LOS HIJOS DEL PADRE
Novela de Alberto Moncada
CAPITULO IV
LOS INSOMNIOS DE ANTONIO (1958-1967) (Segunda parte)
La duplicidad de la vida de Antonio se inició de esa
manera. Por una parte, se aferraba a la labor entre los casados,
a la que estaba especialmente vinculada su vida de piedad.
Por otra, trataba de encerrarse en su mundo de los negocios,
viajes y amigos, para evitar los conflictos que suscitaba
la falta de definición de la Obra. De vez en cuando,
sin embargo, no podía evitar el enfrentarse con ellos,
y entonces escribía largos documentos que entregaba
a los superiores sin recibir de nadie la menor respuesta.
Para colmo, desde que se había celebrado el Concilio
Vaticano, descubrió en los superiores una extraña
ambivalencia respecto a las novedades que aquél había
introducido en la Iglesia. Al principio de su vocación,
se había sentido orgulloso de la modernidad de la Obra
frente a lo que él entendía como arcaico en
otras organizaciones eclesiásticas. Pero cuando el
Concilio empezó a publicar documentos, comprobó
que la Obra rechazaba algunos de ellos. Y en un viaje de negocios
a Milán tuvo la impresión de que entre los miembros
de la Obra se respiraba un cierto recelo contra el papa Montini,
sobre todo después que éste había solicitado
al gobierno español clemencia en relación al
caso Grimau. Le habían dicho allí que el Padre
había criticado ásperamente aquella jugada antiespañola
del entonces arzobispo de Milán, que, para colmo, no
había dado demasiadas facilidades para la labor apostólica
de la Obra en su diócesis.
Tal y como lo veía Antonio, parecía producirse
un cierto criticismo corporativo de la Obra respecto a la
nueva actitud de la Iglesia, y eso se reflejaba en las docenas
de documentos que mandaba el Padre acerca de la liturgia,
los libros que se debían evitar, la actitud respecto
a la libertad religiosa, etc.
Por todo eso, Antonio se encontraba cada vez más incómodo
en la Obra, mientras paralelamente maduraban sus otras experiencias
de la vida y se abría a ilusiones distintas.
El tema de la mujer y el hogar propio perturbaban cada vez
con mayor frecuencia su imaginación. Su hermana Pilar
se había casado con un ingeniero industrial, y Elena
Cuadrado había recibido con gran júbilo al primer
nieto. De vez en cuando, Antonio pasaba algunos ratos en la
casa de sus padres y se sumergía en ese clima de felicidad
pequeña pero reconfortante, que rodeaba los pequeños
sucesos de la vida hogareña y que él se había
negado.
A veces se descubría a él mismo envidiando
a su padre y a su cuñado por todos aquellos pequeños
detalles que sus mujeres les ofrecían constantemente
y asistía con cierto regocijo a las triviales peleas
caseras y a los reproches femeninos contra el abuso de los
hombres y el machismo español. Se daba cuenta de que
su padre y su cuñado, al precio de algunas libertades,
más hipotéticas que reales, habían conseguido
un entorno afectivo del que él carecía y de
que aquellos sueños abracadabrantes de sus primeros
años en el Opus Dei estaban siendo troceado s por los
conflictos permanentes que su vocación le planteaba.
-¿Te pasa algo, Antonio? -le preguntó un día
su padre-. Últimamente te noto más nervioso.
Fumas constantemente y parece como si no pudieras parar quieto
en ningún sitio.
La gramática parda con que don Leoncio andaba por
la vida a sus cerca de setenta años le había
enseñado a no interferir demasiado en la vida de los
demás, y aquel asunto de la vocación de Antonio,
que nunca había logrado entender del todo, se le empezaba
a presentar como conflictivo a juzgar por tantas cosas como
oía por la calle. La madurez comercial de Antonio era
indudable. Había contribuido, con su capacidad, su
juventud y sus nuevos contactos a través del Opus,
a expandir los negocios familiares y hacerlos entrar en niveles
de superior categoría. Pero aquella soltería
sin apartarse del mundo y aquel runrún de las mescolanzas
político-religiosas del Opus eran aspectos menos positivos.
-Estoy bien, papá. Sólo que me meto en muchos
tinglados a la vez y no descanso suficientemente.
