese clima de la década de los sesenta
marcado por la confrontación conciliar.
Debe reconocerse que hasta la llegada a la madurez de los
primeros centenares de numerarios e incluso hasta la entrada
masiva de éstos en la vida profesional la ideología
opusdeísta y la estrategia consiguientes no habían
tenido graves retos. Con el mundo juvenil, actuando preferentemente
en el mundo universitario, apenas habían que remachar
más consignas que las de vida interior, disciplina
de la voluntad y fervor apostólico. La estrategia principal
era crecer en número y a ella concurría una
doctrina muy sencilla de manejar, centrada en lo que Camino
llamaba la santificación del trabajo ordinario.
La idea de espiritualizar, hacer trascendentes las tareas
temporales, que habían servido de base para movimientos
laicos europeos de variado signo, que nacieron en el período
de entreguerras, conectaba con la vieja tradición protestante
de la ética civil, simbólica de la predestinación
tan propia de los ambientes burgueses de la primera industrialización.
La hipótesis de Escrivá, traducida a libros
y sermones, no tenía connotaciones estrictamente teológicas,
en la línea de otros autores de la época, sino
que más bien representaba, por una parte, una llamada
a la presencia militante en la vida social y, por otra, un
énfasis en el cumplimiento de la tarea cotidiana, de
los pequeños deberes, etc., funcional a una idea del
caballero cristiano que, contrariamente a la antigua tradición
hidalga, debía afanarse por ganarse el sustento en
compromisos temporales.
En la práctica, a aquellos jóvenes se les animaba
a que estudiasen mucho, contrariasen sus tendencias al señoritismo
y la vagancia y supiesen cuidar con esmero las instalaciones
de las casas y residencias, comportándose de una manera
responsable, congruente con la pobreza intencional y la escasez
notoria del ambiente.
No había un paralelo adoctrinamiento en esa teología
del laicado que, partiendo de la presencia cristiana en el
mundo, lleva a hacer juicios de valor sobre la naturaleza
del trabajo a santificar, como hacían otros grupos,
sino más bien un estilo de vida acomodado a la primera
ambición de Escrivá, el apostolado con jóvenes
universitarios. Pero para la tradición religiosa española,
llena en demasía de alejamientos espiritualistas de
la realidad y de un modo conventual de entender las tareas
civiles, aquello representaba una cierta novedad. Los problemas
se empezaron a plantear cuando aquellos numerarios, ya adultos,
empezaban a tener que tomar decisiones, a participar en organizaciones
corporativas, gremiales, a ejercer profesiones.
El primer conflicto moral serio fue, naturalmente, el relacionado
con la vieja cuestión de hasta qué punto los
fines sobrenaturales y apostólicos justificaban el
utilizar unos medios si no reprobables al menos discutibles.
Las cosas se plantearon, como es sabido, con el tema de la
consecución de los dineros necesarios para la marcha
de la Obra, ya analizado, y con las gestiones para lograr
que accediesen a las cátedras los hombres del Opus.
La solución que Escrivá dio a aquellos conflictos
morales fue muy sencilla, en la vieja tradición eclesiástica.
Había que hacer las cosas necesarias para lograr los
objetivos propuestos, pero había que guardar una gran
discreción al respecto, procurando que sólo
se enterasen de los negocios concretos aquellos directamente
responsables de ellos. Aquí empezó a consolidarse
una de las principales estrategias que el Opus utilizó
en su expansión posterior, la segmentación de
la información, el secreto de las decisiones, de modo
que sólo unos pocos, aparte de los directamente afectados,
estuvieran al tanto de ellas.
Este modo de actuar se aplicaría en gran escala a
la gestión de las sociedades auxiliares y a la política
y condujo a la aparición de unos pocos hombres de confianza
que, en la cúspide, sabían todas las cosas.
Aquello sería la semilla de las frecuentes confusiones
que socios de a pie, que no estaban bien informados, sufrían
cuando se enteraban en la calle de circunstancias relacionadas
con las gestiones de ese carácter. Muchos, después
de recibir una versión externa, acudían a los
superiores internos para encontrarse con extraños silencios
o, más frecuentemente, con la consigna de que eso no
era de su incumbencia.
Aquello conduciría a no pocos enfados y conflictos
y a algunas rebeliones propiciadas por quienes se negaban
a aceptar esa puerilización de su relación jerárquica
con la Obra.
A medida que se incrementaba la expansión de las sociedades
auxiliares y más y más socios accedían
a la vida pública española, la estrategia de
la segmentación de la información y las decisiones
y la ausencia de una adecuada información interna pusieron
los fundamentos para el comienzo de una quiebra de aquella
confianza indiscriminada que la tradición de la Obra
consideraba pieza base de la relación de los socios
de la Obra con sus superiores.
