EL
SER HUMANO Y SU MUNDO
(Algunas claves de la antropología cristiana)
febrero 2000
Antonio Ruiz Retegui
Teólogo. Sacerdote numerario del Opus Dei
CAPÍTULO 10. ENAMORARSE
l. El enamoramiento como gracia
"Me gustaría enamorarme". Éste era
el comentario de una persona que, después de haber
vivido muchos años en una situación tensa y
violenta, se encontraba de pronto casi en trance de estrenar
la libertad en su vida.
Al principio, la libertad recién descubierta le resultaba
fascinante, y la saboreaba como un manjar exquisito. A quien
le insinuaba que quizá podría ponerse en situación
de casarse, le daba una respuesta inequívoca: "Acabo
de salir de una cárcel, y no tengo la disposición
de arriesgarme a entrar en otra forma de esclavitud".
Sin embargo, parece que al cabo de unos meses, esa libertad
dejó de resultarle satisfactoria. Quizá lo que
le había encantado al principio no era la libertad
como un bien en sí misma, sino la experiencia del proceso
de la liberación. Eso es semejante a lo que ya entrevieron
los griegos: uno de los placeres más intensos que puede
sentir el ser humano es el placer de advertir que está
desapareciendo un dolor que le atenazaba.
Efectivamente, cuando el proceso de liberación ya
se ha concluido, la pasión por la libertad deja paso
a un deseo de algo más positivo, más consistente,
de contenido más específicamente humano, y que
sea más "plenificante" de la persona.
Estos fenómenos son expresivos de la situación
del ser humano en la vida, que es de apertura y comunicación
en una existencia distendida temporalmente. Por eso, no importan
solamente los "bienes" en un sentido "estático",
sino también, y de una forma particular, el mismo "proceso"
en que esos bienes, se alcanzan. En consecuencia, experimentar
ese proceso mismo se advierte como la presencia de un bien.
La percepción del bien de la libertad se sitúa
en este marco: ella misma aparece como un "bien"
en cierto modo "provisional": es buena la libertad,
y se podría decir que en la situación "procesual"
de logro de la libertad lo que aparece es la libertad en sí
misma, como aislada de los bienes para los que capacita a
la persona libre. Pero la libertad sola no es todavía
un bien cumplido y pleno, es solamente una condición
para los bienes propiamente humanos.
Muchos de los equívocos sobre la libertad se deben
a este carácter "medial" que tiene. La libertad,
más que un bien en sí misma, es condición
de posibilidad para los más altos bienes humanos. De
aquí que algunos hayan dicho que la libertad es el
bien fontal, que hace bueno todo aquello que haya sido realizado
bajo el signo de la libertad. Y de aquí también
que en algunas teorías antropológicas y políticas
de nuestro tiempo se hable sobre todo de "liberación"
y no tanto de libertad, poniendo el acento más en la
libertad que en los bienes que la libertad permite alcanzar,
como si el hecho de ser alcanzados libremente ya hiciera digno
cualquier objetivo de la acción humana.
Algunos han tomado como punto de partida este hecho para
descalificar esas posiciones políticas y antropológicas.
Ciertamente es fácil acentuar la limitación
que supone poner el énfasis en el proceso, sin tener
suficientemente en cuenta el término o el objetivo
del proceso que se defiende. De todas formas, a esto se podría
responder que ésa es una consecuencia de la condición
temporal que tiene la criatura humana, cuya vida no es solamente
el contacto con los bienes a los que está finalizada,
sino el proceso mismo de alcanzarlos y, en este proceso, la
experiencia de la libertad es fundamental. Experimentar el
proceso es percibir un aspecto esencial de la vida humana.
Si no se supiera valorar el proceso en el que se alcanza el
bien, se estaría ignorando la vida en lo que -tiene
de decurso temporal y no se estará preparado- adecuadamente
respecto del tiempo. La recta disposición respecto
del tiempo requiere entender la relación mutua entre
el proceso temporal y los bienes que constituyen el fin o
la perfección de la vida. La paciencia, el sentido
del presente, el saber vivir, llenándolo de sentido,
cada momento del proceso vital que conduce a los grandes bienes,
sin pretender lograr el objetivo inmediatamente, es una "virtud",
una cualidad humana positiva, indispensable para el hombre
que vive en el tiempo.
Por eso, tras la percepción de la libertad, aquella
persona advertía la necesidad de superar la mera experiencia
de la recuperación de la libertad, y decía que
le gustaría enamorarse. Efectivamente, entre los bienes
reales que necesitamos los seres humanos para vivir, uno de
los que se perciben como más grandes y letificantes,
es el estar enamorado. No se trata solamente del amor en general,
sino del amor que se denomina como "amor de enamoramiento".
En efecto, además del amor a amigos, familiares o compañeros,
los seres humanos experimentamos también otra forma
de amor más concreto y determinado: el amor que es
propio de quien está enamorado. Para esta forma de
amor se reserva la expresión "amor humano".
En cierta literatura sobre la vida espiritual religiosa,
escrita desde la perspectiva de la preocupación por
la defensa del celibato, se habla de este amor sobre todo
bajo el aspecto del peligro: hay que estar alerta ante el
riesgo de que el trato relativamente intenso y cercano con
alguna persona "del otro sexo" lleve a que aparezcan
unas ataduras afectivas tan fuertes que luego sea muy difícil
cortarlas. El amor de enamoramiento es bien considerado cuando
se ciñe a ser principio del matrimonio cristiano y,
aún en ese caso, parece que se pretende que el matrimonio
no tenga su origen solamente en el fenómeno, quizá
demasiado pasional e incontrolable, del enamoramiento.
Esta manera de hablar alude a algo que efectivamente es muy
propio de ese tipo de amor: no es un fenómeno plenamente
dominable por la voluntad, acontece de improviso, hace que
uno se sienta arrastrado, que piense que "algo ha sucedido
en mí". De hecho, las personas enamoradas tiene
un cierto aspecto de "alucinadas", "embrujadas",
"encantadas". Con estas palabras se alude al hecho
elemental de que enamorarse no tanto es algo que uno "haga",
cuanto algo que a uno "le pasa". Casi todo el mundo
que se enamora siente que no ha sido él quien ha originado
esa situación. Y cuando la relación que establece
el enamoramiento es juzgada como improcedente desde el punto
de vista de "lo convencional" o de "lo establecido",
se advierte frecuentemente como algo de lo que en el fondo
no se es culpable, y además como algo que ha venido
"de fuera", "de arriba", quizá
incluso "de Dios": efectivamente, uno de los dioses
en el universo pagano era el dios-amor.
En esa manera de considerar el enamoramiento como algo venido
de fuera, y que puede remitirse a una instancia de la que
uno no es responsable, hay algo que la hace no completamente
adecuada, pues entre el varón y la mujer se dan unas
afinidades naturales tales que si se ponen en determinada
situación puede ser posible, o incluso fácil,
que "salte la chispa" del enamoramiento. Sobre esto
se apoya la actitud de quienes desean unir a ciertas parejas
de jóvenes: confían en que si se conocen y se
tratan un poco, es posible que se enamoren.
Sobre esta misma realidad se basa la actitud de esos autores
de espiritualidad que aconsejan vivamente evitar ciertos tratos
entre varones y mujeres. La popular frase: "el hombre
es fuego, la mujer estopa, viene el diablo y sopla",
no se prefiere solamente al aspecto directamente sensual de
la posibles tentaciones carnales que brotan en la cercanía
física de varones y mujeres, sino también a
la facilidad con que pueden nacer afectos amorosos vehementes
entre personas de sexo opuesto, que se sitúan vitalmente
cerca.
Pero la afirmación de este "peligro" o,
dicho sin prejuzgar, esta "posibilidad" o "probabilidad",
no equivale inmediatamente a seguridad. A veces, las personas
están muy juntas, se tratan muy de cerca y, sin embargo,
no salta entre ellas esa conexión singular que es el
enamoramiento. No basta que una muchacha atractiva trate a
un muchacho atento y delicado, para que entre ellos salte
la pasión amorosa.
2. El enamoramiento y la singularidad de la persona
Para que se dé el enamoramiento en el sentido que
venimos diciendo, hace falta "algo especial". En
efecto, distinguimos, por una parte, la forma de amor que
se tiene con cualquier persona con la que se tiene en común
buena parte de la visión de la vida, y con el que,
en consecuencia, se conecta con facilidad, y, por otra parte,
la forma de amor de enamoramiento, que es un amor caracterizado
sobre todo por su singularidad. Los amigos o los compatriotas
pueden ser, en cierto aspecto, "substituidos". No
es que el amor de amistad sea indiferenciado; todo amor verdaderamente
personal está marcado por la singularidad. Cada amigo
es único; pero si falla un amigo se puede tener otro
amigo que consuele de esa pérdida con un amor "del
mismo tipo". En cambio, el amor, el enamoramiento es
"singular" de una manera distinta, más radical
y, sobre todo, "en exclusiva". Un solo amigo no
suele, ni debe llenar la capacidad de amistad que tenemos.
Amigos se pueden tener muchos, y cada uno puede ser amigo
de otras muchos personas; esto no sucede en el amor de enamoramiento.
"Amor es un algo sin nombre que obsesiona a un hombre
con una mujer" decía una vieja canción:
lo fundamental es que "obsesiona" a "un"
hombre con "una" mujer. Aquí no cuenta, parece,
la mera condición específica de ser humano de
sexo contrario; uno no se enamora de una "mujer".
O, mejor dicho, sí cuenta, pero es decisivamente superado
por la condición personal, irrepetible e insustituible,
de la persona amada; uno se enamora de "esta" mujer.
El enamoramiento, ya lo hemos apuntado, tiene un carácter
de "pasión", es decir, de algo que la persona
percibe que le pasa, le sobreviene, y respecto de lo cual
es fundamentalmente pasiva. Pero se trata de una pasión
esencialmente distinta de la pasión sensual. Para que
ésta se produzca basta, como se decía anteriormente,
situar dos cuerpos sexuados en una cierta cercanía:
la pasión sensual es muy corporal y por lo tanto muy
sometida a las necesidades de los procesos corporales. Aunque
la pasión sensual sea violenta, si se quiere, puede
dominarse con relativa facilidad, de la misma manera que se
pueden dominar los automatismos de la corporalidad sexuada
que se encuentran como en la periferia material de la constitución
de la persona. Y esto puede decirse también de las
reacciones más inmediatamente emotivas pero que, propiamente,
no son todavía el enamoramiento". Esta forma de
amor no es un efecto "necesario" o "determinado"
por unas circunstancias previas. Éstas pueden dominarse
y provocarse. Sin embargo, el enamoramiento no puede asegurarse
como efecto seguro de aquellas. Enamorarse o no enamorarse
no es algo estrictamente libre, porque no es consecuencia
necesaria de lo que la libertad humana puede dominar.
Esto hace que el discurso sobre el enamoramiento se pueda
hacer no solamente desde el punto de vista del "peligro"
de que acontezca algo no previsto, sino también desde
la perspectiva de "desear" algo que no es seguro
que podamos alcanzar. Entonces la supresión de aquel
deseo -"querría enamorarme"- tiene el acento
de una súplica patética, casi de un "de
profundis". Si acontece será como un regalo que
trasciende las pausas que se han puesto, un don indeducible,
una gracia que viene "de arriba".
3. El enamoramiento y las leyes lógicas
El fenómeno del enamoramiento se resiste a ser detectado
adecuadamente por el pensamiento de tipo meramente teórico.
No suele ser un tema que interese a los filósofos más
especulativos. Sobre el enamoramiento no se hacen "teoría",
que es el método de tratar las verdades universales,
sino que se cuentan "historias" que es el modo de
expresar a las personas. Desde la mera especulación
abstracta se llega incluso a decir, con cierto tono de ironía
despectiva, que el enamoramiento es "una forma de locura
pasajera", es decir, que es algo irracional, ininteligible
desde el ejercicio de la racionalidad que se considera más
alta. Ahí se expresa algo muy verdadero: el enamoramiento
no se puede entender desde las esencias y leyes universales.
El razonamientos teórico o especulativo tiene poco
que decir en estos casos, porque sabe muy poco de lo singular
personal. A la ciencia le interesa "el hombre",
no Ana ni Pedro. Sabe, en todo caso, de los "individuos"
como meros representantes o "casos" de las esencias
y leyes universales, que es lo propio de los experimentos
científicos. Sin embargo, lo que cuenta en el enamoramiento
es esencialmente singular: la "suerte" del encuentro,
"su manera de mirar", etc.
