LOS HIJOS DEL PADRE
Novela de Alberto Moncada
CAPÍTULO 3. EL DIARIO DE MARIANO
(1953-1958) PARTE I
En su habitación del hotel Bayren, después
del baño relajante y del reposo subsiguiente, Mariano
Anaya deshizo lentamente la maleta. Tras ordenar la ropa en
los armarios, dejó encima de la mesa el montón
de papeles que siempre le acompañaba: el último
libro de Castañeda, aquel "bestseller" americano
sobre brujería que devoraban los californianos ilustrados,
tres revisas, dos españolas y una francesa, los "papers"
de la reciente conferencia sobre educación en el Tercer
Mundo a la que había asistido y cuyos documentos aún
no había tenido tiempo de leer completos. En una bolsa
marrón, a la que él llamaba el cajón
de los recuerdos, Mariano llevaba consigo una veintena de
pequeñas agendas, algo de lo que no se separaba nunca
cuando cruzaba el Atlántico en uno u otro sentido.
Aquella bolsa no se apartaba de él, y su contenido
jamás se había incorporado ni a la habitación
repleta de libros y objetos que tenía alquilada en
el barrio madrileño de Argüelles, ni al estudio
que compartía con otro español en el campus
de la Universidad de Stanford. El cajón de los recuerdos
guardaba simplemente la suma de las agendas donde, desde 1953
en adelante, había apuntado su diario acontecer. La
costumbre formó parte de su primer adoctrinamiento
en el Opus cuando, casi recién "pitado",
llegó a Roma. Y aunque las páginas aparecían
principalmente llenas de citas, recordatorios y planes, daban
también testimonio, en abreviaturas personalísimas,
de los pensamientos y propósitos que se le ocurrían
en aquellos tres minutos de examen nocturno que todo numerario
debe llevar a cabo antes de acostarse.
No sabía cómo, pero, año tras año,
había vencido la tentación de tirar la agenda
del año anterior. Y cuando dejó la Obra y efectuó
aquel apresurado balance de papeles que debía conservar
o destruir, las conservó todas. Menos afortunado fue
el fichero de papeles espirituales que los superiores del
Opus de Perú, intuyendo sin duda su futuro, habían
distraído de sus efectos cuando salió de Lima
en aquella Navidad del 68. El fichero contenía ideas
propias y ajenas, toda su reflexión biográfica
desde que, años antes de pertenecer a la Obra, había
adquirido la costumbre de sentarse frente a una cuartilla
para dar salida a su espontaneidad mediterránea, en
prosa o en verso.
Todos los años, durante los ejercicios espirituales,
releía el fichero y añadía algo más.
Le divertía y a veces le emocionaba leer sus pensamientos
a los dieciséis, a los veinte, a los treinta años,
desde perspectivas posteriores. Al abandonar la Obra y sufrir
aquel vuelco radical de su personalidad, no había tenido
ocasión de releerlo a causa de aquel hurto furtivo
de los Opus limeños, pero las agendas, aunque menos
explícitas, le ponían en contacto con su pasado
cuando le apetecía llenar de nostalgia algunas soledades.
Pero generalmente estaba lleno de presente y de futuro, de
ilusiones nuevas y proyectos originales. En sus cinco años
de nueva vida, había abierto todas las puertas que
antes no se había atrevido a franquear resueltamente
y había profundizado en todos los aspectos de la vida
que antes le habían sido menos accesibles. Por eso
se sentía como nueva y cotidianamente nacido y se conservaba
joven de espíritu, aunque a veces le fallara el cuerpo.
Sin embargo, en ciertos momentos peculiares de su estado de
ánimo, metía la mano en la bolsa de las agendas
y rememoraba alguna etapa de su vida anterior.
Mariano Anaya había abierto los ojos a la vida en
la Málaga inmediatamente posterior a la guerra civil.
A sus diez años, en 1941, calentaba su cuerpo en los
soleados patios del colegio de los maristas, cercano a aquella
casa de la calle Carretería, en la Málaga antigua,
donde su padre tenía un comercio de ultramarinos y
en cuyo piso alto habitaba la familia. Era una familia alegre
y jaranera. Mercedes, la madre, una granadina casi gitana,
había enredado a Miguel Anaya mientras éste
cumplía la "mili". Nada más terminarla,
se casaron. Pronto murió su padre y Miguel se hizo
cargo del negocio, que en aquel entonces, 1930, era apenas
un puesto de higos, altramuces y frutos secos en mitad de
lo que más tarde ocuparía el flamante comercio.
Poco a poco, con tenacidad, la pareja fue expandiendo su territorio
y, al nacer Mariano, alquilaron el piso de arriba. La guerra
no les afectó mucho, aunque una bomba que explotó
cercana interrumpió el segundo embarazo de Mercedes
y, con él, su futura fecundidad. Mariano se crió
entre un vecindario de gente vocinglera y cantadora y formó
parte de una banda de críos que interrumpían
sus horas colegiales para ir a cazar gorriones a la Alameda.
Pero lo que le fascinó muy pronto fue el mar. En invierno
o en verano, pero sobre todo en las vacaciones de julio a
septiembre, se pasaba las horas rondando el Mediterráneo.
Si hacía buen tiempo, se bañaba con otros chavales
en el puerto.
Con frecuencia le sorprendía la noche persiguiendo
cangrejos por entre las rocas, y muchos domingos se quedaba
dormido después de comer hasta las tantas, en su orificio
roqueño favorito, que había descubierto con
otros amigos al cabo de tanta correría. Le llenaba
de vida el aire salitroso, el perfume de las algas y cuando,
en las tardes de fiesta, los hombres de mar freían
espetones y se los comían con pan y sal, siempre conseguía
que le invitaran a su festín. Disfrutaba de una libertad
casi animal. Sus padres, no demasiado seguros de que la vida
escolar fuera buena para su hijo, protegían aquella
libertad y disfrutaban viendo disfrutar a la chavalería.
En los dos últimos veranos de su segunda enseñanza,
había asistido a los campamentos del Frente de Juventudes
en Chapas de Marbella y allí, entre los pinos y el
mar, había gozado tanto como en Málaga y conocido
chicos de otras ciudades y pueblos de Andalucía. Le
caían bien los instructores de Falange, sencillos y
elementales, con sus consignas de patriotismo y vida dura,
y un cura joven que hacía las veces de capellán
logró interesarle en la lectura. Mariano se entendía
a las mil maravillas con el libro de las mejores poesías
de la lengua castellana que el cura le prestó y, un
domingo, ganó un concurso de poesía en honor
de la Virgen de agosto.
Cuando, en la ceremonia de bajada de bandera, después
del toque de corneta, Mariano recitó su verso a la
Virgen ante todo el campamento, el corazón se le salía
por la boca. El verso empezaba así: "Un travieso
querubín / de la corte celestial/ quiso plantar un
jardín / de maravillas sin fin / en el valle terrenal.
/ y con retazos del manto / de nuestra
Virgen María, / compuso una sinfonía / de luz,
fragancia y encanto / que se llama Andalucía.
Aquella tendencia poética le indujo a una cierta introversión.
Aunque continuaba participando en los juegos y correrías
de sus amigos, en plena crisis de pubertad, emprendió
su camino hacia el mundo interior. Se aficionó a pasar
el tiempo solo y a devorar cuantos libros caían en
sus manos. En el último curso de bachillerato, un brote
de pleuresía le obligó a pasar dos meses en
cama, y sus padres le traían libros y más libros.
Superado el examen de estado, propuso a su padre ir a Granada
a estudiar Filosofía. Los Anaya no entendían
de carreras ni de universidades, pero sabían ya, por
instinto paternal, que Mariano no iba a continuar encerrado
en el portal de los ultramarinos. Pidieron consejo al director
de los maristas, y éste favoreció sin la menor
vacilación los deseos de Mariano. Había sostenido
meses antes una charla con el muchacho en la que había
sondeado sus posibilidades de hacerse religioso y, aunque
Mariano no se había mostrado muy partidario, algo en
su actitud y sus palabras le había hecho pensar que
el chico se orientaba de alguna manera hacia la vida espiritual.
