LOS HIJOS DEL PADRE
Novela de Alberto Moncada
EL DIARIO DE MARIANO (1967-1969)
En las agendas de Mariano había una fecha importante:
8 de diciembre de 1967. Tan importante que, años después,
podía reproducir casi literalmente sus sentimientos
y su estado de ánimo en aquel día.
El 8 de diciembre de 1967, Mariano volaba de Madrid a Lima.
Iba camino de la fundación de una universidad de la
Obra en el norte de Perú, para cuya tarea había
sido designado por el Padre. Era, se decía, mientras
las horas pasaban lentamente en el largo viaje transatlántico,
su última oportunidad de volver a recuperar su adhesión
a la Obra, gravemente maltrecha por los acontecimientos de
los años pasados.
Desde aquel incidente de 1958 en que los superiores le habían
denegado el permiso para su tesis doctoral y le habían
forzado a una inmolación de su inteligencia, había
empezado a romperse, primero sutilmente, luego más
explícitamente, su original y compacta identificación
con la Obra.
Su vida entre los libros, durante el largo período
de su docencia en la universidad de Navarra, había
contribuido a forjar esa identidad de intelectual casi puro,
por la que otros hermanos suyos en el Instituto, más
vitales, le embromaban. Mariano se tomaba muy en serio la
coherencia de los discursos racionales, había aprendido
a valorar el esfuerzo de la creación intelectual y,
aunque en el fondo de sus vivencias, latía esa radical
inseguridad del ser humano para la que no tenía otra
respuesta que la fe más desnuda, había llegado
a la conclusión íntima de que ese mundo de las
ideas era el más apropiado a su temperamento y de que,
e. través de él, debía tener lugar su
colaboración al plan de Dios que la Obra significaba
en la historia. En teoría, nadie le llevaba la contraria.
Mientras diera sus clases, mientras cumpliera las normas de
piedad y participara de alguna manera en el apostolado, los
superiores le aceptaban como era y respetaban sus lecturas,
sus viajes de estudio y hasta sus pequeñas manías
de misántropo en potencia.
Sin embargo, se había dado cuenta de que en la Obra
latía profundamente esa radical desconfianza hacia
la razón, hacia la cultura, en una palabra, hacia el
progreso humano que jalonaba la historia de la Iglesia católica.
Con el tiempo, la Obra había montado toda una organización
de censura interna para garantizar la ortodoxia de sus miembros,
y los documentos y cartas del Padre contenían cada
vez más prohibiciones, más cautelas en relación
a la modernidad. Especialmente desagradable le resultaba a
Mariano esa continua insistencia en los peligros de la carne
para la pureza de la fe. Le parecía una cosa pueril,
porque, en su experiencia, avalada por toda la historia de
la cristiandad, la gran masa de los cristianos no habían
perdido la fe por la fornicación sino, más bien,
en el ejercicio de un curioso mecanismo de transferencia y
búsqueda de la seguridad psicológica: cuando
mayor importancia daban a sus pecados de la carne menos fuerza
tenían para rebelarse contra las verdades dogmáticas.
Como decía un antropólogo alemán, que
Mariano había leído recientemente, daba la impresión
de que los eclesiásticos hubieran mantenido su control
ideológico sobre los cristianos precisamente a base
de probarles constantemente su animalidad, su abyección
carnal, gracias a un código moral básicamente
construido en torno a la vida sexual.
Pero lo que a Mariano le traía de cabeza era la postura
del Padre respecto al Concilio Vaticano. No entendía
por qué la Obra no se entusiasmaba, como institución
joven y recién llegada a la historia, con esa prueba
de vitalidad de la Iglesia que significaba el Concilio. Había
sentido verdadera satisfacción al leer algunos de los
documentos conciliares y notar cómo se empezaban a
abrir paso tantos conceptos positivos y tantas pruebas de
que el Evangelio era una auténtica fuerza moral renovadora
de la civilización, pese a la secular utilización
que el aparato eclesiástico, a lo largo de la historia,
había hecho de él para bloquear el progreso
humano o legitimar opresiones políticas. Por eso a
veces le sacaba de quicio esa especie de presunción
con que los superiores de la Obra aludían al Concilio,
como a algo muy superado por el espíritu de la Obra
y en ocasiones peligroso para la ortodoxia.
Había mantenido algunas discusiones en Pamplona y
en las convivencias veraniegas sobre este asunto, pero le
habían parado los pies las suficientes veces como para
desalentar su ilusión por compartir públicamente
esa renovación cristiana. y lo que aún era peor,
había empezado a sentirse más inseguro de lo
que habitualmente estaba y a construirse una especie de autocensura
mental con la que él mismo se asfixiaba.
Por ello, un año antes, había tomado una decisión,
fruto de largos soliloquios y una sincera conversación
en Madrid sobre su posición intelectual en la Obra.
Tal como él se sentía entonces, no sentía
el menor interés en formar parte de ese cuadro de filósofos
conservadores, seguros y ortodoxos, que giraban alrededor
de la Obra y que, en su opinión, se limitaban a seguir
traduciendo la filosofía tomista. Tampoco tenía
ganas de luchar constantemente contra la ortodoxia, entre
otras razones porque el mundo que le rodeaba en Pamplona se
mostraba hostil a la modernidad, y él no tenía
suficientes amigos entre los pensadores ajenos a lo tradicional
como para sentirse arropado en sus elucubraciones.
Contaba, sí, con sus libros y sus revistas y sus ratos
de libertad, pero aquel rincón de su intimidad intelectual
cada vez tenía menos que ver con lo que hacía
cada día y se iba convirtiendo en un "divertimento"
bastante costoso en términos de identidad personal.
Por otra parte, y mientras no planteara problemas, la Obra
era su hogar, un poco elemental e infantil, cierto, pero hogar
al fin, y gran parte de las actividades apostólicas
que compartía le parecían muy interesantes y
atractivas. Le atraía especialmente aquel empeño
de llevar la ilusión y el cariño al mundo rural
de los curas y los maestros de pueblo que la Obra efectuaba
en Navarra y en el que participaba con frecuencia.
La decisión que tomó fue consecuencia de esas
vivencias y de nuevos acontecimientos en el apostolado de
la Obra. Los superiores de España habían recibido
la indicación del Padre de montar una red de colegios
como punto de partida del apostolado entre la juventud. Ya
no era tan fácil como en los primeros años conseguir
vocaciones en la universidad, y había que coger a los
niños desde más pequeños. Por otra parte
la experiencia del colegio en Bilbao se había revelado
como positiva para atraer hacia la Obra a padres y madres
de los medios burgueses, y hasta había cola, ahora
que la Obra estaba de moda, para pagar las cien mil pesetas
del depósito que se exigía como entrada en el
flamante colegio de Somosaguas de Madrid.
Era necesario formar gente especializada en pedagogía
y administración educativa para dirigir todo aquello.
De eso se encargó especialmente la universidad de Navarra.
Mariano, que siempre había alimentado sueños
de esa naturaleza y que se había autoconvencido en
sus dudas vocacionales a base de pensar en el gran esfuerzo
docente de la Obra para ilustrar y dar luces a las grandes
masas, consideró que aquello podía salvarle
de sus conflictos. Al fin y al cabo la pedagogía, la
administración educativa, eran ciencias instrumentales
y no parecía haber en ellas conflictos ideológicos
graves. Ya estaba harto de que su profesión, su filosofía,
le planteara constantes problemas personales. De modo que
solicitó especializarse la nueva perspectiva y, a tal
fin, eligió una tesis doctoral de organización
escolar. Ambas decisiones fueron bien recibidas por los superiores.
Don Teodoro, que había asistido como último
asidero espiritual y fraternal a sus luchas, se alegró
mucho de la nueva situación.
