Gracias a Dios, ¡nos fuimos!
Opus Dei: ¿un CAMINO a ninguna parte?

Los hijos del Padre
Los hijos del Padre
Autor: Alberto Moncada
Índice del libro
1. Playa de Gandía
2. Los insomnios de Antonio
(1948-1953)
3. El diario de Mariano
(1953-1958)
4. Los insomnios de Antonio (1958-1967)
5. El diario de Mariano
(1967-1969)
6. La huída
7. Playa de Gandía
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LOS HIJOS DEL PADRE
Novela de Alberto Moncada

CAPÍTULO 6. LA HUÍDA

El 6 de diciembre de 1969 Antonio Cuadrado ayudaba a Mariano Anaya a instalarse en un cuarto de la residencia de la Obra en la calle Daniel Urrabieta del Viso, en Madrid. Mariano acababa de llegar de Pamplona y venía a la capital para efectuar algunos contactos académicos, como había explicado a sus colegas de Navarra, aunque tanto él como los superiores sabían que, bajo ese eufemismo, se escondía algo distinto y más grave.

Antonio y Mariano se conocían superficialmente. Habían coincidido tres o cuatro veces en ejercicios espirituales o convivencias de verano. Ambos se aproximaban a los cuarenta años y, mientras ordenaban el cuarto y los pocos avíos de Mariano, intercambiaban esas trivialidades que los dos se habían acostumbrado a usar en el trato entre numerarios, para evitarse los conflictos de las correcciones fraternas o de las denuncias. Ambos tenían sobrada experiencia de los riesgos de la sinceridad en la vida de familia y habían recibido suficientes avisos de los superiores cuando algún numerario más timorato o celoso les había ido con el cuento de las inconveniencias u opiniones dudosas que alguno de ellos había proferido delante de los demás. Todavía recordaba Antonio el comentario sarcástico que hizo en la mesa, unos días atrás, molesto por uno de aquellos triunfalismos baratos que Laureano López Rodó se permitía en la casa. Al apagarle el farol de manera un tanto ruda, se produjo un cierto desasosiego entre los asistentes. Poco después, el director de la casa le llamó la atención, insistiendo en que una persona tan importante como Laureano tenía derecho a encontrar un ambiente hogareño acogedor. Antonio estaba cansado de repetir que ese argumento resultaba tan válido para una persona como para otra, si de verdad todo trabajo era importante, como rezaba la tradicional doctrina de la Obra. Aquella vez prefirió callarse. La tensión que le rodeaba desde hada unos años le mantenía en un malhumor permanente. Rafael Caamaño, el delegado del Padre en la Comisión de España, le había ido frenando en su deseo de plantear la salida de la Obra. Según su tesis, que a Antonio le parecía cada vez más difícil compartir, él y otros como él tenían la obligación de ayudar al Padre en el desarrollo doctrinal de la Obra poniendo por escrito todas las dudas y contradicciones que sintiesen, proporcionando así al fundador la base de decisiones.

-La Obra es muy joven -insistía Caamaño-, y es lógico que el carisma del Padre haya de ser ayudado por la experiencia de los mayores como nosotros para resolver las cuestiones nuevas que se plantean, casi contradictoriamente, en este camino original que Dios le ha revelado.

Pero Antonio llevaba años escribiendo folios y más folios con sus puntos de vista, que en aquellos meses presentaban como contenidos fundamentales el tema de la libertad profesional de los socios en relación con el voto de obediencia y las acusaciones de autoayuda y de tinglado que la calle hacía, aun dentro de los estrechos marcos de censura del régimen, en relación a las actividades políticas y económicas de la Obra.

Por aquellos días se sentía particularmente malhumorado con el asunto Matesa. Cuando el caso explotó aquel verano, se encontraba en una convivencia en Molinoviejo. Los mayores trataron de quitarle importancia al asunto e incluso, un día, el director de la convivencia, Rafael Termes, llegó a prohibirle hablar del tema en la tertulia. Como le explicó en privado José Javier Jacoiste, era lógico que al Padre no le gustase que se tratara de un asunto en el que había hermanos implicados. Su enfado subió de tono cuando se les leyó a todos una nota enviada por los superiores en la que se les daban los criterios para comportarse respecto al tema. La nota decía, en síntesis, que no se podía dudar de la buena intención ni del espíritu recto de los ministros de la Obra y que por ello era preciso disculpados en público y en privado, ya que los superiores garantizaban que nadie de la Obra se había lucrado personalmente.

Aquel planteamiento sublevó a Antonio. Como siempre, los superiores trasladaban las responsabilidades al plano de las intenciones, cosa que no podía admitirse en la vida pública. Él había discutido docenas de veces ese criterio, que Caamaño le suministraba cada vez que iba a quejarse de la escasa moralidad pública demostrada por los hombres de la Obra. Una y otra vez, siempre que se descubría algún tinglado en que habían participado los miembros de la Obra, le daban ,la misma respuesta. "En realidad -le había dicho una vez un antiguo compañero de universidad, ex falangista, con quien tomaba café cada cierto tiempo-, el régimen está tan podrido por todas partes y existe tan escaso interés y tan estrecho marco para denunciar la corrupción, que vosotros dais la impresión de ser los menos sucios, puesto que os conformáis con la protección oficial a vuestros apostolados de enseñanza y al mantenimiento de la ortodoxia doctrinal católica. Pero yo te aseguro -había añadido con indignación- que todos estamos metidos hasta el cuezo en este dichoso régimen, que no sólo ha protegido al especulador y se ha valido de los vicios de todos para sobrevivir, sino que ha traicionado las ideas de justicia y redención del pueblo, que nosotros, los falangistas, como unos idiotas, creímos que iban a ser respetadas y puestas en práctica al final de la guerra."

