EL
SER HUMANO Y SU MUNDO
(Algunas claves de la antropología cristiana)
febrero 2000
Antonio Ruiz Retegui
Teólogo. Sacerdote numerario del Opus Dei
CAPÍTULO 7. EDUCACIÓN
Comentario a la descripción del "gentleman"
de Newman
1. La descripción de Newman
"Decir que el caballero es una persona que nunca
hace daño, equivale casi a definirlo. Esta descripción,
además de ser refinada, es hasta cierto punto, precisa.
Su tarea principal consiste en eliminar los obstáculos
que dificultan la libre actividad de aquellos que lo rodean.
Más que tomar la iniciativa por cuenta propia, es una
ayuda para la acción propia de los demás. Su
ayuda se podría comparar a la de aquellas cosas que
se denominan comodidades o facilidades para las disposiciones
de naturaleza personal: algo así como una butaca o
un buen fuego, que tienen su papel a la hora de superar el
frío o el cansancio, aunque la naturaleza proporcione,
también sin ellos, tantos medios para descansar como
calor animal. De manera análoga, el verdadero caballero
evita todo aquello que podría causar perturbación
o inquietud en el ánimo de aquellos con los que le
ha tocado compartir la suerte; evita siempre los conflictos
de opiniones o de sentimientos, las reservas, las desconfianzas,
los comentarios negativos o amargos, el resentimiento. Su
gran tarea es hacer que cada uno se encuentre a gusto, como
en su casa. No olvida nunca la condición de cada uno
y así es amable con el tímido, gentil con el
distante y comprensivo con el que podría parecer ridículo.
Sabe siempre con quien está hablando, evita hacer alusiones
fuera de lugar, o esgrimir argumentos ad hominem o que pudieran
resultar molestos. Rara vez es él mismo el tema de
conversación, y nunca se hace pesado. Da poca importancia
a los favores que hace y, aunque da, parece más bien
recibir. No habla de sí mismo salvo cuando se ve forzado
a ello, no se defiende nunca de las acusaciones recurriendo
a retorcer sin más lo que le han dicho, no presta atención
a las calumnias o a los chismes, es escrupuloso a la hora
de atribuir malas intenciones a aquellos que se le oponen,
e interpreta todo por su lado más positivo. En la discusión
no es nunca mezquino, ni se toma jamás ventajas desleales.
No confunde nunca las críticas malévolas o las
frases hirientes con auténticas argumentaciones, y
no insinúa nunca lo que no es capaz de decir abiertamente.
Con una prudente amplitud de miras, observa la máxima
de sabio clásico, de que deberíamos comportarnos
siempre respecto de nuestros adversarios como si un día
hubieran de llegar a ser nuestros amigos. Tiene demasiado
buen sentido como para sentirse o tendido por insultos, está
demasiado ocupado para recordar los errores y tiene demasiada
mansedumbre como para guardar rencor. Es paciente, tolerante
y resignado en base a principios filosóficos: se somete
al dolor porque es inevitable, al duelo porque no se puede
remediar y a la muerte porque tal es su destino. Si se ve
implicado en cualquier tipo de polémica, su mente disciplinada
lo salva de la grosera descortesía de mentes quizá
mejores, pero menos educadas las cuales, como cuchillos romos,
rompen y desgarran en vez de cortar limpio, no captan el meollo
de la cuestión, dispersan las propias energías
en cuestiones accidentales, no se hacen cargo de las razones
del adversario y acaban dejando la cuestión más
confusa de lo que la encontraron. Sus razones pueden ser acertadas
o equivocadas, pero tiene las ideas demasiado claras para
ser injusto. Es al mismo tiempo sencillo y enérgico,
conciso y decidido. Es difícil encontrar en otro lugar
tanta imparcialidad, respeto e indulgencia porque verdaderamente
se pone en el lugar de su adversario y procura dar cuenta
de sus errores desde dentro. Conoce tanto la fuerza como la
debilidad de la razón humana, el campo que le es propio
y los límites de este campo. Si no tiene fe, será
demasiado profundo y de mentalidad demasiado amplia como para
pretender ridiculizar la religión o actuar en contra
de ella. Es demasiado sabio como para ser dogmático
o fanático de su incredulidad. Respeta la piedad y
la devoción. Incluso contribuye a sostener instituciones
en las que no cree porque las considera venerables, hermosas,
o beneficiosas. Honra a los ministros de la religión
y, cortésmente, se limita a no aceptar sus misterios,
sin atacarlos o denunciarlos. Es amigo de la tolerancia religiosa,
y esto no sólo porque su filosofía le ha enseñado
a mirar con mirada imparcial todas las forma de fe, sino también
por esa especie de delicadeza gentil en los sentimientos,
que es propia de la civilización.
No es que, aunque no sea cristiano, no pueda tener también
él a su modo una religión. En este caso su religión
es una religión de imaginación y de sentimiento;
es la materialización de aquellas ideas de lo sublime,
de lo majestuoso y de lo bello sin las que no podría
haber una filosofía liberal. Alguna vez reconoce al
ser divino, a veces reviste un principio o una cualidad desconocidos
con los atributos de la perfección. Y hace de esta
deducción de su razón o creación de su
fantasía, la ocasión de pensamientos tan excelentes,
y el punto de partida de una doctrina articulada y sistemática,
que casi parece un discípulo del mismo cristianismo.
Debido a la misma precisión y seguridad de sus capacidades
lógicas, es capaz de ver qué sentimientos son
coherentes en aquellos que profesan una determinada doctrina
religiosa, y parece a los demás que él sienta
y crea un completo arco de verdades teológicas, que
existe en su mente de un modo no diverso a como lo está
un cierto número de deducciones.
Tales son algunos rasgos del carácter ético
que será formado por la inteligencia cultivada, prescindiendo
del principio religioso. Este temple de carácter puede
encontrarse dentro del ámbito de la Iglesia, o fuera
de ella, en hombres santos o en hombres disolutos; forman
parte del ideal más elevado del mundo, en parte pueden
ser una ayuda y en parte pueden ser un obstáculo para
el desarrollo de lo católico. Pueden corroborar la
educación de un San Francisco de Sales o de un Cardenal
Pole; pueden constituir los límites del horizonte mental
de un Shaftesbury o de un Gibbon. San Basilio y Juliano fueron
compañeros de estudios en la Academia de Atenas; y
uno llegó a ser santo y doctor de la Iglesia, el otro
su enemigo sarcástico e incansable" (The Idea
of a University, VIII, 10)).
2. Comentario
En esta definición del Caballero, se consideran solamente
aspectos que se refieren al trato entre las personas, y más
concretamente al trato dialógico entre ellas, no al
trato que suele denominarse social, técnico o mercantil.
Esto resulta, a primera vista, un tanto sorprendente. No se
dice nada sobre si el Caballero debe ser una persona que no
se emborracha, que no tiene trato con personas de fama dudosa,
que paga sus deudas, que está informado sobre los asuntos
políticos y sociales más importantes de su entorno
vital. Por esto, la descripción del Caballero no es
un elenco de las posibles perfecciones humanas o "morales",
sino un tipo de calidad humana que es muy "de este mundo",
pero de las dimensiones más altas de la existencia
humana en este mundo. Hay aquí una especie de "reduccionismo"
muy expresivo: parece que la persona en cuanto tal, o el Caballero,
sea visto ante todo desde la capacidad que tienen las personas
para conversar. No es que se desprecie la compostura, o las
normas sociales de la cortesía y del "saber estar",
pero estos aspectos de la educación están como
implícitos en el trato dialógico, que es el
aspecto fundamental de la relación entre las personas.
Hay aquí una enseñanza importante para situar
adecuadamente las virtudes relacionadas con la caridad cristiana
y el respeto. En efecto, la relación correcta entre
las personas no se debe situar primariamente en las atenciones
de tipo corporal o material -como son el atender a sus necesidades
más biológicas o sensibles-, sino en las relaciones
que se expresan a través del diálogo. Esto es
algo semejante -sólo semejante- a las observaciones
que hace Isak Dinesen en sus "Dagherrotypes", cuando
dice que "hace cien años, la educación
de un auténtico Caballero, era un asunto largo y costoso.
Un Caballero era resultado de procedimientos particulares
prefijados, nobles y complejos. Y seguramente a nuestra época
le sería difícil darse cuenta de cuántos
de estos procedimientos consistían en darle la justa
sensibilidad y el justo comportamiento en relación
con la dignidad femenina. Un verdadero Caballero se reconocía
ante todo por su comportamiento respecto de este único
punto. Sí, bebe demasiado" podían decir
de él las mujeres. "No paga nunca al sastre. Sabemos
bien que sabe ser brutal". Pero si era irreprensible
respecto a aquel primer artículo de fe, concluían:
"Pero es un auténtico Caballero". En los
círculos de los oficiales ingleses estaba prohibido,
en cualquier circunstancia y en cualquier contexto, pronunciar
el nombre de una mujer. Violar esta ley era la ofensa más
grande en absoluto que se podía hacer a ideal del Caballero".
