LOS HIJOS DEL PADRE
Novela de Alberto Moncada
CAPÍTULO 6. LA HUÍDA
El 6 de diciembre de 1969 Antonio Cuadrado ayudaba a Mariano
Anaya a instalarse en un cuarto de la residencia de la Obra
en la calle Daniel Urrabieta del Viso, en Madrid. Mariano
acababa de llegar de Pamplona y venía a la capital
para efectuar algunos contactos académicos, como había
explicado a sus colegas de Navarra, aunque tanto él
como los superiores sabían que, bajo ese eufemismo,
se escondía algo distinto y más grave.
Antonio y Mariano se conocían superficialmente. Habían
coincidido tres o cuatro veces en ejercicios espirituales
o convivencias de verano. Ambos se aproximaban a los cuarenta
años y, mientras ordenaban el cuarto y los pocos avíos
de Mariano, intercambiaban esas trivialidades que los dos
se habían acostumbrado a usar en el trato entre numerarios,
para evitarse los conflictos de las correcciones fraternas
o de las denuncias. Ambos tenían sobrada experiencia
de los riesgos de la sinceridad en la vida de familia y habían
recibido suficientes avisos de los superiores cuando algún
numerario más timorato o celoso les había ido
con el cuento de las inconveniencias u opiniones dudosas que
alguno de ellos había proferido delante de los demás.
Todavía recordaba Antonio el comentario sarcástico
que hizo en la mesa, unos días atrás, molesto
por uno de aquellos triunfalismos baratos que Laureano López
Rodó se permitía en la casa. Al apagarle el
farol de manera un tanto ruda, se produjo un cierto desasosiego
entre los asistentes. Poco después, el director de
la casa le llamó la atención, insistiendo en
que una persona tan importante como Laureano tenía
derecho a encontrar un ambiente hogareño acogedor.
Antonio estaba cansado de repetir que ese argumento resultaba
tan válido para una persona como para otra, si de verdad
todo trabajo era importante, como rezaba la tradicional doctrina
de la Obra. Aquella vez prefirió callarse. La tensión
que le rodeaba desde hada unos años le mantenía
en un malhumor permanente. Rafael Caamaño, el delegado
del Padre en la Comisión de España, le había
ido frenando en su deseo de plantear la salida de la Obra.
Según su tesis, que a Antonio le parecía cada
vez más difícil compartir, él y otros
como él tenían la obligación de ayudar
al Padre en el desarrollo doctrinal de la Obra poniendo por
escrito todas las dudas y contradicciones que sintiesen, proporcionando
así al fundador la base de decisiones.
-La Obra es muy joven -insistía Caamaño-, y
es lógico que el carisma del Padre haya de ser ayudado
por la experiencia de los mayores como nosotros para resolver
las cuestiones nuevas que se plantean, casi contradictoriamente,
en este camino original que Dios le ha revelado.
Pero Antonio llevaba años escribiendo folios y más
folios con sus puntos de vista, que en aquellos meses presentaban
como contenidos fundamentales el tema de la libertad profesional
de los socios en relación con el voto de obediencia
y las acusaciones de autoayuda y de tinglado que la calle
hacía, aun dentro de los estrechos marcos de censura
del régimen, en relación a las actividades políticas
y económicas de la Obra.
Por aquellos días se sentía particularmente
malhumorado con el asunto Matesa. Cuando el caso explotó
aquel verano, se encontraba en una convivencia en Molinoviejo.
Los mayores trataron de quitarle importancia al asunto e incluso,
un día, el director de la convivencia, Rafael Termes,
llegó a prohibirle hablar del tema en la tertulia.
Como le explicó en privado José Javier Jacoiste,
era lógico que al Padre no le gustase que se tratara
de un asunto en el que había hermanos implicados. Su
enfado subió de tono cuando se les leyó a todos
una nota enviada por los superiores en la que se les daban
los criterios para comportarse respecto al tema. La nota decía,
en síntesis, que no se podía dudar de la buena
intención ni del espíritu recto de los ministros
de la Obra y que por ello era preciso disculpados en público
y en privado, ya que los superiores garantizaban que nadie
de la Obra se había lucrado personalmente.
Aquel planteamiento sublevó a Antonio. Como siempre,
los superiores trasladaban las responsabilidades al plano
de las intenciones, cosa que no podía admitirse en
la vida pública. Él había discutido docenas
de veces ese criterio, que Caamaño le suministraba
cada vez que iba a quejarse de la escasa moralidad pública
demostrada por los hombres de la Obra. Una y otra vez, siempre
que se descubría algún tinglado en que habían
participado los miembros de la Obra, le daban ,la misma respuesta.
"En realidad -le había dicho una vez un antiguo
compañero de universidad, ex falangista, con quien
tomaba café cada cierto tiempo-, el régimen
está tan podrido por todas partes y existe tan escaso
interés y tan estrecho marco para denunciar la corrupción,
que vosotros dais la impresión de ser los menos sucios,
puesto que os conformáis con la protección oficial
a vuestros apostolados de enseñanza y al mantenimiento
de la ortodoxia doctrinal católica. Pero yo te aseguro
-había añadido con indignación- que todos
estamos metidos hasta el cuezo en este dichoso régimen,
que no sólo ha protegido al especulador y se ha valido
de los vicios de todos para sobrevivir, sino que ha traicionado
las ideas de justicia y redención del pueblo, que nosotros,
los falangistas, como unos idiotas, creímos que iban
a ser respetadas y puestas en práctica al final de
la guerra."
