LOS HIJOS DEL PADRE
Novela de Alberto Moncada
CAPÍTULO 7. LA PLAYA DE GANDÍA
-Irene, éste es Mariano -los presentó jovial
Antonio-. ¿Sabes? Le he contado ya tantas cosas de
ti a mi mujer que me parece que tendrás que estar muy
brillante esta noche para no dejarme mal.
Irene sonreía, muy guapa en su atuendo deportivo y
con sus mejores abalorios, como Antonio llamaba a los pequeños
obsequios que traía a Irene de sus frecuentes viajes.
-Sois como dos críos. Lo de vuestra huida del Opus
tiene mucha gracia y me imagino la cara que debieron poner
vuestros jefes aquel día.
Se acomodaron en la terraza interior del bar restaurante
Rompeolas. Hacía una noche preciosa, muy estrellada.
Las aceras del paseo marítimo de Gandía estaban
cubiertas de gente que iba y venía charlando, entrando
y saliendo de tiendas y cafeterías. La mesa a la que
se encontraban sentados, daba a una cristalera que les protegía
de la brisa marina y aminoraba también los ruidos del
exterior. No había mucho público. Pidieron unas
copas. Mariano sonreía a Irene. Antonio comenzó:
-¿Qué ibas a contarme de tu veraneo americano?
-¡Ah, sí! Figúrate que, una tarde en
San Francisco, me fui a cenar con Katy a un restaurante español.
El camarero que nos atendió era Joaquín Valdés.
¿Te acuerdas de él? Un aragonés que se
hizo cura en la Obra, muy bromista, muy entendido en toros,
que en Roma !e enseñó unos lances de capa al
cardenal Tedesquini aquel día en que Escrivá
le invitó al Colegio romano.
-Ya caigo. ¿Era abogado, no?
-Sí, aunque no ejerció nunca. Al principio
me parecía imposible, pero él me saludó
muy cariñoso. Después de dejar a Katy, volví
a toda prisa al restaurante y estuvimos hasta las tantas charlando.
Aquel día se publicó en la Prensa la muerte
de Escrivá, con un artículo bastante largo del
"New York Times", que comentamos. Joaquín
me contó su historia. Yo le había visto en Méjico
a principios de los años sesenta y, por lo visto, por
aquel tiempo ya se había hartado de ser cura, de ser
del Opus y de la vida que llevaba. Parece que en Méjico
se produjo una gran desbandada, y Joaquín formó
parte de ella. El hombre aceptó las condiciones que
le pusieron los superiores para marcharse y que incluían
el no vivir en Méjico ni en España. ¡Vaya
una barbaridad! Así que se dirigió a Estados
Unidos donde, después de diversos empleos a cual más
raro, recaló en una universidad de California. Allí
se abrió paso como lector de español. Empezaba
a estar desahogado de dinero y se casó con una chica
valenciana. Y hete aquí que la universidad empezó
a recortar presupuestos y a exigir el título de doctor
a los profesores. Joaquín necesitaba el doctorado de
Letras. Vino a España para las convalidaciones de su
grado eclesiástico, pensando que todo sería
fácil. Pero el Opus se negó a certificarle los
estudios eclesiásticos.
Apeló a amigos, a obispos de la Curia romana. Y nada.
Al final prescindieron de sus servicios en la universidad
y se quedó en la calle. Su mujer continuó trabajando
y a él no le quedó otra solución que
colocarse como camarero. Se ha convertido en una mezcla de
cínico y resentido y me dijo que a veces, cuando cruzaba
cada mañana la bahía de San Francisco para ir
al trabajo, le entraban ganas de tirarse por el puente.
-¡Qué horror! -exclamó Irene-. ¿Y
por qué hace eso el Opus?
-Pues muy sencillo -contestó Mariano-. En primer lugar,
el Opus, como la mayoría de las organizaciones que
califican de vocacional, sagrada o al menos relevante la pertenencia
a ellas, tratan de minimizar las deserciones. Escrivá
creía que nadie abandonaría la Obra, porque,
en sus cortos alcances, la vida no podía tener mejor
sentido para los que hubieran probado las delicias de la entrega.
Por eso sufría tanto con lo que él llamaba la
traición de sus primeros y permitió aquel libelo
que escribió Juan Jiménez Vargas, "El cateto",
donde se ponía en solfa a uno de los primeros que se
fue. El tema de los que abandonan ha sido siempre considerado
como tabú, desagradable, incómodo de hablar
en público. A los jefes les gustaría que los
que se van dejasen literalmente de existir, de modo que ellos
no se viesen obligados a soportar la existencia de quienes
han hecho un corte de mangas o simplemente se han cansado
de institución tan excelsa.
"Teóricamente, se incluyen ciertas reglas de
condescendencia respecto a los que renuncian a la Obra, tras
los penosos trámites del abandono, pero las instrucciones
prácticas a los miembros recomiendan evitar su trato.
Yo mismo lo hice así, y ahora me arrepiento, con algunos
de los que se fueron antes que yo. Recuerdo una anécdota,
también de Méjico, que en mi opinión
ilustra este asunto mejor que cualquier análisis.
Cuando Faustino Castro, que era cura del Opus, dejó
la Obra en Méjico, igualmente después de un
desagradable juicio interno, tenía muchos amigos y
dirigidos espirituales entre el clero local. Uno de ellos,
que le había perdido de vista hacía tiempo,
fue a la residencia para reencontrarlo, y otro cura de la
Obra que le recibió no sólo no le dio ninguna
orientación, sino que le dijo que desconocía
la existencia de un cura de tal nombre en la Obra.
