EL
SER HUMANO Y SU MUNDO
(Algunas claves de la antropología cristiana)
febrero 2000
Antonio Ruiz Retegui
Teólogo. Sacerdote numerario del Opus Dei
CAPÍTULO 9. AUTOACEPTACIÓN Y DONACIÓN
(Meditación antropológica sobre el Filioque)
1. La entrega definitiva de Dios al hombre en Jesucristo
La Navidad es una fiesta de la entrega de Dios al mundo:
"Nos ha nacido un niño, un hijo se nos ha dado"
[Antífona de entrada de la Misa del día de
Navidad].
Es la entrega de Dios. Dios Encarnado es Dios que se acerca,
que se abaja, es Dios entregado, arrodillado -semetipsum exinanivit-
[Filip 2,7], Dios que viene para estar junto a nosotros,
para participar en nuestra vida, para convivir con nosotros.
En efecto, la plenitud de salvación y de revelación
que realiza Jesucristo, se cumple a través de la convivencia.
La plenitud de la revelación no es propiamente lo que
Jesucristo dice, sino Él mismo, y para conocerle el
hombre ha de convivir con Él: la manera adecuada de
conocer a las personas, no es saber de ellas "cosas"
-cualidades, circunstancias, etc.-, sino tratarlas, enlazar
con su vida, participar en sus acciones, formar parte de su
existencia. Ciertamente conocer las cualidades de alguien
puede ser útil, pero queda siempre en las fronteras
de la persona; por otra parte se puede conocer mucho de alguien
conociendo su vida, su historia. Pero la forma más
adecuada de conocer al ser humano es enlazar la propia libertad
con la del otro.
Por esto su venida al mundo no debe ser considerada simplemente
como un acontecimiento "objetivo", en su facticidad
ontológica, sino que hay que entenderlo en el ámbito
personal. No se trata simplemente del hecho metafísico
de que asuma una naturaleza humana, sino de un establecimiento
de relaciones personales. Por eso pide la aceptación
de la criatura en cuya vida va a entrar para compartirla,
y envía su ángel a Anunciar a María.
Por esto mismo entendemos la Cruz como la reafirmación
de la entrega: en la Cruz Cristo, que es Dios-entregado, está
crucificado, es decir, rechazado por el hombre; pero está
amorosamente sediento del amor de los hombres. Esto significa
que el hecho de que los hombres rechacen su entrega, no hace
que se retire, sino que su entrega brille más intensa
todavía: la entrega de Dios en Jesucristo, es más
poderosa que la capacidad de rechazar que tiene la criatura.
En los ejercicios espirituales que predicó a Pablo
VI, el entonces arzobispo de Cracovia expresó el alcance
y significado de la Cruz como reafirmación de la donación
de Dios: "El amor del que habla Jesús en su
discurso de despedida tiene la dimensión del sacrificio,
que él mismo llevará a cabo, es decir, una dimensión
histórica que habla al hombre con la majestad de la
cruz. Pero, al mismo tiempo, el amor tiene también
una dimensión suprahistórica, que sobrepasa
la historia, es decir, la dimensión de un don rechazado
por el "amor sui usque ad contemptum Dei" de Satanás,
y con mucha frecuencia deformado o destruido en el corazón
y en la historia del hombre. Este don, por medio de Jesús,
debe volver a su fuente para que el hombre pueda encontrarse
nuevamente a sí mismo en la plenitud de la Alianza.
He aquí el porqué de la cruz. He aquí
por qué Jesús sale del cenáculo y empieza
a caminar definitivamente hacia ella. Dios, que desde el principio
quiere ser un don para el hombre, la fuente rebosante de todo
don, se revela en el misterio de la cruz. "Deus absconditus"
[Is 45, 15]" [K. Wojtyla, "Signo de contradicción",
BAC, Madrid 1978, p. 80]. Y esta donación reclama
también aceptación: por eso al pie de la Cruz
vuelve a estar la Virgen María, la misma que expresó
la aceptación radical de la donación divina
de la Encarnación.
2. La "progresiva" entrega de Dios: la promesa
de "otro Consolador"
El Señor habló muchas veces en términos
de su entrega a nosotros, de forma que cuando reclamaba nuestra
aceptación lo hacía pidiendo la correspondencia
propia a su entrega. Pedía reconocimiento, aceptación.
Los necesitados, los mendigos, los pequeños, son Él:
"Cuando lo hicisteis con uno de estos pequeños
conmigo lo hicisteis" [Mateo 25,40].
El Apocalipsis lo expresa de modo explícito cuando
pone en sus labios la advertencia: "he aquí que
estoy a tu puerta y llamo" [Apocapilpsis, 3, 20].
La entrega del Señor culmina en la Cruz: su Humanidad
Santísima es "cuerpo entregado" y "sangre
derramada". La Cruz es un sacrificio de holocausto, de
entrega plena de Cristo, hasta la última gota de su
Sangre. Pero, aunque sea la plenitud de la entrega de Cristo,
no es la culminación de la entrega de Dios al hombre.
Desde la Cruz el Señor entrega "su Espíritu"
[Juan 19,30]. La expresión de San Juan en la
narración de la muerte del Señor es ambivalente:
por una parte anuncia el cumplimiento del "Padre, en
tus manos encomiendo mi espíritu" [Lucas 19,30],
pero por otra parte es como la anticipación de la donación
del Espíritu que había prometido.
El Señor había prometido "otro Paráclito",
"otro Consolador" [Juan 14, 16] que había
de permanecer con nosotros eternamente. Al utilizar la palabra
"otro", está mostrando que El que iba a ser
enviado era como un "segundo", qué estaba
en continuidad con el "primero", que era Él
mismo. De esta forma el Señor muestra la misión
del Espíritu Santo en continuidad con la suya propia.
Esto nos permite entender algo aquello de que aunque la entrega
de Dios en Cristo, que tiene lugar en la Cruz, es una entrega
plena, no es aún la donación definitiva de Dios
a los hombres.
Jesús habla claro de que conviene que Él se
vaya [Cfr. Juan 16,7], es decir, que esa entrega de
Dios a los hombres, que es Él mismo, el Dios-con-nosotros,
deje paso, dé paso a la otra entrega de Dios a nosotros,
que es el Espíritu Santo, el Dios-en-nosotros. Esta
es ya la total entrega, la comunicación, la comunión
plena de Dios con su criatura.
Podríamos decir que Jesucristo en Dios-con-nosotros,
Dios a nuestro lado, Dios físicamente cerca de mí.
Esto es maravilloso, pero no lo es todo. Ciertamente la cercanía
física está orientada a la comunión de
corazones, pero no se identifica con ella. Esa cercanía
física es compatible con una lejanía personal
interior. Bien lo manifestó el Señor cuando
al tocarle la hemorroísa, a pesar de que eran muchos
los que le apretaban, preguntó: "¿Quién
me ha tocado?" [Marcos 5, 31].
A esta situación "intermedia" se alude en
el Magisterio cuando se dice que la presencia real y substancial
de Cristo bajo las especies sacramentales es "res et
sacramentum": "Pero hay que distinguir cuidadosamente
entre tres cosas que en este sacramento se encuentran separadas,
es decir, la forma visible, la verdad del cuerpo y la potencia
espiritual. La forma es del pan y del vino, la verdad es de
la carne y de la sangre, la potencia es de la unidad y de
la caridad. La primera cosa es "sacramento y no realidad".
La segunda es "sacramento y realidad". La tercera
es "realidad y no sacramento". Pero la primera es
sacramento de una doble realidad. La segunda es sacramento
de una y está también la realidad de la otra.
La tercera es realidad de un doble sacramento" [(Inocencio
III, Ep. "Cum Marthe circa" ad Iohannem arcciep
Ludun., 29 Nov. 1202; DS 783]. Así se expresa que
la presencia real es ya una realidad sublime, pero a su vez
es signo de algo más decisivo aún, que es la
comunión en el amor. Si se recibe a Cristo sin las
debidas disposiciones, la presencia real no es para salvación
sino para condena. Decía Santo Tomás en el "Lauda
Sion": "Sumunt boni, sumunt mali: sorte tamen inrequali,
vitrae vel interitus (Lo reciben tanto los buenos como los
malos, pero con resultado desigual pues para los buenos es
vida, mientras que para los malos es perdición"
[Missale Romanum. Lectionarium II, Editio typica, Libreria
Editrice Vaticana, 1971, p. 916.].
La cercanía física del Señor no es todo.
Es sin duda un gran bien, pero reclama más, reclama
la unión personal amorosa, de correspondencia. Si esta
correspondencia no se da, la entrega queda como frustrada,
y muestra así que era una entrega aún no cumplida
plenamente. La entrega física que supone la Encarnación
puede quedar sin que se cumpla la plenitud a la que aspira,
y entonces esa entrega se queda sin cumplir, como una entrega
que no ha sido aceptada y que, por tanto, no se ha cumplido
como entrega.
