Gracias a Dios, ¡nos fuimos!
OPUS DEI: ¿un CAMINO a ninguna parte?

El ser humano y su mundo
Índice
Introducción
1. El "sentido de la vida"
2. El hombre entre lo terreno y lo trascendente
3. La instancia institucional y sus pretensiones de absoluto
4. La formación y el gobierno de los hombres
5. Entender, explicar
6. El mundo interpretado
7. Educación
8. Calidad de vida - Vida de calidad
9. Autoaceptación y donación
10. Enamorarse
11. La referencia a la voluntad de Dios
12. La gracia y "su" naturaleza
13. La defensa de la fe
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Antonio Ruiz ReteguiEL SER HUMANO Y SU MUNDO
(Algunas claves de la antropología cristiana)
febrero 2000

Antonio Ruiz Retegui
Teólogo. Sacerdote numerario del Opus Dei

 

CAPÍTULO 12. LA GRACIA Y "SU" NATURALEZA

1. Introducción

En este capítulo vamos a hacer algunas consideraciones sobre las realidades o aspectos de la vida cristiana en relación con el hecho de que las dimensiones sobrenaturales necesitan del apoyo de la naturaleza, de manera que si el apoyo natural es defectuoso o se debilita, las misma realidades sobrenaturales quedan afectadas negativamente. A veces la vida cristiana se deforma no directamente, es decir, no por un defecto directo de la fe o del "espíritu", sino porque esa fe o ese "espíritu" se apoyan sobre una base humana defectuosa. Por esto se dice en el título "su" naturaleza: no se trata de estudiar la naturaleza o la esencia de la gracia santificante, sino de la gracia en cuanto que a ella le compete estar apoyada o ser perfección de una realidad natural humana suficientemente consistente.

2. Los límites de lo "natural" en la predicación del Señor

En "El Sermón de la Montaña" muestra el Señor como su programa, como la esencia o el núcleo de su enseñanza moral. Es una enseñanza que tiene aspectos muy paradógicos. Algunos lo han interpretado como si se tratara solamente de una especie de ideal inalcanzable pero que debe ser perseguido siempre pero sólo como ideal, no como norma exigente para todos.

Esto plantea la cuestión de la relación entre la enseñanza de Jesucristo con sus exigencias propias tal como aparecen en su .predicación, y la vida tal como la percibimos con nuestra mirada natural.

En efecto, nosotros advertimos con nuestra cabeza que es bueno hacer realidad esas cosas que bullen en el corazón, la ilusiones, los proyectos, las posibilidades. Vemos que se debe preferir un mundo en el que las personas pueden realizar las posibilidades de amor, y de amistad, y de diálogo, y de cultura, y de fraternidad, y de cercanía, y de trabajo, y de compañerismo. Esto significa que a través de la mirada de nuestros propios ojos podemos ver que hay cosas que son buenas y que, por tanto han de ser perseguidas.

Ciertamente en esa misma mirada advertimos que es imposible hacer realidad el cúmulo de posibilidades que anidan en nuestro corazón. Los antiguos decían: "Ars longa, vita brevis": que es como decir, las posibilidades de la naturaleza humana de cada uno son muy variadas y numerosas, pero las posibilidad real que hacerlas realidad son muy limitadas, porque la vida es breve. Hay muchísimas posibilidades nuestras que han de quedar necesariamente baldías, irrealizadas: materialmente no puedo estar con las personas que me encantan, porque tengo que trabajar; no puedo estar todo lo que me gustaría con mis amigos, porque viven en ciudades distintas, y tengo que estar donde tengo mi trabajo; no puedo tratar a mis hijos todo lo que me gustaría, porque no tengo tiempo suficiente; y por lo mismo no puedo leer todos los libros que me gustan, ni escuchar las músicas que me encantan, ni ver las películas que me enriquecerían, etc. etc. etc.

Todo eso nos dice que ciertamente el impulso de perfección o felicidad está en mis posibilidad o facultades, pero la norma para llevar todo eso a la realidad no la podemos encontrar en ellas mismas en cuanto "aisladas" de la unitotalidad de la persona: somos solicitados por demasiadas llamadas para tomarlas como la orientación fundamental de la vida.

3. La referencia moral es externa a las inclinaciones naturales

¿Cuál será, pues, la orientación para saber cuáles entre las posibilidades debo empañarme por hacer realidad? Respuesta: La norma a la que debo mirar y obedecer para no equivocarme al escribir mi vida, es la propia persona en cuanto que lleva en sí misma la teleología a su cumplimiento. Ésta es sustancialmente la norma moral. Esta norma está escrita en el corazón, no en las potencias operativas consideradas cada una independientemente, como los instintos de los animales. Esto significa que hay que reconocer como distintas dos tipos de inclinaciones de las potencias: por una parte las inclinaciones de las potencias operativas aisladas, y, por otra, la inclinación de las mismas potencias en cuanto constituyen una unidad en la totalidad de la persona.

La norma moral es participación en la Sabiduría Creadora. En efecto, somos criaturas de Dios, y eso significa que hay un designio, un plan al que respondemos. Por eso hay modos de comportamiento que nos falsean, y hay modos de comportamiento que son como una respuesta positiva a lo que Dios nos ofrece. La capacidad que tiene nuestra razón de detectar comportamientos libres y rectos son la manifestación, en nuestra inteligencia, de esa llamada de Dios. Pero la llamada de Dios no resuena solamente en la inteligencia, sino que se inscribe también en todas las dimensiones del ser humano, incluidas las potencias operativas más materiales.

La distinción entre las inclinaciones de las potencias y la norma moral que se asienta en el corazón, ha conducido a establecer una distinción que es casi separación, distancia, oposición. Ciertamente es muy importante reconocer la distinción que hemos explicado, y por eso en la tradición cristiana se ha subrayado tanto la distinción entre las inclinaciones naturales y la santa voluntad de Dios. El empeño por subrayar esta distinción, defendiéndola del naturalismo que pretende siempre dejarse llevar por los impulsos inmediatos, se ha hecho realidad cultural e institucional en lo que se conoce como "vida religiosa", que abandona el mundo, es decir, el ámbito de la realización de las posibilidades naturales, para centrarse exclusivamente en la vida teologal.

