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La formación de la Identidad en el Opus Dei

Autor: E.B.E.

 

1. Cuál es la Identidad

Si hay algo que el Opus Dei intenta producir es una imagen de naturalidad en todo su proceso de vida, de generación vocacional y de la forma en la que se vive esa vocación. Hacer de la vocación al Opus Dei algo «amigable» y atractivo al mismo tiempo. Hacer del fundador «un Padre» con unos lazos de filiación «más fuertes que los de la sangre».

Esta primera impresión es la que tapa todo un proceso de formación de una identidad no imaginada y menos aprobada conscientemente por quien pasa a ser portador de ella. Es tan profundo este proceso, que aún fuera de la Obra, la Identidad prolonga sus influencias. Algunas personas, incluso, conservan sus “restos” como un “souvenir” de su paso por el Opus Dei, sin caer en la cuenta de lo que ha pasado.

No es otra cosa la reacción de sorpresa, luego de un tiempo ya fuera de la Obra, expresiones tales como las siguientes: «¿cómo llegué a pensar de esta manera?», «¿cómo pude estar tanto tiempo allí?» «¿cómo pude actuar de esa forma?», etcétera.

Y la respuesta, en parte, es que fuimos sometidos a un cambio de identidad –como por un plano inclinado, diría el fundador-, requisito indispensable para ingresar a la Obra.

El descubrimiento de esta identidad implica el derrumbamiento de un mito: pasar de la naturalidad de la vocación a su construcción planificada metodológicamente.

Es posible que muchas cosas –puestas en palabras- resulten absurdas y una locura. Es lo que sentíamos pero nunca nos atrevimos a verbalizar.

Algo que esta web ha dejado claro es la marcada diferencia entre los que ven al Opus Dei como un pilar de la Iglesia y los que ven al Opus Dei como un escándalo en la Iglesia. Esto no se puede explicar sin un terremoto de por medio. A los primeros no les interesa la verdad, les interesa no desilusionarse. A los segundos nos interesa que el terremoto no pase desapercibido.

***

La vocación a la Obra es una entrega «al Padre» como «hijos», sublimada como entrega a Dios. Es una afirmación para pensarla lentamente, con calma. Al Opus Dei vinimos, en primer lugar, a ser hijos del fundador. El resto es anecdótico (esta es la visión en retrospectiva, claro).

No parece muy aventurado afirmar que el Opus Dei fue la excusa (el anzuelo) para hacer realidad los anhelos de paternidad del fundador. Porque la condición para ejercer la vocación al Opus Dei era someterse a un vínculo de filiación con Escrivá. Estoy seguro que esto nos pareció raro a todos, pero creímos que era «Dios» quien así lo quería. Error fatal. Esta fue una relación transaccional, en la cual muchos perdimos mucho.

Al Opus Dei como tal no llegamos a verlo realizado nunca, pero en cambio sufrimos el yugo de la paternidad del fundador.

Ciertamente, el día que ingresamos a la Obra no fue esto lo que «vimos» ni a lo que nos comprometimos. Muy posiblemente no lo «vimos» nunca, pero es lo que sucedió. No es lo que «vimos» pero es lo que «fuimos». Y darnos cuenta produce un terremoto a escala importante. Los que nos ven como «la tormenta» o el terremoto mismo, no saben en qué suelo están parados.

El vínculo de filiación es la clave de la identidad que se adquiere en el Opus Dei, el «quicio» donde se apoya todo lo demás.

Lo del trabajo profesional como «quicio de nuestra santificación» es más bien un eje muy circunstancial (por no decir virtual). Puede resultar gracioso pensarlo, pero si el fundador en un momento dado hubiera dicho que «Dios le pedía» nuevos tipos de vocaciones dentro de la Obra, lo hubiéramos aceptado. De hecho, a la Obra le importa mucho menos la santificación del trabajo de sus miembros que la obediencia al Padre. Dicho de otra forma, se podía ser del Opus Dei sin vivir la santificación del trabajo, pero no sin la filiación a Escrivá (ejemplos pueden darlos en esta web mucha gente). Lo que queda es lo que vale, el resto es accesorio.

No estábamos siguiendo una vocación, un llamado de Dios, estábamos siguiendo a un fundador, fuera donde fuera, dijera las cosas que dijera, aunque no guardaran coherencia (y pruebas, hay de sobra). Sin ser muy conscientes, estábamos identificándonos con algo que en realidad nos era extraño. Entiendo que esto sea duro de aceptar.

Íbamos tras el fundador como la multitud que seguía a Forrest Gump pensando que descubriría alguna verdad trascendental (o que ya estaba próximo a ella). Esto es lo que sucedía, aunque interiormente habíamos apostado todo a otra cosa, a vivir en medio del mundo una entrega personal a Dios. Estaba sucediendo otra cosa, y no nos dábamos cuenta. Lo que parecía ser un «medio» -ser hijos de Escrivá- se transformó en un fin. Cuando fue tarde, nos sentimos profundamente defraudados en nuestra buena fe.

El Opus Dei bien podía (y puede) ser definido como una gran «maratón» sin otro sentido que el de seguir a «alguien» poseedor de una profunda convicción sobre algo indemostrable.

De ahí la sensación de la vocación como algo que no terminaba de realizarse nunca (corríamos en una “cinta sin fin” que, sin darnos cuenta, movía los motores de la maquinaria que no veíamos). No importaba el recorrido –las idas y vueltas sin sentido-, importaba seguir a la persona. De ahí la necesidad de magnificar todo lo concerniente a Escrivá.

¿Por qué tanto «sin darnos cuenta»? Porque confiamos en Escrivá como en un hombre de Dios y por propiedad transitiva pensamos que no podía engañarse ni engañarnos. Lo último que se nos pasaba por la cabeza era desconfiar, sospechar de «un doble fondo». Por eso el escándalo es muy grande. Si la Obra fuera de Dios, se hubiera puesto enseguida del lado de los escandalizados y no les hubiera puesto –como sucedió- una rueda de molino al cuello de cada uno para que se hundieran. La Obra actúa a contramano del Evangelio.

El error fue creerle a Escrivá en nombre de Dios.

Hasta último momento salvé la figura de Escrivá, porque creía que tenía que salvar la figura del Papa, porque creía que tenía que salvar la figura de la Iglesia, porque creía que tenía que salvar la figura de… Dios. Todos enganchados en una misma cadena de complicidades. Luego me di cuenta de que Dios no necesita que nadie lo salve, no necesita del prestigio de nadie. Esa necesidad de salvación era más bien mía y de mi limitado entendimiento de la cuestión. Hoy no necesito encontrar culpables en los niveles medios para «no llegar tan arriba». No necesito salvar la posición que ocupan los demás en la jerarquía para justificar y conservar mi posición en el tablero de la vida. No necesito «salvar» la figura del fundador (porque «fue el fundador»). No necesito tampoco «salvar» a la Iglesia que lo canonizó. Puedo convivir con la contradicción, porque confío en que existen explicaciones que escapan a mi conocimiento y a mi razonamiento. Sé que puedo investigar sin miedo y llegar tan arriba como la verdad me lo permita. Dios no está en juego. Nunca fue cómplice, tiene las manos relucientes.

***

El fundador –precisamente por nuestro sometimiento filial- podía ejercer sobre sus hijos un poder hipnótico, despótico, caprichoso, sin obstáculos. Podía amenazar con la muerte eterna y exigir el sometimiento hasta el holocausto (cfr. citas en La barca del Opus Dei). Tenía el monopolio de nuestra atención.

Hay personas que no quieren cuestionar para nada el vínculo filial con Escrivá por el costo que implica. No quieren sufrir, pero pagan con la propia integridad. Porque saben que hay graves problemas en el Opus Dei pero no están interesados en abandonar el lugar seguro donde se encuentran –Escrivá les ha dado seguridad a cambio del silencio-, donde todo «cierra» perfectamente (porque no quieren ver lo que no cierra).

La racionalidad de la Obra tiene como punto de partida el seguimiento del fundador, la aceptación de un vínculo filial visceral, cuyo origen pretende trascender lo histórico, ser eterno como una llamada divina.

De ahí las exageraciones afectivas del fundador, que se definía como quien amaba a sus hijos “más que todas las madres del mundo juntas”.

