EL
SER HUMANO Y SU MUNDO
(Algunas claves de la antropología cristiana)
febrero 2000
Antonio Ruiz Retegui
Teólogo. Sacerdote numerario del Opus Dei
CAPÍTULO 2. EL HOMBE ENTRE LO TERRENO Y LO TRASCEDENTE
1. El fin último del hombre como cuestión
El pensamiento sobre el ser humano ha de considerar seriamente
la cuestión que, en la tradición cristiana se
ha denominado "el fin último". Este tema
no se puede eludir si se quiere considerar al hombre como
un ser tendido hacia el futuro, o, como se dice a veces, como
un ser "en vías de realización". ¿Existe
un tal fin al que el hombre se encamina? ¿Está
ese fin inscrito en su misma constitución o es algo
que lo llama desde fuera? ¿Es posible que la vida de
una persona se frustre? ¿Su logro es necesario, o depende
de lo que decida con su libertad en la vida que vemos? En
caso de que ese fin sea negado, ¿qué sentido
tiene la libertad?
En el pensamiento cristiano se remitía a la cuestión
de la vida futura confesada en el Credo y a la doctrina sobre
los novísimos. Cuando el pensamiento occidental abandonó
la perspectiva cristiana, esta cuestión ha quedado
en la penumbra, y el tema del cumplimiento o fracaso de la
vida de cada persona se ha diluido en otras cuestiones más
o menos afines. En todo caso, se ha puesto el acento exclusivamente
en la perspectiva terrena, sin alusiones a la posible vida
trascendente.
Pero el tema de las trascendencia ya estaba presente en el
pensamiento antiguo precristiano, como un aspecto de la cuestión
de la supervivencia del alma. En la Grecia clásica
se llegó a una situación de compromiso entre
la realización en esta vida, y la admisión de
una vida en el más allá.
En cualquier caso este tema es fundamental en toda antropología
que pretenda dar cuenta cabal del fenómeno humano.
Además a esta cuestión están estrechamente
unidas otras cuestiones humanas fundamentales, como son el
fundamento de la ética, el sentido de la vida, y la
misma visión del mundo en que vivimos.
Por otra parte, desde el punto de vista cristiano, la consideración
del fin último del hombre involucra, como veremos,
una serie de cuestiones que son decisivas para la recta comprensión
de la vida, del sentido de la actividad humana en el mundo,
de la visión de la historia, del fundamento de la esperanza,
y de lo que el ser humano puede proponerse como objetivos
razonables para su existencia.
La cuestión no es sencilla ni simple, pues debe dar
cuenta de las aspiraciones históricas y de las aspiraciones
de "eternidad" que laten en el corazón humano,
que son aspiraciones, en cierto modo muy difíciles
de sintetizar y que, efectivamente, han dado lugar a actitudes
contrapuestas aún en el seno de la comunidad cristiana.
Esta tensión entre las dimensiones del existir humano,
que se resiste a una síntesis que reúna de verdad
los dos aspectos, resuena en otras tensiones de la existencia
humana, hasta el punto de que si se admite esta tensión
insuperable entre historia y trascendencia, se debe admitir
también que hay en la unidad de la persona humana otras
especies de incompatibilidades cuya existencia suele ser eludida
por las exposiciones convencionales de la doctrina cristiana
y de la antropología. En efecto, las tensiones entre
individuo y persona, entre fe y razón, entre felicidad
y santidad, entre persona y sociedad, se remiten a la tensión
entre la mundanidad y la trascendencia del existente humano.
La doctrina cristiana pone ciertamente el acento en la llamada
a la vida futura, pero no ignora que hay una perfección
humana y unos modelos humanos que se pueden proponer como
ideal para la visión en esta vida. La teología
cristiana de las virtudes está sacada en buena parte
de la doctrina clásica de la perfección de la
vida lograda, y no solamente de la llamada a la gloria. La
crisis de identidad de muchas "espiritualidades"
que se remitían a la de los monjes y los religiosos,
se debe en buena parte a la irrupción de la conciencia
de la consistencia propia de este mundo.
Resulta fácil afirmar con palabras que la ordenación
a mundo futuro no quita nada de la responsabilidad por las
cosas de la vida terrena, pero todos somos testigos de que
es problemático, aplicar estas afirmaciones a la práctica,
incluso a la praxis de la predicación: sigue pareciendo
que debemos afirmar la vida eterna a costa de la vida terrena.
La reflexión sobre estas cuestiones viene dificultada
por el hecho de que el tema del fin último, tal como
era formulado en la tradición, apenas es reconocible
en la reflexión filosófica moderna. Temas como
la "excelencia" o la "vida lograda" parecen
ser la nueva formulación de una especie de fin último
terreno, si bien, no son considerados propiamente desde el
unto de vista del fin último, con las características
que tenía esta cuestión en el pensamiento cristiano
tradicional.
Parece, pues, que merece la pena estudiar estas cuestiones
relacionadas con el fin último para procurar aclarar
las relaciones entre estos planteamientos y las implicaciones
prácticas, también en el ámbito de las
propuestas que son propias de la predicación y de la
espiritualidad cristiana.
2. El fin último del hombre: "natural-sobrenatural"
o "terreno-celestial"
En la enseñanza de la catequesis cristiana tradicional
se hablaba del fin último del hombre de una manera
sutilmente articulada: se decía que el hombre ha sido
creado por Dios "para amarle y servirle en esta vida,
y gozarle eternamente en la otra". En los dos términos
de esa articulación de hacía referencia explícita
a Dios. De esta manera se aludía a un doble elemento
en el fin del hombre, uno de ellos "terreno", de
este mundo, relativo a "esta vida", y otro trascendente,
es decir, relativo en "la otra vida", a la vida
futura tras la muerte. No obstante es frecuente que en los
tratados teológicos se diga simplemente que el fin
del hombre es la salvación eterna: gozar eternamente
de Dios en la visión beatífica. Se dice que
ese fin último es sobrenatural, es decir, por encima
absolutamente de las posibilidades y expectativas de la condición
natural del ser humano.
Pero en la teología tradicional se hablaba también
de un fin último "natural", que se afirmaba
como verdaderamente "último", aunque "imperfecto".