Antonio evadía la confrontación con su padre
y con su madre porque estaba seguro de que no iban a entender
su conflicto interior y porque no le parecía honrado,
pese a todo, "lavar los trapos sucios fuera de casa",
como se decía en la Obra y sin embargo, sentía
una imperiosa necesidad de desahogarse con alguien que fuera
neutral en el asunto, que no tuviera, como sus superiores,
la obligación de ayudarle a seguir, que fuera capaz
de darle un consejo en su solo beneficio personal.
Sin buscarla, se le presentó la ocasión. En
un viaje a Alemania, precisamente para deshacer el tinglado
de la financiación comercial de los apostolados, que
se había montado durante la primera etapa de Hispamun,
le ocurrió un incidente. Había pasado dos enojosos
días en la residencia del Opus de Colonia, tratando
de aclarar cómo se podría recuperar el dinero
prestado desde España. La Obra de Colonia se había
comprometido en una sociedad con un comerciante local y no
le había ido demasiado bien. El dinero que los compañeros
de España le habían prestado para arrancar había
terminado por invertirse en cuestiones particulares de la
Obra, en el pago del plazo de la residencia de estudiantes,
etc. Antonio no sabía cómo arrancarles una promesa
clara de devolución, ahora que resultaba más
necesaria la clarificación contable de Hispamun. El
asunto se había complicado porque los dos numerarios
que iniciaron allí los negocios habían abandonado
la Obra.
Una tarde en que el consiliario de Alemania le había
dicho una estupidez de mayor dimensión con respecto
a esos asuntos económicos, Antonio se fue a dar una
vuelta por el centro de la ciudad, tratando de calmar su enfado.
Pero cuanto más trataba de calmarse, más encolerizado
se sentía interiormente. Su andar sin rumbo fijo le
llevó a un bar de los alrededores de la estación
del ferrocarril, donde se sentó y pidió una
cerveza. Cuando quiso apercibirse de dónde estaba,
se encontró en un ambiente de típica negociación
carnal, con varias notorias prostitutas encandilando a otros
tantos clientes. El impacto de la escena y la excitación
consiguiente barrió de su mente la preocupación
y experimentó un frenético deseo de satisfacer
sus instintos para compensar aquel bulle-bulle de sus imaginativos
conflictos.
Todo ocurrió muy deprisa. Una rubia alemana se le
colgó del brazo, le soltó cuatro frases en inglés
y lo llevó a una casa, situada a la vuelta de la esquina.
La explosión del orgasmo, precedido por esa fusión
carnal rompedora de la tensión intelectual, le dejó
exhausto, pero absolutamente tranquilo. Tanto que cayó
en un profundo sueño, del que se despertó tres
horas después sin que nadie le molestara. Volvió
a toda prisa a la residencia y se metió en la cama.
Al ser despertado, como todos, para acudir a la oración
matutina y a la misa, dio media vuelta y siguió durmiendo.
Se levantó cuando los demás ya estaban desayunando,
pretextando que no se sentía muy bien, y se marchó
a la calle. El mecanismo del comienzo del día en las
residencias de la Obra, con el forzado inicio de una hora
larga en el oratorio, le ponía en una amarga situación
psicológica. Desde que su cuerpo le presentaba factura
por aquellos conflictos intelectuales, le pasaba lo mismo
que a otros de la Obra, cuyas intimidades le había
tocado escuchar alguna vez. La noche, en vez de ser un sosiego,
significaba un mal trago, porque el insomnio mental despertaba
las apetencias sensitivas, y la imaginación se le llenaba
de figuraciones carnales que afloraban al relajarse la represión
diurna. Una tras otra, figuras de mujer, residuos de pasadas
memorias o de furtivas miradas presentes, se le metían
en la cama. El cuerpo se le retorcía buscando la eyaculación
y, cuando ésta se producía y entraba en calma,
le venían las dudas y las angustias acerca de si había
o no consentido y si debía por tanto confesarse por
la mañana antes de comulgar. Los sacerdotes de la Obra
estaban muy acostumbrados a esas visitas furtivas de sus hermanos
antes de la misa, y, en la experiencia de Antonio, no daban
mucha importancia al asunto. Pero una cosa era eso, y otra
la confesión de una real fornicación. No se
sentía con ganas de arrodillarse frente a ningún
cura de la residencia de Colonia, entre otras cosas porque
la mayoría de ellos habían participado, como
superiores de la Obra, en las discusiones de los temas económicos.
