LOS HIJOS DEL PADRE
Novela de Alberto Moncada
CAPÍTULO 3. EL DIARIO DE MARIANO
(1953-1958) PARTE II
Con Víctor, el supernumerario pamplonés amigo
de la música, descubrió las riquezas monumentales
y los lugares típicos de la ciudad y conoció,
también de su mano, a algunos intelectuales locales,
como a un profesor de instituto, antiguo seminarista, que
le colocaba grandes discursos sobre sus aficiones a la lógica
matemática, y a don Joaquín, el prócer
carlista, que reunía los jueves en su vieja casona
de la calle Estafeta a lo que él llamaba la intelectualidad
del Reino y que consistía en dos canónigos de
la catedral, licenciados por Roma, y un grupo variable de
políticos y propietarios agrícolas. Allí
descubrió Mariano muchas cosas, que, años más
tarde, englobaría bajo el título de sociología
del carlismo.
-Ustedes -le decía don Joaquín - han venido
a tiempo para continuar la gran tradición cultural
de Balmes, Donoso y Vázquez de Mella, esa tradición
que está en la raíz del alma noble de España
y que el modernismo, los ecos de una Europa materialista,
han intentado tantas veces destruir. Una y mil veces usaré
mi influencia en la diputación, en el ayuntamiento,
donde sea, para hacer posible ese propósito de monseñor
Escrivá, que yo mismo le escuché exponer en
Madrid hace unos años. Lo que más me gustó
de lo que dijo fue aquello de dar liebre por gato, es decir,
vestir la ortodoxia y la tradición con un ropaje moderno,
accesible a la juventud, y así, aceptando lo accesorio
de los cambios en el progreso científico y técnico,
mantener intacta e incontaminada esa filosofía de la
vida que hemos heredado y por la que tantos hemos dado vidas
y haciendas en esta guerra y en las pasadas.
La práctica imbricación de ideales espirituales
y políticos que aquellas convicciones reflejaban impresionó
a Mariano, que, por primera vez, se topaba con tipos humanos
muy alejados de su arquetipo mediterráneo. Para él,
platónico instintivo, heredero de un talante soñador,
propiciado por soles de siglos, que siente una cierta desazón
cuando de estar muy seguro se trata y alberga por ello, en
sus profundidades emocionales, un cierto escepticismo acerca
de toda aventura humana excesivamente segura de sí
misma, todo aquello resultaba una novedad. Desde su vertiente
mística ilustrada, no se tomaba demasiado en serio
otras actividades externas que aquel sueño pedagógico
que tantas veces le rondaba la cabeza y que él veía
como un gran resurgimiento cultural y una civilización
de las masas por vía de la persuasión y un cierto
despotismo ilustrado. Pero ni siquiera en los momentos más
duros de su adoctrinamiento romano había aceptado la
necesidad de la alianza entre el altar, la espada y la inteligencia,
en un remedo de aquellas aventuras bélicas de la pasada
cristiandad, que, para él, eran simplemente deficiencias,
exabruptos de la historia. Sin duda Dios debía de reírse,
con una buena risa mediterránea, de todas aquellas
magnificaciones inútiles de su mensaje, aunque permitiese,
desde el fondo de ese misterio nuclear de la libertad humana,
tragedias y malos pasos de sus propios incondicionales.
Se iba acomodando paulatinamente a los fríos, a las
lluvias y a las nieves de Pamplona. Algún domingo,
en plan de apostolado, acompañaba a los chicos de la
residencia a cortas excursiones por los montes que rodeaban
la ciudad y, poco a poco, empezó a sentir y valorar
la belleza de los mil matices de verde, de las arboledas de
robles y castaños, de los riachuelos roqueros y de
los caseríos, a veces escondidos en un repecho de montaña.
Aquello parecía sentarle bien físicamente, y
su endeble contextura empezó a endurecerse con el clima,
los paseos y aquella dieta navarra que incluía buenos
platos de huevos y chorizo, regados con vino rojo, aun a la
hora del desayuno. Como le decía en broma don Teodoro,
que de Granada había sido trasladado a Pamplona casi
al mismo tiempo que él, "las chicas de la Obra
han entendido literalmente el mensaje del Padre de que ellas
son responsables, a través de la cocina, del fervor
espiritual y la madurez intelectual de nuestros estudiantes.
¡Y hay que ver cómo se esmeran!".
Algún tiempo más tarde, después de muchas
presiones del nuncio Antoniutti, el gobierno español
acordó dar validez civil a los títulos académicos
de la universidad de Navarra, siempre que entre los profesores
hubiera un determinado porcentaje de catedráticos.
Con ese motivo, se procedió desde Madrid a enrolar
a cuantos, pertenecientes a la Obra o no, aceptaran trasladarse
de sus universidades civiles a Pamplona. El proceso comprendía
un examen detallado de las tendencias ideológicas de
los candidatos. Para los alumnos suponía una gran ventaja
no tener que examinarse en Zaragoza. De ahí que al
rector Sánchez Bella se le diera carta blanca y una
cierta capacidad de negociación económica para
atraer a quienes hicieran posible tal libertad. Los dos fichajes
más notorios fueron los del médico Ortiz de
Landázuri y el romanista Alvaro d'Ors, ambos supernumerarios
de confianza. A su vez, Mariano fue comisionado por el rector
para buscar filósofos importables a Pamplona. Con tal
motivo, y aprovechando las vacaciones de Semana Santa, viajó
a Madrid y le fue permitido el acceso a los ficheros de la
Obra, donde figuraban las listas y las circunstancias de los
socios numerarios, de los supernumerarios y de los amigos
cooperadores. El joven sacerdote encargado del registro le
ayudó en la tarea y le presentó a don Jesús
Arellano, catedrático de filosofía, numerario
mayor, que ejercía en Sevilla y era el principal protagonista
de esa operación de selección. Mariano sabía
ya que la filosofía española era muy ortodoxa,
puesto que el Ministerio de Educación, al adjudicar
las cátedras, tenía buen cuidado en impedir
el acceso a ellas a quienes no se adherían a los postulados
de la filosofía perenne. La vigilancia ministerial
se había hecho más dura desde el episodio de
aquel año, en que, por culpa de la debilidad del ministro
Ruiz Jiménez, gente de izquierda e intelectuales no
franquistas habían fraguado una especie de conspiración
universitaria, que había terminado a tiros por las
calles de Madrid y con la destitución por el Generalísimo
de Ruiz Jiménez y el ministro del Movimiento.
