EL
SER HUMANO Y SU MUNDO
(Algunas claves de la antropología cristiana)
febrero 2000
Antonio Ruiz Retegui
Teólogo. Sacerdote numerario del Opus Dei
CAPÍTULO 5. ENTENDER, EXPLICAR
1. Planteamiento de la cuestión
La cuestión que se va a tratar en las páginas
que siguen no se refieren propiamente al estudio de la manera
como acontece la comprensión humana de los textos o
de los discursos -lo que se ha llamado el problema hermenéutico-,
sino a un fenómeno más ambiguo, que es el error
respecto de la consciencia de la propia comprensión.
La cuestión que nos va a ocupar no es, pues, cómo
acontece la comprensión y cuáles son sus presupuestos,
allí donde se da efectivamente, sino si es posible
una equivocación cuando se tratar de juzgar sobre si
uno mismo ha comprendido o no algo que se le ha dicho, o algo
que ha leído.
Se trata pues de un fenómeno que podríamos
calificar de acto o fenómeno humano "imperfecto",
pues se refiere no propiamente a un fenómeno humano
en su contenido propio y preciso, cuanto a la posible falsificación
de ese fenómeno, en determinadas condiciones. Por esto,
nos planteamos también la cuestión de si alguien
puede encontrarse en la situación de no entender cabalmente
lo que él mismo está diciendo, aunque evidentemente
piense que, puesto que es él el que lo dice, es seguro
que sabe que lo entiende. En el estudio de la interpretación
que realiza la filosofía hermenéutica este último
supuesto no se plantea, pues parte precisamente de que una
persona que tiene un determinado contenido intelectual en
su cabeza pretende transmitirlo a otra persona distinta y
quizá distante en el tiempo y en el espacio. Nosotros
nos planteamos, sin embargo, la cuestión del posible
engaño que puede subyacer cuando alguien piensa que
tiene un mensaje en su cabeza.
Esta cuestión no es obvia, ni banal. Podría
decirse que se refiere no tanto a la filosofía cuanto
a la sociología del conocimiento, pues la filosofía
se ocupa de la realidad y de los fenómenos en su significado
propio, mientras que aquí nos las tenemos que ver con
situaciones intermedias entre el entender y el no entender,
pero no en cuanto que esta situación se puede dar en
el proceso hacia una intelección cumplida. Tampoco
nos referimos aquí a las situaciones en que se encuentran
diversas personas que han entendido algo con diferente profundidad.
El objetivo fundamental de nuestro interés ahora es
la situación en que alguien considera subjetivamente
como intelección suya lo que en realidad no es más
que una sustitución de orígenes más oscuros.
La pregunta sobre si entendemos algo o no lo entendemos no
tiene una respuesta tan inmediata ni tan fácil como
estaríamos inclinados a pensar. Esto significa que
no sabemos de inmediato si entendemos una cuestión
o una explicación, o si la respuesta a las preguntas
que hacemos son satisfactorias. Esto puede parecer sorprendente,
pero de hecho este equívoco aparece no pocas veces
incluso en personas que son muy versadas en aspectos sectoriales
del saber. Especialmente en el ámbito de las ciencias
positivas se observa que en ocasiones se consideran satisfactorias
explicaciones de fenómenos humanos generales que no
son en absoluto tan válidas, es decir, que no proporcionan
el conocimiento que parece. Esto es así porque, con
facilidad, se dan explicaciones a través de procesos
materiales a cuestiones que no pueden recibir una respuesta
cabal en ese ámbito. Por ejemplo, cuando los neurólogos
nos dicen que "ver" es recibir el estímulo
luminoso y transformarlo en un impulso nervioso a través
de unas ciertas alteraciones químicas, se está
dando una explicación que ciertamente tiene mucho de
verdad y que es extraordinariamente útil pero que,
a pesar de eso, no nos puede hacer entender lo que verdaderamente
es ver la luz, o estar ciego. La tragedia humana de la pérdida
de la visión no se puede equiparar a la molestia de
una erupción en la piel y, sin embargo, en las explicaciones
de la ciencia, los dos procesos aparecen cualitativamente
del mismo tipo.
Otras veces sucede que, en vez de una explicación
auténtica, lo que se da es una frase que remite a lo
"convencional", a la explicación o a los
axiomas que están vigentes en un ambiente determinado
y que se presuponen evidentes y perfectamente entendidos,
cuando en realidad no es nada claro que lo sean. Esto sucede
con frecuencia cuando en ese ambiente se pretende que la conducta
ante ciertos hechos sea siempre una, la misma y bien determinada,
de manera que está establecido que la respuesta correcta
a ciertas situaciones ha de ser una concreta. El ejemplo podría
ser aquella broma sobre el ejército, en que el oficial
le dice al soldado que, en vez de aplicar la regla establecida,
estaba tratando de aplicar sus conocimientos sobre la mecánica:
"no piense, que se equivoca". También puede
suceder esto mismo cuando la formación de los jóvenes
pretende inducir juicios morales o estéticos inequívocos
para casi todos los casos posibles, y se establece de antemano
qué situaciones son, por ejemplo, "objetivamente"
actos de caridad, cuáles otras son ocasión de
tentación, qué objetos son hermosos, etc. y
la persona adopta sus juicios así, sin ejercitar la
conciencia personal o la propia capacidad de valoración
estética, es decir, con independencia de si aquello
es para él verdadero acto de caridad, o verdadera tentación,
o si le parece realmente hermoso. En estas situaciones la
persona adopta una actitud "como si realmente entendiera
y valorara por sí misma", pero, en realidad esa
actitud no procede de su conocimiento, sino de aquello que
se está predeterminado.
En muchas discusiones públicas, especialmente en ambientes
políticos, se presentan como argumentaciones frases
que no lo son en absoluto. Newman, en su descripción
del "gentleman", decía que éste "no
confunde nunca las críticas malévolas o las
frases hirientes con auténticas argumentaciones".
Ya Sócrates advirtió con claridad que las personas
singulares consideran que entienden las. cosas, pero que.
los juicios que hacen, en la inmensa mayoría de los
casos, no proceden de la visión personal y del entendimiento
de la realidad, sino de las opiniones socialmente establecidas.
Esta antigua observación nos avisa de que es un riesgo
propio de la condición cultural del ser humano que
las personas no entiendan realmente las cosas de las que hablan,
porque sus juicios no proceden de un conocimiento real de
lo que juzgan, sino se limiten a asumir las valoraciones y
las explicaciones que están culturalmente establecidas.
El caso es que las personas muchas veces piensan que entienden
lo que en realidad no entienden tan claramente como afirman.
Para entender adecuadamente lo que significa conocer, es necesario
un ejercicio muy específico de la inteligencia y, sobre
todo, haber tenido una experiencia real e inmediata de haber
entendido algo a fundo y verdaderamente.
Además, la ciencia moderna ha hecho surgir ciertos
equívocos o, al menos, algunas ambigüedades sobre
lo que es "entender", o "explicar" alguna
realidad o algún proceso, o "demostrar" algunas
verdades. La explicación que la ciencia moderna da
sobre las realidades suele restringirse a sus componentes
materiales, de manera que se ha ido identificando implícitamente
el comprender, una realidad o un proceso, con el conocer científicamente
su composición física o la cadena de causas
materiales que están en su origen. Así, no es
raro que actualmente muchas personas piensen que en nuestro
tiempo conocemos la realidad del hombre y del mundo mucho
mejor que en tiempos pasados, Simplemente porque ahora se
dan explicaciones físicas de la estructura de la materia
hasta dimensiones pequeñísimas.
Las características del saber científico -sobre
todo su utilidad práctica y su validez intersubjetiva-
lo hacen especialmente prestigiado. Ciertamente, no cabe duda
de que este conocimiento es verdadero y muy útil para
el dominio del universo, y que ha mejorado extraordinariamente
las condiciones materiales de la vida de los hombres.
La cuestión es si el conocimiento que da la ciencia
positiva es un conocimiento que alcance a toda la realidad
con la que tratamos. En concreto, es especialmente importante
saber que el conocimiento científico tiene unos límites
que, por su misma naturaleza, tienden a "esconderse"
en cuanto tales límites, de forma que ese conocimiento
lleva en sí la tendencia a presentarse como omniabarcante.
Esto se manifiesta cuando se trata de aspectos de la realidad
y de actividades del ser humano que no se pueden reducir fácilmente
al ámbito de lo cuantitativo o de lo meramente material.
Ya he hecho referencia a lo radicalmente insuficiente que
sería tratar de explicar lo que es la ceguera en términos
de estímulos luminosos y fisiológicos. Entonces
los límites de la explicación científica
son más graves, pero al mismo tiempo es importante
advertir que esos límites tienden a ocultarse. Vale
la pena detenernos en este aspecto para precisar lo que aquí
tratamos.
Hay cuestiones que admiten muy directamente la explicación
científico-positiva. Por ejemplo, la ciencia física
puede explicar satisfactoriamente el movimiento de los astros,
o por qué aparece el arco iris en determinadas condiciones
atmosféricas, o por qué se detiene el corazón
cuando entra en el organismo determinada substancia. En estos
casos, y en tantos otros similares, se puede decir que se
ha entendido determinado fenómeno porque se ha puesto
en relación con sus causas materiales inmediatas. Como
el fenómeno era substancialmente material-las órbitas
de los astros, la aparición del arco iris, o el detenimiento
de corazón-, la referencia a su causa material se experimenta
como una plenitud de entendimiento que aplaca el deseo que
todos tenemos de conocer.
La cuestión es, en primer lugar que esa explicación
es del tipo que se podría denominar "próxima",
es decir, se ha puesto en relación el fenómeno
que se trata de explicar con sus causas materiales inmediatas.
Entonces se advierte que, de todas formas, esa explicación
no puede llegar a satisfacer la inclinación a entenderlo
todo, pues los fundamentos de esos procesos causales no pueden
llegar a ser entendidos en plenitud.
Las explicaciones científicas remiten siempre a otros
procesos más fundamentales, que siempre escapan a la
comprensión cabal y, por eso, reclaman seguir investigando
procesos más elementales. Si, a pesar de esto, las
explicaciones científicas se consideran tan satisfactorias
intelectualmente, es porque al avanzar la ciencia se van dando
siempre contextos más amplios de intelección,
aunque nunca lleguen a explicar cabalmente los fundamentos
de esos fenómenos. En efecto, nunca se explica, por
ejemplo, porqué los cuerpos se atraen, o porqué
las cargas del mismo signo se repelen. Los físicos
no dan cuenta, ni lo pretenden, de porqué hay tales
tipos de fuerzas en la naturaleza; ellos se limitan a buscar
sus regularidades. y si se lograra explicar físicamente
la atracción de los cuerpos, siempre quedarían
aspectos del mismo tipo sin explicar.
La perspectiva de explicar siempre más en esa dirección,
es como tratar de ver "qué hay detrás"
de lo que vemos. Pero, como señaló acertadamente
C. S. Lewis, "ver siempre detrás", si se
llega al límite, es no ver nada, porque todo se habría
hecho transparente. Esto significa que, en el fondo, las explicaciones
científicas de la realidad contienen un componente
engañoso, porque dan la impresión de ofrecer
más conocimiento del que en realidad proporcionan.
Más aún, si se lleva al límite ese modo
de considerar, al final resulta que todo conocimiento queda
anulado. No obstante, se puede entender que las ciencias positivas
den efectivamente la sensación de que contienen mucho
conocimiento porque crean amplios contextos de intelección,
es decir, ponen en relación los fenómenos físicos
con otros muchos fenómenos del mismo tipo, y, por eso
mismo, pueden proporcionar gran satisfacción intelectual.
No obstante, en ese conocimiento nunca tocan fondo, y siempre
remiten a algo más allá que debía ser
el fundamento de que aquello sea inteligible. Es como un tren
indefinidamente largo cuyo movimiento se tratase de explicar
siempre por el descubrimiento de nuevos vagones que tiran
de los precedentes: si no se llega a vislumbrar la máquina.
Por muchos vagones que se descubran, el movimiento queda igualmente
sin explicar.
