LOS HIJOS DEL PADRE
Novela de Alberto Moncada
CAPÍTULO 2. LOS INSOMNIOS DE
ANTONIO (1948-1953)
-¡Mamá! ¡Mamá!
Un grito despertó a la pareja. Antonio se sobresaltó,
mientras Irene acudía rápida a la habitación
de Antoñito. Volvió en seguida.
-Este niño, con tanta película y tantos tebeos,
tiene unos sueños delirantes.
¿Sabes lo que soñaba? Pues que salía
de la tele un monstruo marino y le devoraba.
Antonio sonrió en medio del sopor de las primeras horas
de la noche e intentó dormirse otra vez. Pero en su
memoria se mantenía el recuerdo de su encuentro con
Marlano. Volvió a pasarse mentalmente su película,
esa película que empezaba en 1948, el año en
que inició sus estudios de Derecho.
Los Cuadrado vivían desde que acabó la guerra
en el piso principal de la calle Martínez Campos 17,
en el madrileño barrio de Chamberí.
Diariamente, Antonio subía y bajaba cuatro veces la
calle, camino del colegio de los hermanos de La Salle, al
otro lado de la Castellana. Don Leoncio Cuadrado había
prosperado con su negocio de repuestos para automóviles,
que había abierto en Madrid valiéndose de las
amistades y contactos que, como antiguo empleado de la Ford,
había ido acumulando desde los años treinta.
Muchos coches habían resultado descompuestos en la
contienda, los parques oficiales necesitaban aprovisionarse
y, desde su oficina de los bulevares, el señor Cuadrado
regía un variado mundillo de representantes, vendedores
y empleados de mostrador, viendo aumentar sus cifras de venta
y ganándose el respeto, entre otros, de don Manuel,
el director del Banco Hispano, quien, como una y otra vez
escuchaba Elena de labios de su marido, "se fió
de mí desde el primer momento".
Antonio crecía en ese ambiente de la clase media madrileña
que había suspirado aliviada al acabarse el infierno
en la capital y, que año tras año, entre privaciones
y sacrificios, veía consolidarse los valores, las tradiciones,
las costumbres de antes de la guerra. Don Leoncio había
votado por la CEDA y, cuando volvió a Madrid como alférez
con las primeras filas victoriosas, envió a decir a
su mujer - que esperaba con los niños en un pueblo
de Ávila - que la casa de Argüelles estaba destruida,
pero que pronto tendrían otra mejor. La fe en la reconstrucción
de una España trabajadora, sólidamente basada
en la fe cristiana y en el respeto y admiración por
el Caudillo, bastaron a don Leoncio como filosofía
de la vida para resolver sus primeros conflictos y sus primeras
dudas sobre el nuevo orden de cosas. Su amistad con el coronel
Contreras, hecha de confraternidades de trinchera, le había
resuelto más de un problema con los cupos de neumáticos,
las primeras licencias de importación y la sindicación
de sus empleados. Don Leoncio supo asociar al coronel a sus
negocios de forma discreta. Su instinto de comerciante le
decía que la protección militar garantizaría
a empresarios como él un fecundo capítulo de
prosperidad y, por consiguiente, de progreso para el país.
En octubre de 1948, Antonio pisaba por vez primera el viejo
caserón de San Bernardo. Con su notable en la reválida
del bachillerato y ante la admiración de sus padres,
de sus hermanos y, sobre todo, de la tía Carmen, se
disponía a emular las glorias jurídicas del
abuelo Juan, que fue notario de Lugo, donde su hija Elena
enamoró al joven Leoncio Cuadrado en el verano de 1925.
Pronto descubrió Antonio que la facultad era una prolongación
de los años patrióticos de su estancia forzosa
en Ávila y, sobre todo, de su bachillerato en La Salle.
El profesor Conde les adoctrinaba con su teoría del
caudillaje y su explicación del curso de la historia
occidental como una sucesión de liderazgos, que en
España encontraba con Franco un indiscutible hito de
superación de patéticas divisiones y regímenes
individualistas. Y aunque el derecho romano les mostraba el
funcionamiento de una sociedad basada en lo tuyo y lo mío,
los profesores, y en especial aquel joven ayudante, Miguel
García, jerarca del SEU, se esforzaban por inmunizarles
contra el derecho burgués mediante amplias dosis de
corporativismo.
Pero la calle de San Bernardo y sus alrededores empezaron
a ejercer sobre los diecisiete años de Antonio otras
importantes influencias. Descubrió que el duro que
don Leoncio le daba cada lunes, bien administrado, podía
abrirle la puerta de placeres hasta entonces desconocidos
y de novedades inasequibles a sus anteriores años de
colegial. Si, además, hacía a pie el recorrido
desde su casa, podía también ahorrar la dotación
de transporte. Con dos compañeros de colegio que estudiaban
como él primero de Derecho, comenzó a descubrir
el mundo de los billares y tabernas de la zona. Nunca había
bebido vino más que los domingos en su casa, y una
vez en el colegio, cuando los hermanos de La Salle ofrecieran
una comida a los componentes del equipo de fútbol,
vencedor en el torneo intercolegial. Por veinte céntimos
cada uno, Antonio y sus amigos podían permanecer dos
o tres horas en el bar Quico tomando chatos y calamares y
disfrutando del privilegio de contarse sus cosas y comentar
las impresiones de la facultad, sin control de los mayores,
en lo que entonces les parecía un festival de libertades.
Miguel, el gracioso del trío, se había hecho
amigo del cerillero del bar, el cual les proveía de
tres Ideales por tarde, que ellos consumían con un
largo rito de desliar y volver a liar la ración.
Una tarde, Miguel descubrió que, en la mesa de enfrente,
una mujer de mediana edad le sonreía cuando encontraba
su mirada. En voz baja transmitió la novedad a sus
amigos, que comenzaron furtivamente a mirarla a su vez, con
desasosiego en el cuerpo. Sólo dos semanas antes Antonio
había vuelto al colegio a confesarse con el padre Genaro,
que le conocía desde chico y a quien confiaba sus temblores
de adolescente y sus masturbaciones. El padre había
insistido mucho en la importancia de mantener la pureza como
garantía de aprovechamiento en el estudio y le había
despedido con un abrazo de amigo y un: "Confío
en tu devoción a la Virgen." Aquella noche, de
regreso del bar, Antonio se sentía intranquilo. Los
gestos de aquella mujer, su rojo colorete, le habían
enardecido el pulso. En medio del rosario que rezaba antes
de dormirse se le colaba el recuerdo del abultado pecho de
la hembra y del entrecruce de piernas que se traía
la tía; Al día siguiente, Miguel les contó
la novedad. El cerillero le había explicado que la
Patro - así se llamaba - era experta en desvirgar estudiantes
a diez duros e iba a citarse con ella aquella tarde.
Antonio pasó dos semanas horribles. El cuerpo de la
Patro reaparecía en cada página de los libros
y a cada momento de soledad. Miguel no había sido muy
explícito sobre su experiencia, y ello añadía
más intriga al asunto. Antonio se enfadó con
él cuando descubrió en la tapa de su flamante
cuaderno de apuntes, un chafarrinón a pluma que decía:
Soy virgo y te digo: detente, enemigo. En casa, rehuía
la mirada de sus padres, por miedo a que descubrieran su estado
de ánimo. Ya había tenido que soportar un chaparrón
de gritos y bofetadas de don Leoncio un día, no lejano,
en que le sorprendió masturbándose en la cama
con un París Hollywood arrugado debajo de la almohada.
Una tarde no pudo más y le pidió al cerillero
las señas de la Patro. Al subir los crujientes escalones
de madera carcomida de la vieja casa en la calle del Pez,
el corazón le latía con fuerza. La Patro en
persona le abrió la puerta. Al verla de cerca, con
arrugas en la cara y un diente medio ennegrecido, estuvo a
punto de volverse. Pero la Patro le cogió por un brazo,
le tentó el sexo a través de los pantalones
y le metió hacia dentro. "Anda, guapo, que te
voy a calentar ese cuerpo sandunguero." Todo ocurrió
muy deprisa. Al terminar, y mientras jadeaba en la cama y
la Patro ocultaba de nuevo sus formas fláccidas, le
entraron ganas de llorar. Se despidió con un beso torpe
en la mejilla de la hembra. "Vuelve cuando quieras, chaval."
Echó a andar deprisa calle San Bernardo arriba. Le
dieron ganas de meterse en el convento de las Esclavas, frente
a su casa, para confesarse, pero sintió vergüenza.
A duras penas logró mantener la compostura durante
la cena. En seguida, corrió a su cuarto y se derrumbó
sobre la cama. Quería dormirse pronto, sin pensar,
sin hacerse cuestión de su experiencia. Y desgranando
el rosario, con los ojos llenos de lágrimas, Antonio
Cuadrado, congregante de la Virgen, logró calmar su
ahogo y entró en un sueño profundo.