Un día, Mariano fue invitado a quedarse a merendar
en Diego de León, la casa central de la Obra, y allí
presenció una animada conversación al respecto
entre numerarios importantes. Estaban presentes Rafael Calvo
Serer, Florentino Pérez Embid, Antonio Fontán,
Laureano López Rodó y Jesús Arellano,
con el que había venido. Sin intervenir, les oía
quejarse de la traición de Joaquinito -como llamaban
al ministro- a los ideales del dieciocho de julio y de la
necesidad de oponerse a los intentos de secularización
de la tradición española. Y si bien el tono
y las maneras eran modernas, a Mariano le recordaban la tertulia
pamplonesa de don Joaquín, el prócer carlista.
Aunque se sentía básicamente de acuerdo con
el fondo de la cuestión, experimentó un cierto
desasosiego ante la contundencia de la posición ideológica
de sus hermanos mayores, especialmente cuando, aun en tono
de broma, uno de ellos habló de la necesidad de establecer
la inquisición.
Aquella noche, paseando por la madrileña calle de
Serrano con otro profesor de Pamplona que había venido
con la misma misión que él, aunque para la facultad
de Medicina, hablaron del tema. El médico le contó
que su padre, médico también, había sido
amigo de don Gregorio Marañón y le relató
las experiencias comunes de los intelectuales de la República.
Mariano tenía escaso conocimiento de aquellos episodios
de una historia aún reciente, porque en el colegio
le habían pintado todo lo relativo a la guerra civil
con los simplificadores tonos del rojo y el azul, y él
no había tenido ni el tiempo ni la inclinación
para analizar intelectualmente el asunto. Según el
médico, y en esto coincidía con lo que Mariano
acababa de oír en Diego de León, habían
sido los intelectuales quienes prendieron el odio de la lucha
de clases que condujo a la guerra y quienes, en sus dudas
académicas, no supieron distinguir el plano de ]a especulación
científica, donde cabía una moderada modernización
a la europea, del plano de la doctrina popular, que, debido
a la ignorancia masiva de los españoles, no debió
manipularse.
-España -le decía muy seguro su interlocutor-
es un país apasionado y radical, que necesita autoridad,
líderes y un fiel seguimiento del catolicismo, única
garantía de orden y concierto social. La Institución
Libre de Enseñanza quiso desconocerlo, y por eso pasó
lo que pasó. Y ahora el Padre nos pide que seamos de
nuevo levadura en la masa, a fin de que no vuelva a producirse
una tragedia semejante.
Al volver a Pamplona, Mariano llevaba consigo un nuevo propósito:
redactar su tesis doctoral. En Madrid le habían insistido
en ello, como una estrategia paralela a la contratación
de catedráticos para Pamplona. Porque así como,
inmediatamente después de la guerra, las cátedras
sirvieron como cauce a la expansión apostólica
de la Obra por provincias al ingresar un numerario en la universidad
respectiva, y las becas del Consejo Superior de investigaciones
científicas consiguieron un efecto similar respecto
al extranjero, había ahora un motivo suplementario:
la autonomía docente de Pamplona. Don Laureano, desde
su doble posición como jefe de estudios para la región
española de la Obra y como alto cargo en el Consejo
de investigaciones, planeaba todo el movimiento de acceso
a las oposiciones, especialmente la posibilidad de nombrar
tribunales amigos para que los de casa no tropezaran con dificultades.
Mariano aceptó complacido la idea y, a medida que
avanzaba el curso, comenzó a darle vueltas al asunto.
También le llegó la noticia de que pasaría
aquel verano en la universidad de La Rábida, como subdirector
del centro móvil que se organizaba allí cada
verano para atender a los numerarios asistentes y a los chicos
de San Rafael, a los que se pretendía "tratar"
con esa ocasión. La perspectiva le ilusionó
verdaderamente, pues, aunque se había casi acostumbrado
a los rigores navarros y aunque la primavera norteña
era francamente bonita, con la floración de los bosques
y los prados, a medida que se acercaba el verano sentía
la llamada del mar.
Un tema que había quedado como entre paréntesis
era el de su proyectada ordenación sacerdotal. No le
habían vuelto a hablar de ello, y él, con ese
instintivo acatamiento de la voluntad de Dios que había
desarrollado, logró dejar de considerarlo, ilusionado
como estaba con las perspectivas intelectuales.
Después de acompañar a Zaragoza a sus alumnos,
que no salieron demasiado malparados del trance de los exámenes
y de una fugaz visita a Málaga, llegó por fin
a La Rábida. Mucho había oído hablar
de aquel feudo de don Vicente Rodríguez Casado, flamante
rector del cotarro, cuya habilidad para conseguir permisos
y dineros para sostenerlo era notoria.
-Hola, chaval -le dijo don Vicente, a quien encontró
bañando su inmenso cuerpo en la playa-. Aquí
los andaluces estamos en mayoría y tenemos que enseñar
a vivir a los demás.