Antonio, que no había tenido muchos amigos entre los herederos del bando vencido en la contienda civil, había aprendido con el tiempo a detectarlos, entre otras cosas por esa especie de rabia contenida que demostraban ante el espectáculo del régimen, a cuya crítica se sumaban ya los desilusionados de éste. Un funcionario de correos, que había entrado en los negocios de los Cuadrado después de una depuración y una larga estancia en la cárcel por sus ideas republicanas, le decía con cierta frecuencia que la Obra estaba sirviendo de nuevo apoyo al franquismo, una vez que le iban fallando los anteriores. De todas maneras, el mundo mercantil, con su pragmatismo cotidiano, no era especial lugar para la especulación política, y Antonio había comprobado que, en ese terreno, católicos y fa1angistas, monárquicos y republicanos, ostentaban una moral parecida. Y ahora que estaba de moda el estilo agresivo en los negocios y la moral del éxito, nadie hacía muchos ascos al precio que había que pagar por ello en términos éticos.

"¡Qué distinto- pensaba Antonio mientras se acostaba- de aquellos sueños inocentes de hace veinte años, cuando, al entrar en la Obra, pensaba que la ejemplaridad de los hombres del Opus debía ser acicate y estímulo para la santificación de todas las actividades terrenas! Y qué pena que, para conseguir influencias y plataformas, la Obra tenga que caer en las mismas inmoralidades, chanchullos y secretos de archivo que al principio tanto se criticaban!" Como le decía su amigo banquero, "esa cuadratura del círculo que pretendéis es imposible. Si queréis dar ejemplo de sobriedad, de renuncia y de espiritualidad, más vale que os apartéis de muchas cosas, sobre todo de la política y los negocios, porque si a mis sesenta años yo sé algo de la vida, es que todo eso pringa y un día, os encontraréis justificando moralmente, en nombre de esa santidad que predicáis, las mismas chapuzas, arreglos e injusticias que otros hacemos sin pretender justificadas".

A la mañana siguiente, Mariano se despertó con la sensación de cansancio que acompañaba sus primeras horas en los últimos tiempos. Sin duda se trataba de un efecto secundario de la medicación con que le trataban en la clínica de Navarra para calmar sus nervios. Desde su regreso de América, había sufrido ya dos crisis de depresión, que le habían puesto en manos de sus hermanos, los médicos de la universidad de Navarra. Con la mejor intención, ellos le administraban Valium, Librium y todo el amplio espectro de las modernas drogas, y Mariano se sentía cada vez menos dueño de sus actos, más abúlico y más dependiente de la medicación. Tras una primera etapa, a la llegada de Lima, en que tuvo un par de conversaciones sinceras y prolongadas con los superiores, se avino a pasar una temporada de reflexión y descanso en Pamplona y a no cuestionar su vocación durante ese tiempo.

Pero en vano. Aunque durante el día se esforzaba por borrar de su memoria su pasado conflictivo y evitar los soliloquios, a base de engolfarse en el trabajo de secretario de la residencia que le habían adjudicado, por la noche rebrotaban todas sus angustias y pasaba unas horas horribles. Por dos veces creyó perder la razón, y por dos veces le sacaron del hoyo a fuerza de estimulantes y calmantes. En un momento de mayor vigor, preguntó a un numerario psiquiatra si no sería mejor enfrentarse de una vez con su problema vocacional en vez de andarse por las ramas. Hurtando el bulto, el numerario le dijo que ésa era una cuestión que debía resolver con los superiores, y no con él. A fuerza de insistir, y por recomendación de don Teodoro que asistía entristecido al espectáculo, sostuvo dos conversaciones con Rafael Caamaño, en el curso de dos visitas de éste a Pamplona. Haciendo acopio de fuerzas, le presentó sus agravios y sus cuitas. Rafael le recomendó nuevamente descanso y demorar el tema hasta mejor ocasión.

"Nuestra vocación -le había dicho al despedirse- es un don de Dios que no tenemos derecho a cuestionar sin el consejo de los superiores. Ellos tienen la misión específica de ayudamos y quieren lo mejor para nosotros." Mariano no encontraba manera de resistirse a aquella presión, mezcla de atenciones afectuosas y firmeza, que le dispensaban.