Hay un refrán castellano que dice que "en la
mesa y en el juego, la educación se ve luego".
El comportamiento en la mesa es ciertamente una referencia
expresiva, pero quizá se reduce a un aspecto que en
el fondo es derivativo y secundario, pues se sitúa
en un ámbito que es inferior al del trato de diálogo
con otras personas, aunque efectivamente la manera de comer
expresa bastante bien la manera como se ha humanizado la función
biológica de nutrirse. Por su parte, el juego sí
puede ser un ámbito muy expresivo de la calidad de
la educación de las personas, pues en él se
advierte la manera de tratar a un "adversario" que
no debe ser, por eso, un enemigo. Además, la actitud
en el juego muestra hasta qué punto la pasión
o el deseo de vencer se supedita al respeto del otro.
La definición del Caballero que encontramos aquí
es una descripción de lo que debería ser el
objetivo primario de la educación. En este contexto
la educación podría definirse como aquello que
se echa de menos cuando se dice de alguien que es un "maleducado".
Ciertamente esto no constituye una definición positiva,
pero a cualquier persona con cierta sensibilidad esta observación
le resultará más semejante a la que ofrece Newman
en el texto que tenemos presente.
"Decir que el caballero es una persona que nunca
hace daño, equivale casi a definirlo. Esta descripción,
además de ser refinada, es, hasta cierto punto, precisa."
La primera frase es ya altamente expresiva: el Caballero
es "una persona que nunca hace daño". Esto
no es una definición desde el "hacer el bien a
los demás". Ciertamente el aspecto de hacer el
bien aparecerá enseguida, pero para precisar cuál
es el bien que se hace y cuál es el modo de hacer ese
bien, se comienza diciendo que lo primero es no hacer daño.
En esta aparentemente superficial entrada se pone ya la base
sobre la que se asienta todo: el Caballero no se sitúa
de entrada en la perspectiva de Dios. De Dios nos viene todo
lo que sucede, lo bueno y lo malo. A veces lo malo, lo doloroso,
lo incómodo resulta a la larga muy beneficioso para
las personas. En su definición del Caballero, Newman
parte de la convicción de que aunque del mal pueda
resultar muchas veces el bien, a nosotros lo que nos compete
es que para que resulte el bien hay que hacer el bien. Esto
es una forma de expresar la idea clásica de que nuestro
primer deber respecto de los demás no es procurar su
perfección moral, sino su felicidad.
Esto significa partir de una conciencia clara de la posición
del hombre en el mundo ante los demás, y en su participación
"limitada" de la Providencia divina.
El fondo de este inicio en la definición del Caballero,
es de muy amplio alcance antropológico y personal.
El hombre cabal no se sitúa ante los demás como
un representante de Dios, con los atributos y las pretensiones
de lo divino. Dios a veces envía contradicciones y
sufrimientos, pero nosotros no debemos participar de la Providencia
de Dios en ese aspecto. "Non nocere", no hacer daño,
ha sido la formulación del primer principio de la benevolencia.
El trato con los demás sería muy problemático
si alguien se arrogara la potestad de hacer el mal para que
resulte un bien, como manifestación de la caridad.
Lo primero entre las cosas que están en nuestra mano
al tratar a los demás es no hacerles daño. Quizá
no podamos hacerles un gran bien, pero al menos hemos de cuidar
siempre no hacerles daño. En el ámbito de la
medicina hoy el principio de "non nocere" está
actualmente muy cuestionado, pero sigue siendo un principio
de cuya evidencia tienen conciencia los más "humanos":
los conocimientos técnicos no deben aplicarse para
hacer el mal, aunque el sujeto pasivo lo pida.
La razón es que quien no duda en hacer daño
a otro con la perspectiva de que resulte un bien, se sitúa
en una perspectiva impropiamente elevada para la criatura
humana. Nosotros no podemos prever todas las consecuencias
de nuestra acción. Algunas veces resultarán
daños indirectos, pero eso hay que aceptarlo como inevitable,
y nunca como algo perseguido directamente.
Una persona de la que se sabe que se conduce siempre por
el "non nocere", es una persona ante la que uno
se siente seguro y puede confiar. No es simplemente un extraño
o un indiferente, pero tampoco será alguien que tome
nuestra vida en sus manos como si fuera Dios.
"Su tarea principal consiste en eliminar los obstáculos
que dificultan la libre actividad de aquellos que lo rodean.
Más que tomar la iniciativa por cuenta propia, es una
ayuda para la acción propia de los demás".
Ahora muestra que el no dañar no es toda la misión
del Caballero, sino que tras ese empeño por no hacer
daño, hay también una acción positiva,
una intervención concreta en la vida de los demás.
Pero esta intervención no tiene la forma de una irrupción
violenta, como si apareciera en la vida una fuerza poderosa
que arrastra a las propias energías vitales, abrumándolas,
entrando en conflicto con ellas. No. El Caballero tiene una
presencia más discreta y, al mismo tiempo, más
profunda. Consiste en ayudar a que la persona pueda actuar
por sí misma, a que pueda hacer lo que ella misma quiere
a que cumpa sus inclinaciones más íntimas y
sutiles. Por eso dice Newman que "quita obstáculos",
allana el camino, facilita hacer lo que uno mismo quiere hacer.
La intervención del Caballero no significa que en mi
vida aparezca otra fuerza que entre en conflicto con lo que
brota de mi alma, de mi corazón, sino que es una fuerza
que se pone siempre en continuidad con lo que yo mismo quiero.
Se podría hacer una analogía con lo que en
la mecánica de los coches es la "dirección
asistida". El mecanismo de la dirección asistida
seguramente es complejo y poderoso, pero es al mismo tiempo
sumamente "discreto". No se nota directamente. Se
advierte al experimentar que la conducción es mucho
más fácil y suave, que no hay que hacer un esfuerzo
extraordinario para dirigirlo personalmente.
Lo que Newman está diciendo es que cuando el Caballero
llega a la vida de una persona hace que su obrar sea más
fácil, que no tenga que vencer las circunstancias que
a veces nos distorsionan y hacen que no podamos mantener el
pulso, y la acción salga desviada de lo que queríamos.
Esto es especialmente significativo cuando se trata de aspectos
o matices del temperamento o del modo de ser, que son estrictamente
personales y que son fácilmente perturbables por la
acción "fuerte" de personas de más
carácter. Entonces es fácil que las personas
más delicadas o débiles de carácter se
sientan como "presionadas" a ciertas acciones que
son contrarias a su temperamento, o quizá incluso a
su debilidad. Estas personas quizá requieren un entorno
muy favorable para expresarse por sí mismas sin ser
disturbadas. Como cuando alguien no conoce el ambiente en
que está, o no domina bien el lenguaje y no es capaz
de decir lo que realmente desea, sin quedar aprisionado o
distorsionado por la sutil presión de ese ambiente,
o por las exigencias de la gramática y de la sintaxis.
Esto implica que el Caballero no actúa atendiendo
solamente a lo que a él le interesa, aunque sea algo
muy bueno de suyo, sino que está atento a lo que quiere
aquella persona con la que convive. Con otras palabras, el
Caballero percibe en las personas a las que trata la inclinación
interna de ellas, las finalidades, las aficiones, los gustos,
y les abre cauce para que puedan realizarse sin dificultades
ni rémoras.
El Caballero hace que la persona se sienta verdaderamente
"en compañía". Esto no es solamente
estar en presencia de alguien. La verdadera compañía
"humana" acrecienta la energía vital de las
personas, las hace más vivas, hace que surjan de ellas
las energías vitales más verdaderas, saca de
las personas lo mejor que tienen. Esto tiene que ver con lo
que se dice antes sobre ayudar a que las personas alcancen
lo que realmente quieren. "Lo que realmente queremos"
no es siempre lo que deseamos inmediatamente, pues en ocasiones
deseamos algo que en el fondo no queremos, porque lo deseamos
no con lo mejor que hay en nosotros. Cuando se dice que el
Caballero saca lo mejor que hay en nosotros se alude a que
nos hace disponernos según nuestras mejores inclinaciones.
Esto no significa que trate de imponer "el bien"
abstracto tal como él lo concibe según su idiosincrasia.
El Caballero es quien detecta las inclinaciones de fondo que
hay en nuestro corazón y nos ayuda a actuar según
nuestro modo de ser.
No se trata simplemente de ser una ayuda neutral. En esto
su acción se distingue de la mera dirección
asistida. Cuando se atiende a las inclinaciones de los demás,
se sabe ayudar a lo que realmente quieren, pero sin imponer
el bien desde fuera, sino haciendo que brote lo más
auténtico y profundo de cada uno. El Caballero es alguien
que saca lo mejor que hay en la persona a la que trata.
