LOS HIJOS DEL PADRE
Novela de Alberto Moncada
CAPÍTULO 1. PLAYA DE GANDÍA
Antonio Cuadrado, director de marketing de la Oil Iberia,
ejecutivo triunfador a sus cuarenta y cinco años, vagaba
sin rumbo fijo por el paseo marítimo de Gandia a las
seis de la tarde de un abrasador día de agosto de 1975.
Se había despertado de la siesta con la boca seca y
ese cansancio agradable que proporciona el ejercicio muscular.
Era su tercer día de vacaciones y, por tercera vez,
había jugado al fútbol en la playa con su hijo
y los amigos de éste. Aún sabía meter
el empeine a la pelota y dar dos o tres zancadas con ella
pegada al pie, antes de sentir ese tirón en los pulmones
que marca e! límite de! esfuerzo. Después del
chapuzón en el tibio Mediterráneo, no se había
frenado lo más mínimo con la comida ni con el
vaso. Al fin y al cabo, vacaciones. Ya compensaría
con el deporte los excesos gastronómicos. Pero la sangría
lo había tumbado. Irene se había puesto pesada.
"No bebas más, que luego lo pagamos nosotros,
aguantando tu dolor de cabeza y tus chinchorrerías."
"¡Déjame en paz, mujer!¡ Que no hay
manera de hacer lo que le da la gana a uno sin que se lo contabilice
alguien!" Antonio se había tumbado en la cama
y había caído en un sopor profundo.
Al salir más tarde, lavoteado y con un niki verde
y un meyba gris encima del calenturiento cuerpo, trató
de recordar dónde estaba aquel quiosco de la playa
donde una valenciana rechoncha y simpática vendia granizado
de limón a los veraneantes. Todavía no era hora
de sentarse en una de las terrazas del paseo para ir matando
el tiempo entre copa, cháchara y relax hasta que la
sesión de cine, la película de la tele o la
partida de cartas reclamaran su atención. "Gandía
- pensaba Antonio - tiene un atardecer verdaderamente soso.
Los chavales, dentro de unos años, se me incorporarán
a esas pandillas de moto, ligue, discoteca y excursión,
y se sentirán felices. Pero, ¿y yo?"
Trató de imaginarse a sí mismo penetrando en
el apartamento de la alemana del piso de arriba e iniciando
un diálogo propicio al entendimiento corporal; pero
le falló el recurso erótico y se le metió
en la memoria el recuerdo de !rene, con su dulzura y esas
manos sosegadoras de su cansancio diario que no estaba dispuesto
a arriesgar por nada, por nada...
Echaba también de menos las discusiones en la oficina
de la Compañía, en el enmoquetado piso veinte
del nuevo edificio Hércules, en Padre Damián.
Porque aquel invierno había sido movidito. Los americanos
llegaban de Nueva York con las últimas noticias del
embargo petrolífero y se pasaban el día preguntándole
por la posición española ante el chantaje de
los jeques. Antonio presumía ante ellos de sus contactos
en Industria, en Presidencia del Gobierno, y les contaba,
en su inglés del Time, mil y una suposiciones sobre
los frutos de la tradicional amistad hispano-árabe.
¡Qué chorradas inventaba para impresionarles!
Se reía interiormente recordando aquellas escenas.
Pero tales cosas le daban confianza, le hacían sentirse
protagonista y le metían de lleno en el pintoresco
mundo del cotilleo político, que ponía color
en aquel aburrido oficio de calcular consumos de petróleo
y mantener abastecidos y contentos a los distribuidores de
la Compañía. "El marketing es anticipar,
prever y, eventualmente, recrear una demanda potencial."
Recordaba las explicaciones de aquel entusiasta ejecutivo
de las oficinas centrales que, una vez al año, volaba
a Madrid para dispensar lo que él llamaba la filosofía
de la venta. Se veía de nuevo metido en aquellas sesiones
interminables de lavado de cerebro, en que cuatro o cinco
españoles de su nivel y responsabilidad soportaban
estoícamente las mediocridades y lugares comunes que,
con afán digno de mejor causa, sistematizaba, repetía
hasta el cansancio Philips White, un californiano de apenas
treinta años, con su Master en Business Administration
de Harvard aún caliente y una meteórica ascensión
en las oficinas de la Gil International en Nueva York.