3. La plenitud de la entrega de Dios en la donación
del Espíritu Santo
La plenitud de la entrega de Dios al hombre se da en Pentecostés,
en la donación del Espíritu Santo. La presencia
del Espíritu Santo ya no reclama nada más, ya
no es signo ni sacramento de ninguna otra cosa, es "res
tantum", don perfecto y cumplido. Esta donación
ya es en sí misma plena. El Espíritu Santo es
el don perfecto, en el que no hay ninguna ambigüedad:
cuando se da, este darse no es sólo una mitad de la
donación que necesita de la otra mitad es decir, de
la aceptación. Cuando el Espíritu Santo se da
es ya plenamente recibido, es poseído por el que lo
recibe, ya inhabita y santifica a aquel a quien es dado: quien
lo recibe,es santo.
La fe de la Iglesia ha expresado esto en su propia oración,
en la liturgia, que, al celebrar los misterios de la salvación,
culmina en la fiesta de Pentecostés. En la versión
antigua de la Letanía de los Santos de advierte un
crescendo en el que se muestran los "pasos" de la
donación de Dios:
Per mystérium Sanctae Incarnatiónis tuae, líbera
nos Dómine
Per Advéntum tuum,
Per Nativitátem tuam,
Per Baptísmum et sanctum jejúnium tuum,
Per Crucem et Passiónem tuam,
Per Mortem et Sepultúram tuam,
Per Sanctam Resurrectiónem tuam,
Per admirábilem Ascensiónem tuam,
Per Advéntum Spíritus Sancti Parácliti
No se trata aquí solamente de un proceso temporal:
hay una dependencia intrínseca de los pasos posteriores
respecto de los anteriores. Por eso decía el Señor:
"Os conviene que yo me vaya, porque si no me voy no os
enviaré el Espíritu Santo". El Espíritu
Santo viene después, en dependencia de la entrega de
Jesús.
Esto es la traducción en el tiempo de lo que confesamos
que tiene lugar en la intimidad misteriosa de la vida trinitaria:
"Spiritus Sanctus a Patre et Filio, non factus nec creatus
nec genitus, sed procedens" [Symbolum Quicumque pseudo-Athanasianum,
DS 75, 11. 23]: El Espíritu Santo "procede",
es consecuencia, "fruto", viene detrás del
Padre y del Hijo. Y procede del Padre y del Hijo, no de cualquier
forma sino "como de un único principio".
El Espíritu Santo, que es Dios-que-se-da, cuyo nombre
propio es "Don", procede ex Patre Filioque. (Recordamos
que esta palabra, Filioque, no es asunto trivial, pues sobre
ella se libraron batallas doctrinales de tremenda envergadura:
el Cisma de Oriente se originó a partir de disputas
sobre esta palabra. Ciertamente no puede ser asunto baladí,
ni trivial, irrelevante, no era lis de verbis, ni asunto meramente
"bizantino " [16Cfr. Y. M.-J. Congar, "El
Espíritu Santo", Herder, Barcelona 1983, pp. 490-500,
525-527].
La plenitud de la donación divina que tiene lugar
en el Espíritu Santo se pone especialmente de manifiesto
en el mismo nombre de la tercera Persona de la Trinidad. En
efecto, el Espíritu se revela ante todo como el espíritu
de Jesucristo o el espíritu de Dios -en el sentido
que esta palabra tiene en el uso coloquial, es decir, como
ámbito o ambiente que crea una persona en torno a sí-.
Por esto la definición del carácter personal
del Espíritu Santo es relativamente tardía,
y sobre todo es posterior a la abundante enseñanza
sobre su condición de espíritu de Jesucristo.
El Espíritu Santo es el espíritu de Jesucristo,
en cuanto que Jesucristo con su entrega por nosotros, muriendo
en la Cruz nos comunica su espíritu, es decir, nos
da el ámbito o la sintonía en que podemos entrar
en relación con Él. En este sentido se entiende
que quien recibe el don del espíritu de Jesucristo,
es el que puede entrar en una relación de intimidad
con Él. Por eso, el espíritu no se revela primariamente
como Persona, sino precisamente como espíritu. Así
entendemos que la acción del espíritu no sea
del tipo de la acción eficiente, propia de los agentes
substanciales. El Espíritu, al revelarse ante todo
como espíritu, muestra que su acción no es del
tipo de la acción eficiente, sino que debe entenderse
ante todo como una acción de tipo de la causalidad
formal. Por esto, tener el espíritu se entiende inmediatamente
como estar informado por él. Entonces, después
de estas revelaciones, se entiende que cuando se diga que
ese espíritu es una Persona divina llamada Espíritu
Santo, se entenderá que tener ese Espíritu es
estar unido salvíficamente con Él. Por esto
es importante no afirmar demasiado rápidamente que
el Espíritu Santo es una Persona divina con la que
hemos de entrar en relación adorante, pues esto puede
incluir el riesgo de olvidar que el Espíritu Santo
es ante todo el espíritu del Hijo, es decir, el ámbito
en el cual entramos en relación personal con el Hijo,
de modo semejante a como decimos que tener el espíritu
de un determinado maestro es lo que nos permite entender el
sentido de sus lecciones. El Espíritu Santo es ante
todo Dios en nosotros, que nos permite tratar al que es Dios
con nosotros.
Ciertamente, después de la afirmación de que
ese espíritu es Persona divina, lo debemos reconocer
también como Dios con nosotros, y nos sentimos llamados
a relacionarnos personalmente con Él. Pero esa relación
es diferente de la tenemos con el Hijo, pues la relación
con el Hijo requiere precisamente estar en el Espíritu
Santo. La relación con el Espíritu Santo tiene
primariamente la finalidad de ponernos en relación
con el Hijo, y no es objeto directo de la relación
del cristiano sino secundaria y ulteriormente. La condición
de Gran Desconocido que se reconoce en el Espíritu
Santo está, pues, hondamente enraizada en la economía
de la salvación, y en el carácter propio y peculiar
de la donación de Dios en el Espíritu Santo
como donación plena y perfecta.
4. La tercera Persona divina es el "espíritu"
de la Iglesia
La definición del dogma trinitario se culminó
substancialmente con la afirmación del Espíritu
Santo como Persona divina. Hasta esta definición el
Espíritu de Dios, o Espíritu Santo o Espíritu
de Cristo era ya afirmado y reconocido en la vida y piedad
cristiana, pero solamente como un "espíritu",
como el "espíritu" en el que la comunidad
de los discípulos entraba en comunión con Cristo,
y entre sí. Esto significa que era visto sobre todo
como un "espíritu". Para entender mejor lo
que es el Espíritu Santo es conveniente procurar poner
la atención en lo que es un "espíritu".
El "espíritu", es lo que se respira, lo
que hace que un cuerpo esté vivo, que aliente. Esto
tiene que ver con el hecho de la respiración como inspiración
y espiración de aire, pues en la respiración
se manifiesta que el cuerpo "comunica", emite algo
más sutil que la materialidad corporal, y que por eso
no es un mero trozo de materia inerte. Los cuerpos vivos son
los que respiran, y respirar es tener "espíritu".
Del sentido más directo y corporal podemos pasar a
un sentido ulterior, que se apoya, al menos simbólicamente,
en el sentido primero. La vida propia de las personas humanas
se caracteriza por la comunión entre ellas. Hay ciertamente
diversas formas de comunión natural entre las personas,
como son la comunión que se establece en el diálogo,
o en la participación en la misma cultura, o en el
mismo mundo, o en el mismo medio. Una forma singular de comunión
es la que se establece entre el varón y la mujer en
función de la sexualidad respectiva. La forma de comunión
más propiamente humana es la que se establece en el
diálogo, de forma que las otras formas de comunión
no son más que condiciones de posibilidad para que
el diálogo se establezca.
Para que el diálogo sea posible, las personas han
de existir en el terreno común de una misma cultura,
pues el diálogo exige una lengua común y comunes
referencias de visión del mundo, de referencias simbólicas,
etc. Si las personas participan intensamente en una cultura
común, entonces es posible un diálogo de categoría.
Por supuesto, esta participación en la cultura común
no implica identidad de opiniones sobre todo: el diálogo
no constituye una unidad que disuelva las individualidades,
sino que se apoya en ellas y las reafirma. Las personas que
dialogan no son iguales. A veces se dice que personas que
dialogan intensamente están "identificadas".
Pero no se trata de una identificación anastática,
sino de la identificación dialógica, de ser
"personas que se entienden entre sí". Esta
identificación dialógica tiene como base la
participación en la misma cultura, que de esa manera
es como un "espíritu común", como
un ámbito, como un "aire" o un medio en el
que las personas pueden encontrarse al más alto nivel.