La gran humanidad y la simpatía de don Vicente eran
contagiosas. Había organizado una especie de relajación
en el modelo de curso anual de la Obra. Treinta o cuarenta
estudiantes, españoles y sudamericanos, seguían
cursos de historia, literatura, arte, disfrutaban de las delicias
del lugar, comían todo lo que querían y, de
noche, por grupos o en común, organizaban veladas de
cine, montaban tertulias o cantaban. El tiempo pasaba allí
muy deprisa. Mientras tanto, los de la Obra se afanaban por
reclutar adictos entre las mejores cabezas presentes.
Durante aquella grata temporada, Mariano se debatía
entre posturas contradictorias. Como subdirector del centro,
se pasaba el día persiguiendo a los numerarios, generalmente
jóvenes, para que cumplieran las normas, estudiaran
algo y no olvidaran su labor de apostolado. Por otro lado,
sentía las mismas tentaciones que ellos de hacer el
lagarto bajo el agradable sol y disfrutar de esas vacaciones.
Había gente interesante entre los sudamericanos, especialmente
dos peruanos muy ceremoniosos, que se sabían mil y
una anécdotas de la conquista española y deleitaban
a todos con sus historias de Cuzco, Arequipa y Lima, que,
como ellos explicaban, fue capital del Virreinato por pura
equivocación de Pizarro.
Don Vicente incorporó a Mariano a las tertulias con
los invitados, profesores que venían a La Rábida
a pronunciar sus conferencias y luego se enredaban en discusiones
políticas y académicas. Allí se familiarizó
con esa confianza, característica de la gente mayor
de la Obra, en la vigencia del modelo tradicional español.
Por no llevarle la contraria a don Vicente o a Jesús
Arellano, que les visitaba con frecuencia desde Sevilla, los
conferenciantes ajenos asentían a todas aquellas magnificaciones
del verdadero espíritu español. Una noche tras
otra, entre copa y copa de buen vino jerezano y tapas de jamón
y queso, se trazaban esquemas imperiales del destino español,
que concluían en una mal disimulada propaganda de la
Obra. Todos se hacían lenguas de la colección
Rialp, en que, bajo la dirección de Rafael Calvo, iban
apareciendo, uno tras otro, los autores más preclaros
del pensamiento español tradicional.
Sin embargo, la dureza de aquella ortodoxia quedaba dulcificada
por el contexto mediterráneo de las reuniones. Allí,
a diferencia de los recientes episodios de Madrid y Pamplona,
Mariano veía más humanizadas las estrategias
y menos arriscadas las posiciones ideológicas.
Conversando sobre sus lecturas en relación a la tesis
doctoral, quedó más o menos definido el tema.
Mariano estaba empeñado en hacer una tesis erudita,
sobre las relaciones entre la naturaleza y la gracia en la
patrística. Todos le alabaron el gusto, pero le recomendaron
que incorporase al esquema un capítulo donde pudiera
introducir la idea de la infancia espiritual, que el Padre
desarrollaba en Camino y que, según Arellano, tenía
profundas implicaciones filosóficas.
De regreso a Pamplona, vio incrementados sus deberes lectivos
con dos cursos de filosofía en vez de uno, aunque le
trasladaron a una casa de mayores donde todos los habitantes
pertenecían a la Obra y no había aquel trajín
de Aralar, con tanto estudiante díscolo y tanta pérdida
de tiempo. En la casa nueva, otro piso del ensanche de Pamplona,
vivían ocho profesores, presididos por José
Javier, un navarro de edad algo superior a la media y que
a su condición de profesor de civil unía la
de notario. José Javier era muy espiritual, y Mariano
simpatizó con él, aunque sus opiniones presentaban
esa sencillez y rotundidad que tanto incomodaba a su ánimo
mediterráneo. José Javier había sido
uno de los primeros de la Obra en Madrid después de
la guerra y sentía por el Padre una fidelidad perruna.
Conocía bien a la gente de las clases pudientes, como
él decía, y sus buenos oficios en la diputación
o entre los caciques locales resultaban muy valiosos para
la universidad. En diversas ocasiones, Mariano le oyó
contar anécdotas sobre cómo se consiguieron
las subvenciones de la diputación y los terrenos del
ayuntamiento para el futuro campus. Le impresionaba la seguridad
con que José Javier veía la marcha de la institución.
Empezó también a familiarizarse con lo que
se llamaba la labor de San Gabriel, es decir, el apostolado
entre los matrimonios, en el cual representaban un gran papel
las mujeres. Siempre le había parecido acertado el
criterio del Padre en cuya virtud existía una absoluta
separación de sexos a la hora del apostolado, no sólo
por razones de precaución sentimental y sexual, sino
porque compartía los prejuicios tradicionales del intelectual
católico respecto a las funciones y habilidades de
la mujer, actitud que sólo había depuesto momentáneamente
con ocasión del caso de Begoña Urruzola. Sin
embargo, oyendo hablar a don Teodoro y otros sacerdotes de
la complicidad de las mujeres en relación al apostolado
entre sus maridos, comprendió el porqué de aquella
dedicación tan grande de los curas a la Sección
femenina. Era una actividad doblemente productiva. Porque
si, por una parte, "pitaban" chicas y sirvientas
para velar por la buena administración de las casas,
por otra, las casadas que se incorporaban recibían
consejo y estímulo para atraerse a sus maridos, que
terminaban por encontrarse un cura del Opus invitado a comer
cada cierto tiempo. En ese ambiente casero, entraban también
los numerarios, y muy pronto no hubo familia pamplonesa de
alguna importancia económica y social que no recibiese
a los de la Obra. Mariano empezó a cobrar fama de listo
entre aquellas personas, cuyos problemas teológicos,
como con sorna decía José Javier, no pasaban
de la cintura para arriba. Las meriendas a base de chocolate
y los copiosos almuerzos de caza y buen vino eran ocasión
propicia para la tertulia espiritual y Mariano no tardó
en descubrir que, como decía el Padre, para el hombre
casado la vocación empieza en la cocina de una esposa
fiel.