"Su ayuda se podría comparar a la de aquellas
cosas que se denominan comodidades o facilidades para las
disposiciones de naturaleza personal; algo así como
una butaca o un buen fuego, que tienen su papel a la hora
de superar el frío o el cansancio, aunque la naturaleza
proporcione, también sin ellos, tanto medios para descansar
como calor animal".
La ayuda que proporciona el Caballero es "discreta".
No se hace imprescindible, no se nota demasiado. Esta ayuda
se experimenta como algo natural y nada violento. Su presencia
no es dominante ni agobiante. Es grata y sencilla, y hace
que nos sintamos posesores de nuestros actos sin tener que
remitirnos demasiado a él. Por eso, el caballero no
es una persona demasiado explícitamente presente. Quizá
se podría decir que se le echa en falta no inmediatamente,
sino más bien a la larga. Es como el aire o el fuego
que no se notan mucho cuando están haciéndonos
el bien, pero sí se notan cuando faltan.
"De manera análoga, el verdadero caballero
evita todo aquello que podría causar perturbación
o inquietud en el ánimo de aquellos con los que le
ha tocado compartir la suerte; evita siempre los conflictos
de opiniones o de sentimientos, las reservas, las desconfianzas,
los comentarios negativos o amargos, el resentimiento".
La presencia del Caballero en un diálogo se caracteriza
ante todo porque no tiene un carácter polémico.
Su conversación es serena y, al mismo tiempo, inspira
serenidad porque sabe evitar las referencias a asuntos molestos,
y porque se expresa siempre de modo que quien dialoga con
él se siente cercano, nunca enfrentado o reclamado
de tomar partido por él.
El diálogo habitual no se compone de meras afirmaciones
o frases en las que se transmite una determinada información
que ha de ser afirmada y defendida. En el diálogo personal
ciertamente se dicen cosas, se transmiten informaciones, pero
el tono no es primariamente "informático"
y, por eso, no necesita ser enfático, sino que las
mutuas intervenciones están llenas de comentarios,
opiniones, que se aceptan en un clima de comprensión
mutua, de atención y de serenidad.
A veces se habla de modo que parece que se reclama tomar
partido a favor, como si cualquier asunto, por trivial que
sea, proporcionara la ocasión de establecer "bandos".
Esto no es nada extraño. Hay personas que hablan del
tema que sea de una forma autoritaria, como imponiéndose.
En algunas ocasiones, aunque sea para alabar a los demás,
hablan desde una postura de seguridad en su juicio que generalmente
se percibe, al menos implícitamente, como molesta,
como no dejando espacio para que alguien pueda pensar, sin
hacerse violencia, de forma distinta. El tema de conversación
más trivial es ocasión para que algunos casi
exijan que se polemice con ellos, sea sobre la exactitud de
su reloj, la calidad superior del libro del que se muestran
partidarios, o la fecha de la batalla de Arbelas.
Al mismo tiempo, cuando se ve en situaciones de este tipo,
el Caballero sabe serenar el ánimo y llevar a conversación
por el camino de la confianza. En pocas palabras, su conversación
no es nunca como una polémica en la que alguien tenga
forzosamente que salir como "el que llevaba razón",
sino la unión armónica de dos personas que hablan
complementándose y enriqueciéndose mutuamente.
El Caballero percibe, lógicamente, muchas cosas que
no son de su agrado, actitudes que le parecen incorrectas,
opiniones con las que no está en pleno acuerdo, o incluso
modos de hacer que no le parecen completamente adecuados,
pero no manifiesta su discordancia si no es absolutamente
necesario. Y cuando lo hace, no corrige desde fuera, ni crea
situaciones tensas.
Tiene en más a la persona que a la verdad abstracta.
Hay gentes que parece que tienen más interés
por la verdad, o por la corrección, que por las personas
concretas, mostrando así que no entienden realmente
dónde está la verdad, pues efectivamente la
verdad está más en la persona viva que en la
"teoría" o en la "ortodoxia". Quien
corrige o "puntualiza" con frecuencia a los demás,
o le hace considerar los aspectos negativos de su acción,
o matiza constantemente sus opiniones, parece que está
más ocupado en mostrar que el otro no ha considerado
todos los aspectos de la realidad, cosa que es obvia y que
siempre se puede hacer. Nosotros no podemos hacernos cargo
de todo, y cuando se nos recuerda se introducen inquietudes
gratuitas e innecesarias.
Esto hace que la conversación con algunas personas
sea siempre "partidista", mientras que el Caballero
favorece con naturalidad y serenamente que cada cual exponga
sus opiniones o comentarios sin temor a ser reprochado por
cualquier defecto o a que no se le deje "pasar una".
En las conversaciones y en el trato entre las personas, siempre
se puede considerar el aspecto de verdad que está exponiendo
el que habla, sin que sea necesario poner de relieve las limitaciones
de sus planteamientos.
En el trato ordinario, el Caballero sabe situarse en la perspectiva
del otro, y acogerla en lo que tiene de positivo. Esto crea
un ámbito de confianza y de seguridad que es vital
para poder vivir una vida "ordinaria", doméstica,
serena, sin tener que tensar la propia alma para responder
a todas las objeciones que constantemente se podría
hacer, ni pedir razones excesivamente rigurosas para justificar
cada paso que damos, especialmente cuando estos pasos no responden
tanto a principios básicos, sino a cuestiones de carácter
o de temperamento, que no se pueden justificar plenamente
con razones.
Lo contrario de esta actitud es la de quien ante lo más
nimio muestra reservas, pide explicaciones y reclama ser convencido
por quien habla. En los debates políticos se advierte
muchas veces que la más tenue afirmación de
uno es respondida críticamente por el del partido contrario,
que se empeña en mostrar que no ha sido plenamente
coherente, que sus razonamientos no son concluyentes y que
pueden contradecirse.
La vida ordinaria nos pone frecuentemente en situaciones
que no son "justificables" de inmediato, porque
son el fruto de resoluciones espontáneas, no excesivamente
pensadas. Sería agotador tener que dar cuenta cabal
de cada una de nuestras acciones diarias o de nuestros modos
de hacer, o de nuestras preferencias. Esto es particularmente
importante en el ámbito de la vida íntima familiar,
y más aún en el ámbito de la relación
amorosa. Ahí la norma no es solamente lo correcto universal,
sino el modo de ser de cada una de las personas, y puede no
ser fácil tener suficientemente en cuenta el modo de
ser del otro, sus estados de ánimo, y respetarlos y
favorecerlos relativizando la propia perspectiva.
El Caballero está, podría decirse, siempre
a favor de quien actúa, y mira su acción por
el lado más positivo. Esto significa que no es susceptible,
ni descubre motivos menos limpios, ni se da por ofendido por
actuaciones que quizá no son la que más le agradarían.
Esto es esencial para la vida de las personas que deben estar
necesariamente muy cerca unas de otras. Si se vive así,
la vida es dulce y la compañía es una bendición.
Pero si toma cuerpo la actitud de distanciamiento, se crean
por razones nimias una tensiones que pueden llegar a impedir
que la persona pueda sentirse "en casa".
Siempre se debe recordar que querer de verdad a una persona
no es tanto, o al menos, no es solamente, sentir una gran
atracción por ella, sino afirmarla en su realidad personal,
"dejar1a ser" como ella es. Si prevalece el protagonismo
del sentimiento subjetivo, en realidad no se quiere a esa
persona, sólo se la desea como medio de la propia satisfacción
afectiva.
Hay un aspecto que es evidentemente secundario pero que expresa
también que el trato es respetuoso. Me refiero a las
"bromas". Todos sabemos que hay bromas que tienen
un carácter negativo, y otras que tienen tono positivo.
Quien ante una equivocación de una persona de confianza,
le dice que "no aciertas una", seguramente no lo
hace para ofenderle, pero cuando esto se nos dice a nosotros
experimentamos un cierto desagrado. A todos nos gustan más
los comentarios que, aunque sean en tono de broma, tienen
carácter positivo, como, por ejemplo, cuando alguien
nos dice "cantas tan bien que podrías grabar un
disco", aunque sea evidente que eso es una exageración.
Las bromas negativas además suelen ser la manifestación
de que quien las hace se sitúa por encima del otro.
No es raro que quien hace bromas negativas que son recibidas
con desagrado, se queje de que el destinatario de esas bromas
no haya sabido soportarlas bien. Son personas que tienden
a echar la culpa de toda dificultad al otro. Incluso cuando
detectan que una relación humana de amistad se va deteriorando,
tienden a culpar al otro, sin considerar que quizá
han sido ellos mismos los que han fomentado ese deterioro.