De esta manera la palabra "espíritu" tiene
sobre todo el sentido de ser el medio propio en el que tiene
lugar la comunión de las personas. El "espíritu"
no es una realidad activa, sino el medio que hace posible
que la actividad de alguien alcance su efecto propio en otra
persona. En el orden material, el aire es condición
indispensable para que las palabras que se pronuncian sean
oídas por otras personas. En el orden propiamente personal
es decir, en el orden dialógico, la cultura común
es indispensable para el diálogo. Si no existe ese
medio cultural común, se dice que las personas, aunque
hablen la misma lengua materialmente, "hablan idiomas
distintos". En este sentido al "espíritu"
no compete una causalidad eficiente. La influencia del "espíritu"
se mueve en el orden de la causalidad formal.
El "espíritu" "inspira", de forma
que cuando se dice que hay conductas o actos que han sido
realizados bajo la influencia del "espíritu",
no se quiere decir que se trata de actos imperados "desde
fuera" por el "espíritu" al modo de
la causa eficiente, que "mueve" a la criatura en
una dirección determinada, sino que se trata de actos
que manan desde dentro de la criatura, pues la influencia
del "espíritu" no es violenta ni externa,
sino, como hemos dicho, interna y al modo de la causa formal.
Por esto el "espíritu" es principio de libertad.
"Ubi Spiritus . Domini, ibi libertas" dice San Pablo.
Y Santo Tomás comenta que el Espíritu Santo
es principio de libertad porque hace que los actos sean más
propios, que nazcan de un conocimiento personal más
adecuado, de una relación con la realidad más
auténtica.
Además el "espíritu" no es, y no
debe ser, objeto de consideración explícita,
pues él no es lo que se conoce, sino el medio en que
se conoce otra realidad distinta de él mismo.
Por esto se entiende que en principio, se afirmase sobre
todo el carácter "espiritual" del Espíritu
Santo. Ese "espíritu" era sobre todo el "espíritu
del Hijo", pero en el sentido en que se habla de "espíritu"
de un maestro, o del fundador de una institución: aquella
cualidad en la que los discípulos participan de la
fuerza vital del maestro. En este sentido el "espíritu"
del Hijo era sobre todo lo que permitía que el cristiano
entrase en comunión con el Hijo, que pudiera dialogar
con Él, que fuera posible la oración, la cercanía
semejante a la de los Apóstoles. El "espíritu"
de Jesucristo era el que hacía posible que la experiencia
de los Apóstoles en su cercanía y comunión
con Cristo, fuera también propia de los discípulos
de todos los tiempos.
Por eso, cuando se consideraba la Iglesia como una comunión
de discípulos de Jesucristo a través de los
tiempos, se decía que ese "espíritu"
de Jesucristo es el alma de la Iglesia.
Pero la comunión con Jesucristo nos lleva al Padre,
a tratarle en Cristo como hijos suyos. La comunión
del cristiano con el Padre es participación en la comunión
del Hijo mismo con el Padre. Por esto, el "espíritu"
que Cristo nos da es el mismo "espíritu"
en el que El vive la unidad divina con su Padre.
Todo esto hace que nos sea extraordinariamente significativo
llamar "espíritu" a la Tercera Persona de
la Santísima Trinidad. Ciertamente es una Persona,
pues en Dios no hay nada que no sea personal, pero sería
desorientador acceder al misterio del Espíritu Santo
desde la afirmación primaria de su ser Persona divina.
En efecto, si se parte de la condición personal del
Espíritu Santo, se tiende a concebirlo como sujeto
activo y, por tanto, como referencia de unas acciones propias
a nivel de causalidad eficiente. Además, si es una
Persona aparece inmediatamente como sujeto de posibles relación
explícita por parte del cristiano, y entonces no se
entiende que el Espíritu Santo haya sido tradicionalmente
"el gran Desconocido", porque "en Él"
a quien se conocía era a Cristo y al Padre. Los impulsos,
más o menos bienintencionados, de hacer al Espíritu
Santo objeto de devoción explícita han sido
habitualmente ambiguos en la historia de la Iglesia. La corriente
de pensamiento y espiritualidad que tiene su nacimiento simbólico
en la figura de Joaquín de Fiore, ha sido profundamente
ambigua.
Por supuesto, eso no quiere decir que una vez que ha sido
conocido primariamente como "espíritu", y
luego como Persona divina, no deba ser objeto de adoración
explícita. Lo único que se debe subrayar es
que lo primario en Él es su condición de "espíritu".
Por ser "espíritu" la acción del
Espíritu Santo en el alma está "en el orden
de la causalidad formal". Ciertamente la causalidad formal
es una causa intrínseca, y, en este sentido, el Espíritu
santo no puede ser causa formal del cristiano. Pero la doctrina
de la inhabitación nos habla de esta "unción"
que nos hace sintonizar con Cristo. El que actuará
es Cristo, pero el "medio" en el que esta acción
tiene lugar es el "espíritu" del Hijo, es
decir, el Espíritu Santo.
El efecto propio perceptible de la inhabitación debe
ser la sintonía con las cosas de Cristo, el sensus
Christi de que habla el Apóstol (1 Cor 2,16). Su hablar
debe ser de este tipo, porque el Espíritu Santo no
enseña cosas nuevas, su acción no está
en el mismo nivel de la acción del Cristo. El Espíritu
Santo "explica" la enseñanza de Jesucristo,
pero esa enseñanza se debe entender como el disponer
el alma del cristiano para que las palabras de Cristo se le
hagan diáfanas, para que las palabras del Señor
le lleven.
5. El Espíritu Santo procede "del Padre y
del Hijo"
Esto se puede entender en cierta medida si lo tratamos de
expresar en el lenguaje de nuestra vida corriente. Entonces
podemos decir que la entrega radical y cumplida de Dios mismo,
es decir, la entrega fontal y radical, fuente de toda posible
entrega, Dios mismo en cuanto que se da, "procede",
es consecuencia de algo, no se puede entender a partir de
sí mismo: si decimos "entrega" estamos presuponiendo
algo de lo que esa entrega procede: la entrega tiene condiciones
de posibilidad. Para que pueda haber entrega auténtica
tienen que darse una condiciones. Cualquier cosa no puede
darse. Esto resulta muy significativo si advertimos que hay
situaciones en las que no se puede cumplir la entrega, que
hay personas que no saben darse, que quizá querrían
darse pero no pueden cumplir ese deseo, es decir, no saben
querer.
Dios Espíritu Santo, el "Don" infinito,
fuente de todo donarse, "procede" ex Patre Filioque,
procede del Padre y del Hijo, como de un único principio.
Por esto se dice que procede de "la unión del
Padre y del Hijo".
La unión del Padre y del Hijo, no es una unión
indiferenciada o cualquiera, es una unión de la que
la fe nos da noticias decisivas: la unión del Padre
y del Hijo es la unión de Dios con el Verbo de Dios,
la unión de Dios con su autoexpresión cognoscitiva.
Ya sonó una voz en el Jordán y en el Tabor que
decía que Dios se complace en su Hijo, en su Verbo,
en su Palabra. Si Dios está íntimamente unido
a su propia expresión, con la perfecta y cumplida expresión
de Sí mismo, y se complace en ella, podemos decir que
la unión del Padre y del Hijo, significa la perfecta
y cumplida autoaceptación de Dios.
El darse perfecto de Dios "procede", se deriva,
tiene sus raíces, en la perfecta y cumplida autoaceptación
de Dios. Tocamos aquí una ley primordial del ser y
del darse: la propia donación debe estar enraizada
en la propia aceptación. Sólo quien se autoposee,
puede darse verdaderamente. Esto parece una forma de expresar
el dicho popular de que "nadie da lo que no tiene".
Sólo quien cumple la autoposesión, que es la
autoaceptación, puede llevar a cabo la donación
cumplida.
Al mismo tiempo, hemos de afirmar que la autoposesión
de Dios que se expresa en la unión del Padre y del
Hijo, en cuanto que esta unión es término de
la relación con el Espíritu Santo que procede
de ella, es esencialmente dependiente de la condición
del Dios como don. Con otras palabras, la autodonación
procede de la autoposesión, pero ésta es inconcebible
separadamente de la condición de Dios como don.
En estas afirmaciones estamos tocando lo máximamente
elevado y trascendente, y al mismo tiempo lo máximamente
expresivo de nuestra vida humana, de lo que acontece en nuestro
corazón. En efecto, sabemos por nuestra experiencia
en nuestra propia vida qué grandeza humana y qué
trascendencia personal tiene el darse verdadero, el poder
establecer con los demás una relación profunda
y realmente comunicativa, el "saber querer".
6. La entrega de Dios y la entrega humana
Los actuales empeños de "solidaridad" son
la expresión del impulso que tiene la persona hacia
la comunicación con los demás. Esta comunicación
impulsa ciertamente a las actitudes solidarias, de ayuda a
los necesitados. También es un impulso hacia las relaciones
amorosas con personas de sexo contrario. Pero al mismo tiempo
que se experimentan esos impulsos, se advierte que la necesidad
de comunicación no se satisface con esos vínculos
más o menos externos.
