Gracias a Dios, ¡nos fuimos!
Opus Dei: ¿un CAMINO a ninguna parte?

Los hijos del Padre
Los hijos del Padre
Autor: Alberto Moncada
Índice del libro
1. Playa de Gandía
2. Los insomnios de Antonio
(1948-1953)
3. El diario de Mariano
(1953-1958)
4. Los insomnios de Antonio (1958-1967)
5. El diario de Mariano
(1967-1969)
6. La huída
7. Playa de Gandía
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LOS HIJOS DEL PADRE
Novela de Alberto Moncada

CONTINUACIÓN CAPÍTULO 2. Los insomnios de Antonio (1948-1953)

Un hombre capaz de ducharse por las mañanas con agua fría tiene mucho adelantado para el resto del día.

-¡Pero mis padres se van a despertar con el ruido del agua! El cuarto de baño está cerca de su alcoba.

-Procura hacerla en silencio o, si quieres, te duchas en Padilla cuando vengas.

-¿Tengo que venir todos los días?

-No es que tengas que venir. Las normas no son una imposición ni algo que obligue bajo pecado. Es costumbre que hagamos la oración juntos por la mañana y después de la misa, y los adscritos, es decir, los que no viven en casa, suelen venir a la oración. Si no puedes porque no te da tiempo para ir a clase, lo hablas con Juan, y arreglado.

Al despedirse, Antonio le preguntó:

-Creo que al darme la enhorabuena habéis dicho algo así como "Paz", ¿no?
-Cuando nos encontramos o nos despedimos, y en varias ocasiones de la vida de piedad, usamos el saludo Pax. Se contesta "In aeternum", para siempre. Dice el Padre que así se saludaban los primeros cristianos.
-Entonces, "Pax".
-"In aeternum", Antonio.

La vuelta a casa se le hizo muy corta. Tenía tantas cosas en qué pensar... y todas ellas iluminadas por la gran novedad de que había sido capaz de negarse a sí mismo y darse por entero a Dios. A partir de entonces, intentó dejar el monólogo y hablarle a Dios en su corazón, como le había aconsejado don Jesús. "Señor -decía para sí-, me siento engreído en mi interior, orgulloso de ser hijo de Dios, de linaje divino."

Durante los cuatro días que faltaban para Nochebuena, pasó todo su tiempo en Padilla. Como eran vacaciones, la familia Cuadrado aceptaba que los chicos fueran y vinieran a su antojo. Pilar se extrañó de tanta ausencia estando Amparo fuera, pero no dijo nada.

El día antes de Nochebuena Juan Cortés invitó a Antonio a comer a Padilla. El comedor, como el resto de las habitaciones del piso, servía también como dormitorio nocturno. Alrededor de la mesa, que se desplegaba a las horas de las comidas y se usaba de día como estudio supletorio, se sentaban los nueve inquilinos fijos de la casa. Todos eran estudiantes de los últimos cursos, menos Juan, recién doctorado en Medicina, don Jesús, el sacerdote, y Toñé, un ex soldado de la División Azul que actuaba como chófer del Padre cuando éste venía a Madrid y que trabajaba en las oficinas centrales de la Obra.

-Enhorabuena, chaval -le espetó Toñé al abrirle la puerta -. Llegas justo a tiempo para rezar las preces.

Antes de entrar en el comedor, todos se arrodillaron en el oratorio y, después de decir "Serviam" besando el suelo, rezaron una oración en latín que duró unos ocho minutos y de la que Antonio apenas entendió nada. Luego, entre bromas, recorrieron el pasillo hasta el comedor donde, tras la bendición de la mesa, comenzó el almuerzo. Una chica muy joven, de negro y con cofia, servía en silencio. La comida consistía en potaje de garbanzos y pescado frito y, como postre, una naranja. Se bebía vino blanco común. Durante la comida, unos y otros relataron sus gestiones apostólicas en la universidad y, al final, otra vez el oratorio para hacer la visita al Santísimo. De rodillas, tres padrenuestros y, luego, la oración que el Padre había compuesto y que Antonio recordaba: " Yo quisiera, Señor, recibiros con aquella pureza, humildad y devoción con que os recibió vuestra Santísima Madre, con el espíritu y fervor de los santos."

En la tertulia, sentados todos en la sala de estar, Juan le pidió a Toñé que contara algo de! Padre. Toñé se refirió a uno de esos viajes que hacían recorriendo provincias españolas, visitando obispos y animando a los de casa.
-Nos sorprendió una tormenta en Somosierra y estuvimos dos horas paleando nieve, el Padre también. Luego presidió la oración, comentando ese punto de Camino que dice que, sin nieve, la cosecha no fructifica y que nuestra vida interior, aunque a veces parece oculta por la nieve, crece hacia adentro.

Durante la tertulia habían ido llegando otros adscritos, que se sentaban en el suelo cuando ya no hubo más sillas. Antonio reconoció a un compañero del colegio, al que se dirigió inmediatamente después de terminar la tertulia.

-¡ Pero, hombre, Fernando, no sabía nada!
-Yo sí, pero me dijeron que no interfiriese. ¡Qué alegría!

Carlos interrumpió el bullicio de ambos.

-Ahora estamos en silencio menor, tiempo de estudio hasta la merienda. Sólo se habla lo imprescindible.

La mayoría se dirigió a la sala de estudios, Antonio con ellos. Abrió su libro de civil, colocó delante el crucifijo que le habían dado y, diciendo una jaculatoria, se sumergió en el derecho hipotecario.

Pasaron las Navidades. Después de Reyes, Antonio volvió a la facultad. Cumplía ya casi todas las normas de la Obra, y su vida de estudio estaba punteada por su vida de oración y mortificación. Estrenó un cilicio de hierro, que se ponía durante dos horas en el muslo mientras estudiaba. Juntamente con Carlos había redactado una lista de compañeros de curso a los que iba a "tratar". Una tarde, su hermana Pilar se metió en su cuarto. Estaba pálida y llorosa.

-Amparo me ha enseñado tu carta. Está destrozada. ¿Cómo puedes estar seguro de eso de la vocación?

-Mira, Pilar, éstas son cosas personales. Amparo encontrará su felicidad y yo la encomendaré, pero te pido que no te metas en esto, por favor.

-Pero, ¿ cómo no me voy a meter si es mi mejor amiga y hasta hace nada la novia de mi hermano...? Tengo un recado para ti. Don Benito, el confesor de los padres de Amparo, quiere verte y te espera a las ocho en la parroquia de la Milagrosa.

Y dando la vuelta, se marchó. Antonio no sabía qué hacer. No era cosa de llamar a Padilla para pedir consejo. Por otra parte, un cura siempre es un cura. De modo que a las ocho buscó a don Benito, al que encontró sentado en un banco de la iglesia citada. Al ver a Antonio, don Benito se levantó, le llevó hasta la puerta y, ya en la calle, le dijo:

-¿Me invitas a tomar un café?
-Encantado, don Benito. Vamos ahí enfrente.

Se sentaron ante sendos cafés y Antonio empezó a contarle la historia de su decisión. El sacerdote escuchaba atento. Al cabo de unos diez minutos, le interrumpió:

-Mira, muchacho, como tú comprenderás no me vas ahora a impresionar, desde tu fervor de iniciado, con las cosas de Dios. Yo llevo con honradez y convicción esta sotana, pero la vida me ha enseñado que Jesús de Nazaret, ese Hombre. Dios que todos los días viene a mis manos al conjuro de mis palabras, no está tan interesado en las organizaciones eclesiásticas como en los corazones y el comportamiento de la gente. Ni la Obra, por lo que yo sé, ha inventado nada nuevo, ni tú vas a estar más cerca de Dios sin Amparo que con ella. Quiero recordarte que has dado pasos públicos en tus relaciones con Amparo (no tengo por qué referirme a los íntimos) y que, en la sociedad en que vivimos, eso te compromete y, sobre todo, cuenta en la biografía de ella. El destino de las mujeres españolas, por desgracia, depende de una mezcla de pudor y belleza para tener éxito en el mercado matrimonial y, tal como somos los castizos españoles, el que tú te comportes de esa manera con ella no la va a beneficiar. No creo que muchos chicos entiendan eso de dejada por una cosa que no consiste en ser cura o fraile, sino en seguir siendo abogado o comerciante, pero soltero.

-¡Pero, don Benito! interrumpió Antonio-. La Iglesia ha dado ya varias aprobaciones a la Obra y...

-Eso es asunto nuestro, hijo, de los hombres de la Iglesia, entre los que te voy a tener que incluir para mi pesar, como sigas tan terco. Al común de los mortales le parecerá raro eso de haber hecho los votos y seguir siendo civil. Además de complicado a efectos jurídicos y morales. Pero yo no trato de minimizar la Obra. En mi libro de historia de la Iglesia hay las suficientes fundaciones como para no extrañarme de una nueva, más o menos peculiar. Yo te hablo del bien de Amparo, de la grandeza del matrimonio cristiano. Y creo recordar que la única vez que te vi antes de hoy, me explayé suficientemente, ante el escándalo de las personas mayores, acerca de mi esperanza en un catolicismo más humano, menos ritualista y más como yo creo que Cristo lo quiere. Bueno, al fin y al cabo, y como decía mi prefecto de seminario para zanjar las conversaciones incómodas, doctores tiene la Iglesia... Te veo muy seguro de ti mismo y, como te dirán en el Opus, ¿ quién soy yo para torcer la voluntad de Dios?

Se levantaron del café y caminaron en silencio Santa Engracia abajo. Con un "Hasta la vista, hijo", don Benito torció en la esquina de García de Paredes y se alejó a buen paso. Antonio volvió a casa entristecido. Había frenado su imaginación cada vez que ésta le presentaba a Amparo. Ahora, impresionado por los sucesos de la tarde, se la imaginaba de diferentes maneras, pero siempre llorosa, suplicante, como una Dolorosa. Tardó en dormirse aquella noche, sacudido por una serie contradictoria de pensamientos y sentimientos. A la mañana siguiente, después de la oración y la misa en Padilla, pidió a Juan que le atendiera unos minutos.

