LOS HIJOS DEL PADRE
Novela de Alberto Moncada
CAPITULO IV
LOS INSOMNIOS DE ANTONIO (1958-1967) (Primera parte)
Antonio seguía sin conciliar el sueño. Envidiaba
la facilidad con que Irene lo hacía. Había sido
ella la que se había levantado a calmar los sueños
agitados de Antoñito, y allí estaba otra vez,
a su lado, plácidamente dormida. "Es que nosotros
nos movemos más físicamente y tenemos la mente
más tranquila", le decía sonriente cuando
él se quejaba de su mala suerte.
Efectivamente, en aquellos días de Gandía,
con el ejercicio físico, Antonio dormía por
lo general mejor. Se arrebujó entre las sábanas
y, con el rabillo del ojo, miró la hora en la esfera
luminosa de su reloj. Las tres de la mañana. Se dio
media vuelta, topó con el calor del cuerpo de Irene
y se estremeció de placer. Pero no se durmió.
Volvió a su película mental, que se había
detenido en lo que él llamaba la época de la
desilusión.
En 1958, Antonio Cuadrado era nada menos que director general
de Hispamun, S. A., compañía española
de comercio exterior, y consejero de varias otras sociedades.
Tenía a su mando cinco o seis empleados, dos secretarias
y una red creciente de contactos con el exterior. Esto había
sido posible merced a la expansión de aquellos planes
financieros de la Obra que protagonizaron Luis Valls y Alberto
Ullastres y de cuyo equipo auxiliar se había convertido
Antonio en una pieza clave.
Todo empezó una tarde de 1956 en que Luis Valls fue
a visitar al padre de Antonio, don Leoncio. Hasta entonces
y desde que había empezado a colaborar tres años
antes en la Secretaría general de la Obra en Diego
de León, Antonio se había dedicado a tareas
variadas. La principal, desde el punto de vista interno, fue
terminar los estudios de la Obra, de tal suerte que se encontraba
ya "de facto" dispuesto a que el Padre le llamase
al sacerdocio. Pero nadie le había hablado del tema
en todo aquel tiempo. También había escrito
y defendido su tesis doctoral en Derecho, lo que había
llenado de satisfacción a sus padres, e incluso, durante
un par de cursos, jugó con la idea de dedicarse a la
enseñanza universitaria, pues trabajó como ayudante
de cátedra de un profesor amigo de su familia.
Cogido en medio del conflicto académico entre los
grupos Opus y anti-Opus, y no teniendo demasiada ilusión
por pelear esas batallas, renunció a su eventual carrera
científica y, con permiso de sus superiores, comenzó
a trabajar en el imperio mercantil de los Cuadrado. Por entonces
ya había dejado la Secretaría general de la
Obra y, aunque a ratos ayudaba en cosas concretas, su principal
responsabilidad se centró en la organización
del apostolado entre los casados de Madrid. Vivía con
otros ocho numerarios en un pequeño piso de la calle
Españoleto, en pleno barrio de Chamberí, no
lejos de sus padres, y don Leoncio Cuadrado empezaba a saborear
la presencia de su hijo mayor en la oficina. Durante los años
54 y 55, Antonio se familiarizó en detalle con el comercio,
e incluso acompañó a su padre a Pamplona, Bilbao
y Francia, para efectuar los contactos periódicos que
se establecían con los suministradores de material
y repuestos para el transporte.
Una tarde, a finales del invierno de 1956, Luis Valls le
pidió que le proporcionase una entrevista con su padre,
como tantos otros numerarios habían hecho. Don Leoncio
aceptó encantado la visita y, al día siguiente,
se reunían los tres en el despacho del señor
Cuadrado, en los bulevares. Luis, en una especie de vago discurso,
le habló de cosas generales y poco concretas, de la
necesidad de contar con buenos cristianos en los negocios
y, en particular, de Antonio. Terminó proponiéndole
mantenerse en contacto con ellos a través de éste,
para lo que él llamaba sus planes futuros. Al marcharse
Luis, quedaron solos padre e hijo. Antonio trató de
interpretar para su padre los imprecisos rasgos de la conversación
anterior.
-Mira, papá, la Obra necesita una base económica
para la expansión apostólica. Ninguna de las
actividades que se llevan a cabo son rentables, y el Padre
quiere que algunos se dediquen, o nos dediquemos, a allegar
medios económicos.
-Me parece lógico -interrumpió don Leoncio-.
Pero eso podéis hacerlo cada uno en lo suyo, tú
en tus negocios familiares, otros ejerciendo la arquitectura,
la medicina, etc.
-Desde luego -confirmó Antonio-, pero en la Obra se
piensa además que todo ese movimiento de actividad
material debiera estar coordinado desde arriba, para impulsarlo
en sentido cristiano.
No sabía cómo lograr que su padre participase
del entusiasmo con que él, y otros como él en
la Obra, leían aquellas frases de la "Instrucción
de San Gabriel" en las que el Padre diseñaba una
gran movilización de personas y capitales al servicio
de la Obra, para influir en la economía y en la política
mundiales. Se trataba de toda una cruzada de cristianización
de las finanzas y la política, con objeto de que, poco
a poco, los puestos claves fueran ocupados por gente de confianza,
impregnados de ese espíritu de servicio a la humanidad
que la Obra aportaba al mundo.
-Bueno, Antonio, si de lo que se trata es de asociarse con
alguien de la Obra para un negocio concreto, todo depende
de lo que cada uno aporte. Si es verdad lo que dices de que
disponéis de gente lista y bien intencionada, no nos
sobrarán esos contactos, ahora que los negocios andan
más bien flojos.
Más no pudo sacarle a su padre, se explicó
al día siguiente al relatar a Luis Valls el resultado
de la visita. No se volvió a hablar del tema hasta
que, otra tarde, Luis le llamó. para presentarle a
Antonio Pérez Ruiz. Pérez Ruiz era un supernumerario
economista, con buenos contactos en el mundo mercantil y cierta
experiencia en la agricultura. Luis les habló a ambos
de la conveniencia de organizar una empresa de comercio exterior
y les prometió la presencia en el consejo de administración,
como presidente, del propio Alberto Ullastres. Se trataba
de encontrar otros accionistas y poner inmediatamente en marcha
el asunto. Paralelamente, les contó Luis, se estaban
organizando empresas de construcción, de cine, de inversión,
todo ello apoyado en la intervención de la Obra en
el Banco Popular. Los dos Antonios intimaron en seguida.
Pérez Ruiz tenía la cabeza llena de aventuras
de exportación agrícola y un modo muy suyo de
entusiasmar a quienes le oían. Por otra parte, su fidelidad
a la Obra era absoluta, y su respeto por los numerarios tal
que constantemente se esforzaba por permanecer en segundo
plano en relación al otro Antonio. Este le contó
inmediatamente el plan a don Leoncio, que aceptó entrar
en la sociedad y, no queriendo quebrar el entusiasmo de su
hijo, incluso le cedió unas habitaciones en sus oficinas
hasta que consiguieran local propio.
También aportó otro socio, don Isaac, un financiero
judío que había apoyado en Marruecos la causa
del Movimiento y disfrutaba de los favores de la administración
franquista.
