LOS HIJOS DEL PADRE
Novela de Alberto Moncada
CONTINUACIÓN CAPÍTULO
2. Los insomnios de Antonio (1948-1953)
Un hombre capaz de ducharse por las mañanas con agua
fría tiene mucho adelantado para el resto del día.
-¡Pero mis padres se van a despertar con el ruido del
agua! El cuarto de baño está cerca de su alcoba.
-Procura hacerla en silencio o, si quieres, te duchas en Padilla
cuando vengas.
-¿Tengo que venir todos los días?
-No es que tengas que venir. Las normas no son una imposición
ni algo que obligue bajo pecado. Es costumbre que hagamos
la oración juntos por la mañana y después
de la misa, y los adscritos, es decir, los que no viven en
casa, suelen venir a la oración. Si no puedes porque
no te da tiempo para ir a clase, lo hablas con Juan, y arreglado.
Al despedirse, Antonio le preguntó:
-Creo que al darme la enhorabuena habéis dicho algo
así como "Paz", ¿no?
-Cuando nos encontramos o nos despedimos, y en varias ocasiones
de la vida de piedad, usamos el saludo Pax. Se contesta "In
aeternum", para siempre. Dice el Padre que así
se saludaban los primeros cristianos.
-Entonces, "Pax".
-"In aeternum", Antonio.
La vuelta a casa se le hizo muy corta. Tenía tantas
cosas en qué pensar... y todas ellas iluminadas por
la gran novedad de que había sido capaz de negarse
a sí mismo y darse por entero a Dios. A partir de entonces,
intentó dejar el monólogo y hablarle a Dios
en su corazón, como le había aconsejado don
Jesús. "Señor -decía para sí-,
me siento engreído en mi interior, orgulloso de ser
hijo de Dios, de linaje divino."
Durante los cuatro días que faltaban para Nochebuena,
pasó todo su tiempo en Padilla. Como eran vacaciones,
la familia Cuadrado aceptaba que los chicos fueran y vinieran
a su antojo. Pilar se extrañó de tanta ausencia
estando Amparo fuera, pero no dijo nada.
El día antes de Nochebuena Juan Cortés invitó
a Antonio a comer a Padilla. El comedor, como el resto de
las habitaciones del piso, servía también como
dormitorio nocturno. Alrededor de la mesa, que se desplegaba
a las horas de las comidas y se usaba de día como estudio
supletorio, se sentaban los nueve inquilinos fijos de la casa.
Todos eran estudiantes de los últimos cursos, menos
Juan, recién doctorado en Medicina, don Jesús,
el sacerdote, y Toñé, un ex soldado de la División
Azul que actuaba como chófer del Padre cuando éste
venía a Madrid y que trabajaba en las oficinas centrales
de la Obra.
-Enhorabuena, chaval -le espetó Toñé
al abrirle la puerta -. Llegas justo a tiempo para rezar las
preces.
Antes de entrar en el comedor, todos se arrodillaron en el
oratorio y, después de decir "Serviam" besando
el suelo, rezaron una oración en latín que duró
unos ocho minutos y de la que Antonio apenas entendió
nada. Luego, entre bromas, recorrieron el pasillo hasta el
comedor donde, tras la bendición de la mesa, comenzó
el almuerzo. Una chica muy joven, de negro y con cofia, servía
en silencio. La comida consistía en potaje de garbanzos
y pescado frito y, como postre, una naranja. Se bebía
vino blanco común. Durante la comida, unos y otros
relataron sus gestiones apostólicas en la universidad
y, al final, otra vez el oratorio para hacer la visita al
Santísimo. De rodillas, tres padrenuestros y, luego,
la oración que el Padre había compuesto y que
Antonio recordaba: " Yo quisiera, Señor, recibiros
con aquella pureza, humildad y devoción con que os
recibió vuestra Santísima Madre, con el espíritu
y fervor de los santos."
En la tertulia, sentados todos en la sala de estar, Juan le
pidió a Toñé que contara algo de! Padre.
Toñé se refirió a uno de esos viajes
que hacían recorriendo provincias españolas,
visitando obispos y animando a los de casa.
-Nos sorprendió una tormenta en Somosierra y estuvimos
dos horas paleando nieve, el Padre también. Luego presidió
la oración, comentando ese punto de Camino que dice
que, sin nieve, la cosecha no fructifica y que nuestra vida
interior, aunque a veces parece oculta por la nieve, crece
hacia adentro.
Durante la tertulia habían ido llegando otros adscritos,
que se sentaban en el suelo cuando ya no hubo más sillas.
Antonio reconoció a un compañero del colegio,
al que se dirigió inmediatamente después de
terminar la tertulia.
-¡ Pero, hombre, Fernando, no sabía nada!
-Yo sí, pero me dijeron que no interfiriese. ¡Qué
alegría!
Carlos interrumpió el bullicio de ambos.
-Ahora estamos en silencio menor, tiempo de estudio hasta
la merienda. Sólo se habla lo imprescindible.
La mayoría se dirigió a la sala de estudios,
Antonio con ellos. Abrió su libro de civil, colocó
delante el crucifijo que le habían dado y, diciendo
una jaculatoria, se sumergió en el derecho hipotecario.
Pasaron las Navidades. Después de Reyes, Antonio volvió
a la facultad. Cumplía ya casi todas las normas de
la Obra, y su vida de estudio estaba punteada por su vida
de oración y mortificación. Estrenó un
cilicio de hierro, que se ponía durante dos horas en
el muslo mientras estudiaba. Juntamente con Carlos había
redactado una lista de compañeros de curso a los que
iba a "tratar". Una tarde, su hermana Pilar se metió
en su cuarto. Estaba pálida y llorosa.
-Amparo me ha enseñado tu carta. Está destrozada.
¿Cómo puedes estar seguro de eso de la vocación?
-Mira, Pilar, éstas son cosas personales. Amparo encontrará
su felicidad y yo la encomendaré, pero te pido que
no te metas en esto, por favor.
-Pero, ¿ cómo no me voy a meter si es mi mejor
amiga y hasta hace nada la novia de mi hermano...? Tengo un
recado para ti. Don Benito, el confesor de los padres de Amparo,
quiere verte y te espera a las ocho en la parroquia de la
Milagrosa.
Y dando la vuelta, se marchó. Antonio no sabía
qué hacer. No era cosa de llamar a Padilla para pedir
consejo. Por otra parte, un cura siempre es un cura. De modo
que a las ocho buscó a don Benito, al que encontró
sentado en un banco de la iglesia citada. Al ver a Antonio,
don Benito se levantó, le llevó hasta la puerta
y, ya en la calle, le dijo:
-¿Me invitas a tomar un café?
-Encantado, don Benito. Vamos ahí enfrente.
Se sentaron ante sendos cafés y Antonio empezó
a contarle la historia de su decisión. El sacerdote
escuchaba atento. Al cabo de unos diez minutos, le interrumpió:
-Mira, muchacho, como tú comprenderás no me
vas ahora a impresionar, desde tu fervor de iniciado, con
las cosas de Dios. Yo llevo con honradez y convicción
esta sotana, pero la vida me ha enseñado que Jesús
de Nazaret, ese Hombre. Dios que todos los días viene
a mis manos al conjuro de mis palabras, no está tan
interesado en las organizaciones eclesiásticas como
en los corazones y el comportamiento de la gente. Ni la Obra,
por lo que yo sé, ha inventado nada nuevo, ni tú
vas a estar más cerca de Dios sin Amparo que con ella.
Quiero recordarte que has dado pasos públicos en tus
relaciones con Amparo (no tengo por qué referirme a
los íntimos) y que, en la sociedad en que vivimos,
eso te compromete y, sobre todo, cuenta en la biografía
de ella. El destino de las mujeres españolas, por desgracia,
depende de una mezcla de pudor y belleza para tener éxito
en el mercado matrimonial y, tal como somos los castizos españoles,
el que tú te comportes de esa manera con ella no la
va a beneficiar. No creo que muchos chicos entiendan eso de
dejada por una cosa que no consiste en ser cura o fraile,
sino en seguir siendo abogado o comerciante, pero soltero.
-¡Pero, don Benito! interrumpió Antonio-. La
Iglesia ha dado ya varias aprobaciones a la Obra y...
-Eso es asunto nuestro, hijo, de los hombres de la Iglesia,
entre los que te voy a tener que incluir para mi pesar, como
sigas tan terco. Al común de los mortales le parecerá
raro eso de haber hecho los votos y seguir siendo civil. Además
de complicado a efectos jurídicos y morales. Pero yo
no trato de minimizar la Obra. En mi libro de historia de
la Iglesia hay las suficientes fundaciones como para no extrañarme
de una nueva, más o menos peculiar. Yo te hablo del
bien de Amparo, de la grandeza del matrimonio cristiano. Y
creo recordar que la única vez que te vi antes de hoy,
me explayé suficientemente, ante el escándalo
de las personas mayores, acerca de mi esperanza en un catolicismo
más humano, menos ritualista y más como yo creo
que Cristo lo quiere. Bueno, al fin y al cabo, y como decía
mi prefecto de seminario para zanjar las conversaciones incómodas,
doctores tiene la Iglesia... Te veo muy seguro de ti mismo
y, como te dirán en el Opus, ¿ quién
soy yo para torcer la voluntad de Dios?
Se levantaron del café y caminaron en silencio Santa
Engracia abajo. Con un "Hasta la vista, hijo", don
Benito torció en la esquina de García de Paredes
y se alejó a buen paso. Antonio volvió a casa
entristecido. Había frenado su imaginación cada
vez que ésta le presentaba a Amparo. Ahora, impresionado
por los sucesos de la tarde, se la imaginaba de diferentes
maneras, pero siempre llorosa, suplicante, como una Dolorosa.
Tardó en dormirse aquella noche, sacudido por una serie
contradictoria de pensamientos y sentimientos. A la mañana
siguiente, después de la oración y la misa en
Padilla, pidió a Juan que le atendiera unos minutos.
-¿No te importa esperar a que desayune? -le contestó.