Es propio de la persona que no sólo "quiere",
sino que además "respeta", el hacer comentarios
siempre positivos sobre la actuación de su prójimo.
Esta forma de conducta en el trato con los demás es
signo de que el cariño no es tosco, sino que tiene
como base natural el respeto. El Caballero es una persona
que antes de querer, respeta. Su afecto tiene el presupuesto
del respeto. Por eso es un afecto delicado y seguro.
"Su gran tarea es hacer que cada uno se encuentre
a gusto, corno en su casa".
"En casa" es una manera de significar aquel ámbito
en el que la vida transcurre en confianza, donde uno es mirado
siempre de manera positiva, donde no tiene que defenderse,
ni siquiera de los propios defectos. "En casa" estamos
cuando nos acompañan las personas que amamos y que
nos aman sobre una base de delicadeza y de respeto. La casa
es como un reflejo del ámbito en que Dios ha querido
que transcurra nuestra existencia, y Dios "deja ser",
no se impone, sino que concede a cada uno libertad incluso
para olvidarse en muchos momentos de Él, mientras se
ocupa en cosa de menor cuantía.
Cuando una persona se siente "en casa" su acción
se desarrolla sin las trabas que a veces impone el trato con
otras personas. No es que "en casa" estemos solos,
pero se supone que las personas que allí nos acompañan
no nos ponen trabas, sino que, al contrario, facilitan la
acción. Esto es muy importante en la educación
de las personas para la convivencia, y más aún,
para la intimidad personal que supone el matrimonio. En efecto,
en el matrimonio la convivencia tiene una intimidad que no
es sólo "persona!", sino también corporal.
Esa convivencia reclama una capacidad de adaptación
grande a los modos de ser y a las circunstancias temperamentales
del cónyuge.
Quienes viven juntos han de compartir el mismo ámbito
y el mismo ritmo de vida, y se influyen mutuamente en los
estados de ánimo. Esto implica que es posible que haya
circunstancias que a uno le interesen mucho, o le pongan tenso,
mientras que al otro le dejan más o menos indiferente.
Entonces el amor bueno debe llevar a tratar de buscar la adaptación
suave, que está tan lejos del mero sometimiento como
del afán de imposición o de la indiferencia.
Gran parte de las dificultades que surgen en la convivencia
conyugal y, en general, en la convivencia domestica ordinaria,
no procede tanto de la discrepancia sobre los grandes principios,
cuando del hecho de que uno no sea sensible a los ritmos del
otro, o de que trate inconscientemente de imponer sus estados
de ánimo, sus preocupaciones. La convivencia es una
delicia, y las personas se sientes verdaderamente "en
casa" cuando sus prisas son comprendidas y no sólo
calificadas de absurdas, cuando su estado de ánimo
no se ve avasallado por la imposición del estado de
ánimo del otro, que quizá tiene más carácter,
o es de temperamento más enérgico. Dos personas
que están verdaderamente enamoradas, pueden sentir
reacciones muy diversas ante los mismo problemas, sin que
por ello ninguna de esas reacciones sea absurda. Aquí
la cualidad humana de la comprensión y el respeto,
es un complemente indispensable del amor que sienten. Sin
este respeto y comprensión, el amor más intenso
puede resultar deteriorado.
"No olvida nunca la condición de cada uno,
y así es amable con el tímido, gentil con el
distante y comprensivo con el que podría parecer ridículo".
Tener presente la condición de cada uno es considerar
el modo de ser de los demás, y, en concreto, que todos
tenemos peculiaridades temperamentales, que hay cosas que
a uno le ponen especialmente nervioso, o tenso, o alegre,
y que estas reacciones dependen de factores que no siempre
son controlables o que incluso forman parte del propio temperamento.
El Caballero es alguien que inspira confianza al que tiende
a la inseguridad o a la timidez. Todos sabemos que hay presencias
que nos ponen violentos, que hay personas que sienten "miedo
escénico", o cosas por el estilo, que tienen falta
de soltura para hablar con desconocidos, o que son temperamentalmente
tímidos. Todas estas cosas son poco racionales en sentido
estricto, y dificultan el despliegue de la acción verdaderamente
"libre". Es un gran bien encontrar alguien que crea
un ámbito de cercanía y facilita la relación
personal. El Caballero sabe adaptarse a la condición
de cada uno, disolviendo la costra que puede crear la diferencia
de carácter, sin dejarse llevar por la posible repugnancia
que tienden a inducir los defectos del modo de ser de cada
uno.
"Sabe siempre con quien está hablando, evita
hacer alusiones fuera de lugar o esgrimir argumentos ad hominem
o que pudieran resultar molestos".
El Caballero hace de esas cualidades una disposición
estable en su trato con los demás. Por eso argumenta
de manera que quien le escucha pueda entrar con facilidad
en la conversación, sin aludir a asuntos que le sean
molestos o dolorosos. Especialmente es manifestación
de esta delicadeza el evitar intrusiones en la persona del
otro, que serían falta de respeto. En la conversación
doméstica es muy importante no aludir a las palabras
del otro adjudicándole intenciones malas, cuando quizá
sólo ha habido inconsideración o la presencia
que otros factores que no escapan a la atención de
quien se queja.
Los argumentos ad hominem suponen un apartarse de las razones
que se presentan, y referirse a las condiciones personales
subjetivas de quien escucha. Siempre es una falta de delicadeza
y de respeto hacer alusión a los defectos morales de
alguien para descalificar sus razonamientos. Quien para descalificar
los escritos de Platón recuerda que probablemente era
homosexual, muestra que tiene en poco la fuerza del razonamiento.
Cuando esto se hace de manera directa en el trato personal,
se maltrata a las personas.
"Rara vez es él mismo el tema de conversación,
y nunca se hace pesado".
La muestra de que el Caballero tiene presente a los demás,
es que él mismo no aparece como tema explícito
de la conversación. Quien hace muchas referencias a
su estado de ánimo, o a sus penas, o a las dificultades
que tiene que afrontar, muestra que está muy en el
centro de su propio mundo y que, por eso mismo, tiene poca
capacidad para el diálogo verdaderamente humano.
Por eso es también muy propio del Caballero el no
insistir demasiado en sus propios argumentos o en sus opiniones,
sino el tener en cuenta que la atención que los demás
pueden dedicarle es razonablemente limitada. Se da cuenta
de que lo que para él quizá tiene mucha importancia,
puede ser menos importante para los demás, y eso no
le amarga, sino que lo acepta como manifestación de
la condición natural del hombre. El Caballero no agota
los argumentos, ni exige de los demás una atención
desmesurada. Por eso dice Newman que no se hace pesado: enseguida
detecta que está exigiendo demasiado de la atención
de los demás. Sabe que aún entre las personas
más queridas se puede llegar a pedir demasiado. Los
esposos han de tener presente que a veces el cónyuge
tiene sueño, o que no tiene la cabeza para determinadas
razones, o el estado de ánimo para ciertos problemas.
Pretender ser comprendido inmediatamente y en toda la profundidad,
es tener presente sólo la propia persona y muy poco
a la persona del otro.
Un aspecto relacionado con el respeto a los demás
es el que se refiere al cuidado para no invadir su vida de
manera desconsiderada, lo cual se hace muchas veces a través
de las llamadas telefónicas. No es raro que se llame
a otra persona y parezca que se siente con derecho a disponer
de su tiempo, sin tener en cuenta que quizá esa persona
estaba ocupada, o tenía prisa, o estaba atendiendo
a otro. Cuando se llama a otro por el teléfono habría
que comenzar siempre preguntando si se tiene tiempo para atenderle.
Estas consideraciones habría que tenerlas más
presentes aún cuando se trata de visitar físicamente
a otro en su casa. Salvo en caso de confianza íntima
nunca se debería entrar en el hogar de otra persona
sin anunciar previamente la visita. Y, por supuesto, habría
que cuidar no apoderarse del tiempo de la persona visitada
hasta el punto de dificultar el que pueda cumplir sus planes
personales. Además hay que tener en cuenta que entrar
en el hogar de otra persona es acceder a un ámbito
de intimidad que debe ser tratado con suma delicadeza: allí
se puede ver el gusto que tiene, los libros que lee, las cosas
que usa, la riqueza o pobreza de que dispone, etc. Todo lo
cual debe ser tratado con el respeto debido a quien nos ha
abierto esa parcela de su intimidad. Es propio del respeto
el acceder a los ámbitos de intimidad con delicadeza,
sin dar la impresión de invadir desconsideradamente
lo ajeno. Por eso, estas observaciones se pueden aplicar a
todos aquellos casos en que uno se acerca a la intimidad del
otro, sea su casa, o la mesa de trabajo, o los libros que
lleva bajo el brazo. En todas estas ocasiones será
muestra de respeto el no inquirir sobre detalles, o no mirar
lo que no se nos comunica directamente. En pocas palabras,
la persona educada no es "curiosa" con las cosas
de los demás.