La racionalidad especulativa, que trata de los conceptos
y de las ideas generales o de las leyes universales que sirven
para dominar la naturaleza, y para establecer diálogos
de entendimiento entre las personas, claudica ante este fenómeno
tan irreductiblemente singular. En esto la filosofía
muestra lo limitado de sus logros. "Una persona singular
es cualitativamente tan infinita, que otra persona puede elegirla
para hacerla objeto de su veneración y devoción,
según un auténtico amor espiritual, como sucede,
o puede suceder en un matrimonio cristiano. ¿Acaso
esta elección no colma la vacía indiferencia
de la libertad? Tal elección, ¿debe acaso ser
constantemente puesta en cuestión o, incluso, solo
relativizada por mor de una plenitud más total? ¿Por
qué "sólo" Beatriz? ¿no hay
una infinidad de otras mujeres? Y, si es verdad que sólo
Beatriz, ¿qué sentido tendría entonces
para Dante hablar de "razón abierta"? ¿será
que el-amor-que-ha-elegido no es más que un prejuicio
del que puede reírse el filósofo de la historia?
¿o no será más bien que aquel que habla
de "razón abierta", de "comunicación"
y de "catolicidad de la razón" más
allá del amor que elige, es el que demuestra que se
ha quedado detenido en normalismo kantiano? En el amor-que-elige
se da efectivamente la posibilidad de superar la vacía
indiferencia de la libertad y, por eso, de la razón
abstracta. Dejemos a los teóricos del conocimiento
la tarea de explicar el hecho de que el amor pueda tener una
intuición del carácter único del amado.
En realidad, esta posibilidad, que corresponde muy de cerca
al originario estado "paradisíaco" del hombre,
no se adapta demasiado bien a la condición del hombre
caído en la indiferencia entre el bien y el mal, y
caído también en el ámbito de la abstracción,
y por eso, en su afán de dominar, tiende a eliminar
esa posibilidad. Eva bastaba a Adán, mientras que no
le eran suficientes la multitud de los animales que conocía,
a los cuales había dado nombre y a los cuales dominaba.
El único es cualitatívamente infinito, mientras
que los "muchos", en su cantidad indefinida, no
pueden alcanzar la cualidad buscada" (Balthasar).
Por esto, tratar de determinar cuáles son las leyes
del enamoramiento que sirvieran regular o controlar sus formas
de aparición, es un empeño vano. El mismo enamoramiento
no es materia propia de un precepto universal, en el sentido
de que pueda ser imperado. No se puede establecer un precepto
que prescriba enamorarse de alguien de modo semejante a como
se puede preceptuar el amor al prójimo. Resultaría
grotesco aplicar al ámbito del enamoramiento el lenguaje
del mero deber moral: "Debes enamorarte de esa mujer".
En todo caso, como veremos más adelante, se pueden
formular las leyes morales referentes a este fenómeno
tan humano, desde la perspectiva de la actitud que se debe
tener ante las cosas o los sucesos que no están estrictamente
en nuestro poder, y ante las que somos fundamentalmente receptivos.
Los enamorados hacen cosas que aparecen como "locuras"
según la lógica de la actuación frente
al mundo corriente porque la conducta amorosa no está
regida por los intereses o los objetivos regulados por la
lógica racional abstracta. Esta lógica está
residida por las relaciones universales y por las leyes de
las esencias que valen para todos, porque están apoyadas
en las cualidades universales. Pero en el enamoramiento, las
leyes que rigen no son las leyes generales de las esencias.
Su "ley" es la ley de lo singular personal, que
es una ley esencialmente particular, que no se puede aplicar
a nadie más que a la amada. No hay dos enamoramientos
iguales. Si hablamos de "enamoramiento" como de
un fenómeno común, es sólo de manera
análoga. Los enamoramientos que se dan entre hombres
y mujeres, no son universalizables, cada caso está
marcados por la irrepetibilidad de cada una de las dos personas
en las que se cumple. Cada uno agota su especie: no se entendería
bien si se viera como un caso de un fenómeno meramente
natural "general" que es cumplido por un caso de
varón y por un caso de mujer.
En todo caso, la universalidad que atribuimos al fenómeno
del enamoramiento es semejante a la que atribuimos a la consideración
de las personas. Hay ciertamente una especie de "naturaleza"
común a todas las personas, que es lo que nos permite
hablar del "ser humano" en universal, y elaborar
una ciencia antropológica. Lo que en esta ciencia nos
dice es válido y verdadero, pero se refiere sólo
a lo universal, a lo que es común a una multiplicidad
de individuos, y por eso, no llega a alcanzar lo radicalmente
único e irrepetible de cada persona.
4. Las condiciones del enamoramiento
Desde las consideraciones anteriores, podríamos preguntarnos
cuáles son los presupuestos para que una mujer y un
varón se enamoren, qué tiene que suceder para
que en aquella persona se cumpla el deseo que expresaba: "me
gustaría enamorarme", cuáles son los factores
que intervienen en el fenómeno del enamoramiento. No
es fácil dar una respuesta precisa a esa pregunta;
quizá porque la pregunta está mal formulada,
es decir, apunta implícitamente a un tipo de respuesta
que no es posible: como se ha dicho, el enamoramiento tiene,
sí, unas condiciones necesarias, pero esas condiciones
no son suficientes.
En primer lugar -una condición necesaria fundamental
es la naturaleza individual sexuada, de varón o de
mujer. La sexualidad, en efecto, es una cualificación
personal en virtud de la cual es posible un tipo de amor específico
que denominamos precisamente amor de enamoramiento. Pero la
cuestión ahora es: ¿qué hace que esa
posibilidad de enamorarse pase a ser un enamoramiento efectivo?
Además parece que hay que contar, no sólo con
la naturaleza sexuada en general, sino también con
la naturaleza "individual", el modo concreto de
ser varón o de ser mujer, la masculinidad y la feminidad
concreta de cada persona. Suele decirse que hay personas "interesantes"
de las que, al parecer, hay muchos, o muchas, que se enamoran.
y también que hay personas muy "enamoradizas",
que experimentan fácil o frecuentemente la pasión
de haberse enamorado. Por otra parte hay personas que por
su naturaleza, o quizá también por la historia
personal, parece que son menos susceptibles de ser sujetos
de estos fenómenos.
Todos esto está al nivel de las condiciones necesarias.
Pero esas condiciones no son suficientes porque el enamoramiento
no se sigue de la cercanía entre un varón y
una mujer de la misma manera que se sigue la atracción
cuando están cerca un trozo de hierro y un imán.
Hace falta "algo más", y eso ya no depende
de las condiciones naturales. El enamoramiento no se da entre
"un varón" y "una mujer" considerados
genéricamente, sino entre "este varón"
y "esta mujer". Las condiciones naturales tienen
siempre un carácter general, están presentes
en muchos individuos. Sin embargo, el enamoramiento tiene
siempre un carácter personal, único: su ley
es la "elección", aunque aquí se trata
de una elección en la que uno mismo, el que elige,
se advierte a sí mismo como elegido.
El paso de las condiciones universales al enamoramiento efectivo,
concreto y personal no es estrictamente previsible porque
no está regido por leyes lógicas. Ese tránsito
de lo universal a lo personal, es un salto cualitativo: ahí
lo que rige es la condición irreductiblemente singular
e irrepetible de cada persona, y esa condición personal
trasciende absolutamente la condición de representante
de la clase genérica "varón" y de
la clase genérica "mujer".
La singularidad y exclusividad que tiene el amor de enamoramiento,
plantea una cuestión muy importante sobre el tipo de
"bien" que es la persona humana, y sobre la percepción
de ese bien por parte de los demás. En efecto, si el
amor fuera sola y exclusivamente la respuesta a la percepción
de un bien, es decir, si el amor fuera causado por la presencia
del bien, como se decía en la tradición filosófica
clásica, si existiera una correspondencia necesaria
y unívoca entre el bien que se percibe y el amor con
que se lo afirma, no se podría entender de ninguna
forma el hecho de que alguien sea querido de una manera tan
peculiarmente exclusiva en el enamoramiento, pues supondría
que sólo el enamorado ha sido capaz de captar el bien
peculiar y exclusivo de la amada. Esto es difícilmente
mantenible pues otros muchos, por ejemplo, los hermanos o
amigos pueden percibir, incluso más profundamente,
el bien que es esa persona y, en consecuencia, quererla en
su ser personal. No obstante, como ya se ha repetido, en el
amor de enamoramiento se advierte que hay una exclusividad
propia, distinta del amor personal que tienen los amigos o
los hermanos. ¿Qué es, pues, lo que está
en la base del enamoramiento?
Una primera respuesta dice que la exclusividad se basa en
el hecho de que la entrega corporal implicada en este amor
supone de suyo la exclusividad. Pero esto, siendo esto cierto,
no puede ser la respuesta cabal, pues presenta la exclusividad
como una exigencia "extrínseca" a este amor,
como algo que le es debido derivadamente de la entrega corporal.
Pero la experiencia muestra que la exclusividad no se percibe
como una exigencia extrínseca, sino como una característica
interna a este amor.
Tampoco sería una respuesta precisa decir que el que
se enamora "ha visto" en la amada algo que los demás
no han llegado a advertir. A pesar de que esa forma de expresarse
está presente con frecuencia en el lenguaje sobre el
amor humano -"no sé que ha visto en ese chico",
se oye decir a veces-, es claro que el mero "ver"
alguna cualidad especial no basta: cualquier persona podría
ver las mismas cualidades y no por eso quedar enamorada.
Para encaminamos hacia una respuesta adecuada a esta cuestión
debamos referirnos de manera explícita al tipo de ser
tan peculiar que es la persona. Desde distintas posiciones
intelectuales se ha afirmado que la persona es un "absoluto",
es decir, un ser cuyo significado o valor de bien, no es "relativo
a", o está "en función de" alguna
otra cosa. No se quiere decir con esto que la persona sea
algo cerrado e incomunicable. Exactamente lo contrario. La
persona nos aparece como abierta a unas relaciones que son
las que la muestran como absoluto, o como infinito: la forma
de comunión del enamoramiento es de una plenitud sin
límites. La persona de la amada no se elige entre una
multitud, ni es necesario conocer a todas las mujeres del
mundo para decidirse completamente por la amada: ella basta
para llenar la potencial infinitud del corazón. Quien
afirmara que necesita conocer a muchas mujeres para hacer
la elección de su esposa razonablemente, muestra que
no sabe nada, no sólo del amor, sino de la persona
humana. Esa afirmación se mantendría en lo que
hemos llamado pensamiento abstracto.
El carácter absoluto de la persona puede reconocerse
y describirse ampliamente, y se puede también tomar
estas percepciones como punto de partida para una reflexión
sobre el ser humano, sobre la ética y sobre el amor.
Pero puede considerarse también como algo que reclama
a su vez explicación: ¿cómo es posible
que este ser tan contingente y limitado como esta persona,
cuya constitución biológica es bien conocida,
y cuyo origen puede rastrearse con todo detalle, se presente
como un infinito o como un absoluto?
La respuesta a esta pregunta requiere hacer referencia a
Dios. En la tradición de pensamiento cristiano la condición
personal está esencialmente vinculada a la singularidad
de la llamada creadora a cada ser humano por parte de Dios:
la creación de cada ser humano acontece en un acto
en el cual Dios llama, desde la nada, a la criatura a una
comunión de diálogo amoroso con El. El contenido
del designio creador, aquello a lo que Dios llama es a la
situación de diálogo personal con Él.
En esto se "cumple" la criatura humana, y por eso
es un "absoluto": Dios la ha amado por sí
misma, y no en relación a otra cosa. Y por eso es un
"infinito": cada persona "cumple" una
comunión con Dios.
La existencia temporal en esta vida es el espacio de aceptación
de la llamada creadora. En la medida en que cada persona la
acoge y responde afirmativamente, esa llamada alcanza su término,
y la criatura se experimenta asentada firmemente en el ser
y en la vida. Si la criatura no acoge el amor que se le ofrece
en esa llamada, el designio creador de Dios no se cumple,
la persona queda como "a medio crear" y se experimenta
a sí misma como a mitad de camino entre la nada y la
vida.
En este sentido se puede asegurar que en el enamoramiento,
en esa percepción y afirmación de la singularidad
de la persona elegida tiene lugar una participación
peculiar y singularmente intensa en el amor creador de Dios
por ella, que la ha llamado a la vida con un acto creador
que es esencialmente único y que no es "repetible"
ni generalizable.
Esto resulta habitualmente oscurecido por el hecho de que
la llamada creadora de Dios se compone con la generación
por parte de los padres, por eso la persona "única"
es "también" un individuo de la especie humana
y, por tanto, un conjunto de cualidades que comparte con los
demás individuos de la especie. Por eso, si queda en
penumbra que cada persona es fruto de una llamada inédita
por parte de Dios, el pensamiento teórico tenderá
a considerarla sobre todo como individuo de la especie y,
por tanto, sujeta a las leyes del pensamiento abstracto y
científico: ya no se la considerará como "alguien"
único, sino como "algo", un caso de lo que
se expresa cuando se habla de "el hombre".