Se podría decir que las explicaciones de las ciencias
positivas conectan nuestro conocimientos con evidencias fundamentales,
y que estas evidencias son las que tienen la función
semejante a la máquina del tren. La cuestión
es que lo que las explicaciones científicas pretenden
es precisamente sustituir el conocimiento de tales evidencias
inmediatas, y por eso mismo, no deben admitirlas como fundamento
de su validez: es una incongruencia considerar insuficiente,
superficial y engañoso el conocimiento espontáneo
de la realidad, y luego basar la validez de las explicaciones
científicas en nociones como "experimento",
"observación", "medida", etc. que
son fruto de ese mismo conocimiento espontáneo que
fue descalificado. Por ejemplo, es incongruente tratar de
explicar el fenómeno de la visión, tratando
de superar la noción espontánea, y remitirse
a que en realidad lo que hay es una cadena de estímulos
nerviosos y de alteraciones fisiológicas. Cuando se
dan estas explicaciones se olvida que la existencia de los
nervios o de los procesos fisiológicos se alcanza por
visión directa de los aparatos de medida: no es lógico
negar el sentido directo de lo que es "ver", diciendo
que se ha "visto" experimentales cuáles son
sus procesos elementales.
Además hay otra cuestión más difícil
y delicada, que es la que se refiere a contenidos intelectuales,
que percibimos en la observación directa, pero que
no tienen de suyo un carácter directamente cuantificable
o material, aunque tengan un soporte material evidente. Me
refiero sobre todo a los mismos procesos intelectuales. Cuando
se trata de explicar la capacidad intelectual del ser humano
recurriendo a las estructuras cerebrales, ciertamente se amplía
en ámbito de intelección de esos procesos, pero
no se toca siquiera lo que tiene como tal proceso intelectual.
Entonces, la ampliación del contexto intelectual juega
un papel equívoco, pues puede hacer pensar que el haber
entendido el proceso material, que es ciertamente una intelección
rica y articulada, significa que se ha entendido lo que es
pensar. Es verdad que se ha entendido mucho sobre los procesos
fisiológicos implicados en el pensamiento, pero identificar
el conocimiento de esos procesos, con el conocimiento de qué
es el pensar, sería como tratar de entender la calidad
de Shakespeare sabiendo muchísimo de sus usos lingüísticos,
o de las condiciones sociales en que escribió cada
una de sus obras. El erudito que escriba sobre eso, sabrá
ciertamente mucho de cosas relacionadas con Shakespeare, y
quizá podrá proporcionar cierta satisfacción
intelectual a los que le escuchen o lean, incluso podrá
proporcionar medios para establecer la autenticidad de ciertas
obras, pero en el fondo sabrá muy poco o _nada de lo
que se pretende saber cuando se quiere conocer a Shakespeare
y a su obra en su carácter propio.
En este caso la mera remisión a condiciones previas,
es equívoca porque lo realmente significativo es lo
que está a la vista y dirigir la mirada hacia sus componentes,
es decir, realizar el análisis de los elementos que
componen esas realidades, es mirar cosas que son mucho menos
ricas de significado. Quien se admira de la belleza de un
monumento y, con la intención de conocerlo mejor, estudia
detalladamente las piedras que lo componen y la técnica
de los canteros que las cortaron y de los albañiles
que las montaron, equivoca el camino, porque al final de ese
estudio alcanzará conocimientos que son mucho más
pobres que lo que admiraba y que ya conocía en principio:
no habrá avanzado en la comprensión de lo que
admiraba, sino solamente en el conocimiento de unos procesos
que no pueden dar cuenta de aquella belleza. La belleza es
algo que pertenece al conjunto, a la cosa conocida, en cuanto
unidad, y al realizar el análisis, que es de suyo descomponedor,
la mirada pierde necesariamente la unidad del todo.
2. Aclaraciones sobre lo que implica entender las verdades
fundamentales
Para entender algo que se nos presenta como rico de significado
no se trata de descomponerlo en sus componentes materiales,
ni de analizar el proceso que le dio origen, pues las cosas
más ricas de significado no se pueden identificar con
su génesis, sino en dirigir la mirada más agudamente
sobre lo que ya se entiende, aunque sólo se entienda
"en cierta medida".
La cuestión es que frecuentemente pensamos que entender
algo se identifica con situarlo en un contexto de sentido
más amplio, es decir, ponerlo en relación con
otras realidades significativas de manera que se alcancen
unidades de significación cada vez más amplias
y ricas, y que esto sólo es posible por el camino de
la lógica analítica, o de la descomposición
en elementos más básicos. Por eso tendemos a
referir los procesos materiales a las leyes más fundamentales
de la materia. Así entender la Química conduce
a la Física de los átomos y de las partículas
elementales, y del mismo modo, las ideas y los juicios se
descomponen en "conceptos" y "notas" que
son el medio del razonamiento lógico.
En estos procesos, se pierden las unidades significativas,
y al final, el conocimiento cambia de carácter: se
pierde lo que realmente interesaba conocer. El caso es semejante
al de quien para conocer y calar más intensamente de
la belleza de un rostro amado, pretendiera dirigir su mirada
a las células que componen la piel o a las moléculas
y los átomos que componen esas células. Quien
conozca muy bien esas células o esas partículas
no conoce mejor lo que le había admirado en un principio.
Esto no quita lógicamente que el nuevo conocimiento
de las células y de los átomos pueda ser muy
útil, incluso para reparar el rostro hermoso, si por
ejemplo, se hubiera dañado y deformado por quemaduras.
Lo esencial aquí es entender que, aunque sea muy útil,
ese conocimiento no supone un avance en el conocimiento de
lo que realmente interesaba.
Ya Hobbes advirtió que el conocimiento científico
serviría para dominar siempre más la realidad,
pero que el precio que se debía pagar por ello era
desconocer esa realidad en cuanto tal, pues si todo el conocimiento
significativo se reducía al conocimiento de la ciencia,
el hombre quedaba como "extraño" en el mundo.
En realidad, la manera de poner en relación lo que
conocemos y queremos conocer mejor, con contextos más
amplios, pero sin perder su significación propia, debe
seguir otro camino. Aquí es donde entra lo que se debería
considerar el ejercicio más alto y noble de la inteligencia.
La relación que se busca no debe ser lograda al precio
de perder la significación que ya se ha alcanzado,
y que impulsa a un conocimiento mayor, sino precisamente a
través de una intensificación de ese conocimiento
que aparece como precioso.
El camino hacia la nueva comprensión de lo ya comprendido
es efectivamente la intensificación del conocimiento
ya logrado y ésta intensificación es el ejercicio
más alto de la inteligencia. Cuando se conoce y se
contempla con intensidad, lo conocido se va haciendo progresivamente
más brillante, según la medida de la riqueza
de contenido de ese objeto y de la calidad de la inteligencia
que lo contempla, hasta el punto de que ese conocimiento llega
a conectar con otros conocimientos y establece con ellos las
relaciones que buscábamos.
Cuando una inteligencia lúcida medita perseverantemente
en una verdad rica, va advirtiendo que esa verdad es progresivamente
"más conocida", pero ese "progreso"
no tiene el sentido de mostrar sus elementos constitutivos,
sino el de relacionarse con otras verdades que ya se conocían
pero que se mantenían como independientes de aquella
otra. Cualquier persona que ama y conoce intensamente a alguien,
advierte que sus conocimientos de otras realidades se van
como ordenando en función de la persona intensamente
amada y conocida. Estas relaciones no son la mera remisión
de su conocimiento de ella a otros conocimientos más
básicos que sean comunes a todas las realidades, sino
el resultado de que su conocimiento de la persona amada se
ha hecho brillante, y ha lanzado como rayos que conectan con
las demás cosas conocidas.
En un principio, el estudiante que aprende las verdades de
un campo del saber, las recibe como un cúmulo de verdades
que están unas junto a otras de una manera un poco
arbitraria. A medida que las entiende más profundamente
experimenta que esas verdades constituyen unidades progresivamente
más amplias y va viendo con -un gozo particular que
esas verdades se van integrando entre sí en unidades
de significado más amplias cada vez. Por supuesto,
el logro de esas unidades más amplias depende, como
se ha dicho, de que las verdades que aprende sean efectivamente
susceptibles de conocimiento más hondo, y de que su
inteligencia sea suficientemente atenta y aguda como para
llevar a cabo esa profundización.
En su ensayo sobre la investigación científica,
Ramón y Cajal explicó gráficamente este
proceso mental de relaciones entre las ideas y las cuestiones
más ricas de significado: "Casi todos los que
desconfían de sus propias fuerzas ignoran el poder
maravilloso de la atención prolongada. Esta especie
de polarización cerebral con relación a un cierto
orden de percepciones afina el juicio, enriquece nuestra sensibilidad
analítica, espolea la imaginación constructiva
y, en fin, condensando toda la luz de la razón en las
negruras del problema, permite descubrir en éste las
más inesperadas y sutiles relaciones. A fuerza de hora
de exposición, una placa fotográfica situada
en el foco de un anteojo dirigido al firmamento llega a revelar
astros tan lejanos, que el telescopio más potente es
incapaz de mostrarlos; a fuerza de tiempo de atención,
el intelecto llega a percibir un rayo de luz en las tinieblas
del más abstruso problema.- La comparación precedente
no es del todo exacta. La fotografía astronómica
se limita a registrar actos preexistentes de tenue fulgor;
mas en la labor cerebral se da un acto de creación.
Parece como si la representación mental obstinadamente
contemplada, emitiera al modo de un amibo, apéndices
invasores que, después de crecer en todos los sentidos
y de sufrir extravíos y detenciones, acabarán
vinculándose estrechamente con ideas afines".
(Puede resultar ilustrativo de este proceso el ejemplo de
los montajes de las películas que están compuestas
por escenas diversas. Se pretende siempre que la película
tenga la apariencia de una historia continua, a pesar de que,
corno es lógico, no se pueda representar todo lo que
sucede en el tiempo, es decir, no se puede evitar por lo general
que las escenas sean distintas y transcurran en lugares diferentes.
(Me parece que hay una película de Hitchcock que, aunque
es de duración normal, tiene una única escena,
pero es un caso bastante excepcional). Cuando una película
está bien montada, se percibe corno una historia, y
no corno la yuxtaposición de escenas inconexas. A veces
se recurre a que en el cambio de escena cambie primero el
sonido y unos segundos después cambien las imágenes
de una escena a otra. Pero ése es un recurso que no
puede ser lo esencial. Lo esencial es que cada escena tenga
tal intensidad que conecte naturalmente con la escena siguiente:
han de ser el contenido de la escena y la manera de presentarla
lo que haga que en la visión y en la mente del espectador
se conecte de manera espontánea y natural una escena
con otra).
La medida del grado de inteligencia que tienen las personas,
se debería medir por la capacidad de profundizar en
los conocimientos que ya tienen y, de esa manera, establecer
con otros conocimientos, una relación que lo enriquezca
y profundice. Cuando se dan explicaciones de cuestiones particularmente
significativas, sucede a veces que quien recibe esas explicaciones
afirme que no las entiende. Es posible que la explicación
que se le ha dado sea suficiente, y que lo necesario no sea
tanto hacer más analítica o rigurosa la explicación,
cuanto que quien la ha recibido, medite con atención
lo que se le ha dicho. En todo caso, se podrá ayudar
a que otros entiendan el mostrar más detalladamente
la riqueza de los contenidos, pero esta ayuda no puede consistir
en un mero análisis, sino en conservar en todo momento
los significados mostrándolos desde nuevas perspectivas
o describiéndolos más acertadamente.
Los libros buenos que tratan de las cuestiones más
fundamentales, con frecuencia son rechazados por muchos que
los califican de abstrusos e ininteligibles. Lo que en realidad
sucede es que son excesivamente inteligibles, es decir, contienen
un exceso de verdad y, precisamente por eso, requieren una
meditación pausada y profunda para captar las relaciones
entre las ideas que en ellos se exponen y que fundamentan
su unidad lógica. De Tomás de Aquino se ha escrito
que nunca leyó una página sin entenderla, pero
algunas personas, no tan inteligentes, tenemos la experiencia
de que un libro, que en la primera lectura nos parecía
impenetrable, cuando se ha meditado con suficiente detenimiento
y profundidad, aparece perfectamente claro e inteligible.
La conocida frase de Wittgenstein "lo que puede ser
dicho, puede ser dicho claramente", es, en el sentido
que estamos tratando aquí, peligrosamente equívoca,
pues la claridad de los razonamientos depende de que se detecten
unas relaciones que no dependen de la lógica formal,
sino de la hondura de su intelección. Esa famosa frase,
fue escrita en un ambiente intelectual en que la única
lógica que se reconocía era la lógica
de las relaciones unívocas de tipo analítico
o matemático.