Antonio, que no había tenido muchos amigos entre los
herederos del bando vencido en la contienda civil, había
aprendido con el tiempo a detectarlos, entre otras cosas por
esa especie de rabia contenida que demostraban ante el espectáculo
del régimen, a cuya crítica se sumaban ya los
desilusionados de éste. Un funcionario de correos,
que había entrado en los negocios de los Cuadrado después
de una depuración y una larga estancia en la cárcel
por sus ideas republicanas, le decía con cierta frecuencia
que la Obra estaba sirviendo de nuevo apoyo al franquismo,
una vez que le iban fallando los anteriores. De todas maneras,
el mundo mercantil, con su pragmatismo cotidiano, no era especial
lugar para la especulación política, y Antonio
había comprobado que, en ese terreno, católicos
y fa1angistas, monárquicos y republicanos, ostentaban
una moral parecida. Y ahora que estaba de moda el estilo agresivo
en los negocios y la moral del éxito, nadie hacía
muchos ascos al precio que había que pagar por ello
en términos éticos.
"¡Qué distinto- pensaba Antonio mientras
se acostaba- de aquellos sueños inocentes de hace veinte
años, cuando, al entrar en la Obra, pensaba que la
ejemplaridad de los hombres del Opus debía ser acicate
y estímulo para la santificación de todas las
actividades terrenas! Y qué pena que, para conseguir
influencias y plataformas, la Obra tenga que caer en las mismas
inmoralidades, chanchullos y secretos de archivo que al principio
tanto se criticaban!" Como le decía su amigo banquero,
"esa cuadratura del círculo que pretendéis
es imposible. Si queréis dar ejemplo de sobriedad,
de renuncia y de espiritualidad, más vale que os apartéis
de muchas cosas, sobre todo de la política y los negocios,
porque si a mis sesenta años yo sé algo de la
vida, es que todo eso pringa y un día, os encontraréis
justificando moralmente, en nombre de esa santidad que predicáis,
las mismas chapuzas, arreglos e injusticias que otros hacemos
sin pretender justificadas".
A la mañana siguiente, Mariano se despertó
con la sensación de cansancio que acompañaba
sus primeras horas en los últimos tiempos. Sin duda
se trataba de un efecto secundario de la medicación
con que le trataban en la clínica de Navarra para calmar
sus nervios. Desde su regreso de América, había
sufrido ya dos crisis de depresión, que le habían
puesto en manos de sus hermanos, los médicos de la
universidad de Navarra. Con la mejor intención, ellos
le administraban Valium, Librium y todo el amplio espectro
de las modernas drogas, y Mariano se sentía cada vez
menos dueño de sus actos, más abúlico
y más dependiente de la medicación. Tras una
primera etapa, a la llegada de Lima, en que tuvo un par de
conversaciones sinceras y prolongadas con los superiores,
se avino a pasar una temporada de reflexión y descanso
en Pamplona y a no cuestionar su vocación durante ese
tiempo.
Pero en vano. Aunque durante el día se esforzaba por
borrar de su memoria su pasado conflictivo y evitar los soliloquios,
a base de engolfarse en el trabajo de secretario de la residencia
que le habían adjudicado, por la noche rebrotaban todas
sus angustias y pasaba unas horas horribles. Por dos veces
creyó perder la razón, y por dos veces le sacaron
del hoyo a fuerza de estimulantes y calmantes. En un momento
de mayor vigor, preguntó a un numerario psiquiatra
si no sería mejor enfrentarse de una vez con su problema
vocacional en vez de andarse por las ramas. Hurtando el bulto,
el numerario le dijo que ésa era una cuestión
que debía resolver con los superiores, y no con él.
A fuerza de insistir, y por recomendación de don Teodoro
que asistía entristecido al espectáculo, sostuvo
dos conversaciones con Rafael Caamaño, en el curso
de dos visitas de éste a Pamplona. Haciendo acopio
de fuerzas, le presentó sus agravios y sus cuitas.
Rafael le recomendó nuevamente descanso y demorar el
tema hasta mejor ocasión.
"Nuestra vocación -le había dicho al despedirse-
es un don de Dios que no tenemos derecho a cuestionar sin
el consejo de los superiores. Ellos tienen la misión
específica de ayudamos y quieren lo mejor para nosotros."
Mariano no encontraba manera de resistirse a aquella presión,
mezcla de atenciones afectuosas y firmeza, que le dispensaban.
Pero una tarde sorprendió una conversación
entre el director de la residencia y el cura. Habían
dejado medio entreabierta la puerta y él, que cruzaba
el pasillo, oyó pronunciar su nombre y no resistió
a la tentación de quedarse escuchando sin hacer ruido.
El cura le ponía como ejemplo de ese grupo creciente
de numerarios que venían a tratarse a Pamplona de desórdenes
nerviosos y que él, como capellán de la clínica,
había tenido ocasión de atender espiritualmente.
"Te aseguro, Ramón -le decía al director-,
que es un espectáculo deprimente. He hablado de esto,
sin dar detalles, con un psiquiatra que no es de casa y me
ha asegurado que él no ve más solución
para esos casos que la puesta en cuestión de las respectivas
biografías." "¡Pero eso es una barbaridad!