5. El enamoramiento y el amor fundante de la persona
El amor de enamoramiento sitúa, pues, a la persona
en un estado existencial que refleja que ha sido querida de
una forma absolutamente singular por parte del amor originario
También en la amistad nos sentimos queridos por nosotros
mismos, pero cuando nos sentimos queridos con amor de enamoramiento,
nos sentimos situados existencialmente de una forma más
segura y vinculante. El amor de enamoramiento no es mera consecuencia
de la percepción del "bien" que somos, sino
que refleja que estamos apoyados sobre un amor esencialmente
único,. no "genenalizable", sino absolutamente
irrepetible, incomunicable e insustituible, por parte de Dios.
Quien se enamora alcanza a esa persona con una exclusividad
propia que asemeja intensamente la exclusividad de la llamada
creadora. Por esto, es propio y exclusivo de este amor el
que dé lugar a una situación vital estable:
en el amor de enamoramiento, y en la comunión de vida
que este amor genera, nos sentimos de manera análoga
a como nos sentimos apoyados en el Amor creador sobre el que
reposa nuestra misma existencia.
El amor de amistad se sitúa en el ámbito del
desarrollo de nuestra vida, del despliegue de sus posibilidades,
de su enriquecimiento, pero el amor humano realizado en la
comunidad de vida, nos hace estar seguros en la existencia,
"en casa", en nuestro hogar, protegidos en nuestro
ser que es contingente y que está amenazado, y, sin
embargo, tiene ansias de seguridad y de permanencia. En el
árbol de la vida, la amistad constante que tiene su
sede en los aspectos superiores de la vida: el diálogo,
la comprensión, el respeto, la alegría, etc.
En un tiempo en que las cuestiones de la educación
de los hijos se han hecho difíciles y problemáticas,
habría que conceder mayor la importancia a las normas
propias de la convivencia conyugal, que está en la
base de la fuerza formativa y configuradora de la vida familiar.
La defensa de las normas morales sobre el amor y el matrimonio,
debería hacerse situándolas en el contexto de
otras normas más fundamentales sobre el amor que nace
entre los que tienen la fortuna de enamorarse.
Esas normas morales más fundamentales sobre el amor,
son las que se refieren no primariamente a la expresión
corporal sexual de ese amor, sino al amor mismo: aquellas
que se refieren al deber de la persona de estar adecuadamente
dispuestos respecto a la recepción de los dones gratuitos:
la espera confiada, la acogida abierta y agradecida, el cuidado.
y el cultivo atento y humilde del don recibido, etc. La. persona
que se ha enamorado de uno, ha de ser contemplada como un
particular regalo de Dios. Cada enamorado ha de admirarse
de que habiendo tantas personas en el mundo, ésta haya
venido a elegirme a mí. Estar realmente enamorados,
percibir este amor en todo su alcance, es inseparable de sentir
un cierto estupor, y casi una incredulidad infinitamente agradecida.
En cierto modo, el que es objeto de esta elección por
parte de otra persona, debería "temer" que
despertara de ese sueño que la ha encantado y la ha
"en-amorado", la ha atado con el vínculo
del amor a mi persona. Esto puede dar lugar a la patología
de los celos, pero de suyo lleva, como se ha dicho antes,
a sentirse bien afianzado en la existencia, en el mundo, en
la vida.
De manera particular es ley del amor, exigencia suya, el
situarse siempre en la posición de quien recibe gratuitamente,
y no reclamar como debidas las cosas que deben proceder de
la espontaneidad del amor. Los "detalles" habrán
de ser recibidos con gozo y agradecimiento, es decir, hay
que saber percibirlos como bienes maravillosos, pero precisamente
porque son gratuitos, no se deben esperar predeterminándolos
demasiado. Cuando alguno de los amantes espera demasiado en
concreto lo que el otro debería darle, es señal
de que está más atento a sus sentimientos o
a sus deseos, que a la persona de la enamorada. Si se esperan
demasiado predeterminadamente las muestras del cariño,
se pierde el sentido de la gratuidad que es esencial al amor.
Los amantes deberían poner especial empeño
en no fijar su atención sobre el placer intenso de
sentirse queridos, o sobre los hechos que le provocan ese
sentimiento, sino ante todo sobre la persona de la amada.
Centrar la atención sobre las propias sensaciones,
o sobre el propio sentimiento de felicidad suele ser causa
de neurosis. La felicidad, y especialmente la felicidad subjetiva
que se deriva de la unión amorosa, no puede ser buscada
en directo o por sí misma. Lo que debe buscarse es
la persona querida y su felicidad. Por esto es vital que en
el amor esté también el respeto, el reconocimiento
de que la otra persona no se agota completamente en la relación
de enamoramiento, que sigue teniendo gustos e intereses distintos,
que son buenos en sí mismos y que han de ser cultivados.
Una muestra especialmente significativa de que el amor se
conserva como don gratuito, es que nunca se reclama sólo
como un derecho. El ser querido ha de ser visto siempre como
algo sorprendente. La manera de conservar el amor no es "atarlo"
jurídicamente o reclamarlo como derecho, sino alimentado
en su raíz con el propio amor, es decir, procurando
el bien de la persona amada aunque, a veces, este bien no
produzca directamente una especial satisfacción en
quien lo da. No se trata tanto de exigir la atención
de la otra persona, cuanto de afianzar el propio interés
en ella, con todas sus circunstancias.
Una exigencia particular de este amor se deriva de lo que
hemos llamado su "exclusividad". Efectivamente es
una característica propia del amor de enamoramiento
el excluir cualquier otro posible amor del mismo tipo. Ésta
es una característica peculiar que hay que situar con
exactitud. En principio se podría decir que el amor
de enamoramiento es de suyo exclusivo: cuando una persona
se enamora, parece que las demás desaparecen como posible
fuente de atracción del mismo tipo. Pero en realidad,
la exclusividad del amor humano no es algo tan determinado.
Más aún, la experiencia muestra que no es imposible
enamorarse de dos personas distintas. De hecho, en la vida
se advierte que son posibles los enamoramientos sucesivos
e incluso que son posibles los matrimonios sucesivos cuando
ha muerto uno de los cónyuges. Esto es señal
de que efectivamente tener un amor de este tipo no excluye
que puedan nacer amores semejantes con otras personas. La
exclusividad del amor humano no significa directamente que
sea imposible tener dos amores, sino que un amor así
es capaz de llenar por sí mismo completamente el corazón.
Una mujer puede llenar completamente el corazón de
un varón cuando éste se enamora de ella. Ésta
es la característica interna del amor que hemos denominado
"exclusividad". La exclusión de otro amor
del mismo tipo, es la exclusividad como tarea o como deber
intrínseco al amor humano. Es importante tener presente
esto para no incurrir en contradicciones al plantear exigencias
morales respecto de lo que se afirma como una característica
ya real en el amor que se vive. Respecto de la exclusividad
está dada la capacidad del enamoramiento concreto de
llenar el corazón de cada enamorado, pero queda por
cumplir el deber de mantener esa exclusividad en la realización
concreta del amor. Una persona enamorada puede volver a enamorarse
de otra mujer, sin por ello dejar de estar enamorado de la
primera. Por esto es deber del enamorado el llenarse efectivamente
sólo de un amor, y de rechazar los posibles ofrecimientos
de otras posibilidades. Para esto es necesario que el enamorado
mantenga el sentido de plenitud de su amor, sin permitir que
decaiga y reclame otros amores. Por supuesto este deber es
dulce si el enamoramiento es custodiado con la atención
debida y, en este sentido, es una exigencia moral muy ayudada
por la misma naturaleza. Pero la posibilidad de tentaciones
debe ser reconocida para ser cuidadosos y no pensar que si
surge otra posibilidad de enamoramiento sería señal
de que el primero no era auténtico.
El amor de enamoramiento tiene también unas exigencias
que se refieren a sus "tiempos" propios. Al principio,
en el proceso de conocimiento mutuo, hay unas fases que se
podrían calificar sucesivamente como el momento estético,
el momento dramático, y el momento del amor y del conocimiento
plenos. Lo primero que se advierte de la otra persona es su
aspecto externo, su rostro, su figura de persona de sexo contrario,
la percepción del atractivo físico de esa presencia
femenina concreta, con sus componentes sensibles y quizá
más potencialmente pasionales. Esto no significa detectar
ante todo a "una hembra": el atractivo de la persona
"de otro sexo" conlleva el atractivo de la "persona"
de otro sexo. Ese atractivo lleva a buscar el trato, el diálogo,
el conocimiento mutuo a través de la vida misma. En
ese trato se va profundizando y singularizando un conocimiento
más personal, en el que se afianza el enamoramiento.
Lógicamente, cuando el trato avanza en el tiempo, la
virulencia de la atracción física y emotiva,
que es muy sensible, decae, para dejar paso a un afecto más
profundo y personal.
Es necesario respetar este ritmo, sin querer mantener siempre
ardiente el componente sensitivo de la atracción. Ese
intento podría significar que el trato entre los amantes
se reduce demasiado al aspecto físico corporal. Eso
no es lo más propio de enamoramiento, pues en esa relación
las personas son relativamente sustituibles. En este aspecto,
la enseñanza de la moral cristiana sobre la sobriedad
en el trato entre los novios, no es una mera imposición
externa que prohíbe el gozo del placer sexual antes
del matrimonio, sino una ley interna de este amor. En efecto,
el amor de enamoramiento corre frecuentemente el riesgo de
ser subrepticiamente sustituido por su componente de atracción
física, y perder lo que tiene de más específico.
Los gestos corporales de afecto son ciertamente "solicitados"
naturalmente por este amor, pero la autenticidad de esos gestos
se garantiza cuando se viven dentro del ámbito de la
entrega personal amorosa, y es ésta la que debe ser
custodiada y afianzada en el tiempo anterior a la entrega
en matrimonio. La defensa del amor de enamoramiento debe realizarse
en el nivel más propiamente personal, que es donde
es más seguro liberarse de los equívocos de
la pasión corporal. El enamoramiento se custodia cultivando
el trato propiamente personal, ejerciendo la comprensión,
la conversación profunda y confiada, la participación
en los intereses y afectos vitales de la otra persona.
Cuando el enamoramiento da lugar a la situación estable
de convivencia en el matrimonio, se establece una garantía
institucional de esa convivencia. Pero esa forma de vida siempre
reclama como fundamento propio la vigencia del amor que está
en su origen. Por eso, no se debe permitir que el enamoramiento
sea substituido nunca por los fríos lazos del deber,
para confiar la fidelidad mutua a los lazos jurídicos
socialmente reconocidos y a la situación material de
convivencia, sino que debe ser siempre vivificado como un
don precioso y delicado.
8. Los posibles equívocos sobre el amor
En este ámbito de los deberes respecto del enamoramiento,
tiene un lugar especial, como ya se ha aludido, el de situarlo
correctamente en el contexto de las diversas dimensiones de
la vida. Esto es ciertamente necesario porque el amor de enamoramiento
tiene en sí algo de ambiguo que podría ser origen
de equívocos. En efecto, la comunión que establece
no puede ser tan plena y pura como la comunión divina;
es sólo su imagen. Parafraseando a un gran místico
del siglo XIV se puede afirmar que en la comunión amorosa
de los enamorados hay algo respecto de lo cual es correcto
decir que si esa comunión fuera ese algo en plenitud,
esa comunión sería divina. No es así.
El varón sigue siendo una persona que no se agota en
su relación con la amada. Aunque afirmen que ya su
mundo es solamente la persona querida, en realidad cada uno
de ellos sigue teniendo otras aperturas o relaciones, y éstas
siguen siendo vitales. En este sentido parece que el enamoramiento
es engañoso y distorsionante, y que pone a los enamorados
en una situación peligrosa precisamente por ser irreal.
Pueden vivir con la pretensión de que sus relaciones
sean absolutas, y eso puede llevar a una perspectiva de exclusividad
en todos los ámbitos de la vida humana que puede en
ocasiones derivar hacia actitudes posesivas.
Pero si las relaciones amorosas se viven equilibradamente,
el efecto que tienen es justamente el contrario. Las personas
enamoradas son "mejores" en las relaciones con los
demás, son más generosos, más abiertos,
más dulces, más comprensivos, porque el amor
los pone en una situación existencial más apoyada
en lo real de su propio ser. La exclusividad de la vinculación
con la amada, no cierra el mundo del enamorado, sino que lo
dispone mejor ante el mundo.