Los conflictos, los desánimos, se comenzaron a convertir
en contenido habitual de la labor de gobierno por lo cual,
a partir de los años cincuenta, y en lugar del desarrollo
de una política doctrinal o la cimentación de
los modos de observancia espiritual, la gestión de
los dirigentes se transformó en una continua emergencia
ante la reacción, primero pública y luego interna,
de aquella estrategia de ocultación. Aquí se
encuentra parte de la explicación del giro posterior
de Escrivá y desde luego del comienzo de aquella desbandada
de numerarios, que a los motivos subjetivos para no seguir
en la organización, se unía aquel nuevo clima
de desconfianza, de recelo y de vergüenza pública
producido por el secretismo en el gobierno de la Obra.
Y no es que otras organizaciones, eclesiásticas, mercantiles
o políticas no practicaran el viejo axioma de que el
fin justifica los medios. Era que para algunos numerarios
y numerarias aquello justamente significaba lo contrario del
espíritu de la Obra tal como ellos lo entendían.
Una segunda circunstancia vendría a emponzoñar
más el clima interno y fueron las crecientes desavenencias
entre miembros de la Obra a la hora de gestionar las sociedades
auxiliares o de tomar decisiones en la ancha franja de la
política franquista que estaban conquistando.
"Cuando yo empecé a comprobar las disensiones
me llené de disgusto -comenta Antonio Pérez-
porque yo había comentado que si aquella entrada
nuestra en la vida pública no llegaba a servir a
nuestras necesidades prácticas, serviría al
menos a un propósito moral, testimonial y sería
el comportamiento irreprochable, ejemplar, de los hombres
de la Obra en esos cargos. También me equivoqué
en esto."
Pero aquello era inevitable, en la medida en que los superiores
no se podían pasar el día, aunque algunas veces
lo intentaban, dando instrucciones precisas a los ejecutivos
o mediando en sus diferencias.
"Yo me acuerdo de las peleas constantes entre el consejero
delegado y el director de un periódico, ambos de
la Obra -recuerda Saralegui-. Tenían puntos de vista
distintos. Y lo peor era para nosotros, los que mediábamos,
porque terminaban contestando nuestra competencia, en presencia
de terceros. Aquello era una buena papeleta. Yo no era consejero
ni accionista de la empresa en cuestión y mi posición
allí, sobre todo ante terceros, era un tanto expuesta.
Claro que ellos se daban cuenta de que a quien yo representaba
de algún modo era a la Obra, pues la ley de Prensa
no recogía la figura del editor, singular título
que yo ostentaba."
La actuación política de los socios del Opus,
aun protegida por las dificultades para la crítica
pública en el franquismo, daba pie también a
confrontaciones internas. En unos casos se trataba de meros
conflictos entre los protagonistas, en otros era la repercusión
de la actuación de éstos sobre el prestigio
o imagen de la Obra, pero lo más relevante fue la sensación
que iban teniendo la mayoría de los socios de a pie
de que la ejecutoria española de la Obra empezaba a
estar más vinculada con aquellas actividades políticas
y comerciales que con un apostolado de difusión de
los horizontes de santidad laica que muchos pensaban tenía
más que ver con desprendimientos y actitudes éticas
que con éxitos temporales y pulsos de poder.
La reacción estratégica de Escrivá ante
estos conflictos externos e internos fue la ya comentada supresión
de las sociedades auxiliares en el plano económico
y el énfasis en el arbitraje apostólico, de
la autoridad interna, en las disensiones políticas.
Pero esto no siempre salió bien y como, a pesar de
la gestión de los superiores internos, había
ya creada una solidaridad mercantil e ideológica, las
directrices de Roma, de las que a veces se olvidaba el mismo
Escrivá, no logró detener ni la crítica
externa ni la frustración interna.
Porque algunos socios, educados en la tradición de
la solidaridad, mantenían la conveniencia de sostener
el tinglado a toda costa y otros estaban ya lo suficientemente
integrados en esa dialéctica de cooperación
que les era muy difícil renunciar a ella. Algunos habían
incluso elaborado una racionalización de todo aquello.
Unos cuantos numerarios recuerdan los comentarios informales
que Rafael Termes, socio de los más antiguos y de confianza,
hacía de la aventura político-comercial opusdeística,
con ocasión de una reunión en Molinoviejo. Termes
afirmaba la validez de la conexión religiosa, la legitimidad
de asociarse con otros que se habían conocido con motivo
del apostolado de la Obra. "Es tan normal como la conexión
familiar o amistosa", ratificaba.
A mediados de los sesenta, Escrivá parece que se fue
convenciendo de que aquella etapa había que superarla
por el procedimiento de hacer énfasis en otras perspectivas,
en otros horizontes y la gran ocasión fue el incremento
de las ocasiones para dedicar mayor atención al ámbito
educativo y doctrinal.