Mientras tanto, Antonio compartía los bocadillos y
las bromas de los adscritos, que, en un rincón de la
casa, despachaban lo que en la jerga de Padilla se llamaba
el desayuno de los chóferes. Al sentarse con Juan en
Dirección y contarle el episodio, se sintió
más aliviado.
-Hace unas semanas, durante la oración -inició
Juan su charla-, el Padre nos habló en Lagasca del
Buen Pastor, el que da la vida por sus ovejas y el único
de fiar en la conducción del rebaño. En la Obra,
el buen pastor es el Padre y sus delegados. Sólo a
ellos nos confiamos. Los trapos sucios se lavan en casa. Por
desgracia, siempre encontraremos gente consagrada a Dios que
ha devaluado la calidad de su entrega y ya no considera sublime
la vocación. De ésos debe de ser tu don Benito.
No le hagas caso. Son como los fariseos, que convirtieron
la religión en caricatura. No des importancia al asunto.
Busca a Dios en ti y en tus hermanos dentro de la Obra, y
adelante.
-Pero - argumentó Antonio -me ha impresionado lo que
me dijo de Amparo.
-¿Cómo no te va a impresionar? Esa gente juega
con los afectos y con cualquier intimidad para sofocar la
acción de la gracia en el alma. ¡Mira si al Señor
no le costó trabajo renunciar a su Madre! Casi todos
los que estamos aquí hemos tenido nuestra novia. Y
esa prueba de fuego, dejar lo más atractivo, el amor
de una mujer, es lo que muchas veces espera el Señor
para confirmamos su gracia.
Las palabras de Juan descendían como un bálsamo
sobre el corazón de Antonio. Camino de la facultad,
mientras rezaba el rosario, se fue recuperando, y al atravesar
el portalón de San Bernardo, volvió a sentirse
orgulloso. "Hijo predilecto de Dios en su Obra, eso es
lo que soy."
Al llegar las vacaciones de Semana Santa, pretextando la
cercanía y dureza de los exámenes, no acompañó
a su familia a Ávila. Don Leoncio se quedó con
él en Madrid hasta el Miércoles Santo en que,
por la tarde, cogió el coche, camino de cuatro días
de descanso. Porfió un poco con Antonio para que se
fuera con él, pero al final lo dejó en paz.
El Viernes Santo se presentaron en la casa de Ávila
de los Cuadrado el general Contreras y el padre de Amparo.
Don Leoncio se apresuró a obsequiarles, "dentro
del ayuno del día", como dijo, excusándose
por la parquedad del convite.
-Queríamos hablarte de Antonio - comenzó el
general-. No sé si te habrás enterado de lo
que pasa, porque los padres sois los últimos en saber
las cosas de los hijos.
-¿Qué pasa? - inquirió mosqueado don
Leoncio. -Pues que ha dejado a Amparo - afirmó el padre
de ésta.
-Bueno, serán cosas de novios - comentó don
Leoncio tranquilizado -. No me iréis a decir que venís
en comisión para que resolvamos una pelea amorosa.
-Es que hay algo más -sugirió Contreras en
tono misterioso. Don Leoncio enrojeció.
-¿Es que está la chica embarazada?
-¡No, hombre, no es por ahí! Siéntate
y te lo contaremos - prosiguió el general-. Según
parece, tu hijo ha ingresado en el Opus Dei, una organización
religiosa nueva, algo así como los jesuitas, pero de
paisano. No se casan, siguen trabajando como civiles y quieren
llenar de sus gentes la universidad, el gobierno, etc. Tienen
buenos apoyos. El padre Escrivá, el fundador, conoció
al Caudillo en Burgos, y parece que el General quedó
impresionado, de modo que le protege en forma suave. Por lo
visto, la idea es crear una versión católica
y española de aquella maldita Institución Libre
de Enseñanza que nos trajo la guerra y la desunión,
logrando así intelectuales de fiar. Sin embargo, muchos
curas, y entre ellos los mismos jesuitas, no están
de acuerdo con la Obra. Les parece una cosa muy moderna, demasiado
arriesgada y, según creo, en Roma hay división
de opiniones. También me ha dicho una jerarquía
de la Falange que, en su opinión, los del Opus no son
demasiado patriotas y no están muy dispuestos a acatar
la disciplina del Movimiento.
-¿ Y mi hijo se ha hecho de eso? -preguntó
don Leoncio-. ¡Pues me dejáis de una pieza! ¡Si
no hace un año que me habló de adelantar curso
para casarse pronto con Amparo, y yo lo interpreté
como que entraría conmigo en los negocios...! Desde
luego, tenéis razón: uno siempre es el último
en enterarse.
¡Elena!- gritó llamando a su mujer -. A ver,
¿ qué sabes tú de lo del chico?
Elena acudió y comenzó a hablar, nerviosa:
-No he querido decirte nada, pero Pilar me ha contado lo de
los chicos y eso de la nueva vocación de Antoñito.
Estaba esperando a ver por dónde salía todo
esto.
-O sea -concluyó don Leoncio enrojeciendo-, que lo
sabíais todos, y yo como un tonto, en la luna de Valencia.
Pues ahora mismo cojo el coche y me voy a Madrid a preguntarle
a ese caballerete con qué derecho juega con el porvenir
de los demás y las ilusiones de sus padres. Perdonadme.
Y salió del cuarto.
Minutos después, sonó el motor del coche y
don Leoncio se alejó en dirección a la carretera
de Madrid.
Mientras conducía, repasaba sus relaciones con Antonio.
Le había dado todo lo que estimaba necesario para que
fuese feliz, mucho más de lo que él mismo había
recibido de su padre. Antonio era un chico cariñoso,
algo introvertido, pero sano y normal. ¿Cómo
sería capaz de abandonar a una chica tan maja? Y luego,
el pensamiento de su propia decepción le encolerizó.
¡Con cuánto gusto había fortalecido en
su mente el espectáculo de Antonio continuando y expandiendo
su imperio mencantil! Tantos planes cuidadosamente acariciados
para que ahora los arrojara por la borda a impulsos de un
vago sentimiento religioso! Don Leoncio echaba mano de todos
sus recursos imaginativos para tratar de entender cómo
habría ocurrido aquello. Para él, la religión
era una respuesta a las últimas preguntas, una tradición
familiar, un freno a la inmoralidad, pero no algo cercano
y posesivo. Ni siquiera cuando votó por la CEDA influyeron
en él los curas. Él tenía otras razones
más sólidas para esa decisión política,
y el mundo eclesiástico siempre le había dado
un poco de dentera. No entendía la vida clerical y
sabía lo suficiente de los tinglados de la Iglesia
española para compartir ese instinto popular contra
la dominación sacerdotal.
Llegó a su casa hacia las once. Al subir encontró
todo a oscuras. Se acercó a la habitación de
Antonio y oyó su tranquila respiración. Estaba
dormido. Abrió la puerta y, cuando sus ojos se acostumbraron
a la oscuridad, percibió la cara serena del muchacho,
que sostenía entre sus manos un rosario. Le vino a
la memoria el Antoñín pequeño, con quien
jugaba de chico. Sintió aquel ramalazo de ternura paternal
que siempre le asaltaba cuando recordaba la larga historia
de su relación afectiva con los críos. Elena,
una Elena siempre cariñosa, se le enfadaba a veces
porque decía que él los malcriaba con sus atenciones
y mimos, no incluidos en la previsión maternal. Y nunca
olvidaría aquella escena al final del bachillerato
de Antonio, cuando le invitó a su despacho y le encendió
su primer pitillo con un encendedor de plata que heredó
de su padre y le regaló después. Eran muchos
recuerdos, muchas ilusiones en común, y nunca se habían
producido tensiones ni alejamientos importantes entre ellos.
Y ahora esto... Se enfureció súbitamente y zarandeó
a Antonio. Éste despertó sobresaltado y, al
ver a su padre, preguntó:
-¿Pasa algo en Ávila, papá? ¿Hay
alguien enfermo? Don Leoncio se separó de la cama,
se sentó y encendió un cigarro.
-No, caballero, no pasa nada. Sólo que acabo de hacer
el viaje de un tirón, interrumpiendo mi descanso, porque
necesito averiguar cómo es posible que me hayas ocultado,
a mí, que siempre he sido tu amigo, esa decisión
que has tomado y de la que he sido el último en enterarme.
Antonio se despabiló por completo y contestó:
-En primer lugar, papá, no le he dicho a nadie nada
porque se trata de un asunto muy privado y que está
aún madurando. Claro que a Amparo se lo tenía
que decir, porque estaba directamente afectada. Yo no podía
prever que se corriera la voz tan pronto. Te aseguro que docenas
de veces en este último año he pensado en hablar
contigo de mi problema, que no me dejaba vivir, y no lo he
hecho por entender, quizás equivocadamente, que no
me ibas a comprender. Tú tenías tus planes sobre
mí, y yo ahora no estoy seguro de querer continuarlos,
después de mi decisión. Sólo te pido
que tengas paciencia, que me dejes asumir mi responsabilidad.
Dentro de unos días te explicaré lo que es la
Obra, y estoy seguro de que lo vas a ver con mejor talante.
Don Leoncio quedó extrañado ante la tranquilidad
de Antonio y la seguridad con la que hablaba, lo cual aún
le enfurecía más interiormente. De pronto, sintió
que había una distancia tremenda entre su hijo y él,
como si hablaran lenguajes distintos, y se entristeció.
Permaneció en silencio un rato. Finalmente se levantó
y se marchó sin volver a abrir la boca.
Antonio sonrió, besó el crucifijo que guardaba
debajo de la almohada y se durmió de nuevo.