-Ya verás, Mariano, cómo esta nueva ilusión
te renueva y te devuelve esa sonrisa andaluza que has ostentado
siempre-le dijo la tarde en que Mariano fue a despedirse de
él, camino de Londres.
Los superiores habían autorizado su estancia en la
universidad inglesa como medio de adquirir esas nuevas habilidades,
ya que en el ambiente universitario gozaba de gran predicamento
la tradición pedagógica de las islas británicas.
Mariano dedicó horas al inglés, que ya leía
discretamente, y a partir de entonces, y durante tres años,
simultaneó la docencia navarra con prolongadas estancias
en la capital inglesa.
La casa de la Obra en Londres estaba situada en una pequeña
calle que daba a Bayswater Road, frente a Hyde Park. Era una
de las muchas construcciones idénticas, con cuatro
pisos formados por pequeñas habitaciones alrededor
de una escalera. Allí vivían y trabajaban los
miembros de la Comisión regional. Había pocos
mayores ingleses, y todos eran ya sacerdotes. Mariano pasaba
prácticamente el día en el Instituto de educación
de la universidad y, cuando volvía a casa, era para
rezar, ver televisión y participar de la tertulia o
alguna reunión piadosa. A medida que su inglés
mejoraba, mejoraban también sus relaciones con los
colegas universitarios, que, en aquellos meses no lectivos,
se dedicaban a escribir, a estudiar y a darse esa buena vida
que Mariano diagnosticó como ingrediente sustancial
de los humanistas ingleses, gente que sabía pasar una
tarde entera en torno a unas jarras de cerveza, hablando de
lo divino y de lo humano, y que apreciaban las películas,
las obras de teatro y, sobre todo, las mujeres.
Mariano recordaba que, en el segundo de los tres veranos
en que repitió la experiencia, había conocido
a dos mujeres especialistas en pedagogía pertenecientes
al Movimiento de Liberación Femenina, y cómo
protestaban contra el machismo del mundo académico,
que apenas les dejaba otro lugar que la enseñanza y
el cuidado de los niños pequeños, en reproducción
literal de su papel doméstico.
Aquellas tres estancias en Londres marcaron profundamente
a Mariano y le hicieron mucho más tolerante, más
inseguro en sus convicciones y, sobre todo, más propicio
a las influencias de culturas ajenas a la suya. Conoció
algunos clérigos protestantes, varios economistas marxistas
y un sinfín de personajes diversos que utilizaban como
él el Instituto de educación de la universidad
para ampliar estudios durante el verano, participar de los
cursillos de renovación pedagógica o simplemente
llenar unas horas de las vacaciones en aquella atmósfera
universitaria. Mariano pasaba largos ratos en la Biblioteca
del Instituto e incluso había conseguido, a partir
del primer verano, un cierto status distinguido, que le daba
derecho a un pequeño despacho donde podía fumar,
cosa prohibida en las salas comunes.
Estudió a fondo los nuevos métodos pedagógicos,
y sobre todo las técnicas de administración
escolar, que, en aquellos tiempos, procedentes en especial
de Estados Unidos, dominaban el mundo de la expansión
educativa.
Como él, había otros profesores venidos de
todos los países de la Commonwealth inglesa y algunos
europeos. Y aunque en la residencia de la Obra el mensaje
ideológico era el mismo, Mariano se daba cuenta de
que el contexto plural de la vida inglesa hacía que
sus hermanos actuaran con mayor moderación en sus apostolados.
Todavía se recordaba allí un incidente ocurrido
durante una estancia del Padre, en que éste insistía
repetidamente en que la Obra abriera un Colegio mayor en Oxford,
sin importarle los obstáculos institucionales ni los
requisitos previos y calificando de sectarias a las autoridades
que se oponían a su prisa. Al final, el Padre tuvo
que aceptar la peculiaridad del mundo inglés e incluso,
según le dijo a Mariano un cura español que
llevaba allí cierto tiempo, excusarse con un intermediario
en esas gestiones con quien se había insolentado.
A pesar de su dedicación preferente a los temas pedagógicos,
Mariano leía y conversaba de muchas otras cosas. En
Londres empezó a interesarse por la política,
por la estética e incluso por la sociología,
que en la Obra, por mandato expreso del Padre, estaba severamente
contraindicada. La sociología era una des mitificación
de los valores y convicciones sociales de tal fuerza que,
por aquellos años, muchas instituciones confesiona1es,
no sólo católicas, la habían desterrado
de sus centros docentes. El Padre, alertado por su instinto
de ortodoxia, como le dijeron a Mariano, se había dado
cuenta del gravísimo peligro para la fe que suponía
y había prohibido expresamente la entrada en las casas
de la Obra de libros de sociología, sobre todo de sociología
religiosa.
Pero Mariano contaba con un permiso de lecturas prohibidas
que le concedía mayores libertades. El tal permiso
le había traído más de un disgusto pues,
si él se mostraba sincero en la confidencia y comentaba
en ella que este o aquel libro le habían originado
dudas sobre determinadas partes de la doctrina católica,
el superior de turno, a poco que fuera celoso, cuestionaba
la autorización. Como Mariano, en su madurez, había
ya decidido que la fe era una cosa y la teología otra,
y como tenía un instinto de curiosidad intelectual
muy desarrollado, rechazaba interiormente esas censuras, aunque,
a veces, en momentos de depresión, aquella formidable
conspiración de ortodoxia apelando a su lealtad filial
le podía. Pero en Inglaterra se sentía protegido
por la indiferencia y el menor control de los superiores locales,
y la especialización pedagógica que venía
buscando se transformó en un nuevo paso hacia el vacío
de la especulación intelectual sin fronteras. No obstante,
los malos ratos comenzaron casi en seguida de su regreso definitivo
a España. Porque también su nueva tesis, aparte
los aciertos técnicos, reconocidos por los superiores,
contenía expresiones que no gustaron a éstos,
y pronto volvió a encontrarse en el callejón
sin salida del que creía haberse librado al abandonar
la especialización filosófica.
De aquella situación le sacó una carta de Roma
que le fue comunicada en Madrid y en la que el Padre solicitaba
su concurso para organizar ]a nueva universidad de la Obra
en América. Se reanimó de golpe. Aceptó
en seguida la idea, pasó unos días en Málaga
con sus padres y se dispuso a dar el salto hacia una nueva
ilusión, eliminadora de pasados conflictos. La Obra
valoraba su trabajo. El Padre sabía que él era
íntimamente un hombre fiel a su vocación, y
todos los claroscuros de conciencia quedaban iluminados por
la nueva misión.
El avión de lberia había dejado ya Bogotá.
Faltaban tres horas para llegar a Lima, y Mariano se quedó
dormido. Despertó justo a tiempo para ponerse el cinturón
y escuchar las instrucciones previas al aterrizaje. Eran las
once de la mañana, hora de Lima, aunque para su cuerpo
fuese siete más tarde. Pero se hllaba completamente
despierto, concentrado en su nueva aventura, paladeando cada
reacción, cada novedad.
Desde la ventanilla, los arenales de la costa peruana se
veían nítidamente. En el aeropuerto le esperaba
Eugenio Jiménez, el delegado del Padre en la Comisión
regional de la Obra en Perú y dos personas más
a las que no conocía. En el camino a la Residencia
comprobó que una de ellas era un español y la
otra un peruano. La residencia situada en el barrio de Miraflores,
una de aquellas prolongaciones de la Lima colonial edificada
por la burguesía ciudadana a semejanza de los suburbios
norteamericanos. Muchos jardines, chalets variados y, de vez
en cuando, un centro comercial o una torre.
Le recibió Vicente Pazos, consiliario de la Obra,
al que había visto en Madrid días antes. Después
de comer se encerraron en un salón de la casa, antigua
y destartalada mansión cedida por un peruano adinerado.