-le contestó el director-. Con ese criterio, muchos
matrimonios, muchas vocaciones, muchas situaciones establecidas
se vendrían abajo." "Pues la alternativa,
según el psiquiatra -replicó el cura-, es incrementar
el número de enfermos mentales y, por lo que voy viendo,
en la Obra ya tenemos un cupo más que suficiente."
No quiso oír más y salió disparado hacia
la calle. Aquello era exactamente lo que necesitaba oír.
De un golpe, brotaron en él fuerzas desconocidas, un
instinto de vivir que no aceptaba más aquella presión.
A la mañana siguiente, fue a la clínica y sugirió
que le recetaran un cambio de aires, porque tenía muchas
ganas de pasar unos días en Málaga. El psiquiatra
apoyó la iniciativa y, con su aval, logró el
permiso de los superiores.
Las relaciones de Mariano con sus padres se mantenían
en un plano de pura afectividad familiar. Un pudor mutuo les
impedía hablar de cosas personales, y los Anaya, sin
mayores elucubraciones, daban por sentado que a Mariano le
iba bien en sus aventuras religioso-intelectuales. Habían
notado, cuando fue a visitarles al regreso de Lima, algunas
cosas extrañas, pero lo achacaban al cansancio de aquella
fundación. Tampoco Mariano conocía ya las claves
de la intimidad familiar. Estaba acostumbrado, desde mucho
tiempo atrás, a creer que ellos no comprendían
su horizonte vital y se conformaba con diálogos triviales,
compensados por la ternura y el mimo de los brazos y las atenciones
maternales. Le aburría, pero al mismo tiempo le calmaba,
aquel paso de las horas en cotidiana repetición de
gestos y actos sencillos: la tienda, los amigos del barrio,
la tertulia de su padre en el bar frontero, escasamente modificados
por la modernización de las costumbres que Málaga
sufría a impulsos del turismo devorador. Mariano intuía,
sin embargo, que sus padres sabrían aceptar su decisión
por la misma razón que, desde muy niño, habían
aceptado su libertad y su modo de ser, y porque conservaban
esa disposición permanente, producto de su pasado de
carencias, a propiciar el que su hijo sacara más partido
de la vida que ellos. Le bastó mirar a los ojos de
su madre y dar una vuelta por el puerto con su padre para
saber que podría contar con su apoyo.
Cara al mar, en una semana de introspección y fría
consideración de los hechos, decidió que tenía
que abandonar la Obra, antes de que ésta aniquilase
su existencia. Se convenció a sí mismo de que
Dios, ese misterio que había presidido su vida desde
pequeño, no podía ser invocado como argumento
para obstaculizar su madurez intelectual ni el modo en que
las experiencias de su biografía configuraban su personalidad.
La vocación se iba convirtiendo en un corsé
asfixiante, en una constante autohumillación. Y todo
porque el Padre había hecho una opción concreta
entre las muy variadas que el cristianismo ofrecía
a los hombres de fe en aquella segunda mitad del siglo XX.
Volvía a su independencia instintiva, a aquella abolición
de intermediarios con e! Absoluto que tanto le había
cautivado en los místicos y, por primera vez en muchos
meses, se sintió de nuevo reconfortado por las poesías
de San Juan de la Cruz, que repasaba despacio, bajo el calor
tibio del sol invernal, en un banco del parque. Lentamente
se ilusionaba con una nueva etapa de su vida académica,
abierto a nuevas corrientes intelectuales, a nuevos retos
de la civilización, en algún lugar donde las
ortodoxias de grupo y el ambiente inmediato no secara la espontaneidad
creadora. Igualmente, gracias a su aventura peruana, lograba
interesarse en esas epopeyas de la historia de los pueblos
concernientes a la liberación, a la explosión
de situaciones encadenadas, algo que su tranquilo pasado español,
protegido por la vocación, ajeno a otras realidades
del país, le había impedido desarrollar. ¡Qué
estrechos encontraba los horizontes intelectuales de sus compañeros
de Navarra, sensibilizados constantemente para una caza de
brujas de la heterodoxia, negándose a dialogar sobre
las contradicciones de la vida española, ansiosos únicamente
de mantener el confort y la seguridad psicológica de
una clientela embaucada por la ilusión inmovilista
del catolicismo de consumo burgués!
Con la fuerza de su decisión, planteó a la
vuelta la necesidad que experimentaba de esclarecer su situación,
sin esperar un minuto más. Esta vez, convencidos de
que la cosa iba en serio, los superiores de Pamplona accedieron
a llamar por teléfono a Madrid, y Caamaño autorizó
el viaje de Mariano para tratar lo que cada vez más
parecía un desenlace.
No forzó a su cuerpo a levantarse instantáneamente,
como era costumbre en sus años primeros. La Obra se
había vuelto más comprensiva con el cuidado
de la salud y el descanso. Se arregló despacio y bajó
al primer piso, donde ya los demás terminaban de desayunar.
Con él bajaba también Laureano, muy de tiros
largos. Mariano apenas cruzó la palabra con aquel hermano
suyo, que para tantos críticos de la Obra simbolizaba
la nueva alianza católico-capitalista y que unos meses
antes había obtenido una paradójica victoria
política al haber reaccionado Franco al caso Matesa
nombrando más ministros de su cuerda, presididos por
el almirante Carrero. Mariano no estaba interesado en hablar
con él, ya que suponía que tendrían muy
poco en común, pero pensó, al musitar un frío
"Hasta luego" mientras se levantaba de la mesa,
que le sería imposible convivir con aquella persona
si eran verdad la mitad de los chismes que se contaban sobre
su obstinación, su negativa a aceptar las razones del
contrario y su política de valimiento, adulación
y silencio eficaz.