Pero una tarde sorprendió una conversación entre el director de la residencia y el cura. Habían dejado medio entreabierta la puerta y él, que cruzaba el pasillo, oyó pronunciar su nombre y no resistió a la tentación de quedarse escuchando sin hacer ruido. El cura le ponía como ejemplo de ese grupo creciente de numerarios que venían a tratarse a Pamplona de desórdenes nerviosos y que él, como capellán de la clínica, había tenido ocasión de atender espiritualmente. "Te aseguro, Ramón -le decía al director-, que es un espectáculo deprimente. He hablado de esto, sin dar detalles, con un psiquiatra que no es de casa y me ha asegurado que él no ve más solución para esos casos que la puesta en cuestión de las respectivas biografías." "¡Pero eso es una barbaridad! -le contestó el director-. Con ese criterio, muchos matrimonios, muchas vocaciones, muchas situaciones establecidas se vendrían abajo." "Pues la alternativa, según el psiquiatra -replicó el cura-, es incrementar el número de enfermos mentales y, por lo que voy viendo, en la Obra ya tenemos un cupo más que suficiente."

No quiso oír más y salió disparado hacia la calle. Aquello era exactamente lo que necesitaba oír. De un golpe, brotaron en él fuerzas desconocidas, un instinto de vivir que no aceptaba más aquella presión. A la mañana siguiente, fue a la clínica y sugirió que le recetaran un cambio de aires, porque tenía muchas ganas de pasar unos días en Málaga. El psiquiatra apoyó la iniciativa y, con su aval, logró el permiso de los superiores.

Las relaciones de Mariano con sus padres se mantenían en un plano de pura afectividad familiar. Un pudor mutuo les impedía hablar de cosas personales, y los Anaya, sin mayores elucubraciones, daban por sentado que a Mariano le iba bien en sus aventuras religioso-intelectuales. Habían notado, cuando fue a visitarles al regreso de Lima, algunas cosas extrañas, pero lo achacaban al cansancio de aquella fundación. Tampoco Mariano conocía ya las claves de la intimidad familiar. Estaba acostumbrado, desde mucho tiempo atrás, a creer que ellos no comprendían su horizonte vital y se conformaba con diálogos triviales, compensados por la ternura y el mimo de los brazos y las atenciones maternales. Le aburría, pero al mismo tiempo le calmaba, aquel paso de las horas en cotidiana repetición de gestos y actos sencillos: la tienda, los amigos del barrio, la tertulia de su padre en el bar frontero, escasamente modificados por la modernización de las costumbres que Málaga sufría a impulsos del turismo devorador. Mariano intuía, sin embargo, que sus padres sabrían aceptar su decisión por la misma razón que, desde muy niño, habían aceptado su libertad y su modo de ser, y porque conservaban esa disposición permanente, producto de su pasado de carencias, a propiciar el que su hijo sacara más partido de la vida que ellos. Le bastó mirar a los ojos de su madre y dar una vuelta por el puerto con su padre para saber que podría contar con su apoyo.

Cara al mar, en una semana de introspección y fría consideración de los hechos, decidió que tenía que abandonar la Obra, antes de que ésta aniquilase su existencia. Se convenció a sí mismo de que Dios, ese misterio que había presidido su vida desde pequeño, no podía ser invocado como argumento para obstaculizar su madurez intelectual ni el modo en que las experiencias de su biografía configuraban su personalidad. La vocación se iba convirtiendo en un corsé asfixiante, en una constante autohumillación. Y todo porque el Padre había hecho una opción concreta entre las muy variadas que el cristianismo ofrecía a los hombres de fe en aquella segunda mitad del siglo XX. Volvía a su independencia instintiva, a aquella abolición de intermediarios con e! Absoluto que tanto le había cautivado en los místicos y, por primera vez en muchos meses, se sintió de nuevo reconfortado por las poesías de San Juan de la Cruz, que repasaba despacio, bajo el calor tibio del sol invernal, en un banco del parque. Lentamente se ilusionaba con una nueva etapa de su vida académica, abierto a nuevas corrientes intelectuales, a nuevos retos de la civilización, en algún lugar donde las ortodoxias de grupo y el ambiente inmediato no secara la espontaneidad creadora. Igualmente, gracias a su aventura peruana, lograba interesarse en esas epopeyas de la historia de los pueblos concernientes a la liberación, a la explosión de situaciones encadenadas, algo que su tranquilo pasado español, protegido por la vocación, ajeno a otras realidades del país, le había impedido desarrollar. ¡Qué estrechos encontraba los horizontes intelectuales de sus compañeros de Navarra, sensibilizados constantemente para una caza de brujas de la heterodoxia, negándose a dialogar sobre las contradicciones de la vida española, ansiosos únicamente de mantener el confort y la seguridad psicológica de una clientela embaucada por la ilusión inmovilista del catolicismo de consumo burgués!

Con la fuerza de su decisión, planteó a la vuelta la necesidad que experimentaba de esclarecer su situación, sin esperar un minuto más. Esta vez, convencidos de que la cosa iba en serio, los superiores de Pamplona accedieron a llamar por teléfono a Madrid, y Caamaño autorizó el viaje de Mariano para tratar lo que cada vez más parecía un desenlace.

No forzó a su cuerpo a levantarse instantáneamente, como era costumbre en sus años primeros. La Obra se había vuelto más comprensiva con el cuidado de la salud y el descanso. Se arregló despacio y bajó al primer piso, donde ya los demás terminaban de desayunar. Con él bajaba también Laureano, muy de tiros largos. Mariano apenas cruzó la palabra con aquel hermano suyo, que para tantos críticos de la Obra simbolizaba la nueva alianza católico-capitalista y que unos meses antes había obtenido una paradójica victoria política al haber reaccionado Franco al caso Matesa nombrando más ministros de su cuerda, presididos por el almirante Carrero. Mariano no estaba interesado en hablar con él, ya que suponía que tendrían muy poco en común, pero pensó, al musitar un frío "Hasta luego" mientras se levantaba de la mesa, que le sería imposible convivir con aquella persona si eran verdad la mitad de los chismes que se contaban sobre su obstinación, su negativa a aceptar las razones del contrario y su política de valimiento, adulación y silencio eficaz.