En los tratados de teología se advertía una
cierta ambigüedad sobre este fin último natural,
pues unas veces se entendía que el fin natural era
el fin terreno, y que el fin sobrenatural era el trascendente,
mientras otras veces se decía que el fin natural era
trascendente y que consistía en la fruición
de Dios tal como es posible sólo con las exigencias
propias de la naturaleza creada, mientras que el fin sobrenatural
era el mismo fin natural, es decir, la fruición de
Dios, pero realizado de una manera tal que superaba absolutamente
lo natural y que consistía en la visión beatífica
que "excede la proporción de cualquier naturaleza
creada o creable". Por eso se afirmaba que el fin sobrenatural
"contiene y eleva" el fin natural.
Desde la perspectiva del debate teológico y doctrinal
sobre las relaciones entre lo natural y lo sobrenatural que
tuvo lugar hace unas décadas, sobre todo después
de la publicación, en 1946, del libro "Surnaturel"
de Henry De Lubac, parece que la alternativa que se consideraba
era solamente, o al menos principalmente, la segunda: tanto
el fin natural como el sobrenatural se afirmaban trascendentes,
es decir, realizados en la otra vida después de la
muerte. Aunque no faltaron algunas voces que lo recordaban,
el llamado "fin natural terreno", es decir, el fin
último imperfecto, quedó un poco en penumbra.
El hecho de que se afirme un fin último natural y
trascendente tiene como fundamento el hecho de que el alma
humana es espiritual y, por tanto, no destructible con la
muerte del individuo y que, por tanto, la apertura a la vida
después de la muerte pertenecía a la condición
natural del hombre.
En estas ambigüedades, la palabra "natural"
se refería unas veces a las fuerzas activas de la naturaleza
humana, y otras a la condición espiritual e indestructible
de la naturaleza del hombre. Por esto, calificar al fin último
de "natural" podía significar dos cosas:
o el fin que puede alcanzar por su propia capacidad activa
la naturaleza anímico-corporal del ser humano, o el
que puede recibir por exigencia de su condición espiritual
no destructible. Como se ha dicho, frecuentemente no se tienen
en cuenta de manera explícita estas distinciones, y
el discurso ignora o prescinde del llamado fin último
natural terreno, y se centra sobre el fin trascendente, natural
o sobrenatural.
Lógicamente, estos discursos coexistían con
el reconocimiento, inevitable, de que hay personas que alcanzan
un desarrollo y perfección humana superiores a otras.
Cuando se exhortaba a alcanzar la perfección humana
que fuera posible, es decir, cuando se pedía desarrollar
lo más posible las virtudes humanas, y cuando se proponían
ejemplos atractivos de hombres cabales, o se presentaban las
vidas de los santos como vidas luminosas, se estaba haciendo
referencia implícita a lo que clásicamente se
llamaba el fin último terreno, es decir, al fin último
imperfecto.
Pero esta referencia no se incluía en el esquema general
de la visión del hombre, de manera que, en cuanto que
su ponía centrar la atención sobre la excelencia
humana, contaba con poca simpatía en los tratados de
teología ascética. En consecuencia, cuando se
predicaba sobre el sentido de morir a sí mismo, especialmente
cuando se hablaba de la humildad, se carecía de un
esquema unitario del fin del hombre, que efectivamente es
muy articulado. En la mayoría de esos discursos parecía
que la salvación trascendente estaba condicionada a
la renuncia a la perfección humana terrena, que podía
ser algo peligroso y fomentar la soberbia.
La visión de la vida terrena quedaba así en
la alternativa de ser el ámbito de un perfeccionamiento
propio de la naturaleza humana, o de ser meramente el ámbito
de la preparación para la vida futura. No parecía
posible que la vida terrena pudiera ser la preparación
adecuada para la vida futura precisamente en su condición
de ámbito de perfección natural. La actitud
de algunos cristianos de renunciar al mundo, para vivir en
la constante perspectiva del fin trascendente, "en el
desierto", "saliendo del mundo", ha marcado
profundamente la visión cristiana de la vida espiritual.
De hecho casi toda la literatura ascética cristiana
ha sido elaborada desde la perspectiva de esa contraposición.
3. El fin último definitivo trascendente: lo "natural"
y lo "sobrenatural"
Frente a la perfección puramente humana y terrena,
se alza el anuncio cristiano de que la patria definitiva está
en el cielo, y que nada de lo que pueda lograr en esta tierra
puede constituir un verdadero fin último en el que
repose el ansia de felicidad que late en el corazón
del hombre. Las condiciones de esta vida no permiten que el
fin último pueda realizarse aquí. Por eso, se
puede afirmar que en el ser mismo del hombre está el
principio de una felicidad que sea permanente y duradera.
Por ser espiritual, el hombre tiene en sí mismo un
germen de inmortalidad, de forma que la permanencia de su
alma tras la muerte es tan "natural" como la permanencia
en el ser durante esta vida: implica una intervención
de Dios que constituye una unidad con la creación y
que, en este sentido, es algo natural. En consecuencia, es
"natural" para el ser humano el no quedar completamente
aniquilado en la muerte física, y es también
natural que alcance a Dios según que su vida haya sido,
o no, una respuesta positiva a la llamada creadora.
Sin embargo no se deduce de esto el que la unión con
Dios propia de la criatura espiritual que ha respondido positivamente
a la llamada creadora, sea la unión que conocemos como
visión beatífica en la que Dios se entrega a
su criatura de una manera plena según se significa
en la expresión "ver a Dios cara a cara".
El carácter "natural" de un estado de unión
con Dios después de la muerte, se debe a la espiritualidad
que tiene el hombre "por naturaleza", pero no a
que sea el despliegue de la capacidad activa inscrita en su
condición natural. Por eso la "felicidad"
que podríamos deducir de la espiritualidad del hombre,
es una felicidad difícilmente imaginable, pues no puede
ser concebida como cumplimiento del hombre, al cual lo vemos
en esta vida con el deseo de perfección según
sus propias posibilidades activas. Sólo derivadamente
concebimos la felicidad plena como culminación de la
"voluntad de sentido" que también se encuentra
en esta vida. Para nosotros resulta mucho más familiar
entender la perfección como cumplimiento de las capacidades
activas, que como plenificación de su capacidad pasiva
de recibir.
En cualquier caso, todo este discurso sobre la posible felicidad
del hombre tras la muerte, resulta inútil pues sabemos
que, si se cumple, tendrá la forma de la visión
beatífica, la cual no es debida de ninguna forma a
la condición natural del hombre. En este sentido se
afirma que el fin natural es asumido y elevado por el fin
sobrenatural. Esta frase tiene sentido si se aplica al fin
natural trascendente, pero no tendría el mismo sentido
si se pretendiera aplicarlo al fin natural terreno.
