Concebí este libro en Londres en el otoño de
1983. Su elaboración ha sido muy larga. La excusa de
esta tardanza mía es la necesidad que he tenido de
viajar a América Latina antes de poner en marcha el
ordenador, y dicho viaje no fue posible hasta finales del
verano de 1986. Estoy particularmente agradecido a todos los
que me ayudaron en mi camino, especialmente a Dennis Hackett,
que me sugirió ideas sobre el billete de avión
a Lima, y a todos los que tan generosamente me brindaron su
hospitalidad mientras estuve allí: a la Congregación
de Santiago Apóstol en Perú, y en especial a
John Devine, que me hospedó en su bella parroquia de
Huancarama, y que luego se convirtió en el superior
de la Congregación en Perú; a los Padres colombinos
de Chile y a los jesuitas de Colombia. Me gustaría
expresar mi especial agradecimiento a Peter Hughes, de Lima;
a Tim Curtis, S. J., a la sazón en Bogotá, y
sobre todo a Liam Houlihan, de los Padres del Mill Hill de
Santiago, en cuya parroquia de chabolas llegué a tener
una pequeña noción de lo que era vivir bajo
el brutal régimen del general Pinochet.
El libro no se hubiera escrito nunca sin la especial ayuda
de cuatro antiguos miembros del Opus Dei: el padre Vladimir
Felzman, el doctor John Roche, María del Carmen Tapia
y el profesor Raimundo Pániker, con quienes me entrevisté
en Londres, Oxford, Nueva York y Oxford, por este orden. En
Pittsburgh conocí a Susan Rinni, que me alojó
en su casa. La señora Rox Fisham y su esposo, Harry,
ya muerto, desgraciadamente, tuvieron la amabilidad de permitirme
utilizar su maravillosa casa en Fairfeld, Connecticut, como
base durante una de mis incursiones por Estados Unidos.
Debo un agradecimiento especial a Arthur Jones, del "National
Catholic Reporter", en Washington; a Pedro Lamet, de
Madrid, no hace mucho en "Vida Nueva", como explico
en el libro, y a John Hill, en Sidney, Australia. En Inglaterra
hubo muchos que tuvieron la amabilidad de proporcionarme información:
John Wilkins, de "The Tablet"; Nick Stuart-Jones,
de la "Thames Television"; Robert Nowell, de varias
publicaciones; Eduardo Crawley, de "Latin American Newsletter";
Clifford Longley, de "The Times", y Peter Hebblethwaite,
de quien podría decirse que fue quien lo empezó
todo, hace casi veinte años, cuando me pidió
que escribiese un artículo. Además, el libro
le debe mucho a la diligencia de Meryl Davies, anteriormente
en la "BBC", quien muy amablemente puso en mis manos
un material fascinante que no había podido utilizar
en su programa. La señorita Elizabeth Lowe me ayudó
con informes sobre la Obra.
Muchos me ofrecieron información cuando supieron la
empresa en la que me había embarcado; algunos se nombran
en el texto; otros, como el arzobispo que cito, o la directora
de una escuela privada, tienen que permanecer anónimos.
El Opus Dei parece haber afectado las vidas de un extraordinario
número de católicos, para bien o para mal, normalmente
para esto último. Estoy agradecido a todos los que
me han hablado de sus experiencias y espero que este libro
contribuya en buena medida a situar correctamente la historia.
CAPÍTULO
I: EN BUSCA DEL OPUS
Hay sólo unos 200 kilómetros desde Cuzco, la
segunda ciudad de Perú, antigua capital de los incas,
a la ciudad de Abancay, pero la carretera era tan mala que
mi viaje en un "Toyota" todo terreno me llevó
no menos de diez horas. Abancay es una ciudad fronteriza,
en lo más recóndito de los Andes. Los soldados
vigilan las entradas. Sus habitantes prefieren conducir automóviles
tipo jeep o comprar camionetas, si es que pueden permitirse
tener algún vehículo. Ünicamente un puñado
de calles están pavimentadas; la mayor parte son poco
más que senderos de tierra.
El edificio que iba buscando estaba justamente al otro lado
de estas calles. La pared que lo rodeaba estaba dividida por
una imponente entrada. Al otro lado de la pared divisé
una piscina y elegantes macizos de flores. Manaban dos fuentes;
una de ellas caía sobre un estanque con peces de colores.
Visité una de las dos capillas que había en
el jardín. Detrás del altar, situado en una
trabajada estructura de oro, había un cuadro de la
Sagrada Familia: María y José enseñando
a andar al Niño Jesús. La pintura era de estilo
cuzqueño, derivado del arte que los conquistadores
españoles llevaron a Perú en el siglo XVI. El
contraste entre el mundo en el que había penetrado
al cruzar el arco de la entrada y el mundo exterior a lo largo
del sendero de tierra, difícilmente hubiera podido
ser mayor. Esto parecía la hacienda de un rico propietario.
De hecho, era el seminario el lugar donde se formaban los
aspirantes a sacerdotes.
Lo visitaba a sugerencia de Ken Duncan, un consejero para
la ayuda y el desarrollo, que había oído que
yo estaba interesado en la organización del Opus Dei.
Duncan, que no era católico, había quedado desconcertado
por las actividades del Opus en Perú y quería
contar sus experiencias a alguien que pudiera llamar la atención
sobre lo que él consideraba un comportamiento inaceptable
por parte del clero del Opus. Le había disgustado en
particular un orfanato peruano, al que había sido invitado.
Le sorprendió que fuera tan grande; los indios quechuas,
con sus familias numerosas, raramente necesitaban los servicios
de un orfanato. Aún le sorprendió más
cuando descubrió que algunos de los niños de
la institución ni siquiera eran huérfanos. Las
autoridades eclesiásticas le dijeron simplemente que
sus padres y madres no habían sido considerados adecuados
y les habían quitado a los niños. "¿Qué
sucede cuando éstos crecen?", preguntó
Duncan, advirtiendo que pocos de los huérfanos tenían
más de cinco o seis años. "Tenemos amigos
en Norteamérica o en Alemania que los recogen",
le dijeron. "La gente no paga nada -le dijeron-. Pero
entregan un donativo. Aquello tenía un gran parecido
con la venta de niños."