Dos días después le tocaba hacer su confidencia
semanal. Tenía ya en gran estima esa charla periódica,
en la que abría su corazón a Juan y recibía
estímulo, consuelo y dirección como si vinieran
del mismo Cristo, nuestro Señor, tal y como le habían
enseñado. Antes de sentarse en Dirección, Antonio
se metía en el oratorio y ponía por escrito
las cosas que quería contar o consultar, en diminutas
abreviaturas. Luego pedía luces para mostrarse sincero
y humilde y acudía a su cita con el director. Juan
le recibía siempre con una amplia sonrisa, jugando
con su pipa y dando la sensación de que tenía
todo el tiempo del mundo para atenderle. Al contarle la escena
con su padre, Juan se explayó en el tema de las relaciones
con la familia carnal:
-Es posible que no lo entiendas ahora, pero la familia puede
ser el peor obstáculo para nuestra entrega. De un lado,
porque el cariño, humanamente entendido, les lleva
a contrariar nuestros mejores hábitos de generosidad,
y de otro, porque, habiendo trazado planes para sus hijos,
se sienten decepcionados si tomamos otro camino, especialmente
un camino de entrega y renuncia. Desgraciadamente, hay padres
para quienes sus hijos son vacas que ordeñar y así
obtener el fruto de sus sacrificios. Hemos de procurar entender
a nuestra familia, atenderla si nos necesita, pero con dos
importantes condiciones, que nos mantengamos interiormente
desprendidos de ella y que pongamos nuestra vocación
en primer lugar. Quizá sería interesante que
tu padre hablase con don Jesús. ¿ Crees que
querrá?
-No lo sé -contestó Antonio-, pero se puede
intentar.
Después de la confidencia, volvió al oratorio
para grabar en su corazón los consejos recibidos y
así tratar de ponerlos mejor en práctica.
El resto del curso transcurrió plácidamente.
Antonio aprendió a ofrecer el estudio, interrumpiendo
sus horas sobre los libros con pequeñas jaculatorias
a la Virgen, a los ángeles custodios. En Padilla, una
lista con los próximos chicos "pitables"
circulaba discretamente entre los de la Obra, y él
se había confeccionado un señalador de cartón
para indicar las páginas del libro, en el que tenía
apuntados esos nombres. En su memoria ofreció horas
de civil, de mercantil, de administrativo. Sólo iba
a casa a comer y a cenar, y mantenía con su familia
una actitud cariñosa, pero distante. Don Leoncio se
había calmado momentamente porque, entre los consejos
de don Benito y el general Contreras y una superficial conversación
en Padilla que había celebrado en Padilla con don Jesús,
había llegado a la conclusión provisional de
que no tenia mucho que ganar llevándole la contraria
a su hijo y, además, que nunca se sabía en qué
pararía aquello. Por otra parte, estaba preocupado
por el ritmo de expansión de sus negocios, que a su
juicio era muy lento, puesto que la competencia arreciaba.
Ya no bastaba con tener buenas amistades en los ministerios,
ni con dejar caer en una discreta comisión en manos
de quienes recibían el material. Había que mejorar
la calidad y mantener los precios para sobrevivir en la lucha
mercantil, y eso le traía todo el día de la
ceca a la meca. Tampoco doña Elena, después
de su primer sofoco, se apuró. Su confesor, un jesuita
maduro y sentencioso, la tranquilizba.
-Estas novedades pasan pronto, hija mía. La Iglesia
es sabia por antigua, y ya obligará a esos chicos a
decidirse entre ser religiosos, religiosos de verdad, con
una distinción externa y unas obligaciones eclesiásticas,
o seglares. En ese momento, , Antoñito tendrá
que optar o por ser sacerdote, lo cual es un honor para toda
familia cristiana, o por volver con Amparo o con cualquier
otra chica y casarse. A lo mejor este tiempo le sirve de entrenamiento,
porque tengo entendido que, aparte que en el Opus de hacen
muy buenas amistades, que siempre ayudan luego en la vida,
el padre Escrivá los hace estudiar de verdad y prepararse
bien para un trabajo seglar.
A fuerza de estudiarm Antonio aprobó en junio más
de la le segundo y tercero. Luego volvió al campamento
de La Granja, ya como sargento. El panorama de su estancia
allí cambió radicalmente. Gracias a los buenos
oficios de un alférez perteneciente también
a la Obra logró que le asignasen una tienda con otros
tres numerarios. Cumplían las normas juntos y juntos
hacían apostolado. Una tarde, Antonio se encontró
con su amigo Miguel, a quien no había vuelto a ver
desde aquella noche del teatro Martín y el baile iba
a La Granja por vez primera y se sentía ya bastante
harto. Antonio empezó a hablarle de ofrecer su cansancio
a Dios. A media charla, el otro le interrumpió:
-¡No me digas que tú también te has hecho
del Opus...! ¡Vaya plaga! Desde luego, la facultad se
está poniendo rarísima. Y este año más.
En octubre me cogió por banda un tío del pueblo
para que me hiciera congregante mariano. Al fin le convencí
yo para que se viniera de juerga. En marzo, los del SEU, pesadísimos
con que teníamos que impedir un brote de monárquicos
que había en el curso, que iban a echar a perder el
Movimiento. Me querían meter en política. Y
ahora tú, diciéndome las mismas cosas que un
primo mío que estudia Medicina y que se ha hecho del
Opus. ¿Adónde vamos a llegar? Mira, Antonio,
a mí lo que me gusta ahora son las tías, ¿comprendes?
Ya habrá tiempo para la política y la religión
cuando esté casado. ¡Que la vida son cuatro días,
so chalao! y le dejó con la palabra en la boca.
En un domingo de permiso que Antonio pasó en Ávila
con sus padres, se topó a media tarde en la calle con
Amparo. Iba con otras muchachas y, antes de que pudiera evitarlo,
se encontró saludándolas. Las amigas se hicieron
a un lado, y Amparo, muy deprisa, con las palabras saliéndole
a borbotones, le dijo:
-No creas que me voy a morir porque me hayas dejado. He pasado
unos meses malísimos, pero ya me he repuesto y he aprendido
a no enamorarme como una tonta. Sólo te digo una cosa:
si alguna vez cambias de idea, no se te ocurra volver a mí,
como a quien le queda siempre ese recurso. Los hombres os
creéis superiores y que nosotras os vamos a seguir
el juego. Pero lo que es a mí no me vengas con cuentos...
Asombrado del cambio y la desfachatez de Amparo, no supo
qué decide. Aún le dolía por dentro cuando
miraba aquellos ojos que le habían enternecido tantas
veces.
-Amparo, mujer, no es un capricho. Es la voluntad de Dios,
y deberías de estar orgullosa de haber puesto tu parte
en mi entrega. Seguro que esto te va a traer muchos bienes
espirituales.
-No quiero ni hablar contigo, Antonio. ¡Que seas feliz
y déjame en paz! -concluyó con rabia la chica.
Y se alejó.
Antonio comentó el episodio en la confidencia de la
semana siguiente. El director de la Obra en el campamento
le animó a rehuir ese recuerdo.
-Las cosas de la vida pasada sólo deben servimos como
experiencia. Fíjate en lo que ha parado todo aquel
entusiasmo entre la chica y tú. Cada día debemos
convencemos más de que no hay otro amor que el Amor,
y que el matrimonio es para la clase de tropa.
Al final del campamento, todos los de la Obra pasaron quince
días en Molinoviejo. Era el curso anual, período
que, como Antonio ya sabía, dedican todos los años
los numerarios a una formación más intensa.
Molinoviejo presentaba para él esta vez un atractivo
distinto. Era su casa. Los treinta numerarios que se reunieron
allí en aquel septiembre eran sus hermanos. Había
catalanes, gallegos, andaluces, vascos... El cumplimiento
del horario se llevaba tan a rajatabla como en el campamento,
sólo que ahora era por una razón más
entrañable, las costumbres de casa. Los chicos pasaban
horas y horas oyendo contar a don Francisco, un cura ya mayor,
relatos de los primeros tiempos de la Obra.
La casa del Padre en Martínez Campos, con la abuela,
la tía Carmen y el tío Santiago, donde el Padre,
antes de la guerra, recibía a los primeros, y cómo
Santiago, que era entonces un crío, se quejaba a su
madre de que los chicos de José María, como
decía él, se lo comían todo. Más
tarde la Obra le regaló una joya con esa inscripción,
en recuerdo de los sacrificios de la familia del Padre por
la fundación. Episodios de la vida del Padre en el
Madrid republicano, subrayando siempre con énfasis
su fe en el retorno de España a un período más
acorde con su historia católica. La guerra, el Padre
en la embajada, la escapada por los Pirineos, con el episodio
del milagro de Rialp. El Padre en Burgos, la llegada de los
numerarios del frente, el incremento de las vocaciones a partir
de aquellos doce primeros de antes de la guerra. Don Francisco
usaba un tono coloquial, que prendía a los chicos en
sus palabras, y lo contaba todo con esa persuasión
del que ha sido testigo presencial de la epopeya.
La vida en Molinoviejo, al comienzo del otoño, fue
muy grata para Antonio. Conoció en las tertulias detalles
de la labor en Barcelona, en Sevilla, en Valencia. Un simpático
andaluz cantaba por alegrías con su guitarra, entre
anécdota y anécdota. Por la mañana, tenían
clase de catecismo de la Obra. El director acudía con
un libro de color rojo, del que había pocos ejemplares.
En unas sesenta páginas se hallaba condensada en preguntas
y respuestas la doctrina de la Obra, que ellos aprendían
de memoria, como el catecismo escolar, y repetían usando
el mismo procedimiento del colegio. El director explicaba
los puntos: "¿Qué es el Opus Dei?"
"El Opus Dei es un instituto secular cuyos miembros se
consagran a la perfección cristiana en medio del mundo".
A Antonio se le estimuló su mentalidad jurídica
cuando llegaron a la explicación de los votos. Recordaba
su reciente derecho canónico y no podía por
menos de admirar la modernidad de las ideas del Padre, en
relación con los conceptos más arcaicos de la
vida religiosa convencional. "La pobreza no es la materialidad
de no tener nada sino el estar desprendido de todo".
A Antonio le interesó especialmente la organización
de las actividades apostólicas. "Son obras corporativas
aquellas que dirigen sólo los miembros de la Obra.
Y comunes aquellas en que los miembros de la Obra se asocian
con otros para realizar actividades temporales con fines apostólicos".
Fernando, un chico mayor que preparaba oposiciones a cátedra
de civil, les explicó en una de las clases de la tarde
cómo sería el despliegue de esas actividades.