4. Sentido positivo de lo natural

La separación, y casi oposición, entre los impulsos de la naturaleza y la norma moral como ley de Dios, parecía defender lo específicamente propio del hombre como imagen de Dios. Por esto, desde las instancias espirituales y religiosas siempre se pretende subrayar la distinción. Los maestros religiosos suelen alertarnos a todos ante el peligro de las tendencias naturales, las pasiones, los sentimientos, y todas las cosas que no sean la expresión de una voluntad divino positiva. Por esto, en ocasiones se considera, al menos implícitamente, que cuanto más violenta, o incluso arbitraria aparezca la ley moral, es más sobrenatural o divina. En efecto, cuando en los discursos espirituales se muestra la congruencia de las exigencias cristianas con la naturaleza de las cosas, no rara vez se considera que esa manera de mostrar las cosas es un naturalismo peligroso y humanizante.

Pero ese esquema es una exageración. Una exageración quizá bienintencionada y edificante, pero de todas forma, una exageración. Es un esquema concebido como correctivo de las inclinaciones de la sensualidad. Pero si este esquema se eleva a la categoría de absoluto, necesita a su vez correctivos importantes. Los beneficios de este esquema pueden aparecer claros a corto plazo, pero, sin embargo, es un esquema que conlleva implícitamente una cadencia hacia la visión dualista de la persona humana. Y el dualismo es un peligro mucho más grave a largo plazo. La cadencia naturalista y mundana de la defensa luterana de la "sola fides", es ejemplo de ello. Al principio, esa visión aparecía como una defensa de la pureza de la fe frente al racionalismo de la escolástica decadente, pero enseguida mostró que conducía a un racionalismo aún mayor.

Los que reciben la vocación de religiosos nos ayudan a no olvidar la distinción entre la norma trascendente y los impulsos inmanentes, pero al mismo tiempo debemos defendernos de la tentación de pensar que el dominio de la moral deba ser violento, externo, aplastador de nuestras inclinaciones y que los sentimientos, las emociones, la belleza, el encanto, la alegría, las aficiones, las sintonías personales, la amistad, sean cosas malas que hay que rechazar como venenosamente desorientadoras.

Los planteamientos que separan lo natural de lo sobrenatural, parecen edificantes, pero, como decía, son solamente correctivos. Si se absolutizan conducen a una visión gravemente empobrecida de la vida cristiana. En efecto, la tradición doctrinal y espiritual cristiana enseñó también incesantemente que "la gracia no niega ni destruye la naturaleza, sino que la presupone, la sana, la perfecciona y la eleva". Esta frase que siempre se ha repetido sin ninguna reticencia, ha sido interpretada generalmente en la dirección de que la gracia actúa sobre lo natural, y lo eleva, dando lugar a una situación existencial humana que es esencialmente nueva, también desde el punto de vista ontológico.

Pero esa misma frase debe tratar de entenderse desde la perspectiva de que la gracia tiene como base propia, como apoyo exigido la naturaleza. La vida de la gracia necesita el apoyo de la naturaleza. Y esto, significa en concreto, que la existencia teologal de cada persona, debe contar cabalmente con su naturaleza individual. Las exigencias de la vida teologal no se deberían plantear simplemente desde la perspectiva universal del amor de Dios. A veces se hacen planteamientos de la vida cristiana que son deducciones abstractas de principios universales. Por ejemplo, se dice que la fe debe engendrar el afán por conocer siempre más los misterios, o que el amor a los dones de Dios ha de traducirse inmediatamente en el afán por comunicarlo a otras personas, o que el afán por identificarnos con Jesucristo ha de hacernos amar la vida dedicada a la predicación, o a participar en su Cruz por medio de las mortificaciones, o que el amor apasionado a Jesucristo debe llevarnos a meditar incansablemente en su vida, o que el reconocimiento de Jesucristo en los que sufren debe llevar necesariamente a gastar nuestra vida por ayudarles.

Así se presentan muchas posibilidades de seguir a Jesucristo. Pero el modo concreto como cada uno ha de vivir ese seguimiento, deberá estar muy marcado por su naturaleza individual. Si se prescinde de esta referencia, se puede caer en el peligro de presentar, como exigencias absolutas, la realización de una o unas pocas de esas formas; las que, en realidad, responden a la idiosincrasia de quien predica. Lo expresó claramente Newman cuando se vio recriminado por poner poco empeño en conseguir conversiones: "La 'Saturday Review', a propósito de una carta que mandé al 'Globe' el verano pasado, decía que he defraudado a amigos y enemigos desde que me hice católico, que no he hecho nada. El trasfondo está en el comentario de Marshall, de Brighton, al Padre Ambrose la semana pasada: "¿Por qué no hace conversiones, como Manning o Faber?" Aquí está el verdadero sentido de mi "no hacer nada". Claro está, lo único que cuenta es dar fruto; pero para el Cardenal "fruto" significa resultado visible e inmediato, y conversiones el único "fruto" posible. En Propaganda, conversiones, y nada más, son la única manera de "hacer algo". Hacer conversos es hacer algo y no hacerlos es no hacer nada. Aún más: para Propaganda, para el Cardenal y para el católico medio, las conversiones han de ser sonadas, de gente importante, aristócratas, intelectuales, no gente pobre. Hay que tener en cuenta que en Roma sueñan con Inglaterra entera postrándose a los pies de la Iglesia, y que en su concepto el procedimiento para esa conversión 'en masse', es la conversión de gente de rango. "Il governo" es en lo que piensan y nada más. Esa misma idea es la que quizá inspira nuestro mismo Breve de erección, que nos dedica "a las clases altas". Así pues, el no va más son Manning y otros que viven en Londres, que por su situación e influencia convierten a Lores y a Ladies. Eso es lo que esperaban de mí.