Volvieron a hablar de los temas centrales relativos a la nueva
fundación. Durante el Concilio Vaticano, el obispo
de Piura había interesado al Padre en la creación
de una universidad en su diócesis. Piura, al norte
del país, a más de mil kilómetros de
Lima, era una rica zona agrícola y minera, cuya clase
acomodada veía año tras años marchar
a sus hijos fuera de la región para cursar estudios
superiores. El estado había montado allí escuelas
de agronomía y economía, pero bien pronto aquellos
centros de escasa calidad técnica se habían
convertido en focos de agitación comunista.
Años atrás, el cardenal norteamericano Spellman
había donado cierta cantidad de dinero para crear una
universidad católica y la familia Romero, formada por
terratenientes y comerciantes de origen español, se
declaró dispuesta a apoyar la iniciativa con terrenos
y dinero. Un supernumerario, decano de la universidad católica
de Lima, podía ser el primer rector. Ricardo Rey, que
así se llamaba, estaba harto de presenciar la creciente
fuerza del estamento estudiantil en las decisiones académicas,
cosa que le horrorizaba, pero que el resto de las autoridades
de su centro parecían aceptar pasivamente. Por eso
quería abandonarlo, y sabía que la nueva universidad
de la Obra compartiría su punto de vista.
Mariano, a quien habían proporcionado ya datos en
Madrid, había confeccionado un proyecto del futuro
centro y una estrategia de desarrollo del mismo, que, por
consejo de Navarra, consultó antes con un funcionario
español de la Unesco, especialista en Latinoamérica
y antiguo miembro de la Obra, llamado Díez Hochtleiner.
Terminada la reunión, llevaron a Mariano al lugar
donde viviría, una casa más pequeña,
destinada a alojar a compañeros más jóvenes
y a estudiantes pensionistas y situada en una edificación
similar del mismo barrio. Le asignaron la mejor habitación
de la casa, y el director, José Ramón, un coruñés
que le conoció en España, le recibió
con grandes muestras de alegría.
Apenas pudo dormir aquella noche. Extrañaba el cambio
de clima -casi era ya verano y él venía del
duro invierno madrileño-, los sonidos que llegaban
de los jardines, llenos de pájaros, que poblaban la
zona y, sobre todo, tenía la imaginación llena
de cosas nuevas.
A partir del día siguiente inició el desarrollo
de la operación. Tuvo una primera entrevista con Ricardo
Rey y con otro supernumerario, Fernando, que, como arquitecto,
trazaría el proyecto de edificación. Eugenio
Jiménez, el delegado del Padre y responsable inmediato
de la fundación, explicó en detalle la faceta
legislativa del proyecto. Debido a la gran expansión
demográfica y al crecimiento de las clases medias,
Perú sentía una avidez universal por los centros
de enseñanza superior. El gobierno, para ordenar de
alguna manera aquello y evitar los abusos de algunas entidades
privadas, que únicamente pretendían hacer dinero
o mera política, había decidido que sólo
mediante una ley votada en el Parlamento se podría
crear una nueva universidad. Había, por tanto, que
iniciar un recorrido por las dos Cámaras y convencer
a senadores y diputados de la viabilidad y conveniencia de
la suya.
Días después, Eugenio, Ricardo y Mariano volaron
a Piura. Durante las tres horas del viaje no vieron más
que costa y más costa arenosa, con la excepción
de algunos valles agrícolas originados por los ríos
que nacían en la cordillera andina. Especialmente árido
era el desierto de Sechura que, con más de trescientos
kilómetros de diámetro, terminaba justamente
al comienzo del valle del Piura.
Aquel había sido un buen año desde el punto
de vista agrícola, como le explicó uno de los
hermanos Romero que acudió a recibirlos. Y cuando el
año es bueno, la ciudad y la zona prosperan y se alborozan,
para compensar los años malos que, con más frecuencia
de la deseada, forman el ciclo fatalista de la agricultura
piurana. Mariano se encontró en una ciudad de corte
colonial cuya plaza, flanqueada por la catedral y el hotel
de Turistas, presentaba ese aspecto bullanguero de las ciudades
cálidas. Mucha gente, ruido, polvo, y esa multitud
de niños harapientos, limpiabotas o mendigos, cuya
imagen perseguiría a Mariano mucho tiempo después.
Se alojaron en el hotel y, durante tres días, desarrollaron
una gran actividad. Les llevaron a los terrenos que la familia
Romero había donado, un trozo de desierto al filo de
la "Urbanización Norte", donde los agricultores
acomodados habían edificado algunas villas de lujo.
Dieron conferencias en el centro cultural y en algunos colegios,
e intimaron con los iniciadores del proyecto, con el obispo
a la cabeza. Mariano fue el que más gasto de discursos
y explicaciones hizo. Se había dado cuenta muy pronto
de que Ricardo era hombre de pocos vuelos intelectuales y
escasas dotes oratorias, todo lo cual quedaba compensado por
su capacidad de organización y su sentido práctico
de ingeniero. De modo que multiplicó sus intervenciones
y empezó a familiarizarse con esa cortesía y
buenas maneras de la sociedad criolla, amiga de la formalidad
y la corrección en el decir, que a veces le recordaba
el mundo de la burguesía andaluza.
Apenas tenía tiempo de reflexionar ni cuestionar sus
propias reacciones, tan prendido se encontraba en el ritmo
vertiginoso de los acontecimientos y la gran cantidad de novedades.
De regreso en Lima, y después de un fin de semana
en que le llevaron de excursión por las playas cercanas,
se dispusieron a iniciar la batalla política.
Por influencia de la ciudadanía local, los senadores
y diputados de Piura habían decidido hacer causa común
para defender el proyecto, alejándolo así de
las luchas partidistas que, en aquel año como en los
anteriores, habían desprestigiado y dividido tanto
el Parlamento. Pero el gobierno sentía un gran recelo
ante las iniciativas culturales sin fundamento técnico.
Mariano pudo conocer al presidente Belaúnde y a algunos
altos funcionarios merced a la coalición de amigos
de la Obra existente en Lima. Desde que, diez años
atrás, los dos primeros miembros de la institución
arribaron al país, su clientela estuvo garantizada,
como le explicaron a Mariano, por el buen número de
colegios de curas y monjas españoles que había
en Lima. Los alumnos eran hijos de la burguesía ciudadana,
y pronto se presentó alguna vocación juvenil.
Conoció también a José Agustín,
un abogado y profesor, rico heredero de fundas y predios,
quien, con sus amigos más católicos, formaba
parte del grupo de peruanos que se agrupaban en torno al Instituto
de cultura hispánica y veían en la España
del régimen una continuación de la tradición
católica en la que ellos habían sido educados.
Para su formación tradicional, la Obra era el súmmum
de la modernidad, con esas características de eficacia
y pragmatismo que la sociedad criolla envidiaba en el vecino
anglosajón del norte. José Agustín presidía
la sociedad civil titular de las actividades externas de la
Obra, que sería la protagonista, como peticionaria
formal y persona jurídica interpuesta, de la universidad
de Piura. Pero el papel principal en la guerra de influencias
lo representaría un español.
Poco a poco, Mariano entró asimismo en el apostolado
que la Obra realizaba entre los casados y visitó los
hogares de los supernumerarios. El modo de actuación
se parecía mucho al utilizado en España. Los
supernumerarios eran más aficionados a la comodidad,
menos duros consigo mismos que los españoles, y los
superiores de la Obra no tenían manera de trastrocar
sus amables vidas criollas. Incluso algunos de los numerarios
se habían aficionado a la grata hospitalidad de las
familias del grupo, y entraban y salían de sus casas,
que casi todas las noches se convertían en lugares
de encuentro amistoso, convites y copas. Uno de esos hogares
pertenecía a Isidoro Reverte, ingeniero español
que representaba en Perú los intereses de los Fierro.
