EL
SER HUMANO Y SU MUNDO
(Algunas claves de la antropología cristiana)
febrero 2000
Antonio Ruiz Retegui
Teólogo. Sacerdote numerario del Opus Dei
CAPÍTULO 6. EL MUNDO INTERPRETADO
1. Experiencia de distintas percepciones y explicaciones
del mundo
La cuestión de que aquí se trata tiene como
punto de partida unas experiencias o percepciones fundamentales
que se refieren al modo de conocer y de expresar el conocimiento
que se tiene del mundo, de la realidad, de las personas y
de los hechos, que encontramos en nuestra vida.
Hay algunas personas que cuando se las escucha hablar del
mundo o de las personas o de los acontecimientos, se tiene
la sensación de que están hablando de algo real,
rico, consistente, verdadero, que manifiestan que tienen ante
sí una realidad con todos sus matices e insondables
riquezas. Y hay otras personas que cuando se las escucha se
tiene la sensación que están repitiendo frases
aprendidas más o menos convencionales, es decir, que
hablan no desde la percepción limpia y directa de la
realidad, sino desde una especie de cuerpo de afirmaciones
convencionales.
Los primeros manifiestan más o menos explícitamente,
un conocimiento abierto, en cierto modo dubitativo ante la
riqueza, multiforme de la realidad, que les resulta demasiado
rica para poder captarla en plenitud. Los segundos parecen
que tienen un esquema muy firme y seguro para dar respuesta
a todas las cuestiones, pero dan la sensación de que
explican la realidad desde un esquema con pocas magnitudes.
Para los primeros la realidad aparece muchas veces abrumadora,
mientras que para los segundos la realidad aparece como exenta
de todo misterio.
Hay artistas, especialmente escritores, que aparecen violentos,
iconoclastas, sensuales, sucios, elementales. Pero, al menos
en el caso de los mejores representantes, suelen ser personas
que reaccionan ante un ambiente demasiado pulcro y aseado,
que ha eliminado los misterios de la realidad y la han vertido
en una explicaciones convencionales que constituye unas especie
de ortodoxia social, y que tiene pretensiones de universalidad.
Efectivamente después de épocas en las que se
crea una visión esquemática y muy clara de la
realidad, suelen surgir reacciones explosivas de protesta
que, por una parte parecen empeñados en desafiar esas
explicaciones y, por otra, mostrar que la realidad es mucho
más compleja e inabarcable. A los diversos "clasicismos"
suelen seguir reacciones "románticas".
A veces esa protesta ante las explicaciones intelectuales
establecidas tiene la forma de rechazo de lo que se considera
una racionalización mental o idealización ideológica
excesiva, y se goza en "refocilarse" en los aspectos
más crudos, más materiales o corporales, más
biológicos y elementales, como la dimensión
más real y fundamental del ,mundo.'
A los "chicos buenos" los relatos de esos escritores
les parece como "una explosión en una letrina",
según la expresión con que Paul Elmer More calificó
la novela "Manhattan Transfer" de John Dos Passos,
y la consideran como la manifestación de lo más
bajo que hay en el ser humano, es decir, la muestra de una
forma de ver y de vivir que se mantiene simplemente en el
nivel sensual, en los instintos más sórdidos
y bajos. Parece que en esas obras hay una diferencia abismal
respecto de las obras clásicas y épicas que
son las que muestran los aspectos más ricos y nobles
de la existencia humana, y, en este sentido, las obras de
esos escritores de que hablo al principio, les parece que
se limitan a sacar a la luz las cosas que de suyo debería
considerarse "obscenas" en sentido etimológico,
es decir, las que han de mantenerse alejadas de la mirada
pública.
Pero si piensa más despacio, es fácil descubrir
en esas obras "provocadoras" la búsqueda,
quizá un poco a ciegas, de una "autenticidad"
que se echa de menos en las explicaciones más convencionales.
Se intuye que en las visiones del "stablishment"
hay algo de falso, que violenta a la realidad tal como se
da en la vida verdadera. Entonces no es raro que se llegue
a mirar a esos autores como más auténticos,
como personas que se han liberado de una costra densa que
impide llegar a captar la realidad en su verdad más
auténtica.
Efectivamente, "la condición humana no soporta
demasiada realidad", y por eso tiende a enmarcarla en
una visión esquemática, ordenada y limpia, fácil
de entender y de aceptar. Además, quizá esos
intentos de "visiones claras" respondan al empeño
por lograr una armonía en el mundo, que en realidad
no existe, pero que se experimenta como necesaria para poder
vivir sin demasiado compromiso y esfuerzo.
Ante la experiencia de estos contrastes entre los convencionales
ortodoxos y los denunciadores díscolos y escandalizadores,
se intuye que hay en verdad una tendencia a ocultar la realidad
real para presentarla convenientemente maquillada y que esta
tendencia nos hace muchas veces perder la realidad del mundo,
e ignorar unas dimensiones dolorosas, incomprensibles, de
la existencia de muchas personas, que es más amplia
de lo que se piensa. Por eso parece que los denunciadores
se gozan cuando la realidad presenta hechos que rompen las
explicaciones convencionales, como el terremoto de Lisboa
en medio del optimista siglo XVIII, que suponen un descalabro
para la civilización, cuando suceden catástrofes
o salen a la luz hechos mezquinos o miserias vulgares en personajes
propuestos como modelos convencionales, que desmienten las
explicaciones simplistas de los bienpensantes.
A pesar de la indudable búsqueda de autenticidad que
hay en los casos mejores, en esas reacciones un tanto explosivas
hay algo que se antoja problemático. La huida de lo
convencional establecido buscando autenticidad deriva hacia
una realidad demasiado tosca, se garantiza la realidad de
lo que se propone a base de recurrir a lo más elemental.
Y ciertamente las pasiones y las miserias son verdaderas,
pero no agotan la realidad. El miedo a caer en propuestas
idealistas cierra el campo de visión de esos denunciadores
y los restringe a sólo aquello que es más elementalmente
real, desconfiando de la autenticidad de experiencias más
elevadas.
En el fondo esos han recurrido a la referencia más
fácil y más "a mano", y nos hacen
correr el riesgo de ignorar lo mejor del hombre o, lo que
es peor, predisponernos a pensar que esas dimensiones superiores
de la existencia han de ser necesariamente falsas. Pero eso
no es cierto. La búsqueda de la realidad sin maquillajes
puede hacer olvidar que lo real no es solamente lo meramente
fáctico. La dosis de protesta y de indignación
que esas realidades dolorosas levantan es la muestra de que
esos hechos incluyen también en sí mismos una
llamada a la excelencia, a la nobleza, al bien, que es lo
que había sido idealizado de manera falsificada en
las presentaciones del "stablishment".
Porque se da también una experiencia semejante, pero
más serena y menos explosiva, cuando se advierte que
algunas personas que hablan lo hacen de verdad, es decir,
que nos ponen en contacto con la realidad a que se refieren,
mientras que la gran mayoría cuando dice hablar de
la realidad, están por el contrario, repitiendo lugares
comunes, frases hechas, explicaciones convencionales. El lenguaje
es la expresión sensible más cercana y frecuente,
de la peculiar condición del hombre, lo que le hace
único. Pero el objetivo del lenguaje, que es la comunicación
personal, no es asunto banal ni fácil. Es una de las
capacidades humanas más altas.