Análogamente, la apelación de Descartes a las
ideas "claras y distintas" tiene un fundamento del
mismo tipo. Descartes escribe su "Discurso del Método"
en un ambiente intelectual en que se va imponiendo implícitamente
el razonamiento matemático, en el que los conceptos
tienen un sentido unívoco, de manera que las posibilidades
son sólo o entender o no entender, pero se ignora completamente
la posibilidad de entenderlos con mayor o menor profundidad.
No se consideraba que las verdades más importantes
sobre las cosas están medidas por la Sabiduría
de Dios, y que la inteligencia humana las puede captar sólo
en cierta medida.
3. "Entender" en ámbitos y tradiciones
culturales y científicos
Actualmente hay amplios ámbitos de investigaciones
en los que equipos de muchas personas investigan cuestiones
diversas, por diversos métodos. Estos ámbitos,
con su trabajo en equipo que coordina el esfuerzo de muchas
inteligencias han alcanzado resultados sorprendentes. Pero
esos logros no están libres de ambigüedades.
Cuando un joven investigador llega a uno de esos ambientes,
se debe integrar en lo que se trabaja en conjunto, de forma
que su tarea suele tener un ámbito bastante reducido
y especializado. Esto sucede en todos los campos. En el ámbito
directamente científico, un investigador individual
suele centrarse en uno o unos pocos problemas concretos. A
veces, lo que debe investigar es extraordinariamente restringido.
Puede darse el caso de que un investigador tenga un campo
de trabajo tan concreto, que pierda de vista el conjunto,
y se centre, por ejemplo, en la cuestión de la absorción
intestinal de la hormiga, o en la asimilación del nitrógeno
nítrico por las plantas. Se da el caso de que cuando
estos "sabios" bajan al diálogo con personas
ajenas a su mundo científico, se encuentre con que
se le planteen cuestiones que él mismo no se ha planteado,
pero que sí se plantea la persona que tiene una visión
espontánea de su ámbito de investigación.
Esto sucede porque las referencias del investigador no suele
ser la realidad, sino el proyecto de investigación
en que se encuentra involucrado. La pérdida de visión
de conjunto es efectivamente muy posible, pues las cuestiones
que surgen de la visión de la realidad han sido sustituidas
por las cuestiones que han surgido de la división del
trabajo investigador.
La pérdida de la visión de conjunto, y el restringirse
a las cuestiones convencionales en cierto ámbito concreto,
se da también en el caso de las investigaciones más
humanas y filosóficas. Cada investigador ha de integrarse
en una comunidad intelectual, que ha formulado ya una serie
de problemas, tiene como recibidos unos logros, ha establecido
el método de trabajo que se considera válido,
el lenguaje que se entiende, e incluso cuáles son las
autoridades plausibles. Entonces, también aquí
se puede perder la mirada a lo real y quedar sustituida por
las cuestiones del ambiente intelectual concreto. De esta
manera, argumentos que en un tiempo determinado se consideraban
válidos y concluyentes, son declarados inválidos
o incluso ininteligibles.
Esto llega a su extremo, cuando en algunos libros de filosofía
se hacen descripciones y análisis, que son deudores
exclusivamente de la tradición correspondiente, pero
que han perdido ya la referencia a la realidad. Lógicamente
esto se da especialmente cuando esas obras están en
tradiciones muy amplias, y se ha perdido ya casi completamente
la referencia a las experiencia fundamentales que dieron lugar
a los primeros desarrollos. He leído en algún
manual de Metafísica que un ejemplo de "ente"
es un libro, o un sillón, que son "entes artificiales"
a los que no refería la noción de ente en la
tradición originaria. Cuando se pone estos ejemplos
se muestra que quien escribió esos libros, quizá
tenía mucha erudición sobre las formulaciones
convencionales en la tradición, pero que ha perdido
completamente el sentido de esas formulaciones, de manera
que ya no sabe mirar a la realidad, sino que se mueve exclusivamente
en el mundo de una fraseología establecida. Entonces
puede parecer incluso a la persona que escribe esas cosas,
que sabe mucho de metafísica, pero en realidad, sabe
muy poco, porque ha perdido la referencia a la realidad captada
directamente. Se podría decir que quizá saben
mucho de la ciencia metafísica, pero que saben poco
de la realidad que dio lugar a esa ciencia.
Cuando un profesor que está explicando algo dice que
le resulta difícil "poner ejemplos", manifiesta
claramente este límite de su saber. Todo el mundo que
habla de la realidad, debe tener muy a punto los ejemplos,
pues éstos son la visión de la realidad que
da lugar a sus construcciones conceptuales. De hecho, una
característica de los escritos originarios, por ejemplo,
de las obras de los filósofos antiguos, es que son
el intento de explicar algunos fenómenos de la vida,
y por eso las referencias a esos fenómenos es constante.
Sin embargo, en las obras de los autores "derivativos",
se suele rehuir la redacción con demasiadas referencias
a los casos concretos, pues parece que es más elegante
y riguroso hablar sólo en lenguaje conceptual abstracto.
Por esas referencias se puede distinguir en muchos casos lo
que ha sido escrito sólo desde unos precedentes teóricos,
y lo que se ha escrito desde la percepción de aspectos
significativos de la realidad viva. Sería un ejercicio
mental muy interesante intentar escribir en breves frases
qué fue lo que escribió el autor en su agenda
para desarrollar el artículo o el ensayo de que se
trate. Evidentemente esto no es posible cuando lo que se escribe
parte solamente de unos presupuestos meramente teóricos
o de escuela.
Buena parte de la pérdida de eficacia de la filosofía
se debe a que se ha convertido en un sistema autorreferente
y ya no puede formar unidad con lo que se percibe en la vida
ordinaria. Entonces, lógicamente, el mundo de la filosofía
no entrar en contacto con el mundo de la vida, que es el mundo
de las percepciones directas y de los juicios a partir de
ellas. En consecuencia, los libros de filosofía se
hacen ininteligibles para los no iniciados. Pero es importante
saber que, en el fondo, también es ininteligible para
los que los escriben, porque sus descripciones no forman unidad
con el conocimiento de la realidad. Estos escritores piensan
que saben mucho y que tiene un conocimiento de gran valor,
pero esa sensación se debe exclusivamente a la relación
que sus conocimientos y formulaciones tienen con su propio
sistema. En todo caso, tiene una relación con una realidad
fuertemente interpretada.
4. La explicaciones vitales, los argumentos "ad hominem"
Cuando se trata de explicar algún asunto, lo que se
pretende es poner en una relación más o menos
evidente ese asunto, con otras realidades o verdades que aparecen
evidentes de por sí, o de vigencia indiscutida en el
ámbito intelectual en que tiene lugar el proceso. Por
eso, normalmente se pretende explicar las cosas, poniéndolas
en relación con aquellas proposiciones que aparecen
más evidentes en la situación mental de los
que deben recibir la explicación.
En estos casos no se trata solamente de contar como punto
de apoyo con verdades indiscutidas, sino también con
falsedades evidentes. Ésa es la base de las llamadas
demostraciones por reducción al absurdo: si se pone
en relación necesaria la negación de la proposición
que se quiere demostrar con algo evidentemente absurdo, se
estará demostrando que negar la proposición
es caer en un absurdo. Por eso, tantas veces se recurre a
identificar la negación de lo que queremos demostrar
con algo que aparece en nuestro mundo mental como indiscutidamente
malo. Alguien ha hablado de que durante un tiempo este método
de demostración se aplicó no ya como "reductio
ad absurdum", sino como "reductio ad Hitler, pues
Hitler era lo que se consideraba universal e indiscutidamente
malo.
Por esto, cuando se pretende hacer una demostración
concluyente hay que buscar el punto de apoyo adecuado. Este
punto de apoyo puede ser algo racionalmente evidente, pero
en ocasiones se recurre a ponerlo en relación con otras
cosas que aunque no sean tan evidentes racionalmente, sin
embargo tengan una vigencia intelectual m u y autorizada en
el ámbito mental en que se hable. En los ambientes
filosóficos suele haber por épocas algunas autoridades
o proposiciones que se ponen de moda, y se consideran indiscutibles.
Entonces resulta más eficaz en la discusión
poner en relación lo que se pretende demostrar con
ese tipo de proposiciones que gozan de una vigencia muy intensa,
y, por tanto, de una fuerza persuasiva casi incontestable.
Una consideración especial merecen los llamados argumentos
"ad hominem". Se denominan de esta manera aquellos
argumentos en los que el referente de validez o invalidez
está constituido por la misma persona que razona, la
cual, en virtud de alguna cualidad especial se presenta como
merecedora incondicionada de crédito o de descrédito.
Cuando, por ejemplo, se dice que las argumentaciones de alguien
no tiene validez porque están llenas de soberbia, se
está haciendo un tipo de argumentación "ad
hominem". Se cuenta que esa persona, por el hecho de
ser soberbia, no puede, de ninguna manera, tener razón.
Este tipo de argumentaciones son muy peligrosas, pues ponen
en relación las cualidades personales de quien habla,
con el rigor y la solidez de sus razones. De modo parecido,
se llega a conceder un crédito incondicionado a las
argumentaciones de quien es considerado de gran calidad espiritual.
Ciertamente es una medida de prudencia conceder de entrada
un cierto crédito a quien consideramos como persona
de gran integridad, sea en al ámbito moral o intelectual,
pero ese crédito ha de ser comprobado después.
Los razonamientos deben ser considerados como seguros y concluyentes
cuando la relación lógica que establecemos con
su fundamento es verdaderamente firme y evidente. "La
verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero"
es una frase que alude a lo que se dice aquí. Una buena
parte de la educación mental debería consistir
en dar la capacidad de detectar cuando las razones que se
dan son verdaderamente firmes y fiables, y no se basan en
un fundamento indebido. La soberbia o la humildad no son un
criterio concluyente en el ámbito de lo racional. Podría
ser que alguien, movido por la soberbia, investigara la verdad
de un asunto tan intensamente que lograra efectivamente esclarecerla.
Además sobran ejemplos de personas de excelencia moral
que han cometido errores serios en los campos intelectuales
más variados.
5. La explicaciones autoritarias: autoridad deontológica
y autoridad epistemológica
Quien detenta la autoridad suele verse en la situación
de dar alguna explicación de las medida que toma, especialmente
si afectan de manera decisiva a los demás y pueden
suscitar objeciones de algún tipo. Sucede a menudo
que en esos casos no se pueden, por la razón que sea,
mostrar cuáles han sido los móviles reales que
han conducido de hecho a la adopción de esas medidas.
Entonces, es frecuente que se den explicaciones que en realidad
no explican nada, y no pasan de ser un cierto "revestimiento"
de racionalidad a lo que tiene su explicación en otras
raíces. La consecuencia es que los que reciben esas
medidas del gobierno, no tienen la posibilidad de entenderlas
adecuadamente, y si se remiten a las explicaciones recibidas,
caen en la situación de pensar que entienden lo que
en realidad no están entendiendo. Lo adecuado en esos
casos sería fundamentar lo que se ha imperado en la
autoridad "deontológica" correspondiente,
sin revestirla de unas razones que no son tales.
La situación de quien se encuentra con normas de actuación
que tienen su origen en autoridades deontológicas,
y que llenan su vida, puede ser legitimada con la misma solidez
con que se fundamenta esa autoridad. La cuestión es
que casi ninguna autoridad se siente a gusto mandando de manera
incondicionada, y pretende responder a las preguntas que sus
súbditos les dirigen. Si entonces recurren a razones
poco claras, resulta que las personas viven sus vidas de manera
poco libre, y piensan entender lo que en realidad no entienden.
En consecuencia, se sienten desvalidos a la hora de dar cuenta
cabal de su propia actuación: son personas que, en
realidad, no "entienden" lo que hacen, aunque dispongan
de la fraseología que les ha proporcionado la autoridad.
Parece asunto de la mayor importancia distinguir con precisión
las dos formas de autoridad que se califican de "deontológica"
y "epistemológica". Brevemente se puede decir
que la autoridad deontológica es aquella que determina
comportamientos, es decir, la que puede mandar a una persona
que realice actos concretos. La autoridad epistemológica
es aquella que se ejercita en el ámbito del conocimiento,
cuando quien detenta la autoridad se muestra como digno de
crédito por otras personas.