"Da poca importancia a los favores que hace y aunque
da, parece más bien recibir".
El Caballero es especialmente elegante a la hora de hacer
favores. No subraya con insistencia lo que él ha hecho,
o las gestiones que ha debido realizar para ayudar al otro,
porque su "realismo" le hace más sensible
a la necesidad ajena que a la solicitud propia. Esto ha de
cuidarse con especial atención porque la tendencia
de la persona que se tiene a sí mismo en el centro,
puede ser aludir a lo que ha dado o a su disposición
a ayudar con una insistencia que, de hecho, muestra que se
tiene a sí mismo más presente incluso cuando
hace esos favores. Quien cuando hace un favor repite una y
otra vez que sigue a disposición para lo que sea, aunque
le cueste, manifiesta que siente y subraya más lo que
él hace que la alegría del favorecido. Por eso
lo elegante del Caballero es que apenas hace alusión
a su esfuerzo por ayudar, o a la ayuda efectiva.
"No habla de sí mismo salvo cuando se ve forzado
a ello, no se defiende nunca de las acusaciones recurriendo
a retorcer sin más lo que le han dicho, no presta atención
a las calumnias o a los chismes, es escrupuloso a la hora
de atribuir malas intenciones a aquellos que se le oponen,
e interpreta todo por su lado más positivo".
De nuevo repite Newman que el Caballero advierte que es poco
elegante, porque es poco humano, hacer alusiones a sí
mismo. Estas alusiones serían manifestación
de que quien habla está en el centro de su propia vida,
lo cual sería muestra de que su vida es poco "humana",
pues lo propio de lo humano, en contraposición a la
mera "vida" animal, es precisamente el superar la
"centralidad" de su propia posición.
Cuando una persona sabe ponerse en el lugar de los demás,
es cuando su vida tiene más consistencia, y por eso
sabe que es poco vulnerable a las críticas mezquinas.
Quien se empeña en defenderse de esas críticas
miserables, manifiesta que le afectan más de lo que
es razonable, por eso la respuesta suele ser crispada y echa
mano de cualquier argumento, aunque sea retorciendo artificiosamente
lo que le han dicho. Además sabe que esas críticas
muchas veces proceden de inconsideración o ligereza,
y no a una especial mala voluntad. Más aún,
el Caballero cuenta con que las personas, a pesar de la debilidad
de la condición humana, no suelen tener intenciones
aviesas. En cualquier caso él tiene una mirada limpia
y prefiere engañarse una vez, que cultivar una desconfianza
sistemática.
Por otra parte, la nobleza de alma lleva siempre a considerar
las cosas por el lado más positivo, que ciertamente
existe y puede encontrarse con cierta facilidad. Cuando está
en la posición del profesor, se presenta con frecuencia
la situación de recibir objeciones más o menos
difíciles. El profesor tiene casi siempre la capacidad
de ridiculizar las objeciones de sus alumnos, los cuales,
por su menor preparación, suelen presentar las objeciones
de forma bastante imperfecta. Es propio del profesor respetuoso
acoger las objeciones y, si son consistentes, reformularlas
de manera más rigurosa. Y esto aunque no pueda darles
una respuesta definitiva o apodíctica.
"En la discusión no es nunca mezquino, ni
se toma jamás ventajas desleales. No confunde nunca
las críticas malévolas o las frases hirientes
con auténticas argumentaciones, y no insinúa
nunca lo que no es capaz de decir abiertamente".
Las conversaciones y los debates sobre opiniones diversas
son un ámbito en el que se pone a prueba la calidad
de la mente de las personas. En principio quien participa
en una discusión honesta debe estar dispuesto a ser
convencido, de manera que, si "pierde", no se sienta
derrotado, sino enriquecido por nuevos conocimientos. Sin
embargo, quien entra en la discusión sólo con
el propósito de derrotar a su oponente, fácilmente
echará mano de cualquier arma para conseguir su objetivo.
Si hay personas que lo contemplan advertirán la falta
de honestidad al recurrir a argumentos o frases que pueden
herir el ánimo del otro ya que no puede rebatir sus
razones. Sabemos bien que hay recursos dialécticos
que miran más a minar el estado de ánimo de
la persona que a aclarar las cuestiones. En muchos debates
públicos, políticos o televisivos, hay quienes
comienzan con un ataque violento a la persona en algo de lo
que es particularmente sensible, para debilitarle el ánimo
y que su mente se abrume y se oscurezca.
Tampoco es nada elegante insinuar algo que no se manifiesta
con claridad. "Yo lo sé pero no lo quiero decir"
es una frase implícita en algunas de esas actitudes.
Hay personas que hablan desde una cierta actitud de superioridad
que suponen implícita en su mayor información.
"Con una prudente amplitud de miras, observa la máxima
de sabio clásico, de que deberíamos comportamos
siempre respecto de nuestros adversarios como si un día
hubieran de llegar a ser nuestros amigos".
Esta es una de las características más encantadoras
de quien entra en una discusión sin deseos de destruir
al oponente, sino con un sentido vivo de respeto siempre a
su persona. El criterio de pensar que quizá esa persona
con la que discutimos acabará siendo un amigo, ayuda
a mantener la discusión en el ámbito de lo razonable,
sin que la diferencia de opiniones tenga que implicar una
animadversión personal. Siempre se debería discutir
de manera que la divergencia de opiniones no destruyera las
amistades. Incluso en el nivel de la pugna material se reconocía
clásicamente la categoría del "iustus hostes",
el contrincante justo. La caridad no prohíbe tener
adversarios y combatirlos: prohíbe odiarlos.
"Tiene demasiado buen sentido como para sentirse
ofendido por insultos, está demasiado ocupado para
recordar los errores, y tiene demasiada mansedumbre como para
guardar rencor".
El Caballero cuida que las posibles pugnas que necesariamente
hay en la vida no le amarguen el corazón. El mayor
daño que otra persona puede hacerle no es perjudicarle
en un asunto o vencer en una discusión, que son daños
que quedan "fuera", sino llenarle el corazón
de amargura, porque entonces se impide que la persona pueda
querer con limpieza. Por eso procura que no tome cuerpo en
él la reacción del amor propio, que le llevaría
a sentirse ofendido, o a guardar resentimiento o rencor ante
actitudes ajenas que seguramente son más superficiales
de lo que el propio orgullo suele insinuar. Por eso no pide
a los -demás una consideración excesiva con
él, ni da más importancia- a lo negativo de
lo que realmente tiene.
"Es paciente, tolerante y resignado en base a principios
filosóficos: se somete al dolor porque es inevitable,
al duelo porque no se puede remediar, y a la muerte porque
tal es su destino".
La resignación a que hace alusión Newman es
algo más profundo y más humano que una especie
de pasividad negativa. Es aceptación de la realidad,
la cual no se acomoda a nuestros caprichos o deseos. La rebeldía
o el malhumor ante las contrariedades o incluso las desgracias
de la vida no es muestra de vitalidad, sino de una actitud
interior que pretende configurar al mundo al propio gusto.
Esto es señal de que la persona es poco realista, y
de que ve el mundo a través del filtro de sus puros
intereses.
El enorme poder que la técnica ha puesto en manos
del hombre. hace que actualmente pueda vencer buena parte
de las resistencias que el mundo, la realidad, las personas,
la naturaleza ponen ante la vida: actualmente disponemos de
analgésicos que nos permiten evitar el dolor, de coches
rápidos que no permiten casi eludir las distancias,
acondicionadores de aire que nos permiten casi vivir independientemente
de las condiciones climatológicas. Todo esto hace que
el hombre sienta actualmente el choque con la realidad con
menos intensidad que en otras épocas, en las que tenía
una dependencia más evidente de las realidades externas
y pueda insinuarse en su interior un deseo de configurar el
mundo a su gusto. Todo esto parece haber exaltado al hombre,
pero esta situación incluye el riesgo de dejar al hombre
sin el apoyo que esa realidad "dura" ofrece al mismo
hombre en el caso de la debilidad. Quien no se experimenta
en aceptar la realidad de los demás y de la naturaleza,
queda de hecho con poco apoyo en el momento del quebranto:
si no se sabe contar con la realidad cuando ésta es
dura y condicionante, tampoco podrá contar con ella
cuando esté necesitado de sostén, y así
no es infrecuente ver personas que se hunden en sus penas
porque están como encerradas en su subjetividad y presas
de sus sentimientos y de sus estados de ánimo, sin
poder experimentar el consuelo de la ayuda de los amigos.
Se entiende bien que quien pretende imponer su estado de ánimo
al ambiente en el que está y a las personas con las
que convive en vez de adecuarse a la situación ajena,
tampoco podrá salir del pozo de su pena y recibir ánimo
de quien le ofrece consuelo y alegría.