-¿No te importa esperar a que desayune? -le contestó.

Mientras tanto, Antonio compartía los bocadillos y las bromas de los adscritos, que, en un rincón de la casa, despachaban lo que en la jerga de Padilla se llamaba el desayuno de los chóferes. Al sentarse con Juan en Dirección y contarle el episodio, se sintió más aliviado.

-Hace unas semanas, durante la oración -inició Juan su charla-, el Padre nos habló en Lagasca del Buen Pastor, el que da la vida por sus ovejas y el único de fiar en la conducción del rebaño. En la Obra, el buen pastor es el Padre y sus delegados. Sólo a ellos nos confiamos. Los trapos sucios se lavan en casa. Por desgracia, siempre encontraremos gente consagrada a Dios que ha devaluado la calidad de su entrega y ya no considera sublime la vocación. De ésos debe de ser tu don Benito. No le hagas caso. Son como los fariseos, que convirtieron la religión en caricatura. No des importancia al asunto. Busca a Dios en ti y en tus hermanos dentro de la Obra, y adelante.

-Pero - argumentó Antonio -me ha impresionado lo que me dijo de Amparo.

-¿Cómo no te va a impresionar? Esa gente juega con los afectos y con cualquier intimidad para sofocar la acción de la gracia en el alma. ¡Mira si al Señor no le costó trabajo renunciar a su Madre! Casi todos los que estamos aquí hemos tenido nuestra novia. Y esa prueba de fuego, dejar lo más atractivo, el amor de una mujer, es lo que muchas veces espera el Señor para confirmamos su gracia.

Las palabras de Juan descendían como un bálsamo sobre el corazón de Antonio. Camino de la facultad, mientras rezaba el rosario, se fue recuperando, y al atravesar el portalón de San Bernardo, volvió a sentirse orgulloso. "Hijo predilecto de Dios en su Obra, eso es lo que soy."

Al llegar las vacaciones de Semana Santa, pretextando la cercanía y dureza de los exámenes, no acompañó a su familia a Ávila. Don Leoncio se quedó con él en Madrid hasta el Miércoles Santo en que, por la tarde, cogió el coche, camino de cuatro días de descanso. Porfió un poco con Antonio para que se fuera con él, pero al final lo dejó en paz. El Viernes Santo se presentaron en la casa de Ávila de los Cuadrado el general Contreras y el padre de Amparo. Don Leoncio se apresuró a obsequiarles, "dentro del ayuno del día", como dijo, excusándose por la parquedad del convite.

-Queríamos hablarte de Antonio - comenzó el general-. No sé si te habrás enterado de lo que pasa, porque los padres sois los últimos en saber las cosas de los hijos.

-¿Qué pasa? - inquirió mosqueado don Leoncio. -Pues que ha dejado a Amparo - afirmó el padre de ésta.

-Bueno, serán cosas de novios - comentó don Leoncio tranquilizado -. No me iréis a decir que venís en comisión para que resolvamos una pelea amorosa.

-Es que hay algo más -sugirió Contreras en tono misterioso. Don Leoncio enrojeció.

-¿Es que está la chica embarazada?

-¡No, hombre, no es por ahí! Siéntate y te lo contaremos - prosiguió el general-. Según parece, tu hijo ha ingresado en el Opus Dei, una organización religiosa nueva, algo así como los jesuitas, pero de paisano. No se casan, siguen trabajando como civiles y quieren llenar de sus gentes la universidad, el gobierno, etc. Tienen buenos apoyos. El padre Escrivá, el fundador, conoció al Caudillo en Burgos, y parece que el General quedó impresionado, de modo que le protege en forma suave. Por lo visto, la idea es crear una versión católica y española de aquella maldita Institución Libre de Enseñanza que nos trajo la guerra y la desunión, logrando así intelectuales de fiar. Sin embargo, muchos curas, y entre ellos los mismos jesuitas, no están de acuerdo con la Obra. Les parece una cosa muy moderna, demasiado arriesgada y, según creo, en Roma hay división de opiniones. También me ha dicho una jerarquía de la Falange que, en su opinión, los del Opus no son demasiado patriotas y no están muy dispuestos a acatar la disciplina del Movimiento.

-¿ Y mi hijo se ha hecho de eso? -preguntó don Leoncio-. ¡Pues me dejáis de una pieza! ¡Si no hace un año que me habló de adelantar curso para casarse pronto con Amparo, y yo lo interpreté como que entraría conmigo en los negocios...! Desde luego, tenéis razón: uno siempre es el último en enterarse.

¡Elena!- gritó llamando a su mujer -. A ver, ¿ qué sabes tú de lo del chico?

Elena acudió y comenzó a hablar, nerviosa:

-No he querido decirte nada, pero Pilar me ha contado lo de los chicos y eso de la nueva vocación de Antoñito. Estaba esperando a ver por dónde salía todo esto.

-O sea -concluyó don Leoncio enrojeciendo-, que lo sabíais todos, y yo como un tonto, en la luna de Valencia. Pues ahora mismo cojo el coche y me voy a Madrid a preguntarle a ese caballerete con qué derecho juega con el porvenir de los demás y las ilusiones de sus padres. Perdonadme. Y salió del cuarto.

Minutos después, sonó el motor del coche y don Leoncio se alejó en dirección a la carretera de Madrid.

Mientras conducía, repasaba sus relaciones con Antonio. Le había dado todo lo que estimaba necesario para que fuese feliz, mucho más de lo que él mismo había recibido de su padre. Antonio era un chico cariñoso, algo introvertido, pero sano y normal. ¿Cómo sería capaz de abandonar a una chica tan maja? Y luego, el pensamiento de su propia decepción le encolerizó. ¡Con cuánto gusto había fortalecido en su mente el espectáculo de Antonio continuando y expandiendo su imperio mencantil! Tantos planes cuidadosamente acariciados para que ahora los arrojara por la borda a impulsos de un vago sentimiento religioso! Don Leoncio echaba mano de todos sus recursos imaginativos para tratar de entender cómo habría ocurrido aquello. Para él, la religión era una respuesta a las últimas preguntas, una tradición familiar, un freno a la inmoralidad, pero no algo cercano y posesivo. Ni siquiera cuando votó por la CEDA influyeron en él los curas. Él tenía otras razones más sólidas para esa decisión política, y el mundo eclesiástico siempre le había dado un poco de dentera. No entendía la vida clerical y sabía lo suficiente de los tinglados de la Iglesia española para compartir ese instinto popular contra la dominación sacerdotal.

Llegó a su casa hacia las once. Al subir encontró todo a oscuras. Se acercó a la habitación de Antonio y oyó su tranquila respiración. Estaba dormido. Abrió la puerta y, cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, percibió la cara serena del muchacho, que sostenía entre sus manos un rosario. Le vino a la memoria el Antoñín pequeño, con quien jugaba de chico. Sintió aquel ramalazo de ternura paternal que siempre le asaltaba cuando recordaba la larga historia de su relación afectiva con los críos. Elena, una Elena siempre cariñosa, se le enfadaba a veces porque decía que él los malcriaba con sus atenciones y mimos, no incluidos en la previsión maternal. Y nunca olvidaría aquella escena al final del bachillerato de Antonio, cuando le invitó a su despacho y le encendió su primer pitillo con un encendedor de plata que heredó de su padre y le regaló después. Eran muchos recuerdos, muchas ilusiones en común, y nunca se habían producido tensiones ni alejamientos importantes entre ellos. Y ahora esto... Se enfureció súbitamente y zarandeó a Antonio. Éste despertó sobresaltado y, al ver a su padre, preguntó:

-¿Pasa algo en Ávila, papá? ¿Hay alguien enfermo? Don Leoncio se separó de la cama, se sentó y encendió un cigarro.

-No, caballero, no pasa nada. Sólo que acabo de hacer el viaje de un tirón, interrumpiendo mi descanso, porque necesito averiguar cómo es posible que me hayas ocultado, a mí, que siempre he sido tu amigo, esa decisión que has tomado y de la que he sido el último en enterarme.

Antonio se despabiló por completo y contestó:

-En primer lugar, papá, no le he dicho a nadie nada porque se trata de un asunto muy privado y que está aún madurando. Claro que a Amparo se lo tenía que decir, porque estaba directamente afectada. Yo no podía prever que se corriera la voz tan pronto. Te aseguro que docenas de veces en este último año he pensado en hablar contigo de mi problema, que no me dejaba vivir, y no lo he hecho por entender, quizás equivocadamente, que no me ibas a comprender. Tú tenías tus planes sobre mí, y yo ahora no estoy seguro de querer continuarlos, después de mi decisión. Sólo te pido que tengas paciencia, que me dejes asumir mi responsabilidad. Dentro de unos días te explicaré lo que es la Obra, y estoy seguro de que lo vas a ver con mejor talante.

Don Leoncio quedó extrañado ante la tranquilidad de Antonio y la seguridad con la que hablaba, lo cual aún le enfurecía más interiormente. De pronto, sintió que había una distancia tremenda entre su hijo y él, como si hablaran lenguajes distintos, y se entristeció. Permaneció en silencio un rato. Finalmente se levantó y se marchó sin volver a abrir la boca.

Antonio sonrió, besó el crucifijo que guardaba debajo de la almohada y se durmió de nuevo.