A partir de ese día, trató de concentrarse en
sus estudios. Dejó de frecuentar los garitos de la
zona, abandonó la amistad de Miguel y logró
ser admitido en el grupo de fútbol de la facultad,
dedicando sábados y domingos al deporte que le había
hecho famoso entre sus compañeros de colegio.
Don Leoncio acostumbraba a citarle un par de veces por semana
en la oficina de los bulevares, para hablarle "como a
un hombre" del desarrollo de sus negocios.
-Si no sacas la oposición al terminar la carrera -le
dijo una tarde -, creo que no estaría mal que te vinieras
conmigo. Tus hermanos son aún muy pequeños,
y yo tengo planes en la cabeza que no puedo confiar a los
empleados. España tiene que desarrollar un parque automovilístico
importante; así lo han hecho las naciones que nos preceden
en el progreso. Sin carreteras y transporte, no hay desarrollo.
El general Franco, como buen estratega, así lo ha dicho
a sus íntimos, según me he enterado. Van a preparar
un plan de reparación y ampliación de la red
que construyó Primo de Rivera, y se habla de montar
una gran fábrica de camiones. Yo quisiera transformar
nuestro. comercio en una central de abastecimiento de repuestos,
con sucursales en todas las provincias y relación directa
con las compañías americanas que fabrican en
serie millones de piezas. Un abogado como tú, mirando
por tus propios intereses, sería capaz de organizar
esa red, viajar al extranjero, tratar con el Estado. España
tiene que dejar de ser un país agrícola, y ahora
que disfrutamos de paz y autoridad, vuestra generación
debe olvidar el pasado de verbena y señoritismo para
construir de verdad una nación moderna.
Antonio admiraba ese tesón de su padre, y aunque en
principio no sentía atracción por el comercio,
comenzó a valorar esa laboriosidad diaria, ese afán
de superación tan escaso entre sus compañeros
de facultad, la mayoría de los cuales se conformarían
con entrar al servicio del Estado con un sueldo seguro. Profundizó
en el estudio de la economía política y, bajo
la protección benevolente de don Leoncio, se dedicó
a leer algunas traducciones españolas de economistas
clásicos. Don Manuel, el director del Banco, tomó
la costumbre de llamarle "nuestro asesor jurídico"
y le regaló la colección completa de una revista
de economía y finanzas. Pero Antonio continuaba indeciso.
No podía olvidar las historias que la tía Carmen
contaba de las tertulias del abuelo Juan, de cómo se
le respetaba en toda la provincia, de cómo venían
de los pueblos a pedirle consejo sobre mil vicisitudes familiares
y patrimoniales. La tía Carmen se expresaba con un
especial orgullo al relatar las veces en que los políticos
de Madrid, que venían a preparar las elecciones y conseguir
votos, paraban en casa del abuelo y se enzarzaban con él
en largas conversaciones sobre el futuro de Galicia y el porvenir
de España.
Terminó el curso, y Antonio logró dos sobresalientes,
una matrícula de honor en economía y un notable.
La tarde en que trajo la matrícula, don Leoncio le
introdujo en su despacho y, entregándole un cheque,
le dijo: -Estoy muy satisfecho de ti. Ahora que tienes tres
meses de descanso quiero que vayas con tu madre y tus hermanos
a Avila. Pero tienes mi autorización para venirte a
Madrid los viernes y los sábados y volver conmigo los
domingos. Pasaremos juntos esos dos días en la capital,
y espero que eso contribuya a hacerte más hombre.
Antonio se sentía efectivamente más hombre,
sentado en la terraza de un bar de Argüelles, bebiendo
cerveza con los dos empleados más jóvenes de
su padre, que le respetaban y se dejaban invitar por él
en compensación. En Avila, salía de excursión
al campo con sus antiguos compañeros de juego. Una
tarde, al regresar a casa, oyó voces en el comedor
y, al entrar, vio a Pili, su hermana, con una amiga nueva.
-¿Quién eres tú, preciosa? -le dijo desde
sus dieciocho años llenos de aplomo.
La chica enrojeció. Pili se adelantó:
-Es Amparo, una compañera de colegio que ha venido
también a veranear a Avila. Su padre es militar.
Bromeó Antonio con las chicas un rato, pero, aquella
noche, las trenzas rubias de Amparo y sus profundos ojos negros
no se le iban de la memoria.
Aquel domingo hubo una excursión de chicas y chicos
a un santuario cercano, y Antonio se encontró emparejado
con Amparo. Casi sin darse cuenta, empezó a contarle
sus éxitos deportivos, sus exámenes y sus dudas
acerca del futuro. Amparo le miraba con sus grandes ojos abiertos,
y su dulzura alentaba el discurso de Antonio. Al volver, la
acompañó hasta su casa y le acarició
el talle hasta hacerla enrojecer de nuevo. Desde aquel día,
se hacía el encontradizo con Amparo, y Pili se extrañó
de que su hermano, que siempre la llamaba mocosa y nunca le
hacía caso, le preguntara una y otra vez sobre los
sucesos del colegio.
-¡No me digas que te gusta mi amiga! i Pero si es la
más cursi de la clase!
-iTú sí que eres cursi, so tonta! - se enfadó
Antonio.
A finales de verano, Antonio y Amparo eran novios formales
a los ojos de toda la pandilla. Todas las tardes, en su compañía,
desgranaba sus ideas y sus planes de futuro, sintiéndose
seguro ante la mirada de admiración y aprobación
de la chiquilla. El amor de Amparo le parecía el asidero
más firme para su madurez. Sin que ella le dijera nada,
se iba decidiendo paulatinamente por el comercio, y pronto
construyó un sueño de hogar confortable, de
mujer solícita, en perfecta reproducción de
lo que había visto en sus padres.
"Por tu amor, Amparo, me siento capaz de todo",
le decía muy convencido.
Con los primeros besos y las primeras caricias, descubrió
también la dureza y morbidez de su cuerpo de mujer
y se impuso como un deber de caballero cristiano el no mancillar
ese cuerpo, para recibido intacto después del matrimonio.
Don Leoncio notó el cambio y, sin hacer comentario
alguno, se dijo para sus adentros que aquella niña
sería el mejor aliado de sus planes.
Comenzó el nuevo curso, y Antonio inició su
vida ordenada de estudio, deporte y noviazgo. Todas las tardes
recogía a Amparo a la salida del colegio y la acompañaba
a su casa, con la tácita aprobación de los padres
de la muchacha. Los domingos iban al cine y, a veces, organizaban
guateques caseros con parejas similares. Pero pronto ocurrirían
los sucesos que doña Elena daría en llamar la
tragedia de los Cuadrado.
Desde finales de octubre, Antonio notaba que Ortega, un compañero
de curso, se hacía el encontradizo con él. Ortega
era un muchacho serio, con fama de empollón, que siempre
ponía cara adusta cuando alguien soltaba una verdura
y que había logrado obtener tres matrículas
en primero.
Una mañana en que la ausencia imprevista de un catedrático
había cortado las actividades de la clase a las once,
Ortega le dijo que quería hablar con él Salieron
a la calle y, San Bernardo abajo, llegaron a la Gran Vía
y continuaron por Princesa.
-Supongo -le dijo Ortega - que te habrás dado ya cuenta
de que la mayoría de la clase sólo piensa en
sacar el título para colocarse y prosperar. No hay
muchos con vocación de líder, con ilusión
de servicio, de sacrificarse por los demás. En la residencia
vemos el prestigio profesional como instrumento de apostolado,
no como algo personal. La inteligencia es un don de Dios que
hay que poner a su servicio, y el Señor quiere que
España vuelva a la grandeza de sus santos y de sus
héroes, no a través de luchas y conquistas,
sino mediante la ordenación cristiana de la sociedad.
¿Tú has leído Camino?
Antonio confesó que no. Animado por la sinceridad de
Ortega, le contó sus problemas de fe, circunscritos
básicamente a la cuestión de las chicas, y la
solución que había encontrado en el noviazgo.
-Estoy de acuerdo en que hace falta gente como la que tú
dices, pero yo creo que me debo a la continuación de
losnegocios de mi padre, aunque, eso sí, haciendo las
cosas honradamente y colaborando a ese plan cristiano de la
sociedad de que me hablas.
-Te voy a prestar Camino. - Y Ortega puso en sus manos un
librito forrado de azul-. Cuando quieras, charlaremos de él.
Yo tomo el metro aquí. Ya nos veremos mañana.