Llamó por teléfono a la Comisión regional.
Caamaño, muy circunspecto, le preguntó si había
tenido buen viaje y le indicó que le esperaba en seguida
en Diego de León. Al salir al vestíbulo de la
residencia, se topó con Antonio Cuadrado, que se disponía
a salir a su vez. Fuera hacía frío. Antonio
se dirigió hacia su "Morris", y al ver a
Mariano iniciar desorientado su camino a pie, le invitó
a subir.
-Voy a Diego de León. ¿Te pilla de camino?
-Por supuesto.
Algo en la actitud de Mariano hizo intuir a Antonio que en
aquel viaje a Madrid había algo más de lo que
superficialmente le había dicho la noche anterior.
Por el camino, le fue preguntando cosas de Perú, de
la universidad, de la revolución militar. Cuando lo
dejó a la puerta de Diego de León y siguió
su camino, tenía ya la certidumbre de que aquel Mariano
se hallaba tan cerca de la puerta de salida como él
mismo.
Mientras tanto, Mariano franqueaba la puerta de acceso a
la casa central de la Obra en Madrid, una vez que una sirvienta
portera le hubiera identificado y comprobado por el teléfono
interior que le esperaban. Subió en un ascensor hasta
una de las siete plantas en que se había convertido
el primitivo chalet que él conoció quince años
atrás. En una sala decorada de rojo, le esperaba Rafael
Caamaño. Sonriente, le recibió con un "Pax"
y le invitó a sentarse. Encendieron unos pitillos y
Caamaño le preguntó por su salud. Mariano respondió
que aquella estancia en Málaga le había ayudado
mucho, pero que también le había dado mayor
seguridad en su decisión de apartarse de la Obra. Caamaño
apeló inmediatamente a razones de tipo afectivo. La
Obra estaba muy satisfecha de su papel en la fundación
de Piura y, si lo habían movido de allí, había
sido por razones de unidad, para no perjudicar la unanimidad
de criterios que siempre debía existir en sus apostolados.
Pero todos reconocían el espíritu de servicio
y la dedicación de Mariano. Éste empezó
un nuevo recitado de sus agravios intelectuales y, a medida
que sus argumentos se volvían más rotundos,
la cara de Caamaño se tornaba más grave.
-¿Y no podrías -le interrumpió- hacer
un voto de confianza en el Padre, en su carisma, y esperar
a que él nos vaya dando criterios sobre esas aparentes
contradicciones?
-Es que ni son aparentes, Rafa, ni yo espero que el Padre
cambie. Al fin y al cabo el Padre es hijo de su tiempo y de
su educación y tiene todo el derecho a pensar como
piensa y a exigir a sus seguidores fidelidad a su doctrina.
Pero también tenemos derecho a abandonarle los que
no compartimos sus puntos de vista ni queremos encarnarlos.
Al fin y al cabo, este proceso de disensión es tan
antiguo como la historia de los grupos humanos, y la historia
de la Iglesia no es una excepción. ¿No quedamos
en que hay libertad para dejar la Obra cuando nos plazca?
-¿Y, adónde vas a ir ahora? ¿No sientes
miedo a la soledad, al anonimato de la calle, a]a pérdida
de nuestra vida de familia a tus cuarenta años?
-Ten por seguro que sí. Pero todo eso es mejor que
esta constante autonegación y esta zozobra.
Había levantado la voz con cierta excitación
en las últimas frases y Caamaño trató
de calmarle:
-Bueno, hombre, no te pongas así. Si te empeñas,
iniciaremos los trámites para pedir al Padre que te
dispense de tus votos y, mientras, te procuraremos la dispensa
de vida en familia para que puedas vivir solo con autorización
de la Obra. A lo mejor, en ese tiempo, todavía cambias.
-Me parece que no me has entendido, Rafa. Me quiero marchar
ya, lo antes posible, y te ruego que no hagas más desagradable
mi situación.
Caamaño varió de talante y le dijo secamente:
-esperarás en Madrid la realización de los trámites
que, como socio de la Obra, te has comprometido a observar.
Procuraremos darnos la máxima prisa, pero no olvides,
Mariano, que la Obra es una organización de la Iglesia,
con sus reglas para hacer las cosas a las que tenemos que
someternos todos. Te llamaré por teléfono en
cuanto tenga algo que decirte.
Y, sin mediar otra palabra, se levantó, le acompañó
al ascensor y le despidió.
Cuatro días después, volvió a encontrarse
con Caamaño, esta vez en la residencia de Daniel Urrabieta.
Durante aquel tiempo, se había dedicado a visitar algunos
centros culturales de Madrid, había pasado horas en
el British Council, rodeado de aquellas revistas que le recordaban
otros esquemas culturales, y había evitado en lo posible
quedarse en la casa, porque la residencia le deprimía.