Como buen conocedor del paño, el grupo financiero español
se había puesto en contacto en seguida con los políticos
locales, e Isidoro tenía buenos amigos en el Apra,
que, como le explicó despacio un día a Mariano,
dominaba el Parlamento y tenía mucha influencia en
la legislación.
De la mano de Isidoro, Mariano conoció a senadores
y diputados apristas, que se convirtieron en valedores principales
de la "Operación Piura" en el Congreso legislativo.
Durante los meses siguientes, la actividad del grupo promotor
de la universidad se centró en tres puntos: planear
el campus universitario y mantener vivo el interés
piurano con viajes frecuentes a la ciudad, negociar las ayudas
financieras y tratar con los políticos la aprobación
de la ley.
Mariano se dedicó principalmente a este último
aspecto y llegó a ser muy conocido en los pasillos
del Parlamento. Concedió diversas entrevistas de prensa
y, en una de ellas, hubo de hacer frente a las pesquisas de
un periodista joven y muy perspicaz, que planteaba la "Operación
Piura" como una coalición Apra-Opus para favorecer
los intereses imperialistas de los Estados Unidos, citando
a ciertos financieros norteamericanos que habían prometido
su ayuda. Mariano sabía menos que él de la cuestión
y tuvo que preguntar luego en casa de qué se trataba.
En realidad habría de pasar tiempo antes de que averiguase
algo de lo que, a la larga, quedaría incluido en la
urdimbre de sus futuros problemas en Perú. La zona
de Piura contenía reservas petrolíferas pertenecientes
a la Standard Oil Company, que controlaba la producción
y distribución del carburante en el país. Los
ánimos políticos estaban muy alterados en aquellos
días porque, desde la izquierda, se acusaba al gobierno
Belaúnde de entreguismo. El Apra no había tomado
partido declarado. Para entonces, eran ya notorias sus relaciones
con el capitalismo norteamericano, pese a su nunca arriada
bandera populista y reivindicatoria.
Mariano visitó los campos petrolíferos y entró
en contacto con algunos ingenieros norteamericanos en aquellas
excursiones alrededor de Piura que cada cierto tiempo realizaban
para hacer propaganda de la universidad. Muy poco a poco,
empezó a darse cuenta de por dónde iban los
tiros. En una reunión pública celebrada en un
sindicato, los obreros, dejando de lado sus explicaciones
sobre pedagogía u organización del futuro centro,
le preguntaron insistentemente sobre los lazos de dependencia
de la nueva universidad, algo que en aquel momento no supo
relacionar con el gran impulso anticolonialista que circulaba
entre el pueblo. Una tarde advirtió algo de ello cuando,
al visitar Talara, ciudad costera, averiguó que era
necesario un permiso de la Standard Oil para entrar en determinadas
zonas y que aquel procedimiento sublevaba el patriotismo de
los peruanos.
Pero su dedicación a la meta principal y lo complicado
de los muchos asuntos que llevaba entre manos apenas le dejaban
tiempo para reflexionar sobre todo aquello, y sólo
más tarde comprendió y analizó muchas
de las cosas a las que entonces había prestado una
atención superficial.
A los cuatro meses del comienzo de esas actividades, se programó
un acto simbólico. El grupo promotor de la universidad
sería recibido por el Padre en Roma. Mariano y Eugenio
]iménez les acompañaron. Al regreso, ambos,
juntamente con Ricardo Rey, harían algunas gestiones
en Estados Unidos.
Realizar ese viaje para visitar a monseñor Escrivá
constituía la ilusión de todos los supernumerarios.
Los superiores de la Obra esperaban que el encuentro calentase
el ánimo de todo aquel grupo, pero la estancia en Roma
resultó menos fructífera de lo previsto. El
Padre, según supo Mariano, estaba muy ocupado con las
cosas del Vaticano y apenas pudo dedicarles unos minutos,
en los que tampoco se mostró demasiado elocuente. Eugenio
tuvo que dedicar mucho tiempo y paciencia a consolar a algunos
de los supernumerarios, que esperaban algo más. El
problema se resolvió con la visita subsiguiente a la
universidad de Navarra, donde sí fueron muy atendidos
y agasajados y donde vieron por sus propios ojos aquella primera
realización universitaria de la Obra que ellos debían
reproducir en Perú.
A la vuelta, Mariano, Eugenio y Ricardo pasaron por la costa
este de Estados Unidos. El Manhattan de los rascacielos y
el Washington de los edificios públicos tuvieron para
los viajeros atenciones inesperadas. Un numerario, Manolo
Barturen, les había conseguido una entrevista nada
menos que con el vicepresidente del gobierno. Humphrey los
recibió en las torres del Waldorf Astoria de Nueva
York y comentó muy elogiosamente la iniciativa de la
Obra de cooperar al desarrollo latinoamericano. Sus buenos
oficios y los de otros amigos influyentes les abrieron también
algunas puertas del Departamento de Estado, y sostuvieron
varias conversaciones con funcionarios de la Ayuda exterior.
Nada sustancial consiguieron entonces, aunque, al regresar
a Lima, recibieron la visita de un representante de inversiones
americanas con propósitos filantrópicos. Según
se enteró Mariano, era costumbre de la burguesía
latinoamericana invertir sus ahorros en dólares para
protegerse de la inflación nacional. Agentes de compañías
norteamericanas recorrían las ciudades importantes
del cono sur ofreciendo sus servicios al efecto. A veces eran
perseguidos por los gobiernos, que pretendían así
evitar la constante evasión de capitales, pero, en
general, sus actividades quedaban impunes. Lo que quería
el agente en cuestión, que representaba a la I.O.S.,
quizá la más famosa compañía mundial
de depósitos, era anunciarles que el proyecto de la
universidad de Piura había sido seleccionado como beneficiario
de una ayuda de 25.000 dólares en la periódica
actividad filantrópica que esa compañía,
como otras, ejercía en los países clientes.
Les anunció una visita posterior y aprovechó
la ocasión para hacer propaganda de sus servicios.
El grupo promotor de la universidad quedó muy satisfecho
con la aportación, que venía a unirse a tantas
otras en trámite. El proyecto universitario se beneficiaba
de un privilegio fiscal entonces vigente, gracias al cual
cualquier donación recibida podía ser considerada
como gasto deducible, al triple de su valor, por la empresa
donante. Así se consiguieron materiales de construcción,
muebles y ayudas en metálico.
El problema principal seguía siendo la autorización
parlamentaria. Después de un informe del gobierno,
las Cámaras habían incluido el proyecto de ley
en su agenda, y Mariano, a los pocos meses de su estancia
en Lima, había aprendido ya a intuir los vaivenes del
proceso.
En junio se dio un paso verdaderamente importante con la
introducción de la discusión en el calendario
parlamentario. Los ánimos políticos estaban
muy exaltados con el asunto de la renovación del contrato
de concesión petrolífera a la Standard Oil.
En los periódicos menos simpatizantes con el gobierno
se temían cláusulas ocultas que consumaran la
virtual dominación, por unos años más,
de la multinacional norteamericana sobre la energía
nacional.
El Parlamento hervía de comentarios cuando el presidente
viajó a Talara y firmó el convenio de concesión.
Bien pronto se denunció la existencia de un acuerdo
complementario secreto. El caso de la página 11, como
se conocía el tema, por haber desaparecido supuestamente
esa hoja del borrador del contrato oficial, comenzó
a conmover la opinión pública. Mientras tanto,
una última presión de toda la representación
parlamentaria piurana, que había sido convencida sobre
la eficacia del grupo promotor por la actividad de los últimos
meses, logró la aprobación de la ley autorizando
la universidad, primero en la Cámara de diputados y
luego en el Senado.