Cuando viajé a Perú en busca del Opus, conseguí
llegar hasta Abancay, a pesar de su aislamiento, y visitar
el seminario, cuyo lujo también había encontrado
escandaloso Duncan al compararlo con la pobreza de la gente
de fuera de sus muros. Este seminario para las diócesis
de Cuzco y de Abancay era dirigido por un puñado de
clérigos españoles del Opus Dei vestidos con
sotanas bien confeccionadas. Era exactamente como Duncan lo
había descrito. Como él, quedé sorprendido
por el contraste entre la pobreza y la miseria de fuera y
la comodidad interior, y por la incongruencia de encontrar
una institución así en un valle de los Andes.
Sin duda, ésta era una empresa del Opus Dei, pero no
pude investigar sus vinculaciones con los huérfanos
de Perú. Esta organización tiene muchos grados
de compromiso. No pueden ser consideradas técnicamente
empresas del Opus todas las que cuenten con miembros de la
Obra, o que sean dirigidas por ésta en cierta medida.
El vínculo entre los huérfanos y el Opus quedaba
bastante en evidencia por lo que Duncan me había dicho;
sin embargo, no pude comprobarlo personalmente.
Ken Duncan había trabajado a menudo con organizaciones
católicas. Tenía grandes elogios para la mayoría
de ellas; sin embargo, estaba preocupado por la creciente
influencia del Opus en Perú. Todavía se alarmó
más cuando le expliqué la envergadura y la complejidad
del Opus en el mundo, al menos tres veces mayor que la Compañía
de Jesús (los jesuitas), que hasta la fecha ha sido
considerada la Orden religiosa más influyente de la
Iglesia católica.
Mi interés por el Opus se despertó al principio
por una apología del mismo que apareció a finales
de mayo de 1971 en el suplemento en color del "Sunday
Times". El periódico, por lo visto, había
publicado un articulo desfavorable sobre la Obra, y ésta
había solicitado, y lo había obtenido, el derecho
a réplica. Atrajo mi atención el artículo
de Peter Hebblethwaite, pues era yo por aquel entonces miembro
de la Compañía de Jesús y director de
The Month, una revista jesuita publicada en la residencia
que la Compañía tiene en Mayfair, en Londres.
Alguna que otra vez escribía para "Hebblethwaite"
y él me sugirió que investigase sobre la Obra.
Sabía poco, en efecto, del Opus Dei antes de comenzar
a investigar para mi artículo. Su nombre era poco revelador.
Opus Dei, la Obra de Dios, habían sido hasta la fecha
dos palabras utilizadas comúnmente dentro de la Iglesia
católica para describir las oraciones que los monjes
cantan en el coro por la mañana y por la noche. Los
miembros del Opus llamaban a su institución "la
Obra", lo que sonaba a titulo algo provisional. Se ha
sugerido que su fundador, Escrivá de Balaguer, pensó
en un tiempo en llamarla Sociedad de Cooperación Intelectual,
o SOCOIN, aunque nada en concreto salió de esta idea.
(Guy Herrnet, Los católicos en la España
franquista, vol. 1. Madrid, Siglo XXI, 1985, pág. 266.
Él cita a Daniel Artigues, El Opus Dei en España:
su evolución ideológica y política. París,
Ruedo Ibérico, 1971, pág. 127.)
En sus primeros años en España, en los años
treinta, parece haber sido poco más que un grupo de
hombres y mujeres católicos seglares que continuaban
en sus trabajos, pero que vivían con frecuencia en
pequeñas comunidades y estaban unidos por solemnes
promesas, si bien no por los votos formales de los miembros
de las órdenes religiosas. El vinculo principal de
su comunidad cristiana era la forma de guía espiritual
proporcionada por su fundador, José María Escrivá.
Esta espiritualidad estaba constreñida en cápsulas
de forma inmejorable en un pequeño libro de 999 máximas
llamado "Camino". Todo parecía totalmente
inofensivo.
Pronto supe, sin embargo, que su pretendido papel político
en la España de Franco, su reserva, su aparente éxito,
sus métodos de actuación, todo, había
despertado un gran interés y una considerable hostilidad,
tanto dentro de la Iglesia católica como fuera de ella.
"The Economist" se refería a ella bastante
a menudo en los años sesenta y setenta, e insistía
en llamar a sus miembros "opusdeístas", como
si constituyesen un partido político, algo por lo que
ellos se sintieron profundamente ofendidos. Incluso "The
Times Literary Supplement", una revista seria, raramente
dada a polemizar sobre asuntos eclesiásticos, incluía
un artículo adverso en una de sus páginas centrales
en abril de 1971 bajo el título "The Power of
the party: Opus Dei in Spain" ("El poder del partido:
Opus Dei en España").
Atrajo mi interés, en parte, porque yo era un entusiasta
hispanófilo y España era el país donde
había la mayor concentración de miembros del
Opus y donde mejor era su influencia, y en parte, también,
porque yo era en aquel entonces jesuita y el Opus era con
frecuencia comparado, y se comparaba a sí mismo, con
la Compañía de Jesús. Desde que Ignacio
de Loyola fundó la Compañía a mediados
del siglo xvi, ninguna organización religiosa dentro
de la Iglesia católica había levantado tal controversia,
ni había llegado tan rápidamente (así
lo parecía) a tener tanta influencia en la Iglesia
y en el Estado. El Opus había copiado a la Compañía,
en aquel momento parecía que a sabiendas, en el trabajo
que ésta intentaba hacer dentro de la Iglesia, en particular
en la educación de la élite católica.
Esta vez, sin embargo, no era la elite por nacimiento, sino
que, quizá de acuerdo con el espíritu del siglo
xx, era seleccionada principalmente por la riqueza conseguida
a través de los negocios.
Cuando publiqué mi primer artículo sobre el
Opus Dei en "The Month", en agosto de 1971, yo lo
titulé "Being Fair to Opus Dei" ("Imparcial
con el Opus Dei"). Creí que era imparcial porque,
en su mayor parte, evitaba lo que sus detractores habían
dicho de la Obra y me limitaba a las propias publicaciones
del Opus, en particular a la Constitución de 1950 y
a las 999 máximas de Escrivá de Balaguer, contenidas
en "Camino".