Llamó por teléfono a la Comisión regional. Caamaño, muy circunspecto, le preguntó si había tenido buen viaje y le indicó que le esperaba en seguida en Diego de León. Al salir al vestíbulo de la residencia, se topó con Antonio Cuadrado, que se disponía a salir a su vez. Fuera hacía frío. Antonio se dirigió hacia su "Morris", y al ver a Mariano iniciar desorientado su camino a pie, le invitó a subir.

-Voy a Diego de León. ¿Te pilla de camino? -Por supuesto.

Algo en la actitud de Mariano hizo intuir a Antonio que en aquel viaje a Madrid había algo más de lo que superficialmente le había dicho la noche anterior. Por el camino, le fue preguntando cosas de Perú, de la universidad, de la revolución militar. Cuando lo dejó a la puerta de Diego de León y siguió su camino, tenía ya la certidumbre de que aquel Mariano se hallaba tan cerca de la puerta de salida como él mismo.

Mientras tanto, Mariano franqueaba la puerta de acceso a la casa central de la Obra en Madrid, una vez que una sirvienta portera le hubiera identificado y comprobado por el teléfono interior que le esperaban. Subió en un ascensor hasta una de las siete plantas en que se había convertido el primitivo chalet que él conoció quince años atrás. En una sala decorada de rojo, le esperaba Rafael Caamaño. Sonriente, le recibió con un "Pax" y le invitó a sentarse. Encendieron unos pitillos y Caamaño le preguntó por su salud. Mariano respondió que aquella estancia en Málaga le había ayudado mucho, pero que también le había dado mayor seguridad en su decisión de apartarse de la Obra. Caamaño apeló inmediatamente a razones de tipo afectivo. La Obra estaba muy satisfecha de su papel en la fundación de Piura y, si lo habían movido de allí, había sido por razones de unidad, para no perjudicar la unanimidad de criterios que siempre debía existir en sus apostolados. Pero todos reconocían el espíritu de servicio y la dedicación de Mariano. Éste empezó un nuevo recitado de sus agravios intelectuales y, a medida que sus argumentos se volvían más rotundos, la cara de Caamaño se tornaba más grave.

-¿Y no podrías -le interrumpió- hacer un voto de confianza en el Padre, en su carisma, y esperar a que él nos vaya dando criterios sobre esas aparentes contradicciones?

-Es que ni son aparentes, Rafa, ni yo espero que el Padre cambie. Al fin y al cabo el Padre es hijo de su tiempo y de su educación y tiene todo el derecho a pensar como piensa y a exigir a sus seguidores fidelidad a su doctrina. Pero también tenemos derecho a abandonarle los que no compartimos sus puntos de vista ni queremos encarnarlos. Al fin y al cabo, este proceso de disensión es tan antiguo como la historia de los grupos humanos, y la historia de la Iglesia no es una excepción. ¿No quedamos en que hay libertad para dejar la Obra cuando nos plazca?

-¿Y, adónde vas a ir ahora? ¿No sientes miedo a la soledad, al anonimato de la calle, a]a pérdida de nuestra vida de familia a tus cuarenta años?

-Ten por seguro que sí. Pero todo eso es mejor que esta constante autonegación y esta zozobra.

Había levantado la voz con cierta excitación en las últimas frases y Caamaño trató de calmarle:

-Bueno, hombre, no te pongas así. Si te empeñas, iniciaremos los trámites para pedir al Padre que te dispense de tus votos y, mientras, te procuraremos la dispensa de vida en familia para que puedas vivir solo con autorización de la Obra. A lo mejor, en ese tiempo, todavía cambias.

-Me parece que no me has entendido, Rafa. Me quiero marchar ya, lo antes posible, y te ruego que no hagas más desagradable mi situación.

Caamaño varió de talante y le dijo secamente: -esperarás en Madrid la realización de los trámites que, como socio de la Obra, te has comprometido a observar. Procuraremos darnos la máxima prisa, pero no olvides, Mariano, que la Obra es una organización de la Iglesia, con sus reglas para hacer las cosas a las que tenemos que someternos todos. Te llamaré por teléfono en cuanto tenga algo que decirte.

Y, sin mediar otra palabra, se levantó, le acompañó al ascensor y le despidió.