La sociedad se completó con varios representantes
del Banco Popular, principal accionista, entre ellos un numerario
mayor, Jorge Brasa. Brosa y Alberto Ullastres se convirtieron
en las cabezas visibles de la organización, aunque
el trabajo real lo desempeñaban los Antonios.
A partir de entonces, estos se dedicaron a montar las bases
del negocio. Don Leoncio advirtió que la atención
de su hijo se centraba cada vez más en la nueva sociedad,
aunque él mismo se sentía cada vez más
impresionado por el buen decir y la preparación de
aquellos consocios de su hijo.
Como primer negocio se escogieron las exportaciones a Europa
de productos hortícolas tempranas.
Era una empresa arriesgada, pero Pérez Ruiz tenía
buenos conocimientos entre los agricultores de Málaga,
Granada y Valencia y supo presentarles las ventajas de asociarse
con Hispamun. Más discretamente, se comenzaron a crear
delegaciones en provincias y en el extranjero, con representantes
de la Obra en todas ellas. A los Antonios les causaba una
gran ilusión el que la empresa pudiera proporcionar
ayuda económica, en forma de sueldos y comisiones,
a algunos de sus compañeros, pero lo que les llenaba
de entusiasmo sobre todo era que esta actividad llegara a
convertirse en el fundamento económico de la expansión
apostólica de la Obra en otros países.
Viajaron a los mercados europeos. Por aquel entonces, existían
ya pequeños grupos del Opus en ciertas grandes ciudades,
como París, Londres, Bonn... Los Antonios quedaron
muy impresionados ante la estrechez económica con qué
vivían los numerarios. En Alemania, y durante una larga
temporada, los de la Obra se habían alimentado básicamente
con víveres de la ayuda americana. Eran, curas y seglares,
gente joven y optimista, y en todos los países recibieron
con alegría a sus hermanos comerciantes. El clímax
del año, que compensó con creces a los Antonios
de su esfuerzo, se produjo en París.
Al cabo de unos meses, se habían establecido ya las
delegaciones europeas de Hispamun. En cada una de ellas, los
numerarios habían asociado a supernumerarios, cooperadores
o amigos del mundo del comercio, deseosos de ayudar a la Obra
en su país respectivo o simplemente interesados en
el tráfico mercantil con España.
Se decidió celebrar una reunión general en
París, y allí arribaron desde las distintas
capitales europeas una docena larga de personas. Se reunieron
en un hotel modesto. Al segundo día, un recado telefónico
desde la residencia parisina de la Obra advirtió a
Antonio que el Padre se hallaba en París y aquella
tarde recibiría a todos los numerarios y a Pérez
Ruiz como representante de los demás. En el pequeño
salón de un piso de Saint-Germain, el Padre y Alvaro
del Portillo acogieron a los delegados y les exhortaron a
santificar su trabajo y a procurar el alivio económico
de la Obra. Los Antonios no cabían en sí de
gozo. El Padre tuvo especiales muestras de cariño para
ellos y les recomendó discreción en su nueva
labor.
De regreso a Madrid, llenos de ardor gracias a aquel episodio,
se aplicaron con mayor desvelo al trabajo, donde ya habían
padecido algún pequeño descalabro, fruto de
su inexperiencia y del indudable carácter arriesgado
de la exportación agrícola.
Pero un acontecimiento político cambiaría sustancialmente
las circunstancias.
Concentrado como se hallaba en los negocios y en el apostolado,
Antonio apenas tenía ojos para nada. Por otra parte,
su atención intelectual había disminuido y casi
no leía otra cosa, aparte los libros de piedad, que
revistas económicas. Pero a través de éstas
y de los malos humores de don Leoncio se daba cuenta de que
la situación económica española iba de
mal en peor, que la cosecha había sido mala y que los
incidentes laborales y el descontento de los trabajadores
aumentaban. Por lo pronto, el Ministerio de Comercio apenas
disponía de divisas para las importaciones, y algunos
hablaban de volver al racionamiento y al gasógeno.
Una tarde en que regresó a Españoleto particularmente
cansado del trabajo, notó una cierta excitación
en la casa. Según le dijo el director, Franco se proponía
realizar un cambio de gobierno y se rumoreaba que entrarían
ministros pertenecientes a la Obra.
-Supongo que estarás bien enterado, ¿no? -añadió
con cierto aire de complicidad el director, aludiendo a sus
contactos con los superiores de la Obra.
En realidad, una vez recibidas las instrucciones para montar
la compañía, apenas había vuelto a hablar
con Luis Valls o Alberto Ullastres. Saludaba a éste
en las reuniones del consejo de administración, pero,
dadas las diferencias de edad y de posición relativa
en la Obra, no habían intimado. Desde luego, estaba
enterado de las conversaciones políticas del segundo
piso de Diego de León y de las visitas a don Antonio
Pérez de los políticos de la Obra, como Laureano
López Rodó y Florentino Pérez Embid.
Pero, aparte participar levemente en algún momento
de broma, nunca había entrado en esas reuniones ni
tenido especial acceso a tales cabildeos. Además, Luis
Valls era muy enigmático y no decía más
palabras que las justas, supliendo todo con una amplia sonrisa.
Al dar la radio las noticias de la noche, los habitantes
de Españoleto se congregaron alrededor del aparato.
Y efectivamente oyeron que Mariano Navarro, un supernumerario
de la Obra, había sido nombrado ministro de Hacienda,
y Alberto Ullastres, de Comercio. Una sensación de
alegría y novedad invadió a los presentes, y
Antonio pensó en la satisfacción que experimentaría
el Padre al ver que la "Instrucción de San Gabriel"
empezaba a cumplirse. La "Instrucción" era
el documento más "leído en aquel momento.
Estaba fechada antes de la guerra civil, y todos se hacían
lenguas, al comentada, del carisma del Padre, de su sentido
profético y su visión del futuro al prever,
desde unos comienzos tan modestos, aquel despliegue posterior
de la Obra en la economía, en la política.
Antonio había saludado a Mariano Navarro en algún
retiro espiritual para casados y sabía que .era uno
de los supernumerarios más antiguos. Comprendió
en seguida que Alberto Ullastres tendría que dejar
la presidencia de Hispamun y se le vino a la cabeza un fugaz
impulso de entusiasmo al pensar en lo fácil que resultaría
para él, como ministro, apoyar los planes de los Antonios.
Al día siguiente por la tarde fue a la organización
central de los negocios e inversiones de la Obra, una sociedad
financiera llamada Esfina, con sede en la calle Claudio Coello.
Allí se reunían los directivos de las diferentes
sociedades del grupo y allí tenían despacho
Luis Valls y Alberto Ullastres.
Notó también al entrar la excitación
fruto de la novedad y, pasando a una de las salas, vio a un
nutrido grupo tomando unas copas y rodeando a Alberto Ullastres,
que había venido a despedirse. Se unió Antonio
al corro. Numerarios, supernumerarios y miembros de confianza
de las sociedades del grupo bromeaban y felicitaban al nuevo
ministro. En una esquina se contaba que, cuando el periódico
de la mañana había llegado a Diego de León
con las fotos de los ministros en primera página, una
sirvienta había corrido a dar la nueva a la directora,
diciéndo1e: "¡Mire, señorita, el
señorito del yogurt!", porque Alberto Ullastres,
a causa de su estómago, guardaba una dieta que incluía
ese alimento diario.