El Opus, quizá de modo no sorprendente, no lo consideró
imparcial. Unos meses después de aparecer el artículo,
concerté una entrevista con el portavoz del Opus en
Madrid. El encuentro debía tener lugar en el piso particular
de unos amigos. El portavoz del Opus llegó después
del almuerzo. No quiso tomar café. No quiso sentarse.
Simplemente me riñó por la injusticia que yo
había cometido contra el Opus. Y se marchó enfurecido.
La reacción en Inglaterra fue bastante más
suave. Varias personas que yo no conocía solicitaron
verme. Conseguí evitar el encuentro. Más tarde,
un amable anticuario de Norfolk consiguió llegar a
mi oficina porque era íntimo amigo de un amigo mío.
El también me regañó, pero con más
pena que ira. Me dijo que yo no había captado en absoluto
el espíritu del Opus Dei. Yo no me oponía a
que se me corrigiera en los puntos en que me hubiese equivocado.
Mencionó un asunto puramente técnico que no
era de gran importancia. Le pregunté si yo había
entendido bien su espiritualidad. Me dijo que no, y le pedí
algunos ejemplos. Se perdió y sospeché que la
conversación no marchaba según las instrucciones
por él recibidas. Intenté ayudarle. Le hice
observar que yo había trabajado a partir de documentos
y que era consciente de que podían ser falsos; uno
sólo tenía que pensar en un programa de examen
que, en abstracto, siempre intimida un poco, pero que luego,
a la hora de la verdad, tiene unos límites más
razonables. Le dije que el programa espiritual del Opus Dei
parecía asustar, pero me imaginaba que vivirlo sería
bastante más fácil de lo que parecía
en un principio. Estuvo de acuerdo con la analogía,
pero cuando le pedí que me explicara con ejemplos dónde
divergían el programa y la práctica, de nuevo
no supo qué contestar. Intenté ayudarle a salir
de su embarazoso silencio: "Por ejemplo -le dije-, la
Constitución establece que todos deben rociar sus camas
con agua bendita antes de acostarse por las noches. Seguro
que no lo hacen, ¿verdad?" De nuevo el embarazo.
"Sí, lo hacemos -respondió-. Después
de todo, la castidad es una virtud muy difícil."
Más de una década después, un antiguo
miembro de la Obra, el doctor John Roche, del Linacre College
de Oxford, me dijo que "Being Fair to Opus Dei"
fue lo primero que leyó, después de entrar en
el Opus, sin haber pedido previamente permiso. Le habla sorprendido
por ser lo más cercano al espíritu del Opus
sin ser yo miembro del mismo.
A principios de los años setenta parece que había
muy poco material en inglés sobre la Obra y sus objetivos,
de ahí que mi artículo llegase a las hemerotecas.
Cuando aparecía una historia sobre el Opus, me llamaban
los periódicos, los productores de Televisión
y los reporteros radiofónicos, y así podía
estar al tanto de los acontecimientos relativos a la institución.
Cuando años después comencé a investigar
para este libro, pronto descubrí que algunos prestigiosos
católicos consideraban que el Opus Dei era uno de los
mayores problemas de la Iglesia católica en la actualidad.
José Comblin, un sacerdote belga muy conocido, que
ha pasado la mayor parte de su vida activa en Latinoamérica,
me escribió desde Brasil para decirme eso exactamente.
En los claustros de la capilla de San Jorge, en el castillo
de Windsor, en una húmeda noche de abril de 1986, el
teólogo suizo Hans Küng habló extensamente
conmigo y me dio una retahíla de nombres de personas
con quienes establecer contacto.
Más recientemente, un amigo australiano me contaba
los extraordinarios sucesos que rodearon la publicación
de dos artículos sobre el Opus en el diario "The
Australian". Me explicó casos de códigos
de ordenador rotos y que el Opus amenazaba con demandar incluso
antes de que los artículos (supuestamente secretos)
hubiesen aparecido. Bastante más lamentable fue que
en noviembre de 1987 Pedro Miguel Lamet fuese suspendido de
su puesto de director del semanario religioso español
"Vida Nueva". Bajo la dirección de Pedro,
un viejo amigo de mis días de jesuita, este semanario
se había convertido posiblemente en el mejor de su
clase en Europa, si no del mundo. Pedro mencionaba tanto la
hostilidad a "Vida Nueva" del nuncio en Madrid,
como culpaba al antagonismo y al poder del Opus de su destitución
por la empresa propietaria de la publicación. (Hubo
un breve informe del cese en el semanario católico
londinense The Tablet, el 5 de diciembre de 1987, y otro bastante
más completo en la misma publicación, el 9 de
enero de 1988, pág. 41).
La suerte de Lamet es indicativa del poder que el Opus ejerce
en las más altas jerarquías eclesiásticas.
El número de obispos pertenecientes al Opus va en aumento,
aunque su porcentaje sobre la cifra total, bastantes más
de 2.000 en todo el mundo, sea realmente pequeño. Hay,
quizá, menos de una docena. Más importante es
la influencia que tienen en la curia, la administración
del Papa en Roma. Los "vaticanólogos", ese
pequeño grupo de periodistas que entienden las complicadas
interioridades de la curia, observan con atención el
ascenso y la caída -normalmente el ascenso- de los
burócratas eclesiásticos que, con sus puntos
de vista tradicionalmente conservadores, son favorables al
Opus. Ellos advierten también la influencia más
directa de la Obra a través del servicio de sus miembros
como consultores de las Congregaciones (portavoz de los consejeros
de los órganos administrativos del Vaticano), como
el de las Causas de los Santos (están deseosos de que
su fundador sea declarado santo), o la Congregación
Consistorial. El Papa Juan Pablo II parece también
simpatizar con el Opus, y en 1982 concedió a la Obra
un nuevo estatuto legal que la hace única en la Iglesia
y, a todos los efectos prácticos, una entidad autónoma.