4. El fin último terreno "natural": la
"vida cumplida"
La existencia del fin natural terreno está presente
en las reflexiones sobre lo que constituye el resultado de
la acción moral. Desde la perspectiva habitual de la
existencia cristiana, lo que se juega en la acción
moral es la salvación eterna. Pero al mismo tiempo,
se advierte que la acción moral supone el cumplimiento
del hombre en otro aspecto, que es propiamente inmanente,
terreno, de forma que el hombre moralmente recto, resulta
un hombre "cumplido", realizado. Por eso, algunos
moralistas han tomado como fin de la vida moral, es decir,
como aquello que el hombre tiene en juego en su vida moral,
la "vida cumplida".
Efectivamente, en la acción moral del hombre no se
juega solamente el destino eterno, sino que también
se juega algo que es de este mundo. Ciertamente, la concreción
de qué es lo que constituye una vida cumplida, no es
fácil. La dificultad radica en que no se puede definir
como la simple actualización de las potencias pasivas
del individuo. Hay, en efecto, una distinción entre
el hombre que ha realizado lo más posible las posibilidades
de su condición natural, y el hombre que ha cumplido
plenamente como hombre. Además este cumplimiento como
hombre no se puede identificar con el puro cumplimiento de
las exigencias morales.
En principio, vemos que la vida de una persona se puede calificar
de "cumplida" cuando ha actualizado sus posibilidades
más humanas. Esto es, más o menos, lo que John
Henry Newman mostró en la famosa descripción
del "gentleman" que hizo en sus "Discursos
sobre la naturaleza y fin de la educacion universitaria":
"Decir que el caballero es una persona que nunca
hace daño, equivale casi a definirlo. Esta descripción,
además de ser refinada, es, hasta cierto punto, precisa.
Su tarea principal consiste en eliminar los obstáculos
que se oponen a la libre actividad de aquellos que lo rodean.
Más que tomar la iniciativa por cuenta propia, es una
ayuda para la acción propia de los demás. Su
ayuda se podría comparar a la de aquellas cosas que
se denominan comodidades o facilidades para las disposiciones
de naturaleza personal: algo así como una butaca o
un buen fuego, que tienen su papel a la hora de superar el
frío o el cansancio, aunque la naturaleza proporcione,
también sin ellos, tanto medios para descansar como
calor animal. De manera análoga, el verdadero caballero
evita todo aquello que podría causar perturbación
o inquietud en el ánimo de aquellos con los que le
ha tocado compartir la suerte; evita siempre los conflictos
de opiniones o de sentimientos, las reservas, las desconfianzas,
los comentarios negativos o amargos, el resentimiento. Su
gran tarea es hacer que cada uno se encuentre a gusto, como
en su casa. No olvida nunca la condición de cada uno,
y así es amable con el tímido, gentil con el
distante y comprensivo con el que podría parecer ridículo.
Sabe siempre con quien está hablando, evita hacer alusiones
fuera de lugar, o esgrimir argumentos "ad hominem"
o que pudieran resultar molestos. Rara vez es él mismo
el tema de conversación, y nunca se hace pesado. Da
poca importancia a los favores que hace y, aunque da, parece
más bien recibir. No habla de sí mismo salvo
cuando se ve forzado a ello, no se defiende nunca de las acusaciones
recurriendo a retorcer sin más lo que le han dicho,
no presta atención a las calumnias o a los chismes,
es escrupuloso a la hora de atribuir malas intenciones a aquellos
que se le oponen, e interpreta todo por su lado más
positivo. En la discusión no es nunca mezquino, ni
se toma jamás ventajas desleales. No confunde nunca
las críticas malévolas o las frases hirientes
con auténticas argumentaciones, y no insinúa
nunca lo que no es capaz de decir abiertamente. Con una prudente
amplitud de miras, observa la máxima de sabio clásico,
de que deberíamos comportarnos siempre respecto de
nuestros adversarios como si un día hubieran de llegar
a ser nuestros amigos. Tiene demasiado buen sentido como para
sentirse ofendido por insultos, está demasiado ocupado
para recordar los errores, y tiene demasiada mansedumbre como
para guardar rencor. Es paciente, tolerante y resignado en
base a principios filosóficos: se somete al dolor porque
es inevitable, al duelo porque no se puede remediar, y a la
muerte porque tal es su destino. Si se ve implicado en cualquier
tipo de polémica, su mente disciplinada lo salva de
la grosera descortesía de mentes quizá mejores,
pero menos educadas las cuales, como cuchillos romos, rompen
y desgarran en vez de cortar limpio, no captan el meollo de
la cuestión, dispersan las propias energías
en cuestiones accidentales, no se hacen cargo de las razones
del adversario y acaban dejando la cuestión más
confusa de lo que la encontraron. Sus razones pueden ser acertadas
o equivocadas, pero tiene las ideas demasiado claras para
ser injusto. Es al mismo tiempo sencillo y enérgico,
conciso y decidido. Es difícil encontrar en otro lugar
tanta imparcialidad, respeto e indulgencia porque verdaderamente
se pone en el lugar de su adversario y procura dar cuenta
de sus errores desde dentro. Conoce tanto la fuerza como la
debilidad de la razón humana, el campo que le es propio
y los límites de este campo. Si no tiene fe, será
demasiado profundo y de mentalidad demasiado amplia como para
pretender ridiculizar la religión o actuar en contra
de ella. Es demasiado sabio como para ser dogmático
o fanático de su incredulidad. Respeta la piedad y
la devoción. Incluso contribuye a sostener instituciones
en las que no cree porque las considera venerables, hermosas,
o beneficiosas. Honra a los ministros de la religión
y, cortésmente, se limita a no aceptar sus misterios,
sin atacarlos o denunciarlos. Es amigo de la tolerancia religiosa,
y esto no sólo porque su filosofía le ha enseñado
a mirar con mirada imparcial todas las forma de fe, sino también
por esa especie de delicadeza gentil en los sentimientos,
que es propia de la civilización.
"Todo esto no quiere decir que no pueda tener también
él, a su modo, una religión, aunque no sea cristiano.
En ese caso su religión será una religión
plena de imaginación y de sentimiento; como la materialización
de aquellas ideas de lo sublime, de lo majestuoso, y de lo
bello, sin las cuales no puede existir una verdadera filosofía
liberal. En algunas ocasiones afirma un ser divino, otras
reconoce un principio o una cualidad desconocidos con los
atributos de la perfección. Y de esta deducción
de su razón, o creación de su fantasía,
hace la ocasión de pensamientos tan excelentes, y el
punto de partida de una doctrina tan articulada y sistemática,
que parece casi una discípulo del propio cristianismo.