No obstante, ansiaba limpiarse de su mala conciencia.
Se dirigió, pues, a la catedral de Colonia, donde
había visto un confesionario con el cartel: "Se
habla español". Al entrar, vio a un cura sentado
en él leyendo un libro a la luz de una pequeña
bombilla. Se arrodilló y le contó su incidente.
De acuerdo con las reglas, tenía que referirse a su
voto de castidad, que agravaba el pecado y, bien pronto, después
del mal trago, se encontró hablando del Opus Dei.
El cura era un franciscano español, cercano ya a los
sesenta años, que se había enro1ado en la emigración
clerical que siguió a la emigración laboral
a Alemania. Llevaba ya cinco años viviendo en Colonia.
Le contó a Antonio los sinsabores y las tragedias de
aquellas familias, sus traumas y el olvido en que vivían
por parte de las autoridades españolas. La gente del
P.C. y otros grupos políticos que alentaban la rebelión
obrera le habían contado problemas de España
a la luz de su particular sentido crítico. No podía
entender cómo los de la Obra habían contribuido
a fabricar un modelo de desarrollo tan material y tan carente
de sentido social.
-Cuando fui por primera vez a Roma -le contó a Antonio-,
conocí al padre Escrivá y me pareció
hombre espiritual. ¿Cómo consiente él
esa connivencia vuestra con un capitalismo tan despiadado?
Antonio se sintió obligado a hacer una defensa de
la liberalidad profesional de los miembros de la Obra y, enzarzados
en la discusión, dejaron el confesonario y se sentaron
en un café cercano.
-Mire usted -le dijo el fraile -, yo siento una antipatía
instintiva por todas las connivencias Iglesia-Estado, que
tan difícil hacen separar el trigo de la paja en la
sinceridad religiosa. Después de nuestra guerra, yo
tuve, como párroco, que repartir recomendaciones e
influencias, incluso los beneficios de Auxilio social, sobre
la base de aquella mezcla de ortodoxia religiosa y lealtad
patriótica que se montó. Y en la medida en que
dejaba de creer en aquel guiso, me volvía más
enemigo de la dichosa confesionalidad del Estado. Luego, durante
mi estancia en Roma, estuve a punto de colgar los hábitos
por tanta hipocresía como descubrí en el asunto
de la democracia cristiana. Pero me refugié en mi sencilla
espiritualidad franciscana. Creo que lo único que me
mantiene en la organización eclesiástica es
el hecho de que me permitan esta tarea de consuelo al menesteroso
y este mantenimiento de una fe sencilla entre los que se acercan
a mi tenderete. Y a fuerza de hacerla sencilla, he terminado
yo mismo por simplificar mis propias creencias. ¿Cree
usted, por ejemplo, que los curas podemos dedicarnos a asustar
a la gente con los asuntos de la bragueta, cuando, probablemente,
lo único que les queda a estos obreros son las satisfacciones
corporales y afectivas? A veces pienso que, desde Trento,
la teología católica ha elaborado toda su praxis
del sexto mandamiento para que los católicos no piensen
en otra cosa y no tengan otros conflictos éticos. Y
mientras tanto, la clase dominante sigue en su machito.
-Un poco marxista, le veo, padre- comentó relajado
y jocoso Antonio.
-Yo no sé si los marxistas españoles que me
rodean me han llevado a pensar así. Pero cada vez que
me cuentan los tinglados de España y de su modernización,
a base de recibir turistas y echar para acá a tanto
español que no encuentra lugar en su país, menos
ganas me dan de volver y más me asusta esa nueva clericalización
de los asuntos políticos que vosotros, y perdona, representáis.
Antonio volvió a Madrid con el propósito firme
de esclarecer su situación. En la primera confidencia,
comentó con el director de Villanueva su estado de
ánimo, incluyendo aquel incidente en Colonia y aquellas
apetencias de hogar propio que se le habían despertado.
Por supuesto, hizo especial hincapié en su desencanto
respecto a las realidades de la penetración de la Obra
en la sociedad y por primera vez incluyó en su relato
aquel reproche de legitimación del modelo capitalista
español que el franciscano le atribuía.
El director, después de hacer referencia al juicio
más elevado de los superiores, centró sus consejos
en la conocida teoría del paso del tiempo.