Con el paso del tiempo, las energías de los superiores
y el tiempo y la disposición a la obediencia de los
súbditos se fue orientando hacia dar respuesta a las
peticiones de tantos supernumerarios y amigos de crear centros
de enseñanza, tema que se convertiría en prioritario.
La educación, y en menor medida el apostolado de la
prensa, se convirtieron en las prioridades de la nueva estrategia,
en una mezcla de reacción frente a los fracasos anteriores
y propósito de encontrar nuevos espacios.
Los centros de enseñanza proporcionaron además
la oportunidad de orientar hacia ese empleo a muchos socios
numeranos, sin mayores oportunidades en el mercado de trabajo
convencional, y cuya inevitable seguridad doctrinal y ausencia
de espíritu crítico garantizaban ese magisterio
seguro que las clientelas de los colegios de la Obra deseaban
para sus hijos.
Porque éste fue el otro gran tema, la doctrina. Como
es sabido, Escrivá se encontraba particularmente incómodo
tanto con respecto al pontificado de Juan XXIII y Pablo VI
como con las directivas del Concilio Vaticano II. Las cosas
que impulsaba o consentía la Iglesia estaban muy alejadas
de sus planteamientos, de su mentalidad y poco a poco se abrió
paso en su mente, al hilo de su creciente aislamiento y endiosamiento,
la idea de que la Obra constituía el resto de Israel,
esa porción selecta de la Iglesia, de la que debía
salir la luz y la energía para contrarrestar los nuevos
vientos, las nuevas actitudes.
Los socios que le visitaban en Roma, los grupos que le recibían
con ocasión de sus viajes, especialmente a Latinoamérica,
daban cuenta, con más o menos asentimiento personal,
de la santa indignación del padre respecto a las nuevas
circunstancias de la Iglesia, de su crispación contra
personas e instituciones, a las que hacía responsable
de ello y del discurso, inveteradamente contrarreformista,
con el que enjuiciaba el presente y el futuro. Su temperamento
se agriaba en esos trances, sus arrebatos de ira se hacían
más frecuentes y la gente que le rodeaba, incluso la
más cercana y leal, pasaba más de un mal rato
en tales lances.
La conversión de los centros y las demás actividades
de la Obra en focos de propaganda del integrismo cristiano,
de ataque a las nuevas corrientes eclesiásticas, se
tradujo en un sinfín de cautelas y directrices doctrinales
y en el desmesurado crecimiento de las actividades de censura
intelectual, con oficinas al efecto y un grueso índice
de libros y autores prohibidos para los de la Obra, para cuya
lectura hacía falta permiso del Padre.
Al mismo tiempo se congela la investigación teológica
propia.
"Recuerdo que un día me vino a ver Alfredo
García, el sacerdote encargado, y me dijo que él
creía que ya no había nada por investigar;
quizás, algo, la teología de san José",
recuerda Antonio Pérez.
En cierto sentido esta asunción por parte del Opus
Dei de la defensa del catolicismo tradicional vino a salvar
la ausencia de doctrina propia, la congelación del
desarrollo de aquella espiritualidad peculiar que Escrivá
había sugerido en los primeros tiempos. Si la primera
estrategia había sido el crecimiento cuantitativo de
socios y la primera ideología una mera afirmación
de la necesaria presencia de éstos en la sociedad,
la inexistencia de mensaje propio quedaba compensada por la
dedicación a la lucha contra las novedades y a la apología
de la teología preconciliar.
En este sentido causó no poca estupefacción
en ambientes teológicos españoles que el ministro
de Comercio del Opus Dei, Alberto Ullastres, aprovechase un
discurso público pronunciado en Barcelona el 1 de junio
de 1962, para denunciar al progresismo como la herejía
del siglo XX, heredero del liberalismo del XIX. La larga perorata
del ministro, entroncando ese nuevo mal teológico con
algunas desviaciones eclesiásticas en la interpretación
de la encíclica "Mater et Magistra" y poniendo
en el contexto de unas huelgas obreras, convenientemente reprimidas,
que sucedieron entonces, provocó una generalizada condena
contra el Opus y sus manejos, que careciendo de teólogos
para el diálogo doctrinal, tenía que usar el
poder civil, y para colmo, el poder franquista, para sus pulsos
de poder eclesiástico.
La lectura de los escritos de Escrivá y de sus discípulos,
de las revistas como "Palabra", o "Mundo Cristiano",
ratifican este análisis de la nueva etapa de la estrategia
opusdeísta. Ya no hay tiempo más que para acudir
a salvar las esencias. Ya no hay más estrategia que
la de recordar, con ocasión y sin ella, a fuertes y
a débiles, que la doctrina cristiana está en
peligro. Y así, en la defensa del catolicismo tradicional,
encuentran los socios del Opus Dei una nueva vocación.
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