Por el rigor y la seguridad de sus capacidades lógicas,
es capaz de darse cuenta qué sentimientos son coherentes
con aquellos que profesan una determinada doctrina religiosa.
A los demás les parece que él siente y cree
un amplio arco de verdades teológicas que, sin embargo,
están en su mente no de otro modo que un cierto número
de deducciones".
Esta perfección o cumplimiento de las posibilidades
naturales del hombre que lo hacen tan atractivo, es, no obstante,
un tanto ambigua en sí misma. Por una parte no se trata
de un simple desarrollo de las posibilidades naturales consideradas
aisladamente, es decir. no se trata de la suma de la perfección
aislada de cada una de sus potencias consideradas por separado,
sino del perfeccionamiento armónico de la personalidad.
Esto supone que esas potencias se han desarrollado bajo la
acción unificadora de una razón directiva unitaria
que sea medida de su humanidad. En efecto, la razón
directiva necesita de una referencia que tome la humanidad
de la persona como criterio. Esta referencia debe incluir
la dimensión moral, aunque no se identifique completamente
con ella. Ahora bien, la referencia moral implica una referencia
a lo absoluto trascendente. Con otras palabras: es difícil
admitir una perfección puramente humana que no implique
una referencia a la trascendencia. Esto es lo que hace inevitablemente
ambigua la idea de una perfección puramente humana,
sin implicaciones trascendentes.
A pesar de estos matices necesarios, las observaciones de
Newman son muy ilustrativas sobre la realidad de una humanidad
"cumplida" desde un punto de vista puramente humano.
Él mismo concluía su definición del "gentleman"
con la advertencia de que esa perfección humana es
relativamente indiferente respecto a la religión: "Tales
son algunas de las líneas del carácter ético
que será formado por el intelecto culto, prescindiendo
del principio religioso. Estos se pueden encontrar dentro
del ámbito de la Iglesia, y fuera de ella, en hombres
santos y en hombres disolutos. Constituyen el ideal supremo
del mundo. En parte ayudan y en parte dificultan el desarrollo
de lo católico. Pueden corroborar la educación
de un San Francisco de Sales o de un Cardenal Pole; pueden
constituir los límites del horizonte mental de un Shaftesbury
o de un Gibbon. San Basilio y Juliano fueron compañeros
de estudios en la Escuela de Atenas; uno llegó a ser
santo y doctor de la Iglesia, el otro su enemigo sarcástico
e incansable".
Estas ambigüedades inevitables, no impiden que podamos
distinguir entre lo que es una personalidad atractiva y humanamente
cumplida, y lo que es una personalidad pobre, truncada, poco
desarrollada, parcial. Cuando alzamos la voz para afirmar
los derechos humanos a la educación, a la salud, a
los medios para una vida digna, en cuanto distintos de la
mera perfección religiosa, estamos reconociendo que
hay situaciones en las que las personas están más
cumplidas humanamente, y que esto constituye una finalidad
intrínseca de las personas, de forma que si se les
impide lograrlo, se les está haciendo un daño,
porque se les impide realizar aspiraciones que están
en el ser mismo de las personas. Newman dice que ese modelo
"constituye el ideal supremo del mundo", lo cual
viene a significar algo semejante al "fin último
natural terreno".
5. Fundamento de esa tensión: creación y
generación
El fundamento de la tensión entre el fin natural terreno
y el fin trascendente, radica en que el ser humano, cada persona,
es fruto de una llamada de Dios y de la generación
por parte de sus padres. Por ser criatura de Dios, cada ser
humano está intrínsecamente llamado a la unión
eterna con Dios. Por ser fruto de la llamada que se implica
en la generación, el ser humano tiene una apertura
al mundo, y un fin último en ese ámbito. Por
la unión entre la llamada creadora y la generación,
las dos dimensiones están mutuamente implicadas. Esto
significa que no es que el hombre esté llamado a Dios,
y esté también, separadamente, llamado al mundo,
sino que la llamada a Dios se traduce en la apertura al mundo,
y la apertura al mundo implica también la relación
con Dios.
Pero esta mutua implicación no debe entenderse como
confusión. Cada una de las dos dimensiones tiene su
propio ámbito y su propia consistencia, correspondiendo
la primacía a la apertura a Dios, que es apertura a
lo absoluto, y a lo trascendente. Esta apertura a lo absoluto
y a lo trascendente, remite en última instancia a la
vida después de la muerte, pero está ya presente
involucrada en la apertura a los demás y al mundo.
Por eso, las relaciones con los demás están
cargadas de significación moral decisiva para la salvación
eterna.
La no confusión entre los dos órdenes es lo
que permite que existe un ámbito de algo así
como una perfección natural, es decir, de cumplimiento
del hombre en cuanto ser que tiene su origen en una llamada
del amor humano y que, en consecuencia, está abierto
a los demás y al mundo. Efectivamente, la condición
del ser engendrado por sus padres, está en la base
de que la persona tenga una naturaleza y unas capacidades
activas en el mundo y que, por tanto, pueda alcanzar una situación
de realización o "cumplimiento" en ese ámbito.
Al mismo tiempo, la apertura a Dios hace que en la persona
humana haya una dimensión de relación con la
trascendencia, inscrita en la misma persona que está
abierta al mundo. Si rechazamos decididamente todo dualismo
antropológico, es decir, toda concepción del
hombre como la yuxtaposición del alma y del cuerpo,
como dos entidades completas y distintas, hemos de admitir
que el mismo sujeto tiene las dos aperturas. Además
su misma y única naturaleza es fruto de las dos llamadas,
es decir, que no hay unas capacidades activas en cuanto que
el hombre está abierto a la trascendencia, y otras
distintas en cuanto que está abierto al mundo, como
si dijéramos: "el alma para Dios, y el cuerpo
para los demás y para el mundo".
La primacía de la llamada creadora de Dios, hace que
todas las dimensiones humanas estén marcadas por la
apertura a la trascendencia, como su marca más radical.