Cuando les decía a amigos católicos que estaba
ocupado en este estudio, jocosamente me aconsejaban aumentar
mi seguro de vida. Pero, bromas aparte, me he quedado asombrado
de la extensión y del alcance del Opus. Más
de doce años después de que apareciese "Being
Fair to Opus Dei", un amigo de Estados Unidos concertó
para mí una entrevista con su tío, miembro del
Opus. El encuentro pudo tener lugar solamente después
de que el tío obtuviese permiso de un tal padre Kennedy,
un sacerdote del Opus. "Le conocemos -dicen que dijo
Kennedy-, es hostil, pero es mejor que le vea." Después,
en Washington, fui a ver a Russell Shaw, entonces portavoz
de la Conferencia Nacional de Obispos Católicos de
Estados Unidos y miembro del Opus. El también había
solicitado previamente permiso al padre Kennedy. Cuando por
fin le conocí, no parecía que un comportamiento
así en hombres maduros le extrañase en modo
alguno. A mí me chocaba bastan te que una organización
que afirma que sólo le incumben las cosas del espíritu
se inmiscuya en las vidas particulares de sus miembros hasta
el punto de tener que pedir permiso antes de yerme. Lo encontré
realmente siniestro.
Pero todo esto es parte del secreto -el Opus preferiría
llamarlo discreción- que rodea a la Obra. Sus miembros
no llevan ropa especial ni distintivo alguno. Incluso durante
la celebraciones eclesiásticas se les ordena no presentarse
como grupo. Un miembro admitirá pertenecer al Opus,
pero no dirá quién más pertenece. Tampoco
su número debe ser revelado aunque un documento preparado
antes del último cambio de estatutos del Opus (1982),
confesaba que eran entonces uno 70.000 en todo el mundo, y
casi un dos por ciento de ellos son sacerdotes. Se cree que
en el Reino Unido hay unos 300 ó 400 miembros, y unos
2.500 en Estados Unidos, en lo que Russel Shaw describe como
una "existencia colectiva" en una docena de ciudades.
(Russell Shaw, "Opus Dei and the American Church",
The Tablet, 27 de febrero de 1988.) No todos son miembros
de pleno derecho. Aproximadamente un treinta por ciento está
formado por miembros "numerarios", otro veinte por
ciento por "oblatos", con obligaciones similares
a los numerarios, pero viviendo fuera de las residencias del
Opus. La otra mitad, formada por los "supernumerarios",
tiene una conexión bastante más tenue, aunque
sigue estando regida por la Constitución del Opus.
La obligación de secreto se extiende en particular
a la Constitución; en circunstancias normales, ni siquiera
los miembros estaban autorizados a verla. María del
Carmen Tapia, que estuvo durante diez años encargada
de la sección de mujeres en Venezuela, no disponía
ni de un ejemplar. (María del Carmen Tapia fue una
de mis principales informadoras. El material que se cita en
este libro ha sido tomado de las cintas de una entrevista
de todo un día en el "Barbizon Plaza Hotel"
de Nueva York, el 23 de agosto de 1984.) Cuando en más
de una ocasión necesitaba consultarla, se le dejaba
bajo la estricta condición de que debía devolverla
rápidamente. En Washington tuve la oportunidad de preguntar
a Russell Shaw si había visto la Constitución.
Me dijo que no. Le pregunté si tenía costumbre
de ingresar en organizaciones sin leer antes sus estatutos.
Esto no le extrañó. Más tarde añadió
que le aburre leer tales documentos.
La Constitución, pues, no estaba en el estante de
la biblioteca de cada centro del Opus. Ni siquiera era, como
lo son, por ejemplo, las constituciones de los jesuitas, tema
de estudio para los miembros de la Obra, como podría
esperar. Sin embargo, la nueva Constitución de 1982
estaba disponible para todo obispo diocesano dentro de cuyo
territorio funcionase el Opus Dei. Es más, en algunos
lugares al menos, el director local del Opus convertía
en algo especial la entrega del documento al obispo.
Sabiendo esto, pregunté a unos cuantos obispos si
estaban dispuestos a dejarme ver el texto. Lo primero que
descubrí fue que se entregaba la Constitución
al obispo personalmente y sólo a él. Los obispos
auxiliares que estuvieran encargados de un área de
la diócesis en la que el Opus hubiese establecido centros,
tampoco recibían ningún ejemplar. Después
descubrí que la Constitución que tenía
más probabilidades de ver había desaparecido.
No es, lo confieso, un libro muy voluminoso.
Aunque sabía que había sido publicada en un
periódico español a mediados de 1986, había
empezado a perder las esperanzas de poner fácilmente
las manos sobre un ejemplar, cuando me encontré uno
en circunstancias algo misteriosas. Trabajo en una facultad
de la Universidad de Londres y una mañana, al entrar
en mi oficina, encontré en un estante setenta y siete
fotocopias correspondientes a doble número de páginas
originales. No había ninguna nota ni ningún
papel con saludos. De modo que le doy ahora las gracias a
mi desconocido benefactor.
Después de estudiar sus dos Constituciones, había
muchas más cosas que me inquietaban del Opus Dei; serán
el tema del resto de este libro. Pero parte de mi propia animadversión
hacia el Opus surge quizá de un sentimiento de desengaño.
Al menos desde finales del siglo ni ha habido siempre una
forma de "vida religiosa" en la Iglesia católica.
Es decir, hombres y mujeres que han escogido (por lo general)
voluntariamente vivir su vida de una forma que parece tomar
el texto del Evangelio bastante más al pie de la letra
de lo que se hace habitualmente. Al principio llevaban vidas
solitarias como ermitaños en el desierto. Después
se unieron para formar grupos, o comunidades, bajo la supervisión
de un abad o abadesa. Originariamente, tales comunidades habitaban
en lugares despoblados y quedaban grupos que siguen haciéndolo,
pero gradualmente las casas religiosas se trasladaron desde
el campo a las ciudades y los monjes se mezclaron hasta cierto
punto con los seglares, pero permaneciendo en su mayor parte
confinados en un lugar. Luego vinieron los frailes que, como
los monjes, hacían juntos la oración y se encontraban
para la misa conventual, pero se mezclaban mucho más
libremente gente e iban de un lugar a otro. Después
vinieron los "regulares", como los jesuitas. No
oraban juntos ni, por general, oían misa juntos. Y,
a diferencia de los monjes, monjas y frailes, no llevaban
hábitos especiales más que el clero. Por lo
tanto, se podían mezclar con la gente mucho más
fácilmente. Seguían siendo sacerdotes unidos
por los votos de pobreza, castidad y obediencia a su superior,
por lo que este sentimiento más estricto del Evangelio
se ha conservas tradicionalmente.