Dos días después le tocaba hacer su confidencia semanal. Tenía ya en gran estima esa charla periódica, en la que abría su corazón a Juan y recibía estímulo, consuelo y dirección como si vinieran del mismo Cristo, nuestro Señor, tal y como le habían enseñado. Antes de sentarse en Dirección, Antonio se metía en el oratorio y ponía por escrito las cosas que quería contar o consultar, en diminutas abreviaturas. Luego pedía luces para mostrarse sincero y humilde y acudía a su cita con el director. Juan le recibía siempre con una amplia sonrisa, jugando con su pipa y dando la sensación de que tenía todo el tiempo del mundo para atenderle. Al contarle la escena con su padre, Juan se explayó en el tema de las relaciones con la familia carnal:

-Es posible que no lo entiendas ahora, pero la familia puede ser el peor obstáculo para nuestra entrega. De un lado, porque el cariño, humanamente entendido, les lleva a contrariar nuestros mejores hábitos de generosidad, y de otro, porque, habiendo trazado planes para sus hijos, se sienten decepcionados si tomamos otro camino, especialmente un camino de entrega y renuncia. Desgraciadamente, hay padres para quienes sus hijos son vacas que ordeñar y así obtener el fruto de sus sacrificios. Hemos de procurar entender a nuestra familia, atenderla si nos necesita, pero con dos importantes condiciones, que nos mantengamos interiormente desprendidos de ella y que pongamos nuestra vocación en primer lugar. Quizá sería interesante que tu padre hablase con don Jesús. ¿ Crees que querrá?

-No lo sé -contestó Antonio-, pero se puede intentar.

Después de la confidencia, volvió al oratorio para grabar en su corazón los consejos recibidos y así tratar de ponerlos mejor en práctica.

El resto del curso transcurrió plácidamente. Antonio aprendió a ofrecer el estudio, interrumpiendo sus horas sobre los libros con pequeñas jaculatorias a la Virgen, a los ángeles custodios. En Padilla, una lista con los próximos chicos "pitables" circulaba discretamente entre los de la Obra, y él se había confeccionado un señalador de cartón para indicar las páginas del libro, en el que tenía apuntados esos nombres. En su memoria ofreció horas de civil, de mercantil, de administrativo. Sólo iba a casa a comer y a cenar, y mantenía con su familia una actitud cariñosa, pero distante. Don Leoncio se había calmado momentamente porque, entre los consejos de don Benito y el general Contreras y una superficial conversación en Padilla que había celebrado en Padilla con don Jesús, había llegado a la conclusión provisional de que no tenia mucho que ganar llevándole la contraria a su hijo y, además, que nunca se sabía en qué pararía aquello. Por otra parte, estaba preocupado por el ritmo de expansión de sus negocios, que a su juicio era muy lento, puesto que la competencia arreciaba. Ya no bastaba con tener buenas amistades en los ministerios, ni con dejar caer en una discreta comisión en manos de quienes recibían el material. Había que mejorar la calidad y mantener los precios para sobrevivir en la lucha mercantil, y eso le traía todo el día de la ceca a la meca. Tampoco doña Elena, después de su primer sofoco, se apuró. Su confesor, un jesuita maduro y sentencioso, la tranquilizba.

-Estas novedades pasan pronto, hija mía. La Iglesia es sabia por antigua, y ya obligará a esos chicos a decidirse entre ser religiosos, religiosos de verdad, con una distinción externa y unas obligaciones eclesiásticas, o seglares. En ese momento, , Antoñito tendrá que optar o por ser sacerdote, lo cual es un honor para toda familia cristiana, o por volver con Amparo o con cualquier otra chica y casarse. A lo mejor este tiempo le sirve de entrenamiento, porque tengo entendido que, aparte que en el Opus de hacen muy buenas amistades, que siempre ayudan luego en la vida, el padre Escrivá los hace estudiar de verdad y prepararse bien para un trabajo seglar.

A fuerza de estudiarm Antonio aprobó en junio más de la le segundo y tercero. Luego volvió al campamento de La Granja, ya como sargento. El panorama de su estancia allí cambió radicalmente. Gracias a los buenos oficios de un alférez perteneciente también a la Obra logró que le asignasen una tienda con otros tres numerarios. Cumplían las normas juntos y juntos hacían apostolado. Una tarde, Antonio se encontró con su amigo Miguel, a quien no había vuelto a ver desde aquella noche del teatro Martín y el baile iba a La Granja por vez primera y se sentía ya bastante harto. Antonio empezó a hablarle de ofrecer su cansancio a Dios. A media charla, el otro le interrumpió:

-¡No me digas que tú también te has hecho del Opus...! ¡Vaya plaga! Desde luego, la facultad se está poniendo rarísima. Y este año más. En octubre me cogió por banda un tío del pueblo para que me hiciera congregante mariano. Al fin le convencí yo para que se viniera de juerga. En marzo, los del SEU, pesadísimos con que teníamos que impedir un brote de monárquicos que había en el curso, que iban a echar a perder el Movimiento. Me querían meter en política. Y ahora tú, diciéndome las mismas cosas que un primo mío que estudia Medicina y que se ha hecho del Opus. ¿Adónde vamos a llegar? Mira, Antonio, a mí lo que me gusta ahora son las tías, ¿comprendes? Ya habrá tiempo para la política y la religión cuando esté casado. ¡Que la vida son cuatro días, so chalao! y le dejó con la palabra en la boca.

En un domingo de permiso que Antonio pasó en Ávila con sus padres, se topó a media tarde en la calle con Amparo. Iba con otras muchachas y, antes de que pudiera evitarlo, se encontró saludándolas. Las amigas se hicieron a un lado, y Amparo, muy deprisa, con las palabras saliéndole a borbotones, le dijo:

-No creas que me voy a morir porque me hayas dejado. He pasado unos meses malísimos, pero ya me he repuesto y he aprendido a no enamorarme como una tonta. Sólo te digo una cosa: si alguna vez cambias de idea, no se te ocurra volver a mí, como a quien le queda siempre ese recurso. Los hombres os creéis superiores y que nosotras os vamos a seguir el juego. Pero lo que es a mí no me vengas con cuentos...

Asombrado del cambio y la desfachatez de Amparo, no supo qué decide. Aún le dolía por dentro cuando miraba aquellos ojos que le habían enternecido tantas veces.

-Amparo, mujer, no es un capricho. Es la voluntad de Dios, y deberías de estar orgullosa de haber puesto tu parte en mi entrega. Seguro que esto te va a traer muchos bienes espirituales.


-No quiero ni hablar contigo, Antonio. ¡Que seas feliz y déjame en paz! -concluyó con rabia la chica. Y se alejó.

Antonio comentó el episodio en la confidencia de la semana siguiente. El director de la Obra en el campamento le animó a rehuir ese recuerdo.

-Las cosas de la vida pasada sólo deben servimos como experiencia. Fíjate en lo que ha parado todo aquel entusiasmo entre la chica y tú. Cada día debemos convencemos más de que no hay otro amor que el Amor, y que el matrimonio es para la clase de tropa.

Al final del campamento, todos los de la Obra pasaron quince días en Molinoviejo. Era el curso anual, período que, como Antonio ya sabía, dedican todos los años los numerarios a una formación más intensa. Molinoviejo presentaba para él esta vez un atractivo distinto. Era su casa. Los treinta numerarios que se reunieron allí en aquel septiembre eran sus hermanos. Había catalanes, gallegos, andaluces, vascos... El cumplimiento del horario se llevaba tan a rajatabla como en el campamento, sólo que ahora era por una razón más entrañable, las costumbres de casa. Los chicos pasaban horas y horas oyendo contar a don Francisco, un cura ya mayor, relatos de los primeros tiempos de la Obra.

La casa del Padre en Martínez Campos, con la abuela, la tía Carmen y el tío Santiago, donde el Padre, antes de la guerra, recibía a los primeros, y cómo Santiago, que era entonces un crío, se quejaba a su madre de que los chicos de José María, como decía él, se lo comían todo. Más tarde la Obra le regaló una joya con esa inscripción, en recuerdo de los sacrificios de la familia del Padre por la fundación. Episodios de la vida del Padre en el Madrid republicano, subrayando siempre con énfasis su fe en el retorno de España a un período más acorde con su historia católica. La guerra, el Padre en la embajada, la escapada por los Pirineos, con el episodio del milagro de Rialp. El Padre en Burgos, la llegada de los numerarios del frente, el incremento de las vocaciones a partir de aquellos doce primeros de antes de la guerra. Don Francisco usaba un tono coloquial, que prendía a los chicos en sus palabras, y lo contaba todo con esa persuasión del que ha sido testigo presencial de la epopeya.

La vida en Molinoviejo, al comienzo del otoño, fue muy grata para Antonio. Conoció en las tertulias detalles de la labor en Barcelona, en Sevilla, en Valencia. Un simpático andaluz cantaba por alegrías con su guitarra, entre anécdota y anécdota. Por la mañana, tenían clase de catecismo de la Obra. El director acudía con un libro de color rojo, del que había pocos ejemplares. En unas sesenta páginas se hallaba condensada en preguntas y respuestas la doctrina de la Obra, que ellos aprendían de memoria, como el catecismo escolar, y repetían usando el mismo procedimiento del colegio. El director explicaba los puntos: "¿Qué es el Opus Dei?" "El Opus Dei es un instituto secular cuyos miembros se consagran a la perfección cristiana en medio del mundo". A Antonio se le estimuló su mentalidad jurídica cuando llegaron a la explicación de los votos. Recordaba su reciente derecho canónico y no podía por menos de admirar la modernidad de las ideas del Padre, en relación con los conceptos más arcaicos de la vida religiosa convencional. "La pobreza no es la materialidad de no tener nada sino el estar desprendido de todo". A Antonio le interesó especialmente la organización de las actividades apostólicas. "Son obras corporativas aquellas que dirigen sólo los miembros de la Obra. Y comunes aquellas en que los miembros de la Obra se asocian con otros para realizar actividades temporales con fines apostólicos". Fernando, un chico mayor que preparaba oposiciones a cátedra de civil, les explicó en una de las clases de la tarde cómo sería el despliegue de esas actividades.