-¡Joder! -interrumpió Antonio, exaltado-. No
conocía esa putada. Algunas veces me he encontrado
con "ex" que cuentan penas, pero en general mi impresión
no era tan mala...
-Y así es -repuso Mariano- cuando el que se va no
plantea problemas, no es contestatario o, en suma, se calla
y renuncia a hacerse cuestión en público de
ese período de su vida. En este caso, e incluso en
episodios individuales, de tú a tú, hay quienes
reciben apoyo de. antiguos compañeros para recomponer
su vida. Pero como hables mal o cuentes algo que no les guste,
y se enteren, tratan de hacerte la puñeta por los medios
más inverosímiles, especialmente calumniándote,
poniendo en duda tu idoneidad profesional o simplemente, en
el caso de los curas, entorpeciendo o dilatando los procesos
eclesiásticos de re acomodación del sujeto en
cuestión.
"Pero volviendo a Joaquín Valdés, en el
asunto de no darle el certificado hay otro problema aún
más importante. Escrivá presumió siempre,
donde querían oírle, de la preparación
doctrinal de sus curas, de lo bien que estudiaban la carrera,
etc. En la práctica, con esa manía de incrementar
cuantitativamente el rebaño, los estudios internos,
que tenían homologación eclesiástica,
se llevaban a cabo deprisa y sin profundizar. Se valoraba
más la disposición y la lealtad de los candidatos
al sacerdocio que su idoneidad y su preparación. y
esto es algo que se pone de manifiesto cuando se dan certificados
de estudios. La Curia romana, que siempre le ha tenido ganas
al monseñor, hubiera ido averiguando los detalles de
esos estudios y, a lo mejor, hubiera terminado por negarle
el privilegio de ordenar sacerdotes o de permitirles hacer
los estudios dentro de la Obra. Lo malo es que, con esa operación,
cualquier convalidación para la vida civil con la que
ganarse la vida queda gravemente perjudicada, como en el caso
de Joaquín, a quien se le ha inferido un daño
moral y económico de difícil reparación.
Y es que, hijo, del mundo eclesiástico no te puedes
fiar para cosas serias ni borracho. O estás en el mito
y entonces... una mala noche en una mala posada, o más
vale que montes tu vida fuera del alcance de las autoridades,
que, como es natural, subordinan sus decisiones sobre las
personas a los más altos fines de la institución,
interpretados por el estratega de turno.
-No entiendo bien eso del mito -intervino Irene.
-Pues está muy claro, guapa. En las épocas
preindustriales, agrícolas, y aun hoy en extensas zonas
de la geografía, el instinto humano de contar con una
explicación global de la realidad y entender algo sobre
el caos y la dureza de la naturaleza física tiene un
componente mítico, es decir, no lógico o no
racional, o no comprobable empíricamente, manipulado
además por los jefes de la tribu, del grupo, para conseguir
la legitimación de su autoridad. Ese componente hace
referencia a dioses creadores, interventores, que, en un momento
de la historia del pueblo en cuestión, hacen un pacto
(la ley de Moisés, la encarnación de Cristo),
en cuya virtud toda la vida de ese pueblo y la de sus individuos
singulares adquieren un sentido. Y sobre todo un sentido ultra
terrestre , mediante la prolongación misteriosa de
la vida personal, mucho más individualizada en la tradición
judeo-cristiana que en el mito hindú, por ejemplo,
donde el individuo se funde con el Absoluto.
-Que te estás enrollando, Mariano -bromeó Antonio.
-Sí, perdona, chico. En síntesis, un fragmento
importante del mensaje divino, interpretado por los jefes
religiosos y políticos, consiste en sublimar el sacrificio,
la mala suerte en la vida, el destino aciago o las cabronadas
de la gente, especialmente de las autoridades, minimizando
la importancia de la vida ésta, que en frase de santa
Teresa, de la que existen versiones en cualquier lenguaje
mítico, no es más que "una mala noche en
una mala posada". El follón se arma cuándo
la solidez del mito se resquebraja por las mil y una razones
por las que se resquebraja, y surgen entonces, o culturas
y modos de entender la realidad que consideran pernicioso
el mito para el denominado progreso humano, o acomodaciones
del mito, por ejemplo, esas pretensiones de la nueva clerecía
sudamericana, que lee el Evangelio de modo distinto a como
lo leían sus antecesores y que desean que el mundo
eclesiástico se apunte a la causa de los derechos humanos,
algo que tiene muy pocos precedentes en la historia del pontificado
romano.
Antonio tomó la palabra:
-Con esa frialdad de análisis, Mariano, no dejas lugar
para lo transcendente. Oyéndote, da la impresión
de que el ser humano tiene capacidad suficiente para explicar
todo lo que le pasa. Yo estoy cada día más convencido,
no sólo de que necesitamos una fe, un mito como tú
le llamas, para que la vida tenga sentido, sino también
de que, como decía no sé quién, hay más
cosas en la tierra y en el cielo de las que el hombre conoce.
-No voy a discutir eso contigo, Antonio, sobre todo lo primero.