Es evidente que no todo aquel que tiene la autoridad para
mandar algo, goza por eso mismo de autoridad epistemológica.
Aún así, hay una especie de inclinación
natural a aplicar la autoridad epistemológica a quien
detenta la autoridad deontológica. Esta tendencia se
basa en que quien puede imperar los actos ajenos, debe ser
alguien que tenga un conocimiento adecuado sobre aquello de
manda. Cuando alguien detenta una autoridad deontológica
en campos muy amplios, se suele considerar que también
detenta de autoridad epistemológica.
La misma autoridad deontológica tiende a veces a presuponer
que su capacidad de mandar se apoya en la presunción
de tener un conocimiento superior, ya sea porque la autoridad
deontológica está en condiciones de recabar
informaciones privilegiadas, ya sea, lo cual es muy problemático,
porque tiene una inteligencia superior para conocer la misma
realidad que está ante la vista de todos. Parece que
lo lógico sería aplicar su autoridad epistemológica
en lo referente a las informaciones o los datos privilegiados.
No obstante, cuando se observa que la autoridad deontológica
ejerce también magisterio decisivo sobre realidades
que están a la vista de todos, se está aplicando
implícita pero directamente una comprensión
más adecuada de la realidad a la que todos tienen acceso.
El ejercicio de la autoridad epistemológica por parte
de la autoridad deontológica dé a aquellos que
la reciben un tipo de conocimiento de la realidad correspondiente,
que es peculiar. No se trata en ese caso de poner el conocimiento
de esa realidad con otras verdades ya conocidas, sino con
la práctica que es imperada por la autoridad deontológica:
no conecta con la verdad conocida sino con el modo de hacer
del ámbito de esa autoridad. Por esto, las explicaciones
de la autoridad deontológica suelen ser el revestimiento
intelectual de las propias decisiones. Esta explicaciones
tienen poco peso intelectual, pero sin embargo, suelen tener
una gran vigencia práctica, pues la relación
con las decisiones da a esas explicaciones un tipo de solidez
y de aceptación que se basa en los hechos vigentes
en el ámbito de esa autoridad. Se podría decir
que las explicaciones "teóricas" de la autoridad
deontológica son solamente apariencia de conocimiento,
pues en realidad no proporcionan siquiera el conocimiento
de las razones que ha conducido a los imperativos correspondientes,
sino sólo un revestimiento de racionalidad que en realidad
es completamente manipulado.
Las personas que se encuentran en un ámbito presidido
por una autoridad deontológica muy fuerte, no suelen
advertir especial necesidad de entender su propia vida. Es
posible que esa vida, por estar remitida a la autoridad tenga
poca consistencia propia. No obstante, el hecho de vivir esa
vida en un contexto práctico amplio, les da una apariencia
vital de significado rico, del que en realidad carece. Por
eso, las personas de personalidad más rica y auténtica,
advierten un cierto malestar ante la vida integrada en ese
contexto, mientras que las personas menos profundas se sienten
satisfechas con ella.
La cuestión se plantea agudamente cuando se abandona
ese contexto y se encuentra la persona en una situación
en la que el contexto práctico ha desaparecido. Entonces
la persona se puede sentir aislada, y en la necesidad de establecer
nuevos contextos, nuevas relaciones que den a su vida la amplitud
de "mundo" que le permita no sentirse sola. Las
personas que viven en un ámbito institucional, social
o de trabajo, de alcance amplio, quizá tienen una vida
pobre, pero la experimentan incluida en un contexto amplio,
que les da relaciones y les impide sentirse aisladas. Son
esos contextos los que suelen proporcionar a las personas
una serie de explicaciones convencionales que les hacen pensar
que entienden las cosas y su propia vida. De hecho es frecuente
que, desde esa situación contextua1, se diga que alguien
"no entiende nada", o que tiene "poco criterio",
o que "no tiene ideas claras", o frases parecidas.
Esas expresiones no apuntan f a un auténtico entender,
sino a la integración vital en la práctica de
ese ámbito.
Cuando la explicación procede de una autoridad propiamente
epistemológica, el conocimiento es real, pero aún
no es un conocimiento pleno, pues remite a al presunto conocimiento
más amplio de quien detenta esa autoridad. Lo esencial
aquí es que cuando se acepta una autoridad de tipo
epistemológico, quien recibe su enseñanza se
siente capaz de pedir explicaciones, con la confianza de que
puede recibirlas, aunque normalmente se remita confiado al
saber de quien detenta la autoridad epistemológica.
Es pues esencial en la autoridad epistemológica el
que trasparente un conocimiento cabal de lo que enseña
y de sus fundamentos, aunque cada uno no sienta la necesidad
de comprobarlo: le basta la seguridad de que si pide explicaciones
le podrán ser dadas con suficiencia.
6. Las explicaciones ideológicas y las conexiones
arbitrarias
En el ámbito de la vida humana se dan frecuentemente
explicaciones de las actitudes y de los acontecimientos que
remiten directamente a unos presupuestos cuya vigencia se
basa más en factores emotivos que en verdaderas razones.
Este fenómeno se basa en el hecho de que en cualquier
ámbito cultural hay algunas convicciones que están
vigentes con una fuerza especial, y que son punto de referencia
en las explicaciones más generalmente aceptadas. La
vigencia de esas convicciones no se corresponde exactamente
con el grado de verdad de lo que exponen, sino con la vigencia
que esa verdad tiene en un momento determinado. Los factores
que determinan la vigencia social de las verdades o, en general,
de las proposiciones, son muy variados y remiten a lo que
suele denominarse "psicología social". Es
evidente que en determinadas épocas y situaciones se
considera que hay algunas palabras que tienen un cierto poder
mágico de referencia. En la Italia de los años
treinta se pronunciaban discursos políticos en los
que la palabra "fascista" tenía casi el mismo
significado que la palabra "bueno", mientras que
en nuestro tiempo tiene un significado casi directamente contrario.
Incluso en los ámbitos intelectuales pretendidamente
más rigurosos, se encuentran referencias de este tipo.
En ciertos círculos filosóficos hay adjetivos
que se podrían llamar "adjetivos descalificativos".
Palabras como "naturalista" o "esencialista"
pueden tener una fuerza de rechazo muy superior a la que tendría
una razonamiento riguroso sobre los límites de lo que
se critica.
En todos los ámbitos culturales, e incluso en todo
grupo humano, se genera enseguida un conjunto de afirmaciones
o de expresiones que se dan por sentadas y admitidas como
si se entendieran bien. Especialmente, cuando se trata de
expresar las convicciones básicas en las que se apoya
la convivencia social, se dan unas ciertas frases cargadas
de vigencia ideológica, que se aprende a manejar con
cierta soltura y que se integran en los discursos de manera
que les dan fuerza y los hacen plausibles.
Hay que tener en cuenta que los discursos que hacemos los
hombres no suelen ser construidos desde los elementos fundamentales
del idioma, sino encadenando frases y expresiones que están
siempre a disposición del que habla. Cuando sobre un
tema determinado hay ya elaborada mucha literatura, resulta
muy fácil hablar de ese tema, en ese idioma. Así,
por ejemplo, es mucho más fácil hablar en latín
del misterio eucarístico, que de un partido de fútbol.
y esto aunque se sepa más de deportes que de teología
sacramentaria. Esto no es un fenómeno exclusivamente
lingüístico, sino también, y sobre todo,
ideológico.
Los razonamientos, especialmente si han de presentarse a
un público variado, se suelen hacer con referencias
que tengan garantías de ser plausibles. Hoy hay ambientes
en los que sería demoledor hacer una cita explícita
de Santo Tomás de Aquino, o introducir una frase en
latín. Análogamente cuando se pretende explicar
algún fenómeno, o dar razón de alguna
conducta, encontramos también algunas razones que tienen
una especial vigencia en el mundo cultural en que se hace,
porque se consideran que proporcionan casi evidencia de los
hechos. Hubo un tiempo en que se recurría con facilidad
a decir que cierto fenómeno físico se explicaba
por "colchón de aire", y los que escuchaban
pensaban que se les había dado una explicación
suficiente.
Estas referencias son las que explican que en diversos ambientes
sociales, las mismas conductas reciban calificaciones éticas
dispares. Hay actitudes que tienen en algunos ambientes unos
calificativos éticos llenos de gravedad, mientras que
en otros ambientes son considerados como leves o menos significativos.
El mismo calificativo de "ético" tiene unos
contenidos muy distintos según los ambientes.
Incluso en el seno de la comunidad cristiana hay situaciones
o mentalidades en que ciertos actos son considerados de manera
muy diferentes, y lo que para unos es una falta gravísima,
para otros no pasa de ser una conducta relativamente comprensible
y normal.
La cuestión en estos casos es que cada uno pretende
que sus valoraciones tengan un alcance absoluto, es decir,
que sean expresión cabal de la verdad absoluta. En
la medida en que estas situaciones en que se privilegia un
aspecto de la verdad de las cosas, y se pretende que esta
visión tenga valor incondicionado, se cae en la ideología,
es decir, en la sustitución de la verdad objetiva de
las cosas, por una interpretación concreta que está
marcada por ciertos intereses, aunque sean legítimos.
En todos estos casos, hay que contar con que las referencias
carecen de valor absoluto como punto de apoyo para el entendimiento
de la realidad. En estos casos se debería saber que
lo que se entiende es en realidad una conexión de elementos
que tiene aspectos de arbitrariedad o, al menos, una vigencia
solamente coyuntural. Así, por ejemplo, cuando cierta
actitud es algo aislado, se tiende a ser indulgente con ella.
Pero cuando esa actitud se generaliza y amenaza con ser, de
alguna manera, peligrosa para el conjunto, se la califica
de muy mala en sí misma.
7. El conocimiento en el mundo "informativo"
Un aspecto especialmente importante de la sociedad y de la
cultura actual, es que en ella el fenómeno de la comunicación
y de la información han adquirido una amplitud e importancia
desconocidas en otros tiempos. La comunicación de saberes
se ha dilatado y se ha convertido en industrias de gran poder.
El periodismo se considera con frecuencia como el instrumento
por excelencia al servicio de la verdad. Una buena parte de
lo que se considera "saber" en nuestro tiempo, se
refiere a estar informado, a conocer datos. En gran medida,
el conocimiento se ha reducido a información. Así
han nacido industrias nuevas, periódicos, cadenas de
radio y de televisión, agencias informativas, etc.
cuya "mercancía" es la información.
En principio, esas industrias estaban al servicio de la información,
pero progresivamente, la información que ofrecen va
siendo cada vez más configurada por esas industrias
y por sus exigencias. La información se ha con vertido
cada vez más en algo parecido a los metabolito: no
son saberes de validez perenne, sino unos conocimientos que
se parecen siempre más a los elementos del metabolismo
del cuerpo vivo y están al servicio del proceso de
la vida. Como los alimentos, no son cosas destinadas a durar,
sino a ser consumidas y a dejar inmediatamente paso a otras.
Cuando lo que se transforma en metabolito es una maquinilla
de afeitar, el caso no es en sí mismo muy grave, pero
cuando esa transformación alcanza al conocimiento,
es decir, a la relación del hombre con la verdad, su
importancia antropológica es mucho más grande
y, además no es neutral. La relación del hombre
con la verdad toca la esencia de lo humano y no se altera
sin alterar también la autocomprensión de la
misma vida humana.
Además, la naturaleza propia de la "noticia"
reclama que despierte interés en muchas personas, lo
cual implica que no ha de ser una verdad demasiado profunda,
pues entonces no serían muchos los que fueran capaces
de interesarse por ellas, cambiando cada día. El interés,
en gran parte ha de ser provocado. Si la verdad efímera
tiene poco esplendor como para atraer, ha de ser revestida
de otros fulgores que de suyo son extraños a la misma
verdad. El revestimiento de brillo mas frecuente es el de
la desvelación, la denuncia, el escándalo, que
son atractivos que hacen palanca sobre unos resortes humanos
que no son los más fiables, ni los más nobles.
Quien se mueve por esos intereses, vive la vida de manera
excitante pero, en el fondo, tenue.
Si el periodismo mantuviera como objetivo ofrecer a los miembros
de una sociedad madura el conocimiento necesario para que
puedan participar responsablemente en el autogobierno, sería
ciertamente una labor de altura humana notable. No es fácil
detectar y explicar fielmente "lo que ha pasado"
en determinado momento de la vida social o política.