Cuatro días después, volvió a encontrarse con Caamaño, esta vez en la residencia de Daniel Urrabieta. Durante aquel tiempo, se había dedicado a visitar algunos centros culturales de Madrid, había pasado horas en el British Council, rodeado de aquellas revistas que le recordaban otros esquemas culturales, y había evitado en lo posible quedarse en la casa, porque la residencia le deprimía. Era una casa de mayores, donde vivían, entre otros numerarios, Luis Valls, Jorge Brosa, Laureano y unos curas extremadamente aburridos, que permanecían horas en la sala de estar mientras los demás iban a su trabajo, leyendo periódicos, viendo la te1e, cautivos en conversaciones anodinas, vulgares, que le daban grima. El día anterior había reemplazado a un numerario en el encargo de dar un círculo a los supernumerarios importantes. Éstos, los ministros, los altos funcionarios, los banqueros, los comerciantes, dependían jerárquicamente de la residencia de Daniel Urrabieta, aunque las confidencias o charlas periódicas solían sostenerlas con los superiores de Diego de León. En aquel círculo, había hablado de Perú, de su pobreza y subdesarrollo, y se había calentado un poco al referirse a la vocación cristiana a la justicia, muy al estilo del Concilio. Observó algunas malas caras entre los asistentes, en especial la de un numerario que asistía también al círculo, pero no le concedió importancia. Al encontrarle en el pasillo, Caamaño le saludó e inmediatamente le llevó aparte.

-Te estaba buscando. Parece, Mariano, que ayer diste un círculo poco acorde con el espíritu de la Obra. Eso no está bien y, para evitarlo, he dicho al director que no te encarguen actividades de esa naturaleza mientras te encuentres en la presente situación.

Mariano no tuvo tiempo de reaccionar porque Caamaño se marchó inmediatamente. Enfadado, se fue a dar un paseo por la todavía tranquila colonia del Viso. A los pocos pasos, se topó con Antonio Cuadrado, que caminaba muy cabizbajo.

Venciendo una primera sensación de sorpresa, se juntaron en el paseo y Mariano, sin más, le relató su enfado por la reprimenda que le acababa de echar Rafa.

-Parece que el día va de broncas -le contestó Antonio-. A mí también me ha tocado mi ración. En concreto, Rafa me ha prohibido discutir con Laureano en la tertulia. Me ha pedido en síntesis, por el bien de la paz, que no toque temas conflictivos. Y todo porque el domingo, antes de cenar, salió el tema Matesa y yo di mi versión. Los de Diego de León se enteran de todo lo que pasa en esta residencia.

-¿Y eso por qué- preguntó Mariano-, habiendo tantas casas de la Obra?

-Pues muy sencillo. La cantidad de plataformas apostólicas, empresas y otras cosas con que cuenta ya la Obra requieren apoyo gubernamental, y Laureano es el paño de lágrimas de, la Comisión. Si vivieras más tiempo en Daniel Urrabieta, verías cómo cada lunes y cada martes te encontrabas aquí, encerrados con Laureano, a Rafa Caamaño, César Ortiz o algún otro superior... Luego está lo de la ortodoxia católica. Tienen que mantenerse compinchados para llevar la contraria al Vaticano y a los obispos más o menos "progres". y finalmente aquí estan adscritos todos los supernumerarios importantes, y los superiores vienen a zanjar peleas, a suavizar tensiones, como las del Banco Popular entre Valls y Arana, las del diario "Madrid" entre Calvo Serer y Valls, o entre los ministros; y como ellos quieren cuidar a Laureano, pues se procura que los demás no le demos el coñazo. Así de sencillo. Yo espero que, a fuerza de poner de relieve todas esas cosas por escrito, ahora que va a haber un congreso general de la Obra, los que pensamos que hay que reformarla y volver a un espíritu más evangélico lograremos convencer al Padre.

-En eso me parece que te equivocas, Antonio. Por la poca historia y sociología que yo sé, la Obra, viviendo su fundador y siendo éste como es, no va a cambiar en absoluto. Más bien todo lo contrario.

Y procedió a repetir a Antonio la larga argumentación que al efecto había elaborado y utilizaba en sus discusiones con los superiores.

-Por eso -concluyó- estoy aquí, para liquidar esta etapa de mi vida e iniciar rápidamente otra, antes de que me consuman estos conflictos y este soberano aburrimiento.

Antonio se quedó pensativo y no dijo nada más. Era ya casi la hora de cenar y volvieron a la residencia. Durante la cena escucharon cuatro trivialidades de Brosa sobre la difícil situación económica y, luego, en la sala de estar, vieron la televisión hasta que se fueron a la cama.

Dos días más tarde, tuvo lugar una escena parecida. Era el santo de uno de la casa, y todos habían procurado evitar compromisos para comer fuera. Estaba invitado Caamaño. Las sirvientas, con cofia y delantal adornados con puntillas, sirvieron en silencio un espléndido aperitivo antes de que los numerarios se sentaran a la mesa. Corría el whisky y el buen vino. Mariano, mientras se bebía su copa, observaba el espectáculo. Le había dicho Antonio que en las casas de los mayores en Madrid, quizá para compensar otro tipo de carencias, se rizaba el rizo a la hora de comer y beber. Estaba comprobando la certeza de la afirmación. Canapés, tapas de cocina... Aquello era un "capolavoro" de la Sección femenina. Oía también expresarse en la intimidad familiar a los mayores. Quizás el que le parecía más ridículo era Laureano, con su afán de trivializar las cosas, en una especie de "show" de colegio de frailes. Aún recordaba como, días antes, había asistido fascinado a un monólogo en el que Laureano daba sus razones pata prohibir la difusión en España de la literatura que él llamaba disolvente. Eran las mismas que daban sus maestros en los años cuarenta.