"Pero yo no tengo nada que ver con eso. Mi modo de ser y actuar, mis talentos van por otro lado, que no se comprende ni se acepta en Roma ni en otros lugares. Yo nunca he ido detrás de la gente y la gente ha venido a mí. [...] Y los que no vinieron por sí mismos, no pude ganármelos. Al hacerme católico me fui del sitio adonde ellos podían venir a buscarme. Pensé que después de haber atacado yo a la Iglesia, no estaba bien que ahora atacara al Anglicanismo; y que mi sitio era ocultarme, que era además mi inclinación natural. En este sentido, como Próspero, "me retiré", "rompí mi espada"; y el Cardenal no me puso pegas, más bien me ayudó, y me radiqué en Birmingham. Pero esto no fue todo. Para mí, lo primero no eran las conversiones sino la- formación de los ya católicos. He insistido tanto en esto segundo que la gente todavía sigue diciendo que yo aconsejo a los protestantes que no se hagan católicos. Y cuando -es mi fundada opinión y práctica- a la gente culta que quiere convertirse de hoy para mañana la hago esperar para que no piensen que todo es muy fácil y evitar problemas después, no hago más que insistir en lo mismo: la Iglesia debe estar preparada para recibir a los conversos, lo mismo que los conversos deben prepararse para entrar en la Iglesia. ¿Cómo pueden entender esto en Roma?, ¿qué saben allí de la situación de los católicos ingleses y de la mentalidad de los protestantes ingleses?, ¿qué saben de los antagonismos entre católicos y anglicanos? El Cardenal podría saber bastante si no estuviera tan en otra cosa, ni tan entregado a la opinión de unos pocos, tan eufórico, agresivo y antiintelectual en sus planteamientos, ni tan deseoso de ganar el favor de los que mandan en Roma. Y los católicos en Inglaterra, por pura ceguera, ni se dan cuenta de que está ciegos. Intentar mejorar la situación, el "status" de los católicos, a base de una cuidadosa revisión de las formas de argumentar, de los puntos de contacto con las filosofías y tendencias actuales, proporcionarles puntos de vista más justos, ampliar y hacer menos basta su cabeza, en una palabra, darles Educación; pues eso, a su modo de ver, es no sólo superfluo o una manía peregrina, es un auténtico insulto. Supondría reconocer que hay grandes lagunas por su parte. De principio a fin, mi objetivo ha sido la Educación en el sentido amplio de la palabra. Esto, añadido a la decepción que supone para algunos el que las conversiones pasen a un segundo plano, añadido a la injuria que supone para otros afirmar que entre los católicos hay cosas que se pueden mejorar, ha molestado de dos formas a las esferas directivas, aquí y en Roma. En Roma por el lado del debate intelectual; a mí me gustaría enfrentarme con problemas actuales como el de la incredulidad y otros por el estilo, pero tanto Propaganda como los obispos -que no hacen nada de esto- miran con enorme suspicacia al que hace algo y, sin darle el menor reconocimiento por lo que hacen bien, caen sobre él con dureza en cuanto comete el error más pequeño".

Newman era muy consciente de cuáles eran las condiciones de su naturaleza:

"Tengo en el espíritu una herida, un cáncer cuya presencia me impide ser un buen oratoriano. Es imposible describirlo en pocas palabras, porque tiene muchas caras.- Soy capaz de cumplir concienzudamente mi deber a lo largo de una traza establecida, pero no consigo alzarme por encima de ella. Rastreo por tierra, incluso corro -no mal para uno que rastrea o corre- pero no consigo volar. No tengo en mí los elementos necesarios para alzarme y subir. Por lo que puedo saber, no deseo nada de este mundo; no deseo riquezas, poder o fama. Pero, por otra parte, no amo la pobreza, los agobios, las estrecheces, la incomodidad. Temo la enfermedad como quien la ha experimentado, y evito el dolor físico más que en el pasado. Amo el camino intermedio entre riqueza y pobreza, y esto es para mí una tentación. También confío en que, sin gran dificultad, podría renunciar a todo lo que poseo, si Dios me lo ordenase. No amo la regla monástica, aún habiendo deseado durante dieciocho años llevar una vida más o menos regular. Me gusta el sosiego, la seguridad, una vida con los amigos, en medio de los libros, lejana de las preocupaciones por los negocios: en realidad, la vida de un epicúreo. Este estado de ánimo, que nunca me ha sido extraño, se ha ido reforzando con los años".

Por eso estaba dispuesto a no hacerse violencia, pues reconocía que en esa naturaleza se expresaba también el querer de Dios para él. Por eso, la lectura de este gran cristiano que Juan Pablo II quiere beatificar, es de muy grande ayuda para llegar a ser "expertos en humanidad", y reconocer que ignorar la propia naturaleza puede ser principio de tensiones fuertemente distorsionantes. Sería inhumano plantearle a Newman la exigencia de imitar la vida de, por ejemplo, San Francisco de Asís.

Por otro lado, si la naturaleza es defectuosa la gracia se sostiene con dificultad. Esto lo sabemos cuando hablamos de los hábitos mentales que pueden dificultar el ejercicio de la fe en una persona de mente crítica o, en general, poco contemplativa. Efectivamente se advierte que quien no cultiva una sintonía con la verdad, el bien, la belleza que hay en el ámbito natural, encuentra graves dificultades para captar la verdad y la bondad y la belleza sobrenaturales. Por todo esto es muy necesario considerar de qué manera la vida cristiana necesita de un desarrollo suficientemente rico de los elementos esenciales de la naturaleza humana.

Cuando la vida cristiana se presenta como algo aislado, separado de la realización de las dimensiones naturales, aún con los límites que hemos señalado, entonces la vida cristiana y las personas que la representan aparecen peligrosamente empobrecidas. Los ejemplos de personas que se presentan como "muy sobrenaturales" al precio de negar lo natural, son inhumanos y, por eso, fundamentalmente aburridos, faltos de atractivo.

La realidad sobrenatural reclama que la base natural humana esté bien desarrollada. Y esto no solamente para que aparezca humanamente atractiva. La riqueza natural humana no es un adorno extrínseco, es exigencia propia de lo sobrenatural, como el accidente reclama la substancia.

5. Naturaleza y gracia en el conocimiento

La fe necesita de una inteligencia rectamente desarrollada, la vida cristiana necesita de unas vida humana consistente y armónica; el brillo de la luz de Cristo en nosotros, requiere una cierta hermosura natural. Veamos con algo de detalle estos tres aspectos.

A veces, parece que cuando la fe se afirma por encima de cualquier lógica o exigencia racional, se la está defendiendo del racionalismo. En realidad esta fe desnuda es una fe muy débil y, en cierta manera, deforme por falta de su sustento propio. Cuando la fe entra poco en relación con los conocimientos naturales, la fe se va apartando de la vida y se va convirtiendo en un depósito venerable, pero poco significativo para la visión del mundo y para la vida de los cristianos. Entonces se queda como sin significado, y queda reducido a un conjunto de frases que incluso fácilmente resultan manipulables.