El Padre ha querido evitar los problemas que surgen cuando en un país la Iglesia es perseguida y se le expropian sus bienes. Por eso la Obra actúa siempre a través de personas interpuestas, ya sea utilizando la personalidad jurídica de sus socios, ya sea fundando sociedades mercantiles o civiles. Las residencias, por ejemplo, son entidades acogidas a la legislación española en que la Obra no es titular. El Padre hace aquí un acto de confianza en sus hijos y en nuestros cooperadores, en el sentido de que sabremos actuar en nombre propio, pero siguiendo siempre fielmente las consignas de los superiores, que no se muestran y que, como dice el Padre, han de conjugar el nosotros oculto para que nosotros podamos conjugar el tú y el yo de la actuación externa.

En Molinoviejo, Antonio pudo practicar la costumbre de dormir en el suelo una vez a la semana. Todas las noches, después del examen general y del rezo de Completas en el oratorio, se iniciaba el silencio mayor. Este silencio total sólo se interrumpía después de la misa del día siguiente. Pero mientras la mayoría se acostaba, un grupo en pijama extendía mantas sobre el suelo de madera del salón y se acostaba en ellas, reclinando la cabeza sobre un libro. "A ver si así se me contagia la sabiduría", comentaba bromista el andaluz de la guitarra. También fue introducido Antonio en otras costumbres colectivas: la vela al Santísimo, en que se turnaban toda la noche, de hora en hora; la práctica de las disciplinas, unas correas de cuero con que se daban treinta y tres golpes en el trasero un día a la semana; la "enmendatio", que consistía en acusarse durante el círculo semanal, delante de todos los demás, de alguna falta, previa consulta al director. Antonio se sentía asombrado ante su propia ilusión, que también notaba en el resto, por aquellas ceremonias, que les acercaban al espíritu de lo que vagamente él entendía por cristianismo medieval. Todo aquello producía una disposición absolutamente coherente en su conciencia, que se iba llenando de seguridad en su vocación. Una tarde, el director le llamó a su despacho y le dijo:

-Antonio, estás admitido en la Obra. Ahora tienes que ganarte la oblación.

Según decía el catecismo de la Obra, los postulantes recibían una respuesta a los seis meses de haber escrito la carta al Padre. Se le llamaba la admisión. Un año después, podían hacer los primeros votos, la oblación, . que se convertían en definitivos, la fidelidad, a los cinco años.

Dos días antes de terminarse el curso anual, Antonio notó
una cierta conmoción durante el desayuno. Por fin, el director dijo en voz alta:

-Esta tarde va a venir el Padre.

A todos se les iluminó la cara. La mayoría, como Antonio, llevaba poco tiempo en la Obra. Durante la mañana, los pocos que ya conocían al Padre aleccionaban a los demás. Se presentó hacia las seis, en un "Opel" conducido por Toñé. Entró abrazando a don Francisco y diciendo en voz alta:

-Este hombre ha probado su fidelidad durante mucho tiempo.

Enseguida pasó al oratorio y, luego, todos se sentaron a su alrededor en la sala de estar.

-¿Qué me contáis? -empezó diciendo. Y como nadie alterase el silencio, continuó -:Hijos míos, estáis aquí para llenaros de Dios y del espíritu de nuestra madre guapa, la Obra. El mundo, ahí fuera, está lleno de rencores, bajezas, egoísmos, y vosotros tenéis misión específica de reconquistarlo, de poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas. Cumplidme las normas y sed sinceros con los superiores, y no habrá ningún problema.

Pidió un vaso de agua y, mientras, el andaluz cantó una canción alusiva a la entrega. El Padre comentó la letra de la canción y, con algunas bromas dirigidas a los que conocía, terminó su intervención con un "Pax", estentóreamente contestado por todos, y abandonó la sala.

Aquella noche, en que le tocaba dormir en el suelo, Antonio pensó en la escena. Le había impresionado la convicción con que hablaba Escrivá, su buen humor, su ternura. Era muy distinto de cómo se lo había imaginado leyendo Camino. Realmente un líder con corazón de madre, como le había dicho una vez don Jesús.

El último día del curso anual Antonio advirtió una nueva excitación, que no supo a qué atribuir hasta que el director le llamó a su cuarto y le dijo que convenía que hablara con sus padres para que le permitieran vivir en Padilla el próximo curso. Aparentemente, en esa ocasión se comunicaban los destinos. Como la mayoría eran estudiantes, los traslados signifi
caban poco más que dejar de vivir con sus padres o ir a una ciudad donde existía un centro de estudios. Pero todos recibieron una gran impresión al saber que el andaluz iba a marchar a Méjico y que otros dos habían sido destinados a Portugal.

Al llegar a Madrid, comunicó a don Leoncio la noticia.

-Tú sabrás lo que haces, Antonio. Vas a empezar cuarto de carrera y no eres ningún niño. Sabes que te queda siempre abierta la posibilidad de ingresar cuando quieras en el negocio familiar, y espero que este traslado no perjudique tus estudios.

Doña Elena y Pilar le ayudaron lloriqueando a preparar las maletas. Antonio trató de consolarlas:

-¡Que no me voy al Polo Norte, caramba!

Feliz, tomó un taxi y se presentó en Padilla. Carlos Ortega, que había sido nombrado subdirector de la casa, le ayudó a instalarse, robando sitio de un apretadísimo armario donde guardaban ya sus cosas otros dos. Antonio iba a dormir en el mueble-cama de una salita contigua al oratorio, donde solían celebrarse los círculos. La primera noche, al cumplir los dos últimos ritos nocturnos, consistentes en rezar las tres avemarías de la pureza y rociar las sábanas con agua bendita, se le vinieron a la memoria aquellos versos del Breviario que había aprendido en Molinoviejo: "Nada hay más hermoso que morar en la casa del Señor". Dirigió su mirada a la puerta que separaba la habitación del oratorio. A menos de tres metros, Jesús sacramentado velaba su sueño, desde las misteriosas apariencias del pan eucarístico.

Empezó el curso. Antonio había ganado tiempo al no tener que hacer esos viajes diarios a su casa. La vida en Padilla era una continuación de la de Molinoviejo, aumentada con la ilusión del proselitismo. En las comidas y en las tertulias se hablaba mucho de los chicos en "tratamiento". Antonio entabló amistad con algunos compañeros de cuarto de Derecho, nuevos para él al haber adelantado un curso. Pronto se vio respetado por la precisión de sus respuestas en clase, pero, sobre todo, porque ya era titular del equipo de fútbol de la facultad y mantenía hábitos sanos, como no fumar ni frecuentar los bares. A su alrededor, comenzó a tejerse una cierta aureola de admiración y cuando, en seguida, se descubrió que vivía en una residencia del Opus, le fue fácil llevar las conversaciones por derroteros apostólicos. Asesorado por Carlos Ortega, sabía no asustar a la gente, hablar primero mucho de virtudes humanas, de honradez, de trabajo, de compañerismo.

El momento culminante lo constituyeron unas conferencias teológicas organizadas por el SEU, en las que hablaron un jesuita, personaje importante en la congregación mariana, y don Raimundo, el cura indio del Opus, como le llamaban. Don Raimundo tuvo mucho éxito. Conocedor de la teología moderna y provisto de una mente fría y una oratoria muy directa, entusiasmaba a los muchos estudiantes que sentían el catolicismo como forma de vida intensamente practicada en la familia, en el colegio. Los de la Obra aprovecharon la ocasión e indujeron a bastantes de ellos a charlar con don Raimundo en la residencia de la Moncloa y en Padilla, donde pasaba algunas mañanas. Por ese procedimiento, Antonio invitó a varios de sus colegas, especialmente a Fernando, el hijo del subsecretario de Hacienda, compañero suyo también en el equipo de fútbol. Fernando era muy jaranero y tenía gran éxito entre las chicas. Hacia Navidad, Antonio le invitó a una tanda de ejercicios y, por indicación de Juan, le acompañó. Se pasó los ejercicios animándole. Como Fernando tenía también una anterior y profunda formación cristiana, prendió el fuego. Sólo quedaba la cuestión de las mujeres.

Al regreso de Molinoviejo, Antonio discutió el asunto con don Raimundo, quien había presidido los ejercicios y al que Fernando parecía haber elegido como director espiritual. Don Raimundo no era muy partidario de. apresurar las cosas, al contrario que Juan, el director, particularmente interesado en que "pitara" el hijo de un político tan importante. "Tenemos que dejar obrar a la gracia -decía el cura-. Si el Señor lo ha elegido, no podrá resistirse, como no pude resistirme yo, aunque lo intenté cien veces, ni tú." Juan era más práctico. Veía las consecuencias sociales de una vocación tan destacada y temía que el ambiente frívolo de guateques y fiestas debilitara los fervores de Fernando. Toda la casa ofrecía la oración y la mortificación por el candidato, e incluso don Jesús habló a las sirvientas para que encomendaran un "pitaje" especial. Antonio se sentía protagonista. Además, mientras el secretario de la casa hacía las prácticas de la milicia universitaria, él desempeñaba interinamente su cargo. El secretario, juntamente con el director, el subdirector y el cura, formaba el consejo local de la casa, órgano colegiado de gobierno, como quería el Padre. Su misión específica, aparte compartir las decisiones del consejo, consistía en llevar la caja y los libros de contabilidad. Los numerarios entregaban todo el dinero que recibían de su familia o que ganaban dando clases o de cualquier otra forma. De vez en cuando, sacaban de caja cantidades para gastos ordinarios, metro, tabaco, etc. Firmaban vales de entrada y salida, y todos ponían gran interés en que sus ingresos en caja sobrepasaran las salidas y también en que cada mes les cuadrara la cuenta de gastos, cuenta donde los apuntaban todos y que entregaban luego al director. Antonio conoció entonces las penurias de Padilla. A veces no había dinero para que las chicas fueran a la compra, y la directora, que venía unas horas a dirigirlas y administrar la casa, se ponía nerviosa ante las deudas en las tiendas.