"Si se ve implicado en cualquier tipo de polémica,
su mente disciplinada lo salva de la grosera descortesía
de mentes quizá mejores, pero menos educadas las cuales,
como cuchillos romos, rompen y desgarran en vez de cortar
limpio, no captan el meollo de la cuestión, dispersan
las propias energías en cuestiones accidentales, no
se hacen cargo de las razones del adversario y acaban dejando
la cuestión más confusa de lo que la encontraron".
Este párrafo es una descripción concisa de
lo que sucede cuando se pierde la visión de conjunto,
y la mente queda encerrada en una perspectiva corta. Newman
contrapone la "mente disciplinada" frente a la "grosera
descortesía". Y el criterio no es el grado de
inteligencia, sino la capacidad para tratar los asuntos en
su medida justa. Se nos dice que puede haber una inteligencia
no pequeña, pero que sin embargo adolezca de estrechez
y de falta de perspectiva. Entonces las cuestiones son tratadas
en sus detalles angostos, sin alcanzar el conjunto que es
lo realmente significativo. En muchas discusiones no se alcanza
ningún resultado porque la mirada de los que hablan
quedan presas en los detalles y se frenan en discusiones minuciosas,
y no dan a cada aspecto del problema la importancia que tiene
en el conjunto. Por eso, al final, las cuestiones sobre las
que se ha tratado no se aclaran, sino que quedan más
enredadas de lo que estaban al principio.
Esto se advierte muy claramente cuando alguien describe una
situación: hay una gran diferencia entre dar muchos
detalles sin captar la esencia de lo que realmente ha pasado,
y dar cuenta cabal de lo que ha sucedido aunque no se den
demasiados detalles. Es como en las biografías de las
que se dice que tienen mucha documentación y muchos
datos, pero "pierden" al personaje. La abundancia
de datos no garantiza por sí misma la justeza de la
visión.
En las discusiones sobre temas intelectualmente complejos
es muy importante mantener la visión de aquello que
se trata de dilucidar, "sin que los árboles impidan
ver el bosque". Yeso no es cuestión de estricta
capacidad intelectual sino de educación de la inteligencia
en las virtudes de la disciplina y de la sobriedad intelectual.
Podría decirse que, en general, la calidad de la inteligencia
de las personas no se debe medir simplemente por su capacidad
abstracta, sino que se debe considerar como de gran importancia
la capacidad de mantener la perspectiva adecuada, de dar con
el tono apropiado para las personas con las que se discute,
para la cuestión sobre la que se trata y para la situación
en que se está.
"Sus razones pueden ser acertadas o equivocadas,
pero tiene las ideas demasiado claras para ser in justo".
Esta observación vuelve sobre la idea de que el Caballero
no es necesariamente una persona de inteligencia superior.
Su calidad personal no se apoya en una tal superioridad, sino
en que usa de su inteligencia de manera verdaderamente personal,
es decir, al servicio de las relaciones personales. El Caballero
tiene en más la calidad de sus relaciones personales
que el uso presuntamente superior de su inteligencia. Por
eso, cuando se ve superado por los razonamientos ajenos no
recurre a la ironía ni a la injusticia para evitar
se sensación subjetiva de haber sido desairado.
Además, el Caballero es consciente de que su inteligencia
o sus razonamientos quizá no sean definitivos o más
profundos que los de los demás, pero no recurre a argucias
injustas. Trata a los demás teniendo en cuenta que
quizá sean superiores a él en inteligencia y
en corazón, y que probablemente vean las cosas con
más claridad que él. Pero eso no lo paraliza
ni le amarga. Sobre todo le evita caer en recursos poco nobles.
Por eso, el Caballero no reclama adhesión a su postura
recurriendo a razones que no son del caso, como la amistad
u otro tipo de vínculos, ni toma como afrentas personales
el hecho de discrepar sobre los asuntos que están sometidos
a discusión.
"Es al mismo tiempo sencillo y enérgico, conciso
y decidido".
Las inevitables limitaciones intelectuales que el Caballero
reconoce en sí mismo, como en todas las personas, no
son una excusa para retraerse de la acción. Sabe que
"ars longa, vita brevis", que si hubiéramos
de esperar a tener un conocimiento plenamente seguro de todo
lo que nos traemos entre manos para poder actuar, no lo haríamos
nunca y quedaríamos paralizados enseguida.
La sencillez del Caballero es equilibrio para actuar después
de tener un "razonable" conocimiento de las personas
y de las situaciones. La conciencia de la limitación
propia no lo hace remiso ni inseguro en sus decisiones. Quien
se frena por no poder alcanzar un conocimiento completamente
seguro muestra que es una persona inmadura, poco realista,
y probablemente demasiado temerosa de equivocarse. La decisión
de la persona madura no es inconsciencia porque está
dispuesto a rectificar, sin sentirse demasiado "humillado"
por equivocarse algunas veces.
Decía Tomás de Aquino que "la libertad
es la capacidad de dar por terminado un proceso deliberativo".
La consideración de los factores que influyen en nuestras
decisiones no debe ser una búsqueda crispada de un
seguro de no equivocamos.
"Es difícil encontrar en otro lugar tanta
imparcialidad, respeto e indulgencia porque verdaderamente
se pone en el lugar de su adversario y procura dar cuenta
de sus errores desde dentro".
Esta observación, como las anteriores, deberían
enseñarse en los ámbitos de formación
intelectual como muestra de auténtico amor a la verdad,
por encima del deseo de preeminencia personal. En muchos debates
universitarios se observa una auténtica dificultad
por parte de las personas para salir del ámbito de
la propia perspectiva o de los enfoques de los propios estudios
para comprender los discursos ajenos. Pero ésta es
una de las características del diálogo verdaderamente
humano: el que escucha no se debe limitar a acoger una información
que le llega desde fuera, sino que ha de tratar de ponerse
en la mente del que le habla, y hacerse cargo de la fuerza
que las razones tienen para él. Ésta es la única
forma de mantener un diálogo real y no un mero intercambio
físico de afirmaciones más o menos enfrentadas.
El Caballero da por supuesto que el que le habla considera
que sus razones son consistentes, es decir, que no es un engañador
ni un embaucador. Por eso evitará siempre los juicio
violentamente "descalificativos". Si ha de discrepar
procurará hacerlo desde dentro del ámbito del
razonamiento de su adversario, y entonces éste podrá
acoger esa crítica con serenidad, sin tener que conceder
demasiado, ni reconocerse necio ni incoherente. En algunos
debates intelectuales de altura se advierte claramente cuando
las críticas son acogidas por quien las recibe, y cuándo
no son acogidas porque han sido formuladas de manera tosca
e hiriente.
"Conoce tanto la fuerza como la debilidad de la razón
humana, el campo que le es propio y los límites de
este campo".
Ésta es uno de los conocimientos más importante
que debemos adquirir: el de los límites de la razón
humana, y el de sus ámbitos propios. Al comienzo de
su "Ética a Nicómaco" Aristóteles
dice que hay que saber qué tipo de rigor intelectual
compete a cada asunto, a cada ciencia, o a cada ámbito
de la acción humana. Esto supone tener en cuenta que
hay ámbitos en los que debe contar y de hecho cuentan,
más que las razones, los sentimientos, y que hay cosas
que no se pueden demostrar de modo matemático.
Los límites de la razón humana consisten en
buena parte en el hecho de que los hombres no somos seres
puramente espirituales, y que nuestro conocimiento no puede
ser puramente racional. El hombre más riguroso debe
confiar en los demás, es decir, ha de tener una fe
humana. Además no se debería pasar por alto
el hecho de que -en nuestra aceptación de las razones
y del pensamiento ajeno cuentan mucho factores que no son
estrictamente racionales. Por ejemplo, entre los filósofos
hay preferencias por unos sistemas u otros, y esas preferencias
no pueden ser rigurosamente demostrables: quien es hegeliano
no puede dar una demostración exacta y rigurosamente
irrebatible de porqué prefiere a Hegel frente a, por
ejemplo, Kant. Su preferencia tiene algo de inclinación
intuitiva, o de "gusto" intelectual, de fe humana.
Esa preferencia intelectual puede ser "razonable",
pero que no puede ser completamente demostrada racionalmente.
El Caballero sabe de estos límites de la razón
humana, pero no por ello cae en el desencanto o en la desconfianza
completa o en escepticismo: simplemente sabe que aunque la
fuerza de la razón sea grande, no es algo absoluto.
Esto es lo que lo dispone para adoptar una posición
respetuosa respecto de la religión. El Caballero, aunque
él personalmente no tenga fe, no desprecia la religión.
Sabe que la oposición entre la razón y la fe,
es ficticia, y que el racionalismo absoluto es abstracto e
inconsecuente.