Debe tener en cuenta lo que se conoce naturalmente. Esto implica referencia a las ciencias y a la filosofía, pero implica sobre todo respeto a la inteligencia de los que escuchan. La autoridad de fe no se impone sin abrirse al diálogo. El respeto a la razón natural se debe expresar ante todo en el respeto a la inteligencia de quienes escuchan especialmente cuando éstos pueden alzar alguna dificultad.

Hay modos diversos de exponer las verdades sobrenaturales, sean cosas de la fe, o de la moral cristiana. Cuando quien tiene la responsabilidad de exponer y custodiar el depósito de la fe, respeta la inteligencia de las personas, no está traicionando la fuerza sobrenatural de la fe, sino que la está defendiendo precisamente en su condición de 'obsequium rationabile', es decir, está defendiendo la fe del peligro fundamentalista que niega a la razón natural su categoría de "lugar teológico". Cuando se escuchan palabras en las que se refleja el respeto por la razón natural se siente que crece en el alma la sensación de libertad buena. Por esto se explica el sorprendente pasaje de Santo Tomás en que comentando el libro de Job, a la frase de aquel santo varón que, antes la serie de desgracias que le sobrevienen, exclama "¡querría discutir con Dios!", dice: "Podía parecer que una disputa entre el hombre y Dios es indebida por la excelencia con que Dios supera al hombre: (Videbatur autem disputatio hominis cum Deo esse indebita propter excellentiam qua Deus hominem excellit). Pero añade inmediatamente, "la diferencia entre los interlocutores no afecta en nada a la verdad de lo que dicen: si lo que uno dice es verdad, nadie puede prevalecer contra él, cualquiera que sea su oponente en la discusión ("cum aliquis veritatem loquitur, vinci non potest, cum quocumque disputet: In Job, cap. 13 lect. 2; ed. Frette, vol. 18, p. 90; los pasajes de la Escritura que especialmente aluden a ello son Job XIII, 3 y 13-22)".

Además, la razón es efectivamente requerida para que la fe sea suficientemente significativa, y pueda dar lugar a una vida de fe. La vida cristiana debe tener como referencia la verdad de las cosas. Ciertamente la verdad de las cosas que da lugar a la vida de fe, es una verdad sobrenatural, pero es importante advertir que la referencia son las cosas, la realidad, las personas, la verdad de las situaciones, y no simplemente las indicaciones externas de la autoridad.

6. Naturaleza y gracia en el discurso

La base natural de la fe sobrenatural no está solamente en los contenidos de conocimiento que debe tener la razón para que la fe se haga significativa. La misma capacidad de conocer debe estar marcada por la virtud de un uso recto, decidido, que llega a la verdad de las cosas. Si la fe cristiana sintonizó enseguida con lo mejor de la tradición del pensamiento griego, fue porque los griegos habían mostrado que la razón natural era capaz de conocer la realidad en sus dimensiones más importantes. Ese uso de la razón, que se denomina uso "heurístico", es más que un uso instrumental, y llega al conocimiento de la verdad de las cosas. En este sentido nos resulta fascinante contemplar el ejercicio de la razón heurística. Cuando se asiste a una inteligencia egregia en su uso más alto, se es consciente de que se está contemplando "vida", "vida humana", en su más alto nivel. Ante esa inteligencia, uno se siente al mismo tiempo fascinado y atraído: "he aquí una persona que me entenderá".

Las palabras humanas, el discurso, la conversación constituyen la manifestación más directa de la condición personal. Para Aristóteles "ser racional" y "ser capaz de lenguaje" eran equivalentes. Esto se comprueba en la vida ordinaria cuando advertimos que conocemos a las personas cuando hablamos con ellas. La manera de conversar, y no sólo el contenido de las noticias que nos dan, es manifestación de la realidad profunda de la persona.

La capacidad de conversar no es solamente un arte que algunos han cultivado desarrollando el conocimiento de temas interesantes y la capacidad de expresión. La conversación manifiesta a la persona en su dimensión más propia, que es la dimensión relacional. Cuando dos personas se quieren mucho, es decir, cuando la existencia de cada una de ellas está muy abierta a la otra -cuando, como suele decirse, podría llamarla "vida mía"- esa situación se caracteriza porque la conversación es extraordinariamente fácil y fluida: nunca falta tema de conversación entre los que se quieren. Más aún el cariño verdadero se caracteriza porque las personas conversan con gran facilidad: los momentos de conversación son momentos en los que "se paran los relojes", son momentos de "eternidad", de plenitud de presente.

Esto, que es tan evidente en el ámbito de las relaciones afectivas, es plenamente válido en el ámbito de la amistad profunda. Los amigos sobre todo conversan, hablan, se comunican a través del prodigio de la capacidad de hablar.

La capacidad de hablar no es meramente física, sino propiamente espiritual. En efecto, hablar no es simplemente proferir sonidos que luego puedan ser interpretables. Hablar es esencialmente distinto de transmitir señales. Las abejas se transmiten señales e informaciones, pero no tienen propiamente un "lenguaje". Un sistema de señales no es un lenguaje. La capacidad de hablar usando un lenguaje implica que el que habla tiene presente a quien le escucha y, por así decirlo, se pone en su lugar, de manera que al mismo tiempo está en sí mismo -con lo que quiere decir- y está en el lugar del otro -y se hace cargo de su situación y de la posible dificultad para entenderle-. Por esto distinguimos claramente las personas que hablan de verdad, de las personas que repiten lugares comunes, o se limitan, como los animales, a transmitir informaciones.

Las personas que hablan de verdad, son aquellas cuya realidad se muestra en sus palabras. Sus discursos son inéditos, personales, originales, verdaderos, remiten a una cabeza y a un corazón, se muestran en un cuerpo expresivo, usados en primera persona. Por eso cuando oímos esos discursos, advertimos que con esa personas nos entenderíamos. No se esconden tras una costra de frases prestadas que las hace mera función de algo distinto de ella. Son personas que fomentan la sinceridad y la confianza, porque aparecen de verdad como personas.

Las personas que no hablan desde la propia condición personal, se limitan a repetir lugares comunes, o frases hechas, o indicaciones convencionales. Cuando en el ámbito de la fe se trata de expresar las realidades sobrenaturales, es importante que quien habla, quien predica, manifieste el origen sobrenatural de esa doctrina que expone, es decir, que no se predique a sí mismo. Pero el no predicarse a sí mismo no debe confundirse con un mero repetir lugares comunes, frases hechas, enfoques ya establecidos, maneras de decir acostumbradas, etc. La fe hay que predicarla como sobrenatural, no como ideas propias, pero hay que predicarla de manera que se vea que se ha hecho propia, que se entiende y que se tiene como llena de significado. La diferencia de las teologías de, por ejemplo, San Buenaventura o Santo Tomás muestran que cada uno de ellos era fiel al depósito de la fe, pero que cada uno la había reelaborado interiormente según la mentalidad, "forma mentis" e intereses doctrinales, que eran muy diversos.