Días después, se reunía el consejo de
administración de Hispamun para proceder a la sustitución
del presidente. Cesaba también Jorge Brasa, a quien
Ullastres había nombrado colaborador suyo en el ministerio.
Don Leoncio Cuadrado, días más tarde, felicitó
en privado a su hijo por el éxito de la Obra.
-A ver si son capaces de arreglar la economía -le
dijo. y con cierta sorna añadió-: Porque para
este trabajo no basta con ser honrado y bien intencionado,
sino dar con las teclas que pongan al país en pie.
Antonio notó a su alrededor un cambio en las reacciones.
Empleados del banco, amigos y colaboradores comerciales de
su padre le trataban de otra manera. Hasta ahora, su pertenencia
al Opus Dei no había sido cuestionada más que
en términos de curiosidad, con aquellas preguntas siempre
repetidas de si se podía casar, si tenía que
entregar todo el dinero que ganaba, etc., residuos de las
explicaciones que su padre daba a sus íntimos. Y como
él se comportaba muy naturalmente en el tráfico
mercantil, la gente había terminado por no preguntar
acerca de algo que no entendían bien. Ahora era distinto.
Una mañana en que había ido al banco para firmar
un aval, don Manuel, el viejo amigo de su padre, le retuvo
unos momentos:
-Oye, Antoñito, me tienes que explicar en qué
consiste eso vuestro. Además, en la dirección
general están deseando saber hacia qué soluciones
se van a inclinar los nuevos ministros, y yo supongo que tú
estarás enterado.
Salió como pudo del compromiso, y aquella tarde solicitó
ver a Luis Valls. Éste le recibió con su mejor
sonrisa y escuchó tranquilamente las preguntas y los
interrogantes de Antonio: ¿Tienen los de la Obra alguna
política económica concreta? ¿Cuáles
serán las relaciones entre ellos y los superiores internos?
¿Se podrá hablar de esto en público?
Luis no le dio apenas respuestas concretas, limitándose
a aconsejarle que esperase los acontecimientos y tratase de
eludir los aprietos en que le ponían sus amigos.
El cerebro de Antonio comenzó a vacilar, sobre todo
después de asistir una tarde en Diego de León
a una meditación presidida por don Antonio Pérez,
el secretario general de la Obra. Durante media hora don Antonio
habló de la necesidad de hacer compatibles responsabilidades
personales en la vida pública con la obediencia y los
planes corporativos.
Antonio, que no tenía ninguna idea preconcebida, ni
prejuicios a favor o en contra de cualquier estrategia, a
lo único que aspiraba en aquel momento era a que le
proporcionaran una orientación clara al respecto. Nadie
se la daba. Ni en Diego de León, ni mucho menos en
Españoleto, cuyo director estaba aún más
despistado que él mismo. Le decía para salir
del paso, en la confidencia semanal que había que conservar
la confianza en el Padre y que ya él explicaría
las cosas a su debido tiempo. Antonio, sin resolver el asunto,
decidió congelarlo momentáneamente y se concentró,
con el otro Antonio, en los problemas de Hispamun.
De resultas de la reunión en París, estaban
dándo1e vueltas a un tema complicado. La mayoría
de las delegaciones en Europa apenas disponían de dinero
para comenzar sus actividades. Los de la Obra, en apuros para
solventar sus propios asuntos, no encontraban manera de allegar
recursos, y sus socios o colaboradores ajenos imponían
condiciones, como la propiedad de la mayoría de las
acciones en las respectivas sociedades, que no convenía
aceptar. Los Antonios se habían traído una propuesta
a Madrid para anticipar dinero a las diversas delegaciones,
a fin de permitirles arrancar, pero existía el problema
del control estatal sobre divisas y envíos de dinero
al extranjero. "¿No crees que Alberto Ullastres
entenderá el problema y nos ayudará?",
le preguntaba Pérez Ruiz. Antonio decidió incluir
esta cuestión entre las varias que presentaría
a Luis Valls cuando despachara con él la próxima
vez. A medida que se desarrollaban las actividades económicas
de la Obra, se iba también desarrollando una línea
jerárquica de decisiones. En cada empresa que se fundaba
se nombraba un encargado de despachar con los superiores.
Cada centro nacional de decisiones estaba regido por un administrador
regional.
En España, desde mucho tiempo antes el cargo venía
siendo desempeñado por Andrés Rueda, un muchacho
segoviano cuya familia tenía negocios de zapatería.
La administración se dividía en tantas secciones
como tareas desempeñaba. Había, por ejemplo,
la sección de financiación de casas, la de apostolados
concretos, y acababa de crearse la sección de empresas.
Con esa sección despachaban los encargados de cada
sociedad. Tenían que entregar periódicamente
balances de su actividad y recibían toda clase de consejos
y órdenes, que se convertían en decisiones de
la empresa en cuestión a través del voto mayoritario
de los miembros de la Obra. Algunas sociedades más
importantes, como Hispamun, despachaban tamo bien directamente
con Luis Valls, el factótum general, "mi banquero",
como le llamaba el Padre. Valls efectuaba de vez en cuando
viajes a Roma o recibía en Madrid a los emisarios de
la oficina central. Antonio ya había averiguado que
el mensaje de Roma era muy simple y se reducía a dos
consignas básicas: conseguir mucho dinero para financiar
las casas y los apostolados, especialmente la construcción
del Colegio romano de la Obra en la capital del mundo católico,
y penetrar, a través de afiliados o de personas de
confianza, en la mayor cantidad posible de centros y entidades
de poder.
Los que estaban metidos en todo este engranaje comenzaban
a disfrutar en la Obra del respeto y el status especial que
antes sólo se otorgaba tácitamente a los intelectuales,
es decir, generalmente a los catedráticos de universidad.
A fuerza de oír el mensaje de expansión y de
su inevitable prerrequisito económico, los miembros
de la Obra se iban mentalizando en estas cuestiones de eficacia,
y así como al principio la cohesión interna
se basaba fundamentalmente en la fidelidad a las normas de
piedad y los votos y en la consecución de nuevos adeptos,
a partir de mediados de los años cincuenta, tal y como
Antonio advertía, se había ido imponiendo un
sentido práctico, simbolizado en la expansión
geográfica, en el Colegio romano, en la universidad
de Navarra y, ahora, en el mundo financiero y político.
Sin embargo, el asunto no aparecía del todo claro,
como se puso de relieve en un incidente que le ocurrió
a Antonio por aquellas fechas. Hacía dos o tres años
que participaba en la labor de San Gabriel, dirigiendo a los
supernumerarios. Los superiores habían tenido que echar
mano de todos los que habían terminado la carrera para
ocuparse de este asunto, porque un empujón del Padre
les había forzado a incrementar el apostolado entre
casados. El asunto iba viento en popa, ya que muchos de los
chicos que no habían querido "pitar" en su
día como numerarios lo hacían ahora ya casados
y traían a sus amigos y parientes con ellos.