Cuando en la conversación ordinaria no se supera el
nivel de los lugares comunes, quien habla no pasa de ser "un
caso más" de su propio ambiente o de su propia
cultura. En cambio, hay personas que hablan de una manera
que manifiesta la singularidad personal en pleno ejercicio
y con todo su alcance. El idioma que utilizan puede ser el
mismo, con su vocabulario, y sus reglas gramaticales y sintácticas
iguales para todos, pero unas personas lo usan con toda su
plena capacidad de expresar a la persona y de decir verdad,
de expresar realidad. No se trata simplemente de agudeza intelectual
o de rigor lógico, sino de una peculiar "honradez"
en el decir, en el comunicarse con los demás. Son personas
que no sólo profieren correctamente las palabras y
las frases, sino que "dicen cosas", aunque se trate
de cuestiones completamente normales y nada abstractas o difíciles.
Más aún, quienes hablan desde la autenticidad,
nos ponen en relación limpia con la realidad, aunque
no hayan sido capaces de analizarla y expresarla por completo.
Son como quien presenta a otra persona: aunque la conozca
bien, seguramente no lo sabe todo sobre ella, pero a quien
se la presentan no le comunican sólo unos datos, sino
la realidad en sí misma aunque no sea completamente
analizada. Por eso, quien habla de la realidad así,
proporciona una fuente inagotable de verdad, de la verdad
que está en el ser, en la realidad, y no solamente
en las proposiciones abstractas. Ésta es la gran diferencia
entre quien habla "de oídas", de lo que ha
aprendido en libros, y quien habla de lo que ha visto por
sí mismo.
El caso se podría considerar semejante a lo acontecido
en la historia de la revelación sobrenatural: "la
verdad divina revelada, también en su aparecer terreno,
puede ser solamente verdad total y absoluta. Y esto debe ser
válido incluso para la verdad revelada en el Antiguo
Testamento: ciertamente esa verdad tenía una dimensión
histórica interna propia, pero no en la forma de un
acumulamiento progresivo de verdades parciales sobre Dios
y sobre su relación con el mundo, sino, por el contrario,
en la forma de una gradual revelación y explicación
de la única e indivisible Verdad que es Dios mismo.
Así, todo fue ya dicho implícitamente en la
promesa hecha a Abrahán, el elegido; Moisés,
los Jueces y los Reyes, los Profetas y los Sabios levantan
sólo parcialmente el velo que cubre la Verdad ya dada"
(Balthasar).
Ciertamente sería demasiado agotador tener que actuar
siempre desde una percepción directa de la realidad.
Todos debemos abandonarnos en alguna medida a las actitudes
convencionales, a las frases hechas, a las convenciones en
el vestir, en el hablar, en el trato con los demás.
La forma de los saludos, las reglas de urbanidad, las modas
tiene la misión de descargarnos de la responsabilidad
de tener que pensarlo todo. Pero la necesidad que todos los
hombre tenemos de recurrir a los lugares comunes puede hacer
que quedemos demasiado condicionados por esos recursos, y
nos encontremos con que en ocasiones no sepamos explicar o
describir adecuadamente nuestras experiencias o percepciones
más personales, porque advertimos una especial dificultad
para entender con claridad esas propias experiencias, y no
encontramos los modos de decir apropiados. Entonces parece
como si nos faltase el "instrumental" o el "utillaje"
lingüístico expresivo necesario. Es que el lenguaje,
que nos debe proporcionar la posibilidad de manifestar lo
que queremos decir, nos condiciona y nos impone también
unos modos y unas formas expresivas demasiado determinadas.
Es como si en vez de tener un lenguaje constituido por palabras,
estuviese formado por frases ya hechas y resultase muy difícil
construir frases nuevas adaptadas a lo que se quiere decir.
El lenguaje corriente nos da tantos modos de decir, tantas
frases listas para ser repetidas, que nuestros discursos no
suelen pasar de ser combinaciones más o menos afortunadas
de expresiones convencionales. El afán por experimentar
técnicas de expresión literaria, seguramente
responde al empeño por liberar al lenguaje de esas
ataduras. Lo que sucede es que las más de las veces,
esos experimentos se quedan en nuevos estereotipos igual de
rígidos que los que venían a sustituir.
Por eso es tan gozoso escuchar una persona que usa del lenguaje
para expresar fielmente aquello que percibimos. Es realmente
maravilloso encontrar a alguien que escribe o se expresa de
manera que acierta a expresar sobriamente las cosas o las
experiencias fundamentales con un lenguaje que está
verdaderamente al servicio de lo que se trata de comunicar.
El discurso tiene entonces una belleza propia que es un tanto
especial, cualitativamente superior al de los malabaristas
del estilo, que muchas veces no pasan de decir lo mismo que
todos, pero embelleciendo sus palabras con un maquillaje superficial,
casi sólo fonético o gramatical, o quizá
adornándolo con citas de moda de apariencia erudita
o sofisticadamente cultural.
Hay escritores que muestran una retórica nobilísima
y fascinante, precisamente por la unión entre un contenido
no convencional y una forma de decir al servicio fiel de ese
contenido. Algunos filósofos son también magníficos
escritores cuyo mérito esencial es precisamente el
utilizar el mismo lenguaje de todos, pero de una manera no
convencional, sino adecuada a la percepción de la realidad
que ellos han alcanzado.
Entonces no hay que recurrir a centrarse en experiencia más
elementales para hacer un alegato eficaz contra la falsía
de los revestimientos deformadores de la realidad. El lenguaje
ordinario da ya de suyo el medio suficiente para mostrar una
realidad consistente, que se defiende por sí misma,
y que por sí misma muestra su consistencia.
2. Diferencias entre la interpretaciones: interpretación
y conocimiento
La filosofía moderna se caracteriza, entre otras cosas,
porque ha tomado como punto de partida una perspectiva que
podría calificarse de "substancialista",
es decir, de considerar a las cosas, y a las personas, ante
todo como "entes en sí mismo", como cosas
que se conciben aisladamente y que se piensan independientemente
de las demás, sin referencia a ninguna otra cosa. Por
supuesto, el pensamiento moderno conoce la categoría
de la relación, pero la sitúa en un momento
esencialmente ulterior al de la constitución de cada
ente, de cada cosa. Por esto el problema fundamental y nunca
resuelto de la filosofía moderna es la realidad del
conocimiento.
Desde la visión del hombre como criatura, su apertura
a Dios, a lo absoluto, a la realidad, aparece obvia. En consecuencia,
el conocimiento no es nada problemático. Se confía
en que toda la creación existe en el seno de la primera
de las criaturas, la luz, la transparencia mutua de todas
las cosas. Por eso, en el pensamiento premoderno, el conocimiento
es objeto de estudio de una manera esencialmente distinta
de la que tendrá cuando la creación sea rechazada
metodológicamente. Los pensadores anteriores a la modernidad
consideraron cuidadosamente el proceso cognoscitivo humano,
y nos han proporcionado análisis de ese proceso de
una notable finura. Pero en este estudio estaba dado por supuesto
que el conocimiento era real, que la noticia que alcanzábamos
de las cosas es adecuado a ellas y fiable.
Cuando la dimensión substancial y material tiene primacía,
la trascendencia del hombre hacia lo absoluto y hacia lo demás
se hace problemática. Se comienza a plantear cómo
garantizar la coincidencia entre la realidad extramental y
las afecciones que advertimos en nuestras potencias cognoscitivas,
se distingue entre el "conocimiento" que está
en el interior de la mente y la presunta verdad de las cosas,
y se plantea el problema de que si sólo se conoce la
propia idea de las cosas, no hay modo posible de comprobar
si coincide o no con la realidad que pretende expresar. No
se puede reconocer que lo que se conoce no son las propias
ideas, sino que es la realidad "real" exterior y
objetiva la que es conocida "en" esas ideas.