Ya hemos dicho que el enamoramiento, como la comunión
de vida que tiende a originar, sitúa a la persona más
firmemente en la existencia, en la vida, en el mundo. Esta
mejor situación le permite precisamente una relación
más recta con las demás personas y con el mundo.
Al afianzar la posición del hombre en el ser, le permite
estar más correctamente situado respecto de las demás
criaturas, y, en consecuencia, tratarlas con mayor desinterés,
y respetarlas mejor en su propio ser.
Todo esto significa que es fundamental entender en concreto
de qué manera se relaciona la relación de comunión
que nace del enamoramiento, con la relación de cada
uno de los enamorados con las demás personas, y con
el resto del mundo.
9. El enamoramiento como principio de vida matrimonial
Los enamorados establecen su relación plena "sólo"
en una dimensión de su vida, pero no en todas. La pareja
de enamorados se asemeja a la comunión divina de una
manera muy singular y plena, pero no en todas las dimensiones
de la existencia de cada uno de ellos. Los enamorados pueden
y deben seguir teniendo amigos, y compañeros, y hermanos.
Además, en cuanto que son seres vivos corporales, evidentemente
han de seguir estando en relación vital con un medio
y con el mundo. Una relación amorosa es equilibrada
cuando no pugna con esas relaciones que radican en las otras
dimensiones del existente humano, sino que se vive en la conciencia
de que, desde cierta dimensión existencial, cada uno
de los amantes es todo para el otro, sin residuos, y en esta
dimensión la relación es mutua y total, pero
siguen estado presentes otras dimensiones según las
cuales, la amada ya no es todo el mundo del amado.
El hecho de que en el enamoramiento el varón y la
mujer sean completamente el uno para el otro, es lo que está
en la base de que esta forma de amor dé lugar a una
forma de alianza entre los dos, en la que la vida se comparte
plenamente. Efectivamente el amor de enamoramiento es principio
de una forma de vida en la que se establece una comunión
estable y externa entre el varón y la mujer. Esto es
sin duda exclusivo de esta forma de amor. El matrimonio como
estado de vida, es esencialmente distinto de la estabilidad
que es de esperar entre los amigos. El hecho de que él
enamoramiento involucre como expresión suya natural
determinados gestos físicos, es decir, que tenga como
expresión propia una forma peculiar de abrazo que es
potencialmente fecundo, no es, como hemos visto antes, de
la única razón para la institución del
matrimonio como forma de vida en comunión estable entre
el varón y la mujer. Esa comunión aparece como
exigencia intrínseca del mismo amor, independientemente
de si será fecunda efectivamente o no. Las personas
que se enamoran experimentan el impulso íntimo de vivir
juntos, de compartir la vida también en el aspecto
externo material y social. Y esto no aparece en ninguna otra
forma de amor entre las personas.
Los griegos advirtieron que las relaciones propias de la
familia, es decir, las que nosotros reconocemos que deben
estar basadas en el enamoramiento, pertenecían al "ámbito
privado", mientras que las relaciones de amistad pertenecían
al "ámbito público", de la "polis".
Esta distinción nos ayuda para entender algo a lo
que ya hemos aludido sobre la diferencia entre el enamoramiento
y el amor de amistad. El amor humano es principio de la situación
que corresponde al ámbito privado, que es como el fundamento
de la existencia, el lugar "desde el que" se aparece
en el ámbito público; éste es aquel espacio
donde se desarrolla la vida propiamente humana constituida
por las relaciones de diálogo y de amistad. El enamoramiento
tiene su lugar antropológico en la base sobre la que
reposa la vida humana, afecta a su fundamento, la hace sentirse
segura en el nivel más profundo del ser. Y esto no
sola ni primariamente en lo que se refiere al origen de la
vida, es decir, no sólo en cuanto que la vida humana
tiene su origen biológico en la generación y
crece en el seno de la familia, sino en la situación
existencial de cada persona. La persona que está enamorada
y ha establecido la comunidad de vida que reclama ese enamoramiento,
se encuentra bien asentada en la existencia.
El hecho de que la vida familiar se denominase vida "privada"
tenía en principio un sentido negativo: la vida familiar
estaba privada, es decir, carecía de las dimensiones
más ricas de las posibilidades humanas, como son el
diálogo libre y las relaciones de amistad. Allí
predominaban las relaciones basadas en las necesidades de
los procesos naturales. La familia, el ámbito privado
era donde tenían lugar los fenómenos naturales
de nacimiento, alimentación, reproducción, muerte.
Por eso su régimen era la violencia, el poder despótico
del cabeza de familia, mientras que el régimen del
ámbito público era la libertad, el diálogo,
la exposición de razones, etc. Sin embargo, a pesar
de este sentido directamente negativo o privativo de la vida
privada, ésta tenía también un sentido
positivo importante, que estaba constituido por el hecho de
que los ciudadanos libres accedieran al ámbito público
desde otro lugar, que era como un refugio que les permitía
no estar constantemente a la vista de los demás. Los
ciudadanos libres debían poder aparecer ante los demás,
sin embargo, su realidad no se agotaba en esa apariencia,
sino que lo que aparecía provenía de un fondo
personal que debía permanecer oscuro: el ser verdaderamente
personal tiene siempre raíces profundas, orígenes
inmemoriales, un fondo misterioso e inagotable. Quizá
por eso las palabras griega y latina que designan el interior
de la casa, "megaron" y "atrium", guardan
íntimo parentesco con oscuridad y negrura. ["La
casa griega, tal y como la describe Homero, se diferencia
muy poco de la que los italianos han construido en todo tiempo.
La pieza principal, la que constituía originariamente
toda la habitación en la casa latina, es el atrium
(cuarto oscuro), con el altar doméstico, el lecho conyugal,
la mesa de comer y el hogar. El atrium es el megaron de Hornero,
también provisto de su altar, de su hogar cubierto
con su ahumado techo" (T. Mommsen. Historia de Roma,
Aguilar, Madrid 1987, 7ª ed., p. 27; cfr. pp. 280-281)]
Una especie de instinto certero ha llevado a algunos pensadores
de filosofía política a sugerir que los que
gobiernan deberían ser personas casadas, que tengan
una vida familiar serena y bien constituida. Esto se dice
no porque la situación familiar sea principio de conocimientos
especiales, sino porque garantiza implícitamente que
quien está casado, se encuentra mejor situado en la
existencia y es más-libre respeto de los planteamientos
abstractos o meramente intelectuales.
La experiencia muestra que la situación vital de los
que se unen en matrimonio es una situación de instalación
en la realidad del mundo que es muy serenante. Se podría
decir que al establecerse en el matrimonio, las personas se
anclan mejor en la realidad del mundo, que se sitúan
en buena relación con todas las dimensiones de su naturaleza.
De hecho, muchos desequilibrios y tensiones personales desaparecen
cuando la persona se encuentra en la situación de enamoramiento
y sigue las exigencia propias de ese amor.
Por supuesto, esto no significa que el matrimonio sea la
solución de todos los problemas. Más aún,
la complejidad de elementos que entran en juego en el matrimonio
hacen que éste sea un bien precioso pero frágil:
puede dañarse de muchas maneras y por muchos sitios.
Además aquí se cumple con especial evidencia
el aforismo clásico: "corruptio optimi pésima".
La profundidad de mal que se advierte en muchas vidas matrimoniales
corruptas no es una señal de lo engañoso que
es el amor humano, sino justamente de lo contrario: precisamente
porque es un bien tan grande, su corrupción es tan
pésima. La experiencia enseña también
que cuando se basa en un enamoramiento auténtico, y
se vive según sus leyes propias, que ciertamente son
muy delicadas y exigentes, el matrimonio es una fuente de
felicidad del todo peculiar, con una profundidad y amplitud
inagotables. En este sentido, son mucho menores las exigencias
para vivir un buen matrimonio, que para vivir, por ejemplo,
en celibato: la propia condición humana natural pertrecha
para ello.
10. Amor de enamoramiento y amor de amistad
Decíamos que el amor de enamoramiento se sitúa
en el nivel del fundamento de la existencia, mientras que
la amistad está en el orden del desarrollo y perfección
de la actividad vital. Por eso a veces se dice, que el amor
de amistad es más puro y desinteresado que el enamoramiento
y, que en ese sentido, es más "humano". Sin
embargo, la expresión "amor humano" se reserva
con toda razón al amor de enamoramiento. Es "amor
humano" por excelencia porque crea vínculos de
unión en todas la dimensiones de la existencia humana,
desde las más espirituales hasta las más corporales.
Por eso es un amor que reclama una alianza personal plena
y exclusiva, hasta hacer de las dos vidas, una sola. Ninguna
otra forma de amor, decía, es principio de un compromiso
tan singular. La mutua pertenencia de los que están
enamorados da lugar a que esas dos personas se entreguen para
constituir una unidad de vida que abarca todas las dimensiones
de la existencia humana. La unión corporal según
la sexualidad se denomina con razón "hacer el
amor". Entre los amigos, los gestos corporales de afecto
solamente significan el amor de amistad, pero no lo "hacen".
Por eso la amistad no es de suyo principio de unión
de vida. Los amigos no se unen en la exclusividad de un matrimonio.
La cadencia hacia la valoración de la homosexualidad
en nuestros días es una señal de que las relaciones
humanas todas se han proyectado sobre la dimensión
biológica. Pero eso desnaturaliza la amistad pues pretende
ampliar su alcance a dimensiones existenciales. a las que
no puede llegar.
En las personas es esencial que se den por una parte la relación
amorosa de enamoramiento, y, por otra, que se mantengan las
relaciones humanas de amistad. Es cierto que la relación
amorosa de enamoramiento debe dar lugar a una "amistad"
entre los dos amantes, pero el diálogo entre ellos
no es lo constitutivo ni la sustancia del enamoramiento. Esa
sustancia, como hemos dicho, está en un nivel mucho
más profundo, se encuentra allí donde la persona
es radicalmente una y todavía no se han diferenciado
las diversas relaciones existenciales. El diálogo entre
los enamorados es más bien una consecuencia de su amor,
como también es consecuencia del amor la participación
espontánea en las cosas más materiales. El enamoramiento
se advierte inequívocamente en que la convivencia,
a todos los niveles, dialógico o material que sea,
resulta fácil y natural. No es que entre los enamorados
nunca falta tema de conversación, es que la convivencia
no se apoya directamente sobre la conversación, sino
más al fondo.
Por eso a los enamorados los une igualmente la conversación
y el silencio, la alegría y la pena, la salud o la
enfermedad,...
La pasión amorosa es una garantía de que las
otras relaciones no caerán presa de los planteamientos
abstractos, y estarán llenas de sentido de lo singular
y personal. Al mismo tiempo, las buenas relaciones "mundanas"
ayudan a situar adecuadamente la relación amorosa y
a liberarla del peligro de la totalidad absorbente.
11. El amor de enamoramiento y la vida social
La presencia del amor de enamoramiento en la vida de los
hombres es un elemento enriquecedor insustituible de la vida
social y política. En primer lugar, porque hace que
las personas estén bien asentadas en el ser, que se
sientan seguros en su existencia, lo cual es condición
de posibilidad para la amistad y la generosidad, pues quien
no está seguro de sí, quien no se acepta en
su ser concreto, no es realmente dueño de su vida y,
por tanto, no puede darse. Para que una convivencia social
sea serena y rica, es necesario que las personas que la componen
no sean una multitud de insatisfechos, o de acomplejados por
las comparaciones con los demás. La sociedad competitiva
es peligrosa en este sentido, y, en este mismo sentido, la
familia es un seguro de serenidad y de alegría de las
personas.
Además, ese amor es importante también porque
hace que la vida pública de las personas tenga como
punto de partida efectivo del ámbito creado por el
enamoramiento en la existencia familiar, es decir, que accedan
a la vida pública desde el ámbito privado de
la vida familiar. Este aspecto es importante porque la valoración
positiva de la vida privada a la que hemos referencia antes
conduce a considerar, al menos implícitamente, que
las realidades propias de la vida pública, las leyes
generales, etc. tienen como presupuesto íntimo no sólo
la atención de las necesidades materiales y corporales,
sino también la comunión basada en el enamoramiento,
y manifiesta que las leyes universales son insuficientes para
hacer justicia a la realidad, y especialmente para superar
el riesgo de entender las realidades y las demás personas
desde la mera perspectiva de la individuación, es decir,
de ver cada persona como un mero "caso" de la vida
social.
En este sentido se puede afirmar que la existencia del ámbito
privado, es una exigencia de la salud del ámbito público,
y no sólo una necesidad material. El reconocimiento
del amor y -de sus leyes propias-, hace ver que en la vida
de las personas hay más elementos que los que pueden
estudiarse y analizarse desde la mera perspectiva universalista
que se expresa en el diálogo público. Lleva
a tener más en cuenta que los factores "emotivos",
"casuales", "contingentes" no son despreciables
como si se tratara de realidades de categoría inferior.