Todo lo que era rigidez en el plan de vida de los numerarios
era flexibilidad en el de los supernumerarios. Cumplían
sólo las normas que su trabajo y obligaciones familiares
les permitían, aunque algunas esposas se quejasen de
tanto círculo y tanto retiro, daban una aportación
económica mensual y, poco a poco, se incorporaban a
las actividades corporativas. Antonio se daba buena maña
para alentarlos en la confidencia quincenal y en el círculo
semanal y tenía a su cargo una docena de ellos. Para
este asunto existía asimismo una organización,
al triple nivel de ciudad, nación y Roma. A través
de ella se tramitaban las incorporaciones, se organizan los
actos de formación, se daban consignas. Mariano acudía
periódicamente a ver a Fernando Valenciano, un ingeniero
de Caminos, director de la labor de San Gabriel en Madrid.
Uno de los supernumerarios más dóciles y entusiastas
era Alvaro Lacalle, militar de profesión, que cooperaba
también en algunas actividades económicas de
la Obra. Luis Valls indicó un día a Antonio
la conveniencia de sondear a Alvaro acerca de su disponibilidad
para ocupar un cargo político.
Días después, Alvaro fue nombrado por Mariano
Navarro director general en el Ministerio de Hacienda. Fernando
Valenciano llamó la atención a Antonio por aquella
gestión, y éste se extrañó de
la falta de coordinación entre los superiores. Más
tarde comprendería que, en aquellos momentos, había
tensiones y conflictos a nivel de los mandos sobre los limites
y las reglas del juego en toda aquella aventura de la expansión,
y que el Padre no se decidía a dar criterios claros
al respecto.
Tropezó con nuevos problemas en una convivencia de
supernumerarios a la que asistió como miembro del Consejo
local. A semejanza de los numerarios, los supernumerarios
debían destinar cuatro días al año a
ejercicios espirituales, y una semana a la convivencia de
formación. No todos acudían puntualmente, ya
que significaba una ausencia demasiado prolongada de sus obligaciones,
pero, como la mayoría de los casados de Madrid pertenecían
a la clase media alta, como ninguno era propiamente asalariado
en los términos de la masa laboral española,
la mayoría podía permitírselo.
En aquella convivencia se habló mucho de la organización
de los supernumerarios para ayudar a las actividades de la
Obra y se animó a todos ellos a responsabilizarse de
una parcela de tal ayuda. Habitualmente, los supernumerarios
se asociaban en grupos de diez o doce, al mando de un numerario
que les dirigía. Poco a poco, dentro de cada grupo
se nombraban encargados de una misión especial. Había
uno encargado de contabilizar las suscripciones a las revistas
de la Obra, como "Actualidad española", y
de animar a los del grupo para conseguir más suscripciones.
Otro se ocupaba de avisar para las reuniones comunes. El conflicto
estalló cuando Rafa Escolá, un numerario catalán,
director de la convivencia, se opuso en el Consejo local a
hablar a los supernumerarios del asunto de Esfina. Los superiores,
especialmente algunos que habían acudido de Madrid
a Molinoviejo expresamente con esa finalidad, presionaban
para que en cada grupo de supernumerarios hubiera uno encargado
de encauzar todas las gestiones conducentes a incrementar
la influencia de la Obra en el mundo económico. A corto
plazo, se trataba de atraer hacia Esfina, entidad financiera,
los ahorros de parientes y amigos, a los que se otorgaría
un interés superior al bancario, hablándoles
además del fin cristiano de aquellas inversiones, destinadas
a sostener una Prensa católica. Rafa Escolá
argüía, desde su veteranía en la Obra,
que aquello no entraba en el espíritu fundacional y
que a él le parecía mal utilizar a los supernumerarios
para eso, más aún convirtiéndolo en una
tarea fija, paralela a las propiamente apostólicas.
Antonio asistió callado a la conversación entre
Rafa y el superior de Madrid, quien al final, prudentemente,
decidió aplazar el discurso a los supernumerarios y
aconsejó a Rafa "pasarse por Comisión"
a la vuelta. Más tarde, Antonio habló del tema
con Rafa y, cuando volvió a Madrid, lo hizo con su
director en Españoleto.
Una vez más se le recomendó paciencia y esperar
a que el Padre se pronunciase, aunque Antonio argumentaba,
con datos de su propio trabajo en Hispamun, que aquella política
no era sino la consecuencia de la movilización general
de personas y capitales en beneficio del apostolado, claramente
descrita en la "Instrucción de San Gabriel".
Le aconsejaron escribir una nota sobre el asunto y se pasó
dos días corrigiendo sucesivos borradores, hasta dar
con una redacción que le satisfizo y en la que exponía
sus preocupaciones y daba una solución al trabajo corporativo.
Decía en su último párrafo: "Si
se considera que esa movilización de personas y capitales,
por razones de discreción o confusión apostólica,
no debe hacerse desde los organismos de la Obra, se podría
simplemente fomentar la dedicación de personas individuales
a la industria y al comercio, y ellos, mediante empresas familiares
o de pura asociación civil, conseguirían el
dinero que luego la Obra repartiría entre las actividades
individuales que presentaran mayor interés apostólico".
Mandó la nota a Comisión siguiendo los trámites
de rigor y se dispuso a esperar respuesta. Sin embargo, dos
meses después sobrevino un suceso que le supondría
una clave para entender muchas cosas en el futuro. Andrés
Rueda, el administrador regional, le citó a una reunión
en la casa de la calle Montesquinza, sede igualmente de la
Administración regional. Allí compareció
una tarde y se encontró con el propio Andrés
y con José María González, un funcionario
del Ministerio de Comercio, asimismo numerario, que Ullastres
había destinado a su servicio directo. La reunión
se inició propiamente con la llegada de don José
María Hernández Garnica, el sacerdote encargado
de la Sección femenina que Antonio conoció en
Diego de León y que ahora residía en Roma. Don
José María les reveló que había
estudiado con el Padre una manera de conseguir beneficios
económicos, consistente en que algunos de la Obra cooperasen
con comerciantes de importancia. Su cooperación estribaría
en facilitar a dichos comerciantes contactos con los miembros
de la Obra que gobernaban ahora los ministerios económicos.
En concreto, don José María le dijo a Antonio
que debía proponer tal tipo de cooperación a
don Isaac, el conocido financiero judío, amigo de su
padre y socio ahora de Hispamun. No parecía que la
cuestión fuera a discutirse mucho más, porque
en seguida despidieron a Antonio, no sin antes encarecerle
que pusiera en marcha el plan cuanto antes.
Antonio explicó el asunto a su padre, que lo entendió
a la primera. La tradición comercial de premiar a los
intermediarios con el poder se había desarrollado mucho
durante las carestías de la posguerra. La escasez de
materias primas, de divisas, el establecimiento de cupos,
etc., permitía una gran discrecionalidad a los que
decidían en los ministerios, y alrededor de ellos bullían
amigos y parientes solicitando favores para sí y sus
sociedades. Eran famosos algunos ministros anteriores de Comercio,
que no sólo favorecieron descaradamente a sus amigos,
sino que se beneficiaron personalmente mediante su participación,
más o menos disimulada, en sociedades y empresas. Don
Leoncio no había tenido más remedio, en otras
ocasiones, que dar comisión a funcionarios de organismos
oficiales para conseguir ventas, y había llegado a
la conclusión de que, sin ese lubrificante, resultaba
muy difícil trabajar con entidades públicas.