El Opus, a primera vista, parecía ser diferente. La
vida religiosa, signifique lo que signifique, se ha limitado
hasta la fecha a los que están dispuestos a hacer los
votos: gente soltera que opta por el celibato para el resto
de su vida. Aunque los aspectos de este concepto, como si
dijéramos, se hayan ampliado desde pasar la vida como
ermitaños en el desierto hasta vivir en casas particulares
en la ciudad y unirse estrechamente con la gente corriente,
los miembros de tales grupos religiosos están muy lejos
de ser gente corriente. El que el Opus proporcione una forma
de vida religiosa en un sentido amplio para una diversidad
mucho mayor de personas, tanto casadas como solteras, entendí
que era la característica especial, o el carisma, del
Opus. En otras palabras, lo tomé como una extensión
natural del desarrollo de la vida religiosa dentro de la Iglesia.
Pronto me desilusioné. A diferencia de muchas de las
grandes órdenes religiosas en la Iglesia católica,
ha sido paulatinamente dominada por los curas, y se ha mostrado
estrecha de miras y ultraconservadora.
Vladimir Felzmann, un inglés de origen checo, se unió
al Opus en 1959 y fue ordenado sacerdote diez años
después. Dejó la Obra a principios de 1982 y
ahora está como sacerdote en la diócesis de
Westminster, que abarca el Londres al norte del Támesis.
Como mucha gente que deja movimientos religiosos autoritarios,
o sectas como la Iglesia de la Unificación (la secta
Moon), el Conocimiento Krishna o la Misión de la Divina
Luz (Véase Janet Jacobs, "Deconversion from
Religious Moven: An Analysis of Charismatic Bonding and Spiritual
Commitment", JournaL for the Scientific Study of Religion,
vol. 26, n.° 3, 1987, págs. 294-308), Felzmann
guarda un profundo afecto por el fundador del Opus Dei, José
María Escrivá de Balaguer, a quien conoció
bien y con quien trabajó en la sede romana del Opus,
si bien rechaza la organización que fundó:
"El fundador tenía notables cualidades de
liderazgo. Inspiraba. Como todo gran líder, era duro
y era blando. Tenía una fuerza densa de lo que los
psicólogos llamarían lo masculino y lo femenino,
el ánimus y el ánima. Era maravillosamente
humano. Atraía por su fuerza y su sentido de la dirección
-su fe- tanto como por su vulnerabilidad y calor. Podía
ser duro como el hielo y tierno como cualquier madre. Impetuoso,
emocional, apasionado, compensaba estas cualidades naturales
con la fuerza abstracta de los ideales, la disciplina, la
fuerza de voluntad, el orden, el dogma y la realización.
Era lo bastante sabio como para escoger hombres con estas
últimas cualidades para ser sus colaboradores más
cercanos en Roma. Según envejecía, la influencia
de éstos crecía. Cuando murió, intentaron
conservar lo que acababa de dejar de respirar. El "espíritu"
del fundador se ha fosilizado, se ha enfriado" (Vladimir
Felzmann, "Why Ileft Opus Dei", The Tablet, 26
de marzo de 1983, pág. 288).
Para los miembros del Opus, Escrivá era un profeta
con una inspiración divina directa, que continuó
"hasta su muerte o, como el Opus Dei preferiría
llamarla, "el tránsito de nuestro padre a los
cielos" en 1975... Como es un santo, se les enseña
a los miembros, su camino es llano y sus seguidores están
seguros del cielo hasta el punto de que se identifican con
él" (Ibid., pág. 287).
La canonización es normalmente un proceso largo, al
final del cual un hombre o una mujer son oficialmente reconocidos
por la Iglesia católica como santos. Tomás Moro,
Lord Canciller de Inglaterra, que murió por su fe en
el reinado de Enrique VIII, tuvo que esperar cuatro siglos
antes de que su santidad fuese formalmente reconocida por
la Iglesia. Los que estén promoviendo la "causa"
del futuro santo tienen que ser capaces de demostrar que ya
se le reza, a él o a ella, que ya es considerado santo,
que ya se le pide la curación de enfermedades o ayuda
en las dificultades y que se han producido milagros por la
intercesión potencial del santo.
Para los que han destacado en la Iglesia por sus enseñanzas
y escritos, la inspección minuciosa llevada a cabo
primero nivel local y después por las autoridades de
la Iglesia en Roma (la Congregación para la Causa de
los Santos en el departamento pertinente) es aún más
rigurosa. Todos los libros y papeles son inspeccionados y
los informes estudiados. Al menor indicio de que su pensamiento
no se ajuste totalmente las enseñanzas de la Iglesia
católica, el candidato a la canonización es
excluido. Aunque ha habido casos en los que la santidad de
un individuo ha sido tan manifiesta que el sistema ha podido
ser abreviado, el proceso es normalmente muy largo. El Opus
no tiene la intención de permitir que esto ocurra con
la causa de su fundador, y uno puede comprender su preocupación.
El Opus no es simplemente un cuerpo religioso nuevo, es una
nueva forma de institución dentro de la Iglesia, como
demuestra ampliamente la larga búsqueda de un estatuto
jurídico apropiado. Para ser reconocido como una institución
legítima, con la total aprobación de la Santa
Sede y de Iglesia en general, no solamente ha necesitado la
aprobación formal de su posición legal dentro
de la Iglesia; también requiere el reconocimiento de
que el fundador era un santo, nivel de los grandes santos
como Francisco, Domingo o Ignacio de Loyola, el fundador de
la Compañía de Jesús.
Todo esto es, sin duda, muy loable, pero surgen complicaciones
cuando se intenta presentar un relato honesto de la vida de
Escrivá. El Opus controla la información sobre
él. Los libros que autorizan son, naturalmente, hagiográficos.