Cuando se escucha cualquier discurso doctrinal, ya se sabe si con esa persona uno va a entenderse, o simplemente va a ser situado en un esquema más o menos convencional, más o menos amplio, pero esquema al fin. Cuando leo el texto de la Anunciación y luego leo el texto del Magnificat, entiendo enseguida que la Virgen no se limita a repetir lo acostumbrado. Ella muestra que piensa y hace propio. En Ella me siento inclinado a dar lo que tengo dentro, porque sé que se escucharán mis palabras no como unas frases, sino como manifestación de mi persona. No me "cogerán la palabra", no me tomarán nada de manera que pueda serme contrario.

7. Naturaleza y gracia en la caridad

El amor a Dios y a los demás es la materia del doble precepto de la caridad del que el Señor dijo que pendían toda la ley y los profetas. Por esto es máximamente importante entender bien cómo se debe vivir este doble precepto de la caridad, y cuáles son deformaciones más peligrosas.

El amor a Dios, que constituye el primer mandamiento del Decálogo, es la respuesta que debemos dar como resultado de ser creados por la llamada de Dios. El amor que debemos a Dios tiene el doble carácter de ser algo propio y, al mismo tiempo, algo derivado. Es propio el amor de Dios porque se trata de una respuesta que debemos dar nosotros y que nadie puede dar en nuestro lugar. En otra cosas podemos hacernos sustituir, pero en esto es absolutamente imposible. Por esto el amor que Dios nos pide es la señal de que efectivamente aceptamos el don de su llamada y que usamos nuestra libertad para responderle de manera afirmativa.

Pero al mismo tiempo, el amor que Dios nos pide, es esencialmente respuesta al amor con el que Él nos amó primero. Se trata pues de un amor que tiene esencialmente la forma de un "dejarse querer". Este "dejarse querer" que tiene la forma del amor sobrenatural, no incide sobre una humanidad que tiene otras formas de amor. Parece ciertamente que este dejarse querer, corresponde más bien a la forma "femenina" del amor. Pero es que quizá la forma femenina de la existencia es la que refleja más directamente la condición creatural, que recibe, acepta, acoge, etc.

No es posible un buen amor a Dios si la criatura no se ejercita en el aceptar el ser querida. Muchas dificultades en el nivel de amor a Dios, tienen su explicación en que la persona no se ha ejercitado en recibir el amor que se le ofrece en el mundo, en que no sabe dejarse querer. Ciertamente "dejarse querer" no es algo solamente pasivo: no equivale a "ser querido", que es algo que depende sólo de la otra persona. "dejarse querer" es abrir el corazón para recibir el amor que se le ofrece, no echarse atrás ante las exigencias de ser querido.

Análogamente en la caridad sobrenatural hacia los demás debe estar presente la base humana del reconocimiento, del respeto, de la atención, del momento contemplativo a la persona querida. Por esto la primera manifestación de una caridad verdadera es que se la deja ser. Quien se empeña ante todo en querer "lo mejor" para la persona querida, se muestra altamente peligroso, pues se corre el riesgo de que trate de imponer un bien que no es seguro que yo "quiera" en el sentido más hondo y auténtico, es decir, que no cuente suficientemente con mi naturaleza individual.

Por esto se puede decir con plena profundidad que el primer deber moral respecto de los demás no es querer su santidad, sino querer su felicidad. Es decir, antes de desear que alcance la perfección espiritual, hay que desear que se realicen las inclinaciones de la naturaleza. En el Evangelio estas verdades están expresadas en la sentencia del Juez del Último Día: "Tuve hambre y me disteis de comer". No se dice que al hambriento se le enseñó a santificar su triste situación, sino que se le alivió su necesidad. Ciertamente luego hay que enseñar la sobriedad, pero eso esencialmente ulterior, y sólo se puede hacer de manera auténtica después de haber tratado de aliviar la necesidad natural.

Hay efectivamente personas cuyo "amor sobrenatural", por ejemplo, cuyo celo apostólico, da miedo. Hay personas de las que tiendo a sospechar que "por mi bien", "por ayudarme a hacerme santo", pueden traicionarme, es decir, que por el bien sobrenatural pueden pisotear el bien natural.

Son los mismos que tienden a despreciar la libertad de las personas con tal de llevarlos "al bien". Esto olvida que el bien humano sólo se puede hacer libremente y que cuando se impone haciendo violencia física o psíquica, se le destruye.

Quien puede hacer bien sobrenatural de verdad, es la persona en cuya presencia uno se siente más libre, la persona que crea un ámbito de libre realización de la propia verdad, según lo que dice Newman al comienzo de su definición del 'gentleman': uno que nunca hace daño, y que favorece los impulsos internos de cada uno.

Cuando una persona tiene la vida cristiana basada en una rectitud natural bien cultivada, aunque no sea la plenitud de la perfección, la convivencia es una delicia y además nos hacen mejores. Pero no nos hacen mejores de manera eficiente, sino al modo verdaderamente cristiano: sin imponer, sino creando un ámbito en el que el corazón se ve movido por dentro. Se asemejan de una forma especial a Cristo, que nos santifica enviando el Espíritu Santo, que su "espíritu", es decir, el medio en que podemos conectar con Él, y que permanece en nuestra intimidad, siendo no ya Dios con nosotros, sino Dios en nosotros. Por eso su acción santificadora no se compara a lo que se "impone", sino a lo que surge desde dentro, y nos "inspira". La relación que entre las personas puede ser medio de comunicación de las cosas más preciosas y delicadas, es la relación de confianza, de amistad. Esta relación tiene siempre algo de regalo, no puede provocarse a voluntad. La confianza, con el mismo "espíritu" de Jesucristo, no se puede imponer, sino que es esencialmente don gratuito de sí: dar esa confianza es reflejo e imagen del dar la vida en la Cruz por amor.