-Como sabes, Antonio, el Padre nos ha explicado que, cuando
la gente se acerca a los cuarenta años, pierde la ilusión
de lo que hace, se aburre; y los solteros se quieren casar,
y los casados, liberarse del yugo. Tú vas empezando
a apurar tu treintena y pienso que se cumple en ti, como en
otros, esa predicción.
Antonio no quiso llevarle la contraria, y anduvo unos días
cabizbajo y derrotado. Pero algún tiempo después,
su cargo relativo a la universidad de Navarra le proporcionó
ciertos momentos de excitación y añadió
también leña al fuego de su particular conciencia.
Las actividades de la universidad demandaban cada vez más
dinero. El Padre, a través de los miembros de la Obra
que formaban parte del gobierno, presionaba para que el estado
español se hiciese cargo de una mayor proporción
en la financiación del centro. No obstante, había
suficientes políticos en contra para bloquear tal ampliación
de la ayuda. Antonio sabía que no se planteaban problemas
en las inversiones de capital, porque los compañeros
que dirigían entidades financieras oficiales otorgaban
generosos préstamos para construir. El problema estribaba
en los gastos de sostenimiento, especialmente de la ya copiosa
nómina de personal. Una tarde fue citado a Diego de
León. César Ortiz, Alejandro Cantero y Rafael
Caamaño, tres de los directivos de la Comisión
regional de la Obra, le explicaron, junto a otros como él,
que se había trazado un plan de reforzamiento para
la red de Amigos de la universidad, basado esta vez en encontrar
personas o instituciones que se comprometieran a aportaciones
anuales sustanciosas, de cincuenta mil pesetas para arriba.
La estrategia diseñada consistía en concentrar
el esfuerzo durante un par de semanas de todos los efectivos
de la Obra y en que no se pensara en otra cosa durante tal
período. Todo estaba muy estudiado. El administrador
de la universidad pasaría unos días en cada
ciudad importante, y los superiores locales recibirían
instrucciones para apoyarlo especialmente.
Los miembros de la Comisión llevarían directamente
el asunto en Madrid, y Antonio quedaba asignado para esa tarea.
Se centralizó un plan en la oficina de la Asociación
de la calle Vitrubio, en cuyos bajos se contaba con amplios
salones.
Durante cinco días Antonio apenas dedicó la
menor atención a sus actividades comerciales. Explicó
a su padre el asunto y le hizo firmar uno de aquellos compromisos.
Don Leoncio, que por entonces era ya cooperador de la Obra,
accedió gustosamente y vio con buenos ojos rebrotar
la ilusión en el comportamiento de su hijo.
Tarde tras tarde, los locales de Vitrubio hervían
con la llegada de noticias. El plan se desencadenaba por la
mañana. Cada persona requerida se presentaba allí
unos minutos antes de ir al trabajo y explicaba su meta del
día. Se consultaban listas para ver quién podía
ayudar y el interesado, despedido con palabras de ánimo,
se iba a la calle. Por la tarde volvía y daba cuenta
de su gestión. Por Vitrubio pasaron todos los hombres
de la Obra de Madrid con cierta importancia política
o económica. Antonio quedó impresionado ante
la docilidad de tantas personas importantes, que, como niños,
venían luego a ser felicitadas por el éxito.
En aquel tiempo había bastante gente de la Obra en
altos cargos, y los López Bravo, los García
Moncó, los Mortes y los Espinosa rivalizaban en el
empeño. Algunos contaban anécdotas sobre la
operación y, al finalizar aquellos días más
de doscientas personas e instituciones se habían comprometido
a sostener la universidad de Navarra.
El Padre mandó bendiciones especiales de Roma para
los interesados y, el último día, los directivos
de la Comisión celebraron el triunfo. Antonio participó
de aquellas mieles y de aquella sensación del éxito
colectivo, pero .dos semanas después, don Manuel, el
director de su banco y amigo de toda la vida de su padre,
vino a tomar café en la casa de los Cuadrado. En ella
se encontraron.
-¡Hombre, Antonio! -le dijo-. No se habla de otra cosa
en todo Madrid. Mis muchachos dicen que así ya se puede
pedir, soltándonos ministros e inspectores de Hacienda
para hacer la colecta. Desde luego, no tenéis miedo
a nada.
Antonio le explicó la importancia de la universidad
y el papel que desempeñaría en la creación
de una élite dirigente responsable, y se marchó.