Se estudiaba cuidadosamente cualquier gasto extra, especialmente los de ropa, y de vez en cuando se daban pequeños sablazos a las familias más pudientes. No estaba bien visto pedir dinero a Comisión, es decir, a la oficina central de la Obra, porque, como les contaba Toñé, lo que el Padre necesita es que le resolvamos los problemas económicos, así él se puede dedicar a los otros. Se predicaba la doctrina de la autosuficiencia económica de las personas y las casas, y a todos les daba vergüenza contradecirla.

Antonio recibía dos mil pesetas mensuales de don Leoncio y, además, su madre le compraba la ropa y le hacía constantes regalos. Una tarde en que estaba más apurado que de ordinario acudió a las oficinas de don Leoncio para que le echara una mano. Éste aprovechó la ocasión para soltarle un sermoncito sobre productividad y trabajo que le hizo salir con las orejas coloradas, aunque consiguió su propósito.

Fernando se decidió en el mes de mayo. Hubo alegría general. Antonio se sentía en la gloria. Su oración era una continua acción de gracias por habérsele permitido ser vehículo de las maravillas del Señor.

En Padilla reinaba un especial desinterés por los acontecimientos mundanos. Aunque estaban suscritos al ABC, nadie lo leía, a excepción de Toñé. Algunas noches, en la tertulia, cuando el director sentía a la. gente más fatigada de lo normal, ponían la radio y oían algún programa de variedades, tipo El Zorro o cualquier otro por el estilo. La concentración mental en la piedad, el estudio y el apostolado era máxima, y una vez al mes, el día del retiro mensual, guardaban el silencio hasta las cinco de la tarde. Antes, dadas sus aficiones futbolísticas, Antonio solía comprar el "Marca", pero ahora, aunque no se lo habían prohibido expresamente, había dejado de hacerlo.

Una tarde se pasó por Padilla el hijo del marqués del tren eléctrico, como llamaban en broma a su padre, aficionado a ellos y poseedor de una valiosa instalación en miniatura. El marquesito, que era hombre leído y preparaba las oposiciones al cuerpo diplomático, habló a Antonio de sus aficiones intelectuales. Antonio se puso nervioso al reconocer que no había leído a Ortega ni a Unamuno y que sus lecturas no eran más que un subproducto de sus lecciones de derecho. Como consecuencia de aquella conversación y asesorado por don Raimundo, empezó a leer un libro de Maritain, un gran pensador estilo francés, según el sacerdote. Le gustó, encontrándolo compatible con el espíritu de la Obra, aunque la firmeza y homogeneidad del pensamiento del Padre no permitían los matices maritainianos. Un día discutió de eso en San Bernardo con un compañero falangista y comprobó que a su interlocutor no le gustaban mucho los ideales demócrata-cristianos del pensador galo.

Sin embargo, la atención doctrinal de Antonio continuaba centrada en la Obra y, aunque ya en cuarto de Derecho, con el internacional y el administrativo, tenía acceso a ideas y situaciones jurídicas más abiertas y cosmopolitas que con el puro derecho privado, su manera de enfocar los estudios era muy pragmática. Aprendía las cosas para dominarlas y no para hacerse cuestión de ellas. La meditación diaria de Camino y de las frases del Padre que figuraban en otros escritos, recogidos de sus predicaciones, le había proporcionado una especie de instinto para distinguir lo interesante de lo inútil en todo cuanto leía u oía. En cierto sentido, como le dijo una vez don Raimundo, la visión sobrenatural convertía en accidental, accesorio, cualquier planteamiento intelectual que no tuviera como finalidad sentir más cercano a Dios en su corazón, y esto sólo se conseguía despojando la vida interior de los asuntos terrenales. Por supuesto, era preciso ocuparse de éstos, pero sin que les impidieran continuar siendo esencialmente hombres contemplativos. Por eso Antonio se iba desinteresando de sus aficiones, aunque en verdad nunca tuvo ninguna especialmente absorbente, y se sentía dispuesto a servir a Dios en el sitio y del modo que los superiores le indicaran. Hablando un día en la facultad con Fernando, a quien cuidaba especialmente para proteger su incipiente vocación, no tuvo más remedio que aguar algunas de las ilusiones profesionales que su nuevo hermano le confiaba:

-De acuerdo, Fernando, en que desde un puesto del Estado se puede hacer mucho bien, y el Padre dice constantemente que hemos de ocupar esos cargos para instaurar una sociedad cristiana. Pero el día en que el trabajo, por muy importante que sea, nos impida concentramos en la oración o participar en la vida de familia no estaremos haciendo el "opus Dei" sino el "opus diaboli". San Bernardo le decía al papa que su trabajo de pontífice sería una ocupación maldita, fíjate bien, si le impidiese comportarse como un verdadero contemplativo.

Estaba tan seguro de lo que decía que a veces no dejaba hablar a sus compañeros cuando contradecían sus puntos de vista. Una tarde vino a Padilla un chico de San Rafael, como llamaban el los que no pertenecían el la Obra, y contó que en un bar de Serrano habían puesto una inscripción que, a su juicio, debía considerarse como sacrílega.

Después de pedir permiso al director, Antonio rogó al muchacho que le acompañase a aquel lugar. Nada más entrar en el bar, vio un cartel pegado al cristal del mostrador que decía: "Venid a mí todos los que estáis cansados, que yo os aliviaré". Antonio solicitó hablar con el dueño, un hombre gordo y ya entrado en años, que escuchó impasible la retahíla de argumentos y nerviosismos del chico.

-Mira, muchacho -le contestó al fin -. En mi casa mando yo, con permiso de mi mujer y de la cantidad de inspectores que vienen a decirme cómo tengo que llevar el negocio. No me faltaba más que me saliese un inspector amateur en plan moral. Ese cartel se queda ahí porque ha sido una ocurrencia de un amigo, y porque hace gracia a mucha gente, y porque a mí me sale de los cojones. Y si vienes de parte del obispado, diles que aquí viene un cura todas las noches a tomarse unas copas y no me ha echado ningún sermón por ello.

Antonio volvió desasosegado a Padilla y le contó a Juan el incidente. Juan le tranquilizó diciendo:

-No te preocupes tanto. Tú haz un acto de desagravio al Señor cada vez que te acuerdes de ese bar o pases por delante de él. Cuando haya gente de la Obra en el gobierno, tendremos suficiente poder para impedir esas y tantas otras costumbres contrarias al espíritu cristiano. Mientras tanto, hemos de limitarnos a rezar y mortificarnos, y prepararnos bien para ocupar puestos de responsabilidad o para obedecer ciegamente en el lugar donde el Padre quiera colocarnos.

Antonio entró en el oratorio. Media hora después salió calmado y confortado. Había visto claro una vez más que. en la Obra, las iniciativas personales no servían si no pasaban por el tamiz de la obediencia. El Señor había querido utilizar aquel suceso para enseñárselo de manera clara.

Hacia finales de curso, Juan le llamó a Dirección: -Hemos recibido la lista de los que van a hacer centro de estudios este verano y tú estás incluido en ella. Supongo que ya sabes que todos los numerarios estamos obligados a seguir unos cursos sobre el espíritu de la Obra y algunas asignaturas del sacerdocio en régimen de internado. Este verano, en La Estila, os reuniréis más de doscientos numerarios. Creo que será una gran ocasión para que prepares tu oblación. Espero que te guste Galicia. La Estila la construyó la Obra en Santiago como residencia de estudiantes y, en verano, se aprovecha para la formación interna. ¿Tendrás algún problema para ir?

Antonio le contestó que no y comenzó a preparar su ánimo para los tres meses de vida en común que le esperaban. Su carácter abierto le hacía fácil la convivencia con todo tipo de personas. Aquel curso en Padilla le había entrenado en esa delicadeza del trato mutuo que quería el Padre para sus numerarios y le había enseñado a dar y recibir con buen espíritu la corrección fraterna, ese medio de apoyo y estímulo característico de la Obra, en el que se probaba la verdadera fraternidad. Sólo una vez se había molestado como Toñé le hizo una corrección fraterna por hablar con la boca llena en el comedor, pero se le había pasado en seguida

Aprobó con buenas notas el cuarto curso y consiguió de su padre unas pesetas extras para el veraneo en Galicia. Una mañana de primeros de julio, con otros chicos de la Obra de Madrid, se encaramó a un vagón de tercera y salieron en dirección a Santiago. El viaje fue muy alegre. Tenían un departamento para ellos solos, y cantaron, charlaron y cumplieron las normas hasta las seis de la tarde. Se apearon en una estación gallega, para terminar el trayecto en autobús.

Para Antonio suponía una novedad el paisaje, tan verde y tupido, el acento de los campesinos, la humedad del ambiente. Ya anochecido, llegaron a la residencia. Era una casa muy grande, de cuatro pisos y, al entrar, tras haber pasado unos minutos en el oratorio, los condujeron a un saloncito donde había una cena servida en bandejas. Después de la tertulia, se presentó un muchacho corpulento, navarro, a quien todos llamaban Pepote. Él los distribuyó por las habitaciones del caserón. A Antonio le tocó una en el tercer piso, desde cuya ventana se veía un prado verde y, al fondo, una paisaje de montañas. A la mañana siguiente, el oratorio estaba repleto. La recitación de las Primas del Breviario por doscientas personas a la vez impresionó a Antonio y trajo a su memoria una película que había visto hacía años sobre la vida de unos monjes medievales. En el desayuno, en un comedor grande situado en el segundo piso, muchos saludos y reencuentros. A las diez, todos se reunieron en la sala grande del primer piso, y don Ángel López Amo, un mayor de la Obra, les habló del significado del curso anual, de la importancia de la formación, de que era necesario poner en los estudios internos tanta intensidad como en los civiles. A continuación Ismael Sánchez Bella, ya catedrático de universidad, les explicó la organización de las clases, de los distintos grupos, del profesorado, y les animó también a la seriedad en el trabajo.