En Gandía, por lo que llevaba visto en los últimos
tres veranos, no había demasiada gente interesada en
hacer tertulia de chismorreo político. Los padres de
los amigos de Antoñín y Elena, burócratas
como él del Estado o de alguna gran compañía,
no tenían ganas de hablar de Madrid, ni de los políticos,
ni de lo que iba a pasar cuando Franco muriese. Quizás
había tenido mala suerte en su elección de toldo
playera y de la tertulia de bar y cartas, pero todavía
no había encontrado a nadie dispuesto a enzarzarse
en una de aquellas largas conversaciones de Madrid, mezcla
de desahogo y anticipación del futuro, que eran la
salsa del café de las once en la oficina o de la cena
de los viernes con la pandilla de matrimonios.
¡Qué aburrido resultaba todo...! El sol pegaba
todavía fuerte sobre la arena de la playa y el cemento
del paseo. En el mar, se chapuzaba la gente, en ese baño
de la tarde que algunos preferían al de la mañana
porque el agua estaba como más tibia, más limpia,
y no había el griterío de la mañana.
Su pasión por el mar era tardía, pero se había
convertido en un adicto al Mediterráneo, a esa agua
que acariciaba su cuerpo y disipaba las tensiones y los cansancios,
a esa borrachera de sol que le penetraba muy adentro y le
calmaba los pulsos y las ideas, haciéndole entrar en
una comunión animal con algo más fuerte que
él, más primitivo, casi indiscernible. Los días
de Gandía le reconciliaban con su cuerpo. Durante el
invierno, Antonio era todo símbolo, lenguaje, comunicación,
recursos mentales. Tranquilizaba su biología con el
sueño prolongado, la siesta furtiva, el halago gastronómico,
el cuerpo de Irene; pero día tras día, después
de la ducha caliente y a la vez que eliminaba los pelos de
la cara, renunciaba también a los olores y los sudores
humanos, echando mano de la larga fila de tarros de cosmética
masculina que se alineaban en la repisa del lavabo.
Su organismo le pasaba alguna vez la factura: dolores de
estómago, fruto de la tensión nerviosa, que
duraban tardes enteras, hasta la copa de antes de la cena.
Pero, en conjunto, lograba olvidarse de su fisiología,
que en Gandía se desperezaba e imponía su ritmo.
Tumbado en la arena, cerca de otros cuerpos semidesnudos,
volvía a palpar sus músculos fláccidos,
a examinar su piel, a sentirse cómodo con los movimientos
y los olores de su tripa. No se imponía horarios fijos
para ir al cuarto de baño, bostezaba a boca abierta,
eructaba cuando tenía gases. Aquello le producía
una felicidad primaria, instintiva, y se estremecía
al pensar en la disciplina que imponía a su cuerpo
por razón de su trabajo en la oficina o por las reglas
de convivencia burguesa. Recordaba haber leído en algún
psicólogo de moda aquello de: "Inter faeces el
orina homo nascitur", como encabezamiento de un capítulo
sobre la necesidad que tiene el hombre de ciudad de restablecer
el coloquio fisiológico, la medida de sus corporeidades.
Biología y simbolismo, naturaleza y cultura, animalidad
y vida cerebral... ¡Vaya conflicto!
Un golpe brusco en la espalda le sacó de su ensimismamiento.
-¡Antonio!¿Pero eres tú?
Al darse la vuelta y taparse con el rostro de quien le abrazaba,
un mar de rojeces le subió a la cara y, en fracciones
de segundo, su pasado, aquel pasado que cada noche luchaba
por enterrar, reapareció de repente.
-iMariano! ¿De dónde sales?
Desde el quiosco, la valenciana miraba con cierto asombro
a aquellos dos hombres, a pleno sol, darse un abrazo tras
otro y sucesivas palmadas en los hombros. iCon el calor que
hacía en la playa!
-i Estás estupendo, Antonio! i Qué bien te sienta
la honrada vida de burgués!