Por eso es posible que haya personas que subrayen de tal forma
la relación de amor a Dios, que arrastren las otras
dimensiones como puramente dependientes de ella. Así
la vida de los que se dedican explícitamente a una
existencia puramente teologal implicará de alguna forma
una cierta realización de su dimensión horizontal
y mundana. Tal es el caso de personas que, renunciando al
desarrollo puramente humano, cultivan con tal intensidad y
autenticidad la relación con Dios, que adquieren indirectamente
un desarrollo particular de la dimensión humana y mundana:
hay santos contemplativos, que dan muestra de una riqueza
humana de amor, comprensión, piedad, etc., que anuncia
que tienen una personalidad humana muy rica. La fuerza del
amor de Dios puede arrastrar al componente propio de la apertura
humana. Esto es también una medida para discriminar
lo que es una verdadera apertura a la trascendencia, que suele
involucrar a las otras dimensiones haciendo a la persona más
"humana" -y, en consecuencia más amable,
más comprensiva, más dulce, más perdonadora,
como, por ejemplo, la Madre Teresa-, de lo que es una especie
de apertura a la trascendencia que es demasiado separada de
la apertura a los demás y al mundo. Cuando en ciertos
ámbitos cristianos se decía, irónica
pero sabiamente, que "para aguantar a un santo hacen
falta dos santos", se estaba aludiendo a la posibilidad
de una aparente actitud de apertura a Dios que implicaba una
intolerancia o falta de amor comprensivo hacia los demás.
Quizá lo que había tras esa apariencia de apasionada
apertura a Dios, era más bien una mera integración
en una situación institucional de tipo religioso que,
más que propiamente teologal, situaba a la persona
en un horizonte que no superaba lo institucional terreno.
Efectivamente, este tipo de integraciones institucionales
con apariencia de relación trascendente, suele derivar
en una situación más bien deshumanizante. Las
personas muy "institucionales" suelen ser humanamente
pobres, sin amplitud de miras, sin intereses generosos, sino
simples dominadores de ciertas prácticas que casi no
superan el nivel de lo administrativo. Ciertas personalidades
pobres de personas "muy entregadas", son la muestra
de que la entrega que viven, más que a Dios, es a unas
mediaciones que de esta manera se muestran equívocas.
Esto se muestra en que son personas de horizontes cuya estrechez
no va más allá de los límites de los
intereses siempre coyunturales, y las prácticas formalistas
de la institución "religiosa".
De todas formas, la primacía de la apertura a Dios,
no debe hacer considerar que las componentes propias de la
apertura humana son indiferentes o meramente pasivas. El amor
a Dios debe cumplirse teniendo también en cuenta las
capacidades propias de la naturaleza individual de cada uno,
sin confiar exclusivamente en que las potencias naturales
seguirán necesariamente los impulsos de la apertura
a la trascendencia. Lo normal, es decir, lo que respeta la
condición de la persona, es contar con las condiciones
naturales, pues la persona es una unidad compleja en la que
los diversos componentes han de ser respetados en su orden.
Por esto resultan sospechosas las afirmaciones de la dimensión
trascendente que no tienen en cuenta las necesidades naturales.
De hecho, no es completamente descaminado el reproche que
han hecho frecuentemente algunos adversarios de la religión,
de que la afirmación del "otro mundo" ha
sido coartada para no atender a las necesidades naturales
de las personas.
Por otra parte, la fuerza activa de las capacidades propias
de la apertura mundana de la persona, si se viven con rectitud
natural, acaban mostrando que no son meras capacidades activas
mundanas. Cuando la persona actúa en fidelidad a la
naturaleza de las cosas, advierte enseguida su apertura a
la trascendencia. Si antes decíamos que la apertura
rendida y auténtica a la trascendencia podía
"arrastrar" a las dimensiones naturales a su propia
perfección humana, también se puede decir, que
cuando las capacidades puramente naturales se desarrollan
armónicamente con la guía del criterio personal,
por incluir la dimensión moral, "conducen"
a la persona a una recta apertura a la trascendencia. De hecho
el mismo Magisterio de la Iglesia ha afirmado que la rectitud
natural del hombre, implica ya una rectitud también
en el orden trascendente.
6. Distinción entre los dos fines últimos:
santidad y felicidad
El cumplimiento de las inclinaciones inscritas en la naturaleza
humana es principio de un estado de satisfacción que
llamamos felicidad. Feliz es, en la primera visión,
la persona que tiene cumplida las inclinaciones propia de
su condición natural. Feliz es el que necesita alimentarse
y dispone de alimentos adecuados, el que dispone de las cosas
necesarias para su vida corporal, el que puede acceder y gozar
de un mundo cultural amplio y rico, el que tiene buenos amigos
y puede gozar de su compañía, feliz es quien
advierte que se enamora, es correspondido y puede hacer realidad
el proyecto de vida común con la persona querida que
se inscribe en el amor humano.
La felicidad incluye también la relación con
el absoluto y en ese sentido, decimos por ejemplo, que para
ser feliz hay que tener a conciencia tranquila. Y más
aún quien logra una comunión serena con Dios,
en una relación de amor llena de intimidad, que es
lo que conocemos como "santidad".
Todo eso significa que, como es evidente, las dimensiones
de la felicidad son múltiples. Y es posible que una
dimensiones de la felicidad queden imposibilitadas, sin que
por ello la persona caiga en la infelicidad absoluta. Pero
es importante no despreciar las dimensiones más elementales
o inferiores de la felicidad. Más aún si fallan
las dimensiones inferiores en un nivel demasiado intenso,
ya no podemos decir que la persona sea propiamente feliz,
aunque haya alcanzado un nivel alto en las dimensiones superiores.
En este sentido, decía Aristóteles que quien
es muy feo, muy feo, ya se puede poner como se ponga que no
puede ser feliz. Hay que tener en cuenta que las dimensiones
de la existencia humana no son meros niveles existenciales
yuxtapuestos, sino que se relacionan como sucesivas condiciones
de posibilidad.
A veces se experimenta que para alcanzar las dimensiones
más altas de la felicidad hay que sacrificar algo de
las inferiores. En ocasiones, hay que sacrificar mucho de
lo inferior para alcanzar lo superior. Cuando el sacrificio
de lo inferior es muy grande y deja a la persona en una situación
muy precaria en ese nivel, su naturaleza le inducirá
un estado de tensión que le dificultará la atención
a los ámbitos superiores. A veces se dice, con razón,
que se requiere una cierta facilidad natural para poder servir
a Dios con soltura. En esto se expresa implícitamente
que hay circunstancias de necesidad en el orden natural biológico,
que dificultan seriamente el cultivo de las dimensiones más
altas de la existencia: es difícil que quien se encuentra
en una situación de hambre o de privaciones física
graves, pueda cultivar la cultura o el arte con suficiente
eficacia.
