Gracias a Dios, ¡nos fuimos!
Opus Dei: ¿un CAMINO a ninguna parte?

Los hijos del Padre
Los hijos del Padre
Autor: Alberto Moncada
Índice del libro
1. Playa de Gandía
2. Los insomnios de Antonio
(1948-1953)
3. El diario de Mariano
(1953-1958)
4. Los insomnios de Antonio (1958-1967)
5. El diario de Mariano
(1967-1969)
6. La huída
7. Playa de Gandía
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LOS HIJOS DEL PADRE
Novela de Alberto Moncada

CAPITULO IV
LOS INSOMNIOS DE ANTONIO (1958-1967) (Segunda parte)

La duplicidad de la vida de Antonio se inició de esa manera. Por una parte, se aferraba a la labor entre los casados, a la que estaba especialmente vinculada su vida de piedad. Por otra, trataba de encerrarse en su mundo de los negocios, viajes y amigos, para evitar los conflictos que suscitaba la falta de definición de la Obra. De vez en cuando, sin embargo, no podía evitar el enfrentarse con ellos, y entonces escribía largos documentos que entregaba a los superiores sin recibir de nadie la menor respuesta.

Para colmo, desde que se había celebrado el Concilio Vaticano, descubrió en los superiores una extraña ambivalencia respecto a las novedades que aquél había introducido en la Iglesia. Al principio de su vocación, se había sentido orgulloso de la modernidad de la Obra frente a lo que él entendía como arcaico en otras organizaciones eclesiásticas. Pero cuando el Concilio empezó a publicar documentos, comprobó que la Obra rechazaba algunos de ellos. Y en un viaje de negocios a Milán tuvo la impresión de que entre los miembros de la Obra se respiraba un cierto recelo contra el papa Montini, sobre todo después que éste había solicitado al gobierno español clemencia en relación al caso Grimau. Le habían dicho allí que el Padre había criticado ásperamente aquella jugada antiespañola del entonces arzobispo de Milán, que, para colmo, no había dado demasiadas facilidades para la labor apostólica de la Obra en su diócesis.

Tal y como lo veía Antonio, parecía producirse un cierto criticismo corporativo de la Obra respecto a la nueva actitud de la Iglesia, y eso se reflejaba en las docenas de documentos que mandaba el Padre acerca de la liturgia, los libros que se debían evitar, la actitud respecto a la libertad religiosa, etc.

Por todo eso, Antonio se encontraba cada vez más incómodo en la Obra, mientras paralelamente maduraban sus otras experiencias de la vida y se abría a ilusiones distintas.

El tema de la mujer y el hogar propio perturbaban cada vez con mayor frecuencia su imaginación. Su hermana Pilar se había casado con un ingeniero industrial, y Elena Cuadrado había recibido con gran júbilo al primer nieto. De vez en cuando, Antonio pasaba algunos ratos en la casa de sus padres y se sumergía en ese clima de felicidad pequeña pero reconfortante, que rodeaba los pequeños sucesos de la vida hogareña y que él se había negado.

A veces se descubría a él mismo envidiando a su padre y a su cuñado por todos aquellos pequeños detalles que sus mujeres les ofrecían constantemente y asistía con cierto regocijo a las triviales peleas caseras y a los reproches femeninos contra el abuso de los hombres y el machismo español. Se daba cuenta de que su padre y su cuñado, al precio de algunas libertades, más hipotéticas que reales, habían conseguido un entorno afectivo del que él carecía y de que aquellos sueños abracadabrantes de sus primeros años en el Opus Dei estaban siendo troceado s por los conflictos permanentes que su vocación le planteaba.

-¿Te pasa algo, Antonio? -le preguntó un día su padre-. Últimamente te noto más nervioso. Fumas constantemente y parece como si no pudieras parar quieto en ningún sitio.

La gramática parda con que don Leoncio andaba por la vida a sus cerca de setenta años le había enseñado a no interferir demasiado en la vida de los demás, y aquel asunto de la vocación de Antonio, que nunca había logrado entender del todo, se le empezaba a presentar como conflictivo a juzgar por tantas cosas como oía por la calle. La madurez comercial de Antonio era indudable. Había contribuido, con su capacidad, su juventud y sus nuevos contactos a través del Opus, a expandir los negocios familiares y hacerlos entrar en niveles de superior categoría. Pero aquella soltería sin apartarse del mundo y aquel runrún de las mescolanzas político-religiosas del Opus eran aspectos menos positivos.