8. Naturaleza y gracia en la vida

Ya hemos visto que las inclinaciones de las potencias activas consideradas aisladamente no son la referencia plena de la vida. Esto significa ciertamente que para hacer justicia a la persona, sus potencias naturales han de ser vistas en unión con todo el ser de la persona, traspasadas por el sentido de la unidad. Cuando los enamorados dicen "contigo pan y cebolla", están expresando que el amor que se tiene en el corazón es una energía capaz de superar y asumir las energía de las emociones, los sentimientos y las potencias naturales. Esta fuerza directiva del amor indica que efectivamente es "natural" el que las energías naturales reciban un impulso desde su integración en la totalidad de la persona.

Por eso, el carácter "externo" que a veces puede reconocerse al impulso moral es relativo, porque la ley no es simplemente una ley externa, que esté intelectualmente presente en la razón y desde ella, por un imperio de la voluntad conduzca a las potencias. La ley moral es una ley escrita "en el corazón", es decir, debe ser una "ley de amor", lo cual expresa que no es una ley simplemente externa, sino plenamente interna a la persona, que incide en la dinámica de la misma potencia.

Es especialmente importante advertir que la norma humana no debe ser meramente "externa" a la potencia activa. Ciertamente, no son las emociones o los sentimientos o las inclinaciones de las potencias a sus actos, considerados aisladamente los que deben "orientar" la vida, pero esto no debe interpretarse como una defensa del voluntarismo externo. Lo que debe mandar no es una mera norma externa conocida intelectualmente, una especie de ley "intelectual", sino una ley "del corazón". Y esto es así porque la espiritualidad del hombre se inscribe en su mismo cuerpo. Por eso, las potencias sensibles del hombre son distintas de las de los animales. La filosofía tradicional, denominaba "cogitativa" a la potencia humana semejante a la "estimativa" de los animales, para subrayar la diferencia a la que nos venimos refiriendo.

La ley del corazón, impone muchas veces una aparente "violencia" a las potencias activas: por amor se pasa hambre, y se renuncia a muchas cosas. Pero esas renuncias o violencias lo son sólo relativamente, incluso para las potencias correspondientes, porque lo que se hace por amor se hace desde lo más profundo del propio ser. Esta ley de la dinámica de la acción humana significa que la ley del corazón no puede ser extraña a las inclinaciones de los sentimientos y de las emociones y de las inclinaciones de las potencias activas. En efecto, lo mismo que hace que el corazón tenga esa claridad, es lo que hace que las potencias sean activas y que los sentimientos estén vivos. Por eso los sacrificios que nacen de las exigencias del corazón, son sacrificios de una manera muy suave y, en el fondo, dulce. Desde luego, los sacrificios que nacen de verdad de la ley que Dios ha escrito en el corazón, se distinguen nítidamente de los sacrificios que nacen de una ley meramente intelectual que trata de hacerse realidad a través de una voluntad que impone esa ley.

La gracia no quita la ley propia de las acciones humanas, que exigen que la conducta nazcan de una raíz propia. Sólo así la acción es propia y la conducta se puede calificar de libre. La ley de la Cruz, es ciertamente una ley de amor, que debe nacer de un corazón enamorado. Las violencias que aparecen en la vida mortificada de los hijos de Dios, deben ser ciertamente muy fuertes, pero nunca deben ser mera violencia gratuita. Tampoco es del todo inequívoco decir que esas mortificaciones deben hacerse "por amor". Esto podría interpretarse como un sacrificio violento que se ofrece a Dios para darle gloria. Es muy importante advertir que a Dios no se le da gloria de cualquier manera. A Dios se le da gloria solamente con actos buenos, y cuáles sean los actos buenos se conoce desde otra instancia. Fundamentalmente a través de la ley del corazón. Por esto, decir que los actos deben hacerse por amor, ha de interpretarse en el sentido de que deben ser actos que no sólo pretender dar gloria a Dios, sino en el sentido de que han de nacer de un corazón encendido.

Si esto no se entiende claramente se pretenderá que la voluntad imponga una ley que es interna solamente en el sentido de que es "entendida", pero que, en el fondo, es externa a la persona porque no nace de su fuerza vital propia. Entonces, como consecuencia lógica, se pretenderá que las personas anulen las inclinaciones naturales, para que así puedan responder de manera más inmediata y sin obstáculos a los imperios de la voluntad según la ley externa. Estas personas son capaces de una obediencia muy directa e inmediata, pero esa obediencia ofrece un tipo de actos muy pobres. Se podría decir que esa obediencia lo que ofrece es solamente una apariencia de acto humano. En realidad se trata de actos extraordinariamente pobres porque no responden a la dinámica de los actos verdaderamente libres. Por eso ni son actos que puedan ser plenamente eficaces en el mundo, ni enriquecen a las personas que los realizan.

No pueden ser eficaces porque son actos muy mecánicos, en los que lo que hay de acto es casi exclusivamente el aspecto mecánico, porque se han usado las potencias no como cualidades humanas informadas por un alma espiritual, sino como facultades de uso mecánico.

Entonces las palabras que se pronuncian suenan necesariamente falsas, es decir, no son palabras en las que se manifiesta una persona. Los gestos son poco más que movimientos materiales, que no forman unidad con nada porque no expresan más que la voluntad aislada que los imperó. Las personas que los llevan a cabo no se apropian realmente de esos actos, no son actos que constituyan una historia, sino actos simplemente instrumentales para quien los ha imperado. Muchas de las personas que han obedecido rendida y exactamente, si no han vivido esa obediencia como fruto de una estado de auténtico enamoramiento a Dios, sino solamente porque se le ha dicho que eso es lo que se debe hacer, al cabo de un tiempo aparecen como personas sin consistencia propia, un tanto distorsionadas, propicias a los problemas de identidad y, por supuesto, a los problemas psíquicos.

Es decisivo reconocer siempre la dinámica propia de las acciones humanas para distinguir cuando una persona actúa movida por la ley que Dios ha escrito en su corazón, y cuando, por el contrario, actúa movida por un voluntarismo que no tiene raíces en su ser más propio, sino que se remite sólo a unas ideas más o menos aprendidas y a una voluntad imperiosa. Algunas veces se pueden experimentar generosidades de entrega que nacen de un encendimiento que es predominantemente emotivo, en su sentido más material y sensible, y, por eso mismo, pasajero o del deseo de imitar a otras personas, pero que no tienen auténticas raíces en el propio corazón.