En el mes de julio la Obra abría su primera residencia
en Piura. Una mañana de agosto, mientras Mariano escuchaba
la radio en la residencia después del desayuno, quedó
sorprendido por un comunicado. El general Velasco Alvarado
había dado un golpe de estado, expulsando del país
al presidente Belaúnde y suprimiendo la actividad parlamentaria.
La ley de autorización de la universidad de Piura había
sido la última en recibir la sanción del disuelto
Congreso.
Los días posteriores fueron de gran excitación
nacional. El general Velasco, en una alocución inmediatamente
posterior, informaba al país de la ocupación
"manu militari" de las instalaciones de la Standard
Oil y proclamaba la fecha como "Día de la dignidad
nacional". Su voz ronca dejaba transparentar una emoción
especial, y a Mariano le daba la impresión de estar
escuchando a un hombre convencido de su misión histórica.
En un primer momento, nadie esperaba del golpe de estado mayores
cambios que los típicos en la política de vaivén
normal en aquellos días. En Perú, el golpe militar
significaba un recurso tradicional de la oligarquía
para frenar la presión creciente de las clases populares.
Durante una inmediata estancia en Lima, Mariano escuchó
los comentarios de los supernumerarios y amigos de la Obra,
un tanto desconcertados. Aquel golpe no encajaba en la tradición
anterior. El general Velasco, a quien algunos llamaban desdeñosamente
el cholo de CastilIa para aludir a su humilde nacimiento en
una barriada de Piura, empezaba a desorientarles. Hablaba
de ruptura con el coloso del norte, nombraba colaboradores
de notoria ideología izquierdista, atendía reclamaciones
y viejos agravios populares.
Bien pronto se vio que se trataba, por vez primera, de una
verdadera asunción militar del cambio. Se supo que
mandos militares habían sido lentamente adoctrinados
por intelectuales y líderes políticos contra
su tradicional papel conservador y estimulados a tomar en
sus manos la tarea de devolver la soberanía al pueblo
peruano y de aportar la tan deseada distribución de
la riqueza. El gobierno militar nombró asesores y les
hizo redactar leyes revolucionarias. Las autoridades de la
Obra compartían los temores de su clientela, mayoritariamente
burguesa. Y no se sintieron demasiado tranquilas cuando el
cardenal de Lima y la conferencia episcopal avalaron la revolución,
meses después del golpe.
Había demasiados eclesiásticos jóvenes
en obras sociales y pocos en la administración de sacramentos,
a juicio de monseñor Orbegozo, un numerario que había
arribado a Perú como sacerdote, que había accedido
al obispado y dispensaba su amistad a los hacendados del norte
del país, donde tenía su diócesis.
-La Iglesia peruana -pontificaba ante sus amigos y amigas
de la burguesía mirafloriana una noche en que cenaba
con Mariano en casa de un beneficiario de la Obra- está
peligrosamente cerca de avalar el nuevo estado de cosas, del
mismo modo que antes no supo sino legitimar la oligarquía.
Lo difícil, pero lo necesario, era la neutralidad política
y el puro apostolado evangélico.
En el camino de vuelta a la casa, Mariano trató de
discutir con él esa idea, con poco éxito, porque
Orbegozo tenía una bien probada fama de hombre seguro
de sí mismo y de poco amigo de dar su brazo a torcer.
Días después, el gobierno revolucionario publicó
un texto legal sobre la cuestión universitaria y, al
enumerar los centros reconocidos, incluyó ya a la universidad
de Piura. Todos respiraron tranquilos, y Mariano regresó
a Piura para planear en detalle los cursos y las asignaturas
del primer año, que se pensaba inaugurar, con edificio
nuevo, en la próxima apertura académica de abril
del 68.
Su vida en los meses siguientes fue más tranquila.
Piura, casi al lado del ecuador geográfico, tenía
unos amaneceres violentos, y a las doce de la mañana
el sol era abrasador. La actividad ciudadana empezaba muy
temprano y, a mediodía, la gente regresaba del campo
o de sus ocupaciones a refrescarse y dormir la siesta. Los
piuranos habían aprendido el ritmo pausado de la civilización
del sur y tenían un modo amable de convivir. Por ello
y por la riqueza relativa de la ciudad, le habían nacido
a ésta grandes barriadas suburbiales, donde se amontonaban
en míseras viviendas sucesivas oleadas de emigrantes
venidos de todas partes, en especial de la cercana serranía.
El contraste entre riqueza y pobreza, lujo y miseria, quedaba
sin embargo atenuado por la bondad del clima y por aquellos
tiempo empezaba a debilitarse, gracias a que la expansión
de la ciudad había creado muchos empleos administrativos,
originando así una pujante clase media.
Mariano se encontró a gusto en ese nuevo ambiente
donde, por vez primera desde su llegada a Perú, tenía
tiempo incluso de estudiar. José Ramón, el coruñés,
otros dos numerarios y Mariano componían la dotación
de la nueva residencia, a la que pronto atrajeron amigos para
escuchar el mensaje de la Obra. Lo que descomponía
un tanto a Mariano eran las continuas invitaciones a la intensa
vida nocturna piurana. El calor diurno animaba a las familias
a una alegre jarana vespertina, donde se bebía y se
conversaba hasta altas horas de la noche. Mariano no tenía
hábito de trasnochar, pero bien pronto tuvo que acostumbrarse.
Poco a poco, los de la Obra introdujeron la siesta en su plan
de vida y, para mantenerse en forma física, Mariano
y José Ramón se inscribieron en un club cercano,
donde jugaban al tenis y se chapuzaban durante las horas de
mayor canícula. El periódico local, propiedad
de uno de los benefactores de la universidad, les abrió
sus páginas, y Mariano contó en ellas, en larga
relación de artículos, todo lo que suponía
el nuevo proyecto. Se habían adjudicado las obras de
la universidad, y un rito obligado de todas las tardes consistía
en ir a ver subir los muros del primer edificio.
Mariano preparaba los textos y las asignaturas del área
de humanidades, que, con un primer curso de ingeniería,
serían los dos primeros núcleos de la universidad.
A tal fin, trató de familiarizarse con los estudios
de secundaria y visitó la mayoría de los colegios.
Le impresionaron las grandes unidades escolares del Estado,
que albergaban a miles de niños, expresión plástica
de la demografía de un país joven como Perú,
la mitad de cuya población tiene edades inferiores
a veinticinco años y crece a un ritmo superior al tres
por ciento anual. Los salesianos y los jesuitas mantenían
colegios para la burguesía y la clase media, y el padre
Ramón, el joven director del último, un español
acriollado, fue transmitiéndole su experiencia. Mariano
se aficionó a charlar con él, en contra de ciertas
cautelas de los superiores, que no veían bien aquella
intimidad con los antagonistas eclesiásticos de la
Obra. También intimó con un joven pastor protestante
norteamericano, licenciado en filosofía por Berkeley,
y con diversos intelectuales y líderes políticos
locales. En largas charlas, discutían los asuntos del
país, la enseñanza, el futuro de la zona. Los
hombres de letras, y en especial los profesores de la universidad
estatal, habían acogido con entusiasmo la revolución
velasquista y ponían en ella sus esperanzas, por tanto
tiempo frustradas, de igualdad, de progreso, de libertad,
en contrapartida a los temores de los hacendados locales.
La reforma agraria, primera de las acometidas por el nuevo
gobierno, estaba en boca de todo el mundo, y resultaba una
experiencia muy curiosa visitar un día al patriarca
Romero, dueño de fundos, y al siguiente, a uno de aquellos
intelectuales progresistas. El temor del viejo a las expropiaciones
rompía su visión paternalista de una sociedad
rural, en la que el terrateniente era director, capitalista
y jefe del clan.
-La gente está hecha para obedecer -le decía
a Mariano-, y ya verá usted cómo, cuando se
encuentren dueños de la tierra, van a acabar peleándose
los unos con los otros.