Esto puede conducir a valorar, lo que es un encuentro personal,
lo que importan las circunstancias accidentales de la vida,
lo importantes que son las elecciones que no se basan estrictamente
en razones demostrables. De esta manera la misma amistad y,
en general, las relaciones humanas quedan valorizadas porque
son situadas más adecuadamente.
Para las cosas más importantes que configuran la vida
personal, no se puede remitir la justicia a la medida de leyes
y lógica universal: así como el enamoramiento
no está regido, ni se puede valorar solamente desde
las leyes de la lógica o desde los derechos las personas,
tampoco las elecciones de las amistades, o de la profesión,
o de las aficiones, están regidas por la mera lógica
racional. Y es "razonable" que así sea. La
racionalidad humana tiene presupuestos que no son estrictamente
racionales. Y un paradigma, quizá el paradigma fundamental
de esto es el propio el amor de elección. Es fácil
que si ese amor se minusvalora, la misma racionalidad olvide
sus presupuestos naturales e histórico-contingentes.
El principio de la "igualdad de todos ante la ley"
es ciertamente una exigencia de la justicia. Pero eso es sólo
el comienzo o, si se quiere, solamente una base fundamental
para las relaciones en los aspectos universales de las personas
en cuanto individuos. Los griegos concebían la igualdad
de todos los miembros de la polis en términos de igualdad
de oportunidades para ejercitar la libertad, y la libertad
como la capacidad de poder aparecer para mostrarse en la singularidad
de cada uno, es decir, como personas radicalmente únicas,
dueñas de su vida y actores de su propia historia.
Cuando se valora el amor de enamoramiento, se está
preparado para entender que cada persona es un "único"
irrepetible, y, por tanto, insustituible. Cuando en el discurso
y en la perspectiva no está suficientemente presente
el paradigma de la relación amorosa que es el enamoramiento,
es fácil que las otras formas de amor decaigan hacia
una perspectiva en la que ser humano es visto como un universal,
de manera que las relaciones humanas de amistad o de fraternidad,
se degradan hasta el punto de que las personas singulares
son completamente substituibles.
La afirmación de que la familia es la célula
fundamental de la sociedad, no se debe considerar esta afirmación
únicamente desde el punto de vista de la vida que comienza,
sino desde el amor fundante de la familia. Las familias constituidas
por un matrimonio no basado en el enamoramiento de los padres,
puede estar muy marcada por las leyes morales universales
relativas a la castidad conyugal, e incluso pueden ser escuela
de formación en las leyes y en las costumbres de la
Iglesia, pero se tratará de una familia con tendencia
a decaer en simple medio de reproducción -o de crecimiento
del número de los hijos de Dios-, en ámbito
en el que surgen simplemente nuevos individuos para la ideología
que profesen los padres y la sociedad que los ha unido. La
familia sana conforme a la naturaleza y al designio de Dios
debe tener su principio en el matrimonio, y éste ha
de basarse en el enamoramiento de los padres. Como hemos dicho
antes, la castidad conyugal debería centrarse sobre
todo en las exigencias del amor como fuente perenne de la
convivencia conyugal. Debería subrayar que la vida
que se concibe y nace en la familia, admite grados de intensidad
muy diversos, y que la intensidad de la vida que tiene una
familia no depende tanto de los factores biológicos,
materiales o culturales, cuanto de la calidad de comunión
personal. Sobre las formas y los niveles de la comunión
personal en el seno de las familias debería hacerse
un discurso amplio y comprometido en el contexto de la moral
matrimonial. Una familia con vida intensa es aquella en la
que la comunicación entre sus miembros es profunda,
auténtica, libre, alegre, confiada, respetuosa, atenta,
comprensiva, delicada,... Esta intensidad tiene como medida
más propia la calidad de las conversaciones personales
y de la tertulias, especialmente en el aspecto de escucha
atenta de los demás.
Cuando la familia es así, forma a sus hijos en el
sentido del amor personal. Ellos verán a sus padres
como una sola cosa en el amor, y entenderán vitalmente
que la vida humana a la que amanecen consiste fundamentalmente
en la apertura a la persona en su singularidad irrepetible.
Por eso la familia es donde cada ser humano es más
que un mero individuo de la especie, y recibe un nombre "propio".
El sentido de la persona que se engendra en la familia depende
esencialmente del amor en el que padre y madre, se encontraron
de manera plena y exclusiva. Esto es infinitamente más
importante que todas las destrezas y todos los medios materiales
o culturales, para dar a los hijos una formación rica.
Ciertamente hay también leyes y normas generales que
son imprescindibles de asumir para acceder adecuadamente a
la vida en el mundo, pero esas leyes se han de percibir como
secundarias o derivadas respecto de la singularidad de las
personas. Lo primero que han de aprender quienes empiezan
a vivir, es el carácter absoluto que tiene el otro.
Otros conocimientos y otras destrezas han de ser esencialmente
secundarias. El amor de enamoramiento es un lugar privilegiado
para entender el carácter absoluto del otro.
12. ¿Enamorarse de Jesucristo?
Del amor de algunos cristianos a Jesucristo se habla en ciertas
ocasiones en términos de este amor peculiar que hemos
reconocido como amor de enamoramiento. Ésta es una
forma de expresión que requiere algunas precisiones
importantes, pues los equívocos en esta materia pueden
tener graves consecuencias para la comprensión de algunos
fenómenos cristianos como es la institución
del celibato y la doctrina sobre la virginidad "por el
Reino de los Cielos".
En primer lugar hay que decir que cuando se habla de "enamorarse
de Jesucristo" no se pretende significar, obviamente,
el posible amor a la Persona de Jesucristo considerado como
un varón concreto entre otros, sino a una forma de
amor hacia Él que es del todo singular y que, por la
intensidad, por la exclusividad que parece reclamar en el
cristiano, y por la forma de vida que instituye, se asemeja
al amor de enamoramiento entre un varón y una mujer.
Hay que distinguir, pues, entre la posibilidad de enamorarse
de Jesucristo como de cualquier otro varón, y la forma
de amor a Jesucristo que se pide y se predica en ciertas situaciones
o vocaciones cristianas, y que se denomina con la expresión
"enamorarse de Jesucristo". En lo que sigue prescindimos
naturalmente de la primera posibilidad, que hemos nombrado
sólo para marcar nítidamente la diferencia que,
respecto de ella, tiene la forma de amor a Jesucristo de la
que hablamos ahora.
La afirmación del enamoramiento de Jesucristo puede
resultar algo extraño después de lo que hemos
dicho sobre las características del enamoramiento como
amor humano, que involucra todas las dimensiones de la existencia
de los hombres y de las mujeres. Podría parecer improcedente
utilizar este tipo de expresiones tomadas del mundo de los
enamoramientos, y parecería más conveniente
recurrir, por ejemplo, a la terminología del mundo
de la amistad, que es mucho menos equívoco y más
universalmente aceptado. Si, a pesar de eso, se recurre tan
a la terminología del amor de enamoramiento, es porque
el amor a Jesucristo puede tener características semejantes
a las de ese amor y, porque en esos casos especiales, puede
llegar a sustituirlo de una forma del todo particular.
Hablar del amor a Jesucristo en términos de enamoramiento,
no es pues referirse a unos sentimientos respecto de su persona,
semejantes a lo que se experimenta en el "amor humano".
Aquellos que afirman que están enamorados de Cristo
no tienen experiencias similares a las que tiene los que están
enamorados en el sentido directo del amor humano. Los varones
enamorados de Cristo no tiene una forma de amor solapadamente
homosexual. La mujer enamoradas de Cristo no viven su amor
en la perspectiva de la unión personal expresada en
la corporalidad sexuada.
La forma viril de Cristo no dice relación propiamente
a la feminidad, sino más bien a la superación
de la dualidad sexual. En Cristo la forma viril no es signo
de una condición sexuada concreta temporal, sino que
es signo de la superación de la sexualidad en la plenitud
de los tiempos: "en Cristo ya no hay varón o mujer"
(Gálatas 3, 28).
Si, no obstante, se recurre al lenguaje del enamoramiento
cuando habla de enamoramiento de Cristo, a pesar de posible
peligro del equívoco advertido ya, es porque las personas
de las que se dice que se "enamoran" de Cristo,
experimentan su amor al Señor con una características
que, al menos en las consecuencias en forma de vida, lo asemejan
al amor del enamoramiento humano natural. Esta característica
es la del amor exclusivo, la del amor vehemente, la del amor
que da vida, la del amor que hace que no pueda vivir sin el
amado.
13. Amor a Jesucristo y amor a Dios
Al hablar del enamoramiento de Jesucristo se está
expresando que el amor al Señor, ha alcanzado no principalmente
un nivel de "intensidad", sino una forma concreta
que parece implicar la exclusión del amor humano en
la persona que lo experimenta, de modo semejante a como quien
se enamora de una mujer, experimenta que las demás
quedan, o deben quedar, excluidas de esa forma de amor. Esta
forma concreta de amor al Señor ciertamente reclama
una cierta intensidad, pero no parece que ésa sea su
característica propia. Hay muchas personas que no renuncian
al amor humano y que no por eso lo amen con una intensidad
menor de la de los que sí renuncian. Bastaría
considerar los numerosos santos canonizados que han vivido
en el matrimonio, es decir, dentro de un amor de enamoramiento
a una criatura.
En un primer nivel el lenguaje de la moral y de la mística,
habla del amor "a Dios" como del amor a nuestro
Padre y creador, que es nuestro principio y nuestro fin, nuestro
Bien Supremo. Se habla también del amor a Jesucristo
"que me amó y se entregó por mí"
(Gálatas 2,22). Este amor es objeto del primer precepto
de la ley del hombre, que expresa la más radical condición
de nuestro ser de criaturas redimidas. Evidentemente estamos
aquí ante un precepto que se dirige a todos los hombres,
sin excepción, célibes o casados.
En este primer nivel, se considera a Dios como el Ser Infinito,
que además es plenamente "personal", ávido
de relaciones personales con cada una de sus criaturas humanas,
que es el único que puede colmar la apertura esencial
de nuestra existencia. Se considera además que Jesucristo
es verdaderamente el Dios infinito y, al mismo tiempo, hombre
real y verdadero, con una humanidad como la nuestra, que ha
participado de nuestra vida, que ha vivido en nuestro mundo
concreto, que siendo infinito y eterno ha entrado en la contingencia
de la historia, y que ha asumido nuestra condición,
incluso en los aspectos más dolorosos y miserables,
para salvarnos de ellos. Nuestro ser reclama desde dentro
que amemos con todas nuestras fuerzas a este Dios cercano.
En el cumplimiento de este amor está nuestro propio
cumplimiento y la salvación que añoramos.
El amor a Dios, sin embargo, no anula ni disuelve nuestro
amor a los demás hombres. Es ciertamente el amor fundamental,
y la raíz de que nosotros estemos hechos para amar,
que seamos criaturas esencialmente abiertas al amor. En este
sentido el mandamiento del amor a Dios tiene un carácter
"total", y se encuentra en un nivel esencialmente
distinto del amor que debemos a las demás criaturas.
Se podría decir que el mandamiento del amor a Dios
marca nuestra apertura fundamental a la trascendencia, que
es un amor "vertical"; no porque tenga una dirección
distinta y separada del amor a las realidades del mundo, sino
porque traspasa este amor dándole una profundidad y
un sentido de absoluto que no puede brotar de la mera relación
mundana. La Encarnación ha hecho que ese amor se concrete
en un camino sencillo y cercano, pero tampoco ha anulado ni
su plantado el amor que debemos a los demás hombres.
El amor personal a Dios en Jesucristo no sustituye nuestra
aperturas "horizontales". Ciertamente ha habido
y hay personas que se sienten llamadas a una vida de testimonio
de esta dimensión trascendente del ser humano, y renuncian
a sus relaciones con el mundo para hacer presente de manera
ejemplar y testimonial la dimensión trascendente y
"escatológica". Esta forma de vida testimonial
tiene esencialmente la forma de un "sacrificio".
Los que así viven sacrifican "en vida" las
dimensiones de la existencia que marcan la condición
terrena de la vida humana.
Pero la existencia común cristiana no puede suponer
"de suyo" esas renuncias. El amor a Dios no reclama
de suyo la renuncia al amor a los amigos, o a la familia,
o al amor de enamoramiento. El precepto del amor a Dios puede
ser vivido con intensidad heroica y ejemplar, sin que suponga
de suyo la renuncia a los amores naturales. La llamada a la
salida del mundo, es esencialmente excepcional, tiene una
carácter de "signo" para el común
de los fieles. El hecho de que durante algunos tiempos estas
formas de vida hayan proliferado en la sociedad cristiana,
no autoriza a pensar que son lo normal en la vida cristiana.