El afán de comunicación no se puede apagar
dando una mera ayuda material. Ciertamente esa ayuda material
es indispensable, sobre todo cuando se está ante personas
necesitadas. Pero esa generosidad implica en sí misma
la tendencia intrínseca a la donación real de
la propia persona. Se trata de hacer "don de sí
mismo, desprendido y generoso". La tragedia de muchas
personas, hoy y en todos los tiempos -pero me parece que especialmente
hoy- es que no saben darse, no saben querer, se sienten incapaces
de hacer de sí mismo don desprendido y generoso. Quizá
puedan dar dinero, o tiempo, o esfuerzo, o trabajo, o... pero
les resulta imposible la generosidad esencial del darse a
sí mismos. Esto implica que en esas personas la imagen
de Dios no alcanza la dimensión de semejanza con vida
trinitaria.
El misterio de la Trinidad, en el que Dios-en-cuanto-don
procede de la unión peculiar del Padre y su Verbo,
es decir, de la autoaceptación de Dios, nos dice que
para darnos hemos de poseernos, y para autoposeernos, debemos
autoaceptarnos: ésta es la condición de posibilidad.
La autoposesión natural es algo que sobrepasa la fuerzas
de la naturaleza tal como las tenemos después del pecado
original. Para alcanzar la auténtica autoposesión
debemos unirnos a la autoposesión fontal que es la
unión de Cristo con el Padre.
La autoposesión debe ser algo decisivo en nuestra
manera de juzgar las situaciones personales, propias y ajenas.
No se trata de una cualidad marginal o trivial. Tampoco es
estrictamente reconducible a otras cualidades o habilidades
espirituales, intelectuales o sociales o técnicas.
La autoposesión es la conformidad con la propia verdad,
la aceptación de la propia verdad, de la propia realidad.
La propia realidad no es simplemente la realidad fáctica,
sino la adecuación con lo que la persona debe ser.
Los griegos llamaron a esta adecuación con una palabra
-"eudaimonía"- que es traducida normalmente
con la palabra "felicidad". Al traducirla de ese
modo se pierde mucho, porque la palabra "felicidad"
no incluye nada de lo que sea o deba ser su contenido, y la
palabra griega, tiene un sentido en cierto modo descriptivo,
que se refiere al "llevarse bien" con el propio
"daimon". El "daimon" es algo bastante
difícil de explicar, pues no estamos familiarizados
con la perspectiva de la persona, de la que esa idea forma
parte. Alguna vez fue descrito como lo que los demás
ven de nosotros mismos, como una especie de "espíritu"
que llevamos sobre nuestros hombros que los demás ven
pero que nosotros no podemos ver. [Cfr. por ejemplo, H.
Arendt. "La Candición Humana", Seix Barral,
Barcelona 1974, pp. 254-255].
En realidad la doctrina griega del "daimon" es
una concepción un tanto confusa de algo que sólo
se entiende cabalmente desde la doctrina cristiana de la creación.
La fe en la creación nos dice que Dios nos ha creado
por una llamada a la comunión personal con Él,
y que la vida es el "espacio" del consentimiento
libre a esa llamada. Al llamarnos a cada uno de forma individual
e irrepetible, Dios tiene un designio para cada persona, pero
la persona no da su consentimiento simplemente con un "sí"
o con un "no" instantáneos, como hicieron
los ángeles, sino que la respuesta de consentimiento
o de rechazo, se cumple en la amplitud temporal de una vida.
Por eso, cuando la persona consiente a la llamada creadora
de Dios lo que resulta no es solamente el cumplimiento del
designio divino, sino que también queda la señal
de las respuestas que ha ido dando la persona, su propia vida
en cuanto que es una vida fiel.
Mientras la vida está en curso, la persona no puede
estar plenamente conforme con la idea o el designio de Dios
para con ella, pues ese designio sólo está cumplido
cuando la vida alcanza su culminación y da paso a la
eternidad. Pero mientras dura ese curso, tampoco se puede
decir que el designio está frustrado: está precisamente
en trance de cumplimiento. Aún hay una tensión
de futuro; pero no se puede decir que la persona que está
respondiendo bien a Dios esté en pura tensión
hacia el futuro, porque aunque no haya alcanzado la meta definitiva,
se da en esa existencia personal una presencia de plenitud,
un "presente" que es como una anticipación
de la plenitud. La situación es parecida a la que vive
el buen estudiante que a mitad de curso aún no ha alcanzado
los conocimientos propios de su curso, pero va camino de ello.
Ese estudiante, como la persona que va respondiendo a Dios,
puede decir, "estoy donde tengo que estar" ["In
the highlands you woke up in the morning and thought: Here
I am, where I ought to be" (Isak Dinesen,"Out of
Africa, o. c. p.14)]. La recta relación con la
propia situación tiene como expresión la misma
mirada que Dios tuvo cuando culminó la creación
y llamó al hombre: "y vio Dios que era muy bueno"
[Génesis 1,31].
Al mismo tiempo, la autoaceptación no es algo que
pueda acontecer separada o aisladamente, como si fuera algo
requerido previamente para la autodonación. Así
como en el seno de la Trinidad confesamos una relación
mutua entre el Espíritu Santo y la unidad constituida
por el Padre y el Hijo, también hemos de reconocer
que hay una relación esencial entre la autoaceptación
y la autodonación. Esto se comprueba en el hecho de
que la persona humana alcanza su más perfecta reflexión
autocognoscitiva en el seno de la experiencia moral, que es
precisamente la situación en la que la criatura se
somete más perfectamente a la llamada de Dios. En efecto,
en la experiencia moral la persona alcanza un autoconocimiento
perfecto, pues advierte la conveniencia o disconveniencia
de un acto determinado con su ser de criatura llamada por
Dios. Ciertamente este autoconocimiento no es temático,
pues el tema de ese conocimiento es el acto y su cualificación
moral. Pero de manera atemática y con sectaria la persona
realiza la más perfecta autoreflexión cognoscitiva.
La inseparabilidad entre esta reflexión perfecta y
la situación de entrega a Dios en la obediencia moral
es imagen y semejanza de la inseparabilidad trinitaria entre
Dios como don, el Espíritu Santo, y la unidad constituida
por el Padre y el Hijo.
7. La autoposesión del hombre implica unión
con Dios
La autoposesión no es asunto que pueda entenderse
desde la sola consideración de la propia persona. Tiene
un componente esencialmente relacional, pues involucra la
relación de respuesta a Dios. Sin embargo, no basta
la consideración de la buena relación con Dios,
para que una persona pueda decir que se encuentra "donde
tiene que estar".
La recta relación con Dios es el elemento esencial
de esa situación, y, por supuesto, si falta no puede
darse armonía interior en la persona. Pero la persona
humana no es como un ángel, no es un espíritu
puro, sino una naturaleza compleja y articulada. La articulación
puede estar defectuosa y, por eso, aunque pueda estar en recta
relación con Dios, puede estar distorsionada en sus
mismos elementos.
A veces es posible que entre los diversos componentes de
la naturaleza humana, haya tensiones muy fuertes. Entonces
es difícil que la persona se sienta en posesión
de sí misma, aunque esté "en gracia de
Dios". Ciertamente la gracia de Dios tiene como efecto
suyo "natural" el ordenar la constitución
intrínseca de la persona. Pero ese efecto no es ni
inmediato ni plenamente cumplido en esta vida. Por eso a veces
la persona siente de alguna forma que no vive plenamente su
vida, es decir, que los hechos que acontecen con sus capacidades
activas no le pertenecen en plenitud. Entonces se tiene la
sensación de que la propia vida no es ejercida por
el propio sujeto.
Cuando en una persona hay muchos aspectos en los que las
acciones no surgen de la raíz propiamente personal,
sino que unas veces surge de las pasiones, otras de las coacciones
sociales, otras de los prejuicios morales, otras de la presión
institucional o familiar, entonces la persona no se puede
sentir plenamente dueña de sus actos, es decir, de
su vida. Quizá contempla sus actos, e incluso es capaz
de dar un dictamen sobre la rectitud o conveniencia de esos
actos, pero si son acciones que no nacen del conocimiento
y de la voluntad -por encima de otras presiones- entonces
la persona no es ni puede sentirse dueña de sus actos,
ni de su vida, ni de sí misma.
En las circunstancias en las que la persona no se siente
dueña de sí misma, puede poner inmediatamente
un orden básico en la dimensión. más
fundamental, si realiza una verdadera conversión a
Dios. Pero esto no es suficiente para poder realizar una entrega
verdadera. Es preciso que supere la sensación de estar
"roto en trozos".-destrozado-, de no ser dueño
de sí mismo, de que otras fuerza dominan en su vida.
Si esto no se cumple, la persona no es dueña de sí,
no es imagen de Dios en cuanto unión del Padre y su
Verbo, y por eso no puede ser imagen de Dios Espíritu
Santo que cumple la donación perfecta.