Las cosas se iniciaron a gran ritmo. Antonio tenía clases desde las diez hasta las dos, con un descanso de diez minutos entre ellas. Estudiaba latín, filosofía, liturgia e historia de la Iglesia. Esta asignatura la explicaba Ismael. El primer día de clase les trazó un esquema histórico de la cristiandad, que -les dijo- vuelve a empezar con la Obra.

-Nosotros imitamos a los primeros cristianos, inmersos en el mundo sin pertenecer al mundo. Tratamos de no incurrir en los errores de los religiosos que, por abandonar la ciudad terrenal y perderse en cuestiones jurídicas, hicieron que la Iglesia tomase un aspecto no querido por Jesucristo. La Obra, porque Dios la inspiró así al Padre, vuelve al espíritu de los primeros tiempos del cristianismo.

En la tertulia del mediodía, se contaban los éxitos del apostolado en diversos lugares. A lo largo del verano, Antonio aprendió muchas cosas del comienzo de la Obra en las distintas ciudades de España. Había entre los asistentes un italiano y un portugués, que hablaron también de sus respectivos países. Por la tarde, se celebraban dos charlas sobre el espíritu de la Obra, en las que se repasaba el plan de vida de ésta y, después de la tertulia de la noche, otra vez el Breviario. La intensidad del trabajo se rompía los sábados y los domingos con el deporte y las excursiones a las rías gallegas o al Santiago monumental.

En las fiestas del Apóstol, Laureano López Rodó, catedrático de la universidad, trajo a celebrar misa al cardenal Quiroga, un hombrón grande y sencillo, que pronunció una plática en alabanza del Padre.

Mediado el curso anual, Antonio tuvo una charla con Laureano en su calidad de jefe de estudios de la Obra en España. Hablaron de sus aficiones y, al comentar Antonio su interés por el derecho administrativo, Laureano le propuso que al terminar la carrera se uniese al grupo de jóvenes de la Obra a los que él dirigía y orientaba en esa materia. Por respeto, el muchacho dejó la contestación en el aire y por la tarde solicitó hablar con el director. El director que le había correspondido en La Estila era Pepote, el muchacho navarro que los había recibido a su llegada.

-En las cosas profesionales -le dijo -tú puedes elegir, siempre de acuerdo con los superiores. Por eso no estás obligado a aceptar la propuesta de Laureano, que te la hace, no en su calidad de superior general de la Obra, sino como amigo. Lo que pasa es que ellos tienen más experiencia, como mayores, sobre los sitios donde más falta hace la gente de la Obra y donde mejor podemos ayudamos unos a otros. Otra cosa sería si la Obra necesitara de ti en Santiago, por ejemplo, y si la mejor forma de ejercer una actividad civil fuera trabajar con Laureano en la universidad y en el bufete. Tranquilízate. Si no quieres tomar una decisión ahora, tienes todo el curso próximo para tomarla, y ya te orientarán en Madrid.

Antonio pasó unos días preocupado por el asunto y llevando a la oración el tema de su futuro profesional con mayor frecuencia. La vocación de la Obra había llenado de tal manera su vida que los demás aspectos habían quedado oscurecidos. Se dio cuenta entonces de que, por razones de secularidad, tenía que elegir algo, aunque luego lo subordinase a la aprobación de los superiores.

Días después, ya cercano septiembre y el regreso, llegaron de Madrid las listas de los destinos. Antonio seguiría viviendo en Padilla, pero ocuparía un cargo especial en Lagasca, trabajando en Secretaría General. Se despertó su curiosidad, que nadie satisfizo realmente, aunque notaba que algunos, y especialmente los mayores del curso, comenzaban a tratarle con mayor seguridad, como si hubiera llegado a cierta madurez en la confianza de la Obra. Al mismo tiempo, llegó la aprobación de su oblación. El 3 de septiembre, en el oratorio, inmediatamente después de la Consagración, se acercó al altar y de rodillas leyó la fórmula: "Yo, Antonio Cuadrado, hago votos de pobreza, castidad y obediencia hasta la próxima fiesta de San José como socio numerario del Opus Dei".

La oblación se renovaba, con permiso de los superiores, siempre presunto, cada fiesta de San José, en marzo, hasta que, a los cinco años, se concedía la fidelidad, es decir, los votos perpetuos. Al final de la misa, nadie se dio por enterado públicamente de la ceremonia, porque les habían insistido mucho en que los votos de la Obra eran privados, de conciencia, y no tenían, como la propia entrega, una naturaleza social exterior. Alguien había comentado la noche anterior lo raro que le había resultado asistir a los votos de una hermana suya monja, con todo el ceremonial y una fiesta después, y había bromeado sobre ello hasta que don José María, un cura mayor, le interrumpió diciéndole que cada familia en la Iglesia tiene derecho a sus costumbres, con lo cual le dejó callado.

Al llegar a Madrid, Antonio observó un gran cambio en Padilla. Había variado todo el consejo local y, de sus anteriores ocupantes, sólo quedaba Toñé. El resto habían ido a otras casas, la mayoría a la residencia de la Moncloa. El nuevo director, Florencio, un licenciado en química, valenciano y hermano de Ismael Sánchez Bella, le explicó que, por su cercanía a Lagasca, Padilla se reservaría aquel año como residencia de la próxima promoción de sacerdotes. Recibirían las clases en Lagasca y vivirían y harían apostolado en Padilla. Los diez nuevos habitantes eran un poco mayores que los del año anterior, y todos ellos habían terminado ya la carrera. Había un mejicano, Guillermo, entrado en la Obra como tantos otros sudamericanos a consecuencia de los cursos de verano en la Universidad de La Rábida, que controlaba don Vicente, un catedrático de la casa que había convertido esos cursos en oportunidades apostólicas para "tratar" a la gente de Ultramar. Bastaba una recomendación de alguien de la Obra para que don Vicente concediese una beca de estancia al sudamericano en cuestión. Guillermo era persona muy sensible, y Antonio intimó en seguida con él.

Dos días después de su llegada, se dirigió a Lagasca. La finca era un palacete con jardín situado entre Lagasca y Diego de León. Se entraba por Diego de León y había dos pisos nobles, con salas, comedores, todos en puro estilo clásico español, y un oratorio decorado severamente. El tercer piso se hallaba destinado a residencia de los que hacían centro de estudios. En seis habitaciones, se apretujaban, durmiendo en literas, treinta o cuarenta personas. Le recibió don Antonio Pérez, el secretario general, de quien todo el mundo se hacía lenguas por lo listo, elegante y guapo que era. Había ganado las oposiciones al Consejo de Estado muy joven, y pronto el Padre le había elevado hasta el segundo puesto de la jerarquía. Don Antonio le explicó amablemente sus obligaciones:

-Toñé nos ha dicho que eres hombre inteligente y jurista fino y que tienes un gran espíritu apostólico. En esta Secretaría organizamos la expansión de la Obra en otros países, para dejar tranquilo al Padre con las cosas de Roma y el Colegio romano. También confeccionamos las revistas y recibimos muchas visitas que vienen a la sede central. Tú y otros dos conjugaréis el nosotros colectivo del sacrificio para que tantos otros hermanos nuestros puedan conjugar el tú y el yo. Espero que te resulte fácil el trabajo.

Antonio se interesó por el horario. El secretario le respondió que era muy variable y que ya se pondrían de acuerdo los tres. Al día siguiente, a las diez, se presentó de nuevo allí. Conoció a Luis, un muchacho peruano, y a Manolo, que se preparaba para ordenarse en la promoción de aquel año. Manolo llevaba ya un año trabajando en Secretaría y se encargó de ponerles al corriente. Acordaron que Antonio disfrutase de más libertad por las mañanas a fin de asistir a algunas clases en la facultad. Luis escribía su tesis y apenas necesitaba salir de casa, y a Manolo le pasaba lo mismo. Ambos vivían en el centro de estudios.

Antonio inició una nueva etapa de su vida en la Obra llena de sorpresas. Empezó a averiguar cómo se gobernaba y las diferentes clases de superiores, consejos y comisiones existentes. Manolo, que era amigo de la conversación, le explicó que, desde que el Padre vivía en Roma y se había llevado con él a don Alvaro de Portillo, su hombre de confianza, el Consejo general de la Obra en Madrid funcionaba con cierta autonomía respecto a la expansión de la labor por todo el mundo, aunque, naturalmente, el Padre se mantenía al tanto de todo y, en sus visitas o cartas y en los viajes a Roma que efectuaban los del Consejo, les daba instrucciones. Se estaba ensayando una forma de gobierno nacional en España, con una Comisión cuyos miembros ostentaban los mismos cargos existentes en el Consejo y en el que el consiliario, un catedrático de civil y sacerdote, don Amadeo de Fuenmayor, ocupaba una posición parecida a la del Padre en el Consejo.

-Pero en la Obra -insistía Manolo- las funciones de gobierno son mínimas y, más que otra cosa, se trata de mantener el espíritu del Padre, organizar las casas y los centros y procurar que la preocupación apostólica continúe viva en todos nosotros. Precisamente una de las características de la batalla canónica, como el Padre llama a su lucha filial con la curia de Roma para que aprueben la Obra tal y como Dios se la inspiró es convencer al papa y a los cardenales de que nuestra vida no debe ser regulada minuciosamente, sino que hay que dejar la iniciativa al espíritu, encarnado en el Padre. Les cuesta mucho trabajo entender eso, porque en Roma hay una gran tendencia a la juridicidad, a la normativa.