"Si no tiene fe, será demasiado profundo y
de mentalidad demasiado amplia como para pretender ridiculizar
la religión o actuar en contra de ella".
El respeto a la religión es calificado de signo de
"profundidad" y de "amplitud de mente".
Esto significa que el desprecio de la religión es señal
de "superficialidad" y de "estrechez de mente".
En estas frases tan concisas se encuentran observaciones de
gran importancia.
El Caballero sabe que aunque la fe en una presunta revelación
sobrenatural, no sea algo que se encuentre en los límites
estrictos de la racionalidad, sin embargo es ciertamente "razonable".
Quien confiesa tener fe no es, por eso mismo, una persona
irracional, ni oscurantista, ni reprimido, ni cavernícola,
ni retrógrado. Cuando el Caballero no tiene fe, reconoce
que tener fe no es un mal que haya que combatir, aunque quizá
vea que algunos hombres hayan actuado mal en nombre de la
fe. Sabe que en la fe religiosa hay valores estrictamente
humanos de gran importancia, y que sería un despropósito
actuar en su contra.
"Es demasiado sabio como para ser dogmático
o fanático de su incredulidad. Respeta la piedad y
la devoción".
La postura del Caballero no creyente es suficientemente "sabia"
como para no ser un fanático de la incredulidad. Esto
se advierte en algunas personas de cierta clase humana, pero
que no tiene fe, cuando afirman que más que "ateos",
son "agnósticos", es decir, no afirman positivamente
que Dios no existe, sino que no tienen la fe en la revelación
sobrenatural.
La actitud de los que combaten la religión, en la
forma que sea, tiene seguramente algo de resentimiento, y
muestra que detrás de esa actitud hay una especie de
fanatismo implícito en la ciencia, o en el progreso,
o en el apego a este vida. En esa actitud negativa, se vislumbra
una falta de reconocimiento de valores y bienes humanos que
son evidentes para el que quiere mirar con limpieza. No es
difícil intuir que los que atacan a la religión
de manera directa, suelen ser personas no buenas, con un fondo
de amargura y negatividad que se muestra también en
otros ámbitos de la vida.
"Incluso -contribuye a sostener instituciones en
las que no cree porque las considera venerables, hermosas,
o beneficiosas. Honra a los ministros de la religión
y, cortésmente, se limita a no aceptar sus misterios,
sin atacarlos o denunciarlos".
La religión, de manera particular la religión
cristiana, no es una afirmación de lo sobrenatural
a costa de la naturaleza. La vida religiosa de las personas
y de los pueblos, está en la base de riquezas humanas
incontables. La mayor parte del arte occidental, y quizá
también de su desarrollo intelectual, científico
y técnico, tiene una deuda directa con la fe cristiana
y con la riqueza de sus misterios.
Actualmente se pretende presentar la fe solamente bajo la
perspectiva de los defectos históricos de los cristianos.
Esto supone una reducción de la mirada que seguramente
no está libre de gregarismo, cuando no de malevolencia.
Es un daño grave a las personas el predisponerlas en
contra de la religión, como si tener fe o pertenecer
a la Iglesia Católica o a alguna de sus instituciones,
fuera necesariamente signo de falta de calidad humana. Hay
ambientes intelectuales que no admiten que se haga ninguna
referencia a los Evangelios o a los grandes maestros de la
tradición cristiana, pero sí admiten con gusto
que se citen los libros de la sabiduría oriental, o
cualquier poeta o pensador incrédulo, y más
si es explícitamente anticristiano. Incluso he advertido
que se siente malestar ante las citas de los clásicos
latinos, porque el latín suena a "cosa de curas".
Se prefiere decir "avant la leerte" que decir "ante
litteram".
"El Caballero sabe reconocer la belleza que la vida
cristiana ha hecho nacer en la vida de los hombres y de los
pueblos, y la grandeza de la santidad que ha brotado en el
seno de la Iglesia, y la vinculación de esa belleza
y de esa santidad con la realidad de la fe. Es amigo de la
tolerancia religiosa, y esto no sólo porque su filosofía
le ha enseñado a mirar con mirada imparcial todas las
forma de fe, sino también por esa especie de delicadeza
gentil en los sentimientos, que es propia de la civilización".
El Caballero es tolerante porque es comprensivo con las personas.
Ciertamente advierte que algunos creyentes son cerriles, o
pobres de planteamientos, o estrechos de mente, como sucede
con todo tipo de personas. Pero no ve la religión ni
sus instituciones desde la perspectiva de sus representantes
menos afortunados, sino reconociendo sus figuras más
ricas y egregias. El Caballero es comprensivo con la necesidad
de seguridades en las cosas más importantes, que suele
tener la mayoría de los seres humanos.
Dice Newman, en una frase encantadora, que es propio de la
civilización una "cierta delicadeza gentil de
sentimientos". Esta expresión traduce unas palabras
que en inglés hacen referencia a lo femenino, corno
si fuera propio de la civilización "feminizar"
en cierto modo a los hombres. Evidentemente no se trata aquí
de una apología de la homosexualidad o de la pérdida
de la condición masculina. Más bien se afirma
que la civilización conlleva un realce de los valores
humanos que están particularmente presentes en la mitad
de la humanidad representada por las mujeres. Esto puede sonar
mal a oídos de quienes rechazan toda diferencia propiamente
humana debida a la condición de varones o mujeres,
pero me parece evidente que la común condición
humana de las mujeres y de los varones se hace presente con
matices diversos en unas o en otros. Los matices de la forma
femenina del ser humano son subrayados cuando una cultura
supera la unidimensionalidad virilocrática y permite
una presencia efectiva de la mujer en su seno.
"No es que, aunque no sea cristiano, no pueda tener
también él a su modo una religión".
El Caballero, cuando no tiene fe, es suficientemente profundo
como para tener un cierto sistema que pueda expresar la dimensión
de absoluto que se advierte en la vida humana y en el mundo.
Aunque no sea creyente, el Caballero no es un tosco materialista
que defienda que no somos más que corpúsculos
que se combinan químicamente. Aunque fuera así,
el Caballero no ignora la grandes cuestiones de la vida humana,
ni las rechaza como alienaciones de ignorantes, sino que las
reconoce y procura darles una respuesta más o menos
consistente.
Por eso no extraño que el Caballero no creyente puede
dar muestras de tener algo parecido a una religión.
Sería difícil que una persona sensible y cultivada
dejara totalmente baldía la dimensión humana
de lo religioso. No es que la religión sea meramente
la respuesta a una dimensión humana junto a las demás.
No es solamente eso, pero eso también lo es, y el Caballero
puede muy bien, aunque no tenga fe, ser sensible a esta dimensión
humana. El escritor británico Robert Bolt, autor de
obras tan conocidas como "Un hombre para la eternidad"
o "La misión", se consideraba a sí
mismo como un no creyente apasionado por lo religioso. La
calidad de su sensibilidad en este campo la muestra la finura
con que supo reflejar la dimensión religiosa en ésas
y otras de sus obras.
"En este caso su religión es una religión
de imaginación y de sentimiento; es la materialización
de aquellas ideas de lo sublime, de lo majestuoso y de lo
bello sin las que no podría haber una filosofía
liberal".
Newman muestra en este párrafo el camino que suele
seguir el Caballero no creyente para adoptar una cierta postura
religiosa. Ese camino tiene como principio la sensibilidad
para lo majestuoso, lo sublime o lo bello que se desarrollan
en la educación liberal, es decir, en la educación
propia de los hombres que se preparan para ejercitar su libertad
al más alto nivel. La educación y la filosofía
liberal a la que se refiere Newman en estas líneas
son muy distintas de lo que suele denominarse liberalismo
en nuestro mundo cultural. El sentido clásico del liberalismo
es la visión del hombre como ser libre, no sometido
a los determinismos de la materia o de la mera biología.
La perspectiva materialista tiende de suyo a fomentar posturas
intelectuales deterministas y a considerar la libertad como
una mera apariencia. Para que surja y se desarrolle una idea
adecuada de la grandeza de la libertad no se puede partir
del presupuesto de que "en el fondo todo es materia",
sino de la frase venerable "en el principio lo que está
es la Palabra, es decir, el sentido, el significado, la mente,
el espíritu y, por eso, la libertad". Si no se
llega a tener fe en el Verbo, al menos el Caballero admite
como su punto de partida la realidad de lo sublime, y de lo
majestuoso, y de lo bello. Y en ese punto de partida, está
ya el principio de una actitud afín a lo religioso.
"Alguna vez reconoce al ser divino, a veces reviste
un principio o una cualidad desconocidos con los atributos
de la perfección".