No obstante, también es cierto que muchas veces ha
sido en situaciones gravemente precarias desde el punto de
vista material cuando personas y pueblos enteros han dado
muestras de mayor conciencia de su destino eterno. En esos
casos, las situaciones de sufrimiento han sido el cauce en
que se ha percibido más agudamente lo relativo de la
situación humana en el mundo. Por el contrario, situaciones
de satisfacción en lo más material han sido
ocasión de volcar toda la existencia en su dimensión
más temporal, con olvido práctico de lo trascendente.
Estas precisiones nos permiten afirmar la distinción
entre la felicidad y la santidad. Ciertamente la santidad
implica, sobre todo a largo plazo, una forma de felicidad
más íntima y trascendente, pero es evidente
que las exigencias de la santidad a veces implican renunciar
a posibilidades en la vida que nos harían muy felices,
es decir, que supondrían una plenitud de aspectos directos
de nuestra vida. Hay ocasiones en que el cumplimiento de la
exigencias de la santidad trascendente suponen situaciones
en las que la persona se reconoce como infeliz, y entonces
sería un despropósito afirmar que esa santidad
debe hacerle feliz, y no dejarle derramar lágrimas
de dolor.
Podemos decir que la felicidad, en su sentido más
inmediato y directo, se mueve en la dimensión horizontal
y mundana de la persona, es decir, en el ámbito de
su apertura al mundo y a los demás, mientras que la
santidad se encuentra en el ámbito de la relación
con la trascendencia, de la apertura a Dios. Aunque, como
hemos visto, no sea correcto separar completamente felicidad
y santidad, es evidente que son aspectos distintos en la vida,
y que procurar a otra persona la felicidad está en
el orden de atender las finalidades inscritas en su naturaleza,
mientras que procurarle la santidad es poner en primer término
la apertura a la trascendencia. Esta distinción es
necesaria porque a veces es compatible fomentar la santidad
de los demás y, al mismo tiempo, dificultar les la
felicidad.
La tradición clásica y cristiana afirmaba que
el primer deber moral respecto de los demás no consiste
en provocarles la santidad o la perfección moral, sino
la felicidad. Quien sabe que otra persona es muy abnegada
podría hacerle daño sabiendo que eso llevará
al otro a la resignación y a la confianza en Dios.
En un caso extremo, podría suponerse la situación
de un recién bautizado al que se prevén grandes
dificultades y tentaciones en las circunstancias de su futura
vida cristiana: quien sólo orientase su conducta respecto
de los demás por el empeño para ayudarles a
conseguir la salvación trascendente, podría
pensar en matarlo, pues contaría con la seguridad de
fe en que será eternamente salvo. Frente a esto, la
actitud de amor, de benevolencia, se ha entendido siempre
como la ayuda a realizar la teleología inscrita en
la naturaleza, sin excluir la ordenación al fin último
trascendente, pero atendiendo ante todo al logro de sus fines
en ámbitos terrenos y materiales.
De hecho siempre resulta sospechosa la actitud de quien afirma
querer ayudar a la santidad de los demás, pero no atiende
a sus necesidades "naturales", y fomenta exclusivamente
los elementos que se dirigen directamente a la salvación
trascendente. La misión evangelizadora de la Iglesia
a través de los siglos, cuando fue auténtica
y verdaderamente benéfica, incluía también
los elementos humanizadores y civilizadores. El caso es semejante
al de la caridad, que sólo es verdadera y auténtica
cuando presupone el respeto, es decir, la consideración
de la dignidad "natural" de los demás. Por
esto, las actitudes "paternalistas" de quienes tratan
a los demás como menores de edad, son sospechosas de
adulterar la verdadera caridad cristiana.
La enseñanza de Jesucristo es que la orientación
en nuestro trato con los demás no debe ser la simple
búsqueda de la santidad: en el discurso sobre el Juicio
Final da la entrada en el Cielo, es decir, muestra que vivieron
la caridad de la que penden toda la Ley y los profetas, aquellos
que atendieron necesidades ajenas tan sencillas y materiales
como dar de comer al hambriento y de beber al sediento, es
decir, de los que procuraron la felicidad de los demás,
antes de buscar su santidad. El mismo Jesucristo, que predicó
la necesidad de seguirle tomando la cruz, veló por
la satisfacción de las necesidades de descanso y de
alimentación de los suyos.
7. Relación entre los dos fines últimos:
La ley moral "natural"
La relación entre los fines natural y sobrenatural
se muestra especialmente clara en el carácter de la
enseñanza moral cristiana. Por una parte se afirma
que en la conducta moral la persona decide sobre su salvación
eterna: el fin de la acción moral es la salvación
trascendente. Pero este fin no es tal que de él se
puedan. deducir cuáles son las acciones que debemos
realizar. La razón moral no es una razón instrumental.
No se trata de un fin que sirva para determinar cuáles
son los medios oportunos para conseguirlo, sino que se concibe
como un fin que se alcanza solamente cuando se realizan acciones
buenas. Cuáles sean las acciones buenas se determina
por medio de la ley de Dios. En la predicación de Jesucristo
se afirma que esa ley es el decálogo: "Cumple
los mandamientos" dice Jesús al joven rico. Luego
en el diálogo con un doctor de la ley dirá que
todos los mandamientos penden, es decir, son como articulaciones
del doble precepto de la caridad, y la caridad es presentada
en el discurso sobre el Juicio Final como el atender a las
necesidades de los demás. Resulta así que el
cumplimiento del propio fin trascendente depende de la atención
que hayamos prestado a la inclinación de los demás
hacia su felicidad, es decir, hacia la satisfacción
de las indicaciones de su naturaleza.
La consecución del fin sobrenatural trascendente propio,
está sujeta a la ayuda que hayamos prestado a los demás
para la consecución de los fines marcados por su naturaleza,
que son los fines que constituyen el fin natural terreno,
sin que esto suponga, lógicamente, excluir la perspectiva
del fin trascendente.
Esta visión de la complejidad articulada de orientación
teleológica del ser humano es lo que permite establecer
el ámbito de la actividad temporal y, en concreto,
el status de la política en la visión cristiana
del hombre y del mundo. En efecto, la política es la
actividad humana que se dirige a la consecución del
fin natural terreno. Si se considera que el único fin
del hombre es el fin natural terreno, es decir, si se difumina
la visión del fin sobrenatural trascendente, la política
se convierte en la actividad más noble del ser humano.
Al mismo tiempo hay que tener en cuenta que si se olvida que
existe un fin natural terreno, se cae en el extremo opuesto,
y la política se convierte en mera actividad instrumental
para la consecución del fin último trascendente.