La diferencia en este caso, como no se cansaba de repetir
Antonio, consistía en su finalidad sobrenatural: contribuir
a la expansión de la Obra. Don Leoncio prometió
su apoyo a la gestión, y una mañana visitaron
a don Isaac, el cual se avino en seguida a dar una cierta
comisión al grupo sobre las ventas en las que intervinieran
con sus gestiones burocráticas.
Por aquellos tiempos, don Isaac se hallaba en relaciones
con la Comisaría de abastecimientos y las importaciones
y exportaciones dependientes de ella. No se estableció
ningún "modus procedendi" especial, y una
tarde, en casa de un amigo común, el financiero tuvo
ocasión de saludar al nuevo ministro Ullastres, a quien
ya había tratado brevemente en los consejos de Hispamun.
A Antonio le habían insistido particularmente sobre
la necesidad de discreción. De esos asuntos no debían
enterarse más que los superiores especialmente encargados
de los problemas económicos. Precisamente, se había
ganado una buena bronca del Padre cuando, en la residencia
de París, había hablado de temas económicos
delante de los compañeros de allí, que no estaban
en el ajo.
Pero el asunto se reveló más difícil
de lo que parecía. A lo largo del año 58, Antonio
trató de hablar en favor de sus nuevos intereses tanto
con Alberto Ullastres como con Jorge Brosa. Pero observó
una notoria resistencia en ambos, e incluso llegó a
sospechar que los superiores no habían hablado con
ellos o que, si lo habían hecho, no habían conseguido
un apoyo sustancial. Luis Valls provocó una reunión
en la casa de la Obra donde vivía Jorge Brosa, a la
que acudieron los dos Antonios y Francisco Planell, otro superior
de la organización. Pese a sus argumentos, no consiguieron
de Brosa un compromiso de ningún tipo al respecto.
Don Isaac le había dado ya a Antonio algún dinero,
pero, por lo visto, sus empleados se quejaban de que esas
nuevas amistades no eran tan eficientes como parecían.
Mientras tanto, los dos Antonio seguían tratando de
expandir la organización internacional de Hispamun
y luchaban contra las dificultades del comercio exterior,
que tan fácil arreglo hubieran tenido de colaborar
un poquitín los del ministerio.
A medida que pasaba el tiempo, Antonio iba notando esa especial
tensión nerviosa y esa susceptibilidad que su madre
sabía tan bien detectar y temer en don Leoncio. Las
responsabilidades comerciales que habían recaído
sobre él en el contexto de la Obra empezaban a quitarle
el sueño, sobre todo cuando se trataba de conciliar
el objetivo más inequívoco, conseguir beneficios
económicos sustanciosos, con los más complicados
de hacerla correctamente, tanto en términos mercantiles
como en términos apostólicos. Su afán
proselitista, el cuidado de sus hermanos supernumerarios le
servía de consuelo. A veces le asaltaba la idea de
que toda actividad económica no beneficiaba a su vocación.
En los ejercicios espirituales de aquel año repasó
con el sacerdote que dirigía la tanda esa nueva etapa
de su vida. El entusiasmo y la satisfacción de sacar
adelante la Obra figuraban sin duda entre los datos positivos,
pero había bastantes negativos: la falta de sosiego
para cumplir las normas, el constante colarse en la oración
de los temas profesionales, el alejamiento, por días
y por semanas enteras, de aquel gusto, aquella devoción,
con que antes realizaba sus ejercicios de piedad... El cura,
un vasco recién ordenado y recién llegado del
Colegio romano, le escuchaba en silencio. Dos temas más
incómodos surgieron en el monólogo de Antonio.
Notaba que aquella vida tan excitante le quitaba las ganas
de mortificarse. Ya no se ponía el cilicio cada jornada
con aquella primera ilusión de penitencia. Veía
llegar con temor la noche en que le tocaba dormir en el suelo
y, con mayor frecuencia de la debida, perdía el buen
humor y hacía sufrir a la gente que lo rodeaba. La
cuestión de la pureza constituía el segundo
problema. A medida que pasaba más tiempo en la Obra,
y ya llevaba casi diez años, le costaba más
la abstinencia. Se iba acercando a la treintena y, de repente,
la calle, la oficina, los viajes, se le habían convertido
en una gran tentación carnal. En ocasiones tenía
que frenar sus llamadas a la secretaria por el teléfono
interior de la oficina, porque un fino instinto le decía
que las más de las veces no la necesitaba y lo hacía
sólo por verla de espaldas, cuando se dirigía
hacia la puerta contoneando su figura. Aquí el sacerdote
le interrumpió y le recordó los preceptos específicos
de la vocación de numerario: por orden del Padre, un
numerario no debía trabajar solo en el mismo recinto
que una mujer, ni ir con ella por la calle, y se recomendaba
no tener secretaria, sino secretario.
Antonio repuso que las más de las veces esas circunstancias
eran imprevisibles en el mundo de los negocios y que, salvo
en posiciones de alta categoría financiera, nadie podía
permitirse el lujo de tener un secretario. Era una profesión
de mujeres. En todo caso, la vida en medio del mundo despertaba
en él pasiones y sentimientos que creía definitivamente
desterrados desde su ruptura con Amparo. Incluso el ir a las
casas de los supernumerarios y conocer a sus mujeres suponía
una tentación. Últimamente había tenido
bastantes eyaculaciones nocturnas, y no estaba muy seguro
de no haber cooperado en su producción, al no cortar
rápidamente los pensamientos o no cambiar de postura
en la cama.
-O sea -terminó con la cabeza entre las manos-, que
el voto de castidad se me está convirtiendo en una
obsesión, en una carga, y no en la esperada liberación.
Salió de los ejercicios con un propósito renovado
de recuperarse. Volvió a sus primeras costumbres de
piedad y trató de aislarse lo suficiente para hacer
bien la oración de la tarde. Con la de la mañana
no tenía problemas, porque todos los de la casa la
hacían juntos en el oratorio, temprano, antes de la
misa, escuchando puntos de Camino o de otros documentos internos.
Pero por la tarde, cansado de trabajar, a veces le faltaban
los ánimos para meterse otra media hora en el oratorio
al regresar a su casa y, con sus obligaciones y citas, la
media hora en la oficina se veía constantemente interrumpida.
Se prometió a sí mismo volver a casa a tiempo.
También decidió llevarse el cilicio a la oficina,
para sentir el hierro en su carne durante aquellas horas.
Y sobre todo, resolvió confiarse a los superiores,
no poner en duda ni discutir internamente sus decisiones y
dedicar más tiempo al apostolado.
Al curso siguiente, cambió de casa. Cada año,
los superiores de la Obra reorganizaban éstas por intereses
apostólicos o conveniencias de la vida de familia.