-Estoy bien, papá. Sólo que me meto en muchos tinglados a la vez y no descanso suficientemente.

Antonio evadía la confrontación con su padre y con su madre porque estaba seguro de que no iban a entender su conflicto interior y porque no le parecía honrado, pese a todo, "lavar los trapos sucios fuera de casa", como se decía en la Obra y sin embargo, sentía una imperiosa necesidad de desahogarse con alguien que fuera neutral en el asunto, que no tuviera, como sus superiores, la obligación de ayudarle a seguir, que fuera capaz de darle un consejo en su solo beneficio personal.

Sin buscarla, se le presentó la ocasión. En un viaje a Alemania, precisamente para deshacer el tinglado de la financiación comercial de los apostolados, que se había montado durante la primera etapa de Hispamun, le ocurrió un incidente. Había pasado dos enojosos días en la residencia del Opus de Colonia, tratando de aclarar cómo se podría recuperar el dinero prestado desde España. La Obra de Colonia se había comprometido en una sociedad con un comerciante local y no le había ido demasiado bien. El dinero que los compañeros de España le habían prestado para arrancar había terminado por invertirse en cuestiones particulares de la Obra, en el pago del plazo de la residencia de estudiantes, etc. Antonio no sabía cómo arrancarles una promesa clara de devolución, ahora que resultaba más necesaria la clarificación contable de Hispamun. El asunto se había complicado porque los dos numerarios que iniciaron allí los negocios habían abandonado la Obra.

Una tarde en que el consiliario de Alemania le había dicho una estupidez de mayor dimensión con respecto a esos asuntos económicos, Antonio se fue a dar una vuelta por el centro de la ciudad, tratando de calmar su enfado. Pero cuanto más trataba de calmarse, más encolerizado se sentía interiormente. Su andar sin rumbo fijo le llevó a un bar de los alrededores de la estación del ferrocarril, donde se sentó y pidió una cerveza. Cuando quiso apercibirse de dónde estaba, se encontró en un ambiente de típica negociación carnal, con varias notorias prostitutas encandilando a otros tantos clientes. El impacto de la escena y la excitación consiguiente barrió de su mente la preocupación y experimentó un frenético deseo de satisfacer sus instintos para compensar aquel bulle-bulle de sus imaginativos conflictos.

Todo ocurrió muy deprisa. Una rubia alemana se le colgó del brazo, le soltó cuatro frases en inglés y lo llevó a una casa, situada a la vuelta de la esquina. La explosión del orgasmo, precedido por esa fusión carnal rompedora de la tensión intelectual, le dejó exhausto, pero absolutamente tranquilo. Tanto que cayó en un profundo sueño, del que se despertó tres horas después sin que nadie le molestara. Volvió a toda prisa a la residencia y se metió en la cama. Al ser despertado, como todos, para acudir a la oración matutina y a la misa, dio media vuelta y siguió durmiendo. Se levantó cuando los demás ya estaban desayunando, pretextando que no se sentía muy bien, y se marchó a la calle. El mecanismo del comienzo del día en las residencias de la Obra, con el forzado inicio de una hora larga en el oratorio, le ponía en una amarga situación psicológica. Desde que su cuerpo le presentaba factura por aquellos conflictos intelectuales, le pasaba lo mismo que a otros de la Obra, cuyas intimidades le había tocado escuchar alguna vez. La noche, en vez de ser un sosiego, significaba un mal trago, porque el insomnio mental despertaba las apetencias sensitivas, y la imaginación se le llenaba de figuraciones carnales que afloraban al relajarse la represión diurna. Una tras otra, figuras de mujer, residuos de pasadas memorias o de furtivas miradas presentes, se le metían en la cama. El cuerpo se le retorcía buscando la eyaculación y, cuando ésta se producía y entraba en calma, le venían las dudas y las angustias acerca de si había o no consentido y si debía por tanto confesarse por la mañana antes de comulgar. Los sacerdotes de la Obra estaban muy acostumbrados a esas visitas furtivas de sus hermanos antes de la misa, y, en la experiencia de Antonio, no daban mucha importancia al asunto. Pero una cosa era eso, y otra la confesión de una real fornicación. No se sentía con ganas de arrodillarse frente a ningún cura de la residencia de Colonia, entre otras cosas porque la mayoría de ellos habían participado, como superiores de la Obra, en las discusiones de los temas económicos. No obstante, ansiaba limpiarse de su mala conciencia.