La cuestión de la autoaceptación y la autoposesión
es un asunto antropológico fundamental, que incide
sobre la persona en aquellos aspectos que hoy están
más ocultos por la perspectiva dominante. En efecto,
para entender la autoposesión hay que mirar a la persona
desde la perspectiva cristiana que la contempla como criatura,
o, en cualquier caso desde una adecuada comprensión
de la subjetividad como núcleo de relación con
la trascendencia y con el mundo. Esta perspectiva se caracteriza
también porque, al mirar al hombre como llamado por
Dios, como creado en su singularidad personal irrepetible,
lo considera en su unicidad incomparable, es decir, como un
elegido. La llamada creadora, en efecto, tiene el carácter
de una elección.
El mundo moderno, especialmente con su visión cientifista,
supone un ataque formidable, aunque indirecto e implícito,
a la visión cristiana del hombre. La "razón
abierta" o la "razón abstracta" tiende
a ver a las personas bajo la categoría de los "universales"
de los que son representantes. En cuanto representantes de
universales las personas son "comparables". Además,
esos universales bajo los cuales se "mide" a las
personas, son aquellas propiedades de las que puede dar cuenta,
es decir, las que son conocidas a través de la razón
científica, las cuales son, lógicamente, las
propiedades correspondientes a la dimensión material
biológica de la persona. Son, pues, propiedades esencialmente
vinculadas a la cuantificación, que en consecuencia
permiten establecer comparaciones bastante exactas. Por esto
se puede decir que la actitud de compararse con los demás,
es decir, de establecer la propia seguridad en función
de una cierta primacía respecto de los demás,
en algún campo, es signo de haber perdido la referencia
buena, que es la referencia a la llamada creadora, que es
signo de elección, de unicidad, de no ser comparable
-ni substituible- por ninguna otra persona.
Se autoposee y puede entregarse quien se sabe único,
querido explícitamente por Dios, a pesar de los defectos
congénitos, de las limitaciones de talento, de las
circunstancias más o menos defectuosas en el origen.
Pero además ha de saberse querido por Dios, con una
llamada que perdura, a pesar de las claudicaciones en el curso
de la vida. Se autoposee quien acepta con serenidad la propia
historia, aunque sea una historia en la que no faltan los
pecados, porque los ha puesto ante la mirada paternal de Dios,
y ante la acción sacramental de Jesucristo. Es seguro
que San Agustín se dolería grandemente de sus
pecados, pero seguramente no cambiaría su vida, que
tuvo mucho de pecado y de perdón -que era su historia
con Dios- por la de San Juan; ni San Dimas, el Buen Ladrón,
que experimentó la misericordia del Señor en
la Cruz, cuando él mismo recibía el justo castigo
por sus delitos, se cambiaría por el virginal San Luis
Gonzaga.
Hegel expresó de una forma acertada que el principio
de la autoposesión, es decir del poder actuar libre,
que es la base de la moral es la aceptación de la propia
verdad: "El comienzo, el principio de la ciencia moral
es el respeto que debemos tener al destino (principium scientire
moralis est reverentia fato habenda). [Citado por R. Spaemann,
"Ética: Cuestiones fundamentales", Eunsa,
Pamplona 1988, p. 113. Por supuesto, esta cita expresa lo
que aquí decimos siempre que a la palabra "fato"
se le dé el sentido que le da Spaemann en el lugar
referido.]
8. La autoposesión del cristiano en su lucha ascética
La aceptación de la propia realidad tiene además
un carácter dinámico, en cuanto que supone la
aceptación de una situación de camino en el
que aún no está cumplida la realidad de nuestra
persona. Esto implica que aunque ciertamente debamos aceptarnos
a nosotros mismos, lo hacemos reconociendo que aún
falta mucho para hacer realidad lo que Dios ama en nosotros.
Por eso debemos siempre mejorar, crecer en amor a Dios y a
los demás, y hacer que ese doble amor se exprese en
todas la dimensiones de nuestra existencia. Para lograr este
crecimiento debemos mantener una lucha ascética.
En la lucha ascética debe expresarse de manera especialmente
exacta la aceptación propia en la situación
de tensión activa hacia la plenitud. Buena parte de
las dificultades que experimentan personas que quieren sinceramente
ser fieles a la llamada de Dios, procede de que, aún
aceptando y confesando humildemente la realidad, virtuosa
o pecaminosa de la propia vida, mantienen una lucha ascética
defectuosa.
La persona humana no es una mezcla de dos substancias, una
espiritual y otra material. La fe cristiana rechaza todo dualismo
y confiesa que la persona humana es una substancia compuesta
de espíritu y materia. Esta distinción no es
una cuestión sutil que deba reservarse a los especialistas
del pensamiento especulativo. Su significación antropológica
es muy importante: significa la afirmación de que en
el hombre no hay un alma que tenga que controlar eficientemente
a la parte material, según la imagen que defendieron
algunos antiguos, y que aún aparece a veces en la predicación,
de un jinete -el alma- que debe controlar violentamente un
animal rebelde -el cuerpo-. La fe cristiana nos dice que el
cuerpo no debe ser despreciado, sino que debe ser reconocido
en su dignidad personal. El alma no debe gobernar violenta
y externamente al cuerpo, sino que debe "informarlo":
no es el jinete que domina al caballo rebelde, sino la "forma
substancial" de un cuerpo que está lleno de espiritualidad,
pues su "forma substancial" es espiritual.
Si se tiene una visión dualista del tipo del alma-jinete
que cabalga un cuerpo animal, se cae fácilmente en
la opinión de que la orientación hacia Dios
es cosa del alma, de esa alma-jinete, mientras que el cuerpo
es simplemente un sujeto pasivo de lo que en él haga
el alma espiritual. Entonces es fácil que la presentación
de la vida cristiana apele exclusivamente a las potencias
espirituales reclamando de ellas la fortaleza y la decisión
suficientes para dominar y someter a un cuerpo que, en principio,
es neutral respecto del dominio que le impone el alma. En
estos casos aparecerá la importancia del amor de Dios
como clave decisiva de la orientación de la vida y
de la conducta concreta y casi nunca se apelará a las
inclinaciones que se encuentran en las dimensiones más
corporales.
Cuando la corporalidad es vista como simple materialidad
o animalidad, en sí misma rebelde, sus inclinaciones
son consideradas, al menos, con sospecha. Si se experimenta
que el cuerpo no acaba de ser sometido a los imperios de la
voluntad se exigirá más amor de Dios, y más
fortaleza en la lucha, hasta someter completamente al cuerpo
y a sus inclinaciones rebeldes. El problema entonces es que
si no se consigue someter el cuerpo a los imperios de la voluntad,
no hay mas explicación posible que el defecto del amor.
Esto es peligroso porque este enfoque de la lucha ascética
es seriamente equivocado.
Para que la lucha ascética conlleve la serenidad y
la armonía que se presupone en la aceptación
propia, debe ser una lucha ascética que cuenta con
las inclinaciones naturales. La persona humana no es un espíritu
que trata de someter desde fuera, como el jinete a su montura,
a un cuerpo, sino un ser complejo en cuya corporalidad está
inscrita también la inclinación al fin de la
persona, es decir, a Dios. La corporalidad tiene como forma
substancial el espíritu que es el alma, por esto toda
la actualidad, toda la energía de ser y de actividad
proviene de esa actualización por el espíritu.
El cuerpo humano es profundamente re1acional, esta transido
de inclinaciones, de sentimientos, de afectos, de emociones,
etc. que son expresión de que la referibilidad propia
del espíritu está presente en el cuerpo.
La lucha ascética debe tener en cuenta que no se trata
de someter un cuerpo neutral o rebelde, sino de poner orden
en la unidad que constituye a la persona. Para esto hay que
contar de forma decisiva con las inclinaciones naturales.
En la enseñanza del Fundador del Opus Dei se encuentra
como parte esencial que la vocación profesional o la
vocación matrimonial son parte, y parte esencial de
la vocación divina. Pero es obvio que la vocación
profesional no es simplemente la respuesta a las necesidades
del mundo, sino también en una medida decisiva, a las
inclinaciones "naturales" -en el sentido de "correspondientes
a la naturaleza individual"- de la persona. Por otra
parte es evidente que la elección de la persona con
la que constituir una familia en matrimonio, cuenta, y debe
contar, en gran medida sobre la experiencia personal del enamoramiento,
en el que tienen parte decisiva los sentimientos.
Hay una diferencia esencial entre la lucha que se lleva a
cabo para hacer realidad algo a lo que se tiene inclinación
natural, y la lucha que se mantiene contra los propios sentimientos.
ésta última es una lucha represiva, en la que
la persona no se puede poseer a sí misma, porque no
tiene en cuenta convenientemente la verdad de su propio ser.