En consecuencia adquiere una importancia decisiva la cuestión
de la "interferencia" entre la realidad exterior
y las potencia cognoscitivas y aparece prepotentemente el
problema de cómo se proyecta la realidad sobre la mente.
Éste es el problema de la interpretación, o
problema hermenéutico.
Este problema se alza con tanta importancia en la teoría
del conocimiento porque es un problema "importado",
traído desde fuera, desde el ámbito de la ciencia.
En efecto, en la ciencia es un problema grave la cuestión
de la adecuación entre lo que se conoce y el modo en
que se conoce. Esta problematicidad tiene su origen en que
la ciencia ha renunciado de entrada al conocimiento directo
propio de la apertura natural del hombre a la realidad, y
ha optado por hacer pasar la realidad por el filtro del sistema
lógico de la ciencia.
En la ciencia sí es real la cuestión de la
interpretación, porque su conocimiento es el fruto
de una proyección de la realidad sobre un sistema lógico
que ha sino construido con anterioridad. A quien ha definido
anteriormente qué aspectos, es decir, qué magnitudes
va a percibir de las cosas a través de la experimentación,
le debe preocupar si esos aspectos son una descripción
completa de lo que se conoce, o si hay otras dimensiones importantes
que no se han "medido". Por ejemplo, sería
"inquietante" observar fenómenos eléctricos
o magnéticos si se ha pretendido describir la realidad
de un sistema que sólo considera las variables mecánicas.
Por eso, en los científicos han de estar atentos por
si, fuera de su sistematización, es decir, fuera de
la ciencia, perciben -por medio del conocimiento espontáneo-
aspectos de las cosas que no han sido incluidos en su sistema
lógico.
El prestigio y la eficacia que ha adquirido el conocimiento
científico ha hecho que se le considere como paradigma
de conocimiento. "Conocimiento verdadero y fiable"
es, en nuestro mundo casi equivalente a "conocimiento
científico". Por esto las teorías del conocimiento
están marcadas por una cierta dependencia del conocimiento
científico y, en consecuencia, están afectadas
del problema hermenéutico.
Pero el problema que se manifiesta en el conocimiento científico,
puede aparecer, y de hecho aparece también en el ámbito
del conocimiento natural espontáneo. Esto sucede siempre
que se renuncia, implícita o explícitamente,
a la consideración abierta y completa de la realidad,
y se opta por considerar sólo los aspectos de la realidad
que interesan al sujeto. En este sentido la ciencia experimental
positiva se podría considerar una formalización
altamente sofisticada de la tentación de ponerse en
el centro del mundo y hacer pasar el universo entero por el
filtro de los propios intereses.
Y efectivamente, cuando las cosas se ven de esa manera, aparece,
como en la ciencia, la cuestión de la interpretación:
una persona que mira al mundo desde sus intereses exclusivos,
no conoce la realidad, sino el constructo que ha elaborado
desde las constantes que ha puesto antes. El fruto de ese
conocimiento, en cuanto que responde a ese modo de mirar,
no es conocimiento de la realidad en sí misma, sino
conocimiento de algo que, en el fondo es una producción
de la propia mente. Cierto que ese producto de la propia mente
ha contado con un elemento exterior, objetivo y consistente,
pero esto no obsta para que el producto sea una elaboración
mental.
Habría que establecer una diferencia radical entre
el conocimiento verdadero de la realidad, y estos conocimientos
que son más bien el fruto de una inteligencia decaída
y marcada por el pecado original. Por supuesto, este aspecto
de la herida del pecado de origen no suele estar muy presente
en la predicación ascética, pero no por ello
es menos real y peligrosa. No parece que este defecto que
arrastramos en nuestra mente sea tan grave como el que ha
debilitado nuestra voluntad o ha desordenado nuestras potencias,
pues no parece que induzca de manera tan próxima al
pecado. Sin embargo sus estragos a largo alcance son aún
más insidiosos que los de la concupiscencia.
Para defendernos de ese peligro es preciso recuperar el sentido
de la contemplación y de la atención a la riqueza
significativa que tiene la realidad por su condición
de criatura de Dios. Sólo desde esta premisa es posible
recuperar a su vez la validez del conocimiento de lo real,
especialmente de las personas y de las realidades más
significativas.
Entonces no se tratará de someter todo conocimiento
al tratamiento de las cuestión hermenéutica,
sino de distinguir previamente qué tipo de conocimientos
están afectados de necesidad de ese tratamiento y cuáles
no. Especialmente importante será advertir que las
cosas conocidas por la contemplación, no deben ser
sometidas a estudios verificativos de la misma manera que
los conocimientos que son fruto de visiones interesadas, sean
intereses del sistema lógico científico, sean
del interés personal.
Esta diferencia se manifestará ante todo en que el
conocimiento contemplativo, es un conocimiento que pone a
la persona en contacto con la realidad en cuanto tal, es decir,
en cuanto consistente en sí misma y no construida por
la mente humana. Esto implica que esa realidad será
siempre vista como algo que excede la mente del que la trata,
y que por lo tanto incluye algo de misterio, de inalcanzable
en su totalidad. Por el contrario el conocimiento interesado
prescinde de lo real y se queda exclusivamente con su constructo
mental. La contemplación pone al hombre en un mundo
de realidades, mientras que las interpretaciones ponen al
hombre en un mundo en el que la realidad ha quedado reducida
a una pocas dimensiones, es decir, a una especie de artefacto
que en cuanto tal puede ser plenamente conocido porque es
fruto de la mente humana.
El mundo del contemplativo es un mundo consistente, a veces
exigente, que puede sorprender y ante el que se debe tener
una actitud de atención y respeto, pero que por eso
mismo puede configurar un hogar real que acoge y defiende
a la persona. Por el contrario, el mundo interpretado es un
pseudo-mundo del que sólo se perciben las dimensiones
que se adaptan a los intereses de cada uno en cada momento,
lo que no interesa es como si no existiera. Sus elementos
son perfectamente dominables, en cierto modo "blandos
y flexibles", por eso nunca "hieren" ni comprometen
a quien lo ha elaborado, pero por eso mismo es un mundo que
no puede proporcionar nada de ayuda, pues no tiene más
que aquello que el hombre dominante ha puesto en él.
3. Gradualidad en el "ejercicio" de la vida:
relaciones reales
La diferencia entre el mundo "real" y en mundo
"interpretado", no se refiere solamente al ámbito
del conocimiento, sino que afecta a la cualidad de la vida
de la persona. Es completamente distinto vivir en un mundo
cuya realidad se reconoce como tal, o vivir en un "mundo
interpretado". En la primera elegía de Duino,
escribió Rilke que hasta "los sagaces animales,
ya advierten que no estamos muy seguros en este mundo interpretado".
Ciertamente todo ser vivo, por ser vivo, se sitúa
en un centro de percepción que le da una perspectiva
limitada de todo. Pero por su capacidad de conocer la realidad
en cuanto tal, el hombre es capaz de superar esa especie de
"encerramiento" en su perspectiva, y reconocer las
cosas en su condición de realidades consistentes: "Fieri
aliud inquantum aliud" es una vieja definición
de su comportamiento cognoscitivo frente al mundo. "Hacerse
otro 'en tanto que otro'" significa captado como no entendido,
como algo que no sólo tiene sentido en mi mundo, sino
que él mismo es sujeto para el que existe un significado.
La razón comienza sabiendo que existe algo de lo que
no se sabe nada, o que, al menos, no se comprende. Las palabras
"ser", "existe" y "hay" abren
un horizonte cuya extensión es infinita y cuyo centro
se halla en todas partes, por tanto, no exclusivamente en
el lugar en que ya mismo me encuentro. Existir en este horizonte
significa hallarse en insuperable tensión con el hecho
de que el ser racional es también un viviente, que
sigue estando en el centro de su mundo circundante e interpretando
el mundo desde el punto de vista de su inquietud por el propio
poder ser" (Spaemann).