-Lo que hay que hacer con el Movimiento es pararlo -decía riéndose el ministro, para rematar su relato de un reciente éxito político.

Oyéndole, daba la impresión de que sus opositores o adversarios eran o peligrosos subversivos contra el régimen o tarados mentales. Comentando la salida del gobierno tecnocrático de Federico Silva, decía precisamente que, en realidad, el suyo era un problema de psiquiatría. Finalmente, se celebró mucho una frase reciente del Padre, comentando las relaciones Iglesia-Estado, en que aconsejaba a los políticos de la Obra maniobrar con el dinero destinado al Vaticano, "único lenguaje que Roma entiende".

De pronto, Antonio Cuadrado, muy colorado, aprovechó una pausa para decir que, en su opinión, el espíritu de la Obra era conciliador y que no comprendía cómo los políticos, en vez de criticar a sus colegas, no procuraban atraérselos, ya que estaba claro, según la doctrina original, que en la Obra caben toda clase de católicos, siempre que tengan ilusión por santificar su trabajo, lo que no se debía dudar de ninguno de los mencionados. Se hizo un silencio, hasta que el director reanimó la tertulia.

Cuando aquélla terminó, Caamaño se quedó a solas con Antonio y volvió a censurarle su conducta.

-No es que me parezcan mal tus puntos de vista. Pero es más constructivo ponerlos por escrito y mandarlos al Padre, en vez de provocar estas escenas.

-¡Pero, Rafa! Llevo así tres años, escribiendo papeles y frenando mis impaciencias sin que me sirva de nada. Ante chorradas como las que suelta Laureano o citas del Padre en plan cínico, no puedo contenerme, y luego pasa lo que tú sabes.

Antonio aludía a esa evasión que buscaba después de los encuentros conflictivos y que los superiores conocían y disculpaban. En los últimos años se le había creado el hábito de romper su bloqueo mental por el procedimiento de correrse una juerga, como hizo aquella vez en Alemania. Su evasión sexual, que Antonio repudiaba pero no podía evitar, como único medio para no caer en la exasperación y subsiguiente depresión, se achacaba a las tensiones de su vida y se aceptaba. "Ya se arreglará esto tuyo de la carne cuando se arregle lo otro -le solía decir Caamaño -. Tú ten fe en el Padre y en la Obra." Lo único que Antonio evitaba era el trabarse en lazos afectivos con mujer alguna, con lo cual su expansión carnal, que le dejaba tranquilo por un tiempo, no le producía satisfacciones de intimidad amistosa ni le creaba más problemas que esa dependencia corporal y las vergüenzas morales consiguientes.

Aquella tarde, Mariano le pidió a Antonio que, al salir en coche, le dejara en el centro si le venía bien. Después de ir en silencio unos minutos, se inició la conversación, favorecida por el lento fluir del tráfico.

-Vas de cabreo en cabreo, Antonio. Yo que tú dejaría tranquila la crítica y me plantearía la salida. Porque ¿qué es lo que te retiene en la Obra?

-Hombre, muchas cosas, pero, sobre todo, la convicción. que ningún superior me ha contradicho expresamente, de que esto va a cambiar, tiene que cambiar. Esta especie de luna de miel con la política y los negocios que atravesamos, y que da pie a tantos malentendidos y tensiones, no es sino una trampa, de la que espero que salgamos pronto y en la que el Padre ha caído por su afán de llegar apostólicamente a todas partes a gran velocidad y de montar muchas actividades deficitarias, que requieren una financiación externa. Yo creo que hay en la doctrina fundacional suficientes semillas de espiritualidad para que cambie la estrategia y volvamos a un servicio a la Iglesia menos marcado por estos protagonismos y esas mescolanzas, más testimonial, más virtuoso, no sé... Rafa .me apoya en esta visión mía, a pesar de sus broncas, y él está muy cerca del Padre. Además, pese a los atractivos de la vida matrimonial, he visto suficientes conflictos ya entre familiares y amigos para darme cuenta de que, si busco la felicidad por ese camino, es posible que tenga menos éxito. En la abnegación hay por lo menos una especie de seguridad de que Dios premiará mi esfuerzo con la paz interior, con esa certidumbre del que no quiere nada para sí, que al fin y al cabo es la esencia del cristianismo.

-Me parece Antonio que, a pesar de tu fe, tu entusiasmo y tus buenas intenciones, no te das cuenta del factor histórico, biográfico, de la Obra, del que hablamos el otro día. ¿Acaso no te has percatado de esa especie de desprecio a las demás formas de entender el catolicismo que se respira en casa? ¿O de todo el montaje contra la renovación conciliar? ¿O del mecanismo selectivo de atenciones sociales que va desarrollándose en la Obra? Ahora que la Iglesia quiere acercarse al pueblo, nosotros robustecemos la liturgia en el latín de Trento. Cuando hay conciencia general de que se ha dado poca importancia a la justicia, a los derechos humanos, el Padre erre que erre con la pureza y la obediencia ciega a la autoridad y mientras en otras instituciones se moderan los planteamientos minoristas, nosotros tenemos una clientela burguesa a la que se trata de no asustar. Y no quiero referirme a lo intelectual, porque es abracadabrante. Esa lista incesantemente aumentada de autores prohibidos, ahora que la Iglesia ha suprimido el índice, de censuras constantes, ese escamoteo de los documentos papales más lúcidos, esa vuelta al catecismo de Pío V... ¿Tú conoces algún intelectual serio en la Obra? Hay profesionales pasables, médicos, abogados, arquitectos, burócratas. Pero los filósofos, los poetas, los humanistas, o se han marchado, o están castrados por la neurosis o la autocensura. Y eso en una institución que afirmaba que sus numerarios debían ser la aristocracia de la inteligencia. ¡De pena!