Antonio se quedó solo en la confluencia de Urquijo
con Princesa y, metiéndose el libro en el bolsillo,
caminó hacia la parada del 62, que le dejaba frente
a su casa. Las palabras, y sobre todo el tono de la voz de
Ortega, le habían impresionado. Abrió el libro
y leyó el primer punto: Que tu vida no sea una vida
estéril. Sé útil. Deja poso. Ilumina
con la luminaria de tu fe y de tu amor. Borra con tu vida
de apóstol la señal viscosa y sucia que deiaron
los sembradores impuros del odio y enciende los caminos de
la tierra con el fuego de Cristo que llevas en tu corazón.
La dureza de la frase le impresionó. A su memoria acudieron
las palabras del jesuita con el que había hecho los
ejercicios espirituales durante el último año
del colegio: "Alistarse bajo las banderas de Cristo y
renunciar por él a la afirmación propia es signo
de felicidad en esta tierra y de predestinación para
la vida eterna."
Juan Céspedes, un compañero de clase, profesó
como jesuita diez días después. "¿Qué
habrá sido de él? ¿Estará más
contento que yo, con mis planes y mi Amparo?"
Tres días después, él mismo buscó
a Ortega.
-He leído Camino por completo y me ha gustado mucho.
Es fuerte, ¿no? No he comprendido algunas cosas y me
gustaría que me las explicaras. Por ejemplo, eso que
dice de que el matrimonio es para la clase de tropa. ¿No
te parece un poco despectivo hablando de un sacramento?
-No tienes que verlo así, Antonio, sino comparándolo
a la castidad, el Amor con mayúscula. Si quieres, vente
esta tarde por la residencia y te presentaré a un cura
que te lo explicará mejor.
Aquella tarde, envió a decir a Amparo que no iría
a recogerla y encaminó sus pasos a las señas
que le habían dado: Padilla, 1, primero, izquierda.
Le abrió un chico de poco más o menos su misma
edad, que le sonrió y le invitó a pasar.
-¿Está Ortega? - preguntó.
-Dirás Carlos. Aquí nos tuteamos todos. Sí
está. Espera un momento.
Segundos después, aparecía Carlos Ortega.
-Hola, Antonio. Te voy a enseñar la residencia. Ésta
es la sala de estudios -le explicó en voz muy baja,
señalándole un cuarto en que se apiñaban
diez o doce chicos, en riguroso silencio, sentados a lo largo
de varias mesas -. Y éste es el oratorio. Está
el Señor, ¿sabes?
Antonio entró en una habitación oscura. Cuando
se acostumbró a la escasa luz del velón, vio
un altar rodeado de sillas de enea, donde permanecían
inmóviles dos o tres muchachos. Se quedó allí
unos minutos de rodillas. Uno de los chicos encendió
una pequeña luz y leyó de manera muy pausada
y casi en un susurro algo que le recordó Camino.
Carlos le hizo salir del oratorio y lo llevó por un
largo pasillo. Se pararon ante un cuarto cerrado y su compañero
golpeó la puerta. "Avanti", se oyó
decir desde dentro. Al entrar, vio a un sacerdote joven, vestido
con una sotana esmeradamente planchada y un alto alzacuellos,
sentado frente a un escritorio sencillo, rodeado de estantes
con libros.
-Don Jesús, éste es Antonio Cuadrado, compañero
de curso, que quiere charlar un rato con usted.
-Con que un jurista, ¿eh? Siéntate... ¿Qué
es lo que más te gusta del derecho? -le preguntó
al salir Carlos.
Antonio volvió a relatar sus primeras ilusiones y sus
preocupaciones actuales. Don Jesús le escuchaba solícito,
jugueteando con un cortaplumas negro.
-Mira, Antonio, nosotros, en la Obra, vemos con muy buenos
ojos el matrimonio. Incluso el Padre está pensando
en admitir casados dentro de nuestro instituto. Pero a algunos
el Señor nos pide más, porque necesita hombres
como Pedro, y Pablo, y Juan, en medio del mundo, para cristianizarle
desde dentro, liberados de las ligaduras de la carne y de
las ambiciones del triunfo personal. Yo soy ingeniero y hubiera
podido entrar en la empresa de mi abuelo. Tampoco se me daban
mal las chicas, y mi vida hubiera podido ser más o
menos como la que tú me estás describiendo.
Pero el Padre me enseñó a no ponerle peros al
Señor, a no decirle que no, y hace ya diez años,
cuando más me costaba el renunciamiento entré
a preguntarle en el oratorio: "Si me pides todo esto,
¿qué me irás a dar?" No te hagas
cuestión de estas cosas, porque, si Él lo quiere,
te lo pedirá. Tienes que profundizar en tu vida cristiana,
jugar limpio con tu novia... En todo eso podemos ayudarte.
Ven a estudiar por casa y, si quieres, habla con el director
para que te fije un plan de vida. A mí podrás
verme siempre que te apetezca. Pero con cita previa, ¡eh!,
porque somos muchos y hay que cuidar el orden.
Antonio salió de Padilla con un montón de ideas
zumbándole en la cabeza. El camino hacia su casa era
prácticamente el mismo que seguía de colegial,
y los recuerdos de aquella época se fundían
con las cosas que había visto y escuchado aquel día
y que apelaban a ese fondo de inseguridad radical del que
sólo salía confiándose a un sacerdote.
Cada vez que pensaba en temas religiosos, más allá
del pecado, no podía evitar el recuerdo de aquel Cristo
grande, de madera negra, que había en la capilla del
colegio y en el que sus ojos se habían ido fijando,
año tras año, durante las muchas horas que los
hermanos los mantenían dedicados a los ejercicios de
piedad.
Se durmió con esa sensación indefinible que
había experimentado en algunos de sus días de
colegial, después de unos ejercicios espirituales o
alguna práctica similar. Le parecía pertenecer
a dos mundos, uno real y manejable, compuesto de las experiencias
diarias de su vida, y otro misterioso y mágico, nacido
de las cosas que le decían sobre Dios y la otra vida,
que en tales ocasiones se convertía en algo sobrecogedor.
A la mañana siguiente, Carlos Ortega le preguntó
sonriente:
-¿Te has entendido bien con don Jesús? ¿Verdad
que es un cura estupendo?
Antonio le confió sus nerviosismos, cómo ese
tipo de encuentros suscitaba en su mente un caudal de ideas
contradictorias que amenazaba con trastornar la tranquilidad
necesaria para estudiar y hacer planes sobre su futuro, del
brazo de Amparo.
-No te lo tomes así, hombre. Nadie va a quitarte tu
libertad. El Padre suele decir que la razón más
sobrenatural para entrar en la Obra consiste en el "porque
me da la gana", y que las puertas permanecen bien abiertas
para el que no quiera perseverar con la voluntariedad actual.
Pasaron dos meses durante los cuales Antonio recuperó
la calma y, sin planteárselo explícitamente,
renunció de hecho a aquellas novedades. No le dijo
nada a Amparo sobre su experiencia, porque temía que
la niña trataría de interrogarle y de profundizar
en asuntos de los que no quería hacerse cuestión.
Pero días antes de las vacaciones de Semana Santa,
Carlos, que le había dejado en paz todo ese tiempo,
se le acercó una mañana.
-No sé si tienes costumbre de hacer ejercicios espirituales
todos los años, pero te aviso que la residencia organiza
una tanda para los cuatro primeros días de Semana Santa.
Los dirigirán don Jesús y don Antonio, otro
sacerdote de la Obra, y se darán en Molinoviejo, una
finca de la Obra en la sierra. Todavía quedan plazas
y son muy baratas.
Antonio le contestó que había pensado ir a Avila
durante esos días. En realidad, como se decía
a sí mismo al volver a casa, no había tal plan,
pero la propuesta le había hecho sentirse incómodo
de nuevo. Le daban ganas de rehuir a Carlos cada vez que se
lo encontraba, porque planteaba las cosas de una manera radical,
sencilla, pero tajante. Todo lo contrario de don Benito, aquel
cura amigo de los padres de Amparo que una tarde de verano
les hizo compañía en su casa y que, mientras
merendaban, cantó las excelencias del matrimonio cristiano.
Incluso escandalizó un poco a la madre cuando dijo
que la Iglesia debiera revisar el asunto del celibato eclesiástico,
ya que la soledad del sacerdote es el peor enemigo de su apostolado.
"Yo espero - decía - que el mundo eclesiástico
católico dejará de ser un mundo de varones gobernados
por leyes y protocolos, jerarquías y papeleo, y se
convertirá en una levadura de cariño, comprensión
y ejemplo en el seno del mundo ordinario, siendo más
testigos de la fe que cruzados de ella. Así lo han
comprendido los protestantes, y creo que su influencia moral
en la sociedad moderna es más profunda que la nuestra.