Se marchó indignado, arguyéndose a sí
mismo que cada nuevo episodio de su madurez en la Obra se
convertía en conflictivo en cuanto oía dos versiones
contradictorias del mismo. La ilusión y el entusiasmo
de aquellos días se habían enfriado por cuatro
palabras de un modesto funcionario de Banca. A medida que
conocía en ambientes distintos a los estrictamente
apostólicos, veía las cosas de la Obra con menos
seguridad y, pese a que trataba de arroparse en la simplicidad
de las argumentaciones de los superiores, no podía
dejar de reconocer la importancia de las críticas.
Eran dos mundos distintos. En uno buscaba esa seguridad psicológica
que da el pertenecer a un grupo homogéneo, compacto,
motivado, solidario. En el otro, la calle, el resto de la
gente con la que trataba, perdía esa seguridad, aunque
encontraba otros puntos de vista, otros modos de ver la vida
y, sobre todo, una especial crispación, que se había
acostumbrado a detectar, contra el creciente poder de la Obra
y su utilización discriminada en beneficio de las aventuras
diseñadas por el Padre.
Porque ahí estaba el quid del asunto. En la sociedad
española, con su peculiar entramado de intereses dominantes,
los objetivos que el Padre fijaba significaban, a la corta
o a la larga, una incorporación de las personas y las
instituciones de la Obra a las reglas de juego del poder.
Antonio, que había respirado el mundo mercantil desde
muy niño y que, desde la Obra había soñado
en ponerlo al servicio de la fe, se daba cuenta cada vez más
rápidamente, no sólo de que aquél era
un planteamiento pueril, sino sobre todo de que la espiritualidad
de la Obra, sus metas, se deterioraban y envilecían
hasta llegar a esa doble verdad, a esa hipocresía en
que se había convertido su propia vida y de nada le
servía ya esgrimirse a sí mismo el argumento
de la vida de piedad y sacrificio que llevaban tantos. Porque
comprobaba que había otras maneras de entender la fe
y la religión que no pasaban por ese despliegue de
influencias y solidaridades en que la Obra se había
convertido. Cuanto más pedía luz a los superiores,
más rehuían éstos las respuestas coherentes
y, al final, como solución de sus dudas, le remitían
al carisma del Padre. Una vez, encerrado en una habitación
de Villanueva con don Francisco, el cura, discutió
el asunto a fondo.
Don Francisco, uno de los primeros, había cobrado
fama de hombre comprensivo, y a su confesionario acudían
hombres y mujeres de la Obra con sus problemas de vocación.
Al principio, los superiores no habían visto bien ese
papel antijerárquico de don Francisco, ya que sostenían
que todos los conflictos debían resolverse por la vía
ordinaria, pero se habían resignado a aceptar el hecho,
tanto más cuanto que algunos numerarios habían
continuado en la Obra por los buenos oficios del cura, con
el cual mantenían contacto incluso algunos de los que
se habían marchado. Sus argumentos se basaban en la
fe y la solidaridad primarias. Apelaba a los resortes psicológicos
más elementales, y una y otra vez hacía ver
a sus interlocutores que, a pesar de todo, permanecer en la
Obra era mucho más confortable y sobrenatural que plantearse
el dejarla.
-Pero, don Francisco, algo ha cambiado tanto en la Obra como
en mí. Aquellas ilusiones de santidad, vida interior
y entrega se han convertido en un entramado de gestiones,
influencias e instituciones que se supone deben conducir a
la difusión del espíritu de la Obra, pero que
con frecuencia se enredan en sí mismas. Y en cuanto
a mí, cuanto más participo del mundo exterior,
más pueril me parece ese criterio de usar e! poder
del dinero y la política para conseguir adhesiones
a la fe. Y para colmo, esa especie de secreto idiota que consiste
en decir que no nos ayudamos o no hacemos las cosas en equipo,
cuando al observador menos perspicaz nuestras actitudes le
parecen nacidos de una jerarquía y una solidaridad
superlativas... Cada vez con más frecuencia, los superiores
me dicen que escriba notas y que ellos las transmitirán
a Roma. Llevo tres años haciéndolo, y hasta
ahora no he recibido la más mínima respuesta.
¿Usted cree que el Padre es consciente de todo lo que
está pasando en la Obra aquí?