La cuestión, pues, que debemos considerar es qué es ese corazón en el que está escrita la ley de Dios que debe conducirnos. La respuesta a esta pregunta es que el corazón es el alma en cuanto que es "la forma del cuerpo". La tradición cristiana afirma que el ser humano no es una yuxtaposición de "dos cosas", una espiritual y otra material, sino que es "una sola cosa", que es al mismo tiempo espiritual y material. No es que el cuerpo sea meramente material: el cuerpo humano es una substancia cuya "forma" es un espíritu. Por eso el cuerpo humano tiene propiedades que corresponden a los espíritus, como es la libertad. En los cuerpos materiales lo que caracteriza su comportamiento es la necesidad, y su régimen es la violencia. Para que un trozo de materia no caiga, lo que hay que hacer es atarlo: estaría fuera de lugar tratar de hablarle, ofreciéndole significados, logos. En cambio, a este trozo de materia que es el cuerpo humano lo vemos dotado de un comportamiento libre. Esto es altamente sorprendente, aunque nos sea muy familiar.

El cuerpo humano tiene su parte más propia constituida por un espíritu, que es el alma. Cuando la tradición doctrinal cristiana afirma que el alma espiritual es "única forma corporis", está afirmando que lo mismo que hace que la persona tenga capacidad de trascender la materia, es lo que hace que tenga sentimientos y emociones y que sus potencias tengan una fuerza activa propia en sí mismas.

Cuando se habla del corazón, se habla del alma en cuanto que es el principio único de la actualidad del cuerpo. Por esto es al mismo tiempo algo trascendente a la potencia concreta, y algo inmanente a ella. Esta contraposición es posible porque el compuesto humano ha sido herido por el pecado, y esa herida consiste precisamente en el debilitamiento de la unidad de sus partes. Por eso, se puede distinguir la potencia en sí misma aislada, y la potencia en cuanto forma parte de la "unitotalidad" de la persona.

El "corazón" al que nos referimos cuando hablamos de que Dios ha escrito nuestra ley en el corazón, es algo intermedio entre la pura fuerza inmediata de las emociones o de los sentimientos, y la mera ley abstracta puramente intelectual. Y es así porque es el alma que informa el cuerpo y le da todas sus fuerzas vitales.

9. Anima forma corporis

Como ya se ha dicho, la tradición cristiana expresó la relación entre lo espiritual y lo material en el ser humano con la fórmula "anima forma corporis". Esto implica que la visión cristiana del hombre no lo presenta como la yuxtaposición de dos elementos o dos "cosas" distintas: el alma espiritual y el cuerpo material, sino de una manera distinta. Al afirmar que el alma es la "forma" del cuerpo, se estaba afirmando que aquello que es espiritual en el hombre, no es extraño a su cuerpo material, sino una parte de él. Por eso, el cristianismo ha rechazado siempre el dualismo antropológico. Vale la pena hacer unas consideraciones breves sobre este aspecto de la visión cristiana del ser humano, porque, aunque es muy problemática desde el punto de vista especulativo y filosófico, es muy rico de significado en los aspectos más inmediatos de la vida.

La afirmación de que el alma es la "forma" del cuerpo, se refiere a su dimensión substancial, y no meramente morfológica. Algunos han interpretado la palabra "forma" como referida a la estructura morfológica y funcional, pero esto, aunque no se excluye, es radicalmente incompleto. El alma espiritual es la forma "substancial" del cuerpo humano. Ciertamente el calificativo de "substancial" no aparece ni en la 'Constitución de fide catholica del Concilio de Vienne' (DS 902), ni en la Bula 'Apostolici regiminis del Concilio Lateranense V' (DS 1440), que son los documentos del Magisterio solemne que tratan de esta materia. Pero el sentido de las afirmaciones magisteriales, aunque no supongan explícitamente una consagración del hilemorfismo como doctrina técnico filosófica, se refiere a la constitución íntima y radical del ser humano, y da por supuesto que el alma es espiritual y que es una parte, digamos, "metafísica", de su cuerpo.

Esto conlleva que la apertura a Dios que está implicada esencialmente en su espiritualidad, está también inscrita en su cuerpo, o más precisamente en todo lo que de "formal", es decir, significativo, hay en el cuerpo. Por eso, todo lo que hay en el cuerpo humano de "actual", es decir, de inteligible y de activo, debe ser remitido al alma espiritual como elemento constitutivo suyo. El alma no se expresa únicamente en las potencias "espirituales" del hombre, sino también en las facultades activas del cuerpo. No hay un alma "vegetativa" o "animal" que dé cuenta de las capacidades mecánicas o afectivo-sentimentales, y un alma "espiritual" que dé cuenta de las dimensiones superiores de la existencia. Es la misma y única alma de cada persona la que da cuenta de todo.

El lenguaje sobre el hombre como compuesto de alma y cuerpo, es una trasposición "pedagógica" o "catequética" pero relativamente ambigua, de la fórmula que estamos comentando. Es ambigua porque tiende a engendrar una visión dualista del hombre. Este cierto dualismo "pedagógico", es útil para admitir la pervivencia después de la muerte. Pero conlleva el peligro de hacer una presentación desvaída de la muerte, como mera liberación de una cárcel, con el consiguiente riesgo de suscitar reacciones que pretendan recuperar los aspectos que se desdibujan en esa visión, y acaben poniéndose en el otro extremo. Por una parte, se ha dado, también en la Iglesia, una reacción contra la visión dualista de la muerte que inducía a la negación de la escatología intermedia ("La idea de que no es bíblico hablar del alma, se impuso de tal manera que hasta el nuevo 'Missale Romanum' de 1970 suprimió en la liturgia exequial el término 'anima', desapareciendo igualmente del ritual de sepultura": J. Ratzinger, "Escatología", Herder, Barcelona 1992, p. 106).

La ambigüedad de esa trasposición implica también un riesgo para la recta concepción de la moral y de lucha ascética. Si se afirma que el hombre es compuesto de alma y cuerpo, parece que la dimensión moral de la existencia humana ha de entenderse como el dominio del alma, con su conciencia, sobre el cuerpo y sus facultades. En la medida en que el alma se distinga del cuerpo, ese dominio se entenderá necesariamente en términos de eficiencia, es decir, según el modelo del auriga que conduce el carro. En esa visión, las potencias son consideradas como energías activas "ciegas" que necesitan de la orientación de la conciencia, para dirigirse al fin propio de la persona. En este esquema, la orientación de la conciencia es algo exterior a las potencias mismas, y las orienta a través de la voluntad. Evidentemente este esquema es el que se presenta en muchas visiones de la moral, pero no menos evidentemente, este esquema presupone que, de suyo, la orientación a Dios no está inscrita en cada potencia. Esto significa que esas potencias no son el resultado "directo" de la llamada creadora, sino que han sido puesta en el ser por la creación, y les accede la orientación al fin último del ser humano a través del imperio de la voluntad.