Yeso supone permitir el matrimonio a los curas." Esa
manera de ver las cosas le caía mejor a Antonio que
la severidad de los jesuitas en los ejercicios colegiales,
con sus arengas de las dos banderas, y le empezaba a dar la
impresión de que los de Padilla se acercaban más
a esto que a aquello. Por la tarde, Amparo le sorprendió
con una novedad. Sus padres habían decidido pasar la
Semana Santa en casa de unos parientes en Barcelona y ella
tendría que acompañarles. Antonio se molestó.
-O sea que vas a dejarme solo durante todas las vacaciones...
-No te pongas así, chato - repuso Amparo, mientras
le acariciaba zalamera el pelo -, que son muy pocos días
y, mientras, te escribiré una carta cada día.
Al dejar a Amparo, y bajo los efectos del enfado, Antonio
encaminó sus pasos a Padilla y solicitó ver
al director. Juan Cortés, con su título recién
estrenado de doctor en Medicina, le recibió en su sobrio
cuarto, fumando una cachimba.
-Vengo a apuntarme para los ejercicios de Semana Santa -le
dijo Antonio sin más preámbulos.
-¡Hombre! Llegas justo a tiempo para ocupar la última
plaza. Supongo que CarJos te habrá explicado el plan,
¿no?
-Sólo me ha dicho que son en la sierra.
-Me refiero a si te ha hablado de nuestro estilo. Se trata
de pasar cuatro días en verdadero silencio, oyendo
y meditando las charlas y oraciones y hablando sólo
con el cura y el director. Es una ocasión única
para tratar de verdad con el Señor y trabar amistad
con Él. De modo que hazte a la idea de meterte dentro
de ti mismo y salir con unos cuantos propósitos concretos.
Tienes que coger el tren para Ortigosa del Monte en el andén
de cercanías, a las siete y media. Allí te encontrarás
a unos cuantos de la residencia. Únete a ellos y te
llevarán hasta Molinoviejo y efectivamente, el domingo
de Ramos por la tarde, Antonio encontró alguna cara
conocida de Padilla en el andén de la estación.
Subió con el grupo al tren. Le tocó sentarse
al lado de un estudiante de Ingeniería, que esgrimía
su flamante regla de cálculo y se pasó el viaje
explicándole medidas. A él lo habían
"pescado" para los ejercicios, según dijo,
porque el director espiritual de su hermana era un sacerdote
de la Obra y no pudo evitar prometer a su madre que dedicaría
unos días a las cosas del alma.
-Yo no tengo mentalidad humanista, como decís vosotros,
y pienso que las cosas de la vida o se pueden medir o no vale
la pena discutidas. La religión es de estas últimas,
y no creo que saque nada en limpio imaginando cómo
será la otra vida. Mi padre, que estudió en
el Instituto Escuela, se pone muy pesado sobre lo que él
llama la ética ciudadana no sacralizada, pero a mí
me parece que lo que pasa es que la gente tiene mucho cuento
y no quiere trabajar en serio, y que la masa necesita líderes
racionales. Hay mucha gente en la Escuela de Caminos que piensa
como yo.
Antonio no tenía ganas de comentar nada, porque sólo
pensaba en Amparo y en que pasaran pronto esos días.
Cuando pidió dinero a su padre para los ejercicios,
éste le alabó el gusto. "Me parece una
buena idea. Yo también pensaba ir a las conferencias
del padre Aguirre. Hay que limpiar fondos y acordarse de vez
en cuando de que esta vida es sólo un tránsito."
Esa actitud paterna fortaleció su decisión.
No iba a permitir que una mocosa condicionase su vida. Pero,
en el tren, comprendió que aquello no era más
que una rabieta, y al pensar en los cuatro días de
soledad que se le venían encima, se reprochó
su súbita determinación. En fin, ya estaba hecho.
Al bajar del tren, era de noche. Siguió con los otros
un sendero que llevaba hasta la carretera de Segovia. Cruzaron
ésta y entraron en la finca, un pinar frondoso. Al
final de la avenida, una casa grande, precedida por un patio
enlosado con una fuente en el centro. Pasaron a un salón
amueblado en el mismo estilo que su casa de Avila, sillas
y mesas, armarios y sofás de madera negra y una chimenea
con un trofeo de caza. Eran unos treinta. Reconoció
a Juan Cortés, el director de Padilla, que también
lo era de la tanda. Con su pipa y repartiendo sonrisas, iba
acomodando a los ejercitantes en pequeñas habitaciones.
Antonio le tocó compartir con otros tres una sala más
grande, al final de un largo pasillo.
Desde niño, se había acostumbrado a que se lo
dieran todo hecho, y sólo aquellos dos años
de universidad habían representado una cierta autonomía
de comportamiento y de elección en el empleo del tiempo.
Ahora regresaba al orden marcado por el colegio y sus padres,
se decía mientras deshacía la pequeña
maleta y ordenaba sus cosas en un armario empotrado cerca
de su cama.
Pasaron todos a un comedor, con una mesa central y varias
otras de cuatro comensales. Advirtió que unos cuantos
muchachos se esmeraban mucho en atender a los demás
y exhibían una constante sonrisa. "Éstos
deben de ser de la Obra", se dijo. Cuatro o cinco chicas,
esmeradamente vestidas de negro, con cofia y delantal blanco,
servían en silencio. El ingeniero de Caminos, que seguía
a su lado, trató de hablar a una de ellas. Inmediatamente,
el chico que se hallaba a su izquierda le dijo:
-No es costumbre hablar directamente con la administración.
Pídele al director lo que quieras.
Antonio y el ingeniero se quedaron de piedra, pero el otro
los fulminó con una ampliación de su sonrisa
y un "Son las reglas de la casa".
Después de cenar, entraron en el oratorio. Estaba construido
como un coro conventual, con dos filas de asientos unos frente
a otros. Al fondo, un altar de piedra con otra fila detrás,
y en el altar, con el sagrario, seis candelabros.
Una vez todos acomodados, se apagaron las luces y se encendió
una pequeñita sobre una mesa situada al lado del altar.
Desde ella, un sacerdote empezó a hablarles. Antonio
quedó impresionado por la "mise en scene"
y, poco a poco, se encontró prendido en la plática.
"Nuestras vidas son como un chispazo en el misterio
de la eternidad. Lucen un instante y se apagan. Para que no
se apa.
guen del todo y para siempre, hemos de mantenemos conectados
con ese potente caudal de energía que es Dios, encarnado
en Jesucristo. Con Él, seremos permanentes. Sin Él,
una leve pavesa, un poco de humo, nada. Nuestra fe católica
es la única explicación que da sentido a la
vida, que la hace soportable, que ilumina sus oscuridades
y sus sobresaltos. En estos días, tenéis que
volver a encontrar ese caudal de energía y pedirle
a Jesús que, por la intercesión de su santísima
Madre, os ayude a dejar la piara donde hozan tantos hombres
sensuales y convertiros en mesnada, en ejército de
alegría y paz, en la nueva raza de apóstoles
que él quiere establecer dentro de su Iglesia."
Durante media hora siguió la plática. No se
oía una tos, ni un movimiento. Los treinta ejercitantes
parecían ensimismados, aunque Antonio creyó
ver por el rabillo del ojo que el ingeniero bostezaba y se
removía en su asiento.
Al salir del oratorio, todos en silencio, se dirigieron a
sus habitaciones. Antonio se arrebujó entre las mantas.
Sentía frío y desconcierto. Y miedo. Quería
dormirse pronto y no pensar. Tras unos segundos de lucha,
el cansancio y la tensión le rindieron y se quedó
profundamente dormido. Al día siguiente, y al siguiente,
y al siguiente, más pláticas, más sermones,
algunos en la sala de estar, con Juan Cortés como protagonista.
Entre acto y acto, viacrucis, rosarios, paseos por la pineda.
Antonio se sentía aplastado por los argumentos de las
charlas, por el ambiente. La última tarde tuvo una
conversación con don Jesús. Quiso llevarle a
su terreno, a sus ilusiones para el futuro, a su amor por
Amparo. Don Jesús, cortés pero firme, le interrumpió.
-Mira, Antonio, todo eso está muy bien, pero tu visita
a Molinoviejo es probablemente una indicación cariñosa
del Señor para que profundices en el sentido de tu
vida. Piensa que lo más fácil es conformarse
con una vida cristiana, protegida por el apoyo de la autoridad
y glorificando a Dios como uno más. ¿No has
reflexionado nunca en la parábola de los talentos?
Él te ha concedido un número importante de posibilidades.
Tienes estudios, inteligencia, una capacidad de influencia.
¿No se te ha ocurrido que podrías darlo todo?