A la hora de elegir lugar para vivir, también el hermano
marista les había orientado hacia una residencia abierta
por el Opus en Granada, de la que tenía las mejores
referencias. Se hicieron las oportunas gestiones y, en aquel
octubre del 51, Mariano aterrizó en el Carmen de las
Maravillas, un trozo de historia granadina restaurada por
el Opus como centro de actividades apostólicas. La
decoración era una mezcla de andalucismo y seriedad
castellana, y Mariano se encontró muy bien en los patios
y jardines del Carmen. Disfrutaba asimismo de sus clases de
filosofía,. literatura y latín.
Durante el primer curso, apenas le dieron los del Opus más
instrucciones que las de comportarse como buen cristiano,
cosa que él hacía naturalmente y sin esfuerzo,
entre otras cosas porque su sensualidad estaba muy contenida
y sublimada por su vena poética. Al segundo curso,
apareció por el Carmen un cura castellano, don Teodoro,
que le entendió muy bien y orientó sus aficiones
hacia la mística religiosa. Muchas tardes, encaramado
en la verja del carmen entre naranjos y limoneros, con la
vega de Granada a sus pies, leía a san Juan de la Cruz,
y las palabras del fraile modelaban aquellas extrañas
ansias de soledad y ruptura con lo material que se le habían
despertado en su última época de colegial. El
"Cántico espiritual" le producía especiales
desasosiegos y una inquietud similar a la que don Teodoro
le explicaba como previa a la unión mística.
La figura de Jesús, el deseado del "Cántico",
fue tomando fuerza en su vida. Mariano comulgaba con frecuencia
diaria y, después de la misa, se quedaba ensimismado
en el oratorio, paladeando las palabras de la tradición
eucarística: "Adoro te devoto latens Deitas...",
o las del fraile castellano: "Ad6nde te escondiste, amado,
y me dejaste con gemido. Como el ciervo huiste, habiéndome
herido, salí tras ti clamando y eras ido".
La vida introvertida de Mariano, su carencia de amigos y
su escasa sociabilidad eran los obstáculos que los
directores oponían a don Teodoro cuando éste
les animaba a invitar a Mariano a entrar en la Obra. Pero
porfiando, don Teodoro lo consiguió, y Mariano apenas
puso inconvenientes. La intuición de don Teodoro fue
acertada, porque la observancia y docilidad de Mariano se
convirtieron en modélicas. Apenas le costaba dar su
brazo a torcer y, absorto en sus averiguaciones espirituales,
aprendió en seguida a dejarse manejar por los superiores.
Incluso hizo algunas amistades en la facultad con propósitos
estrictamente apostólicos y, al encargársele
que diera un círculo para chicos, sorprendió
a todos haciendo una comparación entre los puntos de
Camino relativos a la infancia espiritual y la tradición
mística española.
A finales de curso, se recibieron en Granada instrucciones
para que un miembro de la Obra de esa zona se incorporase
el próximo octubre al Colegio romano, y el consejo
local de la residencia, que no contaba con mucha gente dispuesta
para cambio de vida tan importante, decidió preguntar
a Mariano. Accedió sin mayor demora. Aquel verano explicó
a sus padres el nuevo plan y les tranquilizó respecto
a la continuidad de sus estudios. Mayor tranquilidad recibieron
los Anaya del hermano marista, quien se creyó obligado
a pintarles la vocación de la Obra con tintes muy positivos.
Él apenas sabía nada de ella, pero había
escuchado al obispo auxiliar, don Emilio Benavent, un elogio
de esta nueva organización, a la que consideraba como
la fundación divina para estos tiempos, de la que España,
suelo del fundador, debía sentirse orgullosa.
Los Anaya dispusieron el ajuar de Mariano e incluso hicieron
dispendios extra para costear su viaje por tren a Roma. Un
10 de septiembre, llegó a Madrid y, en la residencia
de la Moncloa, se unió a la expedición de veinticinco
numerarios que marcharían dos días después
hacia el Colegio romano. Por primera vez sintió Mariano
una cierta incomodidad al comprobar que algunos de sus hermanos
se asemejaban muy poco al ideal del hombre contemplativo que
él se había forjado. Pero, al ver el buen humor
imperante, se tranquilizó y achacó su mal pensamiento
a ese espiritualismo exagerado que don Teodoro a veces le
criticaba.
La expedición atravesó Francia e Italia en
vagones de tercera y, en esos dos días de viaje, Mariano
apenas hizo otra cosa que leer y rezar. Los de su vagón
aprendieron a respetar su silencio y su compostura y esa manera
vaga de fijar su atención en los campos y montañas
del camino. Al llegar a Roma, era de noche. Les esperaban
en la estación con una furgoneta, que hubo de hacer
tres viajes hasta el número 73 de la calle Bruno Buozi,
el palacete del barrio Parioli, casa central de la Obra y
sede del Colegio romano. Se distribuyeron por las habitaciones
con literas del tercer piso.
A la mañana siguiente, después de rezar Prima,
recibir una plática y oír misa, pasaron a un
comedor donde se apretaban más de cien numerarios.
Desayunaron e, inmediatamente, los recién llegados
pasaron a otra sala. Allí Mariano escuchó de
labios de un italiano delgado una explicación sobre
lo que significaba venir al Colegio romano, estar cerca del
Padre y de la sede del Papa, y la responsabilidad que recaía
en ellos de hacer bien sus estudios. En la sala había
una amplia mayoría de españoles, pero con ellos
se mezclaban algún italiano, dos mejicanos, dos norteamericanos
y un alemán.
Les expusieron también el horario, que consistía
en ir por la mañana al Ateneo Angélico, donde
los dominicos preparaban para los grados eclesiásticos,
y, por la tarde, concentrarse en la formación interna.
Al día siguiente, Mariano pasó por dirección,
como todos, y José Luis Massot, un sacerdote catalán,
le comunicó el nombre del numerario al que debía
hacer su confidencia semanal, un tal Tomás, vallisoletano,
así como su labor en el Colegio romano, consistente
en organizar y fichar la biblioteca, junto con tres compañeros.
Al final de la conversación, José Luis concluyó
bromista:
-Espero que serás el primer gran canonista andaluz.
-¿ Canonista? - preguntó sorprendido Mariano
-. En Granada me dijeron que iba a seguir estudiando filosofía
o teología.
-Pues no - afirmó más severo José Luis
-. La Obra necesita gente con mentalidad jurídica para
las labores de dirección y hemos pensado que, si tu
carrera civil es ya la filosofía, será mejor
que aquí estudies derecho canónico.
Mariano salió del cuarto desconcertado, con una sensación
de abatimiento tal que se le derrumbó la ilusión
que le había animado. Nunca había gustado de
leyes ni de códigos. Al contrario, había soñado
que en Roma se fortalecerían su vocación metafísica
y su gusto por la mística.
Nada más empezar las clases, y a pesar de que su familiaridad
con el latín le permitía seguirlas más
fácilmente que la mayoría, se sintió
fuera de lugar. Ante un auditorio clerical, veteado por los
trajes de calle que vestían los numerarios de la Obra,
los frailes dominicos se esforzaban por presentar la Iglesia
como una gran organización, estrictamente regulada
por normas cuya evolución histórica había
sido sabiamente conducida por la providencia. Ante los ojos
de Mariano se desplegaba el espectáculo de la cristiandad,
con Papas administradores en lucha con los poderes civiles,
con las colonizaciones culturales de países nuevos
y, sobre todo, con esa insistencia en los ritos litúrgicos,
el buen hablar con Dios, que decía un viejo fraile
francés. En el diario ir y venir de Bruno Buozzi al
Angélico, Mariano comentaba aquellas cosas con los
otros numerarios. Sólo Emilio, un filósofo como
él, sevillano, compartía prudentemente su decepción.
Tomás, el director espiritual de Mariano, trataba
de hacerle ver las ventajas de semejante etapa en su formación
y, poco a poco, terminó renunciando a su lucha interior
contra el derecho y se acopló al rutinario estudio
de las leyes de la Iglesia.