Se dirigió, pues, a la catedral de Colonia, donde había visto un confesionario con el cartel: "Se habla español". Al entrar, vio a un cura sentado en él leyendo un libro a la luz de una pequeña bombilla. Se arrodilló y le contó su incidente. De acuerdo con las reglas, tenía que referirse a su voto de castidad, que agravaba el pecado y, bien pronto, después del mal trago, se encontró hablando del Opus Dei.

El cura era un franciscano español, cercano ya a los sesenta años, que se había enro1ado en la emigración clerical que siguió a la emigración laboral a Alemania. Llevaba ya cinco años viviendo en Colonia. Le contó a Antonio los sinsabores y las tragedias de aquellas familias, sus traumas y el olvido en que vivían por parte de las autoridades españolas. La gente del P.C. y otros grupos políticos que alentaban la rebelión obrera le habían contado problemas de España a la luz de su particular sentido crítico. No podía entender cómo los de la Obra habían contribuido a fabricar un modelo de desarrollo tan material y tan carente de sentido social.

-Cuando fui por primera vez a Roma -le contó a Antonio-, conocí al padre Escrivá y me pareció hombre espiritual. ¿Cómo consiente él esa connivencia vuestra con un capitalismo tan despiadado?

Antonio se sintió obligado a hacer una defensa de la liberalidad profesional de los miembros de la Obra y, enzarzados en la discusión, dejaron el confesonario y se sentaron en un café cercano.

-Mire usted -le dijo el fraile -, yo siento una antipatía instintiva por todas las connivencias Iglesia-Estado, que tan difícil hacen separar el trigo de la paja en la sinceridad religiosa. Después de nuestra guerra, yo tuve, como párroco, que repartir recomendaciones e influencias, incluso los beneficios de Auxilio social, sobre la base de aquella mezcla de ortodoxia religiosa y lealtad patriótica que se montó. Y en la medida en que dejaba de creer en aquel guiso, me volvía más enemigo de la dichosa confesionalidad del Estado. Luego, durante mi estancia en Roma, estuve a punto de colgar los hábitos por tanta hipocresía como descubrí en el asunto de la democracia cristiana. Pero me refugié en mi sencilla espiritualidad franciscana. Creo que lo único que me mantiene en la organización eclesiástica es el hecho de que me permitan esta tarea de consuelo al menesteroso y este mantenimiento de una fe sencilla entre los que se acercan a mi tenderete. Y a fuerza de hacerla sencilla, he terminado yo mismo por simplificar mis propias creencias. ¿Cree usted, por ejemplo, que los curas podemos dedicarnos a asustar a la gente con los asuntos de la bragueta, cuando, probablemente, lo único que les queda a estos obreros son las satisfacciones corporales y afectivas? A veces pienso que, desde Trento, la teología católica ha elaborado toda su praxis del sexto mandamiento para que los católicos no piensen en otra cosa y no tengan otros conflictos éticos. Y mientras tanto, la clase dominante sigue en su machito.

-Un poco marxista, le veo, padre- comentó relajado y jocoso Antonio.

-Yo no sé si los marxistas españoles que me rodean me han llevado a pensar así. Pero cada vez que me cuentan los tinglados de España y de su modernización, a base de recibir turistas y echar para acá a tanto español que no encuentra lugar en su país, menos ganas me dan de volver y más me asusta esa nueva clericalización de los asuntos políticos que vosotros, y perdona, representáis.

Antonio volvió a Madrid con el propósito firme de esclarecer su situación. En la primera confidencia, comentó con el director de Villanueva su estado de ánimo, incluyendo aquel incidente en Colonia y aquellas apetencias de hogar propio que se le habían despertado. Por supuesto, hizo especial hincapié en su desencanto respecto a las realidades de la penetración de la Obra en la sociedad y por primera vez incluyó en su relato aquel reproche de legitimación del modelo capitalista español que el franciscano le atribuía.