Entre otras razones porque la fe o se tiene o no se tiene,
y yo he perdido, al menos la fe que tenía antes. Sin
embargo, me da la impresión de que mucha gente sobrestima
la importancia de la fe en su vida, o al menos, la sobrestima
verbalmente, al hablar. En cierta ocasión alguien me
dijo aquella tontería de que, sin la fe, sin Dios,
se suicidaría. Ya me gustaría verle cuando,
por cualquier circunstancia, dejase de creer. Seguro que encontraría
alguna otra razón para vivir, incluyendo la muy simple
de seguir estando vivo. Además, todos, hasta los más
intelectuales, nos pasamos larguísimas temporadas sin
plantearnos esas grandes cuestiones de principio, sin tratar
de rellenar los agujeros de la ciencia. Creo que es Becker
quien afirma que la civilización industrial, con la
gran cantidad de información de todas clases a que
nos expone y las mil y una actividades a las que permite dedicarse,
ha trastornado ese modelo de hombre contemplativo que podía
emplear horas en discurrir metafísicas y que no tenía
otro remedio que discurrirlas, para luchar contra el abatimiento,
la explotación o el simple aburrimiento de una vida
monótona y carente de estímulos. No creo que
a ninguno de los que nos quejamos, por distintos motivos,
del duro precio que hay que pagar por participar en esta civilización
de consumo, de continua sucesión de contactos humanos,
de ampliación del campo de visión o acción,
le apetezca regresar a la elementalidad de nuestros años
de posguerra, y menos aún a la cultura agrícola,
compuesta por el paso lentísimo del tiempo, el trabajo
brutal y el control obsesivo del individuo por su familia
y su entorno, siempre el mismo, siempre repetido. Ya me gustaría
ver a uno de esos románticos del retorno al campo y
a las virtudes sencillas metido en un pueblo de Castilla durante
el invierno. Seguro que, después de comprobar la imposibilidad
de entenderse con los viejos del lugar y aprenderse de memoria
los anuncios de la tele, suspiraría por regresar a
la dureza del asfalto.
-En eso estoy completamente de acuerdo -intervino Irene-.
Y a ti te pasa igual, Antonio. En cuanto pasamos más
de tres semanas en Gandía, a pesar de que esto no es
precisamente un pueblo, te mustias, te aburres y te pones
imposible.
-De acuerdo, de acuerdo. Pero me parece que os estáis
yendo por las ramas. Yo digo y mantengo una cosa muy sencilla,
y es que, a pesar de los errores y brutalidades de las organizaciones
eclesiásticas, de nuestro Opus, ellas responden a una
necesidad fundamental del espíritu y, convenientemente
modernizadas, seguirán siendo importantes. Alguien
tiene que preocuparse del mensaje moral, de interpretar y
fomentar la solidaridad humana, de premiar el sacrificio,
de hacemos mirar por encima de nuestras limitaciones animales.
-¡Hombre, eso sí! Nadie duda de que la religión
ha representado un papel importante como freno de las malas
costumbres. Ya decía Voltaire que, al fin y al cabo,
prefería vivir en una república cristiana, porque
el temor al infierno impide muchas cabronadas. Yo estoy dispuesto
a aceptar un balance positivo de la mayoría de las
religiones, incluso la nuestra y la musulmana, que me parecen
las más sanguinarias y fanáticas. Lo cual no
me impide participar de ese común sentir popular que
desconfía de los curas y de sus manejos ni de alegrarme
de la progresiva disminución de la influencia eclesiástica.
El Opus, que empezó siendo muy mítico y muy
antieclesiástico, con esa puesta en solfa permanente
que Escrivá hacía de la Curia romana y de los
eclesiásticos que no pensaban como él, terminó
siendo una legitimación del desarrollismo franquista,
como con tanta fuerza explica Pepín Vidal, a quien
por cierto acabo de ver fugazmente en París... Pero
con tanta teoría nos hemos olvidado de pedir la cena.
A ver, Irene, ¿qué quieres comer?
Irene, que había leído ya dos veces la carta,
contestó: -Ya era hora de que llegáramos a esto.
Yo quiero pescado, como siempre, y supongo que Antonio también.
En Gandía comemos mucho pescado, para desengrasar de
la dieta carnívora madrileña. Esta fritada de
pescado variada es buena y está fresca.
-Pues me uno a vosotros -contestó Mariano. Y pidió
al camarero-: Por favor, tres raciones de fritada de pescado
variada. Y ensalada ¿no? ¿Seguimos con el vino
tinto?
-De acuerdo -asintió Antonio. Se había quedado
momentáneamente ensimismado.
-Ya está con la amnesia -dijo Irene-. De vez en cuando,
en plena comida, o en casa, o de paseo, se me queda pensativo
y no hay manera de hacerle bajar.
-Es que no hay por qué estar siempre hablando, como
tú o como éste -repuso Antonio.
-Yo lo atribuyo -siguió Irene- a que, de vez en cuando,
se acuerda de su vida pasada, monta su película mental,
y adiós.
-Eso no tiene nada de extraño, mujer -intervino Mariano-.
Yo creo que la nostalgia que siente Antonio, y que a veces
también siento yo, es similar a la nostalgia de muchas
personas por tiempos más solidarios y compactos, por
grupos más homogéneos y afectivos, unida casi
siempre a las épocas juveniles. En esta soledad urbana
en que vivimos la mayoría, con un Madrid carente de
cohesiones cívicas, donde cada uno va a lo suyo y se
ha implantado la ley de la selva de la competencia capitalista,
unos añoran el pueblo, otros la camaradería
de las trincheras... Los cuarentones añoramos los fuegos
campamentarios del Frente de Juventudes, los fratrias del
Opus y otras solidaridades religiosas o, simplemente, la camaradería
de la pandilla universitaria o del café o el deporte
de épocas más vivibles, más íntimas...