Sólo una vez, por ausencia temporal de otro numerario,
había bajado Mariano al incipiente barrio industrial
de la ciudad, donde, en casa de un obrero de la Obra, se iniciaba
la labor de oblatos. Tal y como había oído Mariano
en Roma, el Padre había ordenado que, tan pronto como
estuviese asentada la labor entre las clases pudientes, se
procediese con tiento a buscar vocaciones entre los obreros
ejemplares en su oficio, que fueran semillero de buen comportamiento
social. En la "Instrucción de San Gabriel",
uno de los documentos básicos que, con el catecismo,
se estudiaban en la Obra, se hablaba del apostolado entre
los obreros, "que habían de tener la ilusión
de dar gloria a Dios desde su sitio, sin apetecer cambiar
la situación donde la providencia los había
puesto". José Javier le había explicado
que el obrero navarro, casi recién llegado del campo,
sólo tenía vicios animales y que, con la tradición
de la influencia eclesiástica en la región,
no habían sido contaminados por las ideas perniciosas
de los cinturones industriales de Madrid, Barcelona o Bilbao.
Sin embargo, Anselmo, que así se llamaba el oblato
obrero, le explicó aquella tarde que algunos sacerdotes
y seminaristas navarros estaban difundiendo ideas comunistas
desde el confesionario, e incluso un cierto clérigo,
don Lucio, pronunciaba sermones muy confusos, de los que ya
se había dado parte al gobierno civil.
Mariano, después de presidir el círculo para
los obreros amigos de Anselmo, aceptó su invitación
de tomar unos vasos en un bar de al lado y quedó impresionado
por un ambiente y unos modos de hablar que hasta entonces
le habían sido desconocidos, perdidos ya en las profundidades
de su memoria los recuerdos de su primera infancia malagueña.
Los conflictos de la modernización industrial y los
problemas obreros consiguientes le cogían completamente
desprevenido. De regreso a la residencia, iba pensando si
aquel mundo intelectual en que él centraba sus ilusiones
no sería una quimera del espíritu, ajena a la
verdadera vida de los hombres.
José Javier, el director, estaba leyendo en su cuarto
y aceptó de buen grado entrar en las disquisiciones
de Mariano.
-Desde luego -le dijo-, los hombres de letras siempre corremos
el riesgo de quedarnos en la luna. Por eso yo me paso mucho
tiempo escuchando a la gente sencilla, en mis excursiones
por los pueblos de Navarra. Pero la dificultad está
en la ciudad y la industria. Si pudiésemos encontrar
la fórmula para espiritualizar el capitalismo y para
que los patronos se comportasen con los obreros como en esas
grandes familias agrícolas, quizá se podrían
evitar la deshumanización y los conflictos.
-De acuerdo, José Javier. Pero mi impresión
es que la cosa va muy despacio y, mientras, por inercia o
por abulia, los responsables se atraen las iras de los trabajadores.
-¡Vaya, ya hemos topado con el problema de la debilidad
humana...! Como los ricos no se muestren a la altura de su
responsabilidad, volverán los conflictos del 36. Por
eso nuestra labor resulta más urgente y por eso quiere
el Padre que lleguemos a todos los centros del poder social.
Pero no con teologías largas y filosofías metafísicas,
como llegáis algunos -añadió con sorna-,
sino con la clara y sencilla doctrina del libre albedrío
y los Novísimos.
-¡Hombre, eso tampoco! - se mosqueó Mariano-.
Por mucho que quieras simplificar, en una visión completa
de la vida no puedes renunciar a hacerte cargo de la complejidad
del ser humano y de la facilidad de caer en una mecanización
del comportamiento. Precisamente la gran novedad del Renacimiento,
que los cristianos no hemos sabido todavía asumir por
completo, consiste en quitarle a la existencia humana ese
carácter de mero símbolo de la realidad ultraterrena,
donde no hay lugar más que para la repetición
de un comportamiento consuetudinario y lanzarla al optimismo
de una creación en que el hombre es protagonista, con
Dios, del progreso material e intelectual, en una aventura
lineal y no en el círculo cerrado anterior.
-¿Ves cómo no se os puede dar confianza? -repuso
José Javier-. En cuanto se os deja, montáis
unas argumentaciones que sólo sirven para complicarle
la vida a la gente común. Tú dame doctrina moral
clara y terminante y guárdate tus elucubraciones para
los círculos intelectuales. No es que me parezca mal
ese nivel de especulación. Es que con frecuencia se
convierte en caldo de cultivo para el disentimiento moral.
Porque esas cosas son disputables en el plano filosófico,
pero al precio de que no influyan en la seguridad que hemos
de poner en las normas de comportamiento.
-O sea, que volvemos a Platón.
Y dejando a José Javier con la boca abierta, Mariano
salió del cuarto con un gesto de precipitada contrariedad.
Durante los días siguientes se sintió incómodo
consigo mismo. Una turbulencia de ideas luchaba en su mente
y, por primera vez, empezó a analizar su vocación.
Hasta entonces, en el ambiente universitario granadino, en
el clima intenso de Roma, había conseguido mantener
su atención dentro de un contexto intelectual donde,
a lo más, se le planteaban conflictos de enfoque, como
los suscitados por los numerarios mayores de Madrid y La Rábida.