El director, después de hacer referencia al juicio más elevado de los superiores, centró sus consejos en la conocida teoría del paso del tiempo.

-Como sabes, Antonio, el Padre nos ha explicado que, cuando la gente se acerca a los cuarenta años, pierde la ilusión de lo que hace, se aburre; y los solteros se quieren casar, y los casados, liberarse del yugo. Tú vas empezando a apurar tu treintena y pienso que se cumple en ti, como en otros, esa predicción.

Antonio no quiso llevarle la contraria, y anduvo unos días cabizbajo y derrotado. Pero algún tiempo después, su cargo relativo a la universidad de Navarra le proporcionó ciertos momentos de excitación y añadió también leña al fuego de su particular conciencia.

Las actividades de la universidad demandaban cada vez más dinero. El Padre, a través de los miembros de la Obra que formaban parte del gobierno, presionaba para que el estado español se hiciese cargo de una mayor proporción en la financiación del centro. No obstante, había suficientes políticos en contra para bloquear tal ampliación de la ayuda. Antonio sabía que no se planteaban problemas en las inversiones de capital, porque los compañeros que dirigían entidades financieras oficiales otorgaban generosos préstamos para construir. El problema estribaba en los gastos de sostenimiento, especialmente de la ya copiosa nómina de personal. Una tarde fue citado a Diego de León. César Ortiz, Alejandro Cantero y Rafael Caamaño, tres de los directivos de la Comisión regional de la Obra, le explicaron, junto a otros como él, que se había trazado un plan de reforzamiento para la red de Amigos de la universidad, basado esta vez en encontrar personas o instituciones que se comprometieran a aportaciones anuales sustanciosas, de cincuenta mil pesetas para arriba. La estrategia diseñada consistía en concentrar el esfuerzo durante un par de semanas de todos los efectivos de la Obra y en que no se pensara en otra cosa durante tal período. Todo estaba muy estudiado. El administrador de la universidad pasaría unos días en cada ciudad importante, y los superiores locales recibirían instrucciones para apoyarlo especialmente.

Los miembros de la Comisión llevarían directamente el asunto en Madrid, y Antonio quedaba asignado para esa tarea. Se centralizó un plan en la oficina de la Asociación de la calle Vitrubio, en cuyos bajos se contaba con amplios salones.

Durante cinco días Antonio apenas dedicó la menor atención a sus actividades comerciales. Explicó a su padre el asunto y le hizo firmar uno de aquellos compromisos. Don Leoncio, que por entonces era ya cooperador de la Obra, accedió gustosamente y vio con buenos ojos rebrotar la ilusión en el comportamiento de su hijo.

Tarde tras tarde, los locales de Vitrubio hervían con la llegada de noticias. El plan se desencadenaba por la mañana. Cada persona requerida se presentaba allí unos minutos antes de ir al trabajo y explicaba su meta del día. Se consultaban listas para ver quién podía ayudar y el interesado, despedido con palabras de ánimo, se iba a la calle. Por la tarde volvía y daba cuenta de su gestión. Por Vitrubio pasaron todos los hombres de la Obra de Madrid con cierta importancia política o económica. Antonio quedó impresionado ante la docilidad de tantas personas importantes, que, como niños, venían luego a ser felicitadas por el éxito. En aquel tiempo había bastante gente de la Obra en altos cargos, y los López Bravo, los García Moncó, los Mortes y los Espinosa rivalizaban en el empeño. Algunos contaban anécdotas sobre la operación y, al finalizar aquellos días más de doscientas personas e instituciones se habían comprometido a sostener la universidad de Navarra.

El Padre mandó bendiciones especiales de Roma para los interesados y, el último día, los directivos de la Comisión celebraron el triunfo. Antonio participó de aquellas mieles y de aquella sensación del éxito colectivo, pero .dos semanas después, don Manuel, el director de su banco y amigo de toda la vida de su padre, vino a tomar café en la casa de los Cuadrado. En ella se encontraron.

-¡Hombre, Antonio! -le dijo-. No se habla de otra cosa en todo Madrid. Mis muchachos dicen que así ya se puede pedir, soltándonos ministros e inspectores de Hacienda para hacer la colecta. Desde luego, no tenéis miedo a nada.