Cuando la realidad es reconocida como tal, la persona se
percibe a sí misma como llena de relaciones con otras
realidades, especialmente con otras personas, que son vistas
como tales personas, es decir, como seres dotados de capacidad
de conocer, libres, con las que se puede mantener un diálogo
real, y enriquecerse con las aportaciones de los demás.
Esto implica que quien vive en esta situación debe
cultivar el hábito de la atención, del respeto,
de la escucha. Éste es un mundo rico, del se pueden
esperar ayudas que no proceden de uno mismo, sino de la capacidad
creadora de los otros y que, por eso mismo enriquecen inusitadamente
el propio mundo y la propia existencia.
Lógicamente en estas cualidades hay grados, de forma
que la percepción de los demás puede ser más
o menos intensa, desde una atención contemplativa plena,
que reconoce y procura "comprenden" la realidad
del otro, hasta decaer en una visión en que esa realidad
queda casi reducida a los aspectos dictados por el propio
interés, y, por tanto, como decíamos antes,
aparecer casi como simples artefactos.
Esta gradatoria en la percepción de los demás
se traduce en una gradatoria de intensidad de vida. Cuando
en el Evangelio se dice: "He venido para que tengan vida
y la tengan en abundancia" no se expresa algo que sea
ineligible únicamente desde el punto de vista sobrenatural,
es decir, desde la distinción entre la vida natural
y la sobrenatural. La gradualidad de la vida, el poder tener
más o menos vida, es propio de la existencia natural
del hombre. Esta posibilidad de niveles más o menos
ricos radica precisamente en la diferente calidad de las relaciones
que se establecen. La vida humana en cuanto tal no es principalmente
una cuestión biológica, es relación con
el mundo y, sobre todo, con las demás personas.
Esto es lo que está en la base de que haya personas
cuya vida sea muy plena e intensa y tenga sentido la afirmación
del poeta que declaró al final de sus días:
"Confieso que he vivido" (Pablo Neruda); o la de
quien escribió: "Fui a los bosques porque quería
vivir con plena conciencia, y afrontar los hechos esenciales
de la vida, ¡es tan costoso el vivir! Quería
sacar a la vida todo el meollo, no fuera a suceder que llegara
el momento de la muerte y me diera cuenta entonces de que
no había vivido" (Henry David Thoureau, "Walden
o la vida entre los bosques"). Esta percepción,
más o menos clara, se encuentra también en aquella
vieja canción que decía: "¿Quién
maneja mi barca, que a la deriva la lleva?". Es la advertencia
de que es posible que la propia vida no sea ejercida tanto
por el sujeto que la vive, cuanto por algo o por alguien que
la lleva "desde fuera".
Estas percepciones tienen como manifestación el que
los hechos de la propia vida pertenezcan a quien los realiza
con una intensidad variable, que sean más o menos propios,
y que, en consecuencia, esos hechos sean más o menos
verdaderos. Veamos un poco más detenidamente esta diferencia.
Los hechos que configuran la vida no pueden ser explicados
simplemente desde el punto de vista de su simple acontecer
físico, o puramente sensible. Los hechos son verdaderamente
"biográficos", es decir, contribuyen a definir
la propia vida, cuando el sujeto que los realiza, los posee
realmente como propios. Por eso los animales no tienen biografía,
porque sus hechos remiten solamente a sus instintos y a sus
circunstancias externas. Pero el ser humano tiene la maravillosa
capacidad de ser libre, es decir, ser principio profundo de
sus actos, sin que éstos puedan remitirse a causas
anteriores.
Cuando los actos humanos son verdaderamente libres, es decir,
cuando tienen su origen en la capacidad "creativa"
de la persona, entonces le pertenecen de manera cualitativamente
superior a como pertenecen sus actos a una causa necesaria.
Pero esta actuación libre requiere que la persona que
actúa tenga una relación específica con
el objeto con que se relaciona. Una acción que brote
simplemente del instinto, o del estado de ánimo, es
decir, que sea expresión de una especie de dinámica
interna necesaria, no es una acción libre en sentido
propio. Puede ser espontánea, pero no libre. La libertad
reclama conocimiento y relación adecuada con aquello
sobre lo que se actúa. Por eso, se puede afirmar que
la acción libre tiene como norma interna suya la "moralidad".
Esto significa que en esa acción se relaciona con algo
que tiene la capacidad de interpelar a la libertad, es decir,
que se ha percibido como consistente en sí mismo, con
un principio de reposo y de teleología que es lo que
llamamos "naturaleza" o "esencia" o su
ser en sí mismo.
La ley de la naturaleza en sentido clásico, es precisamente
esa interpelación que la realidad dirige a la libertad
del que actúa. El pensamiento moderno renunció
por sistema a tener en cuenta la naturaleza de las cosas,
pues se pensaba que eso era algo oscuro e inútil ("causarum
fínalium inquisitio sterilis est, et tanquam virgo
Deo consecrata, nihil parit"), y se limitó a considerar
la naturaleza como el resultado del conocimiento científico
que es un conocimiento de las meras propiedades y regularidades
de comportamiento en los objetos. Por eso, la realidad así
percibida no podía dirigir ningún tipo de interpelaciones
a la libertad, y la libertad se entendió como simple
posibilidad de actuar incondicionadamente. Pero esto tiene
como consecuencia que las acciones pierden su consistencia
de relación con la realidad, y se limita a manipular
una especie de materia prima irrelevante en si misma. La moralidad
misma desaparece entonces, o cambia sustancialmente de carácter:
se convierte en la exigencia de espontaneidad libre de condicionamientos,
o en el cálculo de las consecuencias de los actos.
Algo semejante acontece cuando la realidad queda reducida
por la perspectiva interesada. Tampoco entonces se establecen
relaciones verdaderas y sólo quedan las relaciones
de dominio, o las dictadas por la fuente de esos intereses,
que son parecidas a las relaciones de los animales que, a
través de su instinto, responden a los estímulos
que proceden del "medio" en que viven.
En un mundo que sea fuertemente interpretado, las acciones
pierden su calado humano y decaen hacia meros actos brutos,
biográficamente irrelevantes. Por eso, cuando la persona
vive en un ambiente en que el mundo es muy interpretado, es
decir, cuando no se relaciona con las cosas y las personas
desde una actitud de respeto y de atención, tiene inevitablemente
la sensación de que sus actos no son verdaderos actos
suyos, y de que le viven la vida.
Esto sucede más o menos intensamente cuando el ámbito
vital en que se desarrolla la propia existencia da ya de entrada
todas las valoraciones y establece todas las pautas de actuación
y de respuesta a las diversas circunstancias de la realidad.
Entonces las acciones de las personas son necesariamente "tenues",
poco propias, incapaces de expresar la propia singularidad
personal. La experiencia de abandonar un mundo en el que las
cosas estén muy interpretadas, y en el que haya una
normas de actuación muy deterministas, tiene el efecto
inmediato de que la vida se amplia y los actos cobran una
intensidad nueva.
Ciertamente entonces se corre el riesgo de poner tanto el
acento sobre la creatividad de la propia libertad, que se
olvide la realidad y sus reclamaciones naturales. Pero si
ese abandono se hace precisamente para poder percibir con
limpieza la realidad de las personas, y se cultiva la atención,
la compresión y el buen cariño, es decir, si
se está prevenido ante el peligro de considerarlo todo
desde el propio interés, la experiencia profunda es
de apertura de un mundo nuevo y maravilloso.