Incluso en Pamplona, su medio ambiente favorecía la
tranquilidad para la meditación y, si algo a su alrededor
resultaba chocante, lo evitaba o se lo evitaban, con esa particular
sensibilidad con que la Obra, a través de las normas
y costumbres, aislaba a sus miembros de zonas y episodios
conflictivos. Pero ahora, no sabía si por el clima
norteño, por el tipo humano predominante entre sus
amigos y conocidos navarros o por esas primeras experiencias
en la sociedad pamplonesa, incluyendo aquella visita al mundo
obrero, se sentía desasosegado. Una tarde en que su
desasosiego se hizo mayor, fue a hablar con don Teodoro, su
gran amigo desde Granada, con el que tantas veces se había
confesado y sincerado. Don Teodoro, de quien todos decían
que era un gran conocedor de la naturaleza humana y que, por
su larga experiencia de la vida antes de entrar en la Obra,
gozaba de la confianza de los superiores, oyó en silencio
sus lamentaciones. Al cabo de un rato le interrumpió:
-Escucha, Mariano, nada de lo que me estás diciendo
tiene importancia. Por mucho que tú y yo y todos los
nuestros, incluso el Padre, abracemos una ideal tan ambicioso
de transformación del mundo, hemos de conservar esa
seguridad de nuestros místicos, que tanto te gustan,
de que el reino de Dios no es de este mundo. La historia de
la predicación del Evangelio es, en cierto sentido,
la historia de un fracaso constante, porque parece como si
el misterio de la libertad y también, ¿por qué
no?, el "misterium iniquitatis", no fuera compatible
con esa ansia de perfectibilidad humana que significa el cristianismo.
Y más aún si nos ponemos a discutir el tema,
más controvertido, de la estrategia de la evangelización,
en el que no sólo dentro de la Iglesia, sino dentro
de cada uno de nosotros, los criterios son con frecuencia
contradictorios. La Obra, por boca del Padre, ha adoptado
un camino de presencia activa en la sociedad, mucho más
complicado, por ejemplo, que la fórmula carmelitana
de nuestros santa Teresa y san Juan de la Cruz. Y probablemente
la única fórmula para que lo nuestro funcione
consista en una gran fidelidad al carisma del Padre. Pero
seguridades, certezas, no las tiene nadie, ni siquiera el
mismo Padre. Creo que ahora que empiezas a participar en un
mundo más amplio que el universitario, te son aún
más necesarias las precauciones de nuestras constituciones,
que tienden a preservar la calidad de tu vida contemplativa
y, querámoslo o no, la condición sacerdotal
de nuestra vocación, que en los numerarios significa
una radical indiferencia hacia las cosas terrenales, por muy
metidos que en ellas estemos.
-¡Pero, don Teodoro -arguyó Mariano-, ahí
está precisamente el conflicto! A medida que nos convirtamos
en protagonistas de cualquier actividad, no podremos dejar
de ilusionarnos con nuestras opciones y de convertirlas casi
en recetas infalibles. Y cuando, como quiere el Padre, influyamos
para que la legislación sobre educación sea
cristiana, no podemos evitar traducir a fórmulas concretas
una interpretación peculiar de la educación,
que puede ser distinta y aun contraria a la que sostengan
otros cristianos. Pero, sobre todo, lo que más me incomoda
es que, a nivel especulativo, podremos disentir de otros grupos
y que, mientras disentimos, el mundo va por su cuenta y no
espera a que intelectuales y políticos nos pongamos
de acuerdo. Con lo cual, lo más propio de la vocación
de la Obra, que es esa transformación social, lleva
en sí misma la contradicción de una renuncia
esencial a mezclamos de corazón en los conflictos humanos...,
por lo menos mientras la vocación de numerario no imponga
ese despegue y esa indiferencia de la que usted me habla.
-Te estás convirtiendo en un racionalista -le dijo
con una amplia sonrisa don Teodoro-. ¿A dónde
ha ido a parar aquel místico de las soledades mediterráneas
que yo conocí y que aceptaba sin racionalizarlo el
misterio de la acción divina? Mira, Mariano, mi único
consejo, si es que has venido a pedírmelo, o mi consuelo,
que es lo que en realidad buscamos cuando nos hallamos intranquilos,
es que no te dejes impresionar por los primeros conflictos
que encuentres en tus vivencias adultas en la Obra. Según
parece, estás a punto de que te concedan la fidelidad,
ese punto final el capítulo transitorio de tu entrega
con el que sellas una decisión firme de darte por completo.
Aférrate a esa fidelidad y acepta con ella la sumisión
de la inteligencia, que es la principal de las sumisiones
para gente como tú, y procura encontrar en la vida
de piedad ese sosiego diario a nuestros conflictos, internos
y externos. Con ello no vas a dejar de tenerlos, pero sí
te sentirás anclado en la seguridad de la fe y de la
filiación divina, lo único que verdaderamente
importa para que tú y yo recorramos el corto camino
que Dios nos tiene destinado. Sin certezas, sin garantías
racionales. Sólo con esa desnuda seguridad de la abnegación
propia.
Mariano procuró poner en práctica los consejos
de don Teodoro. La principal estrategia, la más aconsejada
en la Obra, consistió en abrumarse de trabajo. En aquellos
tiempos fundacionales de la universidad de Navarra, había
mucho que hacer y, si uno estaba cerca de Ismael, le caían
encima un encargo tras otro. Mariano pasaba toda la mañana
en el Museo de Navarra, donde se daban las enseñanzas
de Filosofía y Letras, y empezó a actuar prácticamente
como secretario de la facultad. Había que ocuparse
de mil y un detalles de la administración de ésta,
que, aunque pequeña, presentaba en embrión todos
los problemas de una grande. Cada vez le quedaba menos tiempo
para estudiar, pues la tarde, reservada para ello, iba siendo
progresivamente invadida por los encargos académicos.
Y de vez en cuando por encargos apostólicos. No obstante,
mantenía lo que él llamaba las dos horas sagradas,
desde el final de la tertulia del mediodía hasta aproximadamente
las cuatro y media o las cinco, en que sacaba sus libros y
sus ficheros y se consagraba bien a preparar las clases, bien
a componer el armazón de su tesis.