El Padre ha querido evitar los problemas que surgen cuando
en un país la Iglesia es perseguida y se le expropian
sus bienes. Por eso la Obra actúa siempre a través
de personas interpuestas, ya sea utilizando la personalidad
jurídica de sus socios, ya sea fundando sociedades
mercantiles o civiles. Las residencias, por ejemplo, son entidades
acogidas a la legislación española en que la
Obra no es titular. El Padre hace aquí un acto de confianza
en sus hijos y en nuestros cooperadores, en el sentido de
que sabremos actuar en nombre propio, pero siguiendo siempre
fielmente las consignas de los superiores, que no se muestran
y que, como dice el Padre, han de conjugar el nosotros oculto
para que nosotros podamos conjugar el tú y el yo de
la actuación externa.
En Molinoviejo, Antonio pudo practicar la costumbre de dormir
en el suelo una vez a la semana. Todas las noches, después
del examen general y del rezo de Completas en el oratorio,
se iniciaba el silencio mayor. Este silencio total sólo
se interrumpía después de la misa del día
siguiente. Pero mientras la mayoría se acostaba, un
grupo en pijama extendía mantas sobre el suelo de madera
del salón y se acostaba en ellas, reclinando la cabeza
sobre un libro. "A ver si así se me contagia la
sabiduría", comentaba bromista el andaluz de la
guitarra. También fue introducido Antonio en otras
costumbres colectivas: la vela al Santísimo, en que
se turnaban toda la noche, de hora en hora; la práctica
de las disciplinas, unas correas de cuero con que se daban
treinta y tres golpes en el trasero un día a la semana;
la "enmendatio", que consistía en acusarse
durante el círculo semanal, delante de todos los demás,
de alguna falta, previa consulta al director. Antonio se sentía
asombrado ante su propia ilusión, que también
notaba en el resto, por aquellas ceremonias, que les acercaban
al espíritu de lo que vagamente él entendía
por cristianismo medieval. Todo aquello producía una
disposición absolutamente coherente en su conciencia,
que se iba llenando de seguridad en su vocación. Una
tarde, el director le llamó a su despacho y le dijo:
-Antonio, estás admitido en la Obra. Ahora tienes
que ganarte la oblación.
Según decía el catecismo de la Obra, los postulantes
recibían una respuesta a los seis meses de haber escrito
la carta al Padre. Se le llamaba la admisión. Un año
después, podían hacer los primeros votos, la
oblación, . que se convertían en definitivos,
la fidelidad, a los cinco años.
Dos días antes de terminarse el curso anual, Antonio
notó
una cierta conmoción durante el desayuno. Por fin,
el director dijo en voz alta:
-Esta tarde va a venir el Padre.
A todos se les iluminó la cara. La mayoría,
como Antonio, llevaba poco tiempo en la Obra. Durante la mañana,
los pocos que ya conocían al Padre aleccionaban a los
demás. Se presentó hacia las seis, en un "Opel"
conducido por Toñé. Entró abrazando a
don Francisco y diciendo en voz alta:
-Este hombre ha probado su fidelidad durante mucho tiempo.
Enseguida pasó al oratorio y, luego, todos se sentaron
a su alrededor en la sala de estar.
-¿Qué me contáis? -empezó diciendo.
Y como nadie alterase el silencio, continuó -:Hijos
míos, estáis aquí para llenaros de Dios
y del espíritu de nuestra madre guapa, la Obra. El
mundo, ahí fuera, está lleno de rencores, bajezas,
egoísmos, y vosotros tenéis misión específica
de reconquistarlo, de poner a Cristo en la cumbre de todas
las actividades humanas. Cumplidme las normas y sed sinceros
con los superiores, y no habrá ningún problema.
Pidió un vaso de agua y, mientras, el andaluz cantó
una canción alusiva a la entrega. El Padre comentó
la letra de la canción y, con algunas bromas dirigidas
a los que conocía, terminó su intervención
con un "Pax", estentóreamente contestado
por todos, y abandonó la sala.
Aquella noche, en que le tocaba dormir en el suelo, Antonio
pensó en la escena. Le había impresionado la
convicción con que hablaba Escrivá, su buen
humor, su ternura. Era muy distinto de cómo se lo había
imaginado leyendo Camino. Realmente un líder con corazón
de madre, como le había dicho una vez don Jesús.
El último día del curso anual Antonio advirtió
una nueva excitación, que no supo a qué atribuir
hasta que el director le llamó a su cuarto y le dijo
que convenía que hablara con sus padres para que le
permitieran vivir en Padilla el próximo curso. Aparentemente,
en esa ocasión se comunicaban los destinos. Como la
mayoría eran estudiantes, los traslados signifi
caban poco más que dejar de vivir con sus padres o
ir a una ciudad donde existía un centro de estudios.
Pero todos recibieron una gran impresión al saber que
el andaluz iba a marchar a Méjico y que otros dos habían
sido destinados a Portugal.
Al llegar a Madrid, comunicó a don Leoncio la noticia.
-Tú sabrás lo que haces, Antonio. Vas a empezar
cuarto de carrera y no eres ningún niño. Sabes
que te queda siempre abierta la posibilidad de ingresar cuando
quieras en el negocio familiar, y espero que este traslado
no perjudique tus estudios.
Doña Elena y Pilar le ayudaron lloriqueando a preparar
las maletas. Antonio trató de consolarlas:
-¡Que no me voy al Polo Norte, caramba!
Feliz, tomó un taxi y se presentó en Padilla.
Carlos Ortega, que había sido nombrado subdirector
de la casa, le ayudó a instalarse, robando sitio de
un apretadísimo armario donde guardaban ya sus cosas
otros dos. Antonio iba a dormir en el mueble-cama de una salita
contigua al oratorio, donde solían celebrarse los círculos.
La primera noche, al cumplir los dos últimos ritos
nocturnos, consistentes en rezar las tres avemarías
de la pureza y rociar las sábanas con agua bendita,
se le vinieron a la memoria aquellos versos del Breviario
que había aprendido en Molinoviejo: "Nada hay
más hermoso que morar en la casa del Señor".
Dirigió su mirada a la puerta que separaba la habitación
del oratorio. A menos de tres metros, Jesús sacramentado
velaba su sueño, desde las misteriosas apariencias
del pan eucarístico.
Empezó el curso. Antonio había ganado tiempo
al no tener que hacer esos viajes diarios a su casa. La vida
en Padilla era una continuación de la de Molinoviejo,
aumentada con la ilusión del proselitismo. En las comidas
y en las tertulias se hablaba mucho de los chicos en "tratamiento".
Antonio entabló amistad con algunos compañeros
de cuarto de Derecho, nuevos para él al haber adelantado
un curso. Pronto se vio respetado por la precisión
de sus respuestas en clase, pero, sobre todo, porque ya era
titular del equipo de fútbol de la facultad y mantenía
hábitos sanos, como no fumar ni frecuentar los bares.
A su alrededor, comenzó a tejerse una cierta aureola
de admiración y cuando, en seguida, se descubrió
que vivía en una residencia del Opus, le fue fácil
llevar las conversaciones por derroteros apostólicos.
Asesorado por Carlos Ortega, sabía no asustar a la
gente, hablar primero mucho de virtudes humanas, de honradez,
de trabajo, de compañerismo.
El momento culminante lo constituyeron unas conferencias
teológicas organizadas por el SEU, en las que hablaron
un jesuita, personaje importante en la congregación
mariana, y don Raimundo, el cura indio del Opus, como le llamaban.
Don Raimundo tuvo mucho éxito. Conocedor de la teología
moderna y provisto de una mente fría y una oratoria
muy directa, entusiasmaba a los muchos estudiantes que sentían
el catolicismo como forma de vida intensamente practicada
en la familia, en el colegio. Los de la Obra aprovecharon
la ocasión e indujeron a bastantes de ellos a charlar
con don Raimundo en la residencia de la Moncloa y en Padilla,
donde pasaba algunas mañanas. Por ese procedimiento,
Antonio invitó a varios de sus colegas, especialmente
a Fernando, el hijo del subsecretario de Hacienda, compañero
suyo también en el equipo de fútbol. Fernando
era muy jaranero y tenía gran éxito entre las
chicas. Hacia Navidad, Antonio le invitó a una tanda
de ejercicios y, por indicación de Juan, le acompañó.
Se pasó los ejercicios animándole. Como Fernando
tenía también una anterior y profunda formación
cristiana, prendió el fuego. Sólo quedaba la
cuestión de las mujeres.
Al regreso de Molinoviejo, Antonio discutió el asunto
con don Raimundo, quien había presidido los ejercicios
y al que Fernando parecía haber elegido como director
espiritual. Don Raimundo no era muy partidario de. apresurar
las cosas, al contrario que Juan, el director, particularmente
interesado en que "pitara" el hijo de un político
tan importante. "Tenemos que dejar obrar a la gracia
-decía el cura-. Si el Señor lo ha elegido,
no podrá resistirse, como no pude resistirme yo, aunque
lo intenté cien veces, ni tú." Juan era
más práctico. Veía las consecuencias
sociales de una vocación tan destacada y temía
que el ambiente frívolo de guateques y fiestas debilitara
los fervores de Fernando. Toda la casa ofrecía la oración
y la mortificación por el candidato, e incluso don
Jesús habló a las sirvientas para que encomendaran
un "pitaje" especial. Antonio se sentía protagonista.
Además, mientras el secretario de la casa hacía
las prácticas de la milicia universitaria, él
desempeñaba interinamente su cargo. El secretario,
juntamente con el director, el subdirector y el cura, formaba
el consejo local de la casa, órgano colegiado de gobierno,
como quería el Padre. Su misión específica,
aparte compartir las decisiones del consejo, consistía
en llevar la caja y los libros de contabilidad. Los numerarios
entregaban todo el dinero que recibían de su familia
o que ganaban dando clases o de cualquier otra forma. De vez
en cuando, sacaban de caja cantidades para gastos ordinarios,
metro, tabaco, etc. Firmaban vales de entrada y salida, y
todos ponían gran interés en que sus ingresos
en caja sobrepasaran las salidas y también en que cada
mes les cuadrara la cuenta de gastos, cuenta donde los apuntaban
todos y que entregaban luego al director. Antonio conoció
entonces las penurias de Padilla. A veces no había
dinero para que las chicas fueran a la compra, y la directora,
que venía unas horas a dirigirlas y administrar la
casa, se ponía nerviosa ante las deudas en las tiendas.