Poco a poco, Antonio conoció y trató a los superiores mayores, es decir, a los miembros del Consejo general. El más simpático y bromista era don José María, uno de los tres primeros en ordenarse y que se cuidaba de la Sección femenina. "A las mujeres - solía decir con frecuencia -hay que tenerlas ocupadas todo el día, porque, si no, se pasan la vida hablando. Y aún ocupadas, hablan." A don José María le gustaba también embromar a Luis, el peruano, y hacer chistes con los modismos de su castellano arequipeño. Luis era todo cortesía y buenas maneras y trataba con gran respeto a los superiores, y a Antonio, al ver cómo don José María se metía con él, le parecía descubrir en el sacerdote un fondo de chulería de señorito madrileño, al modo de su padre. Pero contenía sus malos pensamientos, también por respeto a los superiores. Recordaba la constante predicación de La Estila. Durante todo el verano les habían insistido en que los superiores son los buenos pastores, en los que se debía ver a Jesucristo, nuestro Señor. Así, se le había creado el reflejo de no juzgados ni contradecirlos y de tratar de identificarse con sus gustos.

Paco, un pintor que había vivido cierto tiempo con el Padre, le había confesado una vez durante una excursión que había llegado a modificar su visión estética y su modo de entender la pintura, remplazándola por los gustos del Padre, en una lucha interior que le había costado mucho, pero que le había dejado lleno de paz en adelante. Y ahora pintaba vírgenes y ángeles y motivos de decoración interna, con la seguridad de interpretar los gustos del Padre y, por consiguiente, de cumplir así la voluntad de Dios.

Dos miembros del Consejo con los que se entendía bien Antonio eran Luis Valls Taberner y Alberto Ullastres. En Lagasca existía una explícita admiración por ambos, ya que ellos se ocupaban de la administración económica y el Padre los había elogiado públicamente por su trabajo. Luis Valls era un chico catalán, alto y elegante, de familia de financieros, que hablaba poco y sonreía mucho. Había venido a Madrid con un enchufe que le había conseguido don José María Alvareda, como a tantos otros de la Obra, en el Consejo superior de investigaciones científicas, y muy pronto el Padre le había elegido para organizar las cuestiones económicas. Alberto Ullastres era un catedrático de economía, de familia madrileña burguesa, con modales finos y aspecto delicado, procedente de la Acción católica. Entre ambos estaban dando a la Obra lo que el Padre llamaba la base económica. Los ingresos resultaban siempre superiores a los gastos, porque la mayoría de numerarios eran jóvenes. Comenzaban a "pitar" supernumerarios, es decir, hombres y mujeres casados, que se comprometían a dar una limosna mensual, pero en su mayor parte se reclutaban también entre la juventud, y pertenecían a la enseñanza o la burocracia. Algunas familias ricas, como los Ibarra de Bilbao, daban al Padre dinero de vez en cuando.

Sin embargo, en general, las casas de la Obra eran pobres. Faltaba casi lo imprescindible, y ahora que el Padre había decidido construir el Colegio romano para la formación de los dirigentes, las necesidades acuciaban. Luis Valls y Alberto Ullastres empezaron a utilizar a Antonio para escribir cartas, pasar a máquina planes y documentos e incluso a aprovechar sus primeras habilidades de jurista.

La Obra contaba con algunas pequeñas empresas, como la establecida por arquitectos e ingenieros para hacer las contratas de las construcciones del Consejo y en la que intervenían los mayores, como Miguel Fisac, Ricardo Fernández Vallespín, Jorge Brosa y Fernando Valenciano. También estaba la editorial Rialp, a través de la cual el Padre quería ejercer una influencia cultural. Pero se trataba de entidades poco rentables. Luis y Alberto plantearon una nueva estrategia, que recordó a Antonio las gestiones de su padre. Por una parte, se dedicaron a visitar banqueros y amigos de miembros de la Obra, pidiendo a los numerarios que les proporcionasen los nombre de sus conocidos. Por otra, lograron del Padre un documento en el que se decía que todos los suyos debían apoyar al llamado grupo Ullastres, que sería la base económica de la expansión apostólica, asegurando así la adhesión de todos a sus planes. Antonio sintió que aquella tarea le ilusionaba, y don Antonio Pérez le animó a ello. De vez en cuando, venían a Lagasca otros numerarios importantes en materia económica, como Rafael Termes, que había organizado una entidad bancaria en Andorra, y Gregorio Ortega Pardo, que empezaba a hacer lo mismo en Portugal. Antonio recordaba especialmente los cinturones repletos de billetes que se ponían los que iban a Roma para llevar así dinero al Padre, puesto que las disposiciones sobre divisas no permitían la exportación de pesetas. Aquel contrabando por motivos aposólicos le impresionaba y le hacía sentir admiración por los que lo practicaban.

Otro sujeto interesante del Consejo era Florentino Pérez Embid, un andaluz gordo y guasón, el primer político de la Obra en razón de su cargo de director general de Propaganda en el Ministerio de Información de Arias Salgado. Florentino conseguía películas en Censura, que se veían los sábados por la noche en Lagasca, y hablaba mucho de acción cultural. Pero, sobre todo, se refería siempre a su jefe, Rafael Calvo Serer, como líder de la tercera fuerza, un grupo de intelectuales que se agrupaba en torno a ellos, en su mayoría monárquicos y en los cuales, según Florentino, se centraba la esperanza de España. Alguna vez Laureano López Rodó, que además de ser director de Estudios de la Obra en España, era un alto encargado del Consejo de investigaciones, venía a ver a don Antonio Pérez. Antonio, que le recordaba de La Estila, sentía por él un miedo instintivo ya que, si bien en broma, todos decían: "Si te coge Laureano y te organiza, estás perdido."

Cuando los mayores se encontraban en confianza, bromeaban sobre ellos, especialmente sobre personajes de la religión y de la política españolas. A través de esas bromas, Antonio aprendió a averiguar por dónde iban las simpatías de la gente mayor. Por ejemplo, y a pesar de que algunos numerarios como Toñé procedían de Falange, se notaba que el Movimiento no era bien visto en Lagasca. Pero hacia donde más dardos se tiraban era contra las otras organizaciones apostólicas, y en particular contra los jesuitas y los propagandistas. Florentino tenía una manera muy divertida de ensañarse con los "meapilas" servidores del Vaticano. Una tarde en que Antonio se escandalizó por unos epítetos más fuertes de lo normal que Florentino dedicó a los católicos oficiales, pidió en su casa orientación para ver si debería hacerle una corrección fraterna por falta de caridad. Florencio, el nuevo director de Padilla, le dijo simplemente que la corrección había que consultarla con el director del hermano al que se pretendía corregir y, en el Consejo General, con el superior mayor. Acudió, pues, a don Antonio Pérez con su problema y don Antonio, que por primera vez le pareció frío y distante, le explicó que, en la intimidad de la familia, la espontaneidad no debe extrañarnos y que Florentino no pretendía hablar mal de otros católicos, sino hacer patente, como era obvio, la necesidad de no servirse de la Iglesia para fines propios.

Antonio no quedó tranquilo con la explicación y una tarde, aprovechando que se encontraban solos en la pequeña oficina de Secretaría Manolo y él, trató de sonsacarle. Manolo le explicó que quienes menos habían entendido la Obra eran los católicos oficiales, como si estuviesen celosos de una nueva actividad apostólica, especialmente los jesuitas y sus centros de influencia, que habían controlado el catolicismo español por mucho tiempo. La Obra sólo quería libertad para servir a la Iglesia en la forma en que Dios había inspirado al Padre. Le contó también que, cuando se trataba de nuevas actividades misioneras, el Padre prefería aquello que proporcionara menos gloria humana y que, concretamente, había pedido a Roma, y obtenido, que el Papa le adjudicara una diócesis de misión en Perú, en medio de una sierra abrupta, que nadie quería. En plena charla de ambos, entró en ]a oficina don José María, el sacerdote encargado de la Sección femenina y, al oír de lo que estaban hablando, se explayó también:

-Vosotros sois muy jóvenes y lleváis poco tiempo en la Obra, pero no podéis ser unos simplones, y menos en este cargo. Las personas que más zancadillas han puesto al Padre son las que más aprecio deberían sentir por la Obra, que viene a traer savia nueva a la Iglesia. Y han llegado a los peores y más viles procedimientos. Denuncias en Roma, en Madrid. En mitad de la guerra mundial nos denunciaban como germanófilos a la embajada inglesa y como anglófilos a la alemana. Son gente que ha perdido la visión sobrenatural y sólo quiere poder. Por eso el Padre sufrió tan gran impacto en su inocencia sacerdotal al llegar a Roma y verla dominada por políticas pequeñas, y por eso cada día, él o alguno de sus hijos, se dirige a la plaza de San Pedro, reza el Credo y dice por tres veces: "Creo en la Iglesia a pesar de todo."

Antonio empezaba a compartir esa beligerancia y, en la universidad, incorporaba a su estrategia apostólica diversos toques de combatividad contra el catolicismo oficial. En Padilla, con tantos residentes ocupados en su preparación sacerdotal, había bajado el ritmo apostólico, y sólo Antonio, con la ayuda eficaz de Fernando, el espectacular "pitaje" del año pasado, mantenía vivo el proselitismo en la facultad de Derecho. Trabajaban muy unidos y habían organizado un círculo de estudios al que semanalmente acudían diez o doce compañeros de San Bernardo. La mayoría eran adictos de Fernando, antiguos camaradas de guateques, todos reunidos bajo la sombra protectora de su padre, el subsecretario de Hacienda, que, sevillano y bromista, les prometía siempre ayuda cuando terminaran la carrera. Antonio y Fernando eran también los únicos numerarios de Padilla que aportaban dinero a la caja, yeso les daba un mayor sentido de responsabilidad.