A los pocos días del comienzo del curso, el Padre
bajó a la tertulia desde sus habitaciones del tercer
piso. Cerca de doscientos numerarios se apiñaban en
la sala, la mayoría sentados en el suelo. El Padre
llegó acompañado de sus dos custodios, Alvaro
del Portillo y Javier Echevarría. Alvaro, además
de procurador general de la Obra, era el encargado, según
el derecho interno, de corregir las faltas espirituales del
Padre. Y Javier, su secretario personal, de corregir las externas.
El Padre se sentó, abrazó al que tenía
más cercano y comenzó a hablar:
-La vida en la Obra no tiene sentido sin orden, sin jerarquía.
Habéis venido aquí a aprender a trabajar juntos,
a subordinar vuestra iniciativa a los criterios corporativos,
a haceros uno con la cabeza. El Señor os ha llamado
para que compongáis esa burocracia interna que es garantía
de unidad y de eficacia. Vuestros hermanos, los que cada día
salen a la calle en su diario afán de santificarla,
se apoyan en vuestro anonimato, en vuestro servicio. En la
Obra, los superiores somos servidores de los demás,
a quien hemos de proporcionar doctrina, apoyo y consejo a
través de la obediencia fraternal que vivimos. Y así
como nuestras casas serían cochiqueras, sucios cuarteles
o conventos si nuestras hermanas no se entregaran completamente
a ese oficio divino de la administración, a esa entrega
anónima de la limpieza y la cocina, nuestros apostolados
serían veletas sin norte si nosotros no renunciásemos
a nuestra aventura personal para garantizar continuidad y
dirección a la empresa.
El Padre hablaba con fuerza, con convicción, y todos
le escuchaban atentamente. Mariano sentía una cierta
satisfacción en conocer al Padre, pero no participaba
de ese entusiasmo y esa ceguera admirativa que la mayoría
de los numerarios demostraban hacia el fundador. Había
aprendido en sus libros de mística que el sendero hacia
el Absoluto se caminaba desapegándose de las criaturas,
incluso de los guías espirituales, y no tenía
ningún interés en que ni el Padre ni nadie ocupara
en su corazón un lugar absorbente que detuviera la
corriente de fusión con Dios.
A mediados de curso, le llamaron de la Secretaría
del Padre para decirle que éste quería verle
por la tarde de un día de mayo. Se había ido
acostumbrando poco a poco a la vida en el Colegio romano.
Tras la rutina de las clases matutinas en el Angélico,
asistía a las charlas de formación por las tardes
y, sobre todo, pasaba muchas horas en su cargo de la biblioteca.
Había encontrado pequeños tesoros de espiritualidad
cristiana, que leía con fruición, por ejemplo
una colección de místicos orientales en latín
que habían regalado recientemente. Como nadie ponía
trabas a su afición, leía mucho, e iba componiendo
un fichero de frases e ideas preferidas, a las que a veces
añadía comentarios. En la confidencia semanal,
explicaba a Tomás esas esperanzas de su alma, y el
director, que al principio trató de llevarle por caminos
más pragmáticos y comunes, terminó por
aceptar las aficiones de su dirigido e incluso habló
elogiosamente del caso en el Consejo local, cuyo director,
José Luis Massot, despachaba habitualmente con don
Álvaro para darle cuenta de la marcha del Colegio romano.
Mariano subió puntualmente los escalones que separaban
el Colegio romano de la villa del Consejo y fue introducido
en una galería, la galería del Fumo, como la
llamaban, porque allí iban a fumarse un pitillo entre
horas los directores. Estaba amueblada, como todo, con ese
estilo sobrio, mezcla de "Remordimiento" castellano
y casa de burguesía francesa que imperaba allí.
Entró el Padre gritando: "¿Dónde
está ese hijo mío de la mística andaluza?"
Mariano, confuso, aceptó los abrazos y el beso del
Padre y el sillón donde le hizo sentarse a su lado.
El Padre empezó a contarle su afición a santa
Teresa y a san Juan de la Cruz y cómo en su primera
etapa sacerdotal, antes de que el Señor le inspirase
la Obra, había sentido el impulso de hacerse carmelita
y encerrarse en un convento para cantar las alabanzas de Dios.
-Pero Él no lo ha querido. Ha dispuesto cargar a este
burro de noria con una misión en medio del mundo, "nel
bell mezzo de la strada", como dicen aquí. Pero
entre tanto afán apostólico, lucho por no perder
el centro... Ven conmigo.
Y dirigiendo a Mariano por entre los pasillos de la villa,
le llevó a su oratorio privado y encendió las
luces. Colgada del techo encima del altar lucía la
famosa Columba, aquella paloma hecha de oro y piedras preciosas,
en cuyo buche se abría un pequeño sagrario donde
estaba reservado el Sacramento. Después de permanecer
en silencio unos segundos, el Padre mostró a Mariano
la Columba y le dijo en voz alta:
-Hijo mío, aquí está nuestra razón
de vivir. Si amas a Jesús sacramentado y te haces un
sagrario viviente, todo irá bien.
Mariano salió conmovido de aquella escena y la impresión
le duró mucho tiempo. Había reconocido un aspecto
de la personalidad del Padre que le resultaba atractivo, y
ése fue su principal asidero durante los ratos más
cansados y aburridos de su estancia en Roma.
Los domingos, mientras unos cuantos se dedicaban al deporte
en un estadio cercano y otros hacían turismo romano,
él se fue construyendo un itinerario de la Roma eclesiástica.
que recorría generalmente en compañía
de Emilio, el filósofo andaluz. Éste le hacía
ver la sucesión de estilos y de organización
del culto, mientras Mariano, que se estaba convirtiendo en
un experto en liturgia eucarística, curioseaba por
los archivos y bibliotecas de las iglesias, merced a la general
buena voluntad de los párrocos que los recibían.
En las tertulias del Colegio romano, se comentaban las cartas
que cada uno recibía de sus países o ciudades
respectivos, generalmente con mención de los últimos
"pitajes" o de la expansión de la labor.
El 19 de marzo, además de renovar la oblación
y festejar al Padre, los numerarios se reunían para
hacer la lista de San José, donde cada uno apuntaba
los candidatos "pitables" que encomendaría
especialmente ese año. Se discutían los nombres
y, finalmente, se recitaba una invocación a san José,
para terminar rezando las Preces. La falta de comodidades
y de dinero hacía que los alumnos del Colegio romano
vivieran con gran intensidad esas alegrías apostólicas,
ya que apenas había otras. De vez en cuando les pasaban
una película, en ocasiones se servía algún
postre extra, y repicaba a fiesta cada vez que el Padre les
traía unos paquetes de tabaco con los que incrementar
la magra ración individual que tenían asignada.
El horizonte intelectual de aquella vida se centraba en el
estudio, el perfeccionamiento de la docilidad y la sumisión
de la inteligencia, algo que el Padre englobaba en la idea
de infancia espiritual. Muy pocas veces se hablaba de política
o de otro tipo de exigencias culturales, entre otras cosas
porque no se recibían periódicos ni revistas,
salvo muy esporádicamente. En alguna tertulia, el Padre
hablaba de política eclesiástica, generalmente
para alabar o criticar a personas e instituciones, y muy pocas
veces se permitían conversaciones sobre temas polémicos.
Una tarde asistió a la tertulia Florentino Pérez
Embid, que pasaba por Roma y delante del Padre, empezó
a contar sucesos y, sobre todo, a exponer sus opiniones sobre
la política española. El Padre le interrumpía
casi constantemente, tomándolo a broma, aunque al final
le consoló diciendo a todos:
-Este hijo mío lo está haciendo muy bien en
su servicio a la Iglesia desde la vida pública.
Mariano, absorto en sus soliloquios, no paraba mientes en
esos temas, aunque, a fuerza de oírlo repetir, se le
iba metiendo en la cabeza la idea de una "élite"
intelectual, fermento de la sociedad civil, que, para ejercer
su magisterio, debía basarse en una doctrina segura.
Hacia finales de curso, Tomás le indicó la
conveniencia de apretar también en la carrera civil.