El viejo Romero combinaba una filosofía pesimista
con apelaciones nostálgicas a su duro pasado, hecho
de laboriosos esfuerzos por cultivar aquellos arenales, baldíos
cuando él los adquirió. Mariano, sin embargo,
se sentía fascinado por el espectáculo de la
reivindicación popular, muchas veces retórica,
pero cargada de acentos conmovedores. Un día, comentando
con el negro Juan, que cuidaba las pistas del. club de tenis,
aquellas novedades, le preguntó si no sería
más fructífero para todos obligar a los propietarios
a obedecer las leyes laborales, en vez de suprimir su propiedad.
-Usted es muy joven, doctor, y no conoce esto. Pero nosotros
sabemos de antiguo que el rico no se baja del caballo por
su pie. Hay que voltearlo a la fuerza- le contestó.
Se aficionó a presenciar aquellas largas contiendas
sobre el futuro de la economía peruana, y de la mano
de Jorge, un viejo sindicalista que les había ayudado
en los primeros pasos de la instalación de la casa,
fue palpando las tensiones que desde tiempo inmemorial crecían
soterradas en aquellas tierras, la lucha de clases campesina,
que, como una vez le explicó un ingeniero agrónomo,
puede ser la más sangrienta de todas. Luego, en la
residencia, relataba aquellos encuentros, pero los otros numerarios
no se mostraban en absoluto interesados en escucharle. Estaban
básicamente preocupados por preparar la inauguración
y asentar el apostolado de la Obra entre aquellas familias
pudientes que les habían acogido con tanto calor. Ya
funcionaba un círculo de San Rafael para sus hijos
y se confeccionaban las listas de los futuros alumnos. Mariano,
sin embargo, se encontraba en un estado de ánimo peculiar.
Sentía un natural agradecimiento por aquellos amables
benefactores de la nueva institución universitaria,
y lo pasaba bien en su compañía. Pero toda su
formación intelectual, su curiosidad, le empujaban
continuamente a hacerse cuestión de lo que presenciaba.
Fue a pasar las Navidades a Lima, y su nueva actitud no pasó
desapercibida. Le empezaron a gastar bromas en la residencia
por aquel interés nuevo que le había nacido
por Perú. "Pero es que vosotros no parecéis
daros cuenta de que están pasando cosas, de que la
historia se desarrolla ante nuestras propias narices, y que
es importante", les decía sin éxito. Los
superiores de la Obra hubieran preferido que no variase el
anterior estado de cosas, pero, sustancialmente -se temían-
el general Velasco iba derecho al socialismo. Meses antes
había pasado por allí un numerario que vivía
en Chile y se había declarado asustado por lo que planeaba
Allende. Una tarde, Mariano fue a pasear con un ingeniero
con el que había simpatizado particularmente. Julio
había sido aprista militante, y ahora se acercaba a
la Obra con ánimo de remendar su sentido religioso
y resolver sus problemas afectivos.
-Lo que no puedo entender, Mariano, es que la Obra predique
el mensaje evangélico y al mismo tiempo cuente entre
su clientela a la gente más reaccionaria de Lima. Yo
no estoy muy seguro de la revolución, pero basta abrir
los ojos para darse cuenta de que este país está
controlado por unas cuantas familias y que la gente del pueblo,
ni siquiera la clase media, soportará más tal
control oligárquico.
Mariano trató de defender el apostolado de la Obra,
pero Julio no le dejó:
-Fíjate si os veo anticuados que hasta mis antiguos
enemigos, los jesuitas de la Católica, me parecen modernos
al lado vuestro. Y voy a participar en un seminario organizado
por ellos en que distintos profesionales vamos a discutir
la situación actual con los documentos del Vaticano
II y de la conferencia de Medellín.
Si algo había que sacase de quicio a los de la Obra
era nombrar la conferencia de Medellín, donde algunos
obispos latinoamericanos habían cuestionado la posición
de la Iglesia en la sociedad sudamericana, alentando así
las nuevas actitudes de una gran parte del clero joven.
Pero el suceso más importante en su biografía
le ocurrió días después de las vacaciones.
Se había reunido todo el equipo promotor y se daba
cuenta de la marcha de las gestiones. El consiliario de la
Obra dio lectura a un documento por el que el Padre encarecía
la ortodoxia religiosa de la nueva universidad y prohibía
que sacerdotes ajenos a la Obra intervinieran en ella.
-Como sabéis -les dijo-, el Padre ha aceptado nuestra
petición de ser canciller de la universidad de Piura.
Mariano les hizo ver que, en aquel momento de ardor nacionalista,
no se vería con buenos ojos que un extranjero no residente
en el país recibiera tal nombramiento. Pero su comentario
fue ignorado, e incluso notó un especial brillo beligerante
en los ojos del consiliario. Cuando se empezaron a discutir
las asignaturas y los textos, Mariano presentó su propuesta,
que incluía un curso de análisis social.
Les explicó que era muy importante que los universitarios
tomaran conciencia de 10 que estaba pasando en el pafs, y
que la universidad no podía permanecer de espaldas
al asunto.
-Así actúan las demás - concluyó.
Su propuesta indignó a la mayoría, y en especial
a Eugenio, que le previno de los peligros de la sociología,
como enseñaba el Padre, y le vino a decir que se empezaba
por ahí y se terminaba enseñando marxismo.
-¿Pero bueno! -se insolentó Mariano-. ¿Vosotros
creéis que podemos pasarnos la vida ignorando lo que
ocurre a nuestro alrededor? ¿Creéis que podemos
montar un centro de enseñanza para cultivar la filosofía
tomista, rodeado de barriadas donde malviven miles de personas?
Siguió así en su perorata, encendido de cólera,
sacando fuera todo lo que en aquellos meses se le había
acumulado dentro. Los demás lo escuchaban en silencio,
asustados, pero al final Eugenio sentenció:
-Pues si así piensas, no hay sitio para ti en esta
universidad.
Se disolvió la reunión, y Mariano se alejó
de la residencia, caminando sin rumbo. No acababa de creer
en la última frase. Él había sido elegido
por el Padre para fundar la universidad, estaba dando lo mejor
de su ilusión para ponerla en marcha, y ahora resultaba
que una preocupación de ortodoxia de los superiores
podía situarle literalmente fuera de juego. ¿Sería
verdad que la Obra no era sino una institución medieval,
con sólo los suficientes símbolos de modernidad
para no asustar a los capitalistas, como le dijo una vez Julio?
¿Sería posible que a los superiores no les importara
nada la sinceridad, excepto para enterarse en detalle de las
veces que uno había sentido tentaciones contra la pureza?
Y en particular, como se temía constantemente, ¿sería
necesario que para seguir en la Obra tuviese que mentir a
los demás y, sobre todo, mentirse a sí mismo?
Regresó a su residencia limeña y se dirigió
directamente a su cuarto, tumbándose en la cama. No
pasó por el oratorio porque, desde hada unas semanas,
ni siquiera le consolaba la vida interior.
Empezaba a acostumbrarse a resolver sus conflictos a base
de neutralizarlos con la pura acción, el ir y venir
de las gestiones, y tenía miedo de quedarse a solas
consigo mismo mucho rato porque estaba seguro de que tomaría
una decisión que luego a lo largo se reprocharía.
Y lo malo era que no había llegado a entablar verdadera
amistad con nadie de la Obra en Perú para sincerarse
por completo. De ahí a la depresión, a la neurosis
no había más que un paso, le había dicho
una vez un psiquiatra inglés cuando, años atrás,
había comentado con él en Londres los problemas
de identidad de grupo. "El precio que hay que pagar por
pertenecer a una organización confesional y mantener
la estabilidad psicológica es renunciar a pensar por
cuenta propia. Si se quiere mantener una actitud crítica,
una de dos, o te transformas en un cínico o vas de
neurosis en neurosis.. Por eso, la gente tiende a alejarse
de esos tinglados, que bastante difícil es ya el juego
de la identidad propia en la familia, en el trabajo..."