Por tanto, tampoco se pueden presentar como la plenitud de
la vida cristiana sino, según se ha dicho, como "signo"
o "testimonio" del destino trascendente que tienen
todos los hombres y mujeres que viven en el mundo.
Por otra parte, la virginidad cristiana tiene un sentido
propio, que es muy rico, y que se inserta en el conjunto de
la historia de la salvación, como signo de la plenitud
de los tiempos. De manera especial, la virginidad de la Madre
de Dios, no es simplemente una especie de milagro arbitrario
en la concepción y en el nacimiento de Cristo. Mucho
menos es una condena implícita de la sexualidad que
está en el principio de todo ser humano que nace. La
virginidad es significativa de la llegada de la plenitud de
los tiempos, que supera el eón de la temporalidad hacia
la redención, e inaugura la plenitud de Cristo. En
este sentido, la virginidad es un signo propio que la Iglesia
conserva con veneración.
Este signo que es la virginidad, se conserva vivo en algunas
personas del pueblo de Dios. La presencia de la virginidad
implica para esas personas una renuncia al amor humano y al
ejercicio de la facultad sexual. En su principio, es decir,
en la Virgen María, como también en San José,
su castísimo esposo, no implicó la renuncia
al amor de enamoramiento, pues debemos suponer que María
amó a José con verdadero amor "de esposa",
es decir, que estuvo realmente enamorada de aquel varón
concreto que se llamaba José. No obstante, la Iglesia
reconoce que el "matrimonio virginal" entre María
y José fue completamente singular, y ya la renuncia
a la facultad generativa no se puede situar en el seno de
un matrimonio, sino que implica la renuncia también
al amor de enamoramiento que constituye su base natural. En
la Iglesia, la virginidad no se vive de la misma manera que
la vivió la Virgen por antonomasia, sino que ha dado
lugar a una forma institucional de vida que implica la renuncia,
no sólo al ejercicio de la relación sexual corporal
con otra persona, sino al mismo amor de enamoramiento y a
la vida común en el matrimonio.
Sin embargo, esta renuncia no se ve en la tradición
cristiana como mera renuncia, sino como afirmación
de sentido positivo que tiene la virginidad. A pesar de ese
sentido positivo, su realización implica una renuncia
al ejercicio de la sexualidad. Para subrayar que esa dimensión
de renuncia no es lo fundamental, sino que la virginidad tiene
un sentido fundamentalmente positivo, se afirma que quienes
son llamados a la virginidad o al celibato, son personas que
se enamoran de Jesucristo. Con esta manera de expresarse se
manifiesta por una parte que la virginidad no es un mero sacrificio
de una de las posibilidades más hermosas de la vida
humana, una especie de automutilación que se ofrece
a Dios, sino que es la realización de algo que tiene
un sentido positivo en sí mismo. Por otra parte se
pretende afirmar que esa realización puede llenar el
corazón humano, también en esa dimensión
en la que radica el amor de enamoramiento.
El amor que se nombra en la expresión "enamoramiento
de Jesucristo" está en dependencia del amor que
se reclama en el primer mandamiento de la ley de Dios, pero
supone algo más, expresa de manera implícita
que ese amor tiene la virtualidad de poder llenar también
la capacidad de amor humano. Podría decirse que le
da a ese amor una matización que no se refiere directamente
al grado de intensidad, sino a las implicaciones particulares
que afectan a la capacidad de amor humano. Por esto, es distinto
de suyo el "querer mucho a Jesucristo", y entregarse
a Él en la virginidad.
El aspecto del amor a Jesucristo que está en la base
de la llamada a la virginidad, es que, para todos los cristianos,
es un amor plenamente personal, contraseñado por el
diálogo, por el encuentro, por la confianza y la fidelidad.
Incluso estará marcado por la ternura y por la entrega.
Ciertamente en quienes viven en la virginidad, ese enamoramiento
no incluye el ejercicio de la facultad sexual, y, en este
sentido, supone un sacrificio y una renuncia. Pero esa renuncia
está sólo en el ámbito más periférico
de lo corporal. Aquellos a los que es dado entregarse a Jesucristo
en la virginidad o el celibato no deben ser personas que hayan
renunciado a la dimensión amorosa que se cumple en
el enamoramiento natural, sino personas que cumplen ese amor
de manera distinta, pero verdadera.
Todo amor auténticamente personal está contraseñado
por la realidad de un "encuentro" amoroso y arrebatador,
y se caracteriza sobre todo por su fuerza particularmente
"personal", y por la fuerza de comunión personal
y vital que entraña en sí mismo. Cuando hablamos
de amor a Jesucristo, nunca nos referimos a Él solamente
en cuanto representante egregio de virtudes humanas y sobrenaturales,
o como símbolo de generosidad, o de misericordia o
de sabiduría. El amor a Jesucristo es siempre un amor
singular por "mi Jesús", por "Jesús
mío", mi amor, mi vida, mi corazón. Lo
he encontrado, lo he conocido personalmente y ya no puedo
vivir sin él. Por todo esto se puede decir muy propiamente
que el verdadero amor a Cristo tiene el carácter de
un amor de enamoramiento. Pero, obviamente, esto puede decirse
también del amor que tienen a Cristo las personas que
viven en el matrimonio. También los cristiano casados,
que aman intensamente a Jesucristo, puede decirse que están
enamorados del Señor. La diferencia respecto a los
que se entregan en la virginidad, es que éstos actualizan
un aspecto de ese amor que no realizan los que se unen en
matrimonio. Ese aspecto es el de ser un amor que es "terreno",
a un hombre concreto, y que es plenificante. Sin duda, para
realizar este aspecto el amor a Jesucristo deberá ser
particularmente intenso.
Hablando en general, se puede decir que quienes están
"enamorados" son personas con un modo de ser un
tanto especial: son personas más buenas, más
"tiernas", mejor situadas en el mundo. Quienes tienen
simplemente "amor de Dios", en el sentido de ser
fieles cumplidores de la voluntad divina expresada en la fe
y en la moral, pueden ser personas fieles, firmes, seguros,
pero un tanto marcados sencillamente por el deber o la lealtad,
aunque sea con la marca de la amistad. Una expresión
preciosa y al mismo tiempo profundamente teológica
de este amor de enamoramiento por Jesús, es el que
manifestaba Joham Adam Möhler en uno de sus libros: "Sin
la Sagrada Escritura, en la cual el Evangelio viviente ha
tomado cuerpo por vez primera, no habría sido posible
custodiar la doctrina cristiana en toda su pureza y simplicidad.
Ciertamente se ofende la gloria de Dios si se dice que esta
doctrina es fortuita, por el hecho de que a nosotros nos parezcan
fortuitas las causas que han influido en su desarrollo. ¡Qué
miserable concepción del dominio del Espíritu
Santo sobre la Iglesia, sería ésta!- Por otra
parte, sin la Escritura, faltaría el primer miembro
de una cadena admirable: a ésta le faltaría
su comienzo bien definido, se presentaría incomprensible,
intrincada, caótica. Pero por la otra parte, sin la
Tradición continuada, no podríamos alcanzar
el sentido más alto de la Escritura; sin los eslabones
intermedios no podríamos comprender la conexión
íntima de los varios elementos.- Sin la Sagrada Escritura
no podríamos hacernos una imagen exacta del Salvador,
nos faltaría el elemento positivo: todo lo que es cierto,
se haría incierto y propio de fábulas. Pero
sin la Tradición "siempre viva", nos faltaría
el espíritu, el interés por formamos una imagen
de Cristo; y nos faltaría también la misma materia,
porque (...) sin la Tradición tampoco tendríamos
la Escritura. Sin Escritura no podríamos conocer la
forma exacta de los discursos del Señor, no sabríamos
nunca cómo hablaba el Hombre-Dios -"y estoy convencido
de que preferiría la muerte, antes que no poder oír
más sus santas palabras". Pero sin la Tradición
no sabríamos "quien" hablaba, no imaginaríamos
"qué" anunciaba y no tendríamos la
alegría de saber "cómo" hablaba. En
resumen: estos dos elementos están íntimamente
fundidos; así nos han sido dados, vinculados estrechamente
en indivisibilidad esencial de la sabiduría y de la
gracia divina" (La unidad de la Iglesia, cap. n,
§16, 8, el entrecomillado es mía). Este amor puede
darse, y de hecho se da, tanto en el matrimonio como en la
virginidad.
La cuestión que se nos plantea entonces es la siguiente:
si reconocemos que el amor a Jesucristo en cuanto Dios y hombre
verdadero debe ser en todos los cristianos, un amor de enamoramiento
singular y personal que enternece el corazón y llena
el alma de piedad jugosa y alegre, de fuerza vital incontenible,
de una capacidad de querer a todo el mundo desde ese enamoramiento
de Jesucristo como "fuente inagotable que alimenta mi
cariño", etc... la cuestión, repito, es
qué sentido tiene ese amor para quien se siente llamado
en la virginidad o el celibato, de qué manera llena
el amor a Jesucristo la capacidad específica de amor
que tiene la persona en cuanto varón o mujer, qué
sentido puede tener amar a Jesucristo con amor exclusivo,
con corazón "indiviso".
El amor "a" Jesucristo tiene, además de
todo lo que supone para todos los fieles, la virtualidad de
llenar el corazón humano también en el aspecto
de "corazón sexuado". El fundamento de esta
virtualidad que tiene el amor a Jesucristo, nace del hecho
de que Jesucristo sea verdadero Dios y verdadero hombre. Por
ser Jesucristo verdadero Dios, el amor a Él, tiene
la radicalidad del primer mandamiento, su fuerza plenificadora,
su alcance trascendente y absoluto. Por ser verdadero hombre,
ese amor es al mismo tiempo un amor "de este mundo".
El resultado es que el amor a Jesucristo puede ser plenificador
de la vida de una persona, incluso más que el amor
humano, que, como se ha dicho antes, es solamente imagen del
amor divino fundamental. En este sentido, el amor a Jesucristo
tiene una doble relación con el amor de enamoramiento:
por una parte, es verdadero amor a Dios y, en este sentido,
es el amor significado en el amor humano; pero, por otra parte,
lo significa en cuanto que puede plenificar a la persona en
esa misma dimensión. En el primer aspecto, el amor
humano significa el amor de Dios en Jesucristo; en el segundo
aspecto, el amor a Jesucristo se asemeja o significa el amor
humano de enamoramiento y puede expresarse a través
del lenguaje propio de ese amor.
Este aspecto o alcance del amor a Jesucristo es "revelado"
solamente a las persona que se le entregan en la virginidad.
Esa revelación no es solamente una "noticia"
teórica, sino una experiencia en la que acontece lo
que hemos dicho sobre el enamoramiento natural: el amor de
enamoramiento es esencialmente don de Dios, un regalo que
hace experimentar el amor a Jesús de una forma o con
un alcance particular.
De todas formas, en ese descubrimiento se encuentra una llamada
a renunciar a la posibilidad directamente sexual. Por eso,
quienes la reciban habrán de ser personas en las que
la fuerza de la potencia sexual, afectiva y corporal, sea
particularmente serena. Esto es asunto, como apuntábamos
antes, de naturaleza "individual", es decir, del
modo concreto de ser varón o de ser mujer, por las
condiciones naturales individuales. Quien reciba la llamada
a la virginidad o al celibato, habrá de ser una persona
de sexualidad serena y fácilmente dominable. Eso no
significa que sean personas incapaces de enamorarse y de sentir
el consuelo del amor humano, sino solamente que esa capacidad
no se presente como una fuerza activa de particular intensidad.
Si la tensión sexual afectiva o corporal es muy grande,
será señal de que no se debe seguir el camino
de la virginidad: "Mejor es casarse que abrasarse".
Aunque para todos los cristianos se puede hablar de enamorarse
de Jesucristo, esta expresión la reservaremos a partir
de ahora, para el amor de aquellos a los que se ha revelado
esa peculiar fuerza plenificante de la relación con
el Señor, Dios y hombre verdadero. Hablaremos pues
de enamoramiento de Jesucristo, como de aquel amor al Señor
en el que se incluye a capacidad efectiva y concreta de llenar
también la capacidad de amor humano que tiene la persona
de que se trate.