Por supuesto, nosotros no podemos ser tan independientes
que superemos completamente toda interpretación. Sabemos
que el pecado original ha afectado decisivamente a nuestro
modo de conocer. Esto está siempre presente condicionando
nuestros conocimientos y nuestra visión de la realidad
en función de las preguntas que nos hacemos en cada
momento. Pero la autenticidad, el carácter verdaderamente
"personal" de una vida depende en buena parte del
empeño por superar las reducciones que las circunstancia
imponen a nuestro modo de mirar y de percibir las personas
y las cosas.
Desde luego todos tendemos a ver a las personas en la perspectiva
que imponen sus circunstancias. Nosotros no podemos percibir
demasiada realidad. Sólo a una pocas personas podemos
percibir en su condición verdaderamente personal. A
los demás los percibimos como "el médico",
o "el sacerdote", o "el tendero". No obstante
hay ambientes interpretativos tan condicionantes que llevan
a ver a las personas más cercanas no ya como "mi
hijo Ticio" (que es siempre una persona singular, a la
que se ha puesto un "nombre propio", no un nombre
común), sino en la perspectiva que impone el lugar
de ese hijo en el ámbito interpretativo de que se trate,
de manera que si esa posición institucional cambia
de alguna manera, casi se puede decir que aquel hijo ha salido
de la vida.
Desde luego quien vive en situaciones tan condicionantemente
interpretativas, no puede ejercer una vida personal auténtica.
En todo caso se podría decir que ha remitido su vida
a la vida de la instancia interpretativa, ya sea un ámbito
cultural más o menos amplio o un ámbito más
reducido como podrían ser los ámbitos profesionales,
científicos o instituciona1es, y se considera a sí
mismo como un "momento" de la vida esa instancia.
La vida cultural, por intensa que sea desde su propio punto
de vista colectivo, es empobrecedora desde el. punto de vista
personal. Quien desarrolla su existencia en ese ámbito
se verá seguramente asaltado por la vieja pregunta;
"¿Quién maneja mi barca?".
Puede ser que en los ambientes fuertemente interpretativos
se trate de compensar la pérdida de las dimensiones
personales de la vida de las personas con la afirmación
y la atención de ciertas peculiaridades a nivel más
superficial, como son los aspectos de aficiones 1údicas,
o de condiciones físicas, o de aficiones culturales.
Pero en la medida en que esas singularidades son más
propias del "individuo" que de la "persona",
resultan engañosas y conducen a pensar que "hacer
justicia" a la persona se reduce a atender a sus dimensiones
más superficiales, olvidando la dimensión más
propiamente personal que es la capacidad de ver y entender
las cosas por sí mismo.
4. Educación y transmisión de interpretaciones:
maestros y "formadores".
En un mundo interpretado la educación cambia necesariamente
de carácter, pues es muy diferente la preparación
para la vida contemplativa de la realidad, de la mera transmisión
de las interpretaciones convencionales.
El mundo interpretado es simple, esquemático, carente
de misterios. Todo lo que hay en él está perfectamente
definido por las interpretaciones establecidas. Las acciones
de las personas se consideran según un abanico de calificativos
bien determinado, que permiten eludir la atención cuidadosa
y respetuosa a la singularidad irreductible de las personas.
La educación que se da para integrar a alguien en
un mundo interpretado, tiene elemento para que se la pueda
calificar de "manipulación" porque supone,
al menos implícitamente, el intento de despojar a cada
persona de sus capacidad de ver con sus propios ojos, es decir,
de su capacidad más personal para que se remita a las
valoraciones vigentes, y a considerar a los individuos como
un conjunto de "propiedades" de manera semejante
a la materia prima que se usa para la construcción
de los artefactos. Por eso, en la modernidad han surgido "teorías
de la educación" que difieren sustancialmente
de la visión de la época premodema.
Adolf Hitler decía que él liberaba a las gentes
de esa cadena de la conciencia que era insoportable para la
inmensa mayoría. Es propio del ámbito de la
realidad interpretada el pedir a las personas singulares que
abdiquen de su conciencia en los asuntos más importantes
y se remitan simplemente a las valoraciones interpretativas
vigentes en ese ámbito.
En cambio, cuando se trata de vivir la vida en primera persona
la educación que se requiere es la que prepara a mirar
la realidad con atención, dispuestos a dejarse llenar
por la densidad de verdad y de bien y de belleza que la realidad
presenta. La educación para la vida realmente personal
no es manipulación, sino ayuda respetuosa para que
cada uno pueda cumplir su propia teleología. Los que
pueden enseñar a vivir de manera contemplativa son
los "maestros". Se podría expresar esta tarea
con las mismas palabras con que Newman comenzaba su descripción
del "gentleman": "Su tarea principal consiste
en eliminar los obstáculos que se oponen a la libre
actividad de aquellos que lo rodean. Más que tomar
la iniciativa por cuenta propia, es una ayuda para la acción
propia de los demás. Su ayuda se podría comparar
a la de aquellas cosas que se denominan comodidades o facilidades
para las disposiciones de naturaleza personal: algo así
como una butaca o un buen fuego, que tienen su papel a la
hora de superar el frío o el cansancio, aunque la naturaleza
proporcione, también sin ellos, tanto medios para descansar
como calor animal".
Los maestros son personas que muestran a los demás
el camino hacia una percepción lo más limpia
posible de la realidad. Esto no es asunto "técnico",
es decir, no se puede dar comunicando unas instrucciones concretas,
como las que se dan para el manejo de una máquina.
Estas instrucciones tiene un carácter universal y unívoco
y su aprendizaje tiene esencialmente un carácter de
una teoría aplicable unívocamente a todos los
casos. La enseñanza de los auténticos maestros
tiene un carácter decisivamente personal. Cuenta con
la capacidad de cada uno para ver la realidad con sus propio
ojos. Por eso los verdaderos maestros no se limitan a transmitir
"instrucciones", sino que saben también acoger
las observaciones de sus pupilos, confiados en que éstos
están poniendo en juego la capacidad de conocer que
están cultivando. La gran diferencia entre las lecciones
de los maestros -que se llamaban "lecciones magistrales"-
y las lecciones de los profesores, es que éstos se
limitan a transmitir lecciones ya escritas y establecidas,
mientras que en las lecciones magistrales quien asiste se
ve en la experiencia amplia de contemplar una persona en el
ejercicio de su capacidad más noble de conocer.
El maestro no se limita a transmitir un cuerpo de doctrina
ya establecido, sino que a través de su palabra pone
a quien le escucha en la cercanía de una presencia
que "activa" la capacidad propia de cada uno para
conocer la realidad. Ciertamente el maestro también
comunica contenidos intelectuales precisos, pero lo hace de
manera que esos contenidos aparecen unidos al proceso mental
y humano que los origina. Por eso el maestro es alguien que
da paso a la realidad y muestra el camino para alcanzarla
en su ser propio. El maestro enseña a contemplar.
Ésa es sin duda la gran diferencia entre una "universitas
magistrorum", según la expresión con que
Etienne Gilson utilizó para caracterizar la Sorbona
en la que estudió, y una academia de buenos profesores
que explican con claridad y competencia lo que otros han investigado
y conseguido. Y es también la diferencia entre el estudio
de manuales y el del estudio de las obras de los grandes maestros.
Seguramente se aprenderán más fácilmente
las conclusiones prácticas de la ética estudiando
un buen manual que leyendo la "Ética a Nicómaco"
de Aristóteles. Pero en la lectura de esta obra clásica
se pueden advertir no solamente una conclusiones sobre lo
que se debe hacer y lo que se debe evitar, sino la misma actividad
del genio griego ante el fenómeno de la moralidad.