El deseo del Padre era disponer pronto de gente preparada
también en el aspecto intelectual, porque los nuevos
apostolados lo exigían. Le habló con especial
interés de "La actualidad española",
una revista que el Padre había encomendado a Antonio
Fontán y algunos otros para extender el criterio cristiano
en forma amena, y del Estudio general de Navarra, recién
abierto, donde hacían falta numerarios para constituir
un claustro de profesores seguro y fiable. De acuerdo con
esas instrucciones, Mariano se dispuso a acelerar sus estudios
de Filosofía y escribió a Granada para preguntar
las fechas de los exámenes. Él se había
matriculado en segundo antes de salir hacia Roma. Cuando llegó
la respuesta, advirtió la incompatibilidad de fechas
entre los exámenes del Angélico y los de Granada
y, después de pedir consejo, se decidió a dedicar
el verano a preparar los exámenes civiles de segundo.
No tuvo dificultades para aprobar el canónico en el
Angélico. El sistema de enseñanza y de exámenes
era pueril y memorista, y apenas se necesitaba otro esfuerzo
que la pura retención de datos. Todos los numerarios
salieron bien librados del trance y, mientras unos cuantos
volvían a España por razones similares a las
de Mariano, la mayoría se retiraron a una casa que
la Obra poseía en la playa, a continuar las labores
de formación interna, en un ambiente menos sofocante
que el "ferragosto" romano.
Mariano pasó un verano de estudio intenso. Después
de permanecer unos días con sus padres en Málaga,
se encerró en el carmen granadino con sus libros de
filosofía. Una tarde de septiembre, a mitad de los
exámenes, cayó desplomado en el camino de regreso.
Dos numerarios que iban con él lo subieron a la casa.
En seguida acudió el médico, que diagnosticó
agotamiento. A duras penas terminó los exámenes
y se marchó a descansar a Málaga, donde sus
padres no sabían qué hacer para rega1arle y
cuidarle. Los Anaya habían desarrollado un curioso
respeto hacia su hijo, al que veían con una aureola
de inteligencia y santidad, inalcanzable para ellos. Apenas
se atrevían a aquellas ternuras de la niñez.
Sobre todo Mercedes se sentía inferior a su hijo. Mariano
no se daba mucha cuenta de aquellas tensiones, pero, a lo
largo de los días de descanso, tuvo oportunidad de
contar a sus padres sus aspiraciones intelectuales en el marco
de la Obra Ellos le oían embobados. Desde su rutina
malagueña, la nueva vida de Mariano, les parecía
una gran ascensión social, a la que estaban dispuestos
a cooperar como fuera, en bien de la felicidad del hijo único.
Su sencillo catolicismo atizaba tales sentimientos, porque
el hermano marista de la infancia del chico les veía
de vez en cuando y les ponderaba la importancia de los que
él llamaba los nuevos intelectuales católicos,
que iban a fundamentar la España de Franco en los mismos
ideales colectivos que tuvo en su Siglo de Oro, desterrando
para siempre los materialismos de la reciente República.
Desde la pequeña propiedad de su comercio, fabricado
a base de sudores y largas horas de trabajo, los Anaya habían
participado pronto en ese conservadurismo de la naciente clase
media que, recién salida de las angustias del proletariado
andaluz, deseaba por encima de todo la paz y el orden que
permitiese prosperar su comercio, sin preocuparse de mayores
complejidades sociales. Las nuevas ambiciones de su hijo les
llenaban de orgullo, al ver con qué rapidez un hijo
del pueblo podía mezclarse con los verdaderos señores,
y no había vecina o cliente antigua que no se viera
forzada a escuchar una y otra vez el relato de los éxitos
universitarios de Marianito o su incorporación a aquella
nueva y misteriosa organización de la Iglesia, que,
como decía siempre Mercedes, son como los jesuitas
pero sin miedo a enseñar los pantalones.
Mariano, una vez repuesto, volvió a iniciar el viaje
hacia Roma, donde le esperaba una sorpresa. A los pocos días
de llegar, don José Luis Massot le llamó a Dirección
y le invitó a sentarse:
-Mariano -le dijo -, el Padre me ha encargado que te pregunte
si quieres ser sacerdote. Como sabes, el sacerdocio en casa
constituye un servicio a nuestros hermanos, una vocación
sobreañadida, que sólo el Padre discierne y
que no está en nuestras manos solicitar. Haz oración
y pide luces al Señor en estos días. Contéstame
cuando quieras.
Mariano salió confuso de la entrevista. El sacerdocio
suponía para él una aspiración creciente,
a medida que su afición litúrgica y su devoción
eucarística aumentaban, pero Tomás, su director,
le había sermoneado durante todo el curso anterior
sobre la necesidad de contar con buenos profesionales de la
enseñanza, de tal modo que ya se había acostumbrado
a la idea de olvidar aquella aspiración. Y de repente,
como una respuesta a sus soliloquios, esta invitación
del Padre. Corrió a decírselo a Tomás.
Ambos salieron a pasear por las calles del Parioli y, cruzando
el parque de Villa Borghese, llegaron a una Via Veneto que
resplandecía bajo el sol otoñal, llena de tráfico,
de turistas, de vida romana. Por excepción, ya que
habitualmente no lo hacían, se sentaron en un café,
frente a la embajada americana. Tomás concluyó
de explicarle lo que durante el paseo había iniciado.
-Y como en la Obra hay que estar pendientes de las indicaciones
del Padre, por muy seguros que nos sintamos de un determinado
criterio, lo cambiamos con gusto cuando el superior nos lo
sugiere. Basta que el Padre lo haya dicho, para que dejes
de pensar en un futuro docente y pienses en el sacerdocio...
Aunque estoy seguro de que no te faltarán oportunidades
de enseñar, y pronto.
Tomás transmitía a Mariano una seguridad psicológica
que le permitía olvidar sus dudas apenas hablaba con
él. Por otra parte, el ejercicio de la renuncia del
yo, que constituía la sustancia de la formación
en el Colegio romano, empezaba a convertirse en una parte
instintiva de su carácter. Arropado en su certeza,
Mariano dejó vagar su mirada por la multitud que les
rodeaba en aquella mañana luminosa, y sintió
una indefinible sensación de ternura. Por un instante
le vino a la memoria una frase de la última meditación
que había oído al Padre: "Al ver a la multitud,
no veáis rostros; ved almas, almas necesitadas de vuestro
trabajo apostólico."
De regreso a Bruno Buozzi, confió a Tomás que
lo único que le asustaba un poco era el pensar que
el sacerdocio podía arrebatarle ese sosiego en que
él tanto se complacía y que le permitía
ahondar en sus aficiones intelectuales y místicas.
Con su característica seguridad, Tomás le contestó
que en la obediencia encontraría el mejor guía
de progreso espiritual, y que no se calentara la cabeza con
futuribles.
Los meses siguientes fueron un maratón de estudio,
donde apenas quedaba tiempo para el reposo intelectual.
En ese curso, se había comprometido consigo mismo
a terminar Filosofía en Granada, al mismo tiempo que
seguiría el segundo de Canónico en Roma. Con
el visto bueno de Tomás, se fabricó un horario
donde cada asignatura tenía su tiempo.
Su joven cuerpo, robustecido por el descanso malagueño,
apenas daba señales de vida en aquellas largas horas
frente a los libros, con un crucifijo como todo consuelo y
la luz de Roma entrando por una ventana grande que iluminaba
su lugar favorito de estudio. Mariano era puro intelecto.
Aunque distraía algo su imaginación con los
paseos matutinos al Angélico, siete u ocho horas de
estudio diario le sumergían en otro mundo, el mundo
de las ideas, de los dogmas, de las largas argumentaciones.
Los libros correspondientes a las asignaturas españolas
eran todos manuales de filosofía escolástica,
que él complementaba con autores seguros, recomendados
por el director de estudios del Colegio romano. Poco a poco,
su instintivo platonismo, que había nacido como una
consecuencia de sus aficiones poéticas y místicas,
iba siendo sustituido por esa coraza mental del sistema aristotélico-tomista,
eje de la formación de la Iglesia y del que la Obra
no se apartaba un ápice. Básicamente coincidentes
los criterios del Colegio romano con los programas de filosofía
de Granada, Mariano llegó a manejar con gran soltura
ese modo de entender la vida, tan sencillo y compacto, que
proporcionaba la filosofía perenne. Y aunque de vez
en cuanto permitía a su imaginación divagar
al hilo de un pensamiento menos seguro o más atrevido,
como el de los místicos orientales o las divagaciones
de algún filósofo marginal, la espina dorsal
de su pensamiento se fortalecía.