Los dos más importantes son el de Salvador Bernal,
"Msgr Josemar Escrivá de Balaguer, Prof ile of
the founder of Opus Dei" (Monseñor José
Maria Escrivá de Balaguer. Apuntes sobre la vida del
fundador del Opus Dei) publicado en Londres y en Nueva York
por Scepter en 1977 (justamente un año después
de haber aparecido en español) y, más recientemente,
una biografía por un español, antiguo agregado
de Información en Londres, Andrés Vázquez
de Prada, "El fundador del Opus Dei". Ésta
se publicó en Madrid por Ediciones Rialp en 1983. La
propagan del editor la describe como la "primera biografía
extensa que aparece en español". Tanto Rialp como
Scepter son, por supuesto, editoriales del Opus Dei. Ambos
autores son miembros del Opus, aunque en ninguna de las biografías
que aparecen en los libros se mencione este pertinente detalle.
Aunque existe al menos un pequeño -y satírico-
estudio (Luis Carandell, Vida
y milagros de Monseñor Escrivá de Balaguer,
Fundador del Opus Dei, Barcelona: Editorial Laja,
1975), parece no haber obras que intenten una valoración
imparcial de Escrivá de Balaguer. No es difícil
descubrir por qué.
El Opus está decidido, en la medida de lo posible,
a presentar cada retrato de su fundador como el candidato
perfecto al honor de la santidad oficial. Tiene que ser visto
como una persona que fue especialmente escogida por Dios para
la suprema misión de fundar el Opus. Debe ser considerado
no sólo como heroicamente santo, sobresaliente en todas
las virtudes, sino también como sabio y erudito.
Tomemos un ejemplo del libro de Vázquez de Prada:
al principio, recuerda una conversación con Escrivá
de Balaguer durante una de las visitas de éste a Londres.
Vázquez de Prada iba a escribir una biografía
del estadista inglés y ahora santo, Tomás Moro.
Le pidió consejo a Escrivá. "Hay que meterse
dentro del personaje", o quizá más exactamente,
aunque en versión algo más libre, "tendrás
que meterte en su piel". Ahora bien, este excelente consejo,
difícilmente se puede considerar original. Yo critico,
sin embargo, no la banalidad del consejo, sino lo que Vázquez
hace con él. Lo convierte en la frase de apertura de
su texto a la que considera como si fuera una relación
notable.
Vázquez continúa después con su capítulo
introductorio, del que está claramente orgulloso. Vladimir
Felzmann recuerda que se lo leyó a un grupo de aspirantes
a miembros del Opus en Londres. El capítulo es una
meditación sobre el día en el que nació
el Opus Dei, el 2 de octubre de 1928, el día, nos revela,
en que Ludovico von Pastor, el gran historiador moderno del
papado, murió en París; el día en que
cumplía 81 años Von Hindenburg, Presidente de
Alemania, y el día en que se declaró la ley
marcial en Albania. Es un poco difícil explicar esta
extraordinaria proeza, tanto como Vázquez la ha extendido
(incluso ha encontrado lo que se proyectaba en los cines de
Madrid), a menos que sea para situar el acontecimiento como
si se hubiera producido en algún providencial momento
crítico de la Historia del mundo.
El Opus comenzó en un lugar preciso y en el momento
justo. Sucedió de repente, "como semilla divina
calda del cielo", dice Vázquez. El fundador afirmó
después que fue totalmente cosa de Dios, que él
fue únicamente un estorbo. Una señal de su humildad,
se apresura a escribir Vázquez. Podría ser eso,
pero también selecciona a Escrivá de Balaguer
como vehículo escogido por la divinidad para escogidos
propósitos divinos. Incluso la negativa de Escrivá
a hablar de todo ello, apuntada por Vázquez, les aparta,
tanto a él como a la fundación del Opus Dei,
de la vida normal. El contexto en el que sus biógrafos
del Opus le presentan no es el de un simple mortal.
Bernal ejemplifica por el mismo estilo. Al principio de su
libro cuenta la historia de un sacerdote que conoció
a Escrivá de Balaguer en noviembre de 1972. "Yo
estaba haciendo actos de fe, para pensar que me encontraba
ante el fundador del Opus Dei", dice que afirmó.
Bernal pone el énfasis en su normalidad, pero la gracia
del relato está en que se "esperaba" que
fuera distinto. Se está construyendo la imagen de un
hombre que es otro: un santo. Ése es el trasfondo en
el que se espera que los lectores lean su vida. Por eso Vázquez
insiste en que su tarea es "descubrir la conexión
entre su (el de Escrivá) comportamiento público
y sus actitudes más profundas". Y ésa es
justamente la tarea que el enfoque hagiográfico del
fundador hace prácticamente imposible.
Sin embargo, por extraño que parezca, el primer problema
con el que se enfrenta cualquiera que escriba su vida es decidir
el nombre del personaje. Según la anotación
en el registro parroquial de la iglesia en la que fue bautizado,
su apellido se escribía "Escribá",
pero ya en su época escolar, José María
adoptó la versión, bastante más distinguida,
de Escrivá, escrita con "v" en lugar de con
"b", que, en castellano, suena exactamente igual.
En junio de 1940, la familia, que entonces se conocía
como Escrivá y Albás, argumentando que Escrivá
era un nombre demasiado común para distinguirle, solicitó
que en el futuro se les conociera como Escrivá de Balaguer
y Albás, aunque en los siguientes veintitantos años
el "y Albás" fue en su mayor parte ignorado.
Hasta aquel momento, José María había
sido simplemente José María. A partir de 1960
comenzó a firmar Josemaría. Luego, en 1968,
solicitó y le fue concedido el título de marqués
de Peralta. Es un hecho curioso. Sus biógrafos alegan
que únicamente aspiró al título después
de consultar con cardenales de la curia, el cardenal Dell'Acqua,
el vicario papal de Roma e íntimo amigo suyo, y el
cardenal español Larraona. También se lo dijo
a otros dignatarios eclesiásticos, incluyendo la Secretaría
de Estado.
Algunos miembros creen que el título lo solicitó
por consideración a su hermano Santiago. La excusa
del propio Escrivá, expresada en una carta al consiliario
del Opus Dei en Madrid, era que su familia había sufrido
mucho preparándole para su ministerio, y que aquel
título era una forma de recompensa. Sea cual fuere
la explicación, solicitar el restablecimiento o la
concesión de un título nobiliario parecería
impropio de alguien cuya humildad se encuentra entre las virtudes
que sus partidarios enumeran mientras sigue su curso la causa
de canonización. Especialmente a la luz de la máxima
677 de su tratado espiritual Camino: "Honores, distinciones,
títulos..., cosas de aire, hinchazones de soberbia,
mentiras, nada."