Actualmente es posible que un estudiante de primeros cursos
de ciencias afronte un problema de mecánica aplicando
directamente unas formulaciones que Newton no había
conocido. Ese estudiante podría pensar que su mirada
el problema en cuestión es inmediata, pero en realidad
estaría mirando el problema a través de unos
logros que no son de ninguna manera inmediatos. La mirada
del joven estudiante sería una mirada condicionada
por los logros anteriores a él, y que hombres de inteligencia
egregia no habían podido tener. Quizá el estudiante
no es de inteligencia excepcional, pero con su visión
aventaja a hombres de inteligencia superior. Lo expresivo
de este ejemplo, es que lo que se piensa como una mirada limpia
de la propia inteligencia hacia los movimientos de los cuerpos,
en realidad está filtrado por una ciencia previamente
establecida. Ciertamente en este caso la mirada se enriquece
en su capacidad de resolver los problemas concretos, pero,
si no advierte los presupuestos de su enfoque, estará
cerrándose el camino para detectar la realidad tal
cual es.
El profesor competente se mueve en el nivel de los ya conseguido,
e implícitamente equipara la ciencia recibida con las
percepciones directas de la realidad. Lo que hace un profesor
competente es introducir al estudiante en la tradición
científica en que se encuentra. Por eso, a investigadores
que se encuentran sumidos en estas tradiciones científicas,
las gentes profanas les hacen a veces preguntas elementales
que ellos mismo no se han planteado, mostrando así
que la mirada que tienen sobre la realidad está muy
condicionada por el ambiente de investigación científica
en que viven, es decir, miran al mundo no directamente sino
a través de la interpretación vigente es ese
ámbito concreto. Las preguntas sorprendentes de los
profanos suele tener el buen efecto de despertar a los científicos
del sueño de pensar que están percibiendo la
realidad con mas nitidez y profundidad que nadie.
De manera análoga, los que son considerados buenos
"formadores" de personas en ámbitos culturales
o institucionales muy interpretativos tienen como objetivo
el introducir en ese mundo a los que llegan, de manera que
adopten las pautas, las perspectivas, los enfoques y las explicaciones
vigentes. Estos formadores se encuentran con todo ese bagaje
ya dado y nunca se sitúan en una perspectiva que pueda
cuestionarlo. Por eso tampoco llegan a sus raíces.
Se limitan a inducir actitudes que tienen su principio en
otros lugares. Los profesores cuentan con la capacidad asimilativa
de los jóvenes, y con la disponibilidad de sus potencias,
pero no con la dinámica propia de la acción
humana auténtica, que exigiría llegar a las
raíces del comportamiento realmente humano, a su libertad,
a su capacidad de ver las cosas con los propios ojos, y de
dar una respuesta libre e inédita.
Los maestros, por su parte, cuentan ciertamente con está
dinámica. Pero no imponen comportamientos concretos
y van más al fondo de la persona. Los maestros no enseñan
primariamente lo que dicen los libros, sino que enseñan
a pensar, a percibir las luces de la realidad, a poner en
actos las mejores capacidades de cada uno. Ciertamente eso
lo hacen mientras transmiten conocimientos, y mientras familiarizan
a los jóvenes con los logros de otras personas libres,
pero van siempre más allá de los simples logros
establecidos, y marcan como una cierta distancia respecto
de esos logros. Familiarizando a sus discípulos con
el proceso que dio lugar a esos resultados, les hacen revivir
la situación del genio que desde la percepción
directa de la realidad supo expresarla en los logros que aparecen
en los manuales ya establecidos.
Había un maestro de física, catedrático
de la asignatura "Mecánica Racional", que
decía que, hasta un cierto tema, él entendía
lo que explicaba, y por eso desarrollaba algunos temas de
mecánica "conceptualmente", pero que a partir
de un cierto momento ya no entendía nada. En realidad
explicaba también esos temas con una gran claridad,
pero aún así afirmaba que "no entendía"
aquello porque se trataba de desarrollos matemáticos
en los que la realidad física quedaba perdida: la lógica
de los conceptos dejaba su lugar a los procesos matemáticos.
Ya no era la realidad la que se percibía, sino su interpretación
matemática. Esta pérdida implícita y
"oculta" de la realidad era lo que estaba en la
base de que los científicos sean tantas veces incapaces
de percibir imperativos éticos para su propia tarea:
la realidad interpretada no interpela ni reclama respeto.
Por eso no es extraño, volviendo ya al ámbito
de la educación general humana, que quienes han desempeñado
la tarea de ser formadores en el sentido que estamos utilizando,
al cabo de los años aparezcan un una situación
un tanto problemática. En principio podría pensarse
que esas personas deberían mostrarse maduras y seguras
de su posición en la vida, expertos en humanidad y
conocedores a fondo del corazón humano. Sin embargo,
muy frecuentemente no es así. En realidad no llegaban
al fondo y eran solamente transmisores enérgicos, y
a veces violentamente desconsiderados, de ciertas actitudes
muy concretas, al modo como un sargento impone la disciplina
a unos reclutas o, todos los más, como un mecánico
de automóviles puede transmitir ciertas destrezas a
sus peones. Pero hay aún un aspecto más paradójico
y de más graves consecuencias. En el caso de los que
tenían la misión de dar formación propiamente
humana, o cristiana, la cuestión es que entre la fraseología
que dominaban había expresiones que se referían
a asuntos de fondo. Como esa referencias eran solamente "formales",
un tanto estereotipadas, y no tenían otras base que
el ser parte de las interpretaciones vigentes, cuando aflora
la verdad de los que hacían, ya no pueden entenderse
a sí mismos y caen en perplejidades desconcertantes
y, a veces, en crisis psicológicas bastante profundas.
Otras personas singulares que se han movido siempre desde
la autenticidad, quizá han aceptado por un tiempo la
inducción de actitudes predeterminadas, al modo como
un niño acepta los métodos de caligrafía.
Pero cuando, pasado el tiempo, y llegado el momento de la
madurez, pretenden moverse desde la posesión personal
de su vida, no pueden aceptar sin más la imposición
de esas pautas deterministas, y abandonan con desencanto el
ámbito en que la realidad se les roba cada día
con la pretensión de imponerles una disciplina artificiosa
y unas interpretaciones omnicomprensivas.
5. Los "misterios" y la "ortodoxia":
las fórmulas convencionales
La tendencia a sustituir el mundo real por el mundo interpretado,
aparece con una fuerza especial en el ámbito de las
expresiones de tipo doctrinal-religioso, en el que efectivamente
hay muchas fórmulas y definiciones establecidas con
la autoridad de la Iglesia y que son el fruto de intensas
batallas doctrinales en momentos singulares de la historia.
Además de las definiciones estrictamente "dogmáticas",
se han ido elaborando a lo largo de la historia sistemas más
o menos afortunados que pretenden ordenar en una visión
armónica el conjunto de la fe cristiana. Pero esto
no debe llevar a pensar que se puede prescindir del carácter
inagotable del misterio para quedarse sencillamente con las
expresiones dogmáticas o los sistemas teológicos
más consagrados. Como ha advertido Juan Pablo II, "La
capacidad especulativa, que es propia de la inteligencia humana,
lleva a elaborar, a través de la actividad filosófica,
una forma de pensamiento riguroso y a construir así,
con la coherencia lógica de las afirmaciones y el carácter
orgánico de los contenidos, un saber sistemático.