-Con toda sinceridad, Antonio, yo tampoco lo sé. Yo
tengo una vivencia del Padre muy personal, que se remonta
a mi juventud, y a ella hago mi apuesta. Es posible que el
Padre dé ahora más libertad a los superiores
regionales, después de haber trazado las líneas
maestras de acción, y que no se entere de esos conflictos.
Al menos eso es lo que a mí me gustaría creer.
-¡Pero eso es ridículo, don Francisco! ¿Cómo
no se iba a prever que al entrar corporativamente en el mundo
de la política y los negocios, no ocurriría
lo que está ocurriendo? Estoy ya harto de mentir cuando
me preguntan, y sobre todo de mentirme a mí mismo.
Y para colmo, al haber dejado de ser nuestras casas santuarios
de vida interior y focos de apostolado, y convertirse en una
especie de pensiones para señoritos ricos y caprichosos,
estoy empezando a envidiar a mis hermanos y a mis amigos,
sus hogares y sus afectos femeninos. Aparte el tema de la
carne, que se ha convertido en evasión natural de mis
zozobras.
-No irás a decirme -arguyó cariñosamente
don Francisco- que a estas alturas no estás enterado
de lo problemático que es el matrimonio y de lo cortos
que resultan los consuelos de esa naturaleza. Por lo menos,
nosotros nos hemos librado de esas tensiones entre hombre
y mujer que son el caldo de cultivo de mi oficio de confesor.
-De acuerdo, de acuerdo. Pero en esta soledad psicológica
en que me encuentro, sin más recurso que una piedad
cada vez más difícil de aislar del barullo,
la tendencia a salir de esta zozobra del cuerpo y del espíritu
me llevan a apetecer constantemente el calor femenino y esa
radical seguridad que hay en el pacto matrimonial y familiar
que, con todos sus inconvenientes, no me negará usted
que lleva funcionando siglos como fórmula primaria
de convivencia humana.
-Antonio, no sé qué decirte. Yo también
encuentro cada vez más difícil acercarme a los
superiores, liadísimos en sus gestiones y que no parecen
tener tiempo, como tengo yo, para discutir estas cosas. Pero
mi fe en el Padre es tan primordial en mi vida que confío
en que él arreglará todo esto. Además,
a mis años, me siento realizado en mi labor, en mi
confesionario, en mis dirigidos, en mi sencillez interior,
en la devoción a la Virgen. Comprendo que no te pueda
servir esta receta, aunque sí te invito a no dar pasos
definitivos, que luego lamentes. La vida es muy complicada,
Antonio, y en la Obra encontramos por lo menos la seguridad,
algunos apoyos firmes y, lo quieras o no, bastantes lazos
de afecto y amistad con personas que, con todos sus defecto,
tratan de portarse bien y dar gloria a Dios.
-¡Pero ése es un panorama absolutamente negativo,
don Francisco! Casi me está invitando a que coja carrerilla
hacia la muerte, a que sofoque lo mejor de mi capacidad intelectual
y me sumerja en una especie de sopor pasivo. Me horroriza
la idea de envejecer en este contexto. Cada día nos
convertimos en solterones más caprichosos e insoportables.
Nuestras casas serán asilos de ancianos célibes.
Todo eso crispa mi instinto de vivir, de plantearme las cosas
racionalmente. No soporto esta pelea, y sobre todo no soporto
que mi vida sea manipulada por una sucesión de decisiones
contradictorias en las que sólo se me pide una adhesión
emocional, de fe ciega. Por lo menos mi padre envejece rodeado
del cariño y las atenciones de su mujer y sus hijos,
con la sensación de haber dado a su familia y a sus
empleados un futuro mejor, con la conciencia de haber mantenido
una coherencia dentro del modelo de comportamiento que le
enseñaron desde niño. Yo me siento cada día
más inseguro y, lo que es peor, mi visión de
la Obra como familia, como raíz de mi vida, se deteriora
a toda velocidad, a fuerza de recibir instrucciones carente
s de sentido y de dialogar con unos superiores cada vez menos
sensibles y más encerrados en sí mismos. Estoy
perdiendo la salud a chorros, duermo mal, tengo constantemente
taquicardias y palpitaciones. ¡Don Francisco, esto no
hay quien lo aguante!
-¡Ten por seguro que te encomendaré, Antonio,
y que rezaré para que Dios te ilumine!
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