Una mañana, mientras Emilio y él volvían
juntos, como de costumbre, de las clases del Angélico,
se mofaba aquél de un dominico que les había
puesto en guardia respecto a la lectura directa de filósofos
no católicos.
-No sé qué nos va a pasar - comentaba jocoso
Emilio - por estudiar directamente la racionalidad subjetiva
de Descartes o los postulados a priori; de Kant, en vez de
conocerlos a través de un manual compuesto por un autor
de segunda categoría. Creo que las autoridades eclesiásticas
se equivocan al darnos una visión de segunda mano de
los pensadores no católicos, como si los católicos,
apoyados en nuestra fe, no fuéramos capaces de separar
el trigo de la paja. ¿Qué otra cosa hizo santo
Tomás sino construir su sistema sobre el armazón
intelectual de un filósofo como Aristóteles,
que teológicamente era politeísta?
-Yo creo que esa restricción se entiende en términos
pastorales - arguyó Mariano -. No hay ninguna necesidad,
al adoctrinar a la masa de los fieles, de matizar tanto. Al
fin y al cabo, el noventa por ciento de los católicos
jamás en su vida se plantearán opciones intelectuales
profundas, y está claro que tampoco el noventa por
ciento de los sacerdotes lo van a hacer. El cura de mi parroquia
se pasa la vida sosteniendo la fe de sus feligreses, impulsándolos
a frecuentar los sacramentos e iluminado sus dudas morales,
consolándolos en sus desgracias. No me parece bien,
por ejemplo, que, al hablarles de la libre decisión
al elegir el pecado, tuviera que matizar todos los aspectos
filosóficos del libre albedrío, que, como tú
sabes, termina convirtiéndose en un enigma intelectual,
con la doble concurrencia de la acción humana y la
causalidad divina. Otra cosa es que tú y yo, que vamos
camino de convertimos en intelectuales, conozcamos los argumentos
del adversario, e incluso nos sirvamos del progreso científico
de toda la humanidad para edificar una visión cristiana
de la vida. Es probable que nos toque estar presentes, de
alguna forma, en las controversias doctrinales de esta época
y que, como el Padre dice, nos corresponda un papel importante
en la defensa de la fe contra los nuevos modernismos. Por
eso, en casa, podemos leer libros prohibidos con permiso del
Padre. Pero te digo una cosa, Emilio, y es que, a pesar de
todos esos argumentos, yo sigo pensando que la razón
principal de nuestra adhesión interior a la fe es inexplicable,
que es un misterio, y que todas las lógicas formales
son incapaces de sustituir esa sensación indefinible
que nos proporciona media hora de oración o los diez
minutos de acción de gracias después de comulgar.
-Bueno -dijo Emilio-, puestas así las cosas, estoy
de acuerdo contigo. Pero yo me refiero más bien a participar
de las satisfacciones intelectuales que proporciona la lectura.
Tengo la impresión de que, en la Iglesia, a nadie le
preocupa los peligros de la mediocridad resultante de una
vida sin aspiraciones intelectuales, y que todas son medidas
para evitar los malos autores, con el resultado de que el
católico medio termina por desconfiar del mundo cultural
en general y dedicarse a menesteres prácticos. Si la
gente sintiese la mitad de curiosidad por los temas universales
que siente por los temas biográficos, novelísticos
o deportivos, otro gallo nos cantara en España. Y parte
de la culpa corresponde a la Iglesia, con su insistencia en
la ortodoxia del pensamiento.
Aquella tarde después de la tertulia de la comida,
Felipe, un numerario catalán bastante serio, se llevó
aparte a Mariano y, con todos los síntomas externos
de una corrección fraterna, criticó su continuo
ir y venir con Emilio, con el que parecía emparejarse
siempre. Mariano recibió en silencio y sin contestar,
como estaba mandado, la corrección y, como aquel día
le correspondía la confidencia, abrió su corazón
dolorido a Tomás.
-Ya sabes -le dijo éste- que en casa hemos de evitar
hasta la apariencia de una amistad particular y que las capillitas
van contra la unidad de la Obra. Tenemos que ser amigos de
todos.
-Pero, Tomás, Emilio y yo tenemos cantidad de cosas
en común, la filosofía, el origen andaluz, tantas
cosas que es imposible no simpatizar.
-Nadie discute eso, Mariano, pero el problema es que nuestra
libertad interior está hecha de renuncias. ¿No
comprendes que a lo mejor dentro de unos meses habrás
de separarte de Emilio y no volverle a ver más? Tu
corazón debe estar dispuesto a amar a los que vivan
contigo ahora, sin apegarse al pasado.
A Mariano le dolió aquello, pero comprendió
que Tomás tenía razón. Emilio y él
dejaron de acompañarse con tanta frecuencia, aunque
no por ello renunciaron a sus charlas, que, extrañamente,
le parecieron a Mariano más sabrosas, menos rutinarias,
desde aquella corrección fraterna.
En sus tardes de estudio, todo el panorama de la filosofía
perenne se abría ante sus ojos. Aprendió a memorizar
las grandes claves del realismo cristiano que habrían
de servirle, como decía un autor tomista, para encontrar
respuesta inmediata a sus eventuales dudas, como una segunda
naturaleza. Especialmente fácil empezó a ser
para él la conciencia de la causalidad divina. Con
los ojos de la fe, nada de lo que ocurría dejaba de
tener sentido sobrenatural. Dios, que se ocupa de los pájaros
y de los lirios del campo, estaba detrás de cada suceso,
y cada suceso tenía una finalidad en el plan creador.
Años antes, había estado obsesionado con el
problema del mal, del dolor. Ahora había resuelto aquel
enigma de la vida merced al infalible recurso a la causalidad
divina. De esta manera, el mundo y la historia formaban un
todo inteligible, compacto, donde el hombre se sentía
criatura y colaborador de Dios. Una tarde, el Padre les habló
de esa cooperación.
-Cuando vosotros -les dijo-, como ingenieros, sacáis
de las entrañas de la tierra los metales nobles y ponéis
en marcha industrias que hacen más llevadera la vida
en común, estáis cooperando a la Obra de Dios.
Cuando, como arquitectos, mejoráis la calidad de las
ciudades, cooperáis a la Obra de Dios. Pero cuando,
como legisladores, imponéis el espíritu cristiano
en las leyes de la propiedad, del matrimonio y de la educación,
aún cooperáis más porque, así
como en los dos primeros casos trabajáis con material
inerme, en el segundo lo hacéis con voluntades libres,
que deben dar gloria a Dios observando sus leyes paternales.
Mariano había advertido que, entre los numerarios
del Colegio romano, había bastantes inclinados a la
práctica del derecho, especialmente como organizadores.
Una vez le había explicado Tomás que lo que
más necesitaba la Iglesia en realidad era gente con
sentido del mando, del gobierno, de la administración.
Que muchos de la Obra, después de aquella formación
canónica, estarían bien dispuestos a ocupar
puestos de responsabilidad en la Iglesia y en el Estado, ya
que el Padre pensaba que les esperaba la gran tarea de reanimar
y vivificar tantas instituciones civiles y eclesiásticas
osificadas por falta de líderes bien motivados.
Aquella cuestión de la organización, aun comprendiéndola,
no hacía demasiado feliz a Mariano. La particular utopía
con que soñaba de vez en cuando, dentro de la Obra,
era una utopía de ilustración. Sentía
la ilusión de proporcionar a los hombres doctrina,
educación. Había visto demasiadas miserias en
su Málaga natal, fruto del abandono escolar, de la
falta de atención. Estaba seguro de que la Obra llevaría
a muchos millones de seres, con la luz de la fe, una ilusión
de saber, e incluso pensaba que, coronando aquel sueño
de ilustración cristiana, surgiría una nueva
generación de intelectuales y místicos cristianos,
que llevarían más lejos las intuiciones y las
vivencias de la espiritualidad anterior.