Esta razón o racionalidad es la única que le otorga coherencia de tanta incoherencia. Es la única que puede permitir defender lo indefendible.

Más allá de este principio fundamental (razón que no es racional) no hay posibilidad de congruencia alguna en lo que respecta al Opus Dei.

Al menos, yo recién ahora me doy cuenta de todo esto.

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La entrega a Dios en la Obra es una proyección más bien estética que práctica –no me refiero a la entrega real que cada uno haya vivido privadamente-, porque en los hechos se le hace caso al Padre, no a Dios, en la conciencia donde El habla. No es una nimiedad llamarlo «nuestro Padre» a Escrivá (particularmente a él), connota el reemplazo de identidad (“ahora soy hijo de”). No se trata de una «paternidad espiritual» (como sucede en otras instituciones, sin problemas, sin traumas): viene, de alguna manera, a reemplazar la paternidad biológica, de ahí el corte con la familia de sangre y la «milagrosa Unidad» de la Obra. De ahí las reacciones viscerales cuando la Obra rompe la filiación con alguno de sus hijos. No necesito de ningún milagro para entender este tipo de Unidad en la Obra.

A veces, una cosa es lo que vemos y otra lo que está sucediendo y nos lleva años darnos cuenta, que es cuando estalla la crisis, el terremoto.

La identidad de los miembros de la Obra –más específicamente la de l@s numerar@s y agregad@s por la dedicación que esta vocación implica (me salto aquello de que «todos tienen la misma vocación»)- está vertebrada por un vínculo de filiación que es anterior a toda otra referencia. Aunque no sea agradable saberlo, l@s numerar@s y agregad@s mantienen una relación de parentesco más cercana al Padre que l@s supernumerari@s. Y esto es así porque la filiación al Padre les afecta más directamente a l@s numerar@s y agregad@s que a l@s supernumerari@s. Cuánto más cercano al Padre –en lazos y vínculos- más exclusividad y mayor sentido de pertenencia (lo que da también «complejo de superioridad»). En el Opus Dei existe la estratificación social por razones de «parentesco». El «ascenso» o «promoción» en la Obra no es por acumulación de «poder» (esto en el mundo eclesiástico es novedoso, hay que reconocerlo) sino por consolidación del sentido de «pertenencia» a medida que la relación de parentesco con el Padre se hace más cercana. Es extraño afirmarlo pero es tal vez únicamente en el Opus Dei donde las relaciones de parentesco evolucionan en el tiempo, son dinámicas. A tal punto que el parentesco puede desaparecer completamente (esto es lo más extraño y traumático por tanto). Es lo que sucede, no lo que se dice. Por eso no hay que decirlo.

Las personas que consideran a la Obra como una institución sublime, en su mayoría son «pariente lejanos».

Resulta más fácil ser «pariente lejano» del Opus Dei, porque se está «de visita» y se conserva siempre la imagen más agradable. Por eso tantos testimonios de «primos» escandalizados –que además, como portadores del «apellido» no quieren que éste se desprestigie-, no entienden cómo alguien «de la familia» pueda criticar a la Obra. Imaginan que sólo puede ser obra de un «traidor» o un «descastado». Si el debate en torno al Opus Dei se redujera a l@s numerar@s y agregad@s –valga la discriminación por las razones aludidas- la cosa sería muy distinta.

Tengo en cuenta que hay excepciones, personas que sin ser numerar@s y agregad@s han tenido una relación de «filiación» tan fuerte como la de aquéllos.

Entre l@s numerar@s y agregad@s hay muchísim@s que son conscientes de los graves problemas e incoherencias de la Obra, much@s de l@s cuales no se animan a hablar porque saben que dentro del Opus Dei está prohibida la existencia de una «opinión pública», que los miembros no deben hablar entre sí –salvo de lo inocuo- sino sólo con el Padre o quien lo represente.

En este sentido, en la Obra no hay propiamente «hermanos» sino «hijos del mismo padre», que no es lo mismo. No tienen ninguna vinculación directa entre sí sino a través del Padre, lo que explica el débil o casi nulo vínculo de fraternidad entre ellos (por eso las “amistades particulares” son una amenaza y una “desviación de la vocación”). El de filiación es el único lazo de parentesco propiamente real, el que define la existencia de la vocación (por eso se puede “tolerar” el que no perseveren tantos y hasta llegar a ver como «extranjero» al mismo que ayer era «hermano»). Lo que explica el sentido exclusivamente vertical de la “estructura familiar” de la Obra y la homogeneidad «genética» de quienes forman la “estructura de gobierno”. El vínculo de fraternidad es virtual, no define la pertenencia en la Obra. Sólo la filiación es real. Si el Padre decide cortar el lazo de «filiación» con algún hijo, los «hermanos» no pueden hacer absolutamente nada por salvar el vínculo de fraternidad que puedan tener con ese miembro de la Obra. Esto es muy traumático y antinatural.

Definida en términos existenciales, “La Obra” es «mi relación con el Padre» (o quien lo represente), no mi relación con «los hijos de mi Padre», quienes son contingentes.

En ese vínculo se enraíza todo lo demás: desde el trato con Dios hasta la fraternidad. Es por eso que el fundador afirmar sin dudarlo –con una seguridad que es más que preocupante- que perder el vínculo con él (de filiación, o sea, «salir de la Barca») es perderlo todo, incluso el vínculo con Cristo. Ahora se ve claramente que la vocación a la Obra es una entrega «al Padre» como «hijos», con un sentido de radicalidad que causa vértigo.

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En medio de todo esto, los «primos lejanos» facilitan la formación de «un colchón» que amortigua el debate serio y le da así cierta ilegitimidad: no han vivido cerca y hablan por oídas –prejuicios que sobre todo acoracen la reputación del “apellido” y la herencia del prestigio moral que la Obra detenta- produciendo así más ruido que diálogo. Si los «primos» supieran lo de «lejanos» que son para el Padre, se darían cuenta del desconocimiento que tienen de lo que pasa «más arriba».

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Para entender esto del vínculo de filiación y sus consecuencias valga un ejemplo: al Papa se lo obedece porque el Padre lo dice. Y de hecho, el Padre puede –tomando un caso conocido de una película del fundador- poner «su índice» aún cuando el mismo Papa haya sacado el Index de circulación. O sea, el Padre puede corregir al Papa, porque el Padre manda aún en el fuero interno de las personas mientras que el Papa manda en la órbita de lo público (moral y religioso, pero público al fin, nunca se mete en las conciencias de las personas ya que esto es inmoral –cfr. Newman citado por Retegui en Lo teologal y lo institucional, cap. 12). Sin embargo, el Padre no es tonto y nunca enfrentará al Papa públicamente (aunque aquella intervención del fundador no fue muy prudente que digamos).

El poder del Padre no se mide por la extensión (hasta dónde llega) sino por su anticipación: dónde comienza. Cuanto más cercano al origen operativo de las personas, más dominio sobre ellas. Cuanto más atrás mejor (o más bien, peor). Y la identidad se ubica en un nivel muy íntimo. La identidad domina el aspecto práctico: a partir de la pregunta quien soy, obro en consecuencia.

El Padre no sólo es anterior al Papa: es anterior a Dios. Así como Jesús dijo «nadie puede venir a mí si el Padre no lo envía» (Jn, 6,44), el Opus Dei dice «nadie puede llegar a Dios si no pasa por el Padre» (no Dios-Padre sino el Padre-prelado). Eso sí que es fuerte y temerario. Yo al menos lo oí en vivo y en directo de un director de la Comisión. Pero si hay alguna duda, se lo puede citar al mismo don Alvaro: «el espíritu de filiación divina, para los hijos de Dios en el Opus Dei, es inseparable de la filiación al Padre» (Cartas de familia, n. 378). Este texto no se refiere a la virtud de la caridad –así como San Juan pone como condición de amor a Dios, el amor al prójimo a quien vemos, lo que no es para nada un “peaje”- el texto de don Alvaro está hablando de la obediencia disciplinal, de la necesidad de someterse al prelado. Está diciendo que Dios puso como condición para su trato que los miembros del Opus Dei se sometan al Padre (prelado)... o sea la gratuidad de la Salvación desapareció con su «privatización», licitación que ganó el Opus Dei.