"Hay que reconocer que en el Opus de los años
cuarenta y cincuenta éramos, como los mosqueteros,
unos para todos. Cuando teníamos exámenes, la
gente se quedaba de noche para ayudarte a repasar los temas:
si estabas enfermo, te hacían compañía;
viajábamos juntos en verano... Tenías la sensación
de ser relevante en el marco de una epopeya que ahora puede
parecemos trivial y provinciana, pero que resultaba sin duda
fascinante para aquellos niños de clase media, sin
apenas más horizonte que una España monótona
y carente de matices. La fe, el aarca de referencia de la
religión, con continuas llamadas a identificamos con
los primeros cristianos, con la tradición conservadora
española, hecha de sacrificios individuales a un flamante
y totalitario destino colectivo, significaba un asunto muy
gordo, que nos proporcionó largas temporadas de conciencia
heroica, garantizadas por el continuo trajín de oración,
mortificación y apostolado que nos traíamos
y que nos permitía literalmente olvidarnos de nosotros
mismos. Teníamos la sensación, al dejar por
obediencia a la novia, al cambiar de ciudad, de profesión,
de que estábamos metidos en una reproducción
fiel de los discípulos de Cristo. Y aunque después
haya pasado todo lo que ha pasado, en nosotros y en la organización,
es imposible no recordar las solidaridades y el fervor de
aquella época como otros recuerdan la dulzura pel noviazgo
desde la desilusión matrimonial. Yo creo que aquí
se tocan las profundidades más recónditas del
inconsciente, que tanta tinta hace derramar a psicólogos,
sociólogos y antropólogos, pero que, para mí,
han descrito mejor los poetas y los dramaturgos. No se sabe
bien cómo, pero este animal simbólico que somos
busca constantemente un pentagrama donde inscribir su canción
individual, en la que solicita reconocimiento, integración,
relevancia.
Necesitamos que cuenten con nosotros, que se nos diga que
somos importantes, que nuestras acciones sean contempladas
por alguien (un amigo, un jefe, una mujer, un Dios), destinatario
de nuestros gestos de relevancia. No voy a referirme, por
obvio, al amor o a las grandes solidaridades de grupo que
han encauzado en la historia ese instinto, pero no cabe duda
de que la religión, y sobre todo un Dios lejano y cercano
a la vez, interlocutor principal de cada uno, han sido la
solución de esa tensión humana, de ese deseo
de no estar solo, de comunicarse radicalmente.
-¡Qué bien hablas!- comentó zalamera
Irene.
-¡Y cómo te enrollas!- balbuceó entre
bostezos Antonio-. Desde luego, los humanistas tenéis
una manera de sacarle punta a las cosas que no tiene precio
y donde lo más sencillo se convierte en problemático.
Para mí, por muchos adornos que quieras ponerle al
asunto, toda la naturaleza humana está programada por
una causa superior, que la revelación nos ha medio
desvelado, aun con grandes lagunas, que hay que rellenar con
la fe, con la confianza en un Dios padre. Todas las averiguaciones
de la psicología moderna no son sino explicaciones
rebuscadas de lo que sabemos gracias a esa mezcla de fe e
intuici6n que está al alcance de cualquiera. Y para
mí no cabe duda de que la excesiva racionalización
del yo, eso que está tan de moda ahora, no es sino
un recurso fallido de una sociedad enferma, enferma de principios.
-Ya salió el fundamentalista que todos llevamos dentro
-glosó regocijado Mariano-. No me faltaba más
que encontrarme en Gandía aquello de lo que vengo huyendo.
Porque, en Estados Unidos, después de una década
de cuestionamientos, durante la cual, quizá por primera
vez en su historia, los intelectuales, los marginados del
"main stream", empezaban a poner en discusión,
con ayuda de las minorías deprimidas, los cimientos
de la ética capitalista y de la filosofía de
la vida del blanco protestante, han vuelto los fundamentalistas...
Esos tíos, seguros de sí mismos, que se tienen
por descendientes de aquella panda de puritanos resentidos,
que montaron una convivencia basada en el interés inmediato
y pragmático, con apelaciones constantes, eso sí,
a un Dios sacado directamente de una Biblia luterana... y
es que me sacan de quicio ¿Cómo pueden estar
tan seguros de lo que es la vida? Y sobre todo, ¿cómo
pueden estado hasta el extremo de organizar una civilización
que, a pesar de todos sus adelantos técnicos, se basa
en poner al servicio del consumo de unos pocos el esfuerzo
y la miseria de los muchos, hasta necesitar montar un aparato
bélico y represivo increíble a todo lo ancho
del planeta? Porque lo que no decían esos nuevos santones
de la democracia americana, el Sam Erwin del Watergate o los
investigadores de la CIA, era que mucho más sórdido
que el tejemaneje de política interna es y, sobre todo,
ha sido la decidida protección a los regímenes
tiránico s en todo el mundo y el pacto, a cualquier
precio, con las oligarquías locales, para mantener
las inversiones americanas en el exterior y sus corolarios
bélicos. Y cuando esa misma gente predica el fundamentalismo
religioso y los esquemas acartonados de interpretaci6n de
la realidad, me entran ganas de borrarme del planeta.