Yo no te presiono, pero éstos son momentos en que hay
que mostrarse valiente con uno mismo. Luego, en Madrid, tus
circunstancias ahogarán estos planteamientos radicales,
y tú, que a lo mejor has nacido para caudillo, te conformarás
con ser soldado de a pie.
Antonio se sentía interiormente desgarrado. No tenía
argumentos que oponer a la contundencia de los de don Jesús.
Se aferraba a su felicidad, a sus planes para el futuro largamente
conversados con Amparo. Entraba en el oratorio y, en la semioscuridad
del recinto, la luz del sagrario parecía hacerle guiños.
Salió confuso de los ejercicios. Pasó unos
días de vacaciones, los que quedaban de Semana Santa,
desasosegado y de mal humor. Y para colmo, Amparo se encontraba
lejos y su presencia cariñosa, sus grandes ojos no
estaban allí para calmarle.
El Domingo de Resurrección, Carlos le llamó
por teléfono y le invitó a una merienda que
se celebraba en la residencia.
-Tráete algo para contribuir -le sugirió al
colgar.
Al entrar en Padilla, oyó cánticos procedentes
de la sala de estar. Entró y se unió al grupo
de unos veinte que, bajo la dirección de don Jesús,
cantaban una canción gallega. Al terminar, se repartieron
los bocadillos en partes iguales, mientras un botijo de agua
fresca corría de mano en mano. Juan, el director, dijo:
-Estamos alegres porque Cristo ha resucitado. Esta alegría
tiene que llevamos a hacer la vida agradable a los demás,
y a veces eso significa empujar a alguien para que se lance
a la santa locura de dejar de pensar en sí mismo. iA
ver, don Jesús, otra canción!
Así pasaron la tarde. De vez en cuando alguien contaba
un chiste. Antonio estaba cada vez más impresionado
ante sus nuevos camaradas. A intervalos regulares, uno se
levantaba, dirigía una seña al director y se
iba. Antonio descubrió que se turnaban en el oratorio
para "hacer compañía al Señor",
como le dijo después Carlos.
Al salir de Padilla, caminó despacio Serrano abajo.
Eran las nueve de la noche. Las terrazas de los bares, con
el buen tiempo, estaban llenas de chicos y chicas hablando
y riendo. Se sentía raro. Pensaba en retazos de los
ejercicios, en la residencia. ¿No tendría él
derecho, como todos aquellos que llenaban las terrazas, a
sonreír a la vida del brazo de Amparo? Los puntos de
Camino, largamente meditados en Molinoviejo, se iban convirtiendo
en respuestas automáticas a sus reflexiones. ¿Tú
aburguesarte, tú del montón, si has nacido para
caudillo?
En casa, su hermana le recibió juguetona. -Tienes
tres cartas de Amparo. ¡Vaya suerte!
Cogió los sobres y, después de haber cenado
en silencio, se metió en su cuarto. Leyó una
y otra vez las cuartillas escritas con la letra picuda de
monjas. Todas decían aproximadamente lo mismo. La última
terminaba así: Quiero sentirme tu mujer y que nuestro
hogar sea tu descanso y tu razón de vivir. Te quiere,
Amparo.
Pero los sentimientos de la chavala se le aparecían
como falsos, examinados desde aquella aventura excluyente
y totalitaria que se abría ante su vida.
Al acostarse, rezó despacio un padrenuestro y se durmió
repitiendo: "Hágase tu voluntad aquí en
la tierra como en los cielos."
El miércoles siguiente regresó Amparo. Se vieron
por la tarde, y la chiquilla lo recibió con las mejillas
encendidas. Depositó en ellas un tímido beso,
mientras Amparo le estrechaba las manos. Permanecieron un
rato en silencio, paseando Martinez Campos abajo.
-¿Cómo te ha ido en los ejercicios? ¿Has
pensado en mí? Mientras le relataba superficialmente
la estancia, sentía en su interior una especie de desencanto.
Había imaginado que la presencia de Amparo, la sola
mirada de sus ojos, detendría sus nerviosismos y calmaría
sus tensiones, restableciendo su equilibrio emocional. Pero
se daba cuenta de que no era así. Al dejarla, y mientras
volvía a casa, casi habló en voz alta: "iJesús,
dime lo que quieres de mí! iY dímelo pronto!"
Durante los meses siguientes, trató de mantener una
especie de dualidad en su comportamiento. Por una parte, intentó
redoblar su interés por las clases ya reanudadas, por
el fútbol dominguero y los paseos y conversaciones
con Amparo. Por otra, conservó su fidelidad al plan
de vida que entre don Jesús y Juan Cortés le
habían trazado y que incluía misa diaria, diez
minutos de oración con Camino y examen de conciencia
nocturno. Una vez a la semana, pretextando ante Amparo una
reunión de compañeros de estudio, se pasaba
la tarde en Padilla, donde se confesaba y charlaba con don
Jesús, aceptaba las bromas y las insinuaciones de Juan
Cortés y charlaba con Carlos de las cosas de la Obra.
Carlos tenía la virtud de estimular su curiosidad con
ese trajín de mostrar y ocultar que se traía.
Nunca le daba explicaciones definidas sobre cosas concretas,
sino que le mantenía en una especie de tensión
permanente respecto al camino y las aventuras reservadas a
los que, como él, habían entregado sus vidas
a Dios en el seno de la Obra. Una tarde, cansado ya de preguntarle
sin éxito cuáles eran las obligaciones derivadas
del voto de obediencia en el Opus, le espetó:
-Pero vamos a ver, Carlos, suponte que yo entro en la Obra
y que en la vida civil llego a ser general del ejército,
que hay una guerra y, en el otro lado, otro general es también
del Opus y que nuestros superiores dan unas instrucciones
contrarias a nuestros respectivos jefes militares. ¿Qué
habría que hacer en ese caso?
Carlos respondió sonriente: -Eso ya lo habrá
previsto el Padre y lo dejará bien claro por escrito.
Mira, Antonio, yo no sé si tú vas a entrar en
la Obra o no. Lo que tienes que entender de una vez por todas
es que nuestro espíritu consiste en una absoluta fidelidad
al Padre y a sus delegados y que, con esa fidelidad, ellos
se podrán equivocar, pero tú nunca. La obediencia
más importante, la que Cristo nos enseñó
en el Huerto de los Olivos, es la sumisión de la inteligencia,
el aceptar la voluntad de Dios sin entenderla. Y ése
es el núcleo de la entrega en la Obra, especialmente
aplicable a nosotros, que somos, como dice el Padre, la aristocracia
de la inteligencia.
-O sea -repuso Antonio-, que, según vosotros, todo
cuanto me ocurra en la vida tendrá solución
si me fío de los superiores...
-Exactamente. No has podido expresarlo de manera más
clara. Se ve que vas cogiendo el espíritu -concluyó
Carlos -. Vamos al oratorio a despedirnos del Señor.
Poco a poco, Antonio iba cayendo en un abismo sin fondo.
Por un lado, su anterior esquema de vida se volvía
cada vez más problemático si analizaba su futuro
profesional y familiar a la luz de aquel catolicismo sin fisuras
que la Obra, como consumación del credo más
sencillo del colegio, le presentaba. Por otro, aquel horizonte
de entrega sin condiciones, que le garantizaba la simplicidad
en esta vida y la felicidad en la otra, se estaba convirtiendo
en una obsesión, fortalecida por el clima de simpatía
y solidaridad de la residencia, tan distinto a los ambientes
frívolos, groseros y pragmáticos de la facultad.
Tomó la costumbre de permanecer callado, absorto en
sus pensamientos, durante mucho tiempo, tanto que Amparo,
e incluso su familia, lo notaron.
Don Leoncio tranquilizaba a la madre.
-Son cosas de la adolescencia, mujer. Los chicos de hoy piensan
más que nosotros, no están tan abrumados por
las necesidades y las obligaciones como estaba yo a su edad
y le dan más vueltas a las cosas. Luego hay también
lo de la chavala, que se lo ha tomado muy en serio. Déjalo
en paz.
En las siguientes vacaciones de Semana Santa, los Cuadrado
se marcharon a Avila, y Amparo consiguió de sus padres
permiso para ir con ellos. Hacía un tiempo primaveral,
y los novios se pasaban el día de excursión
por el campo. Una tarde, a mitad del camino de regreso hacia
las murallas, el cielo se encapotó y empezaron a caer
gruesas gotas. Antonio y Amparo se guarecieron en una cabaña
que descubrieron en la esquina de la arboleda. Pronto, las
caricias del chico se hicieron más insistentes e inquisidoras.
Amparo protestaba cada vez más débilmente y
se arrimaba al caliente cuerpo de Antonio. Éste logró
desatar las cintas del sostén de la muchacha y, por
primera vez en sus relaciones, acarició y besó
sus pechos. Amparo se estremecía y, casi sin darse
cuenta, torpemente, ayudada por las manos de Antonio, asió
el miembro viril de éste y empezó a masturbarle.