Gracias a este proceso, en diferentes contextos culturales
y en diversas épocas, se han alcanzado resultados que
han llevado a la elaboración de verdaderos sistemas
de pensamiento. Históricamente esto ha provocado a
menudo la tentación de identificar una sola corriente
con todo el pensamiento filosófico. Pero es evidente
que, en estos casos, entra en juego una cierta "soberbia
filosófica" que pretende erigir la propia perspectiva
incompleta en lectura universal. En realidad, todo sistema
filosófico, aun con respeto siempre de su integridad
sin instrumentalizaciones, debe reconocer la prioridad del
pensar filosófico, en el cual tiene su origen y al
cual debe servir de forma coherente".
La lógica interna de la teología que medita
la Revelación y su instancia sistemática, sugiere
constantemente a la Iglesia nuevas formulaciones y reglamentaciones
disciplinarias. Es el testimonio vivo del Espíritu
Santo en la Iglesia, que "recibirá de lo mío
y os lo hará conocer" y que de esta manera manifiesta
en realidad su libertad divina y su personalidad distinta
de la del Verbo. Él no conoce la adhesión servil
a la "letra" y en su propia libertad muestra al
mismo tiempo también la vitalidad de la palabra de
Dios. Palabra que desde el principio es más que una
simple letra, y por eso no puede quedar aprisionada como en
una cárcel en ningún libro, ni siquiera en un
libro inspirado (In 20, 30; 21, 25). No obstante, el mismo
Espíritu que descubre las conexiones internas del Verbo
Revelado y que hace germinar nuevo Espíritu por medio
de la confrontación de aquello que es espiritual con
aquello que es espiritual ("spiritualibus spiritualia
comparantes", 1 Cor 2, 13; para Orígenes se trata
de la palabras programática de toda la investigación
teológica), demuestra en esto su libertad y su carácter
inagotable hasta tal punto que la idea de una perspectiva
sistemática y de conjunto sobre la sabiduría
divina, aunque sólo fuera sobre la parte de ella que
ha sido revelada, aparece como algo imposible y como una forma
monstruosa de racionalismo.
En realidad, ni la serie de las definiciones dogmáticas,
conciliares y papales, ni la sucesión de las especulaciones
teológicas, en cuanto "sistemas" y "sumas"
se conectan las unas a las otras de manera talmente significativa,
pueden tener como consecuencia histórica la de ofrecer
un cuadro de conjunto de la Revelación que en cierto
modo complexivo, casi como si el sentido del tiempo concedido
a la Iglesia desde Cristo hasta el Juicio Universal, fuese
en primer lugar el de llevar la formulación de la Palabra,
que en la Escritura se encuentra en cierto modo confusa y
casual, a una formulación teológica más
orgánica y sintética (enriquecida por las conclusiones
teológicas), o incluso poco menos que exhaustiva. Para
recobrar la razón desde ia exaltación de semejante
progreso teológico-gnóstico sería suficiente
echar una mirada a la situación actual de la relaciones
entre la exégesis y la dogmática; estamos en
presencia de una crisis de fondo, que se arrastra desde hace
tiempo y que fuerza simplemente a un nuevo modo, aún
más esmerado, de escucha del originario Verbo Divino.
Por esto, daría muestra que no saber lo que trata,
quien dijera que cuando se ha conseguido una formulación
ordenada y clara de algún aspecto de la fe, por ejemplo,
en la teología sacramentaria de Santo Tomás
de Aquino, ya no hay que seguir investigando en esa línea,
sino limitarse a aprender esa doctrina teológica.
Sólo distinguiéndolos cuidadosamente podremos
defendernos de la tentación racionalista de sustituir
el misterio insondable de la fe por sus expresiones teológicas,
que son relativamente "controlables" desde la técnica
escolástica o teológica. No obstante, el deseo
de controlar la fe hace que se busque la seguridad de las
fórmulas y se sienta pasión por la ortodoxia.
Se olvida entonces que esas fórmulas venerables están
al servicio de un contenido que las excede necesariamente,
y se tiende a mantener la vigilancia sólo sobre esos
modos de expresión. La fe queda, en consecuencia, "enervada",
se le quita su fuerza viva. El resultado es que se tratará
de unas expresiones llenas de seguridad, que quizá
proporcionen por algún tiempo cierta satisfacción
de firmeza, pero que antes o después manifestarán
que no pueden iluminar la vida de las personas, sobre todo
en un tiempo en que las situaciones nuevas sobrevienen constantemente.
Y lo mismo sucederá con los demás ámbitos
de la vida. La visión del mundo que se engendra desde
esas posiciones mentales tienden a la nostalgia de tiempos
pasados y privan a las personas de la energía necesaria
para afrontar con optimismo los cambios que tienen lugar en
la vida del mundo actual. La mentalidad en lo político,
en lo social, en lo económico, y demás, se manifiesta
fuertemente conservadora. En lo intelectual degenera hacia
la posición de los "empollones" más
de que los verdaderos amantes de la verdad, capaces de dar
respuestas convincentes a las cuestiones que van surgiendo
cada día. Las instituciones se muestran mucho más
preocupadas por la seguridad para mantener las posiciones
adquiridas que por la creatividad para afrontar las nuevas.
Un mundo interpretado es un mundo manejable pero no vivo y,
por tanto, no fecundo.
Hasta en las cuestiones de aspecto externo, la "categoría
humana" se confiará a unas formas estéticas
más bien fijistas y un tanto envaradas. En vez de configurar
el mundo, se va constantemente detrás de los que lo
hacen surgir.
Esto es grave porque en el caso de que aquí se trata,
la cuestión de la presencia en la frontera es esencial.
Lo cierto es que en vez de actuar sobre el mundo, se va a
la zaga de los más valientes y capaces. Sólo
cuando se ha demostrado que ciertos pensadores o teólogos
son inequívocamente buenos, se opta por dar el paso
de incorporar los a la bibliografía convencional institucional.
Esta actitud está favorecida por el hecho de que esa
forma de "ortodoxia" es mucho más fácil
de enseñar y de transmitir que la actitud de contemplación
verdaderamente fiel del misterio cristiano. No hace falta
ninguna creatividad especial para explicar o aprender de memoria
las fórmulas o las lecciones de autores del pasado.
Las lecciones pueden confiarse a cualquiera que dedique suficiente
tiempo a estudiar lo que otros han establecido, aunque es
seguro que las explicaciones no pasarán de ser repeticiones
cada vez más muertas. Como ha señalado Juan
Pablo II en su última encíclica, "Los
conocimientos fundamentales derivan del asombro suscitado
en él por la contemplación de la creación:
el ser humano se sorprende al descubrirse inmerso en el mundo,
en relación con sus semejantes con los cuales comparte
el destino. De aquí arranca el camino que lo llevará
al descubrimiento de horizontes de conocimientos siempre nuevos.
Sin el asombro el hombre caería en la repetitividad
y, poco a poco, sería incapaz de vivir una existencia
verdaderamente personal".
Quizá no sea descabellado decir que esa forma de ortodoxia,
es en realidad un flaco servicio a la causa de la fe. La fe
cristiana debe ser una fe viva, no sólo en el sentido
de abandono confiado en el poder de Dios, sino en el sentido
de que los conocimientos han de estar insertados en la llama
de la vida. La ortodoxia no puede ser "fijismo"
ni atadura a unas fórmulas que quizá fueron
significativas otro tiempo, pero que ya no lo son. Para garantizar
la fidelidad de la Iglesia a su obra redentora, Jesucristo
no confió en documentos precisos o en ordenaciones
jurídicas muy vinculantes, sino que envió al
Espíritu Santo, Señor y "dador de vida".
Su obra y su doctrina era esencialmente "vida",
y sólo en la vida podían ser "escritas".