Asimismo resulta algo extraño, a la luz de esa máxima,
haber reunido también una cantidad de otras condecoraciones
españolas, tales como la Gran Cruz de San Raimundo
de Peñafort, la Gran Cruz de Alfonso X el Sabio, la
Gran Cruz de Isabel la Católica, y otras, así
como también diversas medallas de oro. (Para los
nombres de otras condecoraciones, ver Carandell op. cit.,
págs. 78-83)
Sospecho que es un comportamiento sin precedente en ningún
otro santo, al menos después de su conversión.
Es un claro motivo de embarazo para sus biógrafos,
y quizá lo fuera incluso para sí mismo. Como
escribió en su carta al consiliario, había actuado
únicamente después de una cuidadosa reflexión
ante Dios y después de pedir consejo. La petición
del título le era "antipática", aunque
cualquier otro hubiera actuado y la hubiera disfrutado sin
escrúpulos. (Para la carta, ver Andrés Vázquez
de Prada, El fundador del Opus Dei. Madrid, Ediciones Rialp,
1983, pág. 349).
Alegaba que el marquesado de Peralta era suyo por derecho
otorgado a su antepasado Tomás de Peralta, secretario
de Estado, de Guerra y Justicia del reino de Nápoles
en 1718. Si embargo, ninguno de sus inmediatos predecesores
parece que tuviera conocimiento del título e, indudablemente,
no hubo reclamación alguna del mismo. Era una familia
muy piados de clase media de Barbastro, en el noroeste de
España, no lejos de la frontera con Francia. Su padre
era socio de un negocio textil en la ciudad: "Juncosa
y Escrivá." Estaba casado con María de
los Dolores Albás y Blanc. Tuvieron seis hijos, la
llamada Carmen, José María, nacido el 9 de enero
de 190 tres hijas más, todas llamadas María,
y el menor, Santiago.
José María no era un niño fuerte. Cuando
tenía sólo dos años cayó gravemente
enfermo. Su vida se dio por perdida. Su madre le llevó
al pequeño santuario de la Virgen en Torreciudad, un
lugar de peregrinaje local que cobijaba una estatua de María
que databa probablemente del siglo xvi. Sus oraciones fueron
oídas y José María mejoró. Torreciudad
se ha convertido desde entonces en otro monumento al fundador.
Aunque el hijo fue así milagrosamente devuelto a la
salud desgraciadamente para la familia, las tres Marías
murieron en un período de sólo tres años,
entre 1910 y 1913. José María pa rece que había
creído que él sería el siguiente. Se
apartó de la compañía de sus amigos y
cayó en una enorme depresión, de la que solamente
salió, en parte al menos, por la creciente confianza
de que Dios le tenía bajo su particular cuidado. Fue
en es momento cuando su madre le explicó la historia
de su curación en Torreciudad.
Quizá la enfermedad en la familia iba unida al progresivo
declive y ruina del negocio de don José en Barbastro.
Se atribuyó a su natural demasiado confiado, lo que
uno podría entender como falta de perspicacia comercial.
Fuera cual fuere la razón de la quiebra, la familia
se vio obligada a prescindir de los criados, algo inaudito
en la clase media española, y trasladarse a otra ciudad.
En 1915 se fueron todos a Logroño en la misma zona
del Norte de España, pero más cerca de la línea
costera. Allí don José se asoció a una
tienda de ropa pomposamente llamada "La Gran Ciudad de
Londres". La familia vivía en un pequeño
piso y doña Dolores tenía que hacer todas las
tareas domésticas, una buena práctica, para
el papel que iba a desarrollar posteriormente en el Opus.
Mientras estaba en Barbastro, José María fue
educado por miembros de una orden religiosa, los escolapios;
más tarde sostendría que el fundador de los
escolapios, san José de Calasanz, era su pariente lejano.
En Logroño, sin embargo, fue a un instituto estatal
por las mañanas y a un colegio dirigido por laicos,
el de San Antonio, por las tardes. Como sus biógrafos
del Opus recuerdan con detalle, sus notas eran buenas y su
comportamiento irreprochable. Aunque en su momento parecía
una sorpresa, visto retrospectivamente, la decisión
de estudiar para el sacerdocio parece inevitable.
Por tanto, en 1918 comenzó sus estudios eclesiásticos
en el seminario de Logroño. No fue un seminarista completo
dentro del cuerpo estudiantil; su salud se consideró
demasiado delicada para ello. Comenzó su carrera como
seminarista externo yendo a clases, pero viviendo en casa,
en donde también recibía clases particulares.
Acabó el primer año de Teología, pero
después se trasladó a Zaragoza como estudiante
interno en el seminario conciliar.
La decisión de ir a Zaragoza no ha sido nunca explicada
de manera satisfactoria. Tenía allí parientes,
uno de ellos canónigo de la catedral, pero no parece
haber tenido mucho trato con ellos, o, si lo tuvo, muy pronto
se apartaron; el canónigo ni siquiera asistió
a la primera misa, tradicionalmente una de las mayores celebraciones
familiares dentro de la comunidad católica. Posiblemente
fue más importante para él el que hubiera una
Universidad en la ciudad, en la que podía comenzar
sus estudios de Derecho junto con los de Teología.
De este modo podía adquirir una experiencia profesional
con la que más tarde, en la vida, pudiera ayudar a
su familia, factor que pesaría mucho más después
de que su padre muriese repentinamente el 27 de noviembre
de 1924.
Se tomó esta noticia con una calma sorprendente a
pesar de las responsabilidades adicionales que echaba sobre
él al ser el único que ganaba un salario. "Mi
padre se arruinó -dijo más tarde-, y cuando
nuestro Señor quiso que yo comenzara a trabajar en
el Opus Dei, yo no tenía ni un recurso, ni un céntimo
a mi nombre". (Salvador Bernal (N. de la t.: En la
edición española de Rialp, marzo 1980, en pág.
36, dice exactamente: "Mi padre se arruinó totalmente,
y cuando el Señor quiso que yo comenzara a trabajar
en el Opus Dei, yo no tenía ni una virtud, ni una peseta.").