Desde el punto de vista político, me recuerda a la doctrina del Absolutismo, la divinización del poder. El derecho divino del Prelado, que bien podría decir "L'Etat, c'est moi" (el Opus Dei soy yo). No lo dice, pero es lo que sucede. El Opus Dei es Escrivá y quien quiera vivir en sus tierras ha de convertirse en su vasallo, o mejor, en su súbdito. Escrivá es el rey-padre-taumaturgo.

Jesucristo fue quien nos ganó la filiación Divina ¿Cómo puede Escrivá y sucesores creerse con derecho a instalar un pesado tributo como condición para llegar a Dios?

La Obra venía -comparándola con la Revolución Francesa, salvando las distancias- a «democratizar» la santidad y terminó construyendo una institución más jerárquica y vertical que la Iglesia misma a la cual quería reformar (terminar con el privilegio de «santidad para pocos»). Diciéndolo de manera metafórica, el Opus Dei nació con los ideales de la Revolución Francesa (democratizar la santidad) y se gobernó con los modos del Antiguo Régimen, bajo los parámetros más conservadores y autocráticos. En realidad, quien venía a liderar la democratización de la santidad se constituyó a sí mismo en rey.

No describo un proceso histórico exacto sino más bien un itinerario mental que explica –en parte- la mutación institucional del Opus Dei. Pero esto va más allá de la metáfora: tiene consecuencias en el orden de la política eclesial, porque el Opus Dei tan aparentemente sobrenatural hoy cuenta con una figura jurídica –buscada para afianzarse políticamente, de lo contrario hubiera solicitado un perfil más espiritual y menos jerarquizante- figura que es un respaldo muy fuerte y con un poder -como corporación que influye dentro de la Iglesia- que le agrega otro capítulo diferente y complementario al de su influencia en la identidad de las personas: por más que todo esto que describo sea verdad, el Opus Dei cuenta con una carta propia difícil de emparejar o superar, y es su peso político dentro de la Iglesia. Con la política –especialmente la política diplomática- arregla y desvía todo aquello de lo que no puede dar cuenta ni quiere explicar a fondo y abiertamente. Este poder, sin duda, le da una impunidad tal al Opus Dei que puede ser muy desalentador pensar que la verdad se impondrá por sí misma. Posiblemente esto suceda, pero dentro de muchos años.

2. Cómo se genera la Identidad

Antes de continuar, quería hacer una reflexión. Todo lo que se puede escribir sobre la Obra una vez estando afuera resulta incompleto –en alguna forma- porque ya no disponemos de tantas fuentes y textos que sólo están disponibles para los que se quedan dentro. Hay mucho material para citar y para estudiar a fondo. Lo que escribimos aquí es lo que recordamos o lo que hemos apuntado en su momento. Pero si pudiéramos acceder nuevamente a la enorme «biblioteca» interna de la Obra, tendríamos un material muy valioso para estudiar y analizar en profundidad el fenómeno Opus Dei. Todo ese material está disponible «adentro», mientras no sea leído críticamente, mientras sea material de adoctrinamiento. La Obra ha producido –y produce- enormes cantidades de escritos. Es una pena que hayan quedado en el secreto (es una prueba más del «espacio privilegiado» que la Obra supone). La Obra puede eliminar aquellos textos que la comprometan en un futuro: como no son públicos, nadie los conoce salvo ella y sus miembros.

Parecería que la Obra es la única autorizada a dar testimonio de sí misma. Y esto es gracias a la legitimidad que le otorgan quienes están por encima de ella y quienes están dentro de ella.

Hasta hace poco no había voces que se opusieran con autoridad: todas eran críticas «desde afuera». Ahora, nosotros podemos cambiar esa legitimidad, haciendo públicas las injusticias que la Obra comete y el silencio en el cual se esconde.

Nosotros estamos tan calificados como la Obra misma para hablar y dar testimonio. En algún punto, estamos más calificados que la Obra, porque no tenemos necesidad de ocultar nada y sí en cambio de decir muchas cosas que la Obra quiere ocultar. Necesitamos decirlas porque es un modo de rectificar.

La Obra tiene un control sobre la producción de conocimiento tan grande como cualquier dictadura política. De hecho funciona como tal. No tiene controles externos e internamente no existe oposición. La figura de la Prelatura parece la coartada perfecta para la impunidad.

Allí «dentro» están las pruebas de toda una formación muy cuestionable. Allí están las pruebas de lo que hemos padecido. Y la Iglesia no puede ser cómplice de ese silencio. O mejor, no puede permanecer en silencio sin evitar la complicidad.

***

Para saber más sobre la formación de la Identidad en la Obra nos deberíamos preguntar cómo quería el fundador que fueran sus “hijos” y qué medios utilizó para imprimir la nueva identidad.

La identidad es un camino de dos vías: se imprime y se acepta. Uno «se identifica» con algo, aunque el proceso pueda ser no muy consciente y sometido a manipulación. De hecho, hay pruebas más que suficientes para demostrar que fuimos forzados a vincularnos con el fundador en una relación de filiación y más tarde forzados, nuevamente, para desvincularnos de esa relación.

Mientras ayer nos vinculaban a la Obra unos ideales que tapaban toda esa coacción, hoy sólo quedan los rastros de la violencia ejercida sobre la conciencia. Creo que ese es el “vínculo” más importante que hoy nos une al Opus Dei.

No es un vínculo libre o voluntario sino basado en un daño. Es un vínculo de hecho más que de consentimiento. Por eso es difícil desvincularse. Mientras ese daño no se cure o se resuelva, el vínculo permanece.

Es muy probable que, por lo tanto, cueste “des-identificarse” o quitarse la identidad. Es como arrancarse la piel.

***

Al hablar de la Obra, pienso constantemente en «la cúpula» y no tanto en sus miembros. Pienso más bien en los que tienen el poder de tomar decisiones y de influir. En los responsables que promueven las inmoralidades.

La verticalidad de la Obra define el mapa de las responsabilidades y del origen de las decisiones cuyas consecuencias tanto nos afectaron.

No tengo en cuenta a los «miembros», a aquellos que son mayoría y no tienen ni la mínima participación en la toma de decisiones. Son más bien víctimas de un adoctrinamiento y creo que necesitan de nuestra solidaridad. Sí, esta será la mejor manera de llegar a un entendimiento con los que son nuestros iguales, y al mismo tiempo, señalar a los reales responsables que se esconden –esos sí que son cobardes- en el anonimato de la burocracia y del gobierno colegial. Cuanto más arriba, más escondidos y más responsables.

Quienes dirigen el destino de la Obra están muy interesados en lograr una dialéctica miembros / ex-miembros para así hacerse a un lado y evitar ser señalados y bien localizados. Quieren plantear el conflicto muy lejos de “los muros capitales”. Esa dialéctica refuerza aún más el vínculo vertical de los miembros, porque traslada los conflictos internos hacia afuera.

No son los miembros precisamente el problema ni los promotores de nuestros padecimientos. En muchísimos casos están más cerca de nuestra experiencia que de la complicidad con la estructura de pecado que es la jerarquía de la Obra.

El fundador –dentro de su “modestia” que lo caracterizaba- decía que la Obra era «lo permanente» («hijos, somos lo permanente»). Hoy está claro para los que pasamos la experiencia y de alguna manera somos unos “adelantados” (cfr. Aquilina No fueron anécdotas por lo que nos fuimos, párrafo 5) que la Obra se sostiene sobre una “fuerza de trabajo” que necesita ser reciclada permanentemente. No sé si somos “lo permanente”, pero seguro somos «lo que queda» luego de pasar por la “transitividad” que es la Obra.

La Obra necesita huir de la verdad y nosotros no. La Obra necesita enemigos para mantener su “unidad”, nosotros no. No necesitamos a la Obra para definirnos. Al contrario, hemos recuperado nuestra identidad o estamos en camino de ello.

Pelearse con los miembros es hacerle el juego a la Obra. Reclamarle “respuestas” a los miembros es confundirse de sujeto: los responsables son precisamente los jerarcas que no dan la cara. Los miembros no tienen ni poder de decisión y pueden ser fácilmente desautorizados por la Obra, a la que ilusamente creen representar.