Algunas veces hablaba con los numerarios de otros países
de estos temas. Un chileno que había llegado aquel
año, precedido de fama de poeta, se mostraba particularmente
de acuerdo con él. Mariano descubrió pronto
la especial sensibilidad de los sudamericanos, que en seguida
llenaron el Colegio romano de canciones y poesías.
En muy poco tiempo intimó con ellas y aprendió
a valorar sus peculiares modos de hablar el castellano y esa
especie de melancolía que se traducía en sus
discursos. La Obra había conseguido vocaciones a través
de los colegios de frailes españoles instalados en
Lima, Caracas, Santiago, Bogotá... Generalmente, el
sacerdote de la Obra que llegaba de España se convertía
en capellán del colegio, con la posibilidad de encarrilar
así a los chicos más piadosos hacia la Obra.
Casi todas las órdenes, a excepción quizá
de los jesuitas, habían recibido bien a aquellos sacerdotes
que traían de España un mensaje espiritual recio
y moderno, precisamente lo que ellos echaban en falta en aquellas
burguesías ciudadanas, cuyos hijos, engreídos
hasta no poder más por las mamás, se iban convirtiendo
en golfos consumistas, sin más ilusión que heredar
el poder, la riqueza y sobre todo la buena vida del papá.
A Roma llegaron algunos ejemplares típicos de tal civilización,
y aquel de quien el Padre se sentía más orgulloso
era Juanito Larrea, hijo del embajador ecuatoriano en la Santa
Sede, al que todos profetizaban un gran futuro político.
Mariano se sentía menos cómodo con los norteamericanos,
casi todos más altos que la media. Los encontraba bastante
pueriles, pues, aunque sabían más matemáticas
y latín que la mayoría, sus reacciones emocionales
eran muy primarias. Una tarde de domingo en que habían
preparado una fiesta para el Padre con ocasión de una
celebración de la Virgen, uno de ellos hizo una parodia
de la fiesta española de los toros, que, aunque divirtió
al Padre y a otros muchos, molestó a los escasos andaluces
y aficionados verdaderos que allí había. El
Padre distinguía con su predilección externa
a algunos de aquellos Dick, Tom y Jim, que, además,
se tomaban muy en serio la observancia de los minúsculos
detalles de la vida en el Colegio romano. Nunca se olvidaban
de cerrar las ventanas a la hora fijada, ni de dejar las sillas
y ceniceros en su sitio después de cada tertulia y
jamás cometían una falta de puntualidad.
Corrían tiempos de influencia norteamericana en el
mundo, por eso eran especialmente bien vistos en el Vaticano.
Rino, un español de mediana edad que trabajaba en la
burocracia eclesiástica con dos o tres más de
la Obra, había comentado una vez con Mariano y algunos
otros, durante un paseo por la Via de la Consolazione, que
el cardenal Spellman tenía vara alta con el Papa y
que los clérigos norteamericanos, más que ningún
otro, sentían especialmente la vocación anticomunista
que tanto ponderaba la Iglesia, quizá porque les había
tocado pertenecer a la nación líder de la civilización
occidental. Además, las colectas de los católicos
norteamericanos llenaban las arcas del pontífice, que
con aquella ayuda, sostenía la mayoría de las
obras apostólicas.
Una tarde de primavera, dos José Luis Massot se dirigió
al Colegio romano en pleno para hablarles de las inminentes
elecciones políticas italianas. Vino a decirles, o
al menos eso entendió Mariano, que constituía
un deber para los católicos apoyar a la democracia
cristiana, y que el Padre había querido colaborar con
los obispos italianos en aquella fecha. Para ello, los numerarios
recibirían una serie de carteles que pegarían
en las paredes de la ciudad, y procurarían apoyar,
en la medida de sus posibilidades, al partido cristiano. La
parte más importante de la acción quedó
reservada a los italianos, que ya tenían casa en las
principales ciudades del país y entre los cuales se
contaban algunos familiares de gente importante. Mariano se
divirtió en aquel trance y, durante unos días,
con otros dos, repartió propaganda electoral por la
calle. El triunfo de la democracia cristiana fue celebrado
también en el Colegio romano, y el Padre, en la meditación
de la tarde, habló de nuevo de su responsabilidad como
líderes cristianos, aunque insistió una y otra
vez en que "lo nuestro es más el trabajo discreto
y oscuro de dirección y dar doctrina que la presencia
activa en los comicios".
Al irse acercando el fin de curso, Mariano intensificó
sus estudios, e incluso consiguió permiso para no ir
algunas mañanas al Angélico. A su alrededor
se había forjado una aureola de intelectualidad y espiritualidad
que se reflejaba incluso en las bromas autorizadas de los
días de fiesta. En aquellos Reyes, había recibido
un tarjetón donde se le representaba sentado en una
nube y leyendo dos libros a la vez, uno llamado "Metafísica
de la abstracci6n etérea" y el otro "Introducci6n
a la teología bizantina". Esas bromas, cuidadosamente
controladas por Dirección, eran la máxima crítica
permitida contra un numerario, ya que se prohibían
expresamente las puyas en público, debiendo resolverse
cualquier crítica a través de la corrección
fraterna. Mariano se daba cuenta de que tal modo de organizar
la convivencia, completamente distinto a la vida universitaria
granadina, proporcionaba una gran seguridad psicológica.
Uno podía conducirse así naturalmente, sin temor
a las burlas de los colegas. Recordaba la crueldad con que
un compañero de Granada había comentado en público
una confesión que Mariano le había hecho en
un momento de confianza, relacionada con sus aspiraciones
profundas de plenitud. Por unos días, impulsados por
la broma del compañero, toda la clase le llamó
el ángel estreñido, aludiendo a su confianza
traicionada relativa a la repugnancia que a veces sentía
ante sus funciones digestivas.
En Roma, el clima de confianza era precisamente lo contrario,
y a veces los superiores tenían que corregirles por
excesiva espontaneidad y puerilidad. Mariano experimentaba
una especial sensación de tradición eclesiástica
en aquel círculo semanal en que el director, después
de comentar el evangelio y algún punto del espíritu
de la Obra, daba permiso para que los asistentes se acusaran
en público de sus faltas, rodilla en tierra, tras lo
cual imponía castigos, siempre bastante leves, a la
vez que hacía admoniciones generales sobre el comportamiento
de todos. A Mariano le parecía estar reviviendo la
tradición cisterciense, que conocía por los
libros de historia de la religión de la biblioteca.
Con notable facilidad, obtuvo la licenciatura en Canónico
con "Summa cum laude", y partió rápidamente
en dirección a Granada, a fin de examinarse allí
de un buen número de asignaturas de Filosofía.
Fue recibido con gran júbilo por don Teodoro, el sacerdote
a quien debía su vocación, que veía confirmarse
sus esperanzas al desarrollarse la personalidad de su protegido.
Estaba muy seguro de sí mismo el estudiante y consiguió
matrícula de honor en todas las asignaturas a las que
se presentó. Dejó cinco para septiembre y marchó
unos días a la Málaga de sus padres. Allí
le esperaba una pequeña sorpresa. Otro malagueño
de la Obra, mayor que él, se presentó en su
casa procedente de Madrid para decirle que debería
quedarse aquel verano allí con objeto de cuidar de
tres vocaciones jóvenes que no habían logrado
escapar de sus familias durante las vacaciones.
Se trataba de Paco y Pepe Luque, dos hijos de un médico
malagueño, que estudiaban respectivamente Medicina
y Derecho en Madrid, y de Rafael Montesinos, un estudiante
de industriales. El numerario venido de la capital le trajo
instrucciones de la Comisión, así como una semblanza
de los chicos.
-Son muy majos -le comentó -, pero están recién
"pitados", y ya sabes tú lo que es el veraneo
en Málaga.
Mariano se tomó muy en serio su cargo. Nada más
reunir a los chicos, trazaron un plan de vida riguroso, que
comprendía estudio, una hora de playa y mucha tertulia.