-Déjate de leches, Mariano, que a los cuarenta y cinco
todos tenemos nuestra lista de achaques y de aprensiones.
Tú sí que estás bien con esa barba de
"progre" y ese buen color, síntoma de la
buena vida que te das.
-iHombre! Buena vida, toda la que puedo y me dejan. Tengo
un amigo psiquiatra que describe mi actual comportamiento
como un goce permanente de lo que en veinte años me
negué a mí mismo, y creo que tiene razón.
Pero cuéntame, ¿cómo te ha ido desde
hace... cuatro, cinco años? Desde nuestro episodio
común...
-Poco hay que decir, Mariano. Me casé inmediatamente
con Irene, la secretaria de mi jefe Tenemos dos críos.
Contribuyo al crecimiento del producto nacional bruto y, en
agosto, a veranear en la playa. ¿Y tú?
-Pues yo sigo sin saber muy bien si quedarme en España,
regresar a la jaula de oro de mi universidad californiana
o seguir el peregrinaje por Sudamérica... Estoy hecho
un lío... y sospecho que me encanta esta permanente
indecisión.
-¿Estás solo? - inquirió Antonio.
-Bueno, he venido a Gandía con una chica que conocí
en San Francisco y está recorriendo Europa. Se va mañana
a Londres desde Valencia, y no sé qué hacer
con este dichoso mes de agosto antes de que empiece el curso.
-¿Por qué no te quedas unos días en Gandía?
- sugirió Antonio -. Quiero que conozcas a Irene, y
me temo que siento una gran tentación de rememorar
contigo aquel diciembre del 69. ¿Por qué no
cenamos juntos esta noche y lo decidimos?
-Si no te importa, lo dejaremos para mañana - repuso
Mariano -. Katy se ha empeñado en que la lleve a Valencia
esta misma noche, para conocer la ciudad antes de que despegue
su avión a mediodía de mañana. Saldremos
dentro de un par de horas, en cuanto refresque un poco. Nada
más dejarla en el aeropuerto, cojo la autopista sin
entrar en Valencia, y desde las cinco me tienes en la habitación
215 del hotel Bayren. Llámame y hablaremos. A lo mejor
te hago caso. Además, tengo que contarte una cosa que
me pasó en San Francisco el mismo día en que
murió Escrivá, algo que tú vas a entender
muy bien. Se lo conté a Ray hace unos días,
en su casa de Santa Bárbara, en California. ¿Te
acuerdas de Ray, el cura indio que tanto nos impresionaba
en la Moncloa, cuando estrenábamos universidad madrileña,
allá por el 48? Se salió de la Obra antes que
nosotros, después de una historia bastante jodida,
y ahora es uno de los gurus de mayor éxito entre los
chicos de la universidad de California. Es todo un tipo, pero
como yo, poco amigo de aclarar aquella etapa de nuestra vida.
Como él dice, sólo en la India hay más
de trescientos Opus, y cada uno cuenta con más seguidores
fanáticos que el nuestro. En realidad, Antonio, lo
único verdaderamente importante en la Obra es el hecho
de que nos pasase a ti y a mí, de que ocupe un lugar
importante en tu biografía y en la mía. Pero
como organización de mitos y ritos, sólo valió
la pena hasta que a Escrivá le dio por el poder. A
partir de entonces empezó a parecerse, como un huevo
a otro huevo, a cualquiera de las aventuras eclesiásticas
de la historia... Bueno, Antonio, que nos enrollamos, y hace
mucho calor... No le des el coñazo a Irene con nuestro
encuentro, que la mayoría de las mujeres de los que
se salen de la Obra están hartas de que el pasado de
sus maridos se interponga constantemente en su matrimonio.
Si le caigo bien, bien; y si no, pues ya nos veremos en Madrid.
Aquella noche, Antonio volvió a encontrarse en ese
estado de ánimo que le era tan familiar. A veces, ya
acostados, cuando Irene conciliaba el sueño, él
entraba en un duermevela, mezcla de recuerdo y fantasía,
durante el cual su memoria le presentaba en bloque sus veinte
años de pertenencia al Opus Dei.