Una vez había oído decir que era bueno cambiar,
para no apegarse ni formar amistades particulares entre los
socios. Él mantenía especiales lazos de afecto
con algunos de sus primeros íntimos, pero había
aprendido a no hacerse ilusiones sobre ello y a intimar en
seguida con sus nuevos compañeros. Sentía algunas
reservas respecto a aquellos cuyo carácter o modo de
pensar le chocaban, pero no se hacía demasiada cuestión
de ello. Algunas veces le ponían nervioso los entusiastas
o los pueriles, aquellos que, concentrados en la observancia,
manifestaban puntos de vista ridículos o infantiles
respecto a la gente que no era "de casa" o a los
apostolados.
Fue destinado a la casa que la Obra tenía en la calle
Villanueva, una de las más antiguas, donde vivían
compañeros de mayor edad que él. Allí
advirtió que, a partir de los cuarenta años,
los socios numerarios, y en especial aquellos que se dedicaban
a tareas no apostólicas o corporativas, iban consiguiendo
un cierto status de autonomía o relajación de
las primeras observancias. Vicentón Rodríguez
Casado, catedrático y político, era uno de aquellos
tipos que hacía prácticamente lo que le venía
en gana. Hasta entonces, Antonio estaba acostumbrado a pedir
permiso al director para comer o cenar fuera de casa, explicándole
en cada caso las razones, a no faltar a los círculos
salvo por motivos muy graves y, en general, a subordinar toda
su vida exterior a las exigencias de la piedad, el apostolado
y la vida de familia. Y ahora estaba empezando a darse cuenta
de que los mayores tenían bastantes bulas al respecto
y que algunos constituían ocasión de escándalo,
incluso para los de fuera, por sus aficiones gastronómicas,
su frivolidad e incluso su mala lengua.
Dos o tres veces a lo largo de ese curso trató el
tema de la ejemplaridad con sus superiores. Él mismo
sentía grandes dudas, al hacer un viaje, al comprar
objetos de uso o consumo, sobre el grado de comodidad que
un numerario podía introducir en su vida.
En las casas, especialmente en las de mayores, se combinaban
comodidades e incomodidades. Ya todos contaban con una habitación
individual, aunque habían de compartir los cuartos
de baño. La comida era abundante, pero sólo
se tomaba aperitivo, café y copa en las fiestas o cuando
el director lo decidía. No estaba bien visto dormir
la siesta. Sin embargo, algunos se retiraban a sus cuartos
en vez de rezar el rosario con los demás después
de la tertulia. Al disponer muchos de las instalaciones y
medios de los negocios o entidades que presidían, se
producía una paulatina creación de lo que el
Padre tanto criticaba, el peculio personal. A cargo de los
gastos generales de las sociedades, o de representación
de los políticos, los numerarios usaban coches, hacían
viajes, invitaban a comer a sus amigos... Todo ello daba origen
a un principio de insinceridad. Con frecuencia, cuando le
asaltaba una duda al respecto, Antonio solía darse
a sí mismo, sobre la marcha, razones de conveniencia
apostólica, sobre todo en relación con sus nuevas
actividades mercantiles, pero, en momentos de reflexión
y examen, sentía cierta culpabilidad, especialmente
al comparar sus libertades y las de quienes se encontraban
en su misma situación con las de aquellos numerarios
que trabajaban en cosas de la Obra, en asuntos internos o
en apostolados de enseñanza. Comenzaba a dibujarse
en su vida aquella peligrosa dicotomía contra la que
tanto le ponían en guardia en tiempos pasados, ya que,
obsesionado por los apostolados económicos y las responsabilidades,
consciente o inconscientemente, necesitaba cada vez más
excitación y compensaciones para su cansado trabajo
diario.
Al final del curso se produjeron dos importantes acontecimientos
en su mundo de los negocios. Una tarde, don Antonio Pérez,
el secretario general de la Obra, le informó de que
habían logrado convencer a Alberto Ullastres a fin
de que nombrase a un miembro de la Obra para algún
cargo del ministerio desde el cual pudiera ayudar o, al menos,
oír las pretensiones de los encargados de las empresas
apostólicas. Su sorpresa fue mayúscula cuando
Antonio Pérez Ruiz le informó aquella noche
de que lo iban a nombrar para la Comisaría de abastecimientos,
algo que sucedió días después.
La alegría de los Antonios, así como de los
miembros del equipo de Hispamun, fue grande, porque cada día
resultaba más patente que, sin un cierto apoyo gubernamental,
no había manera de desarrollar los planes de comercio
exterior que se habían trazado y, consiguientemente,
de conseguir beneficios para la expansión de la Obra.
Aparentemente, los superiores estaban cada vez más
interesados en crear equipos de gente de confianza alrededor
de los ministros de la Obra, y el propio don José María
Hernández Garnica, el sacerdote, se había jactado
delante de Antonio de haber sido quien recomendara para el
cargo de subsecretario de Comercio a un supernumerario, abogado
del estado.
De todas maneras, Antonio no tenía mucha seguridad
sobre lo que sería mejor, si apoyar a don Isaac en
sus negocios, para conseguir simplemente dinero, o expandir
las actividades de Hispamun. La solución le vino dada
por un acontecimiento, bastante desagradable para él,
que se produjo después del verano.
En el mes de septiembre, después de que Antonio hubo
regresado del curso anual en Molinoviejo, más relajado
y con más ganas de trabajar, apareció por Madrid
Manolo Barturen. Era éste un numerario, ingeniero de
Minas, que llevaba cierto tiempo en Estados Unidos representando
intereses financieros vascos. Una tarde se presentó
en la oficina y habló a Antonio de sus planes, los
cuales estribaban simplemente en la sustitución del
criterio de ayuda a don Isaac por un montaje propio.
Antonio reaccionó alegando las instrucciones que había
recibido, y Manolo zanjó la entrevista dando un violento
portazo. Antonio corrió a contar la entrevista a Luis
Valls. Valls le respondió que cada uno debía
hacer las cosas como mejor le pareciese, con lo que le dejó
extrañamente desconcertado. Acudió finalmente
al secretario general de la Obra, que le tranquilizó
y vino a decirle que era preferible el punto de vista de Barturen.
La confusión no hacía más que aumentar
en la cabeza de Antonio.
Finalmente, en un momento de ira, y sin consultar con nadie,
encaminó sus pasos a las oficinas de don Isaac y solicitó
verle. Cuando, con todo afecto, el financiero le recibió,
Antonio fue muy breve. Vino a decirle que, por razones personales,
no se sentía capacitado para continuar aquella colaboración
y que, por tanto, renunciaba a los beneficios de ella. Don
Isaac le dejó hablar y trató de quitarle importancia
al asunto, pero Antonio se despidió en seguida. Camino
de Villanueva, la cabeza le daba vueltas. Contra su costumbre,
entró en un bar de la calle Alcalá y se bebió
dos copas de coñac, una tras otra.
Tenía el pulso aceleradísimo y, al subir en
el ascensor, se ledesencadenó una taquicardia. Entró
en la residencia, saludó al Señor en el oratorio
y se derrumbó en su cama.