Embebidos en la charla, habían llegado a la Plaza de España.

Déjame aquí, Antonio. Hasta luego.

Y Mariano se quedó en la primera luz roja, dejando a Antonio en plena confusión. Antonio intuía que las cosas eran así, que no había arreglo, pero se aferraba a su racionalidad, a sus sinceros cambios de impresiones con los superiores. ¿No sería lo suyo miedo a ese salto en el vacío, un miedo que Mariano aparentemente no sentía?

Aquella noche durmió mal. ¿Qué pasaría si toda aquella espera no fuese sino un artilugio de los superiores para retenerle en la Obra a cualquier precio? Una vez, en una convivencia, había oído contar a un sacerdote mayor la cantidad de mimos y atenciones que se desplegaban para que un hombre que hubiera pasado toda su vida en la Obra no se marchase. En una ocasión se había llegado a nombrar superior a uno de los que vacilaban, a ver si así, con la ilusión del mando, se le retenía. Pero también, y eso se subrayaba con acentos muy secretos, se trataba de no permitir el desprestigio corporativo, inevitable si se iban los más antiguos, los más maduros, y de evitar que se difundieran en la calle los conflictos internos. "Los trapos sucios se lavan en casa", era la frase con que solían terminar aquellas disquisiciones sobre la perseverancia.

A la mañana siguiente, telefoneó a Caamaño y solicitó verlo. Notó un extraño giro en su actitud, puesto que le contestó que, a partir de ahora, se había decidido que él dejaba de ocuparse de su caso y que se pusiera de acuerdo con los superiores locales para seguir tratando sus problemas.

Aquella devaluación de su importancia le molestó. Rafa le había dicho al principio de sus encuentros que estaba dispuesto a pasar con él todas las horas que hicieran falta. Y ahora, quizá por la creciente contundencia de sus argumentos, se quitaba de en medio. Quiso cargarse de razón, y horas más tarde se presentó a saludar a uno de los superiores de la delegación de Madrid, Jerónimo Padilla, hombre de cortos alcances intelectuales y de gran lealtad. Al recibirle, le anticipó que ya había recibido instrucciones de Caamaño y que estaba seguro que "lo tuyo no tiene importancia, porque quieres mucho al Padre. Será cosa de los cuarenta años. En realidad basta con no hacerse cuestión de tantas cosas...". Al escuchar aquella salmodia mal enhebrada, dicha en tono pueril y como para salir del paso, Antonio se enfadó.

Mira, Jerónimo, yo llevo tres años escribiendo mis conflictos y hablando de ellos con los superiores mayores. Tal y como estaban las cosas hasta hoy, no se trataba de reformarme yo, sino de cooperar en la reforma de la Obra. Pero si lo que me estás diciendo es que yo soy el problema, cambio de postura y te voy a redactar en una cuartilla cuatro o cinco preguntas que, si no son contestadas de manera satisfactoria, me llevarán a dejar la Obra.

Trató Jerónimo de recoger velas, pero Antonio le frenó cortésmente.

-Ahora mismo te redacto la cuartilla y me voy. Quiero contestación por escrito y en corto plazo.

Ni siquiera fue a la oficina aquel día. Se sentía excitado. Pasó por la residencia a la hora de comer y se encontró con que sólo se habían sentado a la mesa Mariano y él. Evitando que se enteraran las chicas que les servían, se enzarzaron en el tema. Mariano se mostraba más aburrido que de costumbre, porque Caamaño le había dicho que no tenía todavía ninguna noticia para él.

-¿Tienes alguna idea de en qué consisten esos trámites? -preguntó a Antonio-. Seguro que, como jurista, podrás proporcionarme algún dato.

Antonio recordó que el director de la casa guardaba en el cajón de su mesa un ejemplar del catecismo de la Obra y subió a buscarlo. Halló el cajón abierto. Por lo común, los documentos internos se conservaban bajo llave y sólo se podían leer con permiso expreso. La legislación de la Obra era confusa. Últimamente, con todas las derogaciones y cambios fruto de la nueva actitud del Padre, había que ser un experto para reconocer lo que permanecía vigente. La Obra había dejado de ser un instituto secular, pero tampoco era lo que jurídicamente el Padre solicitaba de la Iglesia, por no se sabía bien qué razones de derecho canónico y política eclesiástica. El catecismo, sucesivamente reformado, se mostraba muy poco explícito al respecto. Antonio y Mariano leyeron las escasas frases que el libro dedicaba a la separación de socios y a las penas a los infractores de la observancia.

-Has hecho bien en llamarme la atención sobre esto, porque yo, ,a pesar de ser jurista como tú dices, no me había planteado con rigor el tema. Por más que leo, aquí no hay sino una potestad absoluta de la Obra sobre nosotros, incondicionada y carente de recursos. Incluso necesitamos autorización para irnos voluntariamente. Y aquí no dice nada de plazos ni formalidades.