En este caso, los periodistas deberían ser personas
de una capacidad humana muy singular. Serían como Shakespeare,
que para contar la vida de Enrique V supo recurrir a unos
pocos hechos de su vida, que eran los hechos propiamente "biográficos".
Pero lo más frecuente es que se recurra a narrar los
hechos que inciden más directamente en los intereses
de la masa social, los cuales no son necesariamente los más
significativos como expresión de las personas.
Hay una diferencia notable entre los artículos periodísticos
que se escriben sobre hechos importantes pero lo suficientemente
lejanos como para ser indiferentes a los intereses inmediatos
de la masa, y ser susceptibles de una descripción con
pretensiones de objetividad, y los hechos más directamente
próximos e influyentes. La explicación de los
hechos lejanos es difícil y despierta además
poco interés. En cambio, los hechos más cercanos,
sí se convierten en "noticia" con facilidad.
Pero entonces surge muy fácilmente la tentación
de "interpretarlos" según unos pocos parámetros
o referencias que muchos pueden entender. Por esto, las informaciones
caen fácilmente en ser la proyección de los
hechos sobre unos esquemas de intereses y factores humanos
que se tienden a considerar universales y omniabarcantes.
Por esto es muy frecuente que los periódicos presenten
una visión de la vida social y política de acuerdo
con los parámetro interpretativos de sus potenciales
lectores. Al mismo tiempo, lógicamente han de alimentar
esas disposiciones interpretativas, para seguir alimentándolas.
El resultado es que un gran número de personas piensa
que "conoce" la realidad de lo que sucede, cuando
en realidad reciben solamente la visión sesgada de
una realidad fuertemente interpretada.
Esta situación tiende a generar un cierto escepticismo
práctico frente a la realidad que puede recibir tan
diversas interpretaciones. "Como todo el mundo sabe,
la realidad no existe" decía con cierta ironía
un filósofo. Por supuesto, no estaba negando "idealistamente"
la consistencia del mundo extramental, simplemente estaba
mostrando la convicción espontánea de alguien
que viera todo este proceso desde fuera. La cuestión
es si es posible una interpretación fiel, es decir,
si existe una realidad objetiva susceptible de conocimiento
verdadero. La sociedad de la información, tal como
existe en nuestro días, tiende a engendrar una respuesta
negativa a esta pregunta. Pero, en el fondo, esa postura es
insostenible. Para mostrarlo, podemos hacer mirar lo que sucede
con el conocimiento de las personas. Cada persona puede ser
conocida de maneras diversas, según la capacidad de
percepción y los intereses de quienes la conozcan.
No sería lógico pretender de cada uno un conocimiento
cabal de todos los demás seres humanos. Cada uno ha
de conformarse con un conocimiento sesgado según su
posición. Pero esto no quita que la persona singular
tenga una verdad en sí misma, aunque nadie la conozca
en este mundo. No es que los conocimientos parciales o interesados
sean falsos, son sencillamente "parciales", y se
hacen falsos cuando alzan pretensiones de exclusividad. Por
eso admitimos que unas personas conocen mejores que otras.
Análogamente, los hechos que acontecen tienen un sentido
propio, aunque no sea tan unívoco como el que atribuimos
a las personas. La cuestión es tratarlos desde esta
convicción, y no como una especie de materia prima
que es susceptible de cualquier explicación. Ciertamente
lo hechos pueden ordenarse según un. esquema interpretativo
previamente establecido, de manera similar a como se ordenan
unos ladrillos según un esquema arquitectónico,
pero entonces no se estaría buscando el significado
de esos hechos sino que se estaría forzando el sentido
de los acontecimientos.
En el periodismo sobre la vida política de los partidos,
y de un modo muy llamativo en el periodismo deportivo, se
pueden ver ejemplos de hechos que reciben explicaciones "lógicas"
muy diversas según sean los intereses, o según
sea el resultado final. Esto nos debería llevar a desarrollar
una necesaria capacidad de crítica ante las pretensiones
de los periodistas, y a desconfiar del conocimiento que tienen
las personas que presumen de estar mejor "informadas".
Cuando la información se alza como forma de conocimiento
dominante, se puede deducir razonablemente que el conocimiento
ha decaído y se reduce a una mera función social,
es decir, a un instrumento de poder.
8. El conocimiento de la realidad y su fuerza interpelante
El capítulo primero de la "Apología"
de John Henry Newman termina con la siguiente anotación:
"el 14 de julio.(de 1833) Keble predicó el "Assize
Sermón" desde el púlpito universitario.
Fue publicado después con el título de "National
Apostasy". He recordado siempre aquel día y lo
he considerado la fecha de inicio del movimiento religioso
de 1833". Es una anotación sobria de un hecho
aparentemente nada extraño: la predicación de
un sermón en una ocasión solemne. Sin embargo,
en esas pocas palabras hay algo que debe ser considerado,
con toda razón, como extraordinario. Un sermón
marca la fecha de inicio de un movimiento intelectual y religioso
de tanto alcance como el que se denominó "Movimiento
de Oxford". ¿Qué es lo extraordinario en
que una predicación de cierta amplitud y en una ocasión
solemne dé lugar a una respuesta tan decisiva entre
muchos de los que lo escucharon? ¿No es normal que
cuando se da un discurso se transmitan ideas que puedan llegar
al corazón y transformar la vida de las personas y
de las instituciones?
Lo extraordinario es que aquel sermón fue "entendido"
por los que lo escucharon. No es que otros sermones no sean
entendidos en sentido habitual. Hay muchas predicaciones y
muchos discursos que se dan en ocasiones solemnes. En las
instituciones universitarias, por ejemplo, hay muchas ocasiones
en que las autoridades han de decir "algunas palabras".
No es raro que esas intervenciones sean muy "inteligentes",
llenas de ingenio, de citas interesantes, de artificios mentales.
Por esto parece que están llenas de contenido intelectual.
Incluso en ocasiones esas palabras se pronuncian de manera
que sólo los más inteligentes capten sus alusiones,
sus resonancias, sus ironías, sus juegos intelectuales.
Lo mismo sucede en el ámbito de la predicación
cristiana en celebraciones ocasionales. Las homilías
están a veces muy bien construidas, llenas de erudición
y de resonancias teológicas. Lo que hace sorprendente
el caso del sermón de Keble no es que fuera sencillamente
un sermón de calidad, sino que dijera las cosas de
manera que provocara en algunos oyentes un impulso que pusiera
en marcha la grandeza del movimiento tractariano, es decir,
que no era un discurso para ser recibido sólo con la
cabeza, sino que interpelaba a las personas en todo su ser.
La inmensa mayoría de los discursos que se pronuncian,
incluso en las instituciones más inteligentes, y quizá
sobre todo en éstas, es que se trata de discursos que
miran casi exclusivamente a "decorar" la celebración
concreta, sin que se pretenda que esas palabras sean consideradas
en sí mismas, como indicación para la vida práctica.
En todo caso, esos discursos pretenden recordar lo que ya
se sabe, y hacerlo más presente, más incisivo,
pero sin sobrepasar nunca el nivel de lo meramente teórico.
Por eso, no es raro que si alguien que oye esas palabras dedujera
que implican un cambio de actitud en algún sentido,se
le diga que no se preocupe, que si hay algo que cambiar ya
se dirá de una manera más clara y directa por
la autoridad correspondiente. No parece que se permita que
el conocimiento directo y personal de la realidad pueda ser
principio de actitudes decisivas.
El que los sermones y los discursos queden casi siempre encerrado
en el ámbito de lo teórico, e independientes
del nivel práctico, salvo quizá en el aspecto
de subrayar o adornar lo ya imperado desde la instancia explícitamente
autoritaria, es muestra de que la realidad que en ellos se
da a conocer no es una realidad plena, sino que se la ha despojado
de los aspectos que le dan fuerza interpelante.
Pero una realidad despojada de esa manera no es la verdadera
realidad, y el conocimiento que transmite no es verdadero
conocimiento de la realidad. En efecto, cuando conocemos la
realidad en su verdad plena, la percibimos de manera que advertimos
en ella una teleología que la hace foco de exigencias
para la libertad del que la conoce.
Los discursos que proporcionan este tipo de conocimiento
son muy poco frecuentes. Más aún, en los ámbitos
en los que abundan estos discursos, sean profanos o espirituales,
se suele distinguir entre las consignas que hay que seguir
en la práctica, y las predicaciones que no pasan de
ser acompañantes intelectuales de la vida en ese ámbito.
Los discursos se califican de interesantes, o de sugerentes,
o de divertidos, o de eruditos, pero nunca pueden ser puntos
de partida para movimientos intelectuales de envergadura.
Incluso es posible que alguna vez alguien tenga la audacia
de pronunciar un discurso cargado de significación.
Pero entonces será reprimido por insolente y provocador,
o será percibido de manera convencional, encerrados
en el nivel de lo mental.
El desprestigio o la desconfianza frente a lo doctrinal o
frente a la "teoría" en general, suele ser
la consecuencia de esta situación. Se acaba pensando
que la teoría no mueve nada, pues la experiencia que
se vive es que lo decisivo para la conducta son los imperativos
concretos de la autoridad. Un ambiente configurado de esta
manera se moverá casi exclusivamente por esos imperativos,
y no por la visión de la realidad. En ese ambiente
habrá, como es necesario en todo ámbito humano,
una teoría, unos conocimientos, unos juicios sobre
la realidad, pero ese aspecto no será lo decisivo ni
lo determinante. Más aún se limitará
a ser un con junto de elementos sujeto a las variaciones dictadas
por la conveniencia: la teoría se cambiará de
acuerdo con las vigencias prácticas de cada momento.
Esto significa que las teorías no son expresión
de verdadero conocimiento, sino el simple resultado de que
como seres humanos debemos dar explicaciones de lo que hacemos.
La calidad de la experiencia humana que tuvo lugar en Oxford
en julio de 1833 es, en verdad, algo singular. No quiero decir
que aquel sermón sea único en la historia. Tampoco
es que ya no puedan existir oyentes que escuchen de manera
tan auténtica. Pero es una bendición el detectar
cuando existen las condiciones para experiencias de ese tipo,
porque no son frecuentes. En la formación de las personas,
especialmente en la formación universitaria, debería
tener un papel primordial el logro de ese objetivo, de manera
que las personalidades jóvenes aprendieran a distinguir
entre el discurso "de ornato", del discurso que
trata de la verdad, y que aprendieran al mismo tiempo, a amar
con pasión los discursos verdaderos, es decir, a amar
apasionadamente los discursos en los que da a conocer la realidad
en sus dimensiones más plenas y comprometidas.
Ese objetivo en la formación no es fácil, porque
la formación intelectual está en la mayoría
de los casos en manos de personas que aman más los
discursos hermosos, que la verdad. No es raro que de una conferencia
o de una lección magistral salgan personas llenas de
admiración, pero que non son capaces de decir qué
han aprendido. Buena parte de los "intelectuales"
son personas que promueven más el amor a sus personas
que a la verdad objetiva. Por esto, el prestigio de los intelectuales
ha decaído de manera tan llamativa que el calificativo
de "intelectual" o de "teórico"
ha llegado a tener para muchos un sentido negativo.
Sócrates es una figura que debería ser considerada
como un ejemplo de filósofo y de auténtico intelectual,
que ejercitó de manera ejemplar la capacidad cognoscitiva
humana.
Sus investigaciones no se mantuvieron en un nivel decorativo,
ni se dedicaba a curiosidades irrelevantes. Sus ideas le condujeron
a ser condenado por su ciudad, y él aceptó esa
condena apoyándose para mantenerse digno en la fuerza
de lo que había deducido racionalmente. Esto es ejemplar,
porque efectivamente el que ejerce la racionalidad con esa
decisión corre peligro. Pero es ejemplar también
en el sentido de que confiar realmente en la razón
es confiar que con ella se puede alcanzar una verdad que mantenga
la vida. Hay muchas personas muy inteligentes que alcanzan
verdades profundas, pero que no son capaces de esgrimirlas
frente a lo socialmente establecido. En todo caso, podría
decirse que son tan sagaces que saben justificar siempre a
la autoridad. Por eso la autoridad no suele temer nada de
estos intelectuales. Piensan que para las cosas más
importantes es mejor confiarse a la fe, y dejar la especulación
para cuestiones de menos cuantía.