"Pero, aparte de esa configuraci6n de la religi6n como
ideología de la clase dominante, que es ya un lugar
común en el adoctrinamiento socialista o en el mero
abrir los ojos a la realidad, lo que me parece más
importante en ese fundamentalismo que tú, Antonio,
transpiras es su carácter de escapatoria a la anomia,
a lo desconocido, consustancial al ser humano desde que éste
existe. Tú y yo, pero otros además de nosotros,
a la hora de encontrar sentido a los momentos malos de la
vida, quisiéramos que hubiera alguna razón coherente.
Como dice un compañero de facultad, antes, cuando tenías
un hijo subnormal, podías asirte a una explicación
sobrenatural, a la idea de un castigo divino o, aún
más retorcidamente, a la de una cruz que debías
llevar para mejor entrar en el cielo. Ahora nos asusta la
fría realidad estadística de los cromosomas
y los genes, y esa especie de vacío de responsabilidad
producido por la ausencia de los dioses en nuestro horizonte
mental. De un Dios al que echarle la culpa, o a quien impetrar,
o con quien negociar esas lagunas de significado que presenta
la vida.
"De ahí que la gente que tiene suficientes agallas
para enfrentarse en pelotas a la realidad, sin buscar explicaciones
metafísicas ni causales, sea muy poca. Es decir, hay
poca que reflexione conscientemente acerca de ese vacío
y que lo asuma, porque cada día existen más
ateos prácticos, que simplemente se atienen a lo de
cada día, sin mayores planteamientos y, cuando les
pasa algo incomprensible, lo embotan a base de trabajo o de
estupefacientes de otra naturaleza. Pero sigue habiendo millones
de fundamentalistas, peligrosísimos, porque, en su
afán de conseguir una seguridad psicológica,
usan el poder político, económico, familiar
que poseen para que los ritos sociales sigan dominados por
la inmovilidad de lo estático y frenan la dinámica
y la confrontación de ideas y actitudes de las maneras
más inverosímiles. Y no es que ellos no hagan
cabronadas. Las hacen y son conscientes de ello. Pero se han
montado un mecanismo de justificación que consiste
en trasladar al plano de la conciencia, en las llamadas relaciones
personales con Dios, la mayoría de los conflictos que,
en puridad, habría que resolver mediante la confrontación
social.
"A mí los fundamentalistas, los que están
seguros de sí mismos y de su visión del mundo,
me dan escalofríos, sobre todo si disponen, que siempre
disponen, de autoridad.
-Bueno - interrumpió Antonio -, vámonos a la
cama que es tardísimo.
-Sí, ya es la una y media -concretó lrene.
Pagaron, y el matrimonio acompañó a Mariano
al hotel, despidiéndose con un "Hasta mañana".
A la mañana siguiente se encontraron en la playa.
Jugaron un rato con los chicos, a los que Mariano invitó
a algunas chucherías.
-No me los descompongas - protestó Irene -, que luego
se ponen insufribles para comer, con tanto chicle y tanto
refresco.
-No sé si habréis observado -comentó
Mariano- que los niños de ahora tienen siempre que
estar chupando o mascando algo. No logro acordarme bien de
ese período de mi infancia, pero creo que nosotros
no éramos así, quizá porque la vida no
nos lo permitía.
-¡Y que lo digas! -confirmó Irene-. Estos chicos
te salen por una fortuna en chupachups y demás lindezas.
-A veces pienso -terció Antonio- que los niños
vienen ahora al mundo con una mayor ansiedad, que tienen que
calmar con más excitación, sea visual, auditiva
o digestiva. Parece que van adelantados, como los coches cuando
no les funciona bien la combustión.
-El espectáculo de la adolescencia forzada es impresionante
-pontificó Mariano-. Por muchas razones, mantenemos
a los niños durante cada vez más años
en una mera actitud consumidora y de puro aprendizaje teórico.
De ahí nacen tantas y tantas subculturas juveniles.
Es algo que excede de los límites de clase y grupo.
Parece como si, por falta de ilusión en participar
del mundo adulto, o porque nosotros no estamos tan convencidos
como nuestros padres de la necesidad de disciplinar a los
niños desde muy pronto y preparados para una fijación,
una profesión, un matrimonio, los chicos, desde la
infancia a una cada vez más prolongada adolescencia,
no hacen sino demorar sus opciones vitales serias. Es decir
que, por un lado, con la práctica de la gratificación
instantánea, no perdonan una y quieren consumir de
todo desde pequeños. Y por otro, con la permisividad
adulta y el fenómeno del paro en el mercado del trabajo,
amén de la progresiva desaparición del servicio
militar, la gente joven, salvo si lo necesita con urgencia,
no tiene prisa por colocarse ni crear un lazo afectivo fijo.
y hay millones de gente así.
-A veces pienso -intervino Antonio- que, entre la superpoblación,
la crisis del sistema y la estrecha política nacionalista
de los gobernantes, el mundo que espera a estos chicos será
espantoso. Y quizá por eso, me siento más inclinado
a no negarles ahora esas satisfacciones elementales. ¿
Y el sexo? ¿No has leído esa estadística
según la cual se producen más de cinco mil embarazos
al año entre las colegialas inglesas?
-¿Cómo dices? -intervino Irene.
-Pues que, a pesar de todas las precauciones y de la educación
sexual temprana, la precocidad en este terreno sigue originando
conflictos -le contestó su marido.
-En realidad, no sé para qué se publican esas
estadísticas - apuntó Mariano -. Son ganas de
enfurecer aún más a los conservadores. La verdad
es que el fenómeno de la escolaridad obligatoria, es
decir, el encierro forzoso de todos los niños y niñas
juntos siete u ocho horas al día, por fuerza ha de
provocar, entre otros, esos efectos en una sociedad que ya
no vigila tan estrechamente como antes a sus menores ni les
impone pautas de comportamiento tan estrechas como las que
nos impusieron a nosotros.