El chico se encabritó, le subió las faldas y
se enzarzaron en una lucha que terminó con una eyaculación
de Antonio encima de Amparo, pero sin ayuntamiento sexual.
Los dos temblaban y Amparo se echó a llorar.
-¿Ves? iLa culpa es mía, por acariciarte más
de la cuenta!
-No digas eso, Amparo, esto es lo más natural del
mundo y sólo falta que nos casemos para hacerlo como
Dios manda.
Paró de llover y completaron en silencio el recorrido
hasta la casa. Antonio salió de nuevo a la calle y,
casi sin darse cuenta, terminó en una iglesia. La tranquilidad
del silencioso y oscuro templo, el olor a cera y a incienso
de una reciente ceremonia, le trajeron recuerdos mezclados
de la escena con Amparo y de los mensajes religiosos acumulados
en su memoria. "Soy un cerdo - se dijo -, un cerdo completo.
Casi violo a mi novia, y todo por una satisfacción
momentánea." Dos lágrimas surcaban sus
mejillas. Apoyó la cabeza en el banco de delante y
lloró profunda, mansamente.
Unos días después, ya en Madrid, confió
a don Jesús su pena, sentados ambos en los silloncitos
del cuarto del cura en Padilla.
-Mira, Antonio, yo creo que lo que intentabas era ahogar
en el cuerpo de Amparo un impulso superior. Dios te está
haciendo señas de que quiere más, y tú
intentas zafarte de esa llamada, engañándote
con el atractivo de una mujer. Fíjate a qué
niveles de desencanto te lleva ese comportamiento.
-Don Jesús, yo sólo sé que no hago más
que comparar constantemente lo que me espera en la vida si
sigo con mi plan previo con las cosas que ustedes me dicen.
Y estoy hecho un lío. Además, no puedo ni concentrarme
en el estudio. A veces, cuando salgo con Amparo, su belleza,
sus gestos, su conversación destaca sobre un telón
de fondo que yo pongo hecho de todas las sublimidades de la
entrega, y eso lo estropea todo. Incluso sus caricias me saben
a acíbar. Sin embargo, no creo que Dios esté
insatisfecho de mí. Incluso me parece que, si la mitad
de mis compañeros de clase llevaran la vida que yo
llevo y tuvieran mis planes de cristianismo serio de persona
mayor, ya sería gran cosa para el apostolado de la
Obra.
-No tires balones fuera, Antonio. En las cosas del Amor con
mayúscula, todos los planteamientos son personales.
Es de ti de quien estamos hablando, de tu capacidad de generosidad.
Dios no quiere utilizarte como pescador de hombres más
que si eres fiel a tu llamada personal. Si él quiere
que te cases y seas un soldado de a pie, ya nos lo hará
saber. Pero me parece, y conste que no quiero ni puedo presionarte,
que te está haciendo las suficientes señas como
para que te tomes en serio la posibilidad de una vocación
de entrega total. Se aproxima ya el mes de mayo. Vamos tú
y yo a pedirle a la Virgen que te ayude a ver claro. Ella
es nuestra Madre y sabe de amores verdaderos, sacrificados.
¿Te parece?
Durante el mes de mayo, Antonio aumentó en otro día
su cupo de visitas a Padilla. Los lunes, a las siete de la
tarde, él y otros cinco estudiantes asistían
a un círculo de estudios, en el que Carlos Ortega les
comentaba el evangelio de la misa del día y luego les
hablaba de algún aspecto de la vida interior o del
apostolado de la Obra, terminando con seis puntos de examen,
siempre los mismos. La cosa duraba de media hora a tres cuartos,
y Carlos usaba como guión un papelito lleno de referencias
a Camino. Al final se rezaban tres avemarías y se celebraba
una tertulia para hablar de deporte, o de apostolado.
En la segunda semana de mayo, una mañana luminosa
antes del mediodía, Carlos acompañó a
Antonio San Bernardo arriba, hasta mitad de la calle.
-Durante el mes de mayo, tenemos costumbre de hacer una romería
a una ermita de la Virgen, rezando las tres partes del rosario,
una al ir, otra allí y otra al volver, pidiéndole
por todo lo nuestro y por la intención especial de
cada uno. ¿Quieres que vayamos el domingo por la mañana?
Antonio aceptó complacido, porque la devoción
a la Virgen era uno de los aspectos más agradables
de su austera religión. El domingo siguiente, a las
diez de la mañana, apareció en la estación
de metro de Vallecas, donde Carlos le había citado.
Carlos compareció con Gregorio, el ingeniero que había
hecho con él los ejercicios en Molinoviejo y que, aunque
menos, también frecuentaba Padilla.
-Hemos pensado -dijo Carlos- que podríamos matar dos
pájaros de un tiro y, al mismo tiempo que la romería,
haremos una visita a los pobres.
Antonio recordó que, al terminar el círculo,
se pasaba una bolsa donde cada uno echaba el dinero que podía.
Le habían explicado que ese dinero era para los pobres
de la Virgen. Vallecas arriba había una iglesia con
una advocación mariana, y hacia ella se encaminaron
los tres, rezando el rosario en voz baja para que los transeúntes
no lo advirtieran. Permanecieron en la iglesia alrededor de
un cuarto de hora. Antonio le pidió a la Virgen que
le ayudara a resolver su problema, y se sintió aliviado
porque la imagen, iluminada por el sol mañanero que
atravesaba una ventana, le recordaba la sonriente cara de
Amparo. Carlos les indicó el camino de la sacristía,
donde debían encontrar al cura que facilitaba la lista
de familias pobres del barrio. Lo encontraron limpiando candelabros.
Era un hombre joven, fuerte, con una sotana sucia y un jersey
azul encima de ella.
-Vosotros sois los estudiantes de Madrid que llamaron por
teléfono ayer, ¿no? Me da igual si sois falangistas
o comunistas. A ver si les podéis echar una mano al
barrio de latas de ahí arriba, porque, en cuanto viene
el invierno, se inunda y adiós. No tiene pérdida
el encontrarlo. Está detrás de aquella loma
que se ve desde la ventana. Cualquier choza, cualquier cueva,
merece ser socorrida.
Llegaron en seguida. Al sol primaveral, docenas de críos
semidesnudos jugaban con palos y piedras. Las madres tendían
la ropa y, en una esquina de la loma, al abrigo del viento,
cuatro mesas de madera con sendos taburetes de piedra eran
el asiento de cuatro vocingleras partidas de cartas para los
hombres. Gregario, más decidido, empezó a interrogar
a uno de los jugadores.
-¿Tiene usted empleo?
-iHombre! Lo que se dice empleo fijo, no. Aquí, el
Antonio, conoce mucha gente de obras, y en el buen tiempo,
nunca falta un jornal de peón. Pero como te desgracies
o en cuanto llega el frío, se acabó. Pero por
lo menos aquí se vive, y no como estábamos en
Badajoz, que era una miseria viva. Y la parienta se saca sus
pesetas lavando en una casa de Madrid. Peor están los
recién llegados, que ahora viene mucho personal de
Jaén y de Granada, que los tenemos que dejar dormir
en nuestras cuevas y, oiga usté, ya no se cabe. Si
al menos nos dejaran obrar un poco, pero los "polis"
te denuncian en cuanto construyes algo fuerte, y cada mes
viene un mandao del dueño de todo esto que nos cobra
tres duros por cueva y cinco por choza y no deja abrir más
agujeros.
-¿y qué hacía usted en Badajoz? - curioseó
Gregorio.
-Pues lo que todos, joven, pasar hambre y echar jornales
en la siembra y en la recolección del cereal. iUna
muerte! Sin luz, sin agua, sin médico, a diez kilómetros
del pueblo.
-Bueno, Gregorio -interrumpió Carlos-, nosotros a
lo nuestro. Aquí tiene usted diez duros de parte de
los universitarios. Dé gracias a Dios y cómprele
a los chicos unos pasteles y con las mismas, empujó
a Antonio y a Gregorio hacia la carretera. De regreso, rezaron
de nuevo el rosario. Antonio comentó al final:
-A veces no nos damos cuenta de que a diez minutos de casa
hay toda esta miseria. Mi padre dice que es necesario crear
puestos de trabajo para impedir otra guerra civil.
-Mira -intervino Gregorio-, yo no me creo nada de lo que
dijo este tipo. Seguro que era un vago, que prefiere gandulear
en la capital a trabajar en serio en el campo. ¡Con
su capataz quisiera yo hablar! Mucho cuento es lo que tiene
esa gente, y no hacen más que crear problemas de saturación
y desorden en Madrid. Este país no tiene más
solución que disciplina y una minoría rectora
firme y racional.