La persona que lucha desde el reconocimiento de sus propias
inclinaciones, y que procura orientar su vida contando no
solamente con el espíritu y la voluntad, sino con la
realidad de su ser anímico corporal, es quien puede
aceptarse. En cambio, quien lucha sólo desde su espiritualidad,
no puede aceptarse porque está reprimiendo las energías
vitales que el alma inscribe en sus dimensiones más
materiales. Éstas suelen ser personas extraordinariamente
voluntariosas, es decir, personas en las que la voluntad lucha
por sobreponerse a todos los demás impulsos. Pero no
es raro que entonces esta lucha, que es violenta y antinatural,
se muestre agotadora y, en definitiva, estéril, y que
las energías reprimidas por el imperio de la voluntad
acaben rompiendo ataduras y aparezcan, quizá distorsionadas,
en desórdenes o al menos en tentaciones desconcertantes.
9. La cuestión de la "autoestima"
Una de las características de los últimos años,
ha sido el descubrimiento de la importancia que para el equilibrio
psicológico, tiene la "autoestima". Se trata
de un asunto estrechamente relacionado con lo que venimos
tratando. Incluso alguien podría pensar que son temas
que se identifican. En realidad son temas que deben diferenciarse
claramente, al menos si se considera la autoestima de la manera
que suele presentarse en los documentos divulgativos.
En un principio, parece que la autoestima se presenta en
polémica con la literatura ascética cristiana
tradicional que acentuaba intensamente la poquedad personal,
el propio pecado, frente a la santidad infinita y trascendente
de Dios. En cierto modo, esta irrupción de la autoestima
recuerda mucho el tema clásico tradicional de la tensión
entre la enseñanza de Aristóteles sobre la magnanimidad,
y la enseñanza de la Biblia sobre la humildad, es decir,
sobre la propia miseria y la propia nada ante la grandeza
y la santidad de Dios. A veces se ha situado precisamente
en esta tensión la fuerza creadora del occidente cristiano.
["Los hombres a menudo hablan de virtud sin emplear
la palabra sino diciendo, en cambio, "la calidad de vida"
o "la gran sociedad" o "ético"
o aún "justo". Pero, ¿sabemos lo que
es la virtud? Sócrates llegó a la conclusión
de que causa el mayor bien al ser humano hacer, diariamente,
discursos acerca de la virtud... al parecer sin encontrarle
nunca una definición satisfactoria por completo. Sin
embargo, si buscamos la respuesta más elaborada y menos
ambigua a esta pregunta verdaderamente vital, debemos volvemos
hacia la Ética de Aristóteles. Ahí leemos
entre otras cosas que hay una virtud de primer orden llamada
magnanimidad: el hábito de exigir los más altos
honores para sí mismo, en el entendimiento de que se
es digno de ellos. También leemos allí que el
sentido de la vergüenza no es una virtud: el sentido
de la vergüenza es apropiado para los jóvenes
que, debido a su inmadurez, no pueden dejar de cometer errores,
pero no para hombres maduros y bien educados que simplemente
hacen siempre las cosas debidas y apropiadas. Por muy maravilloso
que sea todo esto... hemos recibido un mensaje muy distinto
de otro lugar muy distinto. Cuando el profeta Isaías
recibió su vocación, quedó abrumado por
el sentido de su indignidad: "Soy un hombre de labios
impuros y entre un pueblo de labios impuros habito."
Esto equivale a una condenación implícita de
la magnanimidad y a una reivindicación implícita
del sentido de la vergüenza. La razón de ello
aparece en el contexto: "Santo, Santo, Santo es el señor
de los ejércitos." No hay dios santo para Aristóteles
ni para los griegos en general ¿Quién tiene
razón, los griegos o los judíos? ¿Atenas
o Jerusalén? ¿Y cómo proceder para descubrir
quién está en lo cierto? ¿No hemos de
reconocer que la sabiduría humana es incapaz de zanjar
la cuestión y que cada respuesta se basa en un acto
de fe? Pero, ¿no constituye esto la derrota completa
y final de Atenas? Pues una filosofía basada en la
fe deja de ser filosofía. Tal vez sea este conflicto
no resuelto el que ha impedido al pensamiento occidental encontrar
el reposo. Acaso sea este conflicto el que se encuentra en
una especie de pensamiento que es realmente filosófico
pero que ya no es griego: la filosofía moderna"
(Leo Strauss, "Nicolás Maquiavelo", en L.
Strauss y J. Cropsey (ed.), "Historia de la Filosofía
Política", Fondo de Cultura Económica,
México 1993, p. 286)]
Ciertamente esa tensión es real y, para las personas
que viven en medio del mundo, reclama un entendimiento nuevo
del sentido de la humildad, que sea coherente y no oscile
entre la negación propia y la afirmación de
los dones de Dios en la propia persona. ["Es posible
que una ascética propia de religiosos deba manifestar
con signos externos, de algún modo espectaculares,
la virtud de la humildad. (...) Al ser el trabajo el eje de
nuestra santidad, deberemos conseguir un prestigio profesional
y, cada uno en su puesto y condición social, se verá
rodeado de la dignidad y el buen nombre que corresponden a
sus méritos, ganados en lid honesta con sus colegas,
con sus compañeros de oficio o profesión. Nuestra
humildad no consiste en mostrarnos tímidos, apocados
o faltos de audacia en ese campo noble de los afanes humanos.
Con espíritu sobrenatural, con deseo de servicio -con
espíritu cristiano de servicio-, hemos de procurar
estar entre los primeros, en el grupo de nuestros iguales.-
Algunos, con mentalidad poco laical, entienden la humildad
como falta de aplomo, como indecisión que impide actuar,
como dejación de derechos -a veces los derechos de
la verdad y de la justicia- con el fin de no disgustarse con
nadie y resultar amables a todos. Por eso habrá quienes
no comprendan nuestra práctica de la humildad profunda
-verdadera- y aún la llamarán orgullo. Se ha
deformado mucho el concepto cristiano de esta virtud, tal
vez por intentar aplicar a su ejercicio, en medio de la calle,
moldes de naturaleza conventual, que no pueden ir bien a los
cristianos que han de vivir, por vocación, en las encrucijadas
del mundo.- La humildad (...) es algo muy interior, algo que
deriva directamente del coloquio contemplativo que mantenemos
con el Señor sine intermissione (I Thes. V, 17). Es
el hondo sentimiento de que Dios nuestro Padre es quien hace
todas ]as cosas, con estos pobres instrumentos que somos cada
uno de nosotros -servi inutiles sumus (Luc. XVII, 10), que
juega con cada uno de nosotros como con unos niños:
Ludens in orbe teramm et deliciae meae esse cum filiis hominum
(Prov. VIII, 31") (Beato Josemaría Escrivá
de Balaguer, Carta 6- V-1945, nn. 30 y 31)].
La cuestión actual de la autoestima podría
ciertamente interpretarse en los términos en que hemos
hablado autoposesión, y de aceptación propia.
Pero en nuestro discurso hemos subrayado como esencial el
carácter relacional de la autoposesión de la
persona como criatura de Dios, y por tanto la necesidad de
aceptar las propias limitaciones, los defectos, etc. junto
con el amor de Dios. En nuestro discurso, la humildad no aparece
en polémica con la autoaceptación, sino como
parte esencial de ella, es decir, no como autonegación,
o autodesprecio, sino como aceptación serena de la
verdad.
Sin embargo, en muchos de los discursos actuales sobre la
autoestima, la consideración de la persona se hace
en términos semejantes. a las formulaciones del paganismo
aristotélico en el que la persona madura no debe permitir
el reproche, ni reconocer sus limitaciones. En la medida en
que la autoestima se dirige a la realidad actual fáctica
de la persona, sin alcanzar claridad sobre lo que le lleva
a su plenitud, y en especial, en la medida en que la autoestima
se presente desconociendo la importancia clave del perdón
en la vida de las personas, se tratará de una forma
de autoestima que equivoca su objeto y no pasa de ser una
forma más o menos sofisticada de egoísmo.
En el fondo, el desenfoque más grave que presentan
la mayoría de los discursos actuales sobre la autoestima,
es que equivocan la manera de alcanzar el conocimiento propio.
Si la reflexión pretende ser explícita falla
siempre el objetivo. La reflexión perfecta de la mente
humana sobre sí misma tiene lugar, no de modo explícito,
sino de modo consectario, en el seno de la experiencia moral.
La búsqueda de una reflexión excesivamente explícita
es peligrosa, porque supone un ejercicio de la inteligencia
que en el que esta facultad queda sin apoyo. En efecto, es
en la experiencia moral, al detectar la razón de conveniencia
o disconveniencia de un acto con la propia persona, donde
se alcanza una autoreflexión perfecta. En ella se advierte
la conveniencia del acto en cuestión, no con determinados
fines u objetivos, sino con la realidad del propio ser. Esta
autoreflexión perfecta es atemática, en el sentido
de que su tema no es el propio yo, sino la moralidad del acto
que es objeto del juicio de conciencia.
10. El uso de la inteligencia en la autoaceptación
La aceptación propia tiene una parte importante que
es autoconocimiento, y aceptación de lo que ese conocimiento
pone delante del alma. La materia de ese autoconocimiento
es la propia vida, especialmente en su dimensión moral.