-O sea -concluyó Mariano- que pueden pasar meses y hasta años antes de que me dejen en paz.

Antonio pensaba vertiginosamente. Sus últimas horas de confrontación habían literalmente disuelto sus últimas esperanzas y tenía la impresión de que le estaban tomando el pelo.

-¿Sabes lo que te digo? Que si tú quieres marcharte ya, yo también, y que la mejor forma es poner tierra por medio. Al fin y al cabo, es doctrina de la Obra que las puertas están muy abiertas para salir, y no me veo yo con muchas ganas de sufrir unos trámites desconocidos y sin garantía. Vaya escribir una carta al Padre diciéndole que revoco mis votos. Ya que se insiste tanto en que son privados, sólo hace falta una privada decisión de renunciar a ellos. Pero la carta la echaré al correo sin trámite interior, desde fuera.

Mariano le dejó hablar. Interiormente, se sentía solidario de Antonio. ¿Qué ventaja tenía esperar? ¿No supondrían esos trámites un nuevo mecanismo de terrorismo afectivo para volver a someterle a la aniquilación mental de la que empezaba a recuperarse?

-¿Y qué hacemos? -preguntó Antonio

-Pues lo mejor es quitarse de en medio lisa y llanamente.

-Pero algo habrá que decir al director de la casa, ¿no? -Yo creo que no, que eso nos llevaría justamente a lo contrario de lo que perseguimos, aparte que al nuevo director ¡valiente cosa le importamos!

Antonio había asistido un mes antes a un curioso episodio. El anterior director de la residencia era un catedrático de universidad, muy amable, poco estricto y abierto al diálogo, con el que sostenía conversaciones sinceras y que comprendía sus conflictos. Al volver Antonio de una corta ausencia, notó una cierta conmoción en la casa. Al fin descubrió que la causa era una crisis nerviosa del director, que había sido rápidamente reemplazado. Aquello le impresionó por unos días y alentó sus preocupaciones reformistas. El nuevo director era un arquitecto muy pueril, mezcla de cinismo y fanatismo y, para colmo, franquista hasta la médula. La protección ideal para Laureano.

Le explicó a Mariano el episodio y concluyó:

-Lo mejor es marchamos mañana después del desayuno, cuando todo el mundo se haya ido a trabajar. Yo dejaré las maletas en la oficina y me iré unos días fuera. A la vuelta, espero quedarme una temporada con mis padres. ¿Tú tienes adónde ir?

-Pues ahora que me planteas la cuestión de golpe, creo que lo mejor será pasar las Navidades en Málaga y luego irme a América, a tratar de conseguir una plaza de profesor en Stanford.

-¡Pues manos a la obra...! Y nunca mejor dicho -concluyó sonriendo por vez primera.

Pasaron la tarde preparando las maletas. Antonio dejó en su cuarto algunos libros y papeles. Sonrió al abandonar también el cilicio y las disciplinas. La mayor parte de su bagaje personal se encontraba en la oficina. Los continuos cambios de residencia le forzaban a ello, para simplificar esas mudanzas periódicas que los mayores tanto temían. Mariano, dueño de un modesto hatillo, terminó en seguida. Cenaron con los demás, en una de tantas reuniones triviales que eran ya la norma en las residencias de mayores, vieron la televisión y se acostaron.

A la mañana siguiente, sobre las diez, cargaron el "Morris". En silencio abandonaron la casa y se dirigieron a la estación de Atocha, donde Mariano tomaría un tren para Málaga. Apenas se dijeron nada. Mariano se sentía curiosamente tranquilo. Sólo pensaba en el futuro, en su nueva vida. La noche anterior había estado planeando algo que ahora, en plena vigilia, le parecía casi ridículo. Una lista de libros que hasta entonces no había podido comprar. Se había dormido seleccionando autores y títulos.

Antonio, por el contrario, estaba nervioso. Nada cambiaría en su vida exterior de comerciante. Pero tendría que afrontar una probable conmoción familiar, porque su padre, en los últimos tiempos, había simpatizado mucho con ciertas personas de la Obra, se confesaba con uno de sus curas y se mostraba cada vez más conservador. Lo mejor sería, pensaba para sus adentros, plantearle su abandono en el terreno de las relaciones con las mujeres. Aparte ser verdad el hecho de que no podía soportar más la carga de un celibato sin sentido, probablemente su padre entendería esto mejor que sus otros conflictos.

En la fría y gris mañana madrileña, la estación de Atocha se recortaba en la niebla. Aparcó frente al andén central y Mariano se apeó.

-Que tengas suerte, Antonio. Y francamente, te agradezco el que me hayas puesto entre la espada y la pared. A lo mejor, sin ti, me quedo atrapado en el lío.

Mariano se alejó, con una maleta en cada mano. Antonio se quedó un momento ensimismado.

-¡Pero venga, hombre, que es para hoy!

Aquel grito estentóreo le sacudió. Un taxista, pugnando por aparcar, le apremiaba a dejarle sitio. Sonrió, puso el coche en marcha y salió de la estación, calle Atocha arriba.

 

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