En esas dos horas, con el cilicio apretado al muslo y un
paquete de bisontes a su lado, abandonaba las circunstancias
de su jornada diaria y retornaba a ese mundo de la especulación
intelectual que le parecía su gran esperanza. Con el
tiempo, y después de conseguir los oportunos permisos
internos, se había empezado a familiarizar con los
grandes filósofos occidentales no incluidos en la tradición
eclesiástica. Tenía obras de Kant, de Hegel,
de Husserl, y luchaba con ellos cada día desde sus
certezas metafísicas. Era un ejercicio de imaginación
que le dejaba extenuado, pero que le compensaba de la rutina
de su tarea cotidiana. Por un instinto de ortodoxia y una
elemental aversión al escándalo, sus clases
de la mañana constituían un modelo de claridad
y procuraba, como una vez le dijo un ex seminarista petulante,
"escamotear los problemas ante su juvenil audiencia".
En verdad, a él no le hubiera importado exponer en
público todas sus incertidumbres lógicas, todas
las lagunas de interpretaci6n que a solas encontraba, y, desde
luego, le hubiera gustado mucho provocar una confrontación
con cualquier Kant o Hegel redivivo, pero guardaba muy presentes
las instrucciones recibidas de dar doctrina segura y, sobre
todo, tenía la amarga impresi6n de que ninguno de los
alumnos deseaba ir más allá de una cierta memorización
de los autores y los problemas fundamentales de la filosofía
occidental. A veces pensaba si no sería antipedagógico
incluir la filosofía en los primeros años de
carrera, cuando la gente apenas posee capacidad de abstracción
ni experiencia personal de donde partir. Pero se consolaba
con la apelación a la ortodoxia, ya que, según
tantas veces le recordaba Ismael, "de lo que se trata
es de que los chicos respiren el buen realismo cristiano que
lleva diez siglos fundamentando la fe católica, y no
de sembrar en ellos dudas o vacilaciones metódicas".
Casi sin darse cuenta, iba abriendo una fosa entre su metodología
personal durante aquellas dos horas de estudio y el modo más
seguro y clásico en que daba sus clases. Pero ese conflicto,
que alguna vez le inquietaba, dejaba de hacerlo en cuanto
invocaba su ascética y renunciaba ante el Sagrario
a la tentación de la inteligencia. Allí sí
que se encontraba seguro.
Por encima de sus especulaciones y sus aficiones, incluso
al margen de las tareas y encargos apostólicos, la
vida contemplativa, aquellas dos medias horas de oración
al día, le serenaban y le sumergían en un acto
de fe desnuda, donde todo se le antojaba pura gratuidad divina
y donde se calmaban, incluso físicamente, los pulsos
de su corazón. Su fe era una especie de instinto de
identidad radical frente a cualquier otra circunstancia. Se
había convertido en una segunda naturaleza y descansaba
en vivencias muy sencillas que venían de muy lejos,
de los silencios frente al Mediterráneo, de las soledades
en el carmen granadino. Ni siquiera la vocación a la
Obra la había modificado sustancial mente. Todavía
se emocionaba con la desnudez de los versos de Juan de la
Cruz y se le hacía corta la acción de gracias
después de comulgar. Aquella querencia por el misterio
era una adhesión suprema de su espíritu, que
además siempre le dejaba insatisfecho. Doblemente insatisfecho,
porque sabía que sólo la muerte colmaría
aquel deseo y porque sabía también que nada
de lo que hiciese en la tierra tendría verdaderamente
ninguna. relación con su real naturaleza de criatura
inmortal.
En las vacaciones de Semana Santa de aquel curso del 57-58,
Mariano marchó con otros diez numerarios a hacer ejercicios
espirituales en el colegio Gazte1ueta de Bilbao, aquel primer
éxito de la Obra entre la burguesía vasca. El
viaje en coche le proporcionó una nueva oportunidad
de recrearse en la geografía norteña, más
civilizada y humana que las arideces mediterráneas.
Siempre que había vascos se cantaba y en aquella tertulia
de comienzo de los ejercicios se formó casi un orfeón.
La mezcla de llaneza y timidez que Mariano había ido
detectando en el pueblo vasco llegaba a una curiosa sublimación
en los vascos de la Obra. Eran gente segura de sí misma,
como si la Obra fuera una cosa descubierta por ellos y que
les perteneciera más que a los demás. Les gustaban
sin embargo las bromas pueriles, como cuando Jesús
Urteaga, ante el regocijo general, amenazaba con el puño
al colegio de los jesuitas que se adivinaba a lo lejos y decía:
"¡Rendíos!" Todo ello compatible con
los largos silencios y las caras serias. Aunque Mariano tomaba
las naturales precauciones para no generalizar, aquellos vascos
hermanos suyos no le caían del todo bien. Uno de los
curas ilustrados de la tertulia carlista de don Victor le
dijo una vez que aquella espontaneidad era una manera de luchar
contra una innata timidez, y que la vasca es una raza radicalmente
insegura de sí misma, incrustada como se halla entre
dos civilizaciones, la francesa y la castellana, que nunca
había logrado asimilar por entero. Los de la Obra eran
en su gran mayoría hijos de la clase media burguesa,
y en aquellos días andaban muy ilusionados con la Escuela
de Ingenieros, que, como un apéndice tecnológico
de la universidad de Navarra, funcionaba, naturalmente, en
San Sebastián. Allí se había repetido
aquel continuo ir y venir de los numerarios y numerarias por
las casas de los pudientes de la zona, hasta lograr un buen
montón de apoyos oficiales y privados.
Mariano no llevaba especiales cargas de conciencia a aquellos
ejercicios. Había zanjado momentáneamente sus
conflictos interiores y, quizá como compensación
inconsciente, deseaba abrirse a nuevas experiencias ajenas
a su mundo. Por ello charló mucho con uno de los encargados
de la Escuela de Ingenieros, un chiflado del progreso técnico
que se pasaba la vida denostando a los humanistas y criticando
a los capitalistas.