A fuerza de revivir esas imágenes, era capaz de verlo
todo en veinte minutos, incluso en sus detalles más
nimios. Era como una especie de contabilidad general de sus
primeros cinco años de libertad, referidos constantemente
a los veinte anteriores. El encuentro con Mariano le había
puesto en esa especial disposición de ánimo
y, desde que lo dejó, sabía que aquella noche
no lograría frenar su imaginación. Por azares
de la vida - ¿o sería por decisión de
la providencia?-, Mariano y él habían dejado
la Obra en los mismos días, mientras vivían
los dos en la misma casa, aquel chalet de la colonia del Viso
con pretensiones de palacete donde residían los mayores
de la Obra en Madrid, custodiados día y noche por los
grises del servicio de Laureano, el famoso ministro, centro
de atención del servicio doméstico de la casa
por su régimen especial de comidas y descanso.
Contrariando las reglas Mariano y Antonio se habían
contado sus problemas, se habían aconsejado mutuamente
y habían urdido, como chiquillos, aquella huida de
los sofocantes trámites que los superiores imponían
a quienes deseaban abandonar la Obra. "Tenéis
que pensarlo despacio, y en la duda, hay que inclinarse por
la perseverancia", les había dicho por separado
Rafa Caamaño, aquel marino que había escalado,
a base de lealtad y de eclipsar su propia personalidad, un
alto cargo en la jerarquía de la Obra. Rafa pisoteaba
constantemente su corazón de gallego cariñoso
para administrar las lealtades y los deberes de los hijos
mayores de Escrivá. Éste, que sostuvo siempre
que los militares, por su disciplina, tienen ya la mitad de
la vocación necesaria para la Obra, utilizaba a Rafa
para templar los conflictos entre los mayores. E incluso le
mandaba a Estados Unidos como representante personal suyo,
para calentar los ánimos de los que se desalentaban
ante la desintegración del catolicismo americano convencional.
Horas y horas de charla, centenares de cigarrillos y docenas
de copas de coñac habían consumido Antonio y
Rafa en una desesperante y cansadísima controversia.
A las razones de Antonio sobre su incomodidad en el seno de
la Obra, Rafa no sabía oponer más que un acto
global de fe en el Padre, tendiéndole toda clase de
trampas psicológicas para resolver emocionalmente lo
que Antonio quería esclarecer con su lógica
de jurista y su pragmatismo de comerciante.
La película de aquellas horas volvía a proyectarse
en su memoria. Irene se movía en sueños y, en
un gesto muy de ella, se cobijó entre sus brazos y
le trajo, con la tibieza de su carne, un estremecimiento de
gozo en el que Antonio se durmió finalmente.
La autopista estaba caliente como un horno; a la altura de
Sueca, Mariano detuvo el coche y se zambulló en uno
de los bares del pueblo. Después de beberse dos naranjadas
y lavarse la cara en el mugriento lavabo, regresó al
volante para liquidar los treinta kilómetros que le
faltaban hasta Gandía. El indicador de temperatura
de su "124" se acercaba a la raya roja, pese a que
no había pisado muy a fondo. Docenas de coches con
matrícula francesa, alemana y suiza le habían
adelantado, llenos de turistas con camisas chillonas, apresurados
por llegar cuanto antes al mar. La costa era un puro frenesí
de adoradores del sol, que quemaban sus epidermis de día,
y de noche, vaciaban jarras y más jarras de sangría,
de vino, de licores. Lo más parecido a un festival
del Olimpo, irracional, caliente como la buena vida, se decía
Mariano. Sonreía interiormente al recordar aquel dicho
que siempre le colocaba Juan, su compañero de campamento,
cuando el frío de la noche les hacía tiritar.
"Desengáñate, Mariano, Dios destinó
los sures para morada del hombre, y éste, en su soberbia,
se empeña en vivir en los nortes. Y así nos
va."