Era una casa de mayores, donde vivían, entre otros
numerarios, Luis Valls, Jorge Brosa, Laureano y unos curas
extremadamente aburridos, que permanecían horas en
la sala de estar mientras los demás iban a su trabajo,
leyendo periódicos, viendo la te1e, cautivos en conversaciones
anodinas, vulgares, que le daban grima. El día anterior
había reemplazado a un numerario en el encargo de dar
un círculo a los supernumerarios importantes. Éstos,
los ministros, los altos funcionarios, los banqueros, los
comerciantes, dependían jerárquicamente de la
residencia de Daniel Urrabieta, aunque las confidencias o
charlas periódicas solían sostenerlas con los
superiores de Diego de León. En aquel círculo,
había hablado de Perú, de su pobreza y subdesarrollo,
y se había calentado un poco al referirse a la vocación
cristiana a la justicia, muy al estilo del Concilio. Observó
algunas malas caras entre los asistentes, en especial la de
un numerario que asistía también al círculo,
pero no le concedió importancia. Al encontrarle en
el pasillo, Caamaño le saludó e inmediatamente
le llevó aparte.
-Te estaba buscando. Parece, Mariano, que ayer diste un círculo
poco acorde con el espíritu de la Obra. Eso no está
bien y, para evitarlo, he dicho al director que no te encarguen
actividades de esa naturaleza mientras te encuentres en la
presente situación.
Mariano no tuvo tiempo de reaccionar porque Caamaño
se marchó inmediatamente. Enfadado, se fue a dar un
paseo por la todavía tranquila colonia del Viso. A
los pocos pasos, se topó con Antonio Cuadrado, que
caminaba muy cabizbajo.
Venciendo una primera sensación de sorpresa, se juntaron
en el paseo y Mariano, sin más, le relató su
enfado por la reprimenda que le acababa de echar Rafa.
-Parece que el día va de broncas -le contestó
Antonio-. A mí también me ha tocado mi ración.
En concreto, Rafa me ha prohibido discutir con Laureano en
la tertulia. Me ha pedido en síntesis, por el bien
de la paz, que no toque temas conflictivos. Y todo porque
el domingo, antes de cenar, salió el tema Matesa y
yo di mi versión. Los de Diego de León se enteran
de todo lo que pasa en esta residencia.
-¿Y eso por qué- preguntó Mariano-,
habiendo tantas casas de la Obra?
-Pues muy sencillo. La cantidad de plataformas apostólicas,
empresas y otras cosas con que cuenta ya la Obra requieren
apoyo gubernamental, y Laureano es el paño de lágrimas
de, la Comisión. Si vivieras más tiempo en Daniel
Urrabieta, verías cómo cada lunes y cada martes
te encontrabas aquí, encerrados con Laureano, a Rafa
Caamaño, César Ortiz o algún otro superior...
Luego está lo de la ortodoxia católica. Tienen
que mantenerse compinchados para llevar la contraria al Vaticano
y a los obispos más o menos "progres". y
finalmente aquí estan adscritos todos los supernumerarios
importantes, y los superiores vienen a zanjar peleas, a suavizar
tensiones, como las del Banco Popular entre Valls y Arana,
las del diario "Madrid" entre Calvo Serer y Valls,
o entre los ministros; y como ellos quieren cuidar a Laureano,
pues se procura que los demás no le demos el coñazo.
Así de sencillo. Yo espero que, a fuerza de poner de
relieve todas esas cosas por escrito, ahora que va a haber
un congreso general de la Obra, los que pensamos que hay que
reformarla y volver a un espíritu más evangélico
lograremos convencer al Padre.
-En eso me parece que te equivocas, Antonio. Por la poca
historia y sociología que yo sé, la Obra, viviendo
su fundador y siendo éste como es, no va a cambiar
en absoluto. Más bien todo lo contrario.
Y procedió a repetir a Antonio la larga argumentación
que al efecto había elaborado y utilizaba en sus discusiones
con los superiores.
-Por eso -concluyó- estoy aquí, para liquidar
esta etapa de mi vida e iniciar rápidamente otra, antes
de que me consuman estos conflictos y este soberano aburrimiento.
Antonio se quedó pensativo y no dijo nada más.
Era ya casi la hora de cenar y volvieron a la residencia.
Durante la cena escucharon cuatro trivialidades de Brosa sobre
la difícil situación económica y, luego,
en la sala de estar, vieron la televisión hasta que
se fueron a la cama.
Dos días más tarde, tuvo lugar una escena parecida.
Era el santo de uno de la casa, y todos habían procurado
evitar compromisos para comer fuera. Estaba invitado Caamaño.
Las sirvientas, con cofia y delantal adornados con puntillas,
sirvieron en silencio un espléndido aperitivo antes
de que los numerarios se sentaran a la mesa. Corría
el whisky y el buen vino. Mariano, mientras se bebía
su copa, observaba el espectáculo. Le había
dicho Antonio que en las casas de los mayores en Madrid, quizá
para compensar otro tipo de carencias, se rizaba el rizo a
la hora de comer y beber. Estaba comprobando la certeza de
la afirmación. Canapés, tapas de cocina... Aquello
era un "capolavoro" de la Sección femenina.
Oía también expresarse en la intimidad familiar
a los mayores. Quizás el que le parecía más
ridículo era Laureano, con su afán de trivializar
las cosas, en una especie de "show" de colegio de
frailes. Aún recordaba como, días antes, había
asistido fascinado a un monólogo en el que Laureano
daba sus razones pata prohibir la difusión en España
de la literatura que él llamaba disolvente. Eran las
mismas que daban sus maestros en los años cuarenta.
-Lo que hay que hacer con el Movimiento es pararlo -decía
riéndose el ministro, para rematar su relato de un
reciente éxito político.