Por eso, mirando a largo plazo, los miembros son más nuestro prójimo que nuestro enemigo.

***

A continuación enumero algunos elementos que me parece son fundamentales para construir la identidad de todo miembro de la Obra, particularmente de l@s numerari@s y agregad@s (el hecho de que l@s supernumerari@s no hagan la fidelidad sino excepcionalmente habla por sí sólo de la precariedad del vínculo a la que están expuestos).

a.- El Doble Vínculo

Todo miembro de la Obra tiene un doble vínculo que lo une a ella, aunque no lo sepa o no sea del todo consciente. Este doble vínculo es el que hace a la Obra tan ambigua. Explica el que la Obra sea una “institución” y una “familia” (más bien una tribu) al mismo tiempo. Hace de la Obra una institución extraña y que explica mucha de sus actuaciones aparentemente incoherentes.

Hay por un lado, un vínculo de filiación que sirve para ligar fuertemente al miembro para que se vuelva un hijo del fundador, en el sentido más radical, con lazos «más fuertes que los de la sangre». Un vínculo que se lo sobrenaturaliza (se vuelve superior a cualquier vínculo biológico) dándole rasgos teologales (cfr. Retegui, El sentido de la perseverancia) y un carácter permanente, no disoluble (la vocación como elección Divina no la disuelve ni el prelado más poderoso).

Este es el vínculo predominante y que más le interesa a la Obra acentuar. Es un vínculo netamente operativo y la razón para exigirlo todo. Este vinculo es el que «imprime carácter» y que será muy difícil resolver si entra en crisis.

Pero hay también otro vínculo, se trata de un contrato, que la Obra establece con cada miembro. Podría decirse tal vez que es la exteriorización de algo inmaterial (la vocación). Pero no es así. Sencillamente porque la práctica demuestra el sentido de un vínculo y de otro.

El contrato sirve, especialmente, para desligar legalmente a los miembros que la Obra juzgue conveniente hacer. Es “la poda de la vid”.

Si no existiera el contrato sino sólo el vínculo filial con el fundador (elevado al orden sobrenatural de la elección Divina), la cosa sería muy complicada para «hacer la selección» y la «poda». Romper un lazo de filiación no es romper un contrato: por eso la Obra «cambia la conversación» y comienza a plantear la relación contractual cuando ve necesario «un aborto».

El proceso de «selección» se lleva a cabo antes de ingresar y sigue aún cuando ya se es miembro… cosa que los miembros no lo saben o no son conscientes de ello. Ser miembro de la Obra no implica «ser elegido» de una vez y para siempre (como se publicita). Es un proceso de selección continua, la Obra vive «podando» su viña permanentemente.

Este doble vínculo le da una ambigüedad que caracteriza a la Obra: no es extraño el trauma que muchos ex-miembros sufren, fundamentalmente porque el vínculo jurídico no resuelve ni disuelve el vínculo filial con la misma facilidad. Por eso el corte con la Obra es “a medias”, por decirlo de alguna manera. Ni siquiera: es la última acción fraudulenta que la Obra realiza para con ese miembro saliente.

Pero que a la Obra no le interesa nada de esto, queda más que demostrado por la experiencia y los testimonios.

Cuando hay conflictos, la Obra comienza a hablar de contrato y en “épocas de paz” habla de vocación y predestinación divina.

Es una moneda con sus dos caras, que demuestra la ambigüedad de la Obra. Y ella usa esta moneda según le convenga, según sea el planteo que la Obra le hará al miembro: exigir más o desligarse definitivamente.

Con la dispensa la Obra busca desligarse de todo compromiso legal y tener la prueba de conformidad del miembro saliente, para que éste luego no pueda reclamar nada. Sin contrato, la Obra se vuelve invisible e intangible.

Nuevamente -como es propio del Opus Dei- usa testaferros: «hacia fuera» el contrato es un testaferro de la relación filial no contractual sino de sumisión al fundador, mientras que internamente lo único que tiene valor es llevarse bien con los directores y definitivamente con «el Padre» de turno.

El contrato es una máscara, una herramienta que la Obra usa para su conveniencia.

Cambiar al Opus Dei “para mejor” implicaría una transformación profunda de toda esta ingeniería jurídica, canónica y ascética pensada y planificada así desde un inicio. Cualquier otro cambio sería de carácter estético pero nada más. No solamente lo veo difícil: lo veo contrario “al espíritu fundacional”.

No creo que desde OpusLibros se pueda cambiar al Opus Dei, pero, lo que es seguro, se podrá evitar que la Obra siga jugando con ambigüedades y con ocultamiento de la información.

b.- El lenguaje

Una herramienta fundamental para la generación de Identidad es el lenguaje. Por él se nombran las “nuevas realidades” y se transforman las “viejas” en otras totalmente diferentes.

La Obra tiene su propio “idioma”. Para saber más, remito al escrito de esta web que contiene partes de ese vocabulario.

El lenguaje abarca no sólo la predicación y todo lo que sean medios de formación: también la vida cotidiana, donde tal vez sea el lugar más apropiado para asimilar fácilmente el uso de los nuevos términos.

Este elemento es también importante para “diferenciarse” del resto, de los que no son parte de la Obra. Algunas palabras sólo se usaban “internamente” o cuando estábamos en la “zona interna”.

Hace poco leí una frase que decía algo así como “el lenguaje lo domina al hombre y no al revés”. Desconozco los fundamentos concretos de esa afirmación, pero no me parece muy difícil encontrarle aplicación a lo que es la experiencia de la vida en la Obra. Quien decía esta frase agregaba que en muchos casos, al escuchar a una persona decir sus dos primeras palabras sabía cuáles iban a ser las veinte siguientes, porque no era la persona la que estaba hablando sino que estaba repitiendo “como un loro” lo dicho por otro (los medios de comunicación, en ese caso).

Los miembros de la Obra –salvo excepciones, que son los que se marchan o quedan marginados- se pasan repitiendo el discurso oficial, sin un pensamiento personal. Sumado a esto, la prohibición explícita en la Obra de tener un pensamiento crítico o reflexivo independiente.

En la Obra no hay posibilidad de ejercer un pensamiento propio sino criterios y argumentos que se repiten una y otra vez. No hay más que ver los mails que escriben los críticos de esta web: resultan aburridísimos. No hay ideas porque no hay pensamiento personal. Sólo recriminaciones y descalificaciones. Es parte de la uniformidad que se fomenta y esto se ve en el lenguaje y las formas de decir.

«Hay que tener el espíritu estrecho y ser incapaz de salir de «sí» mismo para pretender dar a la formación espiritual un carácter sistemático» (cfr. La alegría en el amor de Dios, Cap. 2, a).

En el Opus Dei no importa la Verdad sino el Convencimiento (por eso Carmen Tapia puede hablar de fanatismo): estar convencido, convencerse y convencer a los demás. Y quien pierda el convencimiento “o lo ponga en duda” ya no será “uno de nosotros”. En este sentido, la identidad del miembro de la Obra no tiene mucha profundidad ni fundamento racional: es blanco y negro. Por eso les resulta muy difícil interesarse por lo que dicen los que se fueron, o sea, los que “ya no están más convencidos”. Han de ser necesariamente “traidores”, porque sino el convencimiento entra en crisis. Escuchar a los que se fueron es “dialogar con la tentación” y la receta para esos casos es conocida: actitud repelente.

El convencimiento irreflexivo uniforma y es enemigo de la pluralidad. Es una de las notas principales del perfil que la Obra busca en todo miembro, especialmente en los célibes (por supuesto, cada uno reacciona individualmente, cada respuesta es única, pero difícil es escapar al perfil). Este convencimiento es lo que los identifica entre sí y es la forma en que se sienten “iguales” unos con otros. Este sentimiento de igualdad no es precisamente una experiencia democrática sino más bien una experiencia cercana a los totalitarismos del siglo pasado (cfr. Ser mujer en el Opus Dei, cap.2, punto 3).