-¡Cinco mil embarazos al año!- repitió
Irene, mirando fijamente a Elenita, que jugaba con otros críos
al borde del agua.
-Bueno, no es para tanto - bromeó Mariano-. Has de
tener en cuenta que en Inglaterra existen más de doce
millones de colegiales entre los diez y los dieciocho años.
-¿Qué vas a hacer por fin, Mariano? -preguntó
Antonio-. ¿Te quedas en Gandía?
-Bueno -le contestó-. No se está tan mal aquí,
y quizás aguante una semana. Me han hablado en el hotel
de dos o tres sitios pintorescos y voy a explorar un poco
esta costa que no conozco. ¿Cenamos de nuevo juntos
esta noche?
-Id vosotros solos -intervino Irene-. Me ha empezado el dichoso
dolor de cabeza mensual y os voy a dar la cena.
-Entonces, a las lo en el Bayren -quedaron los amigos.
Después de cenar, se sentaron en el vestíbulo
del hotel. No había casi nadie. En una sala cercana,
diez o quince personas veían la televisión.
Comentaron sus respectivas ilusiones y desilusiones, sus aspiraciones
futuras.
-A veces -confesó Antonio-, me entra una desilusión
global por la trivialidad de la vida que llevo y me dan ganas
de volver a renunciar a todo, ya que no me siento con las
fuerzas ni la ética suficientes para meterme en una
de esas nuevas solidaridades que tratan de cambiar el mundo.
He conocido a varios políticos de izquierda que, desde
su clandestinidad, gozan y se emocionan con su papel en la
España futura y hablan de sus esperanzas de ilusión
colectiva, que me dan a la vez envidia y miedo.
-No sé lo que harás tú -contestó
Mariano-, pero lo que es yo no pienso alistarme en ninguna
militancia absoluta, después de la experiencia por
la que pasamos y al final, Antonio, todas las militancias
son muy parecidas. Yo no sé por qué demonios
no podemos dejar de seguir aspirando a ser líderes
de algo y a continuar haciendo algún tipo de apostolado.
-Me contaba el dueño de unos grandes almacenes -comentó
Antonio- que los curas que renuncian resultan magníficos
vendedores, porque poseen ya un gran entrenamiento en el arte
de la persuasión. Curioso, ¿no?
-De todas maneras, si trato de controlar algo mi vida, que
la controlo poco, es en lo tocante a nuevas hazañas
relacionadas con el hecho de convencer a alguien de algo.
Primero, porque todavía me encuentro de vez en cuando
por la calle con alguna pareja, y la mujer, medio en broma
medio en serio, me recuerda que yo, con mi entusiasmo y mi
apoyo moral, soy responsable en buena parte de que tengan
tres hijos en vez de dos. Y segundo, porque he dejado de considerarme
aquel ser excepcional, señalado por la providencia
para desempeñar un gran papel en la historia en relación
con la gente común. Siento que formo parte de la gente
común. Me jode creer que mi existencia tenga un halo
especial, y la experiencia me dice que debo aprender a dejar
de sentirme importante. A dejar de contemplarme el ombligo
y seguir alimentando eso que llamábamos vida interior
y que no era sino una fuente de egoísmo individual
y corporativo. A mí me pasan las mismas o parecidas
cosas que a todo el mundo y, si soy un intelectual, es porque
no me puedo liberar de esa segunda naturaleza, subproducto
del mundo eclesiástico en que hemos vivido y que nos
lleva a lo que nos lleva. ¡lo que me ha costado sentirme
solidario de afanes concretos, de tragedias elementales, de
placeres sencillos! Y todavía me cuesta. Y todavía,
en el fondo, soy un lujo de la sociedad, una correa de transmisión,
un mediador de los verdaderos poderes, que nos utilizan, bien
para legitimar sus controles, bien para alimentar sueños
de evasión entre las masas, como los payasos de circo.
Pero, en fin, ahora al menos selecciono mis alienaciones y
no consiento que nadie me vuelva a prefabricar lo que me quede
de vida.
-Bueno, pero eso lo consigues a fuerza de no comprometerte
casi en nada. No te has casado, no tienes país u oficio
estable. Así ya se puede...
-Tú déjame con mi vagabundeo y hablemos de
los viejos amigos. Supongo que en tu vida profesional te seguirás
topando con ellos, ¿no?
-Desde luego. Pero, ¿sabes?, los encuentro aburridos,
anticuados, incapaces de hablar de temas relevantes. Si te
acuerdas, en la primera época no nos quitábamos
de la boca la propaganda. Estábamos orgullosos de la
Obra y queríamos convencer y atraer a todo el mundo.