Ahora, en Perú, trataba de aferrarse a la solidaridad
afectiva de la Obra, a las tareas en común, para compensar
aquella disociación ideológica. Pero las cosas
habían llegado a un punto en que no sabía qué
hacer.
Al día siguiente, solicitó ver al consiliario,
quien, al recibirle, trató de restar importancia al
asunto:
-Necesitas descanso. ¿Por qué no te vas unos
días a Piura?
Sacando fuerzas de flaqueza, le contestó:
-Mira, Vicente, me siento muy impresionado por todo lo que
estoy viviendo aquí y creo que necesito quitarme de
en medio algún tiempo. Como volver a España
es caro e incómodo y, de aquí a la inauguración
de la universidad en abril no me necesitáis demasiado
tiempo, he pensado en una estancia en la universidad de Harvard.
Allí dan unos cursos de administración educativa
que me interesan para mi tesis, y el vivir en la residencia
no será difícil de arreglar.
El consiliario prometió darle una contestación
rápida. Al día siguiente le confirmó
su aceptación y le dio una carta para el director de
la residencia de Boston.
Mariano llegó una mañana de febrero al aeropuerto
de Boston y se dirigió a la residencia que la Obra
tenía en Cambridge. Se trataba de un chalet con jardín
a quinientos metros de la plaza central de la universidad
y a escasamente diez minutos de la Escuela de educación.
Había conocido superficialmente en Pamplona a Carl
Schmitt, el director, un filósofo de su misma edad,
que presidía a una docena de numerarios jóvenes
que estaban haciendo allí los estudios internos. Algunos
iban también a clase en la universidad, aunque, según
pudo comprobar Mariano en seguida, existían en la residencia
bastantes prejuicios contra la enseñanza harvardiana
y, en especial, contra los nuevos modos de comportamiento
de la juventud.
Mariano se zambulló en la Escuela de educación,
donde le permitieron incorporarse a unos cuantos cursos y
seminarios, y apenas fue molestado en la residencia. Supuso
que la carta del consiliario peruano contenía recomendaciones
sobre su necesidad de descanso y sosiego.
Poco a poco, al interesarse en las actividades universitarias,
se le fueron alejando los recuerdos del reciente pasado. Hacía
excursiones por New Eng1and con los chicos de la residencia
y se familiarizó con una de las zonas más prósperas
de la costa este de Estados Unidos. En Boston había
además un sinfín de actividades culturales,
y aunque se hallaba bastante a solas consigo mismo, recompuso
sus nervios y encontró de nuevo gusto en la oración
y en la especulación intelectual sin fronteras. Sin
embargo, se decía a sí mismo con frecuencia,
su peculiar situación no tenía fácil
arreglo. Un cura mejicano que habitaba en la residencia, de
los primeros de la Obra en su país, le recomendó
que tratara de alejarse de aquellas actividades corporativas
que le resultaban conflictivas y solicitara, como habían
hecho otros, vivir tranquilamente en una universidad civil.
Le puso el ejemplo de un numerario mayor, profesor de física
en el MIT, que había solucionado así sus problemas.
-¡Hombre, para ese viaje no necesito alforjas!- repuso
Mariano-. Yo no entiendo la vocación si tengo que pasarme
la vida separando mi actividad en compartimientos estancos.
Y no he entrado en la Obra para convertirme en un profesor
célibe, que vive sus manías de espaldas a la
realidad. Yo quiero, y eso me dijeron al ingresar, llevar
un mensaje de doctrina y esperanza a un gran número
de personas en medio del mundo, sin pedir les que renuncien
a sus ilusiones humanas y, sobre todo, a su raciocinio. Y
me temo que sea difícil, ahora que el Padre está
haciendo una apuesta tan fuerte contra la modernidad. Pero,
en fin, ya me estoy hartando de hacerme cuestión constantemente
de todo. Cualquier día voy a explotar.
Aquella conversación encrespó más que
tranquilizó a Mariano. Sin embargo, el golpe de gracia
en su estancia americana lo constituyó un documento
que se recibió del Padre puntualizando la doctrina
papal sobre la píldora. Mariano había conocido
en la Escuela de educación a un cura de origen italiano
que preparaba una tesis histórica. El cura, con quien
alguna vez almorzara en la cafetería, le había
relatado su estancia reciente en Roma, donde había
oído todos los chismes eclesiásticos sobre la
confección de la "Humanae Vitae". Sin sospechar
la identidad de Mariano, le dijo que se comentaba mucho cómo,
después de que la mayoría de los expertos habían
votado a favor de la admisión de la píldora,
el fundador del Opus había tenido una entrevista con
el Papa, al que había amenazado con los castigos del
cielo. Como resultado, el Papa había aceptado el voto
negativo de la minoría. A Escrivá se le había
sugerido que no volviese a aparecer más por el Vaticano.
Transmitió a Carl Schmitt la historia, que se negó
a creerla, aunque le dio a leer el papel que el Padre había
mandado sobre el control de la natalidad. El documento, según
lo iba leyendo, le pareció extremadamente duro. Ponía
a los confesores y directivos de la Obra en la situación
de negar los sacramentos y el tradicional consuelo cristiano
al pecador, algo que rebasaba incluso los términos
de la encíclica papal. Mariano acababa de leer un largo
artículo en una revista católica americana,
escrito por un sacerdote, que se dolía de la dureza
y la incomprensión vaticana respecto a la vida afectiva
y sexual y en el que contaba su experiencia y la de otros
sacerdotes, que habían decidido no hostigar inútilmente
a las parejas que obraran de acuerdo con su conciencia en
el tema. La diferencia entre el tono comprensivo y la profundidad
psicológica del autor del artículo y el exabrupto
de Escrivá se le hacía bien patente y, guiado
por aquel instinto de contradicción que se le estaba
desarrollando tan agudamente, escribió una carta al
Padre sobre el asunto. No la franqueó, a la espera
de hacerlo desde Perú, y a partir de entonces, casi
todos los días le añadía algo, hasta
que se convirtió, a finales de marzo, en un memorial
de más de cincuenta páginas, donde ponía
por escrito sus críticas a la postura doctrinal de
la Obra.
A los pocos días, regresó a Lima. Antes había
recibido información de que la universidad de Stanford,
en California, solicitaba profesores bilingües de educación,
por tiempo limitado, para sus programas latinoamericanos.
Guardó la documentación entre sus papeles, sin
hacerse demasiada cuestión del por qué.
A su llegada, todos los miembros de la Obra estaban enfebrecidos
con la próxima inauguración de la universidad.
El dueño de una compañía de aviación
había regalado unos cuantos pasajes al mes en el vuelo
Lima-Piura, y el equipo promotor iba y venía ultimando
los detalles. Al llegar a la ciudad norteña, Mariano
sintió el hormigueo de la responsabilidad al ver terminado
ya aquel primer edificio, en cuyo diseño pedagógico
había intervenido y que empezaba a llenarse de muebles
y de gente. Se habían abierto dos residencias más,
una para la Sección femenina y otra para estudiantes,
porque algunos limeños cercanos a la Obra habían
visto el cielo abierto al poder alejar a sus hijos de las
universidades de la capital y ponerlos en manos de la institución.
Mariano llegó a tiempo de participar en los exámenes
de admisión, en que se seleccionarían cien de
entre cerca de quinientos candidatos. Acababan de llegar dos
numerarios más de España para completar el cuadro
de profesores, y toda aquella excitación volvió
a liberarle de su desasosiego interior. Al llegar el día
de la inauguración, cientos de invitados se congregaron
primero en el palacio arzobispal, donde se ofició una
misa solemne, y por la tarde en el flamante nuevo edificio.