También hay una uniformidad en los escritos de esta web pero con una gran diferencia: todos coinciden en la “unicidad de la experiencia” dentro de la Obra. No nos hemos puesto nosotros de acuerdo previamente sino la Obra misma fue el agente de la coincidencia en la cual hoy nos encontramos. “La Obra nos puso de acuerdo”. Al margen de esto, el resto es pluralismo, el pensamiento de cada uno tal cual es.

c. El perfil

Observando los contenidos de la formación que se imparte en la Obra se puede obtener un “perfil” de cómo han de ser sus miembros. Y si esto se completa con la propia experiencia, el perfil puede acercarse bastante a lo que sucede en la realidad.

El fundador quería en primer lugar, formar personas dependientes de él. O sea, personas dependientes: que lo consultaran todo y lo dijeran todo (sinceridad “salvaje”), que les permitiera la entrada a la conciencia con libre acceso. Quería personas sometidas a su autoridad. Quería que ocuparan el rol de hijos para siempre, que no evolucionaran, que no tuvieran vida propia. Para seguir siendo un “padre inalcanzable”, los hijos debían mantener una “distancia prudencial”. Está claro que los hijos no podían ser “más santos que el padre” y de hecho ninguno de los procesos de canonización avanzó hasta que el fundador logró el primer lugar.

La identidad es uno de los modos en que la Obra opera a nivel del fuero interno de las personas. Es una «programación» hecha en laboratorio que se implanta -con la formación que se imparte- en la conciencia de las personas. Por eso tal vez la intromisión en el fuero interno no siempre es explícita (forma parte de la identidad el «dejar hacer» al director, por lo cual esa intromisión es una premisa aceptada mucho antes y resulta difícil –y de alguna manera una violencia- resistirse).

Es interesante dibujar «el perfil» porque será luego la plataforma para tomar distancia en muchos casos.

Es el mismo caso que el del vocabulario interno: se podría, en un documento aparte, ir definiendo cada uno de los rasgos concretos de ese perfil. Aquí lo nombro de manera general.

En la mayoría será el «molde» que recortará las diferencias haciendo de la Obra un ambiente homogéneo, «monolítico» al decir del fundador (este concepto lo desarrolló particularmente en la «segunda campanada», aquella carta que fue «retirada de circulación», y no se podía leer salvo en las comisiones regionales y delegaciones o en algún «comentario de carta»; se trató de una carta dirigida a alguien en particular –nunca revelado- que hizo enojar bastante al fundador, algo que se nota en la carta).

En otros casos, muy interesantes por cierto, «el perfil» será negado por aquellos numerarios que quieran sobrevivir dentro y llevar una vida propia. Toda una contradicción por supuesto, pero es parte de la vida interna de la Obra. Algunos logran sobrevivir en las sombras, otros directamente no le encuentran sentido a tal incoherencia y se van.

También están aquellos que se ufanarán de su «libertad interior» y actuarán (en el sentido “actoral”) de «numerarios con personalidad propia», haciendo alarde de la liberad que no existe, que no tienen. Podrán «declamarla» pero no ejercerla. Está para ser vista en la vitrina pero no para adquirirla. Toda una pantomima, porque los bordes están bien demarcados y no se puede salir de ellos. Es una libertad virtual, proyectada en el aire, sin sustento real.

No hay que engañarse: en la Obra no se puede conservar la propia personalidad al margen del «perfil».

Gracias a él, todos podíamos vernos como “hermanos” provenientes de una misma… factoría. Rápidamente alcanzábamos un entendimiento. No existía lo desconocido sino un “reconocerse” continuo. El otro siempre era –y debía ser- un espejo del cual aprender y recordar el perfil.

Este tema de «ser espejo para el otro» condicionaba muchísimo el actuar natural en los centros de la Obra. Había excepciones, pero eran eso, excepciones.

Pasados los años queda claro que, el que uno fuera “espejo” para los demás, no tenía otro sentido sino el interés de un tercero, el mismo “padre”, quien quería a todos sus hijos cortados por el mismo molde. Los quería controlados y que se relacionaran entre sí “pasando primero por él”. El fundador no quería que cada uno decidiera la medida de la virtud y por eso él reglamentaba todo tanto.

d. Vaciamiento

Proceso necesario para dar lugar al “numerario que debía haber en nosotros”. No ya la vocación querida por Dios, sino el perfil humano (o inhumano, si se quiere) exigido por el fundador.

El despojamiento de la propia identidad es fundamental para eliminar toda resistencia personal y sustituirla por el nuevo modelo uniformador. De este modo se eliminan las diferencias personales –las hay inocuas, esas pueden convivir sin problemas-, aquellas que podrían ser focos de «rebeldía».

El mismo fundador lo dijo: «¡está todo esculpido!», por eso los signos de vida son una amenaza, son vistos como agentes de contaminación más que de desarrollo.

Palabras que no son mías pero que resumen muy bien la idea: «para que los seres humanos se dejen despojar, es necesario decirles, antes de que ello ocurra, que son nada, que no tienen derecho a nada de lo que poseen, ni siquiera a su propia imagen, a su historia». Y en la Obra se da este mismo proceso «hacia el pesimismo». No se trata de un vaciamiento a modo de castigo sino de un proceso de sustitución.

En la Obra hay toda una labor de desbaste (igualamiento y disminución) y devaste (demolición) para ir quitando todo lo personal y reemplazarlo por lo institucional (Cfr. Retegui, Lo teologal y lo institucional, cap. 7).

Es el despojamiento de la propia identidad por la de la Obra, que incluye en sus principios teóricos –paradójicamente, como coartada- la defensa de la personalidad original que fue anulada en la práctica.

Es paradójico que en la Obra se insista tanto en no descuidar el examen de conciencia –por «el poco empeño en examinarse»- y al mismo tiempo se impida toda conciencia crítica. Ese «examen» es más bien la labor de nuestro “director interno” -por el cual nos autocontrolamos- y no otra cosa.

La autoestima se va reemplazando lentamente por adoración al Padre (proceso transitivo): en la medida en que uno sea un «buen hijo» obtendrá la mayor de las glorificaciones y elogios, mientras que al margen del vínculo filial uno no vale nada por sí mismo. Por supuesto que, para esta labor, el fundador cita a las Sagradas Escrituras (a San Pablo), asiéndose así de un respaldo supuestamente indiscutible.

Insistir tanto en la «nada» que somos bien podría tratarse de una cuestión temperamental del predicador. Pero esta «nada» va mucho más allá de un pesimismo espiritual del cual puede haber sido influido el fundador (cfr. La alegría en el amor de Dios, Cap. I). Quien predica una doctrina propia y al mismo tiempo la usa para gobernar a su rebaño, porque en él se unen la dirección espiritual y el gobierno –cfr. los recientes artículos “El sigilo, la confidencia y el canon 240” y “En el Opus Dei no hay dirección espiritual”- difícilmente podrá mantener una posición neutral, difícilmente su doctrina pueda ser vista como algo desconectado de sus metas de gobierno. El gobierno y la dirección espiritual necesariamente han de estar bien separadas (cfr. Retegui, cap.6 Espíritu o Estilo) y en el Opus Dei no lo están en absoluto sino todo lo contrario. En este sentido, en la Obra abunda el utilitarismo.

El tema es que, en la Obra, este ser «nada» es absolutamente funcional al gobierno y a la obediencia rendida que se exige. Esto le quita toda inocencia a tanta humildad predicada y a tanta soberbia prejuzgada. Ese interés del fundador por matar el egoísmo no resulta ser nada altruista («cuando sientas que tu criterio debería prevalecer: que tú, que tú, que tú, y lo tuyo, y lo tuyo... ¡muy mal! Estás matando el tiempo y estás necesitando que matemos tu egoísmo»). La verdad es que ese plural «[nosotros] matemos» connota un corporativismo totalmente opuesto a una dirección espiritual personal.

La «nada» es el vaciamiento necesario para asumir la nueva identidad. «Tu barca no vale», dice el fundador, salvo que forme parte de «la flota» de la Obra.

La vocación era supuestamente un traje a medida. Pero había una diferencia con el mundo real: se debía recortar lo que “sobraba” de uno mismo para que el traje encajara.

Un proceso alienante que sólo podía lograrse mediante el sometimiento, asunto en el cual tanto insistía el fundador. Sometimiento que tanto daño hizo a las conciencias, porque el punto clave era justamente ser capaz de actuar contra la propia conciencia como prueba de fidelidad al fundador.