Hoy, ni hablar. Su propaganda es negativa. Se limitan a explicar
lo que no es el Opus. Se mantienen a la defensiva y se dedican
principalmente a protestar de lo mal que va el mundo y, especialmente,
de lo mal que van las costumbres. La basílica es la
única iglesia de Madrid donde todavía amenazan
con el infierno a las mujeres que toman la píldora
y, por lo visto, la censura interna de libros y revistas ha
llegado a paroxismos increíbles. Desde que mataron
a Carrero y hay cierta manga ancha para escribir sobre el
Opus, están desasosegados, cada vez más encerrados
en sí mismos y menos propicios a hablar. Y como parece
que en el Vaticano no les quieren dar la aprobación,
el lío jurídico es mayúsculo. Y luego,
que cada vez se descubren más chanchullos, más
ajustes de cuentas y más porquerías. Todo por
el afán que en los últimos tiempos le entró
a Escrivá de notoriedad y poder. Figúrate que
le dio por rebuscar en las genealogías, hasta que topó
con que tenía sangre azul. Al final, el pobre, que
no entendía nada de lo que estaba ocurriendo, se consolaba
con aquel culto a la personalidad de Torreciudad, con los
regalos fastuosos. Parece que Antonio Pérez, el que
fue secretario general y al que echó con grandes excomuniones,
cuenta que le pidieron de Roma una condecoración española
para el Padre. En un periquete la consiguió del ministro
de turno, hizo engarzar unas piedras nobles en oro y se la
llevó. El pobre se quedó asombrado porque el
Escrivá se la devolvió airado. Luego Alvaro
Portillo le explicó que al Padre sólo se le
podían regalar diamantes.
"Las mujeres, que se fijan mucho en detalles concretos,
cuentan cosas divertidas de su intimidad romana, de su mal
disimulado gusto por el vino de marca, "que me tenéis
que servir en jarra si sois pícaras", de su zafiedad.
Anda por ahí una chica a la que encerró tres
meses en Roma para castigar no se sabe qué desviaciones
apostólicas y a la que le registraban hasta el algodón
higiénico. Al parecer, se le volvió el pelo
blanco de resultas de su encierro. El Escrivá la llamaba
puta delante de las otras. Por fin, se escapó literalmente
de allí. A lo mejor un día escribe sus memorias.
-Sin embargo, Antonio, Escrivá era bastante pueril.
Yo no sé si se debe a que el sacerdocio católico
ya no me dice nada en términos mágicos o a que,
con el tiempo, he devaluado mi imagen de aquel hombre, pero
creo que su única fuerza radicaba en nuestro fanatismo.
Todavía me acuerdo de una visita a Roma en que estando
yo delante, que ya no era muy de fiar, ponderaba su amistad
con Carrero y presumía de haberle recomendado como
ministro a Sánchez Bella. ¿De qué pretendía
convencerme con eso? En el fondo, no era más que un
voceras extrovertido. Por eso los que le rodeaban y le conocían
bien tomaban precauciones para que no se quedase solo con
nadie. Aún recuerdo la cara de extrañeza de
José María Pemán que, comiendo en Jerez
conmigo y otros, tuvo que soportar una dura crítica
por sus aseveraciones sobre la militancia monárquica
de Escrivá. Pemán aducía que había
hablado a fondo con él y que le constaba. Y nosotros
erre que erre en que el Padre no podía haberse pronunciado
así. De todas maneras, a poco que se empeñen,
y si el Vaticano se inclina un poquitín más
a la derecha como se está inclinando, pronto le tendremos
como santo en los altares.
-¡Eso sí que no! -se sulfuró Antonio-.
Los católicos como yo no podemos aceptar semejante
injusticia y procuraremos que la Iglesia no avale la vida
y chanchullos de ese fanático.
-La Iglesia, Antonio, avalará a Escrivá, como
ha avalado a otros cien Escrivá desde que se convirtió,
casi en seguida de desparramarse por Occidente, en una organización
de poder y control del comportamiento. Y esa Iglesia no ha
variado estructuralmente, por muy otra cosa que deseen los
curas "progres" y los nuevos teólogos. Lo
que quieres decirme es que hay un abismo moral entre lo que
Escrivá predicaba y lo que hacía, o entre el
Evangelio y la interpretación que de él se hace
en la Obra. Pues eso no es nada nuevo en la historia del tema,
hijo. Habla con sudamericanos y que te cuenten lo que hacían
los conquistadores españoles en nombre de la fe.
Pregúntale a los africanos recién descolonizados
sobre la civilización cristiana, y verás qué
cosas te dicen. O simplemente recuerda nuestra gloriosa cruzada.
"Lo que me parece más penoso de todo es lo rápidamente
que el Opus perdió magia, misterio y "aquel"
a fuerza de querer ser eficaz y relevante. En mis veranos
californianos, me he topado con un sinfín de nuevos
gurus y nuevos iluminados que tratan de devolver un poco de
magia al desencanto de la sociedad industrial, y son mucho
más interesantes y atractivos que los líderes
eclesiásticos convencionales. Un yogui Zen me enseñó
a concentrarme y dejar la mente en blanco a base de posturas,
respiración y silencio, y me demostró que la
supresión del yo, el éxtasis, lo que los católicos
llaman el fenómeno místico, es bastante comercializable.
Fíjate, si no, en el éxito de la meditación
trascendental. Yo, desde luego, en tres meses, logré
reproducir por aquel procedimiento los sentimientos y reacciones
mentales que experimentaba hace años leyendo a san
Juan de la Cruz o haciendo oración. Esa paz, ese sosiego,
ese sentirse bien en la vida y solidario de un desconocido
y superior Absoluto trascendental. Pero los efectos se pasan
cuanto te metes en cualquier trajín, aunque duran tanto
o más que aquel confort que sentíamos un rato
después de confesar y comulgar hace diez años.
y es que, cuanto más mecanizado y ordenado está
nuestro comportamiento ordinario, parece producirse una mayor
necesidad de evasión simbólica, de sueños,
de éxtasis en una palabra. Y además, la vida,
Antonio, requiere drogas o cualquier otro tipo de excitante
apenas uno se da cuenta de lo limitada que resulta sin aderezos
de ninguna clase. Es el "unte", la "pringue",
que los andaluces ponen en el pan para disimular los sabores
elementales. Lo que iba buscando Colón, las especias
que aderezaran los sobrios alimentos de aquella Europa pobretona
y ansiosa de sueños y sabores distintos a la elementalidad
cotidiana.