En consecuencia, desaparece el fundamento para reconocer la
verdadera condición de la "autonomía"
de lo temporal: aparece la tentación de condicionar
completamente la acción y el gobierno de lo temporal
por la referencia a lo trascendente, y la ley moral se convierte
también en norma de la política. Entonces no
puede entenderse lo que es la tolerancia, ni el respeto a
los objetivos meramente temporales, ni la libertad en las
cuestiones temporales.
8. Consecuencias ascéticas y espirituales
La dependencia de la salvación eterna respecto de
la conducta en este mundo se hace patente en el hecho de que
la salvación obrada por Cristo tiene como un efecto
suyo propio, la existencia de la Iglesia en el mundo. La Iglesia
tiene en efecto dimensiones que son realmente terrenas, aunque
ciertamente no se agote en esas dimensiones. El Señor
afirma claramente que su reino no es de este mundo. Cuando
reza al Padre por los suyos no pide que los saque del mundo,
sino que los preserve del mal. Por eso la Iglesia, que es
fruto de la orientación del hombre hacia el fin trascendente,
es también una realidad de este mundo. La ordenación
del hombre a la salvación eterna deja sus huellas en
el ámbito de la realidades temporales. Esto es 1lo
que hace que la Iglesia sea "también" una
institución terrena, y pueda ser considerada y estudiada
según los métodos con que estudian las sociedades
y las instituciones que configuran el mundo humano. No obstante,
en ella lo fundamental es la dimensión de vocación
personal en Cristo, y esto está por encima de su dimensión
institucional terrena.
El carácter de institución visible y presente
entre las realidades de este mundo que también tiene
la Iglesia, ha sido principio de que en ella nacieran caminos
más o menos establecidos institucionalmente en esta
vida que aseguraran la salvación eterna. Hay instituciones
en este mundo cuya razón de ser es precisamente el
presentarse como ayuda para alcanzar la vida eterna. Son las
instituciones "eclesiales" o, en general, "religiosas".
Estas instituciones religiosas pueden llegar a tener una presencia
y significación social notable, aunque siempre tenderán
a presentarse en referencia intrínseca al cielo, o,
al menos, como un camino seguro para alcanzarlo.
Esas instituciones son verdaderas instituciones terrenas,
que forman parte del conjunto de instituciones que constituyen
el mundo humano, la "cultura" en sentido amplio,
especialmente el mundo de personas religiosas y piadosas que
buscan ámbitos acogedores y seguros para su vida espiritual.
La situación de las personas singulares en las instituciones
eclesiales o religiosas, es también, a veces en una
medida muy fuerte, un componente importante de su situación
"en el mundo", de modo que esas personas sean reconocidas
entre las demás como una persona de la institución.
Esto es evidente en los representantes institucionales de
la Iglesia o de sus instituciones, como son los clérigos
y los miembros de la Jerarquía, pero es también
muy real en el caso de algunas personas de temperamento clerical
cuyo ámbito de vida está constituido en buena
parte por la participación en la vida de esas instituciones
de carácter religioso.
Resumiendo podemos decir que en la vida del hombre encontramos
dos niveles existenciales que pueden distinguirse con cierta
nitidez: el nivel teologal, de relación directa con
la trascendencia; y el nivel terreno de relación con
las demás personas y las demás criaturas. El
primer nivel, está presente en las acciones directamente
teologales o místicas, y está presente también
en la dimensión moral o de sentido, que hay en las
acciones terrenas. El segundo nivel está constituido
por la apertura del hombre a los demás y al mundo,
e implica la situación en las instituciones propias
de la existencia terrena, como son la cultura, la situación
social. Pero además de estas dos dimensiones, se dan
en la existencia humana otras instituciones, de carácter,
podemos decir, intermedio, que se presentan como instituciones
cuya razón de ser se encuentra en la apertura del hombre
a la trascendencia. Éstas son las instituciones religiosas.
Son realmente instituciones de este mundo, pero que no se
justifican simplemente por la condición terrena del
hombre, sino por su dimensión teologal.
Ésta es sin duda la visión que está
en la base de ciertas actitudes de tolerancia en materia de
religión en el mundo actual. Por una parte se reconoce
que las instituciones religiosas son fuertemente configuradoras
de la situación en el mundo terreno, de la vida social,
y por otra parte se advierte que en esas instituciones está
presente siempre el riesgo de que afirmen que tienen un carácter
absoluto y que son necesarias para la salvación de
todos los hombres, con la consiguiente conciencia de misión
para convertir a los demás. Esto ha llevado históricamente
a que los miembros de algunas instituciones de carácter
religioso alzaran pretensiones de absoluto en favor de sus
"iglesias" institucionales, las cuales eran evidentemente
elementos configuradores de una sociedad determinada y, en
consecuencia, a que aquellas sociedades se enfrentaran bajo
la bandera de lo absoluto o divino, en las guerras de religión.
La reacción propia de los estados modernos frente a
estos peligros ha sido el establecimiento de la coexistencia
institucional de todas las religiones, pero con la descalificación
o incluso la prohibición de actividades que estén
encaminadas a hacer que personas singulares abandonen su religión
para abrazar la propia. La condena social que hoy se experimenta
por las actividades "proselitistas", no tienen como
raíz solamente una especie de indiferentismo religioso,
sino la convicción de que al buscar convertir a los
demás para salvarlos, se está al mismo tiempo
alzando pretensiones de absoluto para unas instituciones que,
aunque en el fondo sean religiosas, son también sociales
y terrenas, con todas las implicaciones de influencia material
que esto tiene.
Hay otro riesgo propio del carácter "intermedio"
de lo religioso: puede suceder también, que la situación
institucional tenga por sí misma tal carga de condicionante
social que, al menos en principio, pueda llegar a pugnar con
la ordenación a la vida eterna. Es decir, se podría
dar el caso, ciertamente paradógico, de que la situación
en la institución religiosa que, en principio, tenía
su sentido en ser solamente una ayuda para la relación
teologal, derive a una situación en la que se privilegie
su condición de institución social oscureciendo
de hecho la perspectiva trascendente.