Lo que finalmente produce este vaciamiento es un sentido de impotencia frente a la Prelatura, cuando uno se da cuenta de que ha sido traicionado, usado y abusado por la institución: es el estado de indefensión total. Es un estado de desesperación.

No hay modo de revertir la situación en poco tiempo. Contra quien desea recuperar sus propias fuerzas y derechos personales –cedidos bajo presión y engaño-, la Obra pone en marcha mecanismos verdaderamente perversos: más presiones, aislamientos, indiferencia, amenazas, etc.

Qué difícil, entonces, pasados los años querer quitarse un traje que con tanta fuerza entró y encima produjo tanta alienación. No es extraño que cause nuevos dolores y traumas, aunque el resultado será siempre restaurador.

Sin duda, resulta escandalizante que el fundador enseñara y exigiera este vaciamiento (llamado «el olvido de sí») para llenarlo con su ego inconmensurable. Un narcisismo de proporciones faraónicas, propias de un dictador.

e. La omnipresencia del fundador

El sentimiento y el vínculo de filiación se va formando gracias a un Padre que se muestra incondicional, de a momentos (es una de sus caras). Luego puede cambiar violentamente por un Padre aterrador. Quién podría dudar de un padre que dice: «nadie debe acercarse al Opus Dei y marcharse de vacío». No importa si lo dice por «las visitas» o por los ex miembros, está hablando desde una integridad personal que no puede luego quebrar alegremente. La integridad no es un podio al que se sube y se baja según se necesite predicar un discurso u otro.

El fundador siempre se ha predicado –extraña modestia- a sí mismo como un padre que se desvive. La cuestión reside en comparar lo predicado con las acciones. Y hasta que uno no lo experimenta personalmente, cuando necesita que el padre ponga por acción todo lo que dice ser, mientras esto no suceda, uno vive de imágenes placenteras y agradables no sometidas a la contrastación, a la posibilidad de ser falsadas, al decir de Popper. Y el Opus Dei como hipótesis no pasó la prueba de la falsabilidad en demasiados casos.

Más allá de la casuística –porque hay ejemplos para todo-, el problema está en los principios. O sea, el que se cumplan las palabras del fundador no presenta problemas ni tampoco sirve como prueba refutante de nada. El problema se presenta cuando las palabras del fundador no sólo no se cumplen sino que además suceden cosas que contradicen rotundamente lo que el fundador dice de sí mismo. Aquí es donde se producen los escándalos mayores, el quiebre de una relación filial que nunca había sido puesta a prueba.

Si el fundador dice ser un padre que ama a sus hijos más que nadie («os quiero con toda mi alma, os quiero más que vuestros padres, aunque no os haya visto nunca»), ¿cómo puede suceder que haya tenido tantos hijos abortados y abandonados por él, personas a las que la Obra no les ha mostrado interés ni preocupación para ayudarlas a adaptarse a la nueva situación, esto es, fuera de la Obra? El problema está en el origen: su promesa de amor es producto de su arrogancia y está vacía de fidelidad.

Nuevamente, el que se haya preocupado por algunos no refuta en nada la despreocupación por muchos otros (que son amplia mayoría).

Palabras como las ya citadas no pueden ser válidas en la medida en que «se haga la voluntad» del fundador, en la medida en que se le obedezca. De lo contrario, ¡qué amor incondicional tan condicionado! Qué amor incondicional tan interesado. Qué amor incondicional tan mezquino, tan miserable. «Os quiero como todas las madres del mundo juntas: a todos igual, desde el primero hasta el último». La exageración no le ayuda a ser convincente sino todo lo contrario: expone su fingido sentimiento y su egolatría al máximo. No es producto de la virtud sino del exceso. Y las pruebas están a la vista: tanta irresponsabilidad sobre el destino de tanta gente abandonada por la Obra. Y no sólo eso: luego son calificados de «Judas», como hace don Alvaro en una carta de 1992.

Es inimaginable en la Obra pensar en quien sale como víctima. La identidad que forja la Obra obliga a ver a quien dimite como un victimario, como un agresor, como alguien que ha optado por «la vanidad de este mundo» al privilegio de ser de la Obra.

Es que uno de los aspectos seductores de la nueva identidad es el creer que se está accediendo a un espacio consagrado, a un espacio para unos pocos, los elegidos, aquellos a los que Dios «les ha besado en la frente», como decía el fundador (para saber más de este tema, recomiendo la lectura de La parábola de los faroles). Un espacio para privilegiados, que se construye a partir del desprecio del «otro». Por eso también, cuando alguien deja la Obra, debe ser despreciado. Es una necesidad para que el espacio de la Obra siga siendo exclusivo: demarcar claramente la frontera, que el contraste se note. Además, no hay nada peor para quien desprecia que sentirse despreciado. Y el sentido de exclusividad en la Obra es tan alto que solamente se cree que alguien puede dejar la Obra por desprecio.

Las excepciones al maltrato –aquellos que dejan la Obra sin el estigma de Judas- tienen que ver con una conveniencia de la Obra: si la Obra fue la que promovió la salida de un miembro, le interesa y le conviene matar dos pájaros de un tiro: sacarse de encima un problema y convertirlo en ganancia. En estos casos ganarse al que se va es muy conveniente. Es una jugada perfecta para demostrar que la Obra trata muy bien a “los que no siguen” obteniendo el testimonio de los mismos interesados. Es un muy buen marketing con muy poca inversión y alta ganancia.

La integridad no se pierde, más bien se rompe. Y hay una sola primera vez, con el primer caso. Por eso es “integridad”. Como el costo de romperla es muy alto, la razón ha de ser una ganancia muy significativa. No se pierde la integridad por ganar en «un caso»: el primero es el comienzo de una seguidilla de casos. La integridad se pierde –porque se rompe- a cambio de una ambición desproporcionada.

La Iglesia podrá explicar «hacia adelante» el milagro por el cual el fundador es santo (estoy interesado en escuchar las explicaciones). Mientras tanto, a mí me interesa la explicación «hacia atrás» que puedan dar los hechos, la historia, en una palabra. Yo pienso que el único modo de explicar la santidad del fundador es por «el milagro hacia delante», porque el testimonio de «la explicación hacia atrás» no parece ser un fundamento suficiente.

f. Truman Show

La Obra es vertical como un rascacielos. No tiene ni siquiera la “elasticidad” de la Torre de Pisa. Es imposible zafar del «perfil».

El único modo de ser libre es mediante la simulación.

De ahí la importancia de las palabras del fundador, quien les inculcaba a sus “hijos” el que todo lo hacían porque «les daba la gana», porque era «libérrimos» y porque hacían lo que querían, que «era la razón más sobrenatural». Afirmaciones tan sospechosas como excesivas.

Convencerse del ejercicio de la propia libertad es fundamental para no reclamarla. Se reclama lo que no se tiene.

El perfil consistía, entonces, en convencerse de muchas cosas para no «buscarlas afuera». Libertad, afectos, felicidad, anhelos, aspiraciones profesionales. La Obra como un bazar donde todas las necesidades podían ser satisfechas sin tener que ira a otro lugar.

Si era legítimo, debía ser posible. Si era imposible, debía ser ilegítimo.

Esas eran las dos leyes de todo reclamo dentro de la Obra. Cuántos dolores de cabeza y depresiones por hacer posible un reclamo legítimo que era evidente no podría darse nunca dentro de la Obra. Simplemente pensemos en el pluralismo como un ejemplo entre tantos.

El fundador quería evitar que todo deseo de «salir a buscar afuera» tuviera legitimidad, que estuviera respaldado por razones reales o legales (derechos). El mejor modo era inculcar a todos sus “hijos” que todo lo necesario ya estaba «adentro», que él se había encargado de proporcionarlo. Ya estaba todo «pensado», planificado, «esculpido». El era un padre «proveedor» y amoroso. El era un padre heroico al cual no se lo podía rechazar sin pecar gravemente.

Como complemento, había que inculcarles a esos “hijos” que no tenían derecho a nada porque lo habían entregado todo, también los derechos.

Por eso los que se iban podían ser declarados traidores por el fundador. Habían rechazado lo que él les había conseguido y habían ejercido unos derechos a los que “ya no tenían derecho”.

g.- De-Formación

Es interesante, al respecto del párrafo anterior, analizar cómo el fundador aplica la parábola del hijo pródigo en la Obra.