Oyéndole, daba la impresión de que sus opositores
o adversarios eran o peligrosos subversivos contra el régimen
o tarados mentales. Comentando la salida del gobierno tecnocrático
de Federico Silva, decía precisamente que, en realidad,
el suyo era un problema de psiquiatría. Finalmente,
se celebró mucho una frase reciente del Padre, comentando
las relaciones Iglesia-Estado, en que aconsejaba a los políticos
de la Obra maniobrar con el dinero destinado al Vaticano,
"único lenguaje que Roma entiende".
De pronto, Antonio Cuadrado, muy colorado, aprovechó
una pausa para decir que, en su opinión, el espíritu
de la Obra era conciliador y que no comprendía cómo
los políticos, en vez de criticar a sus colegas, no
procuraban atraérselos, ya que estaba claro, según
la doctrina original, que en la Obra caben toda clase de católicos,
siempre que tengan ilusión por santificar su trabajo,
lo que no se debía dudar de ninguno de los mencionados.
Se hizo un silencio, hasta que el director reanimó
la tertulia.
Cuando aquélla terminó, Caamaño se quedó
a solas con Antonio y volvió a censurarle su conducta.
-No es que me parezcan mal tus puntos de vista. Pero es más
constructivo ponerlos por escrito y mandarlos al Padre, en
vez de provocar estas escenas.
-¡Pero, Rafa! Llevo así tres años, escribiendo
papeles y frenando mis impaciencias sin que me sirva de nada.
Ante chorradas como las que suelta Laureano o citas del Padre
en plan cínico, no puedo contenerme, y luego pasa lo
que tú sabes.
Antonio aludía a esa evasión que buscaba después
de los encuentros conflictivos y que los superiores conocían
y disculpaban. En los últimos años se le había
creado el hábito de romper su bloqueo mental por el
procedimiento de correrse una juerga, como hizo aquella vez
en Alemania. Su evasión sexual, que Antonio repudiaba
pero no podía evitar, como único medio para
no caer en la exasperación y subsiguiente depresión,
se achacaba a las tensiones de su vida y se aceptaba. "Ya
se arreglará esto tuyo de la carne cuando se arregle
lo otro -le solía decir Caamaño -. Tú
ten fe en el Padre y en la Obra." Lo único que
Antonio evitaba era el trabarse en lazos afectivos con mujer
alguna, con lo cual su expansión carnal, que le dejaba
tranquilo por un tiempo, no le producía satisfacciones
de intimidad amistosa ni le creaba más problemas que
esa dependencia corporal y las vergüenzas morales consiguientes.
Aquella tarde, Mariano le pidió a Antonio que, al
salir en coche, le dejara en el centro si le venía
bien. Después de ir en silencio unos minutos, se inició
la conversación, favorecida por el lento fluir del
tráfico.
-Vas de cabreo en cabreo, Antonio. Yo que tú dejaría
tranquila la crítica y me plantearía la salida.
Porque ¿qué es lo que te retiene en la Obra?
-Hombre, muchas cosas, pero, sobre todo, la convicción.
que ningún superior me ha contradicho expresamente,
de que esto va a cambiar, tiene que cambiar. Esta especie
de luna de miel con la política y los negocios que
atravesamos, y que da pie a tantos malentendidos y tensiones,
no es sino una trampa, de la que espero que salgamos pronto
y en la que el Padre ha caído por su afán de
llegar apostólicamente a todas partes a gran velocidad
y de montar muchas actividades deficitarias, que requieren
una financiación externa. Yo creo que hay en la doctrina
fundacional suficientes semillas de espiritualidad para que
cambie la estrategia y volvamos a un servicio a la Iglesia
menos marcado por estos protagonismos y esas mescolanzas,
más testimonial, más virtuoso, no sé...
Rafa .me apoya en esta visión mía, a pesar de
sus broncas, y él está muy cerca del Padre.
Además, pese a los atractivos de la vida matrimonial,
he visto suficientes conflictos ya entre familiares y amigos
para darme cuenta de que, si busco la felicidad por ese camino,
es posible que tenga menos éxito. En la abnegación
hay por lo menos una especie de seguridad de que Dios premiará
mi esfuerzo con la paz interior, con esa certidumbre del que
no quiere nada para sí, que al fin y al cabo es la
esencia del cristianismo.
-Me parece Antonio que, a pesar de tu fe, tu entusiasmo y
tus buenas intenciones, no te das cuenta del factor histórico,
biográfico, de la Obra, del que hablamos el otro día.
¿Acaso no te has percatado de esa especie de desprecio
a las demás formas de entender el catolicismo que se
respira en casa? ¿O de todo el montaje contra la renovación
conciliar? ¿O del mecanismo selectivo de atenciones
sociales que va desarrollándose en la Obra? Ahora que
la Iglesia quiere acercarse al pueblo, nosotros robustecemos
la liturgia en el latín de Trento. Cuando hay conciencia
general de que se ha dado poca importancia a la justicia,
a los derechos humanos, el Padre erre que erre con la pureza
y la obediencia ciega a la autoridad y mientras en otras instituciones
se moderan los planteamientos minoristas, nosotros tenemos
una clientela burguesa a la que se trata de no asustar. Y
no quiero referirme a lo intelectual, porque es abracadabrante.
Esa lista incesantemente aumentada de autores prohibidos,
ahora que la Iglesia ha suprimido el índice, de censuras
constantes, ese escamoteo de los documentos papales más
lúcidos, esa vuelta al catecismo de Pío V...