Antonio le explicó la importancia de la universidad y el papel que desempeñaría en la creación de una élite dirigente responsable, y se marchó. Se marchó indignado, arguyéndose a sí mismo que cada nuevo episodio de su madurez en la Obra se convertía en conflictivo en cuanto oía dos versiones contradictorias del mismo. La ilusión y el entusiasmo de aquellos días se habían enfriado por cuatro palabras de un modesto funcionario de Banca. A medida que conocía en ambientes distintos a los estrictamente apostólicos, veía las cosas de la Obra con menos seguridad y, pese a que trataba de arroparse en la simplicidad de las argumentaciones de los superiores, no podía dejar de reconocer la importancia de las críticas.

Eran dos mundos distintos. En uno buscaba esa seguridad psicológica que da el pertenecer a un grupo homogéneo, compacto, motivado, solidario. En el otro, la calle, el resto de la gente con la que trataba, perdía esa seguridad, aunque encontraba otros puntos de vista, otros modos de ver la vida y, sobre todo, una especial crispación, que se había acostumbrado a detectar, contra el creciente poder de la Obra y su utilización discriminada en beneficio de las aventuras diseñadas por el Padre.

Porque ahí estaba el quid del asunto. En la sociedad española, con su peculiar entramado de intereses dominantes, los objetivos que el Padre fijaba significaban, a la corta o a la larga, una incorporación de las personas y las instituciones de la Obra a las reglas de juego del poder. Antonio, que había respirado el mundo mercantil desde muy niño y que, desde la Obra había soñado en ponerlo al servicio de la fe, se daba cuenta cada vez más rápidamente, no sólo de que aquél era un planteamiento pueril, sino sobre todo de que la espiritualidad de la Obra, sus metas, se deterioraban y envilecían hasta llegar a esa doble verdad, a esa hipocresía en que se había convertido su propia vida y de nada le servía ya esgrimirse a sí mismo el argumento de la vida de piedad y sacrificio que llevaban tantos. Porque comprobaba que había otras maneras de entender la fe y la religión que no pasaban por ese despliegue de influencias y solidaridades en que la Obra se había convertido. Cuanto más pedía luz a los superiores, más rehuían éstos las respuestas coherentes y, al final, como solución de sus dudas, le remitían al carisma del Padre. Una vez, encerrado en una habitación de Villanueva con don Francisco, el cura, discutió el asunto a fondo.

Don Francisco, uno de los primeros, había cobrado fama de hombre comprensivo, y a su confesionario acudían hombres y mujeres de la Obra con sus problemas de vocación. Al principio, los superiores no habían visto bien ese papel antijerárquico de don Francisco, ya que sostenían que todos los conflictos debían resolverse por la vía ordinaria, pero se habían resignado a aceptar el hecho, tanto más cuanto que algunos numerarios habían continuado en la Obra por los buenos oficios del cura, con el cual mantenían contacto incluso algunos de los que se habían marchado. Sus argumentos se basaban en la fe y la solidaridad primarias. Apelaba a los resortes psicológicos más elementales, y una y otra vez hacía ver a sus interlocutores que, a pesar de todo, permanecer en la Obra era mucho más confortable y sobrenatural que plantearse el dejarla.

-Pero, don Francisco, algo ha cambiado tanto en la Obra como en mí. Aquellas ilusiones de santidad, vida interior y entrega se han convertido en un entramado de gestiones, influencias e instituciones que se supone deben conducir a la difusión del espíritu de la Obra, pero que con frecuencia se enredan en sí mismas. Y en cuanto a mí, cuanto más participo del mundo exterior, más pueril me parece ese criterio de usar e! poder del dinero y la política para conseguir adhesiones a la fe. Y para colmo, esa especie de secreto idiota que consiste en decir que no nos ayudamos o no hacemos las cosas en equipo, cuando al observador menos perspicaz nuestras actitudes le parecen nacidos de una jerarquía y una solidaridad superlativas... Cada vez con más frecuencia, los superiores me dicen que escriba notas y que ellos las transmitirán a Roma. Llevo tres años haciéndolo, y hasta ahora no he recibido la más mínima respuesta. ¿Usted cree que el Padre es consciente de todo lo que está pasando en la Obra aquí?