Don Leoncio había incrementado a cinco mil pesetas su ayuda mensual, y Fernando, que durante aquel año se había incorporado a la vida de la casa, aportaba casi el doble.

Por indicación de Florencio, Antonio y Fernando actuaron también de Reyes Magos aquel curso. Todos escribían su carta a los Reyes, y el 6 de enero se celebraba una gran fiesta. Los regalos eran modestos: agendas, corbatas, carteras... La gracia consistía en la cartulina que los acompañaba, con una alusión humorística a la personalidad de cada uno y a veces una caricatura. Antonio y Fernando pasaron las tardes del 4 y el 5 de enero dando vueltas por los mercados baratos del Madrid antiguo, donde compraron asimismo algo de musgo para el Belén. Iban hablando, como siempre, del apostolado en la universidad. Fernando estaba preocupado porque iba a terminar el curso y la mayoría de sus amigos a los que había hablado de "pitar" no habían respondido nada. Y ya estaban en quinto de carrera. Antonio le tranquilizaba y le hablaba de que a lo mejor Dios los tenía destinados para supernumerarios o para cooperadores, una fórmula de adhesión a la Obra que se había aprobado en Roma y en la que cabían incluso personas no creyentes o de otras religiones. Entusiasmados en su conversación, apenas paraban mientes en el Madrid que les rodeaba. Los alrededores de la plaza Mayor eran miserables. Aún no se había recuperado de la guerra civil aquel barrio, muchas de cuyas casas mostraban síntomas de ruina. El Madrid de los Austrias era el centro de reunión de los recién llegados a la capital, de los visitantes de los pueblos y también de los mendigos y desharrapados. Al finalizar las compras, Antonio y Fernando entraron en un bar donde se hablaba muy alto y un par de borrachos cantaban el "Raskayú" a voz en grito. Se marcharon enseguida los estudiantes con una sensación de pena en el alma, porque, como confesó Fernando durante el trayecto del metro, la calle se hallaba en manos de gente grosera y materialista, a los cuales sería muy difícil hacer llegar el mensaje de la Obra. Al entrar de nuevo en el calor y la cordialidad de la residencia y dejar en Dirección los paquetes, hablaron brevemente de ello con Florencio. Éste, con una palmada en la espalda a cada uno les invitó a no pensar en cosas tristes en el momento en que celebraban la venida de Jesús a la tierra.

El curso pasó muy deprisa. El trabajo de Antonio en Lagasca apenas le daba respiro, de modo que tenía que quedarse un rato casi todas las noches para mantenerse al día en su quinto curso de Derecho, que le conduciría al título.

Un sábado por la tarde, después de la sesión de cine en Lagasca, a la que le invitaban por trabajar en Secretaría, Antonio salió a pasear calle Serrano abajo con José María Arana, un ingeniero guipuzcoano que estaba haciendo centro de estudios y al mismo tiempo ayudaba a los superiores encargados de los asuntos económicos. José María le relató un viaje que había hecho a Roma con Luis Valls. El Padre les había animado a fundar empresas mercantiles, donde, a la vez que la rentabilidad, se buscara la influencia apostólica. Les había hablado especialmente del cine, una actividad, decía el Padre, en manos de judíos y masones, que sólo buscaban el dinero, aun a costa de enseñar desvergüenzas. En Roma se veían muchos carteles cinematográficos de mal gusto, y el Padre les había insistido en la moral pública, algo por lo que todos los católicos deberían luchar juntos.

Antonio notaba aumentar por días su deseo de poner en marcha un gigantesco imperio económico al servicio de la fe, con el atractivo de esa fundamental motivación de la que carecía la modesta empresa de don Leoncio. Le seguían tirando las leyes, el derecho, pero, ya cercana la conclusión de la carrera y con su vocación bien firme, no sentía la ilusión de los primeros años por parecerse a su abuelo, el notario de Lugo.

Un día, hacia la mitad de la primavera, al entrar en Lagasca por la tarde, notó un especial revuelo y, sin apenas darse cuenta, se topó de bruces con el mismísimo Padre. Se arrodilló para besarle el anillo, como disponían las costumbres, pero el Padre le levantó y le abrazó.

-¿ Cómo estás, picarón? -le preguntó con su pronunciado acento aragonés -. Ya me han dicho que trabajas duro y firme y que tienes un buen espíritu apostólico.

Le cogió del brazo y le llevó hasta un rincón. Se sentaron juntos y comenzó a hablarle en voz baja:

-Hijo mío, todo esto que hacemos tú y yo no tiene ningún sentido si no estamos muy unidos a Cristo por la oración y la abnegación. Cúmpleme las normas, sé dócil con los superiores y yo te garantizo una gran felicidad en esta vida, y la Vida con mayúsculas después. ¿Eres sincero? -Sin dejarle contestar, el Padre prosiguió-: Nuestra sinceridad es la base de la entrega. Cuéntalo todo, todo lo que se te pase por la cabeza y te preocupe, para que puedan ayudarte a ser Obra de Dios, Opus Dei. Y en este trabajo interno, donde hemos de ser tú y yo roca para que el edificio se asiente sólidamente, no pienses en ti, piensa sólo en los demás y en la Obra. Tenéis que sacarme adelante lo económico, tenéis que llenar el mundo de empresas sobrenaturales donde el trabajo individual y el trabajo en grupo tengan el sello divino de un camino hacia Dios.

Mientras el Padre hablaba, Antonio le miraba fijamente, como embobado. Todo lo que le habían contado de él, y sobre todo esa aureola de familiaridad con lo sobrenatural, de cercanía a lo milagroso, le dominaba. Don Álvado del Portillo, el compañero permanente del Padre, se acercó y le dijo:

-Padre, nos esperan en la Sección femenina.

-¡Tirano! -exclamó bromista y en voz alta el Padre-. ¿Sabes? - continuó dirigiéndose a Antonio -. Este hermano tuyo es un tirano de mi horario. Me trae y me lleva como un fardo. Pero me hace cumplir la voluntad de Dios - añadió poniéndose súbitamente serio -, y yo le obedezco como si fuera el mismo Jesucristo.

Levantándose ágilmente, besó en la frente a Antonio. -Escríbeme con frecuencia -le susurró. Y se marchó escaleras abajo hacia el sótano del edificio, donde se alojaba la Administración, es decir, donde habitaba la Sección femenina.

Largo tiempo le duró a Antonio el recuerdo de aquel primer encuentro personal con el Padre. En la oración paladeaba cada instante, y su memoria, uniendo aquel momento con todo lo que antes había leído y oído sobre él, magnificaba la figura del fundador y le producía la emoción de la cercanía a lo sobrenatural. En Padilla le hicieron contar una noche aquel encuentro, y todos le escucharon en silencio. Desde entonces, Antonio comenzó a escribir una carta semanal al Padre, esa costumbre que los superiores aconsejaban como de buen espíritu.

El curso académico tocó a su fin. Con seguridad y confianza, Antonio hizo unos buenos exámenes y, días después, la familia Cuadrado celebraba con un almuerzo extraordinario el éxito de su primogénito. Don Leoncio y doña Elena, a pesar de que Antonio se había alejado físicamente de ellos, lo sentían aún suyo. Prácticamente todas las semanas comía un día en casa y, aunque no les contaba mucho de su vida, ellos adivinaban con instinto paternal que estaba contento, y eso les bastaba.

Aquel día, Antonio encontró debajo de la servilleta un reloj de oro con su nombre grabado y un cheque por veinticinco mil pesetas. Su hermana Pilar le embromó diciendo que un abogado suponía un buen partido y que aún estaba a tiempo. Antonio se sintió halagado por aquel homenaje y, después de comer, tuvo una breve conversación con su padre.

-Los negocios, hijo - comenzó don Leoncio -, van bien, pero yo ya no tengo tantas ganas de luchar y estoy desaprovechando oportunidades nuevas por falta de cooperación. Tú sabes que me gustaría mucho que trabajases conmigo, y espero que te lo pienses antes de dedicarte a otra cosa. Desde luego, tienes mi apoyo si quieres preparar unas oposiciones o pasar algún tiempo sin ganar dinero. Pero lo que no me parecería bien es que te convirtieras en un clases pasivas, a menos que desees hacerte cura.

-No te preocupes, papá - contestó Antonio -. En la Obra todos tenemos y ejercemos una profesión civil. Yo quiero pensarme bien mi futuro, y ten por seguro que consultaré contigo.

Continuaron hablando de temas generales, y Antonio aprovechó la ocasión para llevar la charla a un terreno espiritual, convenciendo a su padre para que acudiese a una tanda de ejercicios que se iban a dar en Molinoviejo pocos días después.

-Siempre te sales con la tuya -comentó de buen humor don Leoncio-. Desde luego, si todos los de la Obra tienen la mitad de gancho que tú, vais a meter el país en un puño.

Antonio sabía que aquel verano también lo pasaría en La Estila para hacer su segundo curso de centro de estudios. Pero lo que no sabía, y que Florencio le dijo días después del almuerzo con los Cuadrado, era que actuaría como secretario del Consejo local, allá en Santiago, y que a la vuelta viviría en Lagasca, para completar rápidamente lo que le faltase de la formación interna, a la vez que seguiría ayudando a los superiores mayores.

-A ver si te conviertes pronto en un financiero de peso y nos sacas de apuros - rubricó con broma Florencio sus palabras más serias.

En su interior, Antonio sintió fortalecida su conciencia de misión y aquella tarde, en la oración, prometió al Señor no fallarle, serle fiel.

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