-Fíjate, Mariano -le dijo una tarde paseando por la
ría de Bilbao-, todo este desarrollo industrial es
puro colonialismo tecnológico. Aquí sólo
hay patentes extranjeras, capital extranjero, y el que hay
nacional está en manos de una minoría de paletos
que sólo aspira a cortar el cupón para mantener
una especie de mimetismo anglo-francés en sus casas
de Las Arenas. La primera generación industrial, aquellos
hombres duros del mineral, ennoblecidos por la monarquía,
no han encontrado todavía sucesores que den un nuevo
paso adelante. Nosotros en la escuela estamos tratando de
convencerles para que gasten dinero en investigación,
iniciando así una nueva etapa de la industria vasca.
Pero que si quieres... Me temo que en España, como
no haya imposición del estado, va a ser difícil
el desarrollo. Fíjate en la noticia del año,
el Sputnik ruso, el primer ingenio espacial. ¿ Te figuras
a la Rusia anterior al capitalismo de Estado metida en una
tal aventura?
Lo del Sputnik, según estaba averiguando Mariano,
traía muy entusiasmados a los ingenieros, hasta el
punto de que en cierto momento de la tertulia, durante el
último día de ejercicios, habían hecho
reaccionar al director, que hubo de recordar a los presentes
el carácter materialista del comunismo ruso. El otro
tema que rondaba por los pasillos de Gaztelueta, sobre todo
en labios de los mayores, era el nombramiento de Laureano
López Rodó como alto cargo del gobierno, al
lado del almirante Carrero Blanco, para llevar a cabo la reforma
de la administración del estado.
-Laureano es muy capaz de poner todo boca abajo -decía
con sorna uno de ellos.
-Quizá sea éste el punto de partida de la modernización
de España -comentó con Mariano el ingeniero
anticapitalista-. Con un hombre disciplinado, bien intencionado,
deseoso de hacer cosas de acuerdo con el espíritu de
la Obra, la maquinaria estatal puede empezar a funcionar y
a zarandear a estos capitalistas de chicha y nabo.
Aquellos días en Bilbao le sentaron bien. Al volver
a Pamplona, dio un buen empujón a su tesis y, de acuerdo
con las instrucciones, mandó los dos primeros capítulos
a la censura de la Obra en Madrid. Un mes después,
José Javier, el director de la casa, le llamó
a su despacho.
-Tengo buenas noticias de Madrid. Te han concedido la fidelidad,
de modo que hemos de ir preparando la ceremonia. Como tantas
veces se nos ha dicho, la fidelidad es el punto final de un
proceso de prueba, la consumación de ese deseo nuestro
de no mirar más hacia atrás y, cuando se nos
concede, es porque los superiores se han convencido de nuestra
sinceridad. ¿ Estás contento?
Mariano, que todas las semanas celebraba su confidencia con
José Javier y le había abierto honestamente
su corazón en cada una de ellas, no sentía sin
embargo esa afinidad natural que le unía a otros, a
don Teodoro, por ejemplo. Sin emrbargo, se había tomado
muy en serio la sencilla idea del catecismo de que la apertura
del corazón al superior era de naturaleza sobrenatural,
no un movimiento de simpatía o camaradería humana,
y con José Javier, como con cualquier otro de los directores
que había tenido, obraba en consecuencia. Incluso,
para no dar demasiada lata, no pormenorizaba aquellos combates
intelectuales que libraba consigo mismo y a los que, en una
especie de lenguaje convencional, José Javier y él
llamaban sencilla y jocosamente su "lucha cultural".
La confidencia semanal no sólo no le costaba ningún
esfuerzo, sino que se había convertido en una especie
de catarsis periódica, como la confesión, donde
siempre encontraba consuelo. A los que recibían la
confidencia les resultaba muy fácil tomársela
en serio, porque se encontraban en presencia de un auténtico
ejercicio de humildad y autonegación, de modo que,
a pesar de todos los problemas de comunicación o de
disparidad de personalidades, Mariano había llegado
a la conclusión de que aquella práctica constituía
una magnífica característica del espíritu
de la Obra y una gran garantía de paz interior para
el que la efectuase bien.
Además, se estaba dando cuenta de que, en ese reparto
del ejercicio de la obediencia en la Obra, la confidencia
era el menos rígido, el más solidario. Así,
lo que el director decía en el círculo, comentando
una orden venida de Madrid y que podía sentar mal a
algunos, se dulcificaba luego en la confidencia personal.
Recordaba, por ejemplo, aquella vez en Granada en que el director,
durante el círculo semanal, había ponderado
muy enérgicamente, como parte importante del voto de
pobreza, la necesidad de que cuadrara mensualmente la cuenta
de gastos. Mariano siempre se hacía un lío con
dicha cuenta y, aunque gastaba poco dinero, menos habilidad
tenía aún para apuntado. Al tratar el tema en
la confidencia, el mismo director que, en términos
generales se había mostrado tan estricto, comprendió
y disculpó los fallos de Mariano y le aconsejó
no darle demasiada importancia al asunto.
-Hay una pequeña cuestión que hemos de tratar
-continuó José Javier-. De Madrid dicen en otra
nota que los primeros capítulos de tu tesis presentan
algunos problemas doctrinales y que no sigas adelante hasta
que no llegue Alfredo, que vendrá pronto a pasar unos
días en Pamplona, y charles con él.
Mariano sabía que Alfredo era un sacerdote que disfrutaba
de la confianza del Padre y por ello desempeñaba un
cargo muy peculiar en la Comisión. Era el director
espiritual, lo cual implicaba la elaboración de material
para la predicación y el apostolado, así como
la censura de los escritos. Se encargaba, además, de
las relaciones con los obispos y del control de la labor entre
los sacerdotes diocesanos.