14. Sentido cristiano de la virginidad
Como en otros aspectos de nuestra vida, lo alcanzamos mejor
si ponemos nuestra mirada en Aquella que ha sido denominada
por la Tradición de los hijos de Dios como "La
Virgen". A su vez, el sentido de la virginidad de Santa
María podemos deducirlo de aquella situación
en la que el Ángel le da su Anuncio, que es la situación
en la que el Espíritu Santo la caracteriza como Virgen
antes aún que como María.
El matrimonio podría considerarse como una precipitación
antropológica de la temporalidad, o como un signo "de
los tiempos"; en efecto, es la aparición de la
multiplicidad sexuada la que hace que el ser humano ya no
sea simplemente un ser en pluralidad y que, en consecuencia,
comience el diálogo, es decir, el reflejarse de una
persona en otra, la existencia que no se reduce a un ser-en-sí-mismo,
sino a tener un centro fuera de sí mismo, a existir
dialécticamente, de modo que la acción esté
marcada por los "turnos de las libertades", las
alternativas, la temporalidad; el hecho de que el "comercio"
o "intercambio" sexual vaya unido a la fecundidad,
es decir, a la multiplicidad en el tiempo, es una señal
de que la sexualidad está estrechamente unida, es una
característica propia, de la condición temporal
del hombre, es decir, de la existencia del hombre como especie
duradera en el tiempo.
Por eso el ejercicio de la sexualidad tiene siempre una cierta
característica de sacrificio del individuo ante la
especie; este sacrificio es muy manifiesto en algunos animales
en los que la unión del macho y la hembra suele marcar
el momento de la muerte del macho, a veces de modo impresionante
como en el caso de la mantis religiosa, subrayando así
que en las especies animales el individuo es para la especie,
o que lo que propiamente ejerce la vida no es tanto el individuo
como la especie.
En el caso del hombre la relación se invierte pues,
en virtud de la creación directa de cada alma, el individuo
humano, como hemos visto ya, es una persona, un absoluto no
funcionalizable en un presunto contexto de sentido más
amplio; no obstante, el ejercicio de la sexualidad sigue conservando
su carácter sacrificador del individuo en favor de
la especie, como se advierte en la relación clásica
entre Eros y Thanatos.
En este sentido la renuncia al ejercicio de la sexualidad
ha sido vislumbrada en muchas culturas como un signo de la
afirmación de la dignidad absoluta de la persona, de
su vinculación personal con las dimensiones absolutas
y trascendentes; en cualquier caso aquí nos interesa
considerar que el matrimonio es una institución natural
anclada en la condición temporal del hombre, más
aún, como una institución propia de la situación
del la humanidad en el presente eón.
Este hondo contenido antropológico es afirmado en
el Evangelio cuando el Señor advierte que en el siglo
futuro "neque nubent neque nubentur", ni se casarán
ni serán dados en matrimonio; por esto, en la época
de la historia de la salvación más marcada por
el sentido histórico, como es el tiempo del Pueblo
judío antes del Nacimiento de Cristo, el matrimonio
es una institución central y la fecundidad de la unión
entre el varón y la mujer es una de las más
explícitas manifestaciones de la bendición por
parte de Dios; podría afirmarse que el sentido directo
y natural de la unión sexual es la fecundidad, la perpetuación
de la especie; por esto en el caso del ser humano se transforma
en matrimonio, institución de amor y donación
peculiar entre un varón y una mujer, donde hay una
afirmación de la persona que está por encima
del mero servicio a la especie, es decir, por encima de la
fecundidad.
En efecto, la mera perpetuación de la especie no puede
dar cuenta de sí misma: la fecundidad no puede entenderse
como dadora de sentido a la vida humana, pues si la vida de
cada persona no es ya por sí misma suficientemente
significativa, la simple propagación no soluciona la
cuestión, sino que únicamente la dilata, la
remite para más adelante, pero dejándola intacta;
esto es lo que nos advierte de la estrecha afinidad que existe
entre la afirmación positiva del sentido noble del
matrimonio y de la fecundidad humana y la afirmación
de la virginidad como manifestación del "valor"
de la persona más allá de su servicio a la especie.
Virginidad como elemento significativo en el ámbito
religioso, es decir, en el ámbito de la vinculación
del hombre a la trascendencia, esto es únicamente como
un preludio "natural" de la plenitud de sentido
sobrenatural que manifestará la virginidad en el seno
de la religión revelada, especialmente en la plenitud
de la relación de Dios con el hombre que se instaura
en la Encarnación; en realidad, la afirmación
de la virginidad aparece enseguida en la "plenitud de
los tiempos"; ya en la profecía de Isaías
se habla de la doncella que da a luz, y en el Nuevo Testamento
se afirma con contundencia que el Nacimiento de Cristo es
virginal.
Esta es una revelación grandemente misteriosa. Al
mismo tiempo es una revelación densísima de
significado pues afirma por una parte la vinculación
de Jesucristo con la estirpe adamítica, pero por otra
parte afirma que esa vinculación con la línea
de la generaciones ya no se ha expresado a través del
contacto sexual.
Para tratar de deducir algo de la riqueza significativa de
este aspecto de la providencia, nos ayudará comparar
las figuras de Eva y María. Eva es "la madre de
los vivientes" que da paso del Adán primigenio,
que era soledad monista y estaba solo, sin poder dialogar
con nadie, a la multitud de los hombre a lo largo de las generaciones.
María está en la situación opuesta a
la de Eva: Ella es el vínculo entre la multiplicidad
de los hijos de Eva y el Nueve Adán, Cristo que cumple
la redención, es decir, la unificación. de todos
al ser inmolado en la Cruz (cf Jn 12, 32); gráficamente
lo enseña el Eva Maris Stella, cuando dice a María:
Sumens illud "Ave"
Grabrielis ore
funda nos in pace
mutans Evae nomem
("Recibiendo aquel "Ave" de la boca de Gabriel
nos has fundamentado en la paz dándole la vuelta al
nombre de Eva"). María es "Ave", es
decir, "Eva" al revés; Eva está al
inicio de las generaciones, María está al final;
Eva es aquella con la que tiene inicio la eficacia de la sexualidad
humana, María es la Virgen; Eva es signo del inicio
del tiempo, la Virgen María es signo de la consumación
en la plenitud de los tiempos; Eva despliega una eficacia
que se dirige a llenar el mundo, el sentido de la virginidad
de María es devolver las cadenas de las generaciones
a Dios.
El tiempo de la Iglesia es un tiempo en el que se superponen
la eternidad ya lograda por la entrada de Cristo en la historia,
y la temporalidad del mundo que sigue corriendo; la vocación
a la virginidad es en cierto modo una afirmación natural
pues encierra una afirmación de la persona sobre la
especie; pero empíricamente esta señal tiene
lugar con una humanidad de este eón.
15. Amor a Jesucristo y vida de entrega
Sólo el amor de enamoramiento por Jesucristo puede
fundamentar ciertas formas de entrega en la Iglesia. En concreto,
la llamada al celibato es una llamada a una entrega, a una
renuncia, que sólo puede tener como fundamento propio
el amor de enamoramiento hacia el Señor. Quienes son
llamados por Dios al celibato deben ser personas, no tanto
"muy sacrificadas" o de autodominio fuerte como
para renunciar a algo tan hermoso como es el amor humano,
sino personas que sean arrebatadas por un amor por Jesucristo
que tenga las características del amor exclusivo, "amor
de doncel", amor de enamoramiento, amor de "Amigo
y Amado". Sólo en un amor así, puede enraizar
la renuncia al amor humano que no sea mero sacrificio, aunque
fuera un sacrificio hecho en virtud del amor a Dios.
Si no está sobre esa roca viva, el compromiso de la
virginidad o del celibato, se convierte en una exigencia excesiva
e inhumana, en un precepto exigente que será cumplido
a fuerza una vigilancia y una desconfianza violenta porque
despoja a la persona de aquel asentamiento en el mundo que
reconocíamos como consecuencia directa de la comunión
de vida de los enamorados. Quien está meramente "soltero"
no tiene aún esa situación existencial, y quien
"sacrifica" su enamoramiento como ofrenda a Dios
en una mera negación de sí mismo, tampoco. Sólo
quien vive realmente enamorado de una persona o de Jesucristo,
se encuentra en la situación de seguridad existencial
a la que nos referimos.
Como se ha dicho ya, esta forma de amor a Jesucristo, no
es dada a todos. Tampoco puede imponerse ni plantearse como
un deber moral o como asunto de generosidad. Es, como el enamoramiento
natural humano, un don, un regalo indeducible, algo que acontece
de manera inesperada, y que hay que saber reconocer adecuadamente
para no caer en equívocos que podrían resultar
de consecuencias funestas.
Hay que tener en cuenta que en las personas más jóvenes
resulta fácil confundir el enamoramiento de Jesucristo
por algo que es completamente distinto, a saber: el entusiasmo
juvenil, la presión abstracta de consideraciones universales.
Es evidente que en la primera juventud, se puede experimentar
una forma de plenitud vital, en la que objetivos vitales diversos
que arrastren y acallen las demás energía vitales.
No es raro que algunos jóvenes se sientan ajenos a
las aventuras del amor humano, por estar sumidos en ambientes
vitales de entusiasmo político, artístico, intelectual
o incluso deportivo. Cuando la energía vital es aún
arrolladora, es fácil sacrificar determinadas dimensiones
de la vida en favor de otras que se presentan con especial
fuerza de atracción. No es que en esas situaciones
no se adviertan las pasiones naturales, es que éstas
aparecen solamente casi como meras tensiones corporales o
fisiológicas, que se puede dominar o incluso satisfacer
de manera esporádica. En cierta medida, en esos tiempos
es fácil tener una existencia un tanto abstracta y
unidimensional. Sólo con el paso de los años,
cuando las energías sectoriales se serenan, aparece
la exigencia de un equilibrio mayor entre las variadas dimensiones
de la existencia. Además, hay personas de carácter
más emotivo e inseguro, que pueden ser encendidas de
un entusiasmo por las cosas sobrenaturales, que fácilmente
se puede confundir con enamoramiento de Jesucristo.
En todos estos casos hay que advertir que, como ya vimos,
el amor humano conlleva en sí mismo la llamada a una
situación vital que es signo de la seguridad en la
existencia. El enamoramiento a Jesucristo debe experimentarse
como principio de un fundamento en la existencia que sea nuevo
y más profundo. Si esto no se advierte, la vida del
supuesto enamorado de Cristo podría quedar como suspendida
en el vacío. A este respecto, existe el peligro de
sustituir el apoyo en el amor de Jesucristo, por una situación
institucional que ofrezca un entorno de seguridad vital que
sea lo que en realidad sustituya a la seguridad existencial
que es consecuencia de la comunión matrimonial. Por
eso, las instituciones vocacionales que implican celibato
o virginidad, procuran ofrecer a esas personas una protección
ambiental que las haga sentirse firmes en la vida en el mundo.
Los entregados a Dios en el celibato o la virginidad suelen
decir que, así como otros están asentados en
la vida por medio del matrimonio, ellos están asentados
sobre el amor esponsal a Jesucristo. Pero es posible que,
en la práctica, tengan su seguridad vital confiada
a la protección que surge de la protección institucional.
Entonces, el amor a Jesucristo resulta en la práctica
sustituido por el amor a la institución.
Estas confusiones son muy posibles en la práctica,
por eso en estos casos es decisivo advertir que el enamoramiento
ha de ser experimentado sin ambigüedad, y tener presente
que es en la mirada, en la alegría del corazón,
en la prontitud con que sale el sacrificio, en la falta casi
absoluta de conciencia de renuncia, donde se advierte si las
personas están verdaderamente enamoradas, sea de Jesucristo
o de otra persona.
No basta la mera afirmación verbal de que hacemos
la cosas "porque estamos enamorados". Para que esa
expresión sea verdadera es preciso... que sea verdad.
Y el hacer las cosas por impulso de enamoramiento, no es,
por supuesto, simplemente cuestión "de voluntad".
El amor de enamoramiento no se identifica con un cumplimiento
de la voluntad de Dios, sacrificado y ofrecido. Ciertamente
el amor se muestra por las obras, pero no se identifica con
el fiel cumplimiento de todos los deberes. El enamoramiento
es algo que se ve en el corazón, en la cantidad de
veces que viene mi amigo y amado a mi cabeza, y a mi corazón
y a mis labios ("te loquatur", suplicaba San Buenaventura),
en la ternura que experimento, en lo dulce que es para mi
corazón y para mi mente el pensar en Él. "Contigo,
pan y cebolla,... y me sobra la cebolla... y también
el pan, ¡vida mía!".
Esto no es fruto de ninguna ascesis, puramente humana, ni
de ninguna técnica espiritual. Tampoco es algo obvio.
Es un regalo sublime, un tesoro escondido, un premio inmerecido,
insospechado, una dádiva del Espíritu de Jesús.