Mariano era un incondicional del calor. El calor suponía
para él vida al aire libre, mar, deporte, tertulia
de noche hasta la madrugada en una terraza abierta. Estaba
marcado por su niñez malagueña y, antes que
ideas, había aprendido olores, colores, estremecimientos
de la piel. Quizás en el fondo, se decía, ésa
era la última razón de su aburrimiento y de
su rechazo ante la racionalidad de las organizaciones. Todas
eran lo mismo, el Opus, la universidad, las compañías
mercantiles. Todas marcándole las horas, ordenándole
espacios, competencias, funciones, límites. Por eso
California le sentaba tan bien. El campus de Stanford y sus
alrededores cubiertos de abetos, a media hora de la playa,
representaban una recreación madura de su Málaga
abierta. Y el tipo de su actividad, retrotrayéndolo
a un mundo juvenil, significaba un fragmento de sueño
fantástico. iVolver a ser joven, borrando aquellos
años de urbanidad, de autocontrol, de propósitos
organizados!
iAy, qué leche!
Se desperezó en el asiento. Ya había pasado
Cullera, y la autopista se ensanchaba. A ambos lados, naranjales
inmensos se prolongaban unos hacia el mar, otros escalando
la montaña. Un prodigio de sincronización entre
la naturaleza y la paciencia infinita de esa cultura agrícola,
generación tras generación, civilizando las
ásperas colinas con el verde manso y los rojos vivos
del fruto, combinados con los ocres y blancos de la tierra
y las barracas. La autopista y sus corolarios industriales
y comerciales rompían la armonía del paisaje
y apagaban, con sus grises geometrías, la riqueza y
los matices cromáticos de la huerta.
Miró el reloj. Tendría que correr un poco más
si quería echarse un rato y bañarse despacio
antes de su cita con los Cuadrado. Estaba cansado también
del maratón sexual de los últimos días.
Katy era una perfeccionista del orgasmo. Como buena hija de
la eficiencia americana, sabía lo que quería
del encuentro físico y exigía capacidad y habilidad
en su pareja. Se ponía cachonda, con los pezones enhiestos
y la respiración entrecortada apenas él empezaba
a trajinarla, pero no le perdonaba que llegara a su climax
antes que ella, y menos no conseguirlo. Con el paso del tiempo,
él aspiraba a una posesión cultural de la hembra,
a cortejar y conquistar, no sólo un cuerpo tembloroso
y apetecible, sino toda la persona. Le excitaba desnudar a
la vez el cuerpo y el alma de la mujer, y se demoraba en los
preliminares verbales y en el toma y daca de provocaciones
y negativas, antes de recorrer el ritmo apresurado del coito.
Katy, como otras americanas que había conocido, una
vez establecido el rendez-vous de la atracción mutua,
tomaba posesión de su masculinidad y la usaba con la
naturalidad del animal insaciable. Let's make it again, darling.
Y se encaramaba sobre él como un gato. "Uno no
está ya para estos trotes, pensaba Mariano -. iOjalá
encuentre en Londres un chicarrón que la satisfaga!"
El sexo como comunicación y como juego era propio de
culturas más viejas y más pobres, se decía.
Cuando la abundancia no es mucha, hay que estirar lo poco
que uno tiene, y lo que uno tiene es tiempo, palabras, gestos
para apurar lentamente, pausadamente, esa celebración
de la vida.
Atajó hacia la playa, sin entrar en la ciudad, por
un camino recién abierto- más naranjos talados
- y aparcó el coche en el patio trasero del hotel.
Con la llave, el portero le entregó un papel en donde
Antonio había escrito: Te esperamos a las ocho en la
terraza del Rompeolas. Subió a la habitación
y dejó correr el agua en el baño, mientras echaba
un vistazo a las revistas que había comprado en el
aeropuerto. Una de ellas daba cuenta de que, en Madrid, se
hablaba de gestiones para llevar a Escrivá a los altares,
Mariano sonrió, se metió en el baño y
trató de relajarse. Con la relajación física,
vino la mental y su fantasía y los recuerdos entraron
en juego. Ya en la cama, y antes de dormirse, comenzó
a anticipar su conversación con Antonio. ¿De
verdad valdría la pena hablar del Opus? ¿No
sería mejor divertir a Irene con sus historias de California
y de Perú y con sus chorradas sobre el cambio de civilización?
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