La formación que tiene como objetivo el conocimiento
de la realidad debería alimentarse de experiencias
de discursos verdaderos, del trato con personas que hablan
de la realidad de manera comprometida, es decir, que han manifestado
con los hechos que la realidad que se puede conocer es suficientemente
consistente como para apoyar la vida y llegar a modificar
la. Esto es relativamente frecuente cuando el apoyo es la
fe sobrenatural pues los hombres tendemos más a poner
el fundamento de nuestro destino en algo más seguro
que nuestras propias ideas. Precisamente por eso, se debería
confiar en que la inteligencia está capacitada para
captar una realidad segura sobre la que vivir y descansar.
En este sentido Newman es un ejemplo egregio, incluso frente
a John Keble que nunca llegó a ser tan radical como
para llegar a las últimas consecuencias teóricas
y prácticas del movimiento que había puesto
en marcha.
Esa formación debe enseñar a amar los libros
que proporcionan auténtico conocimiento. Un criterio
certero de que un libro pertenece a este género, es
que su lectura, como la misma realidad, no se agota nunca
y, cuando se leen y releen, pueden dar siempre más
de sí. Al mismo tiempo esa formación ha de huir
del error, de la mentira, de la falsificación, pero
de un modo muy particular ha de huir de la apariencia de conocimiento
"prestada", de los "intelectuales" que
dan apariencia de conocimiento, pero que en realidad no son
más que función de intereses. La "Apología"
de Newman es sin duda uno de estos libros inagotables, como
también lo fue sin duda el sermón que John Keble
pronunció el 14 de julio de 1833.
9. La inteligencia de la fe, como principio de vida
La vida cristiana se califica con verdad como "vida
de fe". Esta expresión significa que la vida práctica
está conducida por la visión de la realidad
que se alcanza desde la fe en la revelación cristiana.
La cuestión es que en la enseñanza cristiana
se encuentran también, además de las verdades
que hemos de creer, los mandamientos que hemos de practicar.
A veces se presentan estos dos elementos como independientes,
y esto es equívoco porque podría inducir a pensar
que la vida, por la que en definitiva seremos juzgados, esta
normada por los mandamientos, mientras que los contenidos
de la fe quedan encerrados en el ámbito de lo mental.
Cuando las cosas se ven de esta manera, el contenido de la
fe va restringiéndose paulatinamente a aquellas verdades
que son el fundamento de la autoridad deontológica,
mientas que los otros contenidos, por nobles y elevados que
se declaren, quedan de hecho despojados de su capacidad de
dar a conocer una realidad interpelante.
Es evidente que en la revelación cristiana se encuentran
algunos preceptos, pero es al mismo tiempo muy significativo
que los preceptos más "conflictivos" que
encontramos en el Nuevo Testamento, como son todos los referentes
a la ley mosaica, han decaído en la moral cristiana,
de manera que resulta muy difícil hacer un elenco de
los mandamientos concretos imperados por el Evangelio. Los
mandamientos cristianos son los mismos que los del Decálogo,
aunque ciertamente en la predicación evangélica
y apostólica cambian sustancialmente de carácter.
Ese cambio de carácter radica en que Cristo ha establecido
la primacía del mandamiento de la caridad, es decir,
de atender a las interpelaciones de la naturaleza teleológica
de las personas. El Decálogo ya no es la "legalidad"
establecida por Dios para su pueblo, sino el resultado de
la revelación de la dignidad de la persona. No son
mandamientos de la voluntad arbitraria de Dios, sino consecuencia
de la verdad de las cosas.
Para la realidad de la vida de fe, es necesario, pues que
la fe se haga verdaderamente conocimiento de la realidad.
En primer lugar conviene advertir que este conocimiento habrá
de ser una forma de conocimiento distinto, por ejemplo, del
conocimiento científico. Es necesario hacer esta advertencia
preliminar, pues la ciencia ha alcanzado tal prestigio en
nuestro mundo, que casi se considera que lo que no sea un
conocimiento avalado por la ciencia, no es verdadero conocimiento.
El método científico tiende a inducir la afinidad
con un tipo de conocimiento que luego puede deformar el mismo
conocimiento de la fe. Esto es así no solamente por
el hecho de que la ciencia nos ofrezca conocimientos de realidades
naturales, y que la fe nos comunique los misterios de Dios.
Lo que aquí se quiere subrayar es que el método
científico, por su misma naturaleza, no puede ser interpelante.
Sólo nos da a conocer unas verdades de tipo "hipotético",
es decir, que son verdades sobre las regularidades de comportamiento
bajo determinadas condiciones ("si" se la pone en
tales circunstancias, "entonces" la materia se comportará
de tal manera). Por eso se ha definido el conocimiento científico
como un "know how", a diferencia del conocimiento
de la realidad en sus dimensiones esenciales. Por esto, el
conocimiento que nos ofrecen las ciencias positivas no nos
presenta la realidad conocida de una manera que reclame determinada
conducta respecto de ella, sino como mera materia prima con
la que se puede hacer cualquier cosa. "scientiam propter
potentiam", decía muy gráficamente Hobbes.
Las finalidades, es decir, los objetivos que debemos perseguir
al tratar con las cosas, no viene determinado por lo que nos
da a conocer la ciencia, sino que es fruto de la voluntad
incondicionada. Por esto, la mentalidad
Para que la fe pueda ser principio de una vida de fe, ha
de ser un conocimiento sea lo suficientemente significativo
de su propio objeto como para que sea interpelante para nuestra
libertad y, de esa manera, pueda ser principio orientador
de la vida. Esto es especialmente importante para el conocimiento
de los misterios de la fe, pues éstos tiene tal riqueza
de verdad que siempre se pueden conocer más, y nunca
se agotan. "Cuenta Martín Buber en sus leyendas
jasídicas que el futuro rabí Leví Isaac
hizo su primer viaje, movido por su deseo de saber, y visitó
al rabí de, contra la voluntad de su suegro. A su regreso,
éste le preguntó con altanería: -¿Y
qué has aprendido junto a él? A lo que Leví
Isaac respondió: -Aprendí que existe el creador
del mundo. El viejo llamó entonces a un criado y le
preguntó: ¿Sabías que existe el creador
del mundo? -Sí -dijo el criado. -Por supuesto -exclamó
Leví Isaac-, todos lo dicen, pero, ¿lo aprenden,
además de decirlo?" (J. Ratzinger, "El Dios
de Jesucristo", Sígueme, Salamanca 1979, pp. 36-37.
Cfr. Martin Buber, Werke III. "Schriften zum Chassidismus",
München-Heidelberg 1963, 323).
Por supuesto, la fe catequética da un conocimiento
real y verdadero de los misterios fundamentales, pero si el
conocimiento queda en ese nivel, la vida no podrá apoyarse
suficientemente en él, y habrá de apelar a los
mandamientos y a los preceptos de la autoridad de la Iglesia.
Para que la vida de fe tenga la fuerza que debe, la fe que
la alimenta ha de ser lo más significativa posible,
es decir, hay que empeñarse en alcanzar la máxima
inteligencia posible de los misterios revelados. Esta inteligencia
mayor no se debe identificar con la mera afirmación
enfática o poética, o con las "frases felices"
para expresar lo mismo, aunque ciertamente una muestra de
que se entienden es la capacidad para expresar las misma verdades,
sin estar atados a las formulaciones establecidas.
A este respecto hay que advertir que efectivamente de los
misterios de la fe se puede alcanzar una cierta inteligencia,
y muy fructuosa, aunque siempre serán verdades que
lleven el sello de la trascendencia. Enseña a este
respecto el Concilio Vaticano I: "Ciertamente, la razón
ilustrada por la fe, cuando busca cuidadosa, pía y
sobriamente, alcanza por don de Dios alguna inteligencia,
y muy fructuosa, de los misterios, ora por analogía
de lo que naturalmente conoce, ora por la conexión
de los misterios mismos entre sí y con el fin último
del hombre; nunca, sin embargo, se vuelve idónea para
entenderlos totalmente, a la manera de las verdades que constituyen
su propio objeto. Porque los misterios divinos, por su propia
naturaleza, de tal manera sobrepasan el entendimiento creado
que, aun enseñados por la revelación y aceptados
por la fe; siguen, no obstante, encubiertos por el velo de
la misma fe y envueltos de cierta oscuridad, mientras en esta
vida mortal "peregrinamos lejos del Señor; pues
por fe caminamos y no por visión" [2 Cor. 5,6
s]" (Const. "Dei Filius", cap. 4, DS 3016).
Un historiador de la teología ha dicho que las grandes
"Sumas" medievales eran como catedrales, en las
que cada pieza, cada verdad, está en su sitio, en una
justa relación con las demás. Esta analogía
apunta a que las verdades de la fe tienen un orden interno
en base a las referencias mutuas. Lograr una mayor inteligencia
de las verdades de la fe es fruto de la meditación
intensa del significado de los misterios de forma que se alcance
una conexión entre ellos, y se detecte que cada uno
está en relación con los demás. Así,
por ejemplo, entendemos mejor el misterio de la Cruz, si lo
ponemos en relación con el misterio de la Trinidad,
en la que el Hijo es pura filiación subsistente y,
por tanto, puro recibir del Padre, de manera que la Humanidad
del Señor debe ser la traducción en las categoría
creaturales de su vida en el seno de la Trinidad, por eso
la Humanidad del Señor es sobre todo, obediencia y
oración al Padre, lo cual se expresa con una plenitud
insospechada en la Muerte en la Cruz.
Cuando, por ejemplo, meditamos en la verdad de la creación,
puede venirnos a la mente el recuerdo de lo que el pagano
Aristóteles dice sobre le Primer Motor, como Motor
Inmóvil, es decir, como el Motor que mueve al modo
de la causa final, que no es un móvil eficiente, violento,
sino que atrae y, de esa forma, no quita la libertad sino
que pone en juego las mejores capacidades de sus criaturas.
Y puede surgir también en la mente el eco de las palabras
de Jesús: "Yo, cuando sea levantado en lo alto,
atraeré a todos hacia Mí". La redención
ha sido realizada por modo de eficiencia, dice Santo Tomás
("Summa Teologiae", 111, q. 48, a. 6), pero las
resonancias que se inducen en la mente al pensar en esas palabras
de Cristo y en aquellos aspectos de la creación, nos
hacen pensar que entenderíamos mejor el misterio de
la redención si lo considerásemos en relación
con lo que entendemos de la causa final.
Quizá alguno piense que estas consideraciones son
demasiado vagas, y casi mero fruto de la imaginación,
pero es que las conexiones entre los misterios que nosotros
podemos alcanzar, no pueden llegar a ser relaciones necesarias
basadas en la lógica de los conceptos, sino relaciones
que brotan, como hemos descrito anteriormente, de un entendimiento
y meditación en intensidad de las verdades. El valor
de estos logros no se basa en el rigor de la lógica
sino en la fuerza significativa de sus logros: al final tenemos
una visión de los misterios que es tan rica y significativa,
que se impone o, mejor, que reclama aceptación por
su propia densidad de verdad, como aquellos "pensamientos
cuya gran dulzura muestra que han nacido para ser inmortales"
(W: Wordsworth).
Es pues muy importante que la fe se haga conocimiento verdadero,
que nos dé la conciencia de que efectivamente las proposiciones
que expresan los misterios no sean simples fórmulas
venerables, o unos contenidos abstrusos y excelsos que apenas
nos dicen nada, y que hemos de confesar con la inteligencia
rendida, sino verdadero conocimiento que nos pone en relación
con unas realidades sublimes y asombrosamente significativas.
En los tratados de "Introducción a la Teología"
se hacía referencia a las deducciones lógicas
como camino hacia el progreso teológico. Una conclusión
teológica, se decía, es como el resultado de
un silogismo en el que la premisa mayor es una proposición
de fe, y la premisa menor es una proposición de razón.
Ciertamente este modo de explicar el método teológico
se considera ya anticuado, pero aún aparece implícitamente
en algunos manuales. Y en los tratados más modernos,
se trata poco del verdadero modo de poner en relación
unas verdades de fe con otras, y con lo que el hombre conoce
con la sola luz de la razón natural. Sin embargo, parece
que éste debería ser un tema fundamental para
el estudio de método que debe seguir la "fides
quaerens intellectum". Si el método no restringe
a la ayuda de la lógica analítica, por no decir,
a los meros aspectos históricos y directamente positivos,
la fuerza significativa de los misterios no se enriquece,
sino que se debilita, porque su significado se difumina al
ser referido a cuestiones accidentalmente. Quizá por
esto, la teología se ha hecho muy científica,
pero se ha apartado de su objetivo de hacer más significativa
y, por tanto, enriquecedora, la fe.