A la mañana siguiente, más calmado, se presentó
a ver a Luis Valls, que por entonces ostentaba ya un alto
cargo en el Banco Popular, y le contó su reacción
y su decisión. Luis también trató de
minimizar la cuestión y pareció aceptar el nuevo
estado de cosas. Por la tarde, Antonio sostuvo una larga conversación
con su padre, en la que le expuso sus deseos de volver a desempeñar
más intensamente sus actividades en los negocios familiares,
dejando un poco de lado las empresas de la Obra. El momento
era propicio, porque se acababa de conseguir una representación
de artículos electrónicos japoneses y, con la
instalación de la televisión en España,
había muchas oportunidades de colocarse bien en ese
mercado. Don Leoncio comprendió las razones de su hijo
y asintió a todo.
Sólo faltaba resolver la contradicción de la
obediencia. Por primera vez en su vida, había actuado
directamente contra las instrucciones recibidas. Desde el
punto de vista externo, no se planteaba ningún problema,
porque los superiores habían aceptado 1a situación
y, en concreto, don Antonio Pérez le había tranquilizado
mucho diciéndole que, mientras él se esforzase
en santificar el mundo de las empresas y colaborase en la
financiación de los apostolados, la Obra no le dada
más orientaciones concretas. Por parte de Luis Valls
y todo el equipo económico, a medida que pasaba el
tiempo, descubría un creciente desinterés por
los temas de Hispamun, desinterés que llegó
a su culminación cuando, meses más tarde, se
produjo un reajuste en la actividad de la sociedad, que entró
más de lleno en la órbita de los negocios de
su padre, abandonando el Banco Popular parte de las acciones
y quedando éstas casi en su mitad en manos de los Cuadrado
y la Obra. Aquello fue el inicio de una nueva época,
más sosegada y menos conflictiva, pero también
el punto de partida de las vacilaciones internas de Antonio,
que nunca llegaría ya a resolver esa falta de confianza
en los superiores y en la doctrina de la Obra que se le había
metido en la conciencia a consecuencia del caso.
A partir de 1962, con la ascensión al poder político
de Laureano López :Rodó y sus colaboradores
en el Plan de desarrollo, Antonio empezó a percibir
un clima peculiar en la Obra y alrededor de ella. El cincuenta
por ciento de las conversaciones apostólicas con terceros,
que antes se invertían totalmente en hablar de vida
interior, se referían al asunto de la libertad de los
miembros de la Obra y a defender ésta de las acusaciones
de auto-ayuda que de todas partes llovían.
Personalmente, se iba inventando su propia teoría,
para su tranquilidad íntima y como fundamento de su
sinceridad apostólica. "La Obra -solía
pensar y decir- está explorando nuevos modos de presencia
de los cristianos en el mundo, y por eso a veces camina en
zigzags. Pero ésa es una cuestión accidental.
Lo sustancial es la entrega personal, la rectitud de intención,
y de eso hay toneladas en casa." Para tal argumentación,
le resultaba siempre sencillo apelar al espectáculo
de sacrificio y abnegaci6n de tantos numerarios, de las chicas
y también de las familias de los supernumerarios que
él trataba. Porque, a excepción de aquellos
numerarios mayores que no se comportaban con demasiada ejemplaridad
en la vida pública y que en la interna disfrutaban
de bulas y privilegios, todavía en los años
sesenta, pensaba Antonio, los miembros de la Obra vivían
una vida sacrificada y obediente. Bastaba presenciar cómo
la inmensa mayoría de los numerarios aceptaban renunciar
a sus planes personales, mantenían una lucha constante
con su egoísmo y se esforzaban por llevar adelante
las consignas apostólicas. Recordaba, por ejemplo,
el esfuerzo que les costaba a todos pedir dinero en aquellos
maratones de asalto al bolsillo ajeno que de vez en cuando
organizaban los superiores.
Uno especialmente importante tuvo lugar cuando Antonio empezó
a desempeñar el cargo de secretario de la Asociación
de amigos de la universidad de Navarra.
El episodio conflictivo de los negocios de la Obra había
quedado atrás. Por instinto de coherencia, procuraba
alejarse del entramado de actividades económicas que
se desarrollaba alrededor de Esfina, del Banco Popular, del
Banco Atlántico, aunque se afanaba, eso sí,
porque la cantidad anual que ingresaba en la Obra como producto
de sus negocios familiares fuera siempre creciente. Aparentemente
nadie le pedía más. Las actividades de Hispamun
decrecieron paulatinamente, abandonándose poco a poco
aquellas utopías de financiación del apostolado
exterior. Un suceso desgraciado, la muerte de Pérez
Ruiz en accidente de automóvil, que Antonio sintió
profundamente, terminó de alejarle de aquellas áreas
de influencia. Su ilusión apostólica se concentraba
cada vez más en la labor entre los supernumerarios
y, como remate, un cierto día le pidieron que reorganizase
la Asociación de amigos de la universidad de Navarra
y, en concreto, diese un nuevo empuje a las ayudas y limosnas
destinadas a esa obra corporativa.
Aceptó de buen grado el encargo, hizo algunos viajes
a Pamplona, y, con el apoyo de los superiores, se dispuso
a montar una red de influencias para el sostenimiento económico
de la universidad.
Éste tenía dos orígenes: por una parte,
lo que se conseguía sacar al Estado y a las entidades
públicas, .aspecto que controlaban directamente los
superiores. Alguna vez participó en conversaciones
marginales con el mundo de la Presidencia del Gobierno y los
supernumerarios, como Chemari Sampelayo, de quienes Laureano
se rodeaba. Pero sin intervención importante. Por otro,
y su tarea consistió precisamente en montarla, una
red, paralela a la labor apostólica de los supernumerarios,
que abarcaba todas las ciudades donde la Obra se hallaba presente.
Viajó bastante con ese fin, y su trabajo culminó
en dos acontecimientos que luego recordaría con frecuencia:
la asamblea general de Amigos en Pamplona, reunida alrededor
del Padre en 1963, y las gestiones de financiación
extraordinaria de 1967.
También efectuó un viaje por América,
tocando en la mayoría de las capitales del hemisferio
sur y dando conferencias en los centros de la Obra juntamente
con otro numerario. Pero aquello fue más divertido
que fructífero, ya que, en la mayoría de aquellos
países, la Obra no poseía aún la capacidad
de financiar a la vez las realizaciones nacionales y la universidad
de Navarra.
En 1963 se trataba, según le dijeron los superiores,
de organizar una gran concentración de Amigos en Pamplona,
a la que el Padre dirigiría la palabra para enfervorizados
en su apoyo a la universidad. Antonio quedó encargado,
con otros dos numerarios, de planificar y llevar a cabo la
concentración. En primer lugar contaba con el apoyo
de los políticos e intelectuales que presidían
la asociación. Por aquellos tiempos, el conde de Mayalde,
Gregario Marañón y el doctor ]iménez
Díaz habían sido atraídos al ámbito
de la Obra y, en concreto, de la universidad. A renglón
seguido, mediante la red provincial de delegados de la Asociación
de amigos, se planearon los viajes. Con el apoyo de los muchos
contactos establecidos ya con el poder, se organizaron trenes
especiales desde Barcelona, Madrid y Sevilla. En un momento
dado, más de cinco mil personas cayeron sobre Pamplona,
donde los de la Obra habían preparado los alojamientos
y los actos. Acudieron asimismo afiliados a la Obra, acompañados
de sus amigos desde Francia y Alemania, y el Padre tuvo que
someterse a un sinfín de intervenciones en un teatro
y en los colegios mayores. Antonio, por vez primera, quedó
impresionado ante el fanatismo de las mujeres. Corrían
a besar al Padre, pedían a gritos su bendición
y le arrancaban trozos de sotana. Un espectáculo parecido
dieron los obreros de la Obra, que levantaron en volandas
el coche de! fundador. Éste andaba muy seguro de sí
mismo por entre aquella muchedumbre, y todo fue como una gran
fiesta de optimismo que levantó la moral de Antonio.