En este sentido, la aceptación serena de la propia
verdad es un componente esencial de la humildad. Por esto
es decisivo para la autoaceptación y para la propia
donación, un uso adecuado y recto de la capacidad de
conocer. Esta facultad de conocer podía describirse
como la capacidad para escribir la propia vida, en el sentido
en que San Agustín escribió sus Confessiones
o Newman escribió la Apología pro Vita Sua.
Alcanzar la verdad de la propia persona implica un acceso
a la realidad que va más allá de los lugares
comunes o de las referencias externas y, en concreto, va más
allá de los preceptos universales de la ley. En la
tradición cristiana se distinguía la libertad
interior, por una parte, y la esclavitud de la ley por otra
parte. La diferencia se situaba en que en el primer caso se
alcanzaba la realidad, es decir, se conocía lo bueno
como bueno y lo malo como malo, mientras que en el segundo
caso no se accedía a la realidad sino que se permanecía
en una situación de mera referencia a los preceptos
de la 1ey. ["La persona es libre cuando se pertenece
a sí misma; el esclavo, por el contrario, pertenece
a su dueño. Así, quien actúa espontáneamente,
actúa libremente, mientras que quien recibe su impulso
de otro, no actúa libremente. Por esto, quien evita
el mal, no porque es un mal, sino porque hay un mandamiento
de Dios, no es libre. Por el contrario, quien evita el mal
porque es mal, ése es libre" (Santo Tomás
de Aquino, Super II Cor. Cap. 3, lct. III)]. Es muy significativo
que la diferencia entre estas dos situaciones se calificase
como la diferencia entre la libertad, en la que el sujeto
es dueño de sus actos, y por tanto dueño de
sí, y la esclavitud, en la que los actos son imperados
desde fuera.
Aunque estas distinciones así formuladas parezcan
asunto teórico, constituyen una de las claves más
importantes para la autoaceptación y para que sea posible
la entrega personal en el amor. En efecto, el conocimiento
de la realidad hace que la propia vida se encuentre apoyada
en terreno firme, mientras que la sola referencia a normativas
más o menos externas hace que la vida esté desenraizada.
La visión moderna del mundo está intensamente
marcada por la perspectiva que indujo la ciencia experimental.
El resultado es un mundo fuertemente "interpretado",
es decir, la mirada que se le dirige no está principalmente
orientada a detectar su verdad, sino que se trata más
bien de hacer pasar la realidad por el filtro de los intereses
previos. Esto hace que las .personas. no vivan tanto en un.
mundo de realidad, cuanto en un ámbito ilimitadamente
manipulable. Pero quitar consistencia al mundo conlleva debilitar
también fuertemente la consistencia propia: en el fondo
la propia persona es un elemento más de ese mundo interpretado.
El resultado es que la realidad de la persona ya no puede
aparecer y ser aceptada en su verdad, porque esta verdad queda
escondida en las interpretaciones "autorizadas"
o socialmente "vigentes". Cuando el conocimiento
que se tiene de las realidades más importantes es el
que se recibe de las instancias culturalmente dominantes,
marginando la capacidad de conocer la realidad con los propios
ojos y la propia conciencia, resulta imposible la autoaceptación
porque se ha imposibilitado el propio conocimiento.
Hoy día una gran muchedumbre de personas, especialmente
de personas jóvenes, se ven incapaces de querer, de
darse, de hacer "don de sí mismo generoso y desprendido"
para comprometerse. La razón se encuentra en que las
personas no se pueden conocer. El autoconocimiento está
impedido por las explicaciones convencionales, por los juicios
estereotipados, por los lugares comunes de los calificativos
al uso.
En la práctica, el modo de llegar a esta situación
de "interpretación" cuasi exhaustiva de la
propia existencia es la presión de unos criterios de
conducta socialmente vigentes en un ámbito y en un
momento determinado. Si la propia conducta no toma como criterio
de orientación la realidad sino los imperativos coyunturales,
se agosta la capacidad personal de ver con los propios ojos
y, derivadamente, la capacidad de dar una respuesta a la realidad
desde la propia libertad singular.
Este riesgo es especialmente propio de la sociedad en que
vivimos, pero no debe olvidarse en los ámbitos de formación
cristiana, que debe ser siempre una formación en la
libertad. Cuando se educa de manera que para asegurar la conducta
recta se determinan detalladamente cuáles deben ser
las respuestas correctas, la persona suele deteriorarse. Ésta
es la actitud de tantos que "sofocan a menudo a los hombres
en el apasionado intento de protegerlos. La carrera hacia
sanciones o censuras cada vez más severas, hacia normas
cada vez más particulares, la exasperada búsqueda
de una reglamentación minuciosa de cualquier posible
suceso, parecen darles seguridad en sí mismos: pero
tendrán hijos inhibidos, ignorantes o díscolos.
La "seguridad antes que nada" es un lema antivital
por excelencia". Esos hijos inhibidos, ignorantes o díscolos
-o quizá las tres cosas al mismo tiempo-, son personas
violentadas, que no pueden poseerse a sí mismos, y
que, por eso mismo, no podrán darse ni querer de verdad.
Realmente éste no es un tema nuevo en la historia
del pensamiento y de la educación occidental. Propiamente
es el tema clave de esta historia. Su momento clave fue la
muerte de Sócrates acusado de impiedad y de corrupción
de la juventud. Sócrates, en efecto, se caracterizó
por hacer posible el pensamiento y el conocimiento personal
en una sociedad fuertemente presionada por las explicaciones
convencionales, que reivindicaban autoridad divina o cuasi
divina. Por eso permitió que las personas que se le
acercaban pudieran pertenecerse a ellas mismas, y no ser simplemente
elementos de la ciudad. En este sentido la ciudad pugna siempre
contra el pensamiento personal, y persigue al que lo fomenta.
La ciudad no quiere que las personas sean dueñas de
sí mismas. La ciudad quiere ser la dueña absoluta.
Por esto el filósofo verdadero peligra siempre en la
ciudad.
11. Dos aspectos de la autoposesión
La manifestación más propia de la recta autoposesión
es el sentido de libertad, de señorío de sus
actos, que tiene la persona, y, derivadamente, la capacidad
de querer, de darse en el amor.
Querría ahora, no obstante, en el reducido ámbito
de esta comunicación, subrayar dos aspectos de la personalidad
del que se autoposee: la afirmación del presente, y
la seguridad de pensamiento.
La afirmación del presente no significa, obviamente,
que se postule que la plenitud está dada en el instante
en que se está viviendo, como querría cierto
vitalismo elemental. La afirmación del presente es
consecuencia de que aunque la realidad actual sea precaria,
y nos encontremos en un tiempo de esperanza, los hechos actuales
no son carentes de sentido hasta el punto de que haya que
vivir en pura tensión de futuro. Sólo quien
sabe encontrar sentido, cierta plenitud de sentido, al presente,
aunque sea muy precario, está capacitado para prometer
un futuro mejor. Es propio de la fe en Dios el confesarle
como principio y fin de todas las cosas, como omnipotente
e infinitamente bueno, es decir, como principio de interpelaciones
morales, y como fundamentos de la facticidad inmediata. Ciertamente
-la facticidad inmediata se presenta muchas veces casi vacía
de sentido, llena de absurdo, cruzada de injusticias y desequilibrios.
Quien reconoce a Dios como omnipotente y bueno, sabe ver a
Dios también en las situaciones de quebranto. Ciertamente
reconocer que Dios es omnipotente y bueno implica confesarle
como recapitulador, como Juez justo del Último Día,
pero significa también, por eso mismo, que las situaciones
de falta de sentido, pueden estar llenas de sentido, en cuanto
que su fundamento es Dios. Tal es el sentido que al sufrimiento
han dado siempre los santos. No era un sentido sólo,
ni primariamente, de futuro, sino de presente, y, por eso,
de esperanza buena de futuro.
Sobre el otro aspecto que quería señalar, la
seguridad del pensamiento, me limitaré a comentar dos
ejemplos de pensadores insignes de nuestro siglo. El primero
es Romano Guardini. En sus apuntes para una autobiografía
cuenta las dificultades con que se encontró al planear
las lecciones sobre "Filosofía de la Religión
y Visión Cristiana del Mundo", que le fueron confiadas
en la Universidad de Berlín en 1923. Como no tenía
precedentes, se vio obligado a partir prácticamente
desde cero. Pero enseguida se dio cuenta de que esta experiencia,
aunque muy costosa, resultaba hondamente positiva. De ahí
partió su decisión de explicar lo que a él
le parecía consistente e interesante, independientemente
de las modas intelectuales que pudiera haber en el entorno.
"Seguí mi instinto, planteé los problemas
y busqué sus soluciones; leí los textos, aclaré
las cuestiones que surgían de ellos y esbocé
lo mejor que pude la figura espiritual que contenían.