Además, cuando la teología se hace muy científica,
los que la cultivan suelen despreciar -considerándolos
superficiales y poco científicos- a los que no quieren
ser tan analíticos, y prefieren mantener en la perspectiva
en la que se conservan las unidades de significación
más importantes. En una ocasión, un joven profesor
preguntó a un teólogo alemán de gran
prestigio científico, si consideraba interesante que
estudiara a Guardin. La respuesta fue que Guardini sólo
tenía un relativo interés desde el punto de
vista del buen alemán en que escribía, pero
que carecía de interés desde el punto de vista
propiamente teológico. Esta misma situación
de fondo es la que se refleja en la respuesta que el mismo
Guardini dio al funcionario del Tercer Reich que, en 1939,
le comunicó que su cátedra de Berlín,
sobre "Visión católica del mundo",
iba a ser abolida pues el Reich tenía su propia visión,
de modo que debía tratar de integrarse en una de las
facultades de teología católica que ya existían.
En esa ocasión Guardini respondió que le era
imposible esa integración, pues cualquier ayudante
con pocos semestres de experiencia le sacaría una ventaja
insuperable. Lo que Guardini hacía no era teología
"científica" en sentido convencional, sino
teología en otro sentido más propio y, desde
luego, mucho más enriquecedor para el entendimiento
de la fe. Ratzinger manifestó que él sí
captaba la posición de Guardini cuando, hace unos años,
respondió en una entrevista: "Mi ideal ha sido
siempre el de la estricta cientificidad: el método
claro y la documentación exacta, y con esto la presencia
en el debate científico. Sigo considerando importantes
estos elementos. Pero de esto surge otra tarea, la de llegar
a través de la "ciencia" hasta la "sabiduría",
es decir pasar de lo particular a la visión de lo "general
y trasmitirla de un modo comprensible más allá
del muro de las especializaciones. Si no se da este paso,
también la especialización pierde su significado".
Esta tarea se ha hecho hoy aún más importante,
porque se hacen vulgarizaciones superficiales. Siempre he
percibido esta necesidad, de la cual el mayor ejemplo sigue
siendo Romano Guardini. De todos modos dudo haber hecho lo
suficiente en esta dirección". (El entrecomillado
es mío. J. Ratzinger, Entrevista a corresponsales de
"Time", publicada en Avvenire, 28-XII-1993).
En su librito "La Abolición del Hombre",
C. S. Lewis llega a decir que cuando los hombres de mentalidad
científica se alcen dominadores, puedan manipular a
todos los demás, y adviertan que ellos han llegado
a la visión nihilista del mundo que para ellos es la
auténtica, mientras que los demás, aunque sean
sus manipulados, tienen convicciones sobre el sentido de la
existencia, los odiarán como los eunucos odian a los
hombres. Algo similar, aunque menos violento, sucede cuando
los filósofos o los teólogos "científicos"
advierten que su "hondura" no les sirve para dar
más significado al conocimiento, mientras que otros,
que ellos tachan de superficiales, alcanzan explicaciones
llenas de riqueza significativa. Esa advertencia no les lleva
a reconocer las graves limitaciones de su método y
a adoptar el de los otros, sino a despreciarlos y a combatirlos.
Esto es lo que advertimos en tantos casos de nuestro ambiente
intelectual: por una parte se niega la posibilidad de conocimiento
verdadero y de sentido de la vida, y pronuncian lamentaciones
por este hecho; pero, por otra, si alguien tiene la osadía
de ofrecerles soluciones, las rechazan como inconsistentes,
y atacan ferozmente a quien se las propone.
Es revelador que cuando la filosofía y la teología
han seguido el camino de la investigación positiva
y de la lógica analítica, la filosofía
ha dejado de orientar la vida, y la doctrina teológica
se ha apartado siempre más de la vida cristiana, y
se ha hecho necesario elaborar una nueva literatura religiosa,
la literatura espiritual, ascética y mística,
que sustituya a la teología y ocupara su lugar como
ayuda a la fe de vida.
La indicación del Vaticano I antes referida, sugiere
que los contenidos de los misterios deben ser "relacionados"
con lo que el hombre naturalmente conoce, con los otros misterios
de la fe, y con el fin último del hombre. Este "poner
en relación" es una advertencia contra la postura
intelectual que se ha denominado "doble verdad".
Parece teóricamente imposible la actitud de admitir
dobles verdades sobre los aspectos más decisivos de
la vida. Sin embargo, sería importante tomar en serio
esa indicación del Magisterio, porque efectivamente
es muy posible, incluso frecuente, mantener ciertas explicaciones
de la realidad en determinados ámbitos, y otras explicaciones
y valoraciones en ámbitos diversos. Los seres humanos
suelen tener una capacidad bastante reducida para ver la realidad
en relación con todos los criterios cognoscitivos que
usan y, por eso, para determinados hechos o personas, usan
una medida, y para otros hechos, la medida contraria.
La misión de la ciencia teológica de poner
en relación las verdades sobrenaturales con lo que
el hombre naturalmente conoce, debe comenzar con el ejercicio
mental de aplicar siempre a la realidad conocida los mismos
criterios cognoscitivos. Este hábito mental genera
la cualidad intelectual de relacionar los conocimientos que
se tienen, y de no mantener interpretaciones diversas según
los intereses cognoscitivos o prácticos de cada momento.
En última instancia, el conocimiento de la fe debe
resolverse en el conocimiento de Jesucristo. La plenitud de
la revelación no se encuentra propiamente en la "enseñanza"
predicada por el Señor, sino en su misma Persona. Sus
palabras son decisivas porque a través de ellas se
muestra su Persona, que es a la que debemos prestar la adhesión
plena de la fe. Ciertamente en esta plenitud de la revelación
se encuentran contenidos intelectuales. Pero esos contenidos
no están de manera "separada", sino en la
verdad de su Persona.
Esto no es exclusivo de las revelación sobrenatural.
También aquí debemos aplicar el principio de
que la gracia no quita la naturaleza, sino que la presupone.
El conocimiento sobrenatural de la revelación cristiana
nos enseña también cuál es el modo más
alto del conocer natural. Por esto, el conocimiento cabal
debe llegar al conocimiento que se encuentra en la vida, en
la historia que define a las personas.
10. Entender lo que sucede
Las realidades inteligibles no son solamente las realidades
físicas. Muchas veces lo que se debe entender es un
proceso, un acto humano, una historia. Una de las formas más
preciosas de inteligencia es la que se ejercita precisamente
para saber "qué ha pasado" en determinada
ocasión. Sabemos que en esos casos pueden darse muchas
explicaciones, según el marco de referencia de quien
lo explique.
No es algo inmediato o evidente cuál es el significado
de entender "qué ha pasado" en un momento
determinado de la vida de una persona, o de la existencia
de una comunidad humana. A veces se piensa que entender eso
es descubrir cuáles son las leyes universales que se
han manifestado en esos hechos. Así, por ejemplo, se
puede pensar que una buena muestra de que alguien entiende
los dramas históricos de Shakespeare es mostrar cuáles
son las constantes del ejercicio del poder que se muestran
en esas historias. Cuando algunos libros de literatura nos
dicen que la Orestíada de Esquilo es la expresión
"alegórica" de que Atenas se fundaba sobre
el compromiso entre el pensamiento abstracto, representado
por Apolo, y las fuerza vitales pre-racionales, representadas
por las Erinias, esos libros están mostrando una forma
de entender la Orestíada en términos de leyes
universales. Este tipo de explicaciones y de manera de entender
suelen ser sugestivas y se las considera como interpretaciones
muy inteligentes. Pero es dudoso que los griegos que escribieron
esas obras, y los que las veían representadas estuvieran
de acuerdo. Más bien hay que pensar, con Ba1thasar,
que "Ni Orestes ni Edipo son un tipo determinado de hombres;
sólo por confusión se podría decir que
se ponen por el "hombre en general"; son ellos mismos
nada más, e igualmente Prometeo, Ayax, Electra, Hércules,
Antígona y los demás. El griego los quiere plenamente
individualizados, a la vez totalmente humanos y sobrehumanos,
rozando la esfera de los dioses" (H. U. von Balthasar,
"Teodramática" II, Encuentro, Madrid 1992,
p. 47")
Si aceptamos en profundidad que la realidad máximamente
significativa es la persona, y que ésta no se puede
reducir a sus componentes formales, entonces debemos admitir
que el conocimiento de cada persona no remite tanto a unas
cualidades o leyes universales, cuanto a la historia de su
vida. Por eso es tan importante y tan decisivo saber entender
unos hechos, unos acontecimientos, una historia. Y por eso
mismo, el cabal entendimiento de las historia más significativas,
no consiste ante todo en "desanudar" las formalidades
y leyes universales que se han entremezclado en un caso concreto,
sino en entenderla como tal historia. Individuar y formular
las formas y las leyes universales que se encuentran en un
caso concreto, es entender éste como mero representante
de lo universal. Pero así no se puede entender cabalmente
a la persona y, por tanto, tampoco se puede entender así
su vida.
Podría pensarse que ciertamente la realidad más
significativa es la persona, pero que ese conocimiento, por
ser de algo irreductiblemente singular, no puede darnos noticia
sobre lo universal, es decir, permanece inevitable encerrado
en lo individual. Pero frente a esto, hemos de tener en cuenta
que el conocimiento de lo singular personal no es idéntico
al conocimiento de lo meramente "individual". Sabemos
que "persona" no es lo mismo que "individuo".
Es al mismo tiempo "más" y "menos"
que el individuo. Es "menos" en el sentido de que
lo individual puede ser considerado como representante de
leyes universales, es decir, corno el lugar donde se detectan
las leyes esenciales universales, mientras que lo personal
en cuanto tal no representa más que a sí mismo.
Pero la persona es al mismo tiempo "más"
que individuo porque su verdad es más intensa que la
que se encuentra en la mera contingencia de lo individual,
y más intensa también de lo que se encuentra
en lo universal abstracto. Por eso el conocimiento de la persona,
de la historia que la define, va incluso más allá
del alcance de las misma leyes esenciales universales. Ésta
es a intuición que se encuentra en el pensamiento mítico:
cuando lo personal se realiza con cierta plenitud, toca casi
la esfera de lo "divino". Esto ha de entenderse
en el sentido de que la plenitud de lo personal no queda encerrada
en la estrechez de lo individual contingente y, de alguna
manera, tiene alcance universal. También aquí
se muestra un aspecto de la definición bíblica
del ser humano como "imagen" de Dios.
Desde el nacimiento de la Filosofía, al menos en el
sentido más reconocido de esta palabra, se ha contrapuesto
el conocimiento "racional", que el hombre puede
alcanzar con su propia mirada a la realidad y con su propia
mente, y el conocimiento "mítico", fruto
de los poetas en cuanto visionarios inspirados. No obstante
el indudable logro que supone la Filosofía para el
pensamiento humano, en la historia del hombre ha estado siempre
presente otra corriente de pensamiento, otra forma de conocer
que no se remite a las esencial universales o a los principios
metafísicos, sino que dirige su mirada a lo concreto
y empírico, a. lo histórico y contingente de
las acciones libres personales. Esta tendencia ha dado lugar
a una forma de Filosofía que siempre ha sido considerada
por los pensadores más reconocidos, como una forma
"inferior" de conocimiento, que era como un contrapunto
"terco" de la verdadera Filosofía.
Pero debemos preguntarnos si en esa persistencia del empeño
por no olvidar las referencias a las historias contingentes,
en las que cuentan, no tanto las leyes esenciales o los principios
universales, cuanto la libertad y la contingencia de las acciones
personales, no se encuentra un elemento que es irrenunciable
para el entendimiento adecuado del hombre y de la realidad.
La razón moderna rechaza decididamente ese planteamiento
y afirma que la historia ha de ser irrelevante, pues las historias
contingentes, los hechos concretos, no pueden tener una relevancia
universal. Eso significaría que habría representantes
concretos de las esencias que tendrían "poder
sobre la esencia". Efectivamente, esto es lo que está
en la base del conocimiento mítico. El genio griego
era consciente de esa situación, pero no rechazó
completamente el pensamiento mítico. Ciertamente no
estaba en condiciones de expresar un fundamento adecuado para
la importancia de los mitos como historias arquetípicas
y, por eso, prefirió mantenerse en una situación
de compromiso.