-Bueno, todo eso es política - dijo Carlos -. Nosotros
hemos venido aquí a honrar a la Virgen practicando
la caridad y las virtudes humanas. En el fondo, estas limonas
nos benefician más a nosotros, que así vemos
la suerte que nos ha tocado de pertenecer a una clase pudiente
y las cuentas que tenemos que dar a Dios usando bien de los
talentos recibidos. Cuando seamos profesionales, será
hora de plantearse las cosas como tú dices, Gregorio.
Hoy voy a dedicar la oración al tema de la pobreza
de espíritu, porque nosotros hemos de mantenernos desprendidos
de las cosas materiales en el espíritu, para mejor
servir a Dios, y esta gente pobre, aun sin tener, a lo mejor
son ricos y avarientos en la intención.
Se despidieron al llegar al metro. A partir de entonces,
Antonio se concentró en la preparación de los
exámenes. Había sido un estudiante constante,
un par de horas al día de trabajo, y estaba seguro
de sacar buenas notas. Acabadas las clases, se quedaba en
casa todo el día, y Amparo iba a hacerle compañía
por las tardes, al salir del colegio. Ella y Pilar se coaligaron
para prepararle café y pasteles, estrenando sus primeras
habilidades culinarias. Doña Elena le contaba por la
noche a don Leoncio todo aquel juego que se traían
las chicas para ayudar a Antonio, y ambos sonreían
complacidos. Antonio se sentía cada vez más
cómodo en aquel ambiente familiar, y una noche, sin
saber por qué, tuvo un largo insomnio en el que llegó
a dos sencillas conclusiones: la primera era que iba a casarse
con Amparo y dejarse de sobresaltos de conciencia. Por tanto,
no volvería a Padilla. La segunda, que quería
casarse pronto y, para ello, haría dos cursos de Derecho
el próximo año y adelantaría todos los
planes. Habló con don Leoncio al día siguiente,
y éste no puso peros. Con ayuda del ya general Contreras,
consiguió adelantar también su incorporación
a las milicias universitarias y, aquel verano, después
de los exámenes, le tocó ir al campamento de
La Granja.
Los domingos, los Cuadrado y Amparo visitaban desde Ávila
al flamante recluta, y a la jura de bandera asistieron también
los padres de Amparo, él luciendo su uniforme de coronel
de infantería. Antonio, aleccionado por el general
Contreras y su futuro suegro, supo acomodarse sin protestas
a las minucias de la vida campamentaria y a los caprichos
y veleidades del sargento u oficial de turno. "Tú,
a pasar desapercibido, hijo", le insistía cada
domingo don Leoncio. Ni la incomodidad de la tienda, ni el
camino polvoriento del campo de tiro, ni las teóricas
a pleno sol le pudieron. Tuvo la fortuna de coincidir en la
tienda con tres compañeros del equipo de fútbol
de la facultad, gente reidora, cuya principal afición
consistía en contar chistes verdes, "para mantener
alta la moral", como decían a carcajadas. Aquel
verano pasó deprisa. Una tarde de domingo, ya cercano
el final del período de campamento, al pasar por un
corro de malditos descubrió a Juan Cortés, el
director de Padilla. Se azaró un poco y quiso escurrir
el bulto, pero Juan se levantó de un salto y fue hacia
él.
-No sabíamos que estabas en La Granja. ¿ Cómo
no dijiste nada al venir? Aquí funciona un círculo
y hay gente de la Obra. Supusimos que los exámenes
te impedirían venir por Padilla. ¿ Qué
tal los resultados?
Antonio salió del paso con cuatro cortesías
y se fue de allí con una sensación indescriptible,
mezcla de miedo y vergüenza, que le tuvo nervioso el
resto del día.
Al volver a Madrid con la familia, se matriculó en
segundo y tercero de Derecho. Decidió asistir a todas
las clases teóricas por la mañana y a dos prácticas
al día por la tarde, y empezó un maratón
de estudios sólo interrumpido por los breves paseos
vespertinos con Amparo, la práctica del fútbol
universitario los domingos por la mañana y el usufructo
del abono de tribuna para ver al Real Madrid en Chamartín
que le había regalado don Leoncio como premio a su
éxito en junio.
Con sus idas y venidas apresuradas de clase a clase, casi
no hablaba con sus compañeros de San Bernardo, y menos
con Carlos Ortega, a quien evitaba las pocas veces que lo
vislumbraba de lejos. Una tarde, después de las prácticas
de derecho civil, se topó en la escalera con Miguel,
su compañero de colegio, con quien había descubierto
en primero los bares y a Patro, la prostituta.
-iPero hombre, Antonio! ¿Dónde te metes? Antonio
le explicó sus planes.
-Desde luego, estás agilipoyao, chico. Mi padre dice
que éste es el único momento bueno de la vida,
y que lo que uno no se divierta de estudiante ya no se recupera.
¿Por qué no te vienes el domingo por la tarde
con nosotros? ¿Tienes dinero, cosa de diez duros?
Antonio quiso poner inicialmente una disculpa, pero, no queriendo
disminuir su hombría ante el compañero de colegio,
aceptó. Miguel le esperaría a las seis en la
puerta del teatro Martín. Un amigo le proporcionaba
entradas de claque a bajo precio, con la sola obligación
de obedecer al jefe aplaudiendo cuando él lo indicaba.
Por un duro vieron la función, con otros seis estudiantes,
todos conocidos. Se extasiaban con los contoneos de una francesita,
Monique Thibaut, y con las más rudimentarias formas
de las quince garridas españolas del coro.
-¿Te gusta la vicetiple? - le dio con el codo Miguel
al encenderse las luces del descanso.
Antonio estaba nervioso y sudaba. Al final de la representación,
Miguel le llevó a Las Palmeras, una sala de fiestas
de Quevedo donde había quedado con dos chicas.
-Son de medio pelo, ¿sabes?, pero están buenísimas
y les encanta el trajín.
Antonio quedó emparejado con Ramona, una morena, gorda
y risueña, que se le pegaba al cuerpo al son de los
boleros de Machín que insistentemente ejecutaba un
conjunto no demasiado conjuntado.
Bailaron, rieron, se sobaron hasta las once de la noche y,
al acompañar a Ramona, que vivía en la plaza
de Trafalgar, ésta se dejó besar y acariciar
en el portal de su casa, hasta que Antonio se corrió
en los pantalones.
Al día siguiente, Miguel le contó que Ramona
estaba de criada en esa casa y que la otra le había
dicho que ¡ojo!, porque tenía un novio formal
carpintero con quien se iba a casar, pero que de vez en cuando
se aburría del novio y salía con un estudiante.
-Lo típico, Antonio. Mientras seamos estudiantes y
sin compromiso, somos los dueños de la alegría
de Madrid, y todo el mundo quiere participar de lo nuestro.
Antonio estaba cada vez más asustado ante sus propias
reacciones. Desde aquel incidente con Amparo, había
frenado sus caricias y sus efusiones, para no asustar ni poner
nerviosa a su novia. La vida campamentaria en verano, y ahora
el duro ritmo que se había impuesto, parecían
haber sosegado sus impulsos, pero ahí estaban de nuevo,
rebrotando con fuerza.
Sin pensarlo demasiado, aquel jueves fue a confesarse a Padilla.
Don Jesús le recibió con una sonrisa.
-Te nos habías perdido, ¿eh?
Antonio abrió su corazón a borbotones y terminó
llorando de rodillas frente al crucifijo negro que don Jesús
tenía encima de la mesa. Mientras le daba los consejos
finales de la confesión, don Jesús le consolaba
con palmadas en los hombros:
-iÁnimo, Antonio! Somos un trozo de carne habitado
por la gracia de Dios, y a veces nos empeñamos en no
dejar que ésta se aposente del todo en nuestras vidas.
Cuando uno recibe un anticipo de lo que es la compañía
de Dios, nada puede ya llenarle. Me parece que tú estás
jugando con fuego y tratando de enterrar una brasa que Cristo
mismo ha encendido en tu vida.
Salió de aquel rato sosegado, pero seco interiormente.
Caminó despacio por el familiar itinerario hasta su
casa. Estaba triste, pero no tenía fuerzas para reaccionar
con un pensamiento positivo. Por la noche, su memoria le presentaba
de nuevo esa gran opción, ante la cual los planes profesionales,
su vida con Amparo, palidecían. "Ya estamos otra
vez igual", dijo en voz alta y con amargura antes de
quedarse dormido.
Pasó dos meses horribles. Trató de enterrarse
en el derecho civil, el canónico, el mercantil. Se
inventó un mecanismo mental para ahuyentar de la memoria
las ideas incómodas. En dos o tres ocasiones, Amparo
protestó contra su mutismo y contra la dureza, la insistencia
y la agresividad de sus caricias.