Lo que uno descubre es llamativo: no he encontrado nunca que el fundador aplicara esta parábola para el caso de la gente que se iba de la Obra. Al contrario, en lugar de un padre amoroso que “sale al encuentro”, Escrivá es el padre que maldice y amenaza con la expulsión para siempre del mundo de la felicidad para los que deciden marcharse.

La parábola del hijo pródigo en la Obra siempre se usó como argumento para fomentar la confesión –y sólo con sacerdotes de la Obra, porque de lo contrario uno se alejaba aún más “del padre” Escrivá, aunque esto fuera toda una contradicción-.

Es muy llamativo que justamente esta parábola no tenga implicancias entre el fundador y sus “hijos”. El fundador no quiere identificarse con el padre misericordioso de la parábola, porque sus sentimientos profundos son otros muy distintos. Son sentimientos de odio. Y esta parábola –si la aceptara tal cual es- lo comprometería totalmente. Posiblemente por imitar y estar tan “unidos al padre” muchos “hijos” sienten el mismo odio hacia el “pródigo” que se marcha, se asemejan más bien al hermano mayor de la parábola.

Al revés del padre de la parábola, el fundador se muestra impiadoso con el hijo pródigo. Y parte de esa impiedad es la imposibilidad de volver a la Obra y recuperar el estatuto de hijo. Se puede volver como “sirviente” pero nunca más como “hijo”. Nunca más. Porque la impiedad es así de determinada.

La impiedad del fundador es la fuente de muchos odios, sino de todos.

En la Obra no se pensó aplicar esta parábola para un hijo pródigo “real”, que se marchara realmente. No, porque para esos es la maldición, son rebautizados como “traidores”. Por eso la parábola del hijo pródigo se la predicar “hacia adentro” –antes de que suceda- porque una vez afuera, el padre misericordioso de la parábola deja lugar al padre maldiciente.

Esta parábola es predicada en la Obra para las “caídas leves” o para las “dudas leves:” de vocación. Para promocionar una confesión frecuente que refuerce el vínculo con la Obra y la “fidelidad al padre”. Es una parábola para los “hijos” pero no para el fundador como “padre”. No pocas veces la deformación en la Obra tiene que ver con lo que se omite más que con lo que se dice. Es una forma muy «eficaz» de moldear las mentes, porque es invisible.

En la “paternidad” del fundador no hay un verdadero compromiso de caridad a fondo. Como tampoco hay un compromiso institucional profundo de la Obra con sus miembros. A la Obra no le interesa ni le sirve ni quiere tomarse en serio esta parábola.

h.- Mármol

Me gustaría ahora retomar un concepto que le agradaba usar al fundador para referirse a la Obra. Hablaba de cómo en ella estaba todo «esculpido» y lo decía con entusiasmo.

Ponía a don Alvaro como ejemplo de fidelidad al llamarlo «saxum», esto es, piedra. Roca firme donde se podía apoyar el fundador. Y así quería a todos sus hijos: rocas que se dejaran trabajar con la docilidad del barro para la construcción del edificio que era la Obra.

Así como la mujer de Lot terminó petrificada por su infidelidad, en la Obra sucede todo lo contrario: la fidelidad al fundador lleva a una cierta fosilización, porque se pierde lo vital que hay en nosotros. En la Obra hay mucha vida, sin duda porque de ella se alimenta, pero o bien se convierte en mármol o bien termina fuera de la Obra.

Las vocaciones recientes son tratadas como un trozo de mármol al cual hay que sacarle lo que sobra. Y para esto se citaba a Miguel Angel.

Hay una palabra muy utilizada en la ascética de la Obra que tiene que ver con este trabajo de esculpir: es «arrancar». Algunos sinónimos son: extirpar, erradicar, destruir. Esa es la labor que la Obra lleva a cabo en nuestra alma y en nuestra mente.

«Arrancar» es una de las formas «sutiles» de esculpir la formación en la Obra.

Es un concepto demasiado fuerte. Es violento.

Prefiero el concepto de San Francisco de Sales, quien «identifica el bien con la personalidad misma, y desecha el mal como un algo extraño» (cfr. La alegría en el amor de Dios, cap. 3).

De este modo, podemos luchar y cambiar, modificar hábitos sin necesidad de una labor cruenta de «arrancar» partes nuestras a modo de desmembramiento. En todo caso, será una excepción (como en un cáncer, o en una situación de escándalo como dice el Evangelio) pero nunca un medio ascético habitual. Será la última instancia, no la primera.

Difícilmente este «arrancar» como hábito ascético no resulte dañino a largo o corto plazo. Una lucha contra uno mismo que se puede volver neurótica con facilidad.

3. Un paso hacia atrás: ¿como empieza toda esta epidemia?

No pretendo dar una visión científica ni sobrenatural y menos aún exhaustiva. Simplemente comentar las ideas de un libro que me hicieron recordar tanto a la Obra y a la propagación de su mensaje.

El libro se llama Tipping Point, traducido al castellano como El momento clave. El autor intenta explicar por qué ciertas ideas se contagian como las epidemias y por qué otras mueren en el camino. Algunos elementos de esa explicación me parecen que se encuentran en la Obra.

Dice el autor que para que se difunda una idea se necesita contar con ciertos factores y ciertos tipos de personas a las que clasifica de la siguiente manera:

- conectores: personas que tienen muchos contactos y pueden hacer relaciones fácilmente. Conocen a mucha gente. Pero lo más importante es la clase de personas que conocen: generalmente con grandes influencias.

El apostolado personal en la Obra apunta particularmente a este tipo de gente. Es un apostolado basado en lograr una influencia geométrica más que aritmética. Como bien dice Flavia en su escrito sobre la opción fundamental, la Obra busca «modificar la realidad ‘por arriba’».

Es característico de la Obra el alto nivel de contactos que mantiene con distintas personalidades influyentes, fundamental para conseguir medios económicos, por ejemplo.

- vendedores natos: aquellos que son capaces de vender cualquier cosa a cualquiera (tengo en cuenta que sólo tomo el lado peyorativo del concepto de vendedor). Saben persuadir. Crean ilusiones en sus clientes. Ellos venden, pero no atienden el servicio post-venta. Una vez que alguien pide la admisión, no es nada raro que el numerario que le “vendió” la vocación se desentienda del tema.

La eficacia en la Obra se mide por el número de vocaciones “vendidas”.

El modo de venta es un contrato como el del software: “licencia de uso” de la vocación. Es decir, la “propietaria” del software (vocación) sigue siendo la empresa y otorga licencias de numerari@, agregad@, supernumerari@ y las “retira” cuando lo cree conveniente. La dispensa solicitada al Padre tiene un sentido de «devolución».

Así se entienden frases como “hoy tienes vocación” y mañana “ya no tienes vocación”.

Si el producto “falla”, si la vocación no existe o si no se “adapta” al usuario, la Obra no se hace cargo de nada. La Obra comercializa el producto pero no da garantías ni se hace responsable por los “daños” que el uso del producto pueda ocasionar (igual que el software). La Obra sólo vende, por eso no necesita ser eficiente.

El vender “el producto” no implica el usarlo: por eso se explica que se venda una “santidad en medio del mundo” que no se practica dentro de la empresa. Lo miembros de la Obra –especialmente los célibes- no están llamados a usar el producto sino a venderlo.

Muchos han definido su experiencia en la Obra como «esto no es lo que me vendieron». Y no es casualidad.

Hacer apostolado es vender «el producto Opus Dei» y conseguir más vendedores que difundan el producto. Por eso vale la exageración o el engaño encubierto, una publicidad llena de fantasía y exceso, ya que todo se hace «por Dios» y los vendedores generalmente son unos «entusiastas». Las charlas sobre proselitismo parecen más bien «técnicas de venta» o de marketing que charlas espirituales: sonreír, ser simpático, tener detalles con el chico de san Rafael (cliente), repetir las ideas una y otra vez (usando «la psicología del anuncio», decía el fundador).

Ningún vendedor cree para sí lo que le hace creer al cliente. El engaño es parte de las trampas supuestamente permitidas.

Las listas de amigos y las metas son instrumentos de todo buen «vendedor».