La confianza en mí mismo me llevó incluso más
lejos. En el fondo yo no me había planteado qué
objetivos se atribuían a mi cátedra o qué
era lo que los que me escuchaban deseaban saber, sino que
decía lo que decía convencido de que lo que
para mí era importante también debía
serlo para los demás. Siempre tuve la certeza, quizá
presuntuosa, pero en todo caso viva y nunca cuestionada después,
de que valía la pena decir las cosas que me interesaban
ya que afectaban a todos. Quizá pueda mostrar también
en otro contexto que no pocos de mis libros en cierto sentido
han abordado sus temas respectivos una hora antes de que los
demás fuesen conscientes de que querían oír
algo sobre ellos. No es que aspirase a ser actual, rotundamente
no. Nunca he escrito ningún libro porque haya pensado
que el momento lo exigía o para obtener tal o cual
objetivo, sino que, por el contrario, siempre me he puesto
a escribir sólo porque me veía impulsado desde
dentro; y resultaba, la mayoría de las veces, que era
lo que se necesitaba. Lo mismo hice con mis clases, dejándome
guiar exclusivamente por mi intuición. Abordaba el
objeto que en cada momento me interesaba y leía lo
estrictamente necesario de literatura crítica para
estar informado, y por lo demás decía lo que
me parecía importan te " [R. Guardini, "Apuntes
para una autobiografía", Encuentro, Madrid, 1992,
pp.60-61].
El segundo ejemplo es Leo Strauss. En un artículo
escrito sobre él por Allan Bloom, hay un párrafo
que contiene en pocas líneas cuanto pretendo decir
aquí: "Para aquellos que admiran el éxito
o desean influir en los acontecimientos del mundo, la trayectoria
profesional de Leo Strauss es decepcionante. Sus libros sólo
afectaron profundamente a un exiguo número de personas
aparte de los atraídos por el hechizo de su encanto
personal. Algunos amigos y admiradores le reprochaban que
no se expresara en el lenguaje y los acentos del discurso
corriente, pues sus conocimientos eran tan vastos y disponía
de perspectivas tan inusitadas que habría podido llegar
a ser uno de los hombres célebres de la época,
capaz de impulsar las causas que le interesaban. En cambio,
lo que escribía era arduo y a la vez aborrecible. Strauss
no hablaba para el gusto de la época, ni trataba de
crear un nuevo gusto. Su retiro del escenario de la gloria
literaria no puede atribuirse a sequedad erudita, ni a falta
de comprensión de la poesía ni a incapacidad
de escribir bella y vigorosamente. Su pasión y sus
dotes literarias son innegables. Goethe fue uno de sus maestros,
y no era un accidente el hecho de que comprendiera a Aristófanes
mejor que los especialistas oficiales de Aristófanes.
Los libros de Strauss contienen muchos pasajes y párrafos
de pasmosa belleza y fuerza, y en un ensayo, como es su respuesta
a Kojeve, podemos apreciar un raro despliegue público
de su destreza retórica. Su falta de popularidad se
debía a un acto de voluntad, no a un decreto del destino.
-Las razones de esta decisión (hasta donde yo puedo
penetrarlas) son tres. Primera y principal Leo Strauss era
un filósofo (así como todas las otras facetas
de esta compleja y extraordinaria personalidad) y puede atribuirse
a ese simple hecho su elección de la forma literaria.
A menudo repetía Strauss la afirmación de Hegel
de que la filosofía debe evitar ser edificante. Primariamente
la interesaba hacer comprobaciones para él mismo y
sólo secundariamente comunicarlas, no fuera que las
exigencias de la comunicación determinaran los resultados
de la indagación. En este aspecto, su aparente egoísmo
era su modo .de ser positivo pues no hay don más grande
o más raro que la intransigente dedicación a
la causa de la verdad. Strauss estaba persuadido de que la
verdad existía para cierta clase de hombre capaz de
cierta clase de trabajo. Las palabras debían reflejar
la belleza interior del pensamiento y no los gustos exteriores
del mercado literario, especialmente en una época ateórica
en grado sumo. Al convertir la filosofía en algo que
no es filosofía en provecho de un público pierde
uno de vista lo que es más importante. Una vez dijo
Strauss refiriéndose a un intelectual muy famoso que
nunca escribía una frase sin mirar en torno suyo. De
Strauss puede decirse que nunca escribió una frase
mirando en torno suyo" [Alan Bloom, "Gigantes y
enanos", Gedisa, Barcelona 1991, pp. 240-241].
Ciertamente esta situación de confianza en lo que
se ve con los propios ojos, y se entiende con la propia razón,
tiene a su vez riesgos importantes, especialmente cuando por
falta de formación previa, por desconocimiento de los
logros ya establecidos, hay quien piensa que ha descubierto
un nuevo continente de verdades. Desde que en la modernidad
los filósofos pretendieron reconstruir toda la filosofía
desde cero, y especialmente desde Heidegger, hay pensadores
que pretenden reconstruirlo todo: enfoques, problemas, terminología,
etc., de manera que para entrar en su pensamiento hay que
dar el paso previo de hacerse casi discípulos suyos.
Cada vez se echa más en falta un terreno firme, como
una cultura común, de saberes pacíficamente
aceptados sobre el que entenderse. Esto, que era lo que sucedía
en la Escolástica, permitiría devolver el prestigio
perdido a los "manuales" y además establecer
cuando una persona está bien formada en lo fundamental.
Pero ese indudable riesgo, no debe hacernos olvidar el peligro
de una formación que es sólo aparente, porque
no enseña a pensar con la propia razón, usando
la propia capacidad de conocer la realidad, sino que proporciona
únicamente una cierta habilidad para repetir lugares
comunes. Esta formación es muy distorsionante de la
personalidad porque, por una parte induce una actitud de aparente
seguridad y de juicios apodícticos sobre casi todo,
pero por otra parte no apoya esa seguridad en un contacto
real con la realidad, sino únicamente en referencias
externas, vigencias coyunturales, que son casi siempre muy
cambiantes.
12. La donación humana en el amor
Cuando la criatura acepta su verdad, es decir, cuando cumple
su semejanza con Dios en el aspecto de la unión del
Padre con su Verbo, está pronta para ser don a semejanza
del Dios Don en el Espíritu Santo.
La donación de amor es, sobre todo, una donación
de sí mismo. Esto es cierto en todas las formas de
amor que se dan en la persona humana, sea el amor a Dios,
o el amor a los amigos, o a los hermanos, o a los compañeros,
o el amor sexuado. El amor implica siempre un salir de sí
mismo y "ponerse en el lugar del otro". En efecto,
"más que en "dar", la caridad está
en "comprender"" [Camino 463]. La capacidad
de querer se expresa de manera particular en la capacidad
de comprender, es decir, de relativizar la propia posición.
Pero esto requiere que, en todos los aspectos uno no sienta
que la propia posición, sea personal, o intelectual,
o social, es débil e insegura.
Ciertamente, en algunas ocasiones el amor lleva a hacer donación
de cosas que se poseen. Los regalos de amor, cuando no son
la propia persona, no son cosas exclusivamente "externas".
La filosofía clásica, al considerar el predicamento
'haber'e como aspecto o modo del ser de la persona, consideraba
que las cosas que se tienen, en cierta manera se 'son'. Evidentemente
en esto caben muchos grados de intensidad. Lo manifiesta el
enamorado que regala, no cualquier cosa, ni siquiera cosas
exclusivamente ricas, sino cosas entrañables, recuerdos
de familia, etc. Las personas que se quieren se dan a sí
mismas y se dan también las-cosas más preciosas.
En esto manifiestan que hacer donde aquello que entregan no
las empobrece, pues en cierta manera lo conservan en la persona
amada. En cualquier caso ese desprendimiento no es mera renuncia.
Esto lo entiende bien el cristiano que ve en el camino de
la pobreza, no principalmente una renuncia, sino un enriquecimiento,
una relación mejor con las cosas del mundo: vivimos
"como pobres, aunque enriquecemos a muchos; como quienes
nada tienen, aunque todo lo poseemos" [2Cor 6, 10].
El amor, en cuanto que supone donación, entraña
un riesgo, y sólo quien no entiende esa donación
como una amenaza para la propia persona es capaz de darse.
Esta amenaza toma la forma concreta de entender que la afirmación
de la otra persona puede significar un peligro para la propia.
Por esto, la persona que no se posee adecuadamente, es decir,
quien percibe su propio ser en inseguridad, siente malestar
ante las alabanzas que se dirigen a los demás. La resistencia
ante las alabanza a los demás, que tradicionalmente
se ha reconocido como una de las señales de la soberbia,
tiene el fundamento antropológico que estamos considerando.
El amor es la afirmación del bien del ser querido,
pero esa afirmación sólo puede hacerse desde
la verdadera seguridad en el propio ser, es decir, en la aceptación
propia.
La persona humana se manifiesta como imagen particularmente
significativa del Dios trino, en su vida, y especialmente
en lo que constituye el núcleo de su vida, su modo
de querer.
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