Es propio de la grandeza y de la apertura de mente, el reconocer
un ser divino, es decir, se resiste a considerar que toda
las verdaderas maravillas que hay en el mundo no sean más
que sublimaciones de realidades puramente materiales, o a
que todo lo que existe sea puramente fruto de unos procesos
ciegos. Sócrates, que era un hombre pagano, fue llevado
por la grandeza de su alma a afirmar decididamente la existencia
de "otro mundo" en el que los desajustes y maldades
de este mundo fueran reparados cumplidamente. Y todos los
hombres de cierta nobleza han admirado la figura del gran
ateniense. El Caballero sabe que las grandes aspiraciones
que laten en el corazón humano no pueden ser un engaño,
y por eso a veces intuye que debe haber un ser superior personal.
"y hace de esta deducción de su razón
o creación de su fantasía, la ocasión
de pensamientos tan excelentes, y el punto de partida de una
doctrina articulada y sistemática, que casi parece
un discípulo del mismo cristianismo".
La delicadeza de alma y de pensamiento son realmente propedéuticas
para el encuentro con el cristianismo. "Anima naturaliter
cristiana" decía Tertuliano.
"Debido a la misma precisión y seguridad de
sus capacidades lógicas, es capaz de ver qué
sentimientos son coherentes en aquellos que profesan una determinada
doctrina religiosa, y parece a los demás que él
sienta y crea un completo arco de verdades teológicas,
que existe en su mente de un modo no diverso a como lo está
un cierto número de deducciones".
El Caballero muestra la capacidad humana de detectar la coherencia
de la conducta de los que se confiesan creyentes. No es que
él tenga esa fe, pero tiene capacidad lógica
suficiente para percibir la unidad intrínseca entre
la diversas manifestaciones vitales de la fe. Por eso capta
el fenómeno religioso con amplitud, y no aplica a la
fe ciertas manifestaciones que son más bien propias
de la debilidad humana o de las pasiones elementales. Cuando
se escucha que la fe cristiana ha sido principio de empobrecimiento
o de retraso en la mente de los hombres, podemos estar seguros
de que no estamos en presencia de un Caballero, pues éste
sabe distinguir, en base a la mera lógica humana, lo
que es fruto de la fe y lo que tiene otras raíces.
Este modo de ver refleja una de las características
más preciosas de la mente bien cultivada, que es la
capacidad para entender las cosas en la unidad que realmente
tienen, es decir, para percibir las relaciones reales que
hay entre los diversos fenómenos de la vida. Puede
haber mentes muy profundas, capaces de analizar un punto concreto
aislado. Pero lo propio del Caballero es, como se ha dicho
antes, el mantener la visión unitaria completa, no
perder de vista en conjunto, saber siempre en qué punto
del problema se encuentra la discusión. Para tener
esta unidad de mirada, es necesaria esa fidelidad a las relaciones
reales que hay entre los fenómenos, sin dejarse llevar
por la precipitación o por el interés personal
al adjudicar a las personas motivos que no tiene, o a la religión
efectos que no le corresponden.
"Tales son algunos rasgos del carácter ético
que será formado por la inteligencia cultivada, prescindiendo
del principio religioso".
"Prescindiendo del principio religioso", es decir,
que esta definición tan positiva no se presenta como
fruto de la fe, sino como consecuencia del cultivo adecuado
de lo mejor que hay en el hombre por su misma naturaleza.
Podría parecer que la calidad humana del Caballero
se identifica con las exigencias de la religión revelada.
Pero no es así. Esta correspondencia tan asombrosa
entre lo que nos pide la religión y lo que se presenta
en este texto como ideal del Caballero, es sencillamente una
muestra de que la gracia sobrenatural, está en concordancia
con la naturaleza, y que la perfección de la naturaleza
dentro de su propio ámbito, muestra una afinidad notable
con la vida de la gracia.
"Este temple de carácter puede encontrarse
dentro del ámbito de la Iglesia, o fuera de ella, en
hombres santos o en hombres disolutos; forma parte del ideal
más elevado del mundo, en parte pueden ser una ayuda
y en parte pueden ser un obstáculo para el desarrollo
de lo católico".
Es muy importante esta precisión final que hace Newman:
la perfección propia del Caballero no es inmediatamente
perfección espiritual o religiosa. Son dos cosas distintas.
La perfección del Caballero está en el orden
del desarrollo de la naturaleza humana según sus posibilidades
propias, la perfección cristiana es fruto de la acción
directa de Dios, y mira hacia la vida eterna. Es muy importante
distinguir estos dos elementos para evitar confusiones en
la manera de entender la vida cristiana, y especialmente para
advertir los posibles equívocos que se esconden en
la experiencia. La perfección cristiana mira a la salvación
eterna, y la nobleza del Caballero se refiere al desarrollo
de las perfecciones naturales del hombre en el seno de la
comunidad humana. La primera corresponde a lo que los antiguos
llamaban fin último perfecto, que era el fin trascendente
de la contemplación eterna de Dios. La segunda se refiere
a lo que los antiguos llamaban fin último imperfecto,
que era terreno y caduco, pero que tenía efectivamente
elementos para que se lo pudiera denominar acertadamente fin
"último". Newman dice que "forma parte
del ideal más elevado del mundo". Él mismo
veía su vida según esta distinción. En
la "Apología" habla de una época,
entre 1835 y 1839, como la más feliz de su vida, aunque
aún no había alcanzado el final de la historia
de sus ideas religiosas. Y en una de sus cartas confiesa claramente
que desde que es católico es un hombre triste, mientras
que cuando vivía en Oriel College de Oxford era muy
feliz. No identifica la alegría con la santidad. La
felicidad tiene que ver con la actualización de las
posibilidades humanas, la santidad se refiere a la unión
con Dios, y es compatible con tener la dimensión natural
de la propia humanidad es estado muy tosco.
La distinción entre los dos fines últimos del
hombre es muy importante, no sólo teóricamente,
sino, sobre todo, en la vida cristiana. Esto es así
porque la relación con Dios tiene aspectos institucionales
y visibles que inciden, a veces muy intensamente, en la dimensión
de la felicidad terrena. Una persona que tiene un puesto in
stitucion al relevante en la Iglesia, o en una institución
religiosa, puede sentir una satisfacción que no es
de suyo la alegría que brota directamente del amor
a Dios, sino que procede de tener una situación en
"esta vida" que supone desarrollo de las posibilidades
terrenas, como son la consideración ajena, el trabajo
gratificante, la experiencia de la propia eficacia, etc.
Cuando Newman escribió esta definición del
Caballero había tenido ya el dolor de haber abandonado
la situación humanamente satisfactoria de su vida en
Oxford, por tener una relación con Dios en un ámbito
más profundo: había sacrificado su situación
institucional, y con ella, su alegría y su seguridad
humanas, por su relación teologal. Hay personas que
confunden, un poco precipitadamente, la alegría de
la situación institucional que está en el orden
del cumplimiento del fin último imperfecto, terreno,
con la alegría de la adecuada disposición respecto
del fin último perfecto y trascendente. En cualquier
caso es siempre bueno distinguir, aunque no se deba separar
absolutamente, lo que es la situación en el mundo,
que incluye la situación en la institución religiosa,
por una parte, y la verdadera relación teologal con
Dios, por otra.
"Pueden corroborar la educación de un San
Francisco de Sales o de un Cardenal Pole; pueden constituir
los límites del horizonte mental de un Shaftesbury
o de un Gibbon. San Basilio y Juliano fueron compañeros
de estudios en la Academia de Atenas; y uno llegó a
ser santo y doctor de la Iglesia, el otro su enemigo sarcástico
e incansable" (The Idea of a University, VIII, 10).
Termina Newman proponiendo casos concretos en los que auténticos
Caballeros han tenido conductas distintas respecto de la religión.
Esto supone que a veces hay que reconocer excelencia humana
en personas que no han sido teologalmente correctas. Por eso,
cuando se trata de proponer modelos humanos, no se debe mirar
solamente a la santidad de las personas, sino el aspecto de
cumplimiento del fin último imperfecto que es el terreno
y es el que aparece ante la mirada de los hombres. La excelencia
humana no se identifica con la santidad.
Ciertamente, cuando la santidad es muy plena y auténtica
"arrastra" aspectos de la excelencia terrena. Pero
puede haber santos que humanamente se muestren con carencias
importantes desde el punto de vista humano.
3. Advertencia final
El autor de este comentario no se considera, en absoluto,
en posesión de las cualidades que aquí ha tratado
de describir. Más bien siente que es la admiración
que le provoca el descubrirlas en algunas personas excepcionales,
lo que le hace percibir las con especial claridad. Lo único
que reconoce en sí mismo, y con singular intensidad,
es el gozo que experimenta cuando tiene la fortuna de descubrir
que estas cualidades brillan en alguien que le es cercano
y querido. A falta de las cualidades del Caballero, piensa
que posee una gran riqueza, aunque sea de segundo grado, al
poder percibirlas y sentir ese gozo.
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