Se estudiaba cuidadosamente cualquier gasto extra, especialmente
los de ropa, y de vez en cuando se daban pequeños sablazos
a las familias más pudientes. No estaba bien visto
pedir dinero a Comisión, es decir, a la oficina central
de la Obra, porque, como les contaba Toñé, lo
que el Padre necesita es que le resolvamos los problemas económicos,
así él se puede dedicar a los otros. Se predicaba
la doctrina de la autosuficiencia económica de las
personas y las casas, y a todos les daba vergüenza contradecirla.
Antonio recibía dos mil pesetas mensuales de don Leoncio
y, además, su madre le compraba la ropa y le hacía
constantes regalos. Una tarde en que estaba más apurado
que de ordinario acudió a las oficinas de don Leoncio
para que le echara una mano. Éste aprovechó
la ocasión para soltarle un sermoncito sobre productividad
y trabajo que le hizo salir con las orejas coloradas, aunque
consiguió su propósito.
Fernando se decidió en el mes de mayo. Hubo alegría
general. Antonio se sentía en la gloria. Su oración
era una continua acción de gracias por habérsele
permitido ser vehículo de las maravillas del Señor.
En Padilla reinaba un especial desinterés por los
acontecimientos mundanos. Aunque estaban suscritos al ABC,
nadie lo leía, a excepción de Toñé.
Algunas noches, en la tertulia, cuando el director sentía
a la. gente más fatigada de lo normal, ponían
la radio y oían algún programa de variedades,
tipo El Zorro o cualquier otro por el estilo. La concentración
mental en la piedad, el estudio y el apostolado era máxima,
y una vez al mes, el día del retiro mensual, guardaban
el silencio hasta las cinco de la tarde. Antes, dadas sus
aficiones futbolísticas, Antonio solía comprar
el "Marca", pero ahora, aunque no se lo habían
prohibido expresamente, había dejado de hacerlo.
Una tarde se pasó por Padilla el hijo del marqués
del tren eléctrico, como llamaban en broma a su padre,
aficionado a ellos y poseedor de una valiosa instalación
en miniatura. El marquesito, que era hombre leído y
preparaba las oposiciones al cuerpo diplomático, habló
a Antonio de sus aficiones intelectuales. Antonio se puso
nervioso al reconocer que no había leído a Ortega
ni a Unamuno y que sus lecturas no eran más que un
subproducto de sus lecciones de derecho. Como consecuencia
de aquella conversación y asesorado por don Raimundo,
empezó a leer un libro de Maritain, un gran pensador
estilo francés, según el sacerdote. Le gustó,
encontrándolo compatible con el espíritu de
la Obra, aunque la firmeza y homogeneidad del pensamiento
del Padre no permitían los matices maritainianos. Un
día discutió de eso en San Bernardo con un compañero
falangista y comprobó que a su interlocutor no le gustaban
mucho los ideales demócrata-cristianos del pensador
galo.
Sin embargo, la atención doctrinal de Antonio continuaba
centrada en la Obra y, aunque ya en cuarto de Derecho, con
el internacional y el administrativo, tenía acceso
a ideas y situaciones jurídicas más abiertas
y cosmopolitas que con el puro derecho privado, su manera
de enfocar los estudios era muy pragmática. Aprendía
las cosas para dominarlas y no para hacerse cuestión
de ellas. La meditación diaria de Camino y de las frases
del Padre que figuraban en otros escritos, recogidos de sus
predicaciones, le había proporcionado una especie de
instinto para distinguir lo interesante de lo inútil
en todo cuanto leía u oía. En cierto sentido,
como le dijo una vez don Raimundo, la visión sobrenatural
convertía en accidental, accesorio, cualquier planteamiento
intelectual que no tuviera como finalidad sentir más
cercano a Dios en su corazón, y esto sólo se
conseguía despojando la vida interior de los asuntos
terrenales. Por supuesto, era preciso ocuparse de éstos,
pero sin que les impidieran continuar siendo esencialmente
hombres contemplativos. Por eso Antonio se iba desinteresando
de sus aficiones, aunque en verdad nunca tuvo ninguna especialmente
absorbente, y se sentía dispuesto a servir a Dios en
el sitio y del modo que los superiores le indicaran. Hablando
un día en la facultad con Fernando, a quien cuidaba
especialmente para proteger su incipiente vocación,
no tuvo más remedio que aguar algunas de las ilusiones
profesionales que su nuevo hermano le confiaba:
-De acuerdo, Fernando, en que desde un puesto del Estado
se puede hacer mucho bien, y el Padre dice constantemente
que hemos de ocupar esos cargos para instaurar una sociedad
cristiana. Pero el día en que el trabajo, por muy importante
que sea, nos impida concentramos en la oración o participar
en la vida de familia no estaremos haciendo el "opus
Dei" sino el "opus diaboli". San Bernardo le
decía al papa que su trabajo de pontífice sería
una ocupación maldita, fíjate bien, si le impidiese
comportarse como un verdadero contemplativo.
Estaba tan seguro de lo que decía que a veces no dejaba
hablar a sus compañeros cuando contradecían
sus puntos de vista. Una tarde vino a Padilla un chico de
San Rafael, como llamaban el los que no pertenecían
el la Obra, y contó que en un bar de Serrano habían
puesto una inscripción que, a su juicio, debía
considerarse como sacrílega.
Después de pedir permiso al director, Antonio rogó
al muchacho que le acompañase a aquel lugar. Nada más
entrar en el bar, vio un cartel pegado al cristal del mostrador
que decía: "Venid a mí todos los que estáis
cansados, que yo os aliviaré". Antonio solicitó
hablar con el dueño, un hombre gordo y ya entrado en
años, que escuchó impasible la retahíla
de argumentos y nerviosismos del chico.
-Mira, muchacho -le contestó al fin -. En mi casa
mando yo, con permiso de mi mujer y de la cantidad de inspectores
que vienen a decirme cómo tengo que llevar el negocio.
No me faltaba más que me saliese un inspector amateur
en plan moral. Ese cartel se queda ahí porque ha sido
una ocurrencia de un amigo, y porque hace gracia a mucha gente,
y porque a mí me sale de los cojones. Y si vienes de
parte del obispado, diles que aquí viene un cura todas
las noches a tomarse unas copas y no me ha echado ningún
sermón por ello.
Antonio volvió desasosegado a Padilla y le contó
a Juan el incidente. Juan le tranquilizó diciendo:
-No te preocupes tanto. Tú haz un acto de desagravio
al Señor cada vez que te acuerdes de ese bar o pases
por delante de él. Cuando haya gente de la Obra en
el gobierno, tendremos suficiente poder para impedir esas
y tantas otras costumbres contrarias al espíritu cristiano.
Mientras tanto, hemos de limitarnos a rezar y mortificarnos,
y prepararnos bien para ocupar puestos de responsabilidad
o para obedecer ciegamente en el lugar donde el Padre quiera
colocarnos.
Antonio entró en el oratorio. Media hora después
salió calmado y confortado. Había visto claro
una vez más que. en la Obra, las iniciativas personales
no servían si no pasaban por el tamiz de la obediencia.
El Señor había querido utilizar aquel suceso
para enseñárselo de manera clara.
Hacia finales de curso, Juan le llamó a Dirección:
-Hemos recibido la lista de los que van a hacer centro de
estudios este verano y tú estás incluido en
ella. Supongo que ya sabes que todos los numerarios estamos
obligados a seguir unos cursos sobre el espíritu de
la Obra y algunas asignaturas del sacerdocio en régimen
de internado. Este verano, en La Estila, os reuniréis
más de doscientos numerarios. Creo que será
una gran ocasión para que prepares tu oblación.
Espero que te guste Galicia. La Estila la construyó
la Obra en Santiago como residencia de estudiantes y, en verano,
se aprovecha para la formación interna. ¿Tendrás
algún problema para ir?
Antonio le contestó que no y comenzó a preparar
su ánimo para los tres meses de vida en común
que le esperaban. Su carácter abierto le hacía
fácil la convivencia con todo tipo de personas. Aquel
curso en Padilla le había entrenado en esa delicadeza
del trato mutuo que quería el Padre para sus numerarios
y le había enseñado a dar y recibir con buen
espíritu la corrección fraterna, ese medio de
apoyo y estímulo característico de la Obra,
en el que se probaba la verdadera fraternidad. Sólo
una vez se había molestado como Toñé
le hizo una corrección fraterna por hablar con la boca
llena en el comedor, pero se le había pasado en seguida
Aprobó con buenas notas el cuarto curso y consiguió
de su padre unas pesetas extras para el veraneo en Galicia.
Una mañana de primeros de julio, con otros chicos de
la Obra de Madrid, se encaramó a un vagón de
tercera y salieron en dirección a Santiago. El viaje
fue muy alegre. Tenían un departamento para ellos solos,
y cantaron, charlaron y cumplieron las normas hasta las seis
de la tarde. Se apearon en una estación gallega, para
terminar el trayecto en autobús.
Para Antonio suponía una novedad el paisaje, tan verde
y tupido, el acento de los campesinos, la humedad del ambiente.
Ya anochecido, llegaron a la residencia. Era una casa muy
grande, de cuatro pisos y, al entrar, tras haber pasado unos
minutos en el oratorio, los condujeron a un saloncito donde
había una cena servida en bandejas. Después
de la tertulia, se presentó un muchacho corpulento,
navarro, a quien todos llamaban Pepote. Él los distribuyó
por las habitaciones del caserón. A Antonio le tocó
una en el tercer piso, desde cuya ventana se veía un
prado verde y, al fondo, una paisaje de montañas. A
la mañana siguiente, el oratorio estaba repleto. La
recitación de las Primas del Breviario por doscientas
personas a la vez impresionó a Antonio y trajo a su
memoria una película que había visto hacía
años sobre la vida de unos monjes medievales. En el
desayuno, en un comedor grande situado en el segundo piso,
muchos saludos y reencuentros. A las diez, todos se reunieron
en la sala grande del primer piso, y don Ángel López
Amo, un mayor de la Obra, les habló del significado
del curso anual, de la importancia de la formación,
de que era necesario poner en los estudios internos tanta
intensidad como en los civiles. A continuación Ismael
Sánchez Bella, ya catedrático de universidad,
les explicó la organización de las clases, de
los distintos grupos, del profesorado, y les animó
también a la seriedad en el trabajo.