¿Tú conoces algún intelectual serio en
la Obra? Hay profesionales pasables, médicos, abogados,
arquitectos, burócratas. Pero los filósofos,
los poetas, los humanistas, o se han marchado, o están
castrados por la neurosis o la autocensura. Y eso en una institución
que afirmaba que sus numerarios debían ser la aristocracia
de la inteligencia. ¡De pena!
Embebidos en la charla, habían llegado a la Plaza
de España.
Déjame aquí, Antonio. Hasta luego.
Y Mariano se quedó en la primera luz roja, dejando
a Antonio en plena confusión. Antonio intuía
que las cosas eran así, que no había arreglo,
pero se aferraba a su racionalidad, a sus sinceros cambios
de impresiones con los superiores. ¿No sería
lo suyo miedo a ese salto en el vacío, un miedo que
Mariano aparentemente no sentía?
Aquella noche durmió mal. ¿Qué pasaría
si toda aquella espera no fuese sino un artilugio de los superiores
para retenerle en la Obra a cualquier precio? Una vez, en
una convivencia, había oído contar a un sacerdote
mayor la cantidad de mimos y atenciones que se desplegaban
para que un hombre que hubiera pasado toda su vida en la Obra
no se marchase. En una ocasión se había llegado
a nombrar superior a uno de los que vacilaban, a ver si así,
con la ilusión del mando, se le retenía. Pero
también, y eso se subrayaba con acentos muy secretos,
se trataba de no permitir el desprestigio corporativo, inevitable
si se iban los más antiguos, los más maduros,
y de evitar que se difundieran en la calle los conflictos
internos. "Los trapos sucios se lavan en casa",
era la frase con que solían terminar aquellas disquisiciones
sobre la perseverancia.
A la mañana siguiente, telefoneó a Caamaño
y solicitó verlo. Notó un extraño giro
en su actitud, puesto que le contestó que, a partir
de ahora, se había decidido que él dejaba de
ocuparse de su caso y que se pusiera de acuerdo con los superiores
locales para seguir tratando sus problemas.
Aquella devaluación de su importancia le molestó.
Rafa le había dicho al principio de sus encuentros
que estaba dispuesto a pasar con él todas las horas
que hicieran falta. Y ahora, quizá por la creciente
contundencia de sus argumentos, se quitaba de en medio. Quiso
cargarse de razón, y horas más tarde se presentó
a saludar a uno de los superiores de la delegación
de Madrid, Jerónimo Padilla, hombre de cortos alcances
intelectuales y de gran lealtad. Al recibirle, le anticipó
que ya había recibido instrucciones de Caamaño
y que estaba seguro que "lo tuyo no tiene importancia,
porque quieres mucho al Padre. Será cosa de los cuarenta
años. En realidad basta con no hacerse cuestión
de tantas cosas...". Al escuchar aquella salmodia mal
enhebrada, dicha en tono pueril y como para salir del paso,
Antonio se enfadó.
Mira, Jerónimo, yo llevo tres años escribiendo
mis conflictos y hablando de ellos con los superiores mayores.
Tal y como estaban las cosas hasta hoy, no se trataba de reformarme
yo, sino de cooperar en la reforma de la Obra. Pero si lo
que me estás diciendo es que yo soy el problema, cambio
de postura y te voy a redactar en una cuartilla cuatro o cinco
preguntas que, si no son contestadas de manera satisfactoria,
me llevarán a dejar la Obra.
Trató Jerónimo de recoger velas, pero Antonio
le frenó cortésmente.
-Ahora mismo te redacto la cuartilla y me voy. Quiero contestación
por escrito y en corto plazo.
Ni siquiera fue a la oficina aquel día. Se sentía
excitado. Pasó por la residencia a la hora de comer
y se encontró con que sólo se habían
sentado a la mesa Mariano y él. Evitando que se enteraran
las chicas que les servían, se enzarzaron en el tema.
Mariano se mostraba más aburrido que de costumbre,
porque Caamaño le había dicho que no tenía
todavía ninguna noticia para él.
-¿Tienes alguna idea de en qué consisten esos
trámites? -preguntó a Antonio-. Seguro que,
como jurista, podrás proporcionarme algún dato.
Antonio recordó que el director de la casa guardaba
en el cajón de su mesa un ejemplar del catecismo de
la Obra y subió a buscarlo. Halló el cajón
abierto. Por lo común, los documentos internos se conservaban
bajo llave y sólo se podían leer con permiso
expreso. La legislación de la Obra era confusa. Últimamente,
con todas las derogaciones y cambios fruto de la nueva actitud
del Padre, había que ser un experto para reconocer
lo que permanecía vigente. La Obra había dejado
de ser un instituto secular, pero tampoco era lo que jurídicamente
el Padre solicitaba de la Iglesia, por no se sabía
bien qué razones de derecho canónico y política
eclesiástica. El catecismo, sucesivamente reformado,
se mostraba muy poco explícito al respecto. Antonio
y Mariano leyeron las escasas frases que el libro dedicaba
a la separación de socios y a las penas a los infractores
de la observancia.
-Has hecho bien en llamarme la atención sobre esto,
porque yo, ,a pesar de ser jurista como tú dices, no
me había planteado con rigor el tema. Por más
que leo, aquí no hay sino una potestad absoluta de
la Obra sobre nosotros, incondicionada y carente de recursos.