Esto puede ocurrir, cuando lo institucional se presenta como
identificado con lo trascendente, de manera que lo que se
haga respecto de la institución es como si se hiciera
al mismo Dios. En el ámbito concreto del cristianismo,
es como si lo institucional se identificara con el mismo Jesucristo,
aplicándose las palabras del Señor "quien
a vosotros... a mí me...". Una institución
así "absolutizada" aparece para muchas personas
como una ayuda extraordinaria para la vida teologal, pues
ya no será necesario esforzarse en "conectar"
directamente con el Dios trascendente a quien "nadie
ha visto jamás" (Jn 1, 17): esa conexión
es sustituida por la relación con la institución
visible y terrena. La vida teologal se sustituye por una forma
determinada de vida social, la cual se presenta a sí
misma como garantía de relación con Dios. Pero
eso sólo es aplicable a la Iglesia en su dimensión
más espiritual, no estrictamente en su dimensión
institucional terrena. Por eso la Iglesia misma rechazó
la interpretación exclusivamente institucional y visible
del principio "Extra Ecclesía nulla salus".
Esa sustitución de que hablamos, acontece con cierta
facilidad, especialmente en las personas que pretenden una
seguridad sensible o materialmente controlable de su situación
teologal. Se trata ciertamente de un riesgo grave, pues supone
una desnaturalización de la vida teologal y de la vida
moral: con cierta frecuencia se da el fenómeno de personas
que cumplen muy estrictamente las normas institucionales,
pero olvidan las virtudes a las que esas normas deberían
servir: como decía se puede cumplir el precepto de
"hacer la oración" y de hecho hablar poco
con Dios; y se puede llegar a decir que querer a los demás
es cumplir respecto de ellos lo indicado institucionalmente:
no se mira ya a la persona, sino a lo establecido normativamente.
En la tradición doctrinal cristiana se ha enseñado
que la virtud de la religión, que tiene como objeto
propio los actos de culto, no es una virtud estrictamente
teologal. Por eso los hombres temperamentalmente "religiosos"
no son por eso mismo hombres "teologales": podrían
ser solamente personas con una afinidad especial con las instituciones
religiosas, con sus ámbitos exclusivos, con sus celebraciones
festivas, con su mundo ritual, con sus ordenamientos jerárquicos,
etc.
Cuando la institución religiosa adquiere un carácter
demasiado consistente en su aspecto cultural y social, es
importante distinguir lo que es la satisfacción propia
de alcanzar un aspecto del fin último terreno, de lo
que es efectiva ordenación al fin último trascendente.
Esta distinción es decisiva porque en esos casos amenaza
siempre el equívoco de confundir lo que es la satisfacción
que proporciona una situación y un trabajo relevante
en el aspecto social de la institución religiosa, de
lo que es la efectiva unión teologal con Dios.
Por supuesto, no pretendo afirmar que la satisfacción
social institucional sea mala de suyo, simplemente es distinta
de la alegría propia de la vida teologal verdadera.
Por eso no es raro que cuando alguien, después de cierto
tiempo, se ve relegado de las tareas "religioso-institucionales"
sufra una caída de ánimo o incluso un trastorno
psicológico importante, con el consiguiente desconcierto
interior de no saber dar una explicación clara a su
quebranto. Análogamente, se debe distinguir con nitidez
la evidente satisfacción o la felicidad que produce
alcanzar puestos o situaciones relevantes en ámbitos
eclesiales -nombramientos jerárquicos, éxitos
en actividades institucionales, eficacia en sus trabajos administrativos-
de la alegría propia de la unión personal con
Dios.
Como se ha dicho antes, todo esto tiende a suceder con más
probabilidad cuando la institución religiosa adquiere
un carácter demasiado consistente en el ámbito
terreno, y más que ayuda para la vida propiamente teologal,
se convierte en algo rígidamente autosignificativo,
y se autoatribuye las propiedades que sólo corresponde
a lo absoluto trascendente a que estaba llamada a servir.
La misma Iglesia, en su aspecto institucional, puede ser ámbito
de satisfacciones terrenas muy variadas. Por eso se cuida
tanto en la tradición cristiana el recordar que la
situación en la institución eclesiástica
no se debe confundir con la verdadera calidad espiritual de
las personas, y los artistas cristianos no dudaban en representar
en sus cuadros a altos jerarcas eclesiásticos en el
infierno.
Si estas distinciones no se tienen explícitamente
presentes las personas podrían verse involucradas en
la vida de la institución religiosa, y experimentar
un tipo de presión para vivir sus normativas que apelase
de suyo a la salvación eterna, de modo que apartarse
de la conducta institucional, de su disciplina, tuviese, dentro
del grupo humano de la institución religiosa, el carácter
de una tragedia "teologal", como si se tratara de
un abandono de Dios, cuando en realidad ese abandono podría
ser consecuencia del deseo de una vida teologal más
directa y auténtica, sin la mediación de unas
realidades institucionales que pueden llegar a resultar casi
opacas.
Para defenderse de estos riesgos se podría pedir que
las instituciones religiosas fueran lo menos consistentes
posible en el nivel propiamente terreno e institucional, es
decir, que si fuera posible no tuvieran ni siquiera nombre,
que la significación social de la pertenencia a ellas
fuera muy lábil y que, por tanto, la separación
de su disciplina fuera muy fácil: que la permanencia
o el abandono de esas instituciones fuera relativamente irrelevante
desde el punto de vista institucional terreno.
Lo expresivo y significativo de las situaciones en que las
instituciones religiosas se hacen demasiado significativas
socialmente, es que en ellas el fin sobrenatural trascendente
resulta confundido con un aspecto del fin natural terreno,
es decir, con una / situación social muy establecida
y determinada. La resistencia que a veces los miembros de
un ámbito religioso oponen a que otros abandonen la
institución, se debe más al significado sociológico
de ese abandono, que a la verdadera preocupación por
la vida teologal de la persona. Quizá piensen que están
defendiendo la unión de esas personas con Dios, pero
en realidad están defendiendo el status social reconocido
y prestigiado de la pertenencia a esa institución.
Esto es ciertamente comprensible porque las personas nos
definimos también por la situación en el cuerpo
social. Pero por esto mismo, las instituciones religiosas
deberían tener un cuidado exquisito para que su significación
social, no adquiriera el sentido unívoco de la unión
personal con Dios.
No son imposibles las situaciones en que el abandono de la
situación institucional pudiera ser requerido por el
bien de la relación verdaderamente teologal. Un ejemplo
clásico de esta situación trágica es
la que encontramos en "los Novios" de Manzoni, con
el personaje de Gertrude, la monja de Monza, a la que la situación
en el convento le fue ocasión de actuaciones gravemente
desordenadas. Para la vida teologal cristiana de aquella mujer
hubiera sido mucho mejor abandonar la situación presuntamente
vocacional, pero en realidad socialmente encarcelante.
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