Las cosas se iniciaron a gran ritmo. Antonio tenía
clases desde las diez hasta las dos, con un descanso de diez
minutos entre ellas. Estudiaba latín, filosofía,
liturgia e historia de la Iglesia. Esta asignatura la explicaba
Ismael. El primer día de clase les trazó un
esquema histórico de la cristiandad, que -les dijo-
vuelve a empezar con la Obra.
-Nosotros imitamos a los primeros cristianos, inmersos en
el mundo sin pertenecer al mundo. Tratamos de no incurrir
en los errores de los religiosos que, por abandonar la ciudad
terrenal y perderse en cuestiones jurídicas, hicieron
que la Iglesia tomase un aspecto no querido por Jesucristo.
La Obra, porque Dios la inspiró así al Padre,
vuelve al espíritu de los primeros tiempos del cristianismo.
En la tertulia del mediodía, se contaban los éxitos
del apostolado en diversos lugares. A lo largo del verano,
Antonio aprendió muchas cosas del comienzo de la Obra
en las distintas ciudades de España. Había entre
los asistentes un italiano y un portugués, que hablaron
también de sus respectivos países. Por la tarde,
se celebraban dos charlas sobre el espíritu de la Obra,
en las que se repasaba el plan de vida de ésta y, después
de la tertulia de la noche, otra vez el Breviario. La intensidad
del trabajo se rompía los sábados y los domingos
con el deporte y las excursiones a las rías gallegas
o al Santiago monumental.
En las fiestas del Apóstol, Laureano López
Rodó, catedrático de la universidad, trajo a
celebrar misa al cardenal Quiroga, un hombrón grande
y sencillo, que pronunció una plática en alabanza
del Padre.
Mediado el curso anual, Antonio tuvo una charla con Laureano
en su calidad de jefe de estudios de la Obra en España.
Hablaron de sus aficiones y, al comentar Antonio su interés
por el derecho administrativo, Laureano le propuso que al
terminar la carrera se uniese al grupo de jóvenes de
la Obra a los que él dirigía y orientaba en
esa materia. Por respeto, el muchacho dejó la contestación
en el aire y por la tarde solicitó hablar con el director.
El director que le había correspondido en La Estila
era Pepote, el muchacho navarro que los había recibido
a su llegada.
-En las cosas profesionales -le dijo -tú puedes elegir,
siempre de acuerdo con los superiores. Por eso no estás
obligado a aceptar la propuesta de Laureano, que te la hace,
no en su calidad de superior general de la Obra, sino como
amigo. Lo que pasa es que ellos tienen más experiencia,
como mayores, sobre los sitios donde más falta hace
la gente de la Obra y donde mejor podemos ayudamos unos a
otros. Otra cosa sería si la Obra necesitara de ti
en Santiago, por ejemplo, y si la mejor forma de ejercer una
actividad civil fuera trabajar con Laureano en la universidad
y en el bufete. Tranquilízate. Si no quieres tomar
una decisión ahora, tienes todo el curso próximo
para tomarla, y ya te orientarán en Madrid.
Antonio pasó unos días preocupado por el asunto
y llevando a la oración el tema de su futuro profesional
con mayor frecuencia. La vocación de la Obra había
llenado de tal manera su vida que los demás aspectos
habían quedado oscurecidos. Se dio cuenta entonces
de que, por razones de secularidad, tenía que elegir
algo, aunque luego lo subordinase a la aprobación de
los superiores.
Días después, ya cercano septiembre y el regreso,
llegaron de Madrid las listas de los destinos. Antonio seguiría
viviendo en Padilla, pero ocuparía un cargo especial
en Lagasca, trabajando en Secretaría General. Se despertó
su curiosidad, que nadie satisfizo realmente, aunque notaba
que algunos, y especialmente los mayores del curso, comenzaban
a tratarle con mayor seguridad, como si hubiera llegado a
cierta madurez en la confianza de la Obra. Al mismo tiempo,
llegó la aprobación de su oblación. El
3 de septiembre, en el oratorio, inmediatamente después
de la Consagración, se acercó al altar y de
rodillas leyó la fórmula: "Yo, Antonio
Cuadrado, hago votos de pobreza, castidad y obediencia hasta
la próxima fiesta de San José como socio numerario
del Opus Dei".
La oblación se renovaba, con permiso de los superiores,
siempre presunto, cada fiesta de San José, en marzo,
hasta que, a los cinco años, se concedía la
fidelidad, es decir, los votos perpetuos. Al final de la misa,
nadie se dio por enterado públicamente de la ceremonia,
porque les habían insistido mucho en que los votos
de la Obra eran privados, de conciencia, y no tenían,
como la propia entrega, una naturaleza social exterior. Alguien
había comentado la noche anterior lo raro que le había
resultado asistir a los votos de una hermana suya monja, con
todo el ceremonial y una fiesta después, y había
bromeado sobre ello hasta que don José María,
un cura mayor, le interrumpió diciéndole que
cada familia en la Iglesia tiene derecho a sus costumbres,
con lo cual le dejó callado.
Al llegar a Madrid, Antonio observó un gran cambio
en Padilla. Había variado todo el consejo local y,
de sus anteriores ocupantes, sólo quedaba Toñé.
El resto habían ido a otras casas, la mayoría
a la residencia de la Moncloa. El nuevo director, Florencio,
un licenciado en química, valenciano y hermano de Ismael
Sánchez Bella, le explicó que, por su cercanía
a Lagasca, Padilla se reservaría aquel año como
residencia de la próxima promoción de sacerdotes.
Recibirían las clases en Lagasca y vivirían
y harían apostolado en Padilla. Los diez nuevos habitantes
eran un poco mayores que los del año anterior, y todos
ellos habían terminado ya la carrera. Había
un mejicano, Guillermo, entrado en la Obra como tantos otros
sudamericanos a consecuencia de los cursos de verano en la
Universidad de La Rábida, que controlaba don Vicente,
un catedrático de la casa que había convertido
esos cursos en oportunidades apostólicas para "tratar"
a la gente de Ultramar. Bastaba una recomendación de
alguien de la Obra para que don Vicente concediese una beca
de estancia al sudamericano en cuestión. Guillermo
era persona muy sensible, y Antonio intimó en seguida
con él.
Dos días después de su llegada, se dirigió
a Lagasca. La finca era un palacete con jardín situado
entre Lagasca y Diego de León. Se entraba por Diego
de León y había dos pisos nobles, con salas,
comedores, todos en puro estilo clásico español,
y un oratorio decorado severamente. El tercer piso se hallaba
destinado a residencia de los que hacían centro de
estudios. En seis habitaciones, se apretujaban, durmiendo
en literas, treinta o cuarenta personas. Le recibió
don Antonio Pérez, el secretario general, de quien
todo el mundo se hacía lenguas por lo listo, elegante
y guapo que era. Había ganado las oposiciones al Consejo
de Estado muy joven, y pronto el Padre le había elevado
hasta el segundo puesto de la jerarquía. Don Antonio
le explicó amablemente sus obligaciones:
-Toñé nos ha dicho que eres hombre inteligente
y jurista fino y que tienes un gran espíritu apostólico.
En esta Secretaría organizamos la expansión
de la Obra en otros países, para dejar tranquilo al
Padre con las cosas de Roma y el Colegio romano. También
confeccionamos las revistas y recibimos muchas visitas que
vienen a la sede central. Tú y otros dos conjugaréis
el nosotros colectivo del sacrificio para que tantos otros
hermanos nuestros puedan conjugar el tú y el yo. Espero
que te resulte fácil el trabajo.
Antonio se interesó por el horario. El secretario
le respondió que era muy variable y que ya se pondrían
de acuerdo los tres. Al día siguiente, a las diez,
se presentó de nuevo allí. Conoció a
Luis, un muchacho peruano, y a Manolo, que se preparaba para
ordenarse en la promoción de aquel año. Manolo
llevaba ya un año trabajando en Secretaría y
se encargó de ponerles al corriente. Acordaron que
Antonio disfrutase de más libertad por las mañanas
a fin de asistir a algunas clases en la facultad. Luis escribía
su tesis y apenas necesitaba salir de casa, y a Manolo le
pasaba lo mismo. Ambos vivían en el centro de estudios.
Antonio inició una nueva etapa de su vida en la Obra
llena de sorpresas. Empezó a averiguar cómo
se gobernaba y las diferentes clases de superiores, consejos
y comisiones existentes. Manolo, que era amigo de la conversación,
le explicó que, desde que el Padre vivía en
Roma y se había llevado con él a don Alvaro
de Portillo, su hombre de confianza, el Consejo general de
la Obra en Madrid funcionaba con cierta autonomía respecto
a la expansión de la labor por todo el mundo, aunque,
naturalmente, el Padre se mantenía al tanto de todo
y, en sus visitas o cartas y en los viajes a Roma que efectuaban
los del Consejo, les daba instrucciones. Se estaba ensayando
una forma de gobierno nacional en España, con una Comisión
cuyos miembros ostentaban los mismos cargos existentes en
el Consejo y en el que el consiliario, un catedrático
de civil y sacerdote, don Amadeo de Fuenmayor, ocupaba una
posición parecida a la del Padre en el Consejo.
-Pero en la Obra -insistía Manolo- las funciones de
gobierno son mínimas y, más que otra cosa, se
trata de mantener el espíritu del Padre, organizar
las casas y los centros y procurar que la preocupación
apostólica continúe viva en todos nosotros.
Precisamente una de las características de la batalla
canónica, como el Padre llama a su lucha filial con
la curia de Roma para que aprueben la Obra tal y como Dios
se la inspiró es convencer al papa y a los cardenales
de que nuestra vida no debe ser regulada minuciosamente, sino
que hay que dejar la iniciativa al espíritu, encarnado
en el Padre. Les cuesta mucho trabajo entender eso, porque
en Roma hay una gran tendencia a la juridicidad, a la normativa.