Incluso necesitamos autorización para irnos voluntariamente.
Y aquí no dice nada de plazos ni formalidades.
-O sea -concluyó Mariano- que pueden pasar meses y
hasta años antes de que me dejen en paz.
Antonio pensaba vertiginosamente. Sus últimas horas
de confrontación habían literalmente disuelto
sus últimas esperanzas y tenía la impresión
de que le estaban tomando el pelo.
-¿Sabes lo que te digo? Que si tú quieres marcharte
ya, yo también, y que la mejor forma es poner tierra
por medio. Al fin y al cabo, es doctrina de la Obra que las
puertas están muy abiertas para salir, y no me veo
yo con muchas ganas de sufrir unos trámites desconocidos
y sin garantía. Vaya escribir una carta al Padre diciéndole
que revoco mis votos. Ya que se insiste tanto en que son privados,
sólo hace falta una privada decisión de renunciar
a ellos. Pero la carta la echaré al correo sin trámite
interior, desde fuera.
Mariano le dejó hablar. Interiormente, se sentía
solidario de Antonio. ¿Qué ventaja tenía
esperar? ¿No supondrían esos trámites
un nuevo mecanismo de terrorismo afectivo para volver a someterle
a la aniquilación mental de la que empezaba a recuperarse?
-¿Y qué hacemos? -preguntó Antonio
-Pues lo mejor es quitarse de en medio lisa y llanamente.
-Pero algo habrá que decir al director de la casa,
¿no? -Yo creo que no, que eso nos llevaría justamente
a lo contrario de lo que perseguimos, aparte que al nuevo
director ¡valiente cosa le importamos!
Antonio había asistido un mes antes a un curioso episodio.
El anterior director de la residencia era un catedrático
de universidad, muy amable, poco estricto y abierto al diálogo,
con el que sostenía conversaciones sinceras y que comprendía
sus conflictos. Al volver Antonio de una corta ausencia, notó
una cierta conmoción en la casa. Al fin descubrió
que la causa era una crisis nerviosa del director, que había
sido rápidamente reemplazado. Aquello le impresionó
por unos días y alentó sus preocupaciones reformistas.
El nuevo director era un arquitecto muy pueril, mezcla de
cinismo y fanatismo y, para colmo, franquista hasta la médula.
La protección ideal para Laureano.
Le explicó a Mariano el episodio y concluyó:
-Lo mejor es marchamos mañana después del desayuno,
cuando todo el mundo se haya ido a trabajar. Yo dejaré
las maletas en la oficina y me iré unos días
fuera. A la vuelta, espero quedarme una temporada con mis
padres. ¿Tú tienes adónde ir?
-Pues ahora que me planteas la cuestión de golpe,
creo que lo mejor será pasar las Navidades en Málaga
y luego irme a América, a tratar de conseguir una plaza
de profesor en Stanford.
-¡Pues manos a la obra...! Y nunca mejor dicho -concluyó
sonriendo por vez primera.
Pasaron la tarde preparando las maletas. Antonio dejó
en su cuarto algunos libros y papeles. Sonrió al abandonar
también el cilicio y las disciplinas. La mayor parte
de su bagaje personal se encontraba en la oficina. Los continuos
cambios de residencia le forzaban a ello, para simplificar
esas mudanzas periódicas que los mayores tanto temían.
Mariano, dueño de un modesto hatillo, terminó
en seguida. Cenaron con los demás, en una de tantas
reuniones triviales que eran ya la norma en las residencias
de mayores, vieron la televisión y se acostaron.
A la mañana siguiente, sobre las diez, cargaron el
"Morris". En silencio abandonaron la casa y se dirigieron
a la estación de Atocha, donde Mariano tomaría
un tren para Málaga. Apenas se dijeron nada. Mariano
se sentía curiosamente tranquilo. Sólo pensaba
en el futuro, en su nueva vida. La noche anterior había
estado planeando algo que ahora, en plena vigilia, le parecía
casi ridículo. Una lista de libros que hasta entonces
no había podido comprar. Se había dormido seleccionando
autores y títulos.
Antonio, por el contrario, estaba nervioso. Nada cambiaría
en su vida exterior de comerciante. Pero tendría que
afrontar una probable conmoción familiar, porque su
padre, en los últimos tiempos, había simpatizado
mucho con ciertas personas de la Obra, se confesaba con uno
de sus curas y se mostraba cada vez más conservador.
Lo mejor sería, pensaba para sus adentros, plantearle
su abandono en el terreno de las relaciones con las mujeres.
Aparte ser verdad el hecho de que no podía soportar
más la carga de un celibato sin sentido, probablemente
su padre entendería esto mejor que sus otros conflictos.
En la fría y gris mañana madrileña,
la estación de Atocha se recortaba en la niebla. Aparcó
frente al andén central y Mariano se apeó.
-Que tengas suerte, Antonio. Y francamente, te agradezco
el que me hayas puesto entre la espada y la pared. A lo mejor,
sin ti, me quedo atrapado en el lío.
Mariano se alejó, con una maleta en cada mano. Antonio
se quedó un momento ensimismado.
-¡Pero venga, hombre, que es para hoy!
Aquel grito estentóreo le sacudió. Un taxista,
pugnando por aparcar, le apremiaba a dejarle sitio. Sonrió,
puso el coche en marcha y salió de la estación,
calle Atocha arriba.
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