Tenía los nervios de punta. En Navidades volvió
a Padilla. Nada más entrar, Carlos Ortega, que le abrió
la puerta, le dijo:
-Iba a llamarte por teléfono. Juan me ha dicho que
quería verte.
Juan Cortés le recibió en Dirección.
Cargando su pipa y con su característico tono de jovial
paternalismo, le dijo:
-Antonio, tenemos que hablar de hombre a hombre. No hemos
charlado mucho, pero me tengo por buen psicólogo (al
fin y al cabo soy médico) y entre Carlos y don Jesús
me han ayudado a formular un diagnóstico. Creo que
tú tienes una vocación como una casa. Y cuanto
más te empeñes en no aceptarla, peor lo vas
a pasar. No le pongas barreras al Señor. Más
bien, como dice el Padre, pregúntale: "Si esto
me pides, ¿qué me irás a dar?"
-Yo no sé si tengo vocación - contestó
nerviosamente Antonio -. Lo único que sé es
que me voy a volver loco si no consigo olvidarme de esta alternativa.
Hasta las cosas más agradables de mi vida me resultan
amargas a causa de esta especie de inseguridad que me invade.
Pero, Juan, ¿ tú estás seguro?
-No es cuestión de estar seguro, Antonio. La entrega
requiere siempre una actitud de riesgo. Si no, no tendría
mérito. Hemos de valorar lo que dejamos para servir
a Dios, y tiene que costarnos. Él no se satisface compartiendo.
Lo quiere todo de sus elegidos. Pero tenemos que dárselo,
no aceptar una irresistibilidad matemática. Te sugiero
que te metas en el Belén esta Navidad, que te hagas
uno de los pastores, o mejor el burro del pesebre, que mires
al Niño recién nacido y le pidas a su Madre
que te ayude a poner tu vida a sus pies.
Continuaron hablando un poco más de volver al plan
de vida que habían concretado en los ejercicios, y
Antonio se despidió con un "Sea lo que Dios quiera".
Aquella noche, rezó casi en voz alta: "Señor,
no sé qué líos te traes conmigo, pero
me siento incapaz de soportar esta tensión. Creo que
quieres mi vida entera y me parece que no tengo más
remedio que dártela. Hazlo de forma que no sea dolorosa
para Amparo, que ella no sufra."
Al día siguiente, nervioso pero resuelto, se sentó
frente a una cuartilla y escribió una carta a Amparo,
que se hallaba con sus padres en Ávila. Querida Amparo:
Algo dentro de mí que nunca me he atrevido a contarte
me lleva a dejarte. Te dejo para servir a Dios. Cuando vuelvas,
es mejor que no nos veamos, para no sufrir y, ¿por
qué no decirlo?, para no ponerme en la tentación.
Te encomiendo. Antonio.
Con la carta en el bolsillo, se marchó a Padilla.
Le recibió Carlos, con una luz nueva en sus ojos.
-¿Quieres ver a Juan? -le preguntó.
-No sé si a Juan o a don Jesús.
-Si vienes a lo que me figuro, a Juan. En la Obra el director
es laico. El sacerdote no es director, sino confesor, asesor.
Sólo decide dentro del sacramento de la penitencia.
Juan Cortés lo recibió en seguida.
-¿A qué vienes tan de mañana?
-Ya puedes imaginártelo, Juan. Quiero ser de la Obra.
Me parece que no tengo derecho a resistirme.
-iEstupendo! Cuando venga el Señor en Navidad, dentro
de unos días, tendrá un loco más en su
manicomio. Unos consejos prácticos antes de nada, Antonio.
Esta decisión que has tomado, aunque tú la consideres
firme, es una cosa muy delicada que llevas dentro de ti y
que tienes que proteger. No la comentes con nadie fuera de
la Obra. Muéstrate natural con tus padres, procura
que no se den cuenta del cambio. A la chica esa con quien
pensabas casarte, pídele discreción.
-Le he escrito una carta - repuso Antonio mostrándosela.
-¿A ver? Muy bien. Escueta. Puedes añadir lo
de la discreción. Acabas de realizar un acto típico
de la Obra. En señal de entrega, nosotros damos a leer
al director nuestras cartas; las que nos llegan se las damos
cerradas, y él nos las devuelve si lo cree oportuno;
las que mandamos se entregan abiertas en Dirección.
Otra cosa: aunque nosotros no vamos a espectáculos,
tú sigue yendo con tu padre al fútbol. Es cada
dos domingos, ¿no? Ya lo interrumpirás a su
debido tiempo... Ahora, tienes que escribirle una carta al
Padre. Empieza por "Querido Padre", y no te olvides
de ponerle firma y fecha. La sustancia de la carta es pedirle
tu admisión como socio numerario del Opus Dei. Puedes
decirle lo que quieras. Toma esta cuartilla y avisa cuando
termines. Usa mi mesa.
Antonio se sentó en ella, fijó la mirada en
el crucifijo y escribió de corrido tres líneas.
No quiso extenderse más. A guisa de comentario central,
puso antes de la petición: "A pesar de todo le
ruego me admita..." y subrayó la frase.
Al salir al pasillo, vio a Juan, don Jesús y Carlos
charlando juntos con expresión de alegría.
-Pax, Antonio -le abrazó Carlos.
-Enhorabuena, jurista -le dijo sonriente don Jesús.
-Esperad, esperad -interrumpió Juan -. ¿Has
escrito la carta?
-Claro, tómala.
-Pues ahora sí que te felicito yo también. Pax,
Antonio.
Entremos todos en Dirección.
Se sentaron.
-No se sabe quién está más contento,
¿verdad, Carlos?
Por fin te ha "pitado" tu amigo. No te puedes figurar.
Antonio, cómo te he encomendado y ofrecido horas de
estudio y mortificaciones para que llegaras a esto. Eres el
primero en "pitar" en estas vacaciones de Navidad.
Don Jesús, ya le puedes borrar de esa lista que cada
mañana recitas en la misa.
Continuaron unos minutos charlando de otros chicos "pítables"
a corto plazo, y Juan encargó a Carlos:
-Explícale a Antonio el plan de vida y daos una vuelta
antes de comer. Tenéis permiso para tomaros unas cañas
y celebrarlo.
Antonio y Carlos bajaron a la calle de Serrano. Era un día
de diciembre, frío pero soleado. Entraron en el bar
de la esquina y pidieron dos cañas. De pie en la barra,
Carlos comenzó su charla, muy seguro de sí mismo.
Antonio, que le miraba fascinado, escuchaba atento.
-Si quisiera resumir en pocas palabras nuestro plan de vida,
serían sinceridad, docilidad y sencillez. Sinceridad,
que es la clave de la vida en casa. Cada semana tenemos la
confidencia con el director y la charla con el sacerdote,
en las que hemos de abrirnos totalmente para que nos conozcan
y puedan ayudarnos y apoyarse en nosotros para sacar adelante
la Obra.
-¿Cuál es la diferencia entre la confidencia
y la charla?
-La confidencia es más amplia. Al director le contamos
todo, vida interior y exterior, y él nos dirige y aconseja
también en todo. El cura tiene la exclusiva del sacramento
y se concentra más en la vida interior. Con la docilidad,
logramos ser instrumentos eficaces, mazas de acero envuelto
en funda acolchada, como dice el Padre. Y cuando no veas clara
una cosa, vive la infancia espiritual y hazte niño
que se fía de su padre. Esa es la última nota,
sencillez. Con la entrega, nuestra vida se simplifica, se
descomplica. Si eres sencillo ante Dios y los superiores,
todo te será fácil y agradable.
Antonio iba digeriendo las palabras. Se sentía calmado,
abierto, como un suelo fértil donde sus nuevos hermanos
sembrarían una simiente fecunda.
-Poco a poco -continuó Carlos-, irás aprendiendo
las normas, las costumbres. Es de buen espíritu querer
aprender siempre y desear morir aprendiendo. Hoy te explicaré
las dos primeras normas diarias: el ofrecimiento de obras
y la ducha. Nada más despertarte por la mañana,
sin conceder un segundo a la pereza, en lo que llamamos el
minuto heroico, te levantas y besas el suelo, diciendo Serviam.
Es lo contrario del Non serviam, no serviré, de Luzbel
el rebelde. Nosotros le decimos todos los días al Señor,
como primer acto reflexivo, que queremos servirle. Después,
la ducha de agua fría, en invierno y en verano, que
tonifica el cuerpo y lo hace resistente a la tentación.
Si tienes alguna enfermedad o algo que te impida ducharte,
se lo dices al director para que te dispense.
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