Se reunía con ellos a última hora de la mañana
y se iban a una esquina de los Baños del Carmen, donde
no había gente, especialmente chicas, algo que se recomendaba
mucho en la Obra. Se bañaban, jugaban al fútbol
con algunos amigos y expulsaban así del cuerpo las
tensiones juveniles. A Mariano le preocupaba especialmente
Pepe, porque era muy enamoradizo y había tenido novia
en Málaga antes de entrar en la Obra. En la confidencia,
que celebraban casi diariamente, Pepe le contaba sus apuros
por escurrir el bulto cuando se topaba con su novia por la
calle y las bromas de sus amigos al respecto. Pero el susto
mayor se lo proporcionó Rafael cuando una noche se
presentó medio llorando en su casa. Aquella tarde,
varios compañeros le habían encerrado con una
puta en una habitación del chalet que sus padres poseían
en la playa.
Mariano le consoló como pudo, recordándole
el episodio similar de la vida de santo Tomás de Aquino.
La lucha de aquellos jóvenes numerarios por conservar
la pureza le parecía excesiva. Él había
entendido en seguida el criterio de la Obra de que el sexto
mandamiento ocupaba simplemente el sexto lugar y de que nunca
pasaba nada mientras se permaneciese absorto e ilusionado
en el trabajo y fortalecido por la oración y la mortificación.
Había logrado sublimar sus apetitos sexuales y sus
querencias sentimentales y, apenas sentía la tentación,
se escabullía de ella con un ágil reflejo. Por
eso te molestaba que aquellos chicos perdieran tanto tiempo
con el asunto.
Por las tardes salían a pasear. Recorrían los
alrededores de Málaga, hacían la oración
en el puerto, y Mariano les contaba cosas del Padre y de la
vida en el Colegio romano. Así pasaron los dos meses
de verano y, cuando acompañó hasta el tren de
Madrid a los chicos, se sintió contento. Los Anaya
habían disfrutado viendo a su hijo tan buscado por
los hijos de gente importante, e incluso un día ofrecieron
una merienda, a base de los ricos frutos secos de la tienda,
a toda la pandilla. En los exámenes de septiembre Mariano
volvió a repetir el éxito de junio y toda la
residencia del Albaicín celebró su licenciatura
en Filosofía, y la de otro numerario en Derecho, con
una comida extraordinaria, a la que siguió una larga
tertulia de canciones y chistes andaluces. Al filo del atardecer,
don Teodoro presidió la oración en el oratorio,
hablándoles del sentido de responsabilidad respecto
al Padre y de la unión fraternal, simbolizada por los
naipes de una baraja, que, aunque débiles por separado,
se apoyan mutuamente.
-"El hermano, ayudado por su hermano, es como una ciudad
amurallada"-les añadió, comentando este
versículo del Antiguo Testamento.
A finales de septiembre llegó a Granada Juan, el vocal
de San Miguel de la Comisión de la Obra en España.
En la Comisión, como en el Consejo general, existían
una serie de cargos que Mariano había aprendido de
memoria en el catecismo de la Obra. Los vocales de San Miguel,
San Gabriel, y San Rafael ayudaban al Consiliario a tramitar
y resolver las cuestiones relacionadas con los numerarios,
los supernumerarios y el apostolado entre la juventud. respectivamente.
Juan traía la relación de encargos y destinos
para los numerarios de Granada y, a poco de llegar, se encerró
con Mariano en la Dirección del Albaicín.
-Le hemos pedido al Padre -empezó diciéndole
-que se retrase un poco tu ordenación sacerdotal, porque
te necesitamos en Pamplona. La asignatura de Filosofía
está sin cubrir y hace falta un numerario de confianza
para ella. Además, en Pamplona hay ya mucha labor preparada
entre los chicos, y hemos pensado que tú puedes participar
en ella. Nos acaban de contestar afirmativamente de Roma,
y espero que vayas con alegría a tu trabajo, aunque
esto suponga aplazar la ordenación, para la que me
figuro que ya te habías preparado.
Mariano se quedó un tanto sorprendido ante la noticia,
pero, acostumbrado a ver la voluntad de Dios en las decisiones
de los superiores, se limitó a contestar a Juan con
un: "Estoy dispuesto." Aquella tarde en la oración
reafirmó su voto de obediencia ante el Sagrario y le
dijo a Jesús sacramentado que dispusiera de él
como conviniera a los intereses superiores. Fortalecido interiormente,
se preparó a viajar a Pamplona. Pero antes pasó
unos días en Málaga, donde explicó a
sus padres las novedades. No les había dicho nada respecto
al sacerdocio, de modo que la perspectiva de que el hijo fuera
profesor de universidad les supo a gloria. Mercedes insistió
en comprarle ropa más seria y, del brazo de Mariano,
se paseó orgullosa por las tiendas de la calle, renovando
el vestuario del flamante profesor.
En los primeros días de octubre de 1956, Mariano llegaba
a la capital navarra. Al bajar del tren, que invertía
ocho horas en hacer el recorrido desde Madrid, eran las diez
de la noche y llovía.
En la estación encontró a Emilio, el filósofo
andaluz compañero de clase en el Angélico, que
le estaba esperando. Sintió una gran alegría
y escuchó a Emilio relatarle las novedades. Estaba
en Pamplona para tomar parte en el obligatorio curso de verano
y le habían encargado, como estudiante del último
curso de Filosofía, que ayudase a Mariano a organizar
la asignatura antes de volver a Roma.
Mientras caminaban hacia la residencia de Aralar, Emilio
le explicó que, como todavía no se les permitía
dar títulos, los alumnos iban a examinarse a Zaragoza
y tenían que seguir los programas y los textos de allí.
En Filosofía no había problemas, porque tanto
los planes de estudio como las tendencias de los profesores
zaragozanos eran sólidos y seguros y se podía
mantener la filosofía tomista en toda su pureza. Los
alumnos de Pamplona eran principalmente hijos de amigos de
la Obra, que los mandaban allí para asegurar su formación
cristiana y evitarles la universidad oficial en esa época
de la vida tan proclive a las influencias. Había también
gente de la región, en su mayoría muchachas
y aquellos que no habían querido matricularse en Derecho
o Medicina.
Al llegar a la residencia, un doble piso en una casa de la
parte nueva de Pamplona, todo el mundo dormía. Emilio
lo llevó en silencio al oratorio y, acto seguido, le
enseñó su cama, en un cuarto que ocupaba ya
un compañero. Mariano se durmió en seguida y,
a la mañana siguiente, se dirigió con Emilio
a la sede del Estudio general.
La ciudad de Pamplona, envuelta en una suave neblina otoñal,
le produjo una primera impresión de tristeza. Sus lugares
anteriores, Málaga, Granada y Roma, se hallaban en
el paralelo del sol y el calor, su segunda naturaleza. El
otoño de Pamplona era frío para su sensibilidad,
hasta el punto de que casi tiritaba. La sede principal del
Estudio general se encontraba en el casco antiguo y formaba
parte de una larga serie de construcciones de piedra, veteadas
de musgo y de hiedra. El edificio en cuestión, un antiguo
caserón burocrático de la Diputación
navarra, cedido al efecto, tenía un patio con sabor
medieval y una serie de salones destartalados, que los de
la Obra iban acondicionando poco a poco, a medida de las necesidades
docentes y administrativas. Mariano pasó al despacho
de don Ismael, que le esperaba. Ismael Sánchez Bella
suponía toda una institución para los jóvenes
de la Obra. El Padre lo había hecho llamar de Argentina,
adonde había llevado junto con otros la semilla de
la Obra, porque, a juicio de los entendidos, poseía
el empuje gestor y el entusiasmo contagioso necesarios para
poner en marcha la universidad de la Obra. Recibió
a Mariano con un abrazo y un "Pax" jubiloso, y le
dijo:
-¡Te esperábamos con impaciencia! Te necesitamos
para muchas cosas. Ya verás como no tendrás
tiempo de aburrirte.
Le entregó una lista de los alumnos de filosofía
con sus respectivas fichas, que acostumbraban a rellenar los
de la Obra que los enviaban, dando sus impresiones sobre el
muchacho.
-No son muchos y creo que no tendrás problemas con
ellos -le comentó-. Cinco por lo menos son ya de casa,
entre chicos y chicas, y no sé a quién he oído
decir que hay varios "pitables" entre ellos. Habla
con Rafa, el secretario, para los trámites administrativos
y pásate por aquí a las siete de esta tarde,
porque vamos a celebrar un claustro.