El enamoramiento de Jesucristo como se puede vislumbrar ya
en el enamoramiento humano, es algo que a uno le sucede, no
es algo que uno pueda hacer, o provocar directamente.
En nuestras manos está el ser fieles a Dios y el querer
con obras -al menos en la manera que está en nuestras
manos el obrar rectamente-. Pero el experimentar que el corazón
se quede prendado de Jesucristo, y que el alma se me llene
de un afecto tierno y profundo, porque tengo hermano y amigo
y amado, hasta el punto de que ese amor llene efectivamente
la capacidad de amor humano,... eso no puede provocarse, no
está en nuestro poder. Nosotros podemos tenerlo solamente
en nuestro deseo, en nuestra ilusión y, por eso, puede
ser objeto de esperanza, de esperanza sobrenatural, porque
es Dios mismo quien tiene que dar el Espíritu Santo
de manera singular para que el corazón se nos arrebate
en amor a Jesucristo.
Ciertamente, si el ser humano es creado por una llamada a
la comunión con Dios en Cristo, su ordenación
personal a Cristo está en el núcleo mismo de
su ser. En este sentido, en cuanto la criatura quita obstáculos,
se llena de amor al Señor. Pero es decisivo entender
que el hecho de que ese amor llena también aquella
parcela del corazón en la que radica el amor humano,
en la forma concreta de amor de enamoramiento, es regalo,
que Dios lo da a quien quiere, como quiere y cuando quiere.
16. El enamoramiento de Jesucristo en el lenguaje ascético
En concreto es esencial que quienes tiene responsabilidades
en ámbitos de aconsejar sobre la vocación a
la virginidad y el celibato, entiendan que -como ya se ha
señalado- hay una diferencia cualitativa entre el amor
personal a Dios y a Jesucritso, y el hecho de que ese amor
llene el ansia de amor humano que es también propio
de la persona. Como se ha dicho, es un equívoco peligroso
plantear en el mismo nivel el amor tierno y profundo a Jesús,
y el don del enamoramiento. En todo caso, habrá que
procurar que las personas quieran mucho a Jesucristo porque
sólo cuando es suficientemente intenso puede ese amor
mostrar la virtualidad de llenar también la capacidad
de humana de enamoramiento.
Para quien está enamorado de Jesucristo, el amor a
Él debe tener resonancias que no tiene en las personas
que viven en el matrimonio. Para aquellos en los que el amor
de Jesucristo llega hasta la raíz del amor humano,
el Señor es una Persona, el Amado, el Amigo, el Amor
del alma, a quien se quiere con locura, al que se va la imaginación
y el afecto mil veces al día. Este amor tiene ciertamente
señales y muestras de autenticidad, pero ante todo
y sobre todo se muestra por sí mismo. Cualquiera sabe
si está enamorado, es decir, si tiene "mal de
amores", si llega con facilidad a las lágrimas
al pensar a su amor, es decir, si experimenta la verdad profunda
de aquel "quia amore langueo (porque desfallezco de amor"
del Cantar de los Cantares.
Del corazón enamorado que está en presencia
de la amada, brota con gran facilidad y prontitud el "¡qué
maja eres!", "¡qué cielo eres!".
También en el ámbito de la amistad humana limpia
y profunda surgen palabras, discretas pero ardientes de afecto,
que no se pueden ni se deben reprimir. En el corazón
enamorado de Jesucristo también surgen con facilidad
movimientos de afecto, de desagravio, de alabanza. Son "sentimientos"
llenos de ternura, de fuerza y de pasión buena.
Las personas que se entregan en el celibato han de ser personas
que quieran y que sepan lo que es estar enamorados de Nuestro
Señor. Esto no puede sustituirse por nada. Si no se
ama a Jesucristo de esta manera, si no se llega a experimentar
directamente el enamoramiento por Jesús, no se debe
afrontar el proyecto de una vida de entrega y de renuncia.
Hay que poder decir, con la Madre Teresa, "Lo hacemos
por Jesús".
Es importante entender que no cualquier amor puede ser base
de una vida. A veces decimos que amamos mucho a una persona
porque efectivamente valoramos ciertas cualidades, o virtudes,
pero en realidad no se debería hablar de "amar"
con la misma palabra con que se designa el afecto que se tiene
a aquella persona de la que se está "enamorado".
Sólo se quiere de verdad, es decir, de manera que
sea decisiva para la vida, que dé energía para
vivir, aquel amor que es tal que si aquella persona llegara
a faltar, "yo me moriría": "Cuando tú
te hayas ido, me envolverán las sombras".
Me quiere aquella persona que llorará desconsoladamente
por mí cuando me muera, porque se quedaría,
en un aspecto muy verdadero y nada retórico, "sola"
porque yo soy su "vida", y nadie puede sustituir
este amor adecuadamente, nadie puede sustituirme en su corazón,
porque el vínculo que la une a mí, no lo tiene
nadie. Quizá otras personas tendrán con ella
otros lazos que quizá sean "importantes",
pero que son esencialmente diversos del que la unía
sólo conmigo.
Desde luego el amor a aquellas personas que si desaparecen
de mi vida no me alteran particularmente, es un amor que es
seguro que no me pueden alimentar. No es que no sea una cierta
forma de amor. Pero es una amor esencialmente distinto de
aquel amor que establece el vínculo de una comunión
plenamente personal.
Estos amores -que son los amores verdaderos- son irreductiblemente
singulares, son de tal forma que implican una comunión
personal singularísima, y, por tanto una imagen especialmente
plena de aquella comunión que es Dios mismo en el seno
de la Trinidad. Por esto tenemos que ser personas enamoradas,
no basta con ser personas que tienen ciertos amores. Este
"tenemos que ser personas enamoradas" no expresa
un precepto moral, sino una condición previa para poder
decidirse adecuadamente a ciertas formas de entrega. Y sería
loco afrontar esas entregas, sobre otros fundamentos menos
auténticos, aunque fueran más controlables.
17. El riesgo del voluntarismo ascético
Cuando se habla a alguien de la posibilidad de entregarse
a Dios, hay que ser muy cautos para detectar si verdaderamente
ha prendido en el corazón de esa persona el amor de
enamoramiento de Jesucristo, sin darlo por su puesto como
algo automático cuando el mero entusiasmo o la presión
psicológica le inducen a responder afirmativamente.
Esto sería fuente de una vida torturada por un sacrificio
innecesario. Es equívoco dirigirse a esas personas
dando por supuesto su enamoramiento del Señor, o hablando
de este enamoramiento como de algo que está completamente
en nuestras manos. Muchas situaciones de tensión distorsionante
se deben a que se pide que se comporten como enamorados quienes
no lo están, siendo además evidente que no lo
están.
Se cae entonces en la penosa situación de tener que
hacer trabajos de enamorados sin tener el corazón con
la fuerza necesaria. Esto es terriblemente sacrificado y agotador.
Entonces se puede recurrir a hacer que el trabajo no pese
demasiado, y así no echar tanto de menos la falta de
fundamento. Para que no se haga pesado se recurre, por una
parte a suavizar en lo posible los aspectos de sacrificio,
y por otra parte se trata de adquirir las destrezas y las
habilidades humanas que faciliten esos trabajos. Pero estos
son recursos engañosos: enseguida aparece el sacrificio
inevitable, la contradicción, y entonces, como la semilla
de la parábola, se ve que las raíces no eran
profundas y la vida se agosta.
También se recurre a hacer que con la práctica
de la piedad vaya creciendo el amor al Señor, y así
se vaya fortaleciendo la base de la vida de entrega. Pero
eso, a la larga, puede ser distorsionante, porque los trabajos
quedan marcados por un voluntarismo que difícilmente
llega a ser substituido por el amor a Dios. Además,
cuando se trabaja mucho sin un fundamento proporcionado de
amor de enamoramiento, toda la vida queda resentida por la
falta de unidad auténtica. Sólo el amor debe
ser el fundamento de ciertas renuncias. Habría que
tener mucho cuidado para no plantear exigencias que serán
enseguida experimentadas como un peso insoportables, porque
el enamoramiento que debía impulsarlo no se puede ni
suponer ni imponer.
Cuando muchachos bien situados en el mundo profesional, con
buenas relaciones humanas, van al Seminario llenos de alegría,
encendidos en amor a Jesús, para ser "curas de
pueblo", y acercar muchas personas a Jesús, o
cuando esas muchachitas en sus "saris" viven cuidando
a los enfermos más pobres y miserables, sin más
compensación que pasarse cuatro horas diarias ante
el sagrario,... es para temblar por los que llegan a la situación
del celibato institucional por caminos mucho menos directos,
con modelos menos claros, y con ejemplos mucho más
equívocos. Hay cosas en las que el apoyo institucional
tiene el riesgo de sustituir aquello que debe ser la única
base propia de la entrega.
Se tiende a suponer que quienes ya están en una institución
vocacional tienen ya, al menos en raíz, un enamoramiento
de Jesús, pues quizá han dado muestras de haber
sido marcados por ese amor. Pero desgraciadamente esto no
es seguro: no se puede suponer sin más que quien está
en situación de seguir un camino vocacional haya sido
objeto de la gracia del enamoramiento de Jesucristo. De hecho
es muy frecuente que la decisión de tomar ese camino
responda a motivos mucho más banales, quizá
a entusiasmos muy superficiales o incluso a la presión
psicológica de ciertas personas o de determinados entornos.
Sobre todo, si quienes tienen más autoridad moral no
tienen muy claro lo que es el enamoramiento efectivo de Jesucristo,
cuáles son sus síntomas en las personas, y están
más preocupados por conseguir que un número
alto de muchachos adopten la decisión de entrega, es
muy posible que haya muchas personas en situación vital
y espiritual muy equívoca. Esta situación será
la de personas que han adoptado un camino que debería
tener el fundamento del enamoramiento de Jesucristo, y sin
embargo sólo tiene el fundamento de estar "encajados"
en el ambiente juvenil de un club, en unas actividades divertidas,
en un entorno en el que se habla teóricamente de unos
fundamentos y sin embargo se apoya la vida real en otros factores.
Entonces dar por supuesto que los muchachos están
enamorados de Jesucristo es un prejuicio completamente gratuito.
Hablar entonces de ser "personas enamoradas", de
ser los "aristócratas del amor", se queda
en una fraseología que tiene consecuencias muy peligrosas.
Por una parte impide que las personas se autocomprendan, pues
se les llena la cabeza de unas explicaciones ya preparadas
para que se las apliquen a la vida, y de este modo se cae
en contradicciones evidentes, pues habla de estar enamorados
personas que evidentemente no lo están. Y por otra
parte se les exige un comportamiento propio de las personas
enamoradas, sin tener ese fondo en la verdad de su corazón.
Hay que tener en cuenta que pedir "las locuras del amor"
a quien no está enamorado, es ponerlo en una tensión
psicológica altamente distorsionante. En realidad a
nadie se le debería plantear como exigencia las manifestaciones
del enamoramiento, pues o está enamorado y ya las hará,
o no lo está y entonces sería pedirle demasiado.
Sería instrumentalizar el lenguaje del amor para apoyar
una obediencia que afrenta la lógica interna de las
acciones humanas.
En cualquier caso es decisivo que lo que mantenga la vida
de entrega en el celibato sea una realidad enamorada. Si esto
no se da, y a cambio aparece la práctica, la costumbre,
las destrezas, habría que correr a sanar la situación,
y tratar de reencender el enamoramiento, volver a ser personas
enamoradas... si es que alguna vez existió. Y las pruebas
de estar enamorados serán las que marcan ese amor ante
los ojos de cualquiera: "Que quieras o que no quieras,
y aunque tú no dices nada, se nota por tus ojeras que
estás muy enamorada".
Sobre todo, la realidad de estar enamorados de Jesucristo,
se manifestará en la caridad, en la serenidad, en la
seguridad en sí mismos, en la alegría en la
propia situación, en una cierta dulzura de fondo. Desde
luego cuando en un ámbito de convivencia surgen con
facilidad la tensión, o la desconfianza, o la incomprensión,
es señal de que quien allí vive no es persona
enamorada en el sentido inmediato y verdadero de esta palabra:
no es una persona enamorada de Jesucristo. Si las muestras
del enamoramiento no aparecen por ningún sitio, si
el comienzo fue equívoco, si la atracción se
debió a razones más ambiguas, hay que reconocerlo
y evitar mantenerse en una situación que a la larga
es insoportable. Hace falta no poca valentía para admitir
esta situación, especialmente por parte de quienes
representan a la institución vocacional, que siempre
pretenden que si se tomó la decisión de la entrega
es señal inequívoca de estaba efectivamente
le amor. Pero esto no es nada seguro, como demuestra la misma
vida.
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