Cuando para hablar de un tema doctrinal o ascético
personas muy diversas recurren siempre a los mismos esquemas
y a las mismas expresiones, es señal de que la referencia
no es la realidad de que se habla, sino las fórmulas
convencionales establecidas. Cierto que el discurso sonará
bien a quienes desean solamente que se les recuerde lo que
ya saben, pero impedirá a todos alcanzar algo siquiera
de lo mucho que no saben. Cuando esto se produce, las personas
más clarividentes dejan de escuchar incluso a las instancias
más altas, porque saben que no podrán esperar
de ellas más que repeticiones. En cambio, cuando la
mirada va más allá de las fórmulas y
alcanza la realidad a la que apuntan, las formulaciones resultarán
al mismo tiempo fieles y nuevas, asombrosas y profundamente
familiares.
Además ese ámbito más amante de las
fórmulas que de las riquezas de la verdad, tenderá
lógicamente a manipular esa misma verdad, a utilizarla
como apoyo de sus posiciones, y esto incluso en el caso de
las Sagradas Escrituras. Por eso, de esa forma de ortodoxia
no se esperará ninguna luz de fondo para afrontar las
cuestiones doctrinales y morales las difíciles. En
el fondo no se fomenta la investigación libre y creadora
porque implícitamente se teme el peligro de que de
esas investigaciones pudiera surgir algún juicio sobre
las propias interpretaciones, o sobre los "revestimientos
doctrinales" que se hacen convencionalmente de las opciones
autoritarias.
6. Mundanidad y extrañeza del mundo
La posición de quien está sumido en una visión
interpretada del mundo es, en cierto modo, cómoda.
Pero es una posición antinatural y violentante de la
mente humana. La persona humana es de condición mundana,
y ha sido creada para la vida, en sentido trascendente y en
sentido natural.
Los modernos entendieron inequívocamente que la visión
del mundo interpretado suponía que el hombre se hacía
"acósmico", desarraigado, sin hogar seguro.
Porque el ambiente protector de la institución interpretadora,
no es humano.
La afirmación frecuente de que para entender el mundo
hay que tener algún tipo de interés sobre él,
es falsa en su sentido más profundo. Más aún
es dependiente de la perspectiva que dice que para conocer
la naturaleza tenemos que "preguntarle" a través
de nuestros sistemas lógico científicos. En
realidad la naturaleza no necesita de preguntas para ofrecernos
un mundo lleno de significados. La importancia de la búsqueda
de una respuesta para acercarse fecundamente a la realidad
es una de las huellas más escondidas del pecado, que
ha debilitado nuestra capacidad contemplativa.
Por otra parte se debe advertir que la cultura, aunque sea
condición de posibilidad para la existencia propiamente
humana, no debe ser de suyo un filtro que imponga un esquema
interpretativo de la realidad, ni tampoco una fuente de cuestiones
dadas que impongan un interés previo para el conocimiento.
También estos riesgos son fruto de la deformación
que ha introducido en el conocimiento la herida del pecado
original. La cultura debería ser como el lenguaje,
que debe proporcionar el medio expresivo, sin condicionar
lo que se ha de expresar.
En este sentido, el ámbito de una cultura, no debe
ser lo que constituya propiamente el mundo de los hombres,
sino solamente una condición para que ese mundo sea
posible. Los elementos de ese mundo verdaderamente humano
deben ser las realidades y, sobre todo, las personas. Por
eso, se puede afirmar que una cultural o, en general, un ambiente
es verdaderamente humano cuando facilita alcanzar la realidad
personal de los demás, sin "interpretarlos".
En cambio, cuando la cultura predomina hasta el punto de
imponer la visión de todas las realidades, el mundo
se hace evanescente y pierde consistencia. Puede darse el
caso de que el mundo cultural o institucional se alce con
pretensiones de absoluto, e induzca la convicción de
que la vida en él, se identifica con las relaciones
con lo absoluto, es decir, con lo más profundamente
humano y valioso de la existencia. Pero eso no puede ser verdadero.
Más aún puede conducir a las barbaridades que
se dan en todas las sociedades de cultura fuertemente dogmática,
como aconteció en la Alemania del Tercer Reich.
Aunque el ámbito cultural o institucional aparezca
muy fuerte, y se presente como capaz de dar todas las respuestas
y de solucionar todos los problemas a nivel inferior, deja
a la persona sin un verdadero mundo, y sin una relación
verdadera con el absoluto de Dios y de las personas.
El mundo verdaderamente humano es un mundo de personas singulares.
Por eso su preparación es la familia, en la que cada
uno de los miembros tiene un nombre propio y no puede remitirse
a ninguna ley general omnicomprensiva. La educación
en ella es desarrollo de la capacidad de dar respuestas personales
e inéditas. Su unidad es la unidad que nace de la comunión
dialógica. El gobierno que le corresponde es el que
asemeja a la Providencia de Dios, que hace a cada cosa ser
lo que es. Su poder está muy por encima de la mera
fuerza física coactiva, y es reflejo del poder que
se nos ha manifestado en la revelación de Dios, Ser
infinito en la comunión de la Personas.
Ciertamente todo eso requiere, como condición de posibilidad
una cultura y una organización material, pero no se
reduce a esto.
7. La condición humana y sus "daños"
cognoscitivos
Volviendo a lo que decíamos al comienzo de estas consideraciones,
las personas conservan siempre una cierta capacidad para detectar
lo que son palabras verdaderas y lo que es repetición
inercial. Y aunque no lo sepan expresar, sufren cuando sólo
se les da un alimento mental defectuoso. Por eso en el mundo
interpretado las personas pueden estar más "seguras"
en muchos aspectos, pero esto se logra al precio de estar
violentados en la propia condición personal. En estas
circunstancias las funciones más complejas y delicadas,
se apagan, como sucede a los animales que no se reproducen
en cautividad.
Más compleja y delicada que la capacidad de reproducirse,
es la capacidad de conocer y de relacionarse con la realidad
y con los demás. Esta capacidad tiene sus leyes propias
que están siempre presentes en la vida de los seres
humanos.
El uso defectuoso de la inteligencia implica una relación
defectuosa con la realidad: una realidad manipulada es una
realidad deformada, una "realidad virtual", imaginada,
es decir, no es la realidad. Para algunas cosas puede ser
nombrada como si fuera real pero no puede ser la realidad
que sostiene y enmarca realmente la vida.
El discurso verdadero, y el uso de la inteligencia que mira
honestamente la realidad tiene la fuerza de la misma realidad.
Los discurso de debilidad personal o de pura miseria moral
son discursos pobres, con un contenido de "verum"
muy pequeño porque no alcanzan la realidad: son una
historia falsa, que no alcanza lo real.
Si se pierde la buena relación con lo real la vida
se enturbia, se hace débil, pierde sus apoyos naturales,
y como resultado, la persona se experimenta como acósmica,
sin mundo, sin relaciones reales -por defecto del término
"adquem"- que son lo que constituye la esencia más
fundamental de la persona. Al perder así sus relaciones,
la persona se experimenta como sin vida, sin ser, sin fuerza,
sin fundamento.
Parece que la enfermedad mental de la depresión es
una debilitación del sentido real de la existencia.
Este defecto puede aparecer como consecuencia de deficiencias
biológicas y fisiológicas, pero su causa propia
es la situación en que la persona no se encuentra adecuadamente
dispuesta respecto de los la realidad que la persona percibe
y reconoce con la inteligencia.
En la infancia es habitual que la persona se encuentre bien
dispuesta respecto al mundo y a su entorno. El paso del tiempo
y el crecimiento en edad, cuando conlleva una objetivación
intensa de la realidad, puede favorecer la debilitación
del sentido de la objetividad del mundo y, consecuentemente,
la aparición de la depresión.
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