El principal legado de su padre a su hijo mayor (Santiago
sólo tenía cinco años entonces) fue una
apariencia atractiva y una marcada pulcritud, por no decir
elegancia en el vestir, a pesar de sus apuros económicos.
En el seminario de Zaragoza su forma de vestir le distinguía.
La mayoría de los seminaristas, observa Vázquez,
eran algo vulgares e incultos. Escrivá de Balaguer
era la excepción. Su ropa siempre estaba limpia, sus
zapatos siempre brillantes. Aparentemente era motivo de comentario
que se lavase de los pies a la cabeza cada día.
Meses después de la muerte de su padre, fue ordenado
sacerdote: el 28 de marzo de 1925. Dos días después
fue ni nombrado coadjutor en una parroquia rural. Aunque el
nombramiento pudiera considerarse como bastante precipitado,
debido a la enfermedad del párroco y por la necesidad
de encargarse de los oficios de Semana Santa, que acababa
de comenzar. Sin embargo, no estuvo allí mucho tiempo.
A mediados de mayo estaba de vuelta en Zaragoza. Aún
debía terminar su licenciatura en Derecho.
La terminó en 1927. Su licenciatura le fue otorgada
marzo de ese año y pidió permiso al obispo para
ir a Madrid a comenzar un doctorado. Se le concedió.
En junio de 1923 arzobispo de Zaragoza, el cardenal Soldevila,
fue asesina Escrivá de Balaguer había llamado
su atención por el excelente expediente que tenía
en el seminario, en el que su comportamiento bastante solitario
le distinguía del resto de estudiantes. Quizá
también le sorprendió el poema compuesto por
Escrivá de Balaguer para el director del seminario,
titulado "Obedientia tutor". En él alababa
la seguridad que proporciona la obediencia a la voluntad del
superior.
Fuera cual fuese la razón, Soldevila había
escogido al estudiante de Logroño para darle un tratamiento
especial. Le confirió personalmente la "tonsura",
la ceremonia por la que laico se convierte en clérigo.
Después le encomendó encargarse del resto de
los estudiantes, para vigilar que cumplieran las normas, una
especie de prefecto de disciplina. Si Soldevila hubiera vivido,
reflexiona Vázquez de Prada, podría haber sido
el protector de Escrivá, encontrándole un puesto
apropia a su sensibilidad y conocimientos, y que hubiese sido
económicamente gratificador. La familia de Escrivá
estaba entonces en Zaragoza y dependía de él.
Sin Soldevila, Escrivá de Balaguer tuvo que encontrar
trabajo por sí mismo. Incluso antes de licenciarse
empezó a enseñar latín y Derecho canónico
en un colegio privado que preparaba a estudiantes para entrar
en instituciones de enseñanza superior, muy especialmente
en la Academia Militar de Zaragoza. Antes de ser ordenados,
los seminaristas tienen que demostrar que disponen de medios
económicos. Hubo un tiempo en que uno podía
ser ordenado sacerdote "a cargo de su propio peculio";
en otras palabras, podía demostrar que disponía
de medios independientes y por lo tanto no era adscrito a
un obispo en particular. Pero normalmente los sacerdotes eran,
y son, "incardinados" a una diócesis y prometen
obediencia al obispo, el cual se responsabiliza de ellos.
Técnicamente, Escrivá estaba incardinado en
Zaragoza, aunque trabajó muy poco allí. Madrid
fue la diócesis en la que trabajó la mayor parte
del tiempo desde 1927 hasta 1942, aunque no fue incardinado
a Madrid hasta 1942, cuando se convirtió automáticamente
en miembro del clero diocesano madrileño, tomando una
prebenda. Uno no puede evitar tener la sensación de
que evitaba el compromiso exigido a la mayoría de los
clérigos. Aunque en Zaragoza sin duda se comprometió
en algún trabajo pastoral y era miembro de aquella
diócesis, en la práctica él ya se había
separado de la carrera normal de un sacerdote, bien debido
a las circunstancias económicas de su familia, bien
debido a sus propias preferencias personales.
Fuera el que fuere el entorno de su solicitud para dejar
su diócesis y estudiar en Madrid, se le concedió
el permiso por dos años. De hecho, no pudo aprobar
en el tiempo prescrito. Su tema de investigación era
la ordenación al sacerdocio de mestizos y cuarterones
en los siglos XVI y xvII. Nunca llegó a terminarla.
Cuando finalmente, y con éxito, defendió su
tesis doctoral, era diciembre de 1939 y trataba de Historia,
y más concretamente, del estatuto legal del monasterio
de Las Huelgas. Dada la aparente renuencia de Escrivá
a vincularse a una diócesis en particular, el tema
de su tesis puede ser significativo. Las sucesivas madres
abadesas eran figuras poderosas que mandaban sobre su propio
territorio y que respondían sólo ante el Papa.
La demora en sus primeros estudios puede haber sido debida,
una vez más, a su necesidad de ganar dinero para mantener
a su familia. Se alojaba en Madrid en una residencia para
sacerdotes y de nuevo encontró un puesto para enseñar
Derecho romano y Derecho canónico en un colegio tutela
"Academia Cicuéndez".
A finales de los años veinte ejercía como capellán
de las Damas Apostólicas, que eran las propietarias
de la casa en la que se hospedaba. Las Damas Apostólicas
del Sagrado Corazón de Jesús, que éste
era su nombre completo, habían recibido la aprobación
formal del Vaticano a su modo de vida en fecha muy reciente,
pero ya habían desarrollado una serie de diversas obras
de caridad entre los pobres, y especialmente entre los enfermos
pobres de Madrid. Cuidaban a los enfermos en sus propias casas
y les suministraban alimentos, medicinas y ayuda espiritual.
Allí fue donde entró Escrivá de Balaguer.
Atendía a enfermos, llevándoles los sacramentos
y ayudándoles a resolver problemas personales. El trabajo
le llevó desde el centro de la capital española
hasta los que eran entonces sus barrios más periféricos.
Los domingos decía misa en la iglesia anexa a la residencia
central del Instituto religioso.
Su trabajo con las Damas Apostólicas duró hasta
julio de 1931. Fue durante este tiempo cuando tomó
la decisión de fundar el Opus Dei. A partir de esa
fecha su propia vida se entrelaza totalmente con la organización
que creó.
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