En consecuencia la vida ascética y la lucha del cristiano tenderán a tomar un carácter inevitablemente "violento", de cadencia voluntarista: el alma debe "someter" al cuerpo y a sus pasiones, como a un elemento extraño y rebelde, que es de suyo completamente ciego respecto del bien moral de la persona.

Este esquema pretende acoger la doctrina sobre la "herida" del pecado original, que es una desunión entre los elementos que componen la complejidad del ser humano. Pero me parece que por tratar de explicar esa herida, recurre a un esquema de resonancias claramente dualistas, y que, por eso, para vencer los efectos de esa herida hay que luchar de manera violenta.

En cambio, cuando se reconoce que el alma es la forma del cuerpo, se está afirmando que la relación con Dios no radica simplemente fuera del cuerpo, sino que queda inscrita en él. Esto no es solamente una cuestión abstrusamente académica, sino profundamente viva. En efecto, el cuerpo humano no es meramente material, sino que está transido de espiritualidad, es decir, de relación. Lo prueba claramente el hecho de experiencia de que el cuerpo es significativo "en cuanto humano" en sus órganos más directamente relacionales, como son el rostro, la mirada, las manos. También en la dimensión del pudor, observamos que el cuerpo sexuado se hace máximamente significativo en trance de donación. No es la mera desnudez lo que es impúdico, sino más bien el desnudarse, es decir, lo que conlleva de ofrecimiento a la percepción de otra persona.

Por eso, la lucha ascética que tiene en cuenta la unidad substancial cuerpo humano, no pretende anular las energía activas propias del cuerpo, como son las emociones y los sentimientos, sino llenarlas de su orientación propia. No pretende la neutralidad de las energías corporales, sino su "inhabitación" por lo espiritual.

Por esto mismo, la auténtica santidad cristiana no aparece como una anulación de lo corporal para el brillo de lo espiritual "separado", sino como la inhabitación del Espíritu Santo en todas las dimensiones de la persona del cristiano. El santo cristiano no es una persona en la que se admira el "dominio" del alma sobre el cuerpo, sino una persona "inhabitada", en la que inhabita el Espíritu. La Teología suele formular la inhabitación del espíritu como algo que corresponde al alma (La cuestión académico-teológica suele ser "inhabitación del Espíritu Santo en el alma del justo"), pero en la manera en que San Pablo habla de la inhabitación se refiere primariamente al cuerpo ("¿no sabéis que vuestros cuerpos son templos del Espíritu Santo?" 1 Cor 6, 19).

La modernidad ha tendido a identificar la doctrina de la unión entre lo espiritual y lo material en el hombre en términos de dualismo de dos substancias completas, de las cuales la espiritual es 'res cogitans', es decir, la sede de la libertad, del sentido, de conocimiento; mientras que la material es mera 'res extensa', es decir, la sede de la mera necesidad y de la pasividad propia de la materia. El dualismo moderno se expresa en el rechazo de la noción de naturaleza como una materia que tiene en sí misma un significado y una teleología propias. Por esto, la acética de corte dualista tiende de suyo a prescindir o, al menos, a mirar con desconfianza, la naturaleza humana en cuanto principio interno de una dinámica teleológica. La desconfianza de algunos maestros cristianos respecto de los sentimientos va paralela a su rechazo o desconfianza respecto de la naturaleza, y a la afirmación de lo sobrenatural como algo ajeno a lo natural.

10. La santificación del mundo exige entender qué es el mundo

El "mundo" al que nos referimos cuando hablamos de santificación del mundo no es simplemente el "medio" en el que puede vivir el organismo humano. El "mundo" es esencialmente un ámbito de "aparición", es decir, un ámbito en el que las personas pueden aparecer ante las demás. Los griegos decían que la libertad era sobre todo la capacidad de mostrar la singularidad de la propia persona a través de gestas políticas, militares, o intelectuales. Pero las propias gestas requieren que haya un lugar en el cual la persona pueda aparecer ante las demás en su singularidad personal. Para los griegos este ámbito era sobre todo el ágora, el lugar de la ciudad en el que cada cual podía participar y mostrar o expresar sus ideas.

Para nosotros entender esta noción de mundo es difícil, porque la cultura moderna casi ha anulado la noción de "espacio público". Pero cuando se ha vivido intensamente en una universidad, en la que se han dictado lecciones, participado en debates y en seminarios, se han dado cursos, se ha conversado con colegas y estado en tertulias, se entiende bien que no basta tener cosas que decir, o ser uno mismo: hace falta que pueda ser "visto" como tal persona, y eso no se puede cumplir de cualquier forma. En un ámbito de auténtica vida universitaria, las personas se conocen en su singularidad propia. Por eso una universidad es un ámbito especialmente adecuado para "aparecer". Esto significa que es un ámbito que subraya las singularidades: no es un ámbito propio de "profesores" competentes y laboriosos, aunque estos sean también necesarios, sino de "maestros", singulares, insustituibles, irrepetibles. Etienne Gilson caracterizó la Sorbona, en la que estuvo en sus años de juventud, como la 'universitas magistrorum'.

El mundo en este sentido es un lugar en el que las diferencias entre las personas aparecen visibles, y por eso será un ámbito atacado por todo aquel que se sienta perdedor. La acusación será que ese ámbito favorece el culto a la personalidad, a la vanidad, a los "efectos especiales" para ganar el afecto o la admiración de los estudiantes, y dificulta el trabajo serio y escondido. '

Si se trata de crear un ambiente humano que favorezca las relaciones humanas al más alto nivel, es decir, las relaciones de amistad, es preciso superar la tentación de que las personas sean perfectamente sustituibles, para que la labor de conjunto no pierda continuidad. Si las personas son sustituibles es que no son tratadas como personas, porque éstas en efecto, son insustituibles. Y si las personas son tratadas como sustituibles no podrán desarrollar sus mejores posibilidades creativas, pues éstas están intrínsecamente unidas a lo más propiamente personal.

 

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