Poco a poco, Antonio conoció y trató a los
superiores mayores, es decir, a los miembros del Consejo general.
El más simpático y bromista era don José
María, uno de los tres primeros en ordenarse y que
se cuidaba de la Sección femenina. "A las mujeres
- solía decir con frecuencia -hay que tenerlas ocupadas
todo el día, porque, si no, se pasan la vida hablando.
Y aún ocupadas, hablan." A don José María
le gustaba también embromar a Luis, el peruano, y hacer
chistes con los modismos de su castellano arequipeño.
Luis era todo cortesía y buenas maneras y trataba con
gran respeto a los superiores, y a Antonio, al ver cómo
don José María se metía con él,
le parecía descubrir en el sacerdote un fondo de chulería
de señorito madrileño, al modo de su padre.
Pero contenía sus malos pensamientos, también
por respeto a los superiores. Recordaba la constante predicación
de La Estila. Durante todo el verano les habían insistido
en que los superiores son los buenos pastores, en los que
se debía ver a Jesucristo, nuestro Señor. Así,
se le había creado el reflejo de no juzgados ni contradecirlos
y de tratar de identificarse con sus gustos.
Paco, un pintor que había vivido cierto tiempo con
el Padre, le había confesado una vez durante una excursión
que había llegado a modificar su visión estética
y su modo de entender la pintura, remplazándola por
los gustos del Padre, en una lucha interior que le había
costado mucho, pero que le había dejado lleno de paz
en adelante. Y ahora pintaba vírgenes y ángeles
y motivos de decoración interna, con la seguridad de
interpretar los gustos del Padre y, por consiguiente, de cumplir
así la voluntad de Dios.
Dos miembros del Consejo con los que se entendía bien
Antonio eran Luis Valls Taberner y Alberto Ullastres. En Lagasca
existía una explícita admiración por
ambos, ya que ellos se ocupaban de la administración
económica y el Padre los había elogiado públicamente
por su trabajo. Luis Valls era un chico catalán, alto
y elegante, de familia de financieros, que hablaba poco y
sonreía mucho. Había venido a Madrid con un
enchufe que le había conseguido don José María
Alvareda, como a tantos otros de la Obra, en el Consejo superior
de investigaciones científicas, y muy pronto el Padre
le había elegido para organizar las cuestiones económicas.
Alberto Ullastres era un catedrático de economía,
de familia madrileña burguesa, con modales finos y
aspecto delicado, procedente de la Acción católica.
Entre ambos estaban dando a la Obra lo que el Padre llamaba
la base económica. Los ingresos resultaban siempre
superiores a los gastos, porque la mayoría de numerarios
eran jóvenes. Comenzaban a "pitar" supernumerarios,
es decir, hombres y mujeres casados, que se comprometían
a dar una limosna mensual, pero en su mayor parte se reclutaban
también entre la juventud, y pertenecían a la
enseñanza o la burocracia. Algunas familias ricas,
como los Ibarra de Bilbao, daban al Padre dinero de vez en
cuando.
Sin embargo, en general, las casas de la Obra eran pobres.
Faltaba casi lo imprescindible, y ahora que el Padre había
decidido construir el Colegio romano para la formación
de los dirigentes, las necesidades acuciaban. Luis Valls y
Alberto Ullastres empezaron a utilizar a Antonio para escribir
cartas, pasar a máquina planes y documentos e incluso
a aprovechar sus primeras habilidades de jurista.
La Obra contaba con algunas pequeñas empresas, como
la establecida por arquitectos e ingenieros para hacer las
contratas de las construcciones del Consejo y en la que intervenían
los mayores, como Miguel Fisac, Ricardo Fernández Vallespín,
Jorge Brosa y Fernando Valenciano. También estaba la
editorial Rialp, a través de la cual el Padre quería
ejercer una influencia cultural. Pero se trataba de entidades
poco rentables. Luis y Alberto plantearon una nueva estrategia,
que recordó a Antonio las gestiones de su padre. Por
una parte, se dedicaron a visitar banqueros y amigos de miembros
de la Obra, pidiendo a los numerarios que les proporcionasen
los nombre de sus conocidos. Por otra, lograron del Padre
un documento en el que se decía que todos los suyos
debían apoyar al llamado grupo Ullastres, que sería
la base económica de la expansión apostólica,
asegurando así la adhesión de todos a sus planes.
Antonio sintió que aquella tarea le ilusionaba, y don
Antonio Pérez le animó a ello. De vez en cuando,
venían a Lagasca otros numerarios importantes en materia
económica, como Rafael Termes, que había organizado
una entidad bancaria en Andorra, y Gregorio Ortega Pardo,
que empezaba a hacer lo mismo en Portugal. Antonio recordaba
especialmente los cinturones repletos de billetes que se ponían
los que iban a Roma para llevar así dinero al Padre,
puesto que las disposiciones sobre divisas no permitían
la exportación de pesetas. Aquel contrabando por motivos
aposólicos le impresionaba y le hacía sentir
admiración por los que lo practicaban.
Otro sujeto interesante del Consejo era Florentino Pérez
Embid, un andaluz gordo y guasón, el primer político
de la Obra en razón de su cargo de director general
de Propaganda en el Ministerio de Información de Arias
Salgado. Florentino conseguía películas en Censura,
que se veían los sábados por la noche en Lagasca,
y hablaba mucho de acción cultural. Pero, sobre todo,
se refería siempre a su jefe, Rafael Calvo Serer, como
líder de la tercera fuerza, un grupo de intelectuales
que se agrupaba en torno a ellos, en su mayoría monárquicos
y en los cuales, según Florentino, se centraba la esperanza
de España. Alguna vez Laureano López Rodó,
que además de ser director de Estudios de la Obra en
España, era un alto encargado del Consejo de investigaciones,
venía a ver a don Antonio Pérez. Antonio, que
le recordaba de La Estila, sentía por él un
miedo instintivo ya que, si bien en broma, todos decían:
"Si te coge Laureano y te organiza, estás perdido."
Cuando los mayores se encontraban en confianza, bromeaban
sobre ellos, especialmente sobre personajes de la religión
y de la política españolas. A través
de esas bromas, Antonio aprendió a averiguar por dónde
iban las simpatías de la gente mayor. Por ejemplo,
y a pesar de que algunos numerarios como Toñé
procedían de Falange, se notaba que el Movimiento no
era bien visto en Lagasca. Pero hacia donde más dardos
se tiraban era contra las otras organizaciones apostólicas,
y en particular contra los jesuitas y los propagandistas.
Florentino tenía una manera muy divertida de ensañarse
con los "meapilas" servidores del Vaticano. Una
tarde en que Antonio se escandalizó por unos epítetos
más fuertes de lo normal que Florentino dedicó
a los católicos oficiales, pidió en su casa
orientación para ver si debería hacerle una
corrección fraterna por falta de caridad. Florencio,
el nuevo director de Padilla, le dijo simplemente que la corrección
había que consultarla con el director del hermano al
que se pretendía corregir y, en el Consejo General,
con el superior mayor. Acudió, pues, a don Antonio
Pérez con su problema y don Antonio, que por primera
vez le pareció frío y distante, le explicó
que, en la intimidad de la familia, la espontaneidad no debe
extrañarnos y que Florentino no pretendía hablar
mal de otros católicos, sino hacer patente, como era
obvio, la necesidad de no servirse de la Iglesia para fines
propios.
Antonio no quedó tranquilo con la explicación
y una tarde, aprovechando que se encontraban solos en la pequeña
oficina de Secretaría Manolo y él, trató
de sonsacarle. Manolo le explicó que quienes menos
habían entendido la Obra eran los católicos
oficiales, como si estuviesen celosos de una nueva actividad
apostólica, especialmente los jesuitas y sus centros
de influencia, que habían controlado el catolicismo
español por mucho tiempo. La Obra sólo quería
libertad para servir a la Iglesia en la forma en que Dios
había inspirado al Padre. Le contó también
que, cuando se trataba de nuevas actividades misioneras, el
Padre prefería aquello que proporcionara menos gloria
humana y que, concretamente, había pedido a Roma, y
obtenido, que el Papa le adjudicara una diócesis de
misión en Perú, en medio de una sierra abrupta,
que nadie quería. En plena charla de ambos, entró
en ]a oficina don José María, el sacerdote encargado
de la Sección femenina y, al oír de lo que estaban
hablando, se explayó también:
-Vosotros sois muy jóvenes y lleváis poco tiempo
en la Obra, pero no podéis ser unos simplones, y menos
en este cargo. Las personas que más zancadillas han
puesto al Padre son las que más aprecio deberían
sentir por la Obra, que viene a traer savia nueva a la Iglesia.
Y han llegado a los peores y más viles procedimientos.
Denuncias en Roma, en Madrid. En mitad de la guerra mundial
nos denunciaban como germanófilos a la embajada inglesa
y como anglófilos a la alemana. Son gente que ha perdido
la visión sobrenatural y sólo quiere poder.
Por eso el Padre sufrió tan gran impacto en su inocencia
sacerdotal al llegar a Roma y verla dominada por políticas
pequeñas, y por eso cada día, él o alguno
de sus hijos, se dirige a la plaza de San Pedro, reza el Credo
y dice por tres veces: "Creo en la Iglesia a pesar de
todo."
Antonio empezaba a compartir esa beligerancia y, en la universidad,
incorporaba a su estrategia apostólica diversos toques
de combatividad contra el catolicismo oficial. En Padilla,
con tantos residentes ocupados en su preparación sacerdotal,
había bajado el ritmo apostólico, y sólo
Antonio, con la ayuda eficaz de Fernando, el espectacular
"pitaje" del año pasado, mantenía
vivo el proselitismo en la facultad de Derecho. Trabajaban
muy unidos y habían organizado un círculo de
estudios al que semanalmente acudían diez o doce compañeros
de San Bernardo. La mayoría eran adictos de Fernando,
antiguos camaradas de guateques, todos reunidos bajo la sombra
protectora de su padre, el subsecretario de Hacienda, que,
sevillano y bromista, les prometía siempre ayuda cuando
terminaran la carrera. Antonio y Fernando eran también
los únicos numerarios de Padilla que aportaban dinero
a la caja, yeso les daba un mayor sentido de responsabilidad.