Mariano dedicó el resto de la mañana a recorrer,
en compañía de Emilio, las instalaciones. Media
hora antes de comer regresaron a la residencia. Después
de la tertulia del mediodía, tuvo ocasión de
hablar con el director, el mismo Rafa secretario del Estudio
general. Los numerarios de la Obra en Pamplona tenían
que simultanear cargos docentes, administrativos y apostólicos,
y a Rafa le había correspondido ser secretario del
Estudio general y director de la residencia Aralar, además
de explicar derecho natural. Rafa le puso al corriente.
-De los veinte chicos que hay en Aralar, la mayoría
son andaluces y madrileños. Muy vagos, con costumbres
de niños mimados, que se te van de tasca en seguida
y se juntan, no se sabe cómo, con lo peor de Pamplona.
Pero algunos compensan tanto esfuerzo. Fíjate en Ramón
y Juan, que son muy "pitables". Además, estamos
empezando a "tratar" a los mayores del colegio de
los escolapios, aquí al lado. Tú te encargarás
este año de organizar los círculos de San Rafael
y también de montar las actividades culturales de la
residencia, que por ahora se reducen a una conferencia al
mes y un concierto de música clásica los domingos,
con discos que trae Víctor, un supernumerario pamplonés
muy aficionado.
A media tarde, Rafa y Mariano regresaron a la Cámara
de Comptos, como se llamaba la sede del Estudio general, y
entraron con los otros profesores, alrededor de la quincena,
en la sala de reuniones. La mayoría eran numerarios,
aunque había también algún supernumerario.
Por entonces el criterio estribaba, como explicó Ismael,
en que el profesorado perteneciera en su conjunto a la casa
y poco a poco permitía la entrada a gente segura, de
prestigio profesional.
-Claro que -bromeó- otra solución sería
que viniesen los de fuera y "pitasen" en seguida.
Sin embargo, el motivo de la reunión era una discusión
de las notas de septiembre. Había bastantes reclamaciones
de padres amigos, porque los suspensos en Zaragoza no habían
disminuido. Además de presionar sobre los chicos, Ismael
quería que todos los profesores del Estudio entablaran
amistad con los correspondientes profesores titulares de la
universidad principal, para así poder influir más
en los resultados finales. Explicó sucintamente el
procedimiento.
-Hay que contar con los numerarios de Zaragoza, y sobre todo
con Pepe Orlandís y José Manuel Casas, que conocen
a todo el mundo.
Los citados eran numerarios ya mayores, catedráticos
de universidad, que llevaban ya tiempo en Zaragoza y habían
sido requeridos para cooperar desde allí a la consolidación
del Estudio general de Navarra. Mientras hablaba Ismael, los
demás profesores callaban. La convicción que
reflejaban sus palabras y ademanes resultaba contagiosa, y
Mariano experimentó la sensación de una solidaridad
institucional que, mientras caminaba luego solo por la ciudad,
iba paladeando. Aquella escena le recordó algo. Un
pasaje de la historia de la orden dominica, cuando san Alberto
Magno había recibido el encargo papal de consolidar
la universidad parisina. Según e! relato, el monje,
con unos cuantos de los suyos, había logrado en poco
tiempo el favor del rey y el obispo, merced al esfuerzo y
el tesón de sus compañeros dominicos, entre
los que se contaba Tomás de Aquino. Unos días
después, ya empezadas las clases, confió a Ismael
semejantes pensamientos, y el rector aprovechó la ocasión
para dirigirle un largo discurso sobre el futuro de! Estudio
general.
-El Padre quiere que Pamplona se transforme en un foco de
irradiación cultural y espiritual, como aquellas universidades
mayores de la cristiandad. Pero, a diferencia de entonces,
el mundo exterior es menos creyente y está siendo dominado
por la ciencia progresista, descendiente directa de la herejía
modernista. Gracias a la paz de Franco y a la tradición
espiritual vasca, el norte de España es aún
un lugar no inficionado por el progresismo, esa nueva herejía
que comienza a calar incluso en la Iglesia. La fe sencilla
del pueblo navarro es el mejor caldo de cultivo de nuestros
planes. Aquí los juristas aprenderán a respetar
la ley natural, emanación de la ley divina, que se
ha hecho carne en las costumbres y en el respeto a la autoridad
del pueblo vasco. Aquí los filósofos comprenderán
que el verdadero sentido de la filosofía es ser fiel
a su papel de sierva de la teología, para traducir
en lenguaje comprensible y en raciocinio sencillo las hondas
verdades y los misterios sublimes de la revelación.
Los médicos dedicarán sus mejores esfuerzos
a entender que una enfermedad es también un signo de
la voluntad de Dios y sabrán explicar a sus pacientes
que el cuerpo debe estar siempre subordinado al espíritu.
Desde Pamplona -continuaba encendido Ismael-, irradiaremos
el mensaje de la Obra a Sudamérica, donde hay tantas
familias sedientas de buena doctrina, que empiezan ya a mandarnos
a sus hijos para que los eduquemos aquí. Y todo ello
hemos de hacerlo, como quiere el Padre, con espíritu
sacerdotal y mentalidad laica. Espíritu sacerdotal
para ver almas en nuestros alumnos, en nuestros amigos, y
mentalidad laica para no caer en los errores de las órdenes
religiosas que terminaron separadas del pueblo fiel. Por eso,
hemos de vestir bien, vivir en casas con apariencia externa
de familia burguesa, aunque, como dice el Padre, un diplomático
de la Obra lleve el cilicio debajo del chaqué y en
nuestras casas se viva en un orden y una obediencia que para
sí quisieran los religiosos más observantes.
Mariano aprendió a contagiarse de ese optimismo, y
acudía a él apenas tenía algún
problema. Su primera desilusión fue motivada por el
escaso interés de los alumnos frente a la filosofía.
La mayor parte de los matriculados en su clase eran, como
le dijo Emilio antes de regresar a Roma, "desechos de
tienta". Sus padres habían renunciado a que estudiaran
una carrera importante y lo más que habían conseguido
era que los del Opus se hicieran cargo de ellos por unos años.
Claro que estaban los de casa, siempre dispuestos a aprender,
pero no excesivamente dotados de esa chispa de genio que Mariano
sabía ya descubrir en el futuro cultivador de la abstracción
filosófica. Sólo, entre los estudiantes navarros,
una chica, Begoña Urruzola, presentaba síntomas
de poseer una buena cabeza. Desde los primeros días,
se le acercó a pedirle alguna aclaración después
de clase y sugerencias para posibles lecturas de ampliación.
Mariano la atendía siempre con esa mezcla de cortesía
y frialdad de rigor en los profesores numerarios, "para
que no se hagan ilusiones", como decía en broma
Ismael. Pero una tarde Rata, el director de Aralar, le llamó
a su cuarto y le contó que se había enterado
de una charla que tuvo lugar en la cafetería Iruña,
típico lugar de reunión vespertina de los estudiantes,
donde habían corrido ciertas bromas sobre él
y Begoña.
-Estoy seguro -le dijo Rafa - que tú no has dado la
menor ocasión para estos comentarios, pero, dado este
ambiente provinciano y el prestigio corporativo, te aconsejo
que tomes más precauciones.
A Mariano le sentó mal aquel incidente, porque se
sentía íntimamente inocente y seguro. Sin embargo,
al domingo siguiente, en que le correspondía retiro
espiritual, dedicó la mayor parte del tiempo de silencio
a examinarse sobre ello y, a fuerza de introspección,
encontró que, junto a las razones pedagógicas
y de satisfacción intelectual que motivaban sus atenciones
a Begoña, la única alumna digna de tal nombre,
había algo indefinible relacionado con el sexo. Y como
no quería bromas con lo que hasta ahora había
sido capaz de sublimar fácilmente, decidió cortar
por lo sano. A partir de entonces, rehuía la mirada
de la chica en clase y adoptaba una postura tan adusta ante
sus requerimientos que, al cabo de un tiempo, ella dejó
de formularle preguntas.
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