"A Escrivá, en vez de darle por la veta mística
o por la soñadora, le dio por la organizativa, el control
del comportamiento, la legitimación de la vida ordinaria.
Y precisamente, no por esas vías nuevas de la remodelación
de la convivencia o los nuevos modos de comunicación,
sino por la triste y sórdida aceptación de las
estructuras del poder feudal y capitalista donde se encontraba
tan a sus anchas. Y como única esperanza, el cielo
después de la muerte. En fin, con su pan se lo coman.
-Yo me siento más débil que tú, Mariano,
y necesito líderes morales, profetas de una utopía
trascendente, e incluso organismos de solidaridad ética.
Por eso me revienta haber sido engañado por un Opus
farisaico, y tengo interés en airear públicamente
sus trapisondas.
-No veo que presente muchas ventajas esa operación,
Antonio. Cada organización confesiona1 termina sirviendo
a una particular clientela, que necesita que le digan unas
cosas y no otras. En el caso del Opus, como de tantas otras
sectas fundamentalistas, la clientela necesita la seguridad
psicológica de los blancos y negros, sin capacidad
de entender los grises. Le sobrecoge la incertidumbre de la
vida y no quiere sentir dudas básicas sobre la condición
humana. Esa es su droga, y allí se la venden. Por eso,
en mi opinión, el Opus tenderá cada vez más
a convertirse en una de esas congregaciones religiosas de
enseñanza que nacieron el siglo pasado como reacción
a la Revolución francesa, y se concentrará en
la educación de los niños y la atención
a los padres que les llevan a esos niños. Poco a poco,
irá renunciando a albergar personalidades independientes,
y hasta es probable que el Vaticano, como condición
para aprobarlos, les obligue a retirar a los numerarios de
la política o los negocios, cosa que sin duda harán
por instinto de supervivencia... y se acabó la epopeya
de Escrivá y la saga de la presencia cristiana en la
sociedad moderna, operación que ahora pertenece a otros
grupos más abiertos y menos seguros de sí mismos.
-¿Y todos esos hombres que siguen en el Opus, tratando
de llevar una doble vida?
-¡Hombre! En el plano biográfico se entiende
casi todo. Calvo Serer, o Fontán, o cualquiera de los
que pretenden hacer compatible su protagonismo en la España
democrática y plural con su pertenencia a una organización
autoritaria y dogmática, tienen particulares razones
para no marcharse. La edad, la comodidad, el pacto de una
conciencia fragmentada, en fin..., el ser humano. Pero ellos,
que, como nosotros, desaparecerán del mapa en el próximo
relevo generacional, serán especímenes atípicos,
sujetos no homologables con el numerario futuro, y el Opus,
como tantas organizaciones, reescribirá su propia historia
y relegará al olvido los capítulos menos claros
de su evolución.
-Desde luego, tienes salida para todo. ¡Yo que creía
que podría contar contigo para una campaña anti-Opus,
de esclarecimiento! Y ahora vas y lo justificas todo.
-Bueno, la cosa depende de tus prioridades vitales. Yo, desde
luego, no voy a gastar el resto de mi energía en perseguir
fantasmas. Estoy marcado por esa etapa, y supongo que me será
imposible dejar de leer lo que se publique sobre el Opus en
los periódicos o de prestarme al cotilleo correspondiente.
¡Pero de ahí a una cruzada de desenmascaramiento
hay mucho trecho! Quiero meterme en otro tipo de follones
y aventuras antes de retirarme a la vida sedentaria... Aparte
que los periodistas y los historiadores, cuando nos cuenten
el franquismo sin censura, supongo que tratarán de
contamos también todo lo que puedan del asunto. Sin
embargo, no les arriendo la ganancia, porque, con aquellas
máquinas para la destrucción de papeles que
se compraron en el Opus durante los años sesenta, a
estas horas la verdadera historia no podrá documentarse
más que a través de relatos orales. Y la gente
del Opus no va a prestarse al juego. No son tan masoquistas.
La noche gandiense estaba a punto de terminar. Por las cristaleras
del hotel entraban las primeras luces del alba. Mariano y
Antonio se desperezaron y salieron al paseo marítimo.
A poca distancia de la playa, cien metros como máximo,
las barcas de pesca guiñaban sus faros mientras se
mecían en el mar. En la arena, docenas de hombres uniformados
limpiaban, recogían papeles, alisaban, preparando el
nuevo día, para que los veraneantes, aquellos disciplinados
adoradores del sol, repitieran una vez más sus ritos,
su catarsis colectiva. Por la izquierda, apoyados el uno en
el otro, andando pesadamente, vacilantes, arribaban al hotel
dos rubios turistas del norte, llenos de alcohol, para dormir
su mona. Casi atropellaron a Antonio en la puerta.
-Nos veremos en la playa antes de comer, ¿no? Mariano
no dijo nada, pero, al entrar de nuevo, se acercó al
mostrador, donde velaba el conserje del turno de noche.
-¿Quiere usted avisar para que me preparen la cuenta?
Voy a marcharme dentro de un par de horas. Habitación
215. Muchas gracias.
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