Don Leoncio había incrementado a cinco mil pesetas
su ayuda mensual, y Fernando, que durante aquel año
se había incorporado a la vida de la casa, aportaba
casi el doble.
Por indicación de Florencio, Antonio y Fernando actuaron
también de Reyes Magos aquel curso. Todos escribían
su carta a los Reyes, y el 6 de enero se celebraba una gran
fiesta. Los regalos eran modestos: agendas, corbatas, carteras...
La gracia consistía en la cartulina que los acompañaba,
con una alusión humorística a la personalidad
de cada uno y a veces una caricatura. Antonio y Fernando pasaron
las tardes del 4 y el 5 de enero dando vueltas por los mercados
baratos del Madrid antiguo, donde compraron asimismo algo
de musgo para el Belén. Iban hablando, como siempre,
del apostolado en la universidad. Fernando estaba preocupado
porque iba a terminar el curso y la mayoría de sus
amigos a los que había hablado de "pitar"
no habían respondido nada. Y ya estaban en quinto de
carrera. Antonio le tranquilizaba y le hablaba de que a lo
mejor Dios los tenía destinados para supernumerarios
o para cooperadores, una fórmula de adhesión
a la Obra que se había aprobado en Roma y en la que
cabían incluso personas no creyentes o de otras religiones.
Entusiasmados en su conversación, apenas paraban mientes
en el Madrid que les rodeaba. Los alrededores de la plaza
Mayor eran miserables. Aún no se había recuperado
de la guerra civil aquel barrio, muchas de cuyas casas mostraban
síntomas de ruina. El Madrid de los Austrias era el
centro de reunión de los recién llegados a la
capital, de los visitantes de los pueblos y también
de los mendigos y desharrapados. Al finalizar las compras,
Antonio y Fernando entraron en un bar donde se hablaba muy
alto y un par de borrachos cantaban el "Raskayú"
a voz en grito. Se marcharon enseguida los estudiantes con
una sensación de pena en el alma, porque, como confesó
Fernando durante el trayecto del metro, la calle se hallaba
en manos de gente grosera y materialista, a los cuales sería
muy difícil hacer llegar el mensaje de la Obra. Al
entrar de nuevo en el calor y la cordialidad de la residencia
y dejar en Dirección los paquetes, hablaron brevemente
de ello con Florencio. Éste, con una palmada en la
espalda a cada uno les invitó a no pensar en cosas
tristes en el momento en que celebraban la venida de Jesús
a la tierra.
El curso pasó muy deprisa. El trabajo de Antonio en
Lagasca apenas le daba respiro, de modo que tenía que
quedarse un rato casi todas las noches para mantenerse al
día en su quinto curso de Derecho, que le conduciría
al título.
Un sábado por la tarde, después de la sesión
de cine en Lagasca, a la que le invitaban por trabajar en
Secretaría, Antonio salió a pasear calle Serrano
abajo con José María Arana, un ingeniero guipuzcoano
que estaba haciendo centro de estudios y al mismo tiempo ayudaba
a los superiores encargados de los asuntos económicos.
José María le relató un viaje que había
hecho a Roma con Luis Valls. El Padre les había animado
a fundar empresas mercantiles, donde, a la vez que la rentabilidad,
se buscara la influencia apostólica. Les había
hablado especialmente del cine, una actividad, decía
el Padre, en manos de judíos y masones, que sólo
buscaban el dinero, aun a costa de enseñar desvergüenzas.
En Roma se veían muchos carteles cinematográficos
de mal gusto, y el Padre les había insistido en la
moral pública, algo por lo que todos los católicos
deberían luchar juntos.
Antonio notaba aumentar por días su deseo de poner
en marcha un gigantesco imperio económico al servicio
de la fe, con el atractivo de esa fundamental motivación
de la que carecía la modesta empresa de don Leoncio.
Le seguían tirando las leyes, el derecho, pero, ya
cercana la conclusión de la carrera y con su vocación
bien firme, no sentía la ilusión de los primeros
años por parecerse a su abuelo, el notario de Lugo.
Un día, hacia la mitad de la primavera, al entrar
en Lagasca por la tarde, notó un especial revuelo y,
sin apenas darse cuenta, se topó de bruces con el mismísimo
Padre. Se arrodilló para besarle el anillo, como disponían
las costumbres, pero el Padre le levantó y le abrazó.
-¿ Cómo estás, picarón? -le preguntó
con su pronunciado acento aragonés -. Ya me han dicho
que trabajas duro y firme y que tienes un buen espíritu
apostólico.
Le cogió del brazo y le llevó hasta un rincón.
Se sentaron juntos y comenzó a hablarle en voz baja:
-Hijo mío, todo esto que hacemos tú y yo no
tiene ningún sentido si no estamos muy unidos a Cristo
por la oración y la abnegación. Cúmpleme
las normas, sé dócil con los superiores y yo
te garantizo una gran felicidad en esta vida, y la Vida con
mayúsculas después. ¿Eres sincero? -Sin
dejarle contestar, el Padre prosiguió-: Nuestra sinceridad
es la base de la entrega. Cuéntalo todo, todo lo que
se te pase por la cabeza y te preocupe, para que puedan ayudarte
a ser Obra de Dios, Opus Dei. Y en este trabajo interno, donde
hemos de ser tú y yo roca para que el edificio se asiente
sólidamente, no pienses en ti, piensa sólo en
los demás y en la Obra. Tenéis que sacarme adelante
lo económico, tenéis que llenar el mundo de
empresas sobrenaturales donde el trabajo individual y el trabajo
en grupo tengan el sello divino de un camino hacia Dios.
Mientras el Padre hablaba, Antonio le miraba fijamente, como
embobado. Todo lo que le habían contado de él,
y sobre todo esa aureola de familiaridad con lo sobrenatural,
de cercanía a lo milagroso, le dominaba. Don Álvado
del Portillo, el compañero permanente del Padre, se
acercó y le dijo:
-Padre, nos esperan en la Sección femenina.
-¡Tirano! -exclamó bromista y en voz alta el
Padre-. ¿Sabes? - continuó dirigiéndose
a Antonio -. Este hermano tuyo es un tirano de mi horario.
Me trae y me lleva como un fardo. Pero me hace cumplir la
voluntad de Dios - añadió poniéndose
súbitamente serio -, y yo le obedezco como si fuera
el mismo Jesucristo.
Levantándose ágilmente, besó en la frente
a Antonio. -Escríbeme con frecuencia -le susurró.
Y se marchó escaleras abajo hacia el sótano
del edificio, donde se alojaba la Administración, es
decir, donde habitaba la Sección femenina.
Largo tiempo le duró a Antonio el recuerdo de aquel
primer encuentro personal con el Padre. En la oración
paladeaba cada instante, y su memoria, uniendo aquel momento
con todo lo que antes había leído y oído
sobre él, magnificaba la figura del fundador y le producía
la emoción de la cercanía a lo sobrenatural.
En Padilla le hicieron contar una noche aquel encuentro, y
todos le escucharon en silencio. Desde entonces, Antonio comenzó
a escribir una carta semanal al Padre, esa costumbre que los
superiores aconsejaban como de buen espíritu.
El curso académico tocó a su fin. Con seguridad
y confianza, Antonio hizo unos buenos exámenes y, días
después, la familia Cuadrado celebraba con un almuerzo
extraordinario el éxito de su primogénito. Don
Leoncio y doña Elena, a pesar de que Antonio se había
alejado físicamente de ellos, lo sentían aún
suyo. Prácticamente todas las semanas comía
un día en casa y, aunque no les contaba mucho de su
vida, ellos adivinaban con instinto paternal que estaba contento,
y eso les bastaba.
Aquel día, Antonio encontró debajo de la servilleta
un reloj de oro con su nombre grabado y un cheque por veinticinco
mil pesetas. Su hermana Pilar le embromó diciendo que
un abogado suponía un buen partido y que aún
estaba a tiempo. Antonio se sintió halagado por aquel
homenaje y, después de comer, tuvo una breve conversación
con su padre.
-Los negocios, hijo - comenzó don Leoncio -, van bien,
pero yo ya no tengo tantas ganas de luchar y estoy desaprovechando
oportunidades nuevas por falta de cooperación. Tú
sabes que me gustaría mucho que trabajases conmigo,
y espero que te lo pienses antes de dedicarte a otra cosa.
Desde luego, tienes mi apoyo si quieres preparar unas oposiciones
o pasar algún tiempo sin ganar dinero. Pero lo que
no me parecería bien es que te convirtieras en un clases
pasivas, a menos que desees hacerte cura.
-No te preocupes, papá - contestó Antonio -.
En la Obra todos tenemos y ejercemos una profesión
civil. Yo quiero pensarme bien mi futuro, y ten por seguro
que consultaré contigo.
Continuaron hablando de temas generales, y Antonio aprovechó
la ocasión para llevar la charla a un terreno espiritual,
convenciendo a su padre para que acudiese a una tanda de ejercicios
que se iban a dar en Molinoviejo pocos días después.
-Siempre te sales con la tuya -comentó de buen humor
don Leoncio-. Desde luego, si todos los de la Obra tienen
la mitad de gancho que tú, vais a meter el país
en un puño.
Antonio sabía que aquel verano también lo pasaría
en La Estila para hacer su segundo curso de centro de estudios.
Pero lo que no sabía, y que Florencio le dijo días
después del almuerzo con los Cuadrado, era que actuaría
como secretario del Consejo local, allá en Santiago,
y que a la vuelta viviría en Lagasca, para completar
rápidamente lo que le faltase de la formación
interna, a la vez que seguiría ayudando a los superiores
mayores.
-A ver si te conviertes pronto en un financiero de peso y
nos sacas de apuros - rubricó con broma Florencio sus
palabras más serias.
En su interior, Antonio sintió fortalecida su conciencia
de misión y aquella tarde, en la oración, prometió
al Señor no fallarle, serle fiel.
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