Las quinientas vocaciones que pide ahora el prelado son metas «comerciales».

- el factor contexto: la Obra como tal sobrevive en la medida en que existe un contexto. Pensemos qué pasaría si los centros de la Obra dejaran de existir, si la mayoría de l@s numerari@s viviera por su cuenta. La Obra se desintegraría en poco tiempo, porque la cohesión es jerárquica, no horizontal, y en ese orden los centros de San Miguel (numerari@s) son neurálgicos. Por algo la Obra mantiene un control tan estricto sobre la vida de los centros. La vida de l@s numerari@s está fuertemente controlada por un contexto riguroso: rutinas, medios de formación, retiros, cursos anuales, notas, charlas. La espontaneidad es la gran ausente.

El fundamento de la «eficacia» y la permanencia de la Obra en el tiempo tiene un aspecto que es profundamente material. El “convencimiento” necesita de una ritualización, de unas rutinas y unas estructuras materiales.

La organización logística de la Obra es una de las claves de su éxito: tanto la planificación de la vida en la Obra –no hay nada de qué preocuparse, está todo pensado- como las estructuras materiales: vivienda, comida, lavado de ropa, vacaciones. Especialmente, el hecho de saber que la Obra siempre se ocupará de todo. Por eso se dice que «está todo estudiado» o también «se está estudiando» como una forma de decir «estamos a punto de encontrar la fórmula perfecta e indiscutible, la verdad objetiva sobre el asunto». Esto quiere decir también: «no hay nada que agregar, solamente hay que seguir las instrucciones». Se crea y fomenta así una actitud pasiva o de no innovar

- el factor gancho: es lo que facilita que la gente recuerde una frase o le resulte pegadiza, por ejemplo. El tema es contagiar el entusiasmo por la Obra, en nuestro caso. Que el “cliente” asocie algo agradable con el concepto Opus Dei.

En la Obra el tema del gancho es clásico: la amistad es un gancho, usarla para vender el producto Opus Dei y luego olvidarse del amigo. El trabajo profesional es un gancho: los cursos de métodos de estudio, por ejemplo. Otras actividades, como campamentos, los cursos de guitarra, de computación, etc., «anzuelos» donde quedar enganchado.

Creo que uno de los ganchos más importantes es que la Obra fomenta lo mejor de nosotros, algo que tal vez no hubiera ocurrido de otra manera. Pero lo hace para usarlo en provecho suyo, lo cual resulta tremendamente destructivo y decepcionante. Probablemente por esta razón la Obra pueda ser vista como «lo mejor que me pasó en mi vida» y al mismo tiempo «lo peor». Son experiencias complementarias.

La Obra te halaga mientas puedas seguir dando «fruto», después la Obra te olvida.

Desde el punto de vista intelectual, el gancho es el desafío que presenta la Obra: vivir a fondo la unidad de vida como ser humano y como ser cristiano. Un desafío que la Obra deja en la puerta de entrada a cambio de un conservadurismo patológico.

En esto de la santificación del trabajo, la Obra se presenta también como una invitación a «conquistar el mundo» (para Cristo), una especie de cruzada en busca de una gloria más humana que cristiana.

En última instancia, el gancho de la Obra son «sus redes».

4.- Terminar el vínculo

En varias ocasiones gente de la Obra ha dicho frases del tipo «perdón si no los hemos tratado bien» o también «no hemos hecho tal cosa».

Ese «hemos» tenía algo extraño por lo cual no me gustaba, detectaba en él algo incómodo. Parecía -tal vez- adjudicarse una representación y una propiedad que no tenía. Marcaba un límite entre «nosotros» y «ustedes» cuyo sentido no alcanzaba a entender del todo.

Después comprendí que, aunque no le guste a la gente de la Obra, todos formamos parte de lo que pasó: como dijo Satur, la Obra imprime carácter. Si bien tiene sus desventajas para cada uno de nosotros -porque quisiéramos olvidarnos de esta pesadilla- también las tiene para la Obra: no nos podrá borrar o considerar como elementos extraños o que «nunca fuimos» (eso significa el «ustedes», en definitiva).

Ese «ustedes» tiene un extraño sentido retroactivo que intenta borrar una historia que no puede ser eliminada como una página de Crónica o Noticias.

De alguna manera muchos de los que estamos afuera seguimos vinculados con la Obra. No ya voluntariamente sino por las heridas y el daño que ésta provocó. No ya engañados sino al contrario, por el nivel de conciencia que tenemos.

El vínculo de mutua fidelidad no existe más, desde ya, porque –salvo excepción- fue la Obra quien lo rompió. Pero la ruptura de este vínculo no implica la de todo vínculo. De lo contrario ya nos hubiéramos olvidado de este tema.

Hay un vínculo que todavía subsiste y es el que la Obra no quiere ver.

Esa diferencia semántica que la Obra quiere marcar entre «nosotros» y «ustedes» es un modo de desvincularse de todas las consecuencias morales y de todo orden. Es un modo de decir: «no tenemos nada que ver con ustedes».

Para quien no quiere «someterse», la Obra busca primero su desvinculación jurídica y luego su desvinculación histórica: borrar toda señal de su existencia dentro de la Obra. Y finalmente la desvinculación moral: que no haya nada que reparar.

Esto es lo que marca el «nosotros» y el «ustedes».

Y esto no me parece conveniente en absoluto: no quiero legitimar este tipo de actuaciones.

Ese «ustedes» con el que la Obra oficial nos califica es un intento por «anularnos» y así conservar el monopolio de la verdad como una auténtica dictadura.

La Obra da por terminado el vínculo de modo absoluto y cuando quiere, sin considerar que existen responsabilidades por parte de ella.

La Obra se ha apropiado de nuestros mejores años y del fruto de nuestro esfuerzo. Por eso cuando la Obra habla en términos de «nosotros» y «ustedes» no puedo dejar de pensar en que hay algo de usurpación.

Necesito volver para retirar todo lo que era mío y así cuando la Obra diga nuevamente «nosotros» ya no me afecte, porque no hay nada mío en ese «nosotros» que me hayan usurpado. Será un «nosotros» tan vacío de contenido como el «ustedes» con el que la Obra pueda incluirme.

Pero mientras esto no suceda, creo que cada uno de nosotros no habremos cortado todo vínculo con la Obra, porque persisten las consecuencias psíquicas y morales de una institución que actuó con dolo. Aún nos une a la Obra el daño padecido y su dimensión moral.

Pienso que ya no somos parte de un «nosotros» cómplice. De él forman parte casi toda la estructura jerárquica más comprometida y cercana al poder central. Ese «nosotros» es el que dejamos atrás hace tiempo y con el cual no tenemos nada que ver. Al contrario, pensamos que es el verdadero «cuerpo extraño», la piedra de escándalo para tantas personas.

Sí, en cambio, creo que somos parte de ese «nosotros» que forman todas las personas que participan y participaron en la construcción de una institución llamada Opus Dei. Todos contribuimos a su historia con nuestras propias vidas al dar lo mejor de nosotros.

Por nuestra parte, creo, hay un deseo ambiguo de terminar todo vínculo con la Obra y al mismo tiempo no hacerlo hasta no lograr una reparación, un juicio y una satisfacción moral. Difícil dilema.

***

Aunque me parezca repelente formar parte de un «nosotros» que incluya a la Obra, sé que será la única forma de romper definitivamente el vínculo: volver a entrar para salir realmente.

Es probable que haya excepciones pero en la mayoría de los casos no nos fuimos, nos echaron, aunque hayamos sido nosotros los que tomamos la iniciativa. No fue del todo libre, porque de lo contrario hoy no estaríamos acá, en OpusLibros. Necesitamos construir esa decisión de manera personal y libre.

Pero esto implica «volver a entrar», para poder entender qué pasó y dónde estuvo el engaño. Cuando nos fuimos, salimos «como a las apuradas». Necesitamos volver a entrar para llevarnos lo que pudimos dejar adentro. Que no quede nada nuestro adentro de la Obra que pueda mantener vivo un vínculo con ella, aunque sea mínimo.

Teniendo plena conciencia podremos entonces tomar una decisión libre y llena de satisfacción: el vínculo habrá desaparecido para siempre.


 

 

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OPUS DEI: ¿un CAMINO a ninguna parte?