Hacía pocos años que ésta había
comenzado, y Mariano recordaba que en Roma le habían
contado aquella anécdota ya legendaria del Padre. Por
lo visto, comentando éste con Alvaro del Portillo durante
un viaje en tren la creciente desorientación del clero
y los muchos abandonos de que Roma era testigo, se preguntaba
cómo podría la Obra, básicamente cosa
de laicos, estar presente en el mundo sacerdotal sin abandonar
su naturaleza propia, inspirada por Dios. Después de
sumirse ambos en la oración, el Padre dijo en voz alta:
"¡Caben!" Y procedió a explicarle a
Alvaro una fórmula jurídica según la
cual los sacerdotes, sin abandonar la natural obediencia al
obispo y la incardinación a una diócesis, podrían
entrar en la Obra y participar en esa fraternidad. Aquello
había puesto en marcha una política de visitas
a 100 sacerdotes, principalmente rurales, en la que desempeñaban
un cierto papel las sirvientas de la Obra, que presentaban
el cura de la Obra al párroco de su pueblo y propiciaban
los contactos. Ya había habido vocaciones entre el
clero castellano, gallego y andaluz, y en las convivencias,
los sacerdotes de la Obra, muy ufanos, contaban anécdotas
sobre esa labor que Mariano escuchaba con simpatía.
Le agradaba especialmente aquel esfuerzo por ayudar al clero
rural a mantener viva su ilusión doctrinal, sugiriéndoles
libros y reuniones de grupo para mitigar su a veces trágica
soledad. Alfredo venía a Pamplona, terminó diciéndole
José Javier, precisamente para alentar esas actividades.
A su llegada, una semana después, les presentaron.
Mariano le había visto una sola vez, pero había
oído hablar de su agudeza intelectual y de la claridad
de su doctrina. Se mostró afable con él, aunque
algo distante, y en un monólogo de unos veinte minutos
le vino a decir que el tema de su tesis, las relaciones entre
la naturaleza y la gracia en las obras de los Padres de la
Iglesia, no era para alguien como él, aun joven y sin
experiencia, sino para que lo desarrollase una persona de
mayor edad. Le demostró su debilidad con argumentos
tomados de los capítulos de su tesis, demostrándole
así que los había leído despacio y poniendo
de relieve algunas afirmaciones casi heréticas que
Mariano hacía en el texto.
-Además -concluyó Alfredo-, no veo cómo
podrías incluir en una tesis tan histórica la
doctrina del Padre. Y ya sabes que debemos difundirla en todos
nuestros escritos.
Mariano intentó argumentar contra la hipótesis
de Alfredo, pero se veía que éste no estaba
dispuesto a aceptar contradicciones a su papel decisorio.
Cortésmente, Alfredo le sugirió dos o tres temas,
haciendo hincapié en que las tesis de filosofía
de los numerarios, como las de teología, eran especialmente
vigiladas por los superiores, como debía comprender
Mariano.
Todo su instinto de libertad intelectual se le vino a éste
a las mejillas, en un arrebol de ira que su interlocutor debió
de notar, porque cambió de tema, elogiando la labor
pedagógica de Mariano en la universidad, donde "me
han dicho que explicas muy bien".
Allí terminó el encuentro. Horas después
Mariano acudió desconsolado a José Javier. Tras
haberle permitido desahogarse, e incluso dejar escapar una
lágrima furtiva de rabia, éste le dijo serenamente:
-Ésta es la cruz de la inteligencia de la que nos
habla el Padre. Sería contradictorio que, estando a
punto de pronunciar tu fidelidad a la Obra, mantuvieses al
mismo tiempo una actitud de rebeldía intelectual contra
tus superiores. Este verano, en esta misma habitación,
nos decía el Padre a unos cuantos que la disponibilidad
interior de un hijo suyo debe ser tal que, si es químico
y está seguro de que con cinco minutos más de
investigación va a descubrir la piedra filosofal y
el superior le dice que lo deje y se dedique a otra cosa,
lo deja con el corazón libre y gozoso. A todos nos
parece que nuestras ideas son las mejores, pero en casa tenemos
la suerte de contar con un guía seguro para saber si
son o no acertadas y, sobre todo, si van a dar gloria a Dios.
No te tomes tan en serio el asunto de la tesis. Dentro de
unos días celebraremos tu fidelidad y, luego, buscas
otro tema y santas pascuas. Quiero verte alegre y tranquilo,
como tú eres. y dándole una palmada en la espalda,
le despidió.
Mariano ensayó mil trucos para recuperar su equilibrio
anterior. Volvió a charlar con don Teodoro, dio grandes
paseos en solitario por los verdes alrededores de la ciudad
y buscó el consuelo en la oración. Pero se encontraba
frío, como si una tristeza interior le calase hasta
los huesos. Sentía algo así como una expropiación
de su pensamiento, de su raciocinio, llevada a cabo por quien
debiera ser su mejor aliado en la lucha espiritual, algo de
lo que no tenía experiencia anterior. Poco a poco,
en medio de esa aridez interior, fueron surgiendo las frases
mágicas de san Juan de la Cruz en "La noche oscura
del alma", aquellas que hablaban del vacío creador,
del despego absoluto de sus mejores certezas, del abismo en
que el alma debe sumergirse para no guardar ni una sola atadura
de amor propio. "Sufre si quieres gozar, baja si quieres
subir, muere si quieres vivir". Mariano se repetía
una y otra vez aquellas paradojas a lo divino del fraile carmelita
y, lentamente, recuperó una fría tranquilidad,
la del que no debe esperar nada para recibirlo todo.
Una noche en que el turno de vela le tuvo ante el Santísimo
una larga hora al filo de la madrugada, Mariano le habló
a la Eucaristía en voz alta. Estaba solo en el oratorio
y, entre lágrimas, prometió la entrega de la
inteligencia y no guiarse por otro patrón que la voluntad
de los superiores. Con los nervios rotos, pero al fin en paz,
aquella noche Mariano Anaya, numerario del Opus Dei, se durmió
profundamente.
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