Ahora no podemos hacer una consideración detallada
_de la historia del "mito" en la existencia humana.
Hagamos no obstante dos observaciones. En primer lugar, podemos
quintaesenciar el sentido del mito caracterizándolo
como una historia en la que se narran hechos "históricos"
que tienen efectos universales o, digamos, "poder sobre
la esencia". Esta historia es "arquetípica",
y da el marco en que los acontecimientos que suceden y las
cosas que existen, pueden ser vistos en una perspectiva amplia
y significativa, más allá de su angostura contingente.
Como decíamos, el mito como medio de conocimiento,
fue abandonado cuando se pasó de narrar los "principios
históricos" a estudiar los "principios metafísicos".
Pero esa substitución, si bien tiene el sentido positivo
que es el nacimiento de la Filosofía, no carece de
límites. En efecto, la substitución de los "principios"
temporales por los "principios" metafísicos,
conlleva la pretensión de cambiar toda "historia",
que en cuanto tal es siempre contingente y dependiente de
la libertad, por una "teoría" que, en cuanto
tal, trata de esencias y relaciones universales y necesarias.
Pero esto empobrece y restringe el conocimiento en los ámbitos
más propiamente humanos. De hecho, los pensadores menos
académicos o teóricos, y más "humanos",
han intuido la importancia insustituible del mito como historia
arquetípica: la persona humana, su vida, no puede entenderse
adecuadamente sólo desde los planteamientos que gravitan
sobre la formalidades universales., C. S. Lewis ha hecho una
aguda defensa del mito, y ha mostrado que el pensamiento mítico
tiene una clave para el entendimiento de la realidad que se
esclarece plenamente en la revelación cristiana. La
Historia Sagrada, y de modo particular, el Evangelio de Jesucristo,
el Verbo eterno hecho carne, tiene en efecto el carácter
de "El mito que se hace realidad".
De modo especial, la imposibilidad de substituir la historia
contingente y libre por la deducción teórica
a partir de principios universales, se hace patente cuando
se trata del origen del mal. La manifestación de esta
realidad se debe sobre todo a la religión bíblica
y al Cristianismo. "La antigüedad no afrontó
el problema (del mal). El que un hombre no haga lo que le
ordena la "recta ratio" la antigüedad lo remitía
a incapacidad, a ignorancia, a naturaleza defectuosa, a mala
educación. Sólo el Cristianismo ha dado principio
a una nueva visión de las cosas, al interpretar el
cerrar los ojos, como consecuencia de un no querer. En el
evangelio de San Juan se afirma: "No salen a la luz para
que no se manifiesten sus obras". Y la "Epístola
a los Romanos" representa la ignorancia y el error respecto
de la cosas últimas como una consecuencia de la falta
de gratitud: los paganos podían conocer a Dios, pero
no querían darle gracias. Esto significa que el fenómeno
del que estamos hablando, la paradoja de la falta culpable
de atención, en el contexto en el cual es considerado
temáticamente por vez primera, no es objeto de una
teoría antropo1ógica sino de una historia contingente:
la historia del llamado "pecado original", es decir,
de la narración del origen de una relación estrecha
que ha transformado la "caída" en punto de
partida de cada individuo, a pesar de que ella misma "en
sí" fuera ya la consecuencia de una culpa. Conocerla
como tal, y por tanto, intuir la normalidad de la "conditio
humana" como una anomalía ontológica, por
sí mismo constituye solamente el efecto de una conversión,
por la cual nadie puede agradecerse a sí mismo. Se
puede entender fácilmente que tanto la doctrina de
Kant y la de Schopenhauer sobre la elección del carácter
inteligible, como la doctrina de Heidegger sobre la caída,
son tentativos de transformar la doctrina del pecado original
en una teoría, y de convertir la radical contingencia
del mito de la caída del primer hombre (Sündenfallmythos),
como es narrado en la Biblia, en una especie de constitución
a priori del ser humano. No obstante se puede ver también
que en este caso el mito (Mythos) explica más cosas
de lo que hace la teoría que debería ilustrarlo"
(Spaemann, "Felicidad y benevolencia", último
capítulo sobre "El perdón").
11. "Entender" una historia
Una historia se puede entender desde la perspectiva de las
leyes universales que están presentes en ella, pero
eso no sería propiamente entender la historia en cuanto
tal, sino sólo como serie de "individualidades"
representantes de esencias o leyes universales, como narración
edificante, como ejemplo moral. Una historia se entiende como
tal historia, cuando se es capaz de contarla de nuevo. Un
ejemplo sencillo puede aclarar esto. Una película de
cine, o una novela, se puede entender según el esquema
de las formalidades abstractas, pero el que verdaderamente
muestra que la ha entendido es el que es capaz de "contarla"
con claridad. Hay personas que cuentan las películas
con tal claridad que casi nos permiten no necesitar ya verla,
al menos en lo que tienen de "historia". En cambio,
hay otras personas que quizá tienen una gran inteligencia
abstracta y que son capaces de detectar mil alegorías,
pero que no alcanzan a detectar qué es lo que ha pasado
y, por tanto, son incapaces de recontar la misma historia.
Contar una historia es un ejercicio humano de la más
alta calidad, porque ahí no se trata de reflejar fotográficamente
unos hechos, sino mostrarlos en su unidad significativa de
lo humano. Por eso, la capacidad de "entender" y
de "contar" una historia es la muestra más
alta del "entender": ésa es la capacidad
en la que se muestra que se alcanza a la persona, que es lo
máximamente inteligible en este mundo.
Se degrada esta capacidad cuando, como se ha dicho, se pretende
entender de manera que se sitúa la realidad en un marco
de formas universales, porque se confunde la unicidad irrepetible
de lo personal como la mera individuación "materia
signata quantitate". Lógicamente, en una mentalidad
en la que lo propio de la persona se difumina, la personalidad
tiende a confundirse con la individualidad. Esto significa
que cuando la referencia a la creación de cada ser
humano por parte de Dios, que es el fundamento de la unicidad
irrepetible de la persona, se rechaza sistemáticamente,
el pensamiento tenderá de forma necesaria a adoptar
el carácter del racionalismo conceptual abstracto.
Las "historias" son un medio singular para la formación
de las personas y de los pueblos. Platón decía
que Homero era el educador de la Hélade. Es importante
entender de qué manera la historia es fuente de formación
auténtica. Una manera de entender esa fuerza formadora
de las historias es considerarlas "alegorías"
de las cualidades que se trata de inducir en los que han de
ser formados. Según esta manera de ver, la historia
se entiende cuando en ella se detectan las virtudes o actitudes
de fondo que están presentes en los personajes y en
la acción, que de esta forma se perciben como "personificación"
de las virtudes y demás cualidades. La historia no
sería más que un camino, el más amable
y fácil, para decir sustancialmente lo mismo que se
podría decir de una manera más árida
en el lenguaje conceptual abstracto de un tratado. Pero esta
manera de considerar la fuerza formadora de las historias
es muy parcial, y está en dependencia de la visión
de la persona como sólo individuo en el que han de
hacerse presente una cualidades universales. El modo propio
como las historias forman a las personas, es el que las considera
como historias verdaderas, es decir, esencialmente únicas
y contingentes, y no sólo como alegorías. Al
contemplar una historia la persona está frente a algo
esencialmente singular e irrepetible. No forma porque represente
las virtudes, sino de modo semejante a como forma el trato
con una persona, a como marca profundamente el encuentro con
alguien singular. El ser humano se cumple máximamente
cuando establece una relación personal con alguien.
Esta relación, si es verdaderamente personal, será
una relación no universalizable y, sin embargo, extraordinariamente
enriquecedora. El enriquecimiento en cuestión no pasará
primero por el conocimiento de formalidades universales, sino
que irá directo a lo singular irrepetible de la persona
que se encuentra. El caso es semejante -sólo semejante-
a cómo forma la contemplación de la belleza.
También la belleza es esencialmente única: "Le
belleza es la armonía entre el azar y el bien"
decía Simone Weil. Pero un pintor debe contemplar muchos
buenos cuadros, y un músico deberá oir buena
música. En estas experiencias los que se forman en
el arte no se limitan a acumular en su mente "modelos",
o leyes universales de la composición artística
sino que entran en contacto con realidades bellas esencialmente
singulares que sin embargo le enriquecen y le dan afinidad
respecto de la belleza.
En la fuerza formadora y humanizante de las historias brilla
un rayo de la fuerza humanizante y plenificadora del encuentro
personal. El Evangelio no forma porque la Persona de Jesús
nos muestre ejemplos excelsos de virtudes, sino porque nos
permite que entremos en contacto con El, en relación
directa, sin mediantes universales, con su Persona.
Es muy expresivo, que en la revelación sobrenatural,
la cumbre no sea un "Libro de la Sabiduría",
sino el Evangelio, que es la historia de Jesús. Por
eso se ha escrito podido escribir con singular acierto: "Es
difícil determinar en qué lugar obtiene un visible
peso propio lo abstracto y lo categorial dentro de la concreción
de la religión de Cristo. En cualquier caso, no existe
en la proximidad inmediata del Señor. Jesús
no queda comprendido en la categoría de las "figuras
redentoras", como tampoco María en la categoría
de las "Madres de Dios", de las "Madonnas",
que han de ser a la vez virginales y maternales, bajo el arquetipo
de "lo mariano en general", el cual quizá
habría tenido su más pura encarnación
en la madre de Jesús. ¿Se puede situar a Juan
el Bautista entre la categoría de los precursores,
obteniendo con ello algún conocimiento profundizado
de su esencia, o el meterle en esa categoría no significa
ya perder de vista su irrepetibilidad? ¿Y los profetas?
¿Acaso Ezequiel es un individuo de la especie "profetas
judíos", y son éstos una especie dentro
del género filosófico-religioso "profeta
en general", que queda comprendido a su vez bajo la sociología
de la religión en general, tal como la ha desarrollado
Max Weber con tanto éxito? ¿Acaso los Apóstoles
son ejemplares de un prototipo conceptual "Discipulado",
que se puede expresar en ellos igual que en otros ejemplares?
¿Acaso la relación especial entre Jesús
y Pedro se puede iluminar mediante la relación general
entre "maestro" y "discípulo",
y acaso la manera que tienen Pedro de ejercer su cargo resulta
comprensible por la "psicología general del hombre
con una misión"? A todas estas preguntas hay que
contestar que no; y ello no porque falte en todos los casos
una auténtica analogía entre la ley general
humana y el caso especial cristiano, sino porque -debido a
la irrepetibilidad de Cristo- el caso especial se realiza
de tal modo que en su concreción histórica se
ha hecho norma concreta de la norma abstracta" (Hans
Urs von Balthasar, "Teología de la historia",
Introducción, C, p. 20-21).
Cuando a finales del siglo primero, San Juan quiso presentar
su "kerigma para defender la fe de los peligros del gnosticismo,
no escribió una carta en forma de tratado, sino que
escribió una "Vida de Jesús", un Evangelio.
Ésta es sin duda la forma cabal de presentar, sin peligro
de manipulaciones racionalistas, la plenitud de la revelación.
Y es desde esta perspectiva desde donde hay que intentar situar
adecuadamente la importancia y el alcance de los tratados
teológicos conceptuales. Ciertamente las formulaciones
de las verdades en sí mismas, tienen una fuerza significativa
indispensable, dado el modo de conocer humano, que no expresa
las historias si no es con la ayuda de palabras y de conceptos.
Pero siempre hay que recordar que "la fe cristiana no
es una "religión del Libro". El cristianismo
es la religión de la "Palabra" de Dios, "no
de un verbo escrito y mudo, sino del Verbo encarnado y vivo"
(S. Bernardo, hom. miss. 4,11). Para que las Escrituras no
queden en letra muerta, es preciso que Cristo, Palabra eterna
del Dios vivo, por el Espíritu Santo, nos abra el espíritu
a la inteligencia de las mismas (cf. Lc. 24,45" (Catecismo
de la Iglesia Católica, n. 108).
Por eso, la teología debe tener en mucho los desarrollos
conceptuales de los que hemos hablado más arriba, pero
sobre todo ha de mostrar que cuando se trata de la plenitud
de la revelación, la verdad ya no tiene la forma de
proposición, sino la Vida de la Palabra eterna del
Padre.
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