No obstante, e! leitmotiv de los discursos del Padre consistió
en la defensa de la libertad profesional de los socios de
la Obra y en la negación de las acusaciones de asalto
al poder. En ese sentido, Antonio volvió a Madrid con
la sensación de que la mejor manera de defenderse de
esas acusaciones era justamente evitar que los numerarios
protagonizasen situaciones políticas importantes, algo
que durante el invierno siguiente constituyó e! centro
de sus preocupaciones.
Con el beneplácito del director de la casa de Villanueva,
se había acostumbrado a poner por escrito sus pensamientos
al respecto y enviados al consiliario. Éste no era
ya Antonio Pérez, sino Florencio Sánchez Bella,
no demasiado interesado, al parecer, en aclarar las cosas,
sino en mantener una especie de entusiasmo general que desagradaba
a Antonio.
Todo aquel trajín de redacciones se aceleró
con motivo de dos sucesos: uno producto de su vida mercantil;
el otro, un incidente ocurrido en una convivencia de numerarios
celebrada en una finca que la Obra tenía en Piedralabes
y que se llamaba La Pililla. Aquella finca le era particularmente
desagradable, primero, porque hacía en ella un calor
sofocante durante el verano, y las chicharras y los grillos
no le dejaban dormir. En segundo lugar, porque le habían
contado que, Múzquiz, un sacerdote de la Obra e ingeniero
de Caminos, había logrado frenar un expediente de expropiación
de La Pililla en el Ministerio de Obras Públicas, expediente
promovido por el trazado de una línea férrea.
Aún podían verse en la finca los tajos y las
zanjas de las interrumpidas obras, un recordatorio para Antonio
de la prepotencia administrativa de que tantos acusaban a
la asociación. A mitad de la convivencia, apareció
el consiliario, don Florencio. Los numerarios asistentes a
ella, que procuraban olvidar con el deporte, el descanso y
la piedad los inviernos de trabajo, se veían sin embargo
exhortados a aprenderse de memoria el nuevo catecismo de la
Obra y los nuevos documentos internos. El catecismo había
variado bastante, y Antonio lo notó. Era menos dogmático,
más flexible y hacía muchas referencias a la
libertad profesional, el gran caballo de batalla.
Al reunirse en tertulia alrededor de Florencio todos los
asistentes a la convivencia, el consiliario empezó
a ponderarles las actividades apostólicas en marcha
y, en concreto, la nueva imprenta que acababa de importarse
para el edificio azul donde la Obra regentaba varias empresas
de Prensa. Con cierto atrevimiento, no exento de respeto,
uno de los curas presentes, un tal Pedro Rodríguez,
preguntó en voz alta al consiliario qué explicación
debían dar a la gente de fuera sobre las relaciones
de dependencia entre esas empresas y la jerarquía de
la Obra. El consiliario, a quien no pareció sentarle
demasiado bien la pregunta, respondió que cada cual
diese la respuesta que le pareciese más acertada.
Antonio salió de aquella tertulia muy molesto. Le
parecía que la Obra no se daba cuenta de lo que se
le venía encima y que no se podía mantener por
más tiempo aquella doble verdad, una para consumo interno
y otra para el exterior. Asimismo encontraba cada vez más
pueril la actitud de los superiores, como si aquella vida
de encierro corporativo que llevaban, manteniendo con el exterior
una relación basada en informes y documentos, pero
sin experiencia directa, les hubiera privado de toda capacidad
de análisis.
Durmió mal varias noches y no logró calmarse.
Y algunos días después de su regreso a Madrid,
le volvió a ocurrir otro suceso desagradable. Un fabricante
de artículos electrónicos con quien empezaban
a entablar relación los Cuadrado se presentó
en la oficina a proponer y discutir una cooperación
comercial. Era un hombre sencillo, muy a la pata la llana
y, como él mismo decía, amigo de la claridad.
Al esbozar el contenido de la cooperación, hizo una
referencia expresa a las posibilidades de los Cuadrado de
conseguir favores ministeriales. Antonio, a quien ya le llovía
sobre mojado, montó una desagradable escena de aclaración,
que enfadó a su interlocutor y asombró a los
empleados asistentes. Antonio se enfadó después
consigo mismo, y aquella semana, en la confidencia, tuvo una
discusión con su director, que trataba de calmar sus
furores sin conseguido.
A partir de entonces, inconscientemente, huyó cuanto
pudo de Madrid y comenzó a desarrollar esa especie
de vida paralela que tanto afeaba antes en los mayores de
la Obra. Partía en viaje siempre que podía e
inventaba constantemente nuevas salidas. La convivencia en
las casas de la Obra era cada vez más superficial.
Cuando se tocaba en la tertulia algún tema conflictivo,
el director interrumpía la conversación y se
ponía la tele. Más tarde, Antonio reflexionó
sobre el curioso papel que la tele vino a desempeñar
en las casas de la Obra. Cuando llegaron los primeros aparatos
a las casas de los mayores, se recibieron a la vez notas de
Roma reglamentando su uso. El consejo local de cada casa debía
determinar semanalmente los programas que se verían,
ejercitando una cierta censura y evitando que la tele perjudicara
el primordial carácter apostólico de las tertulias
o el descanso nocturno. Bien pronto la presión de los
programas de noche trasladó el rezo del rosario desde
después de la tertulia de la cena a después
de la del almuerzo y se interfirió también en
el examen de conciencia colectivo que cerraba el día.
Poco a poco, como en tantas familias, la tele significó
en las casas de la Obra el procedimiento para evitar conflictos
y polémicas durante las tertulias, hasta que llegó
un momento en que ya no se hablaba, sólo se veía
la televisión. El cansancio de la jornada era una explicación;
la prohibición formal de ir a espectáculos públicos,
otra; pero, a medida que pasaba el tiempo, Antonio se encontró
cómodo con ese arreglo, aunque el precio fuese tener
cada vez menos cosas en común con los habitantes de
Villanueva y forjarse su propio mundo de relaciones, amigos
e intereses. Posiblemente, el único lazo que le mantenía
fuertemente vinculado a la Obra fuese su responsabilidad en
el apostolado entre los casados, donde ejercía su personal
modo de impartir consejos y consuelos y donde recibía
las correspondientes gratificaciones psicológicas.
En ese grupo, en ese ambiente, él era la Obra, se le
escuchaba con respeto y nadie interfería especialmente
en su misión. Además, los superiores se habían
dado cuenta, según le había confesado una vez
un miembro de la Comisión, de que la labor de San Gabriel
era el único asidero que contaban en la Obra muchos
numerarios mayores y de que tal encargo beneficiaba a veces
más a la vocación del numerario, dándole
una razón de proseguir, que a los destinatarios de
ella.
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