-Con toda sinceridad, Antonio, yo tampoco lo sé. Yo tengo una vivencia del Padre muy personal, que se remonta a mi juventud, y a ella hago mi apuesta. Es posible que el Padre dé ahora más libertad a los superiores regionales, después de haber trazado las líneas maestras de acción, y que no se entere de esos conflictos. Al menos eso es lo que a mí me gustaría creer.

-¡Pero eso es ridículo, don Francisco! ¿Cómo no se iba a prever que al entrar corporativamente en el mundo de la política y los negocios, no ocurriría lo que está ocurriendo? Estoy ya harto de mentir cuando me preguntan, y sobre todo de mentirme a mí mismo. Y para colmo, al haber dejado de ser nuestras casas santuarios de vida interior y focos de apostolado, y convertirse en una especie de pensiones para señoritos ricos y caprichosos, estoy empezando a envidiar a mis hermanos y a mis amigos, sus hogares y sus afectos femeninos. Aparte el tema de la carne, que se ha convertido en evasión natural de mis zozobras.

-No irás a decirme -arguyó cariñosamente don Francisco- que a estas alturas no estás enterado de lo problemático que es el matrimonio y de lo cortos que resultan los consuelos de esa naturaleza. Por lo menos, nosotros nos hemos librado de esas tensiones entre hombre y mujer que son el caldo de cultivo de mi oficio de confesor.

-De acuerdo, de acuerdo. Pero en esta soledad psicológica en que me encuentro, sin más recurso que una piedad cada vez más difícil de aislar del barullo, la tendencia a salir de esta zozobra del cuerpo y del espíritu me llevan a apetecer constantemente el calor femenino y esa radical seguridad que hay en el pacto matrimonial y familiar que, con todos sus inconvenientes, no me negará usted que lleva funcionando siglos como fórmula primaria de convivencia humana.

-Antonio, no sé qué decirte. Yo también encuentro cada vez más difícil acercarme a los superiores, liadísimos en sus gestiones y que no parecen tener tiempo, como tengo yo, para discutir estas cosas. Pero mi fe en el Padre es tan primordial en mi vida que confío en que él arreglará todo esto. Además, a mis años, me siento realizado en mi labor, en mi confesionario, en mis dirigidos, en mi sencillez interior, en la devoción a la Virgen. Comprendo que no te pueda servir esta receta, aunque sí te invito a no dar pasos definitivos, que luego lamentes. La vida es muy complicada, Antonio, y en la Obra encontramos por lo menos la seguridad, algunos apoyos firmes y, lo quieras o no, bastantes lazos de afecto y amistad con personas que, con todos sus defecto, tratan de portarse bien y dar gloria a Dios.

-¡Pero ése es un panorama absolutamente negativo, don Francisco! Casi me está invitando a que coja carrerilla hacia la muerte, a que sofoque lo mejor de mi capacidad intelectual y me sumerja en una especie de sopor pasivo. Me horroriza la idea de envejecer en este contexto. Cada día nos convertimos en solterones más caprichosos e insoportables. Nuestras casas serán asilos de ancianos célibes. Todo eso crispa mi instinto de vivir, de plantearme las cosas racionalmente. No soporto esta pelea, y sobre todo no soporto que mi vida sea manipulada por una sucesión de decisiones contradictorias en las que sólo se me pide una adhesión emocional, de fe ciega. Por lo menos mi padre envejece rodeado del cariño y las atenciones de su mujer y sus hijos, con la sensación de haber dado a su familia y a sus empleados un futuro mejor, con la conciencia de haber mantenido una coherencia dentro del modelo de comportamiento que le enseñaron desde niño. Yo me siento cada día más inseguro y, lo que es peor, mi visión de la Obra como familia, como raíz de mi vida, se deteriora a toda velocidad, a fuerza de recibir instrucciones carente s de sentido y de dialogar con unos superiores cada vez menos sensibles y más encerrados en sí mismos. Estoy perdiendo la salud a chorros, duermo mal, tengo constantemente taquicardias y palpitaciones. ¡Don Francisco, esto no hay quien lo aguante!

-¡Ten por seguro que te encomendaré, Antonio, y que rezaré para que Dios te ilumine!

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