Representantes de los diferentes estamentos ciudadanos se
agruparon en torno al consiliario de la Obra, que suplía
la ausencia del gran canciller. El rector pronunció
un discurso vibrante y se cantó el himno nacional.
Desde días antes, la Prensa, la radio y la televisión
local habían subrayado la importancia de la fecha,
y el propio presidente Velasco, hijo predilecto de Piura,
mandó un mensaje de congratulación. Por la noche,
en diferentes sitios, los miembros de la Obra y sus amigos
festejaron el éxito, y un grupo de estudiantes inició
la tradición de rondar con música a la esposa
e hijas del rector.
Mariano sabía que llegaría el momento en que
tendría que plantearse su continuidad en la empresa.
Él había ostentado el título de prorrector
'ad tempus' de la universidad, algo que aludía a su
posición de cofundador y gestor en los tiempos iniciales.
El Padre le había indicado que debería permanecer
en Perú tanto tiempo como se le necesitase para ponerla
en marcha, y él no estaba muy seguro de lo que deseaba
hacer. Instintivamente, sabía que, si se quedaba y
se consagraba a las tareas universitarias, iría salvando
su conflicto, sin mayores problemas. La vuelta a España
le llevaría, estaba seguro, a un inmediato esclarecimiento
de su situación en la Obra, algo que le causaba cierto
miedo. Pero días después resolvieron por él
la cuestión.
-Se ha recibido una nota de Roma -le dijo el consiliario-
en la cual se te indica que te vayas a España.
-Pero ¿irme del todo, o cómo...? -preguntó.
-La nota no dice más. Supongo que al llegar a Madrid
te lo aclararán. A nosotros sólo nos corresponde
obedecer-concluyó el consiliario -, aunque nos gustaría
que te quedaras más tiempo para consolidar la Universidad.
A pesar de tu manera de pensar -terminó confesándo1e-,
has sido el principal instrumento en esta fundación.
Mariano sintió un ramalazo de ira subirle a la cara
y dijo casi gritando:
-¿De modo que sólo se trata de mi eficiencia?
¿Es que no puedo conseguir que nadie en la Obra se
comporte como si fuera mi familia?
Mientras bajaba las escaleras hacia la puerta de la calle,
iba diciendo en voz alta: "¡No lo entiendo, no
lo entiendo!"
Ya en su residencia, se dirigió al oratorio y se quedó
un rato sentado frente al altar. Se fue tranquilizando, mientras
repetía una y otra vez, casi sin darse cuenta. "Señor,
¿qué pretendes de mí?"
Al día siguiente, más calmado, sostuvo una
conversación con Eugenio, durante la cual trató
de averiguar más datos acerca de la decisión.
No obtuvo ningún éxito, de manera que se dirigió
a la oficina de Iberia y reservó un pasaje para España.
Se dio luego un paseo por la plaza Bolívar y subió
por el Jirón de la Unión hasta la plaza de Armas.
Iba despidiéndose de las calles que, durante su época
limeña, habían sido testigos de sus visitas
al Congreso, a los organismos oficiales, a las casas de los
amigos influyentes. Sintió una cierta pena y una indefinible
sensación de tristeza. Le dio la impresión de
que no formaba parte de aquello, pero tampoco estaba seguro
de pertenecer a ningún otro lugar.
Se había encariñado con Perú, en él
había tenido vivencias importantes y, sobre todo, la
conciencia de su protagonista de algo que, con todas sus ambivalencias,
se convertiría en un fragmento de la historia de aquel
país.
Su aventura peruana, apretada de acontecimientos en un período
relativamente corto, había dilatado igualmente sus
horizontes vitales. Ya no volvería a ser, aunque quisiera,
un académico convencional, mero testigo del comportamiento
ajeno. Compartir los espasmos de libertad de un pueblo joven,
asistir a los gritos de rebelión de quienes se sentían
oprimidos por otros más fuertes, había sido
una experiencia importante. En España, no le cabía
duda, su pertenencia a la Obra le marcaba como miembro más
o menos activo de la clase dominante. Cuando pensaba en España
desde su nueva conciencia, se daba cuenta de que los españoles
que podrían entender y compartir aquellas vivencias
se encontraban justamente en el bando de enfrente, formando
parte de aquella heterodoxia que la gente mayor de la Obra
tantas veces le había enseñado a reconocer.
Por eso, en aquel momento, se sentía apátrida
en el peor sentido de la palabra. Su patria espiritual, la
Obra, le iba marginando lentamente de su seno a fuerza de
no reconocer aquella renovación que se producía
en él. Y daba igual el sitio: Madrid, Pamplona, Lima
o Boston. Las residencias de la Obra, con su énfasis
en la observancia del mensaje de Escrivá, un mensaje
cada vez más vuelto de espaldas a la modernidad, le
asfixiaban. Pero tenía la impresión de que en
España sería peor. Hacía ya más
de un año que faltaba del país, pero se lo imaginaba.
Por lo menos en América, gracias a la pluralidad institucional
de la vida anglosajona o al calor revolucionario del Perú
contemporáneo, un numerario intelectual como él
encontraba un contrapunto a la presión de la casa en
el lenguaje de la calle.
Pero en España, donde tanta gente identificaba a la
Obra con la supervivencia del franquismo y donde años
de censura habían reducido el diálogo social
a un cuchicheo arriesgado, se temía lo peor.
Por una presión sentimental del consiliario, había
renunciado a mandar al Padre aquel memorial que había
ido confeccionando con sus dudas y sus críticas. "En
el archivo de Roma ya hay bastante mierda", le había
dicho Vicente Pazos, en una especie de petición fraternal
de no aumentar innecesariamente las cargas del Padre.
No se resistió a la petición porque tenía
la sensación de que, más pronto o más
tarde, con aquellos argumentos o con otros, tendría
que plantearse la crisis, ahora que volvía a España.
Con ese ánimo tomó el avión. La mayoría
de sus amigos supernumerarios, parte del equipo promotor y
hasta el propio rector Rey creían que su alejamiento
sería temporal y, en el aeropuerto, media docena de
ellos le porfiaron mucho para que no les dejara solos con
el lío y volviera pronto. Al fin y al cabo, había
encarnado desde su llegada la nueva fundación de la
Obra en el país y había sido, en muchas ocasiones,
el sostén de sus desánimos.
Otra razón de que se doliese de aquel exabrupto de
Eugenio, cuando le negó, por razones doctrinales, un
puesto en aquello que sentía tan hijo suyo, paternidad
que nadie, salvo los superiores de la Obra, desconocía.
Todavía tenía cercano el recuerdo de aquella
condecoración que había recibido en la embajada
de España, fruto de la gestión de unos amigos,
y a cuyo acto, al que el embajador invitó a personalidades
del mundo intelectual y académico peruano, no quiso
asistir nadie de la Obra. Incluso le acusaron entonces de
culto a la personalidad, apoyados en la teoría de que
las cosas de la Obra pertenecen a todos y nadie en particular
debe apropiarse de una partícula de gloria humana.
Pero a Mariano le fue humanamente imposible desairar aquella
distinción que premiaba la labor de un español
en beneficio de Perú y de la que, en el fondo, se sentía
satisfecho.
Aquella anécdota, igual que su discusión con
el consiliario cuando éste pretendió que los
artículos del periódico que Mariano escribía
los firmara un peruano perteneciente a la Obra, le vinieron
a la memoria mientras el avión despegaba.
Era de noche, y quedaban diecisiete horas de vuelo. El cansancio
de las últimas horas le rindió, y un par de
vasos de vino que bebió en la cena aflojaron sus tensiones
hasta que sobrevino el sueño.
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