EL OPUS DEI: UNA INTERPRETACIÓN
Autor: Alberto Moncada
EPÍLOGO: DOS AÑOS DESPUÉS
Al releer el documento que antecede, escrito hace dos años
en circunstancias emocionales claramente advertibles en su
lectura, pensé que necesitaba un epílogo. Algo
que fuera una mezcla de actualización del tema, desde
mi óptica presente, y de respuesta a los juicios que
han hecho sobre él las muy variadas personas que lo
han leído.
En la primavera de 1972, con ocasión de otro episodio
de mi biografía, tomé contacto con la Iglesia
oficial, la que administra el catolicismo español.
El motivo era tratar de resolver uno de esos pleitos de nulidad
matrimonial en que desembocan ya bastantes matrimonios contraídos
por la clase media española. El asunto llevaba tres
años en manos de abogados y curiales y los protagonistas
habían reconstruido su vida afectiva y pretendían
también legalizarla.
De la mano de un clérigo amigo, penetré en
el mundo de las oficinas eclesiásticas y lo que vi
fue cualquier cosa menos un interés real por las personas
afectadas. Allí todo el mundo tenía una obsesión
monocorde por el mantenimiento del vínculo, fueran
cuales fueran las circunstancias del caso, y algunos planteamientos
eran cómicos, aunque la mayoría eran trágicos.
Porque no parecía que a nadie le importase mucho la
protección real de los intereses en juego, afectivos
o económicos, de los cónyuges o de los hijos,
sino cuestiones de fidelidad a los vínculos, planteadas
en términos de intenciones, propósitos y consumaciones.
Después de diferentes gestiones, un presbítero
experto me aconsejó la inversión de cuatrocientas
mil pesetas, cantidad con la cual él creía poder
acortar trámites y obviar cerrazones, resolviendo la
nulidad en un plazo corto.
Me pareció inapropiada la fórmula, que, por
otra parte, incrementaba de manera imprevista los gastos del
subsiguiente matrimonio, haciéndolo poco recomendable
para gentes de salario medio. Acudí por último
a la máxima jerarquía eclesiástica, quien
se dolió de que la escasa ayuda del Estado le impidiera
montar una Curia matrimonial eficiente, similar a las que
en otros países resuelven estos asuntos con más
prisa, espoleadas sin duda por la libertad civil de los católicos,
que pueden acudir a los tribunales ordinarios sin verse presionados
por sus gobiernos a confiar a los eclesiásticos este
tipo de conflictos. El asunto me dio que pensar, escribí
un largo artículo sobre el tema, juzgado como interesante
pero impublicable por varios periodistas, y me dispuse a esperar
para cuando la sociedad española tenga la oportunidad
de secularizar, es decir, civilizar, la legislación
matrimonial.
¿Una iglesia nueva o la misma potestad de dominio?
Comentando el episodio con uno de los más conocidos
clérigos modernistas, de los que afirman que la Iglesia
está cambiando para bien, le comuniqué que francamente
no veía diferencia alguna entre el catolicismo de la
Obra y el otro. Ambos, en mi opinión, tratan de ejercer
potestades de dominio sobre sus fieles, y cuando no lo consiguen
apelando a las conciencias lo intentan participando en las
estructuras de poder. El citado clérigo se enfadó
mucho, alegando que el "malo" era Escrivá
y los buenos los "suyos"; y yo, como casi siempre,
comencé a reflexionar y a escribir. Esto de ponerse
a escribir como reacción frente a los traumas parece
que está muy generalizado. No hace mucho un biógrafo
inglés de Newman me contaba que los mejores frutos
de la pluma del converso fueron productos de vividos enfados
resultantes de sus viajes a Roma.
Pero esta vez mi propósito, después de leer
a varios de los sociólogos de la religión, era
averiguar qué cantidad de comportamiento humano se
debe a las creencias religiosas, a esa interpretación
mítica de la realidad que recibimos, en el mismo contexto
educativo, de quienes nos abren los ojos a la vida. No parece
posible negar que gran parte de los españoles de clase
media que pasamos de los cuarenta años hemos sido "socializados"
con un componente religioso bastante importante, del cual
es punto menos que imposible desprenderse. Averiguar cómo
influye tal componente en las ideas y en la andadura vital
de esa generación parece una empresa bastante atractiva,
a tenor de la cantidad de veces que el tema aflora en entrevistas,
reportajes y literatura de costumbres.
La confesión religiosa parece que es un accidente
del nacimiento, tan dependiente de éste como la forma
de comer y vestir. Es decir, que la probabilidad es muy fuerte
de que un señor de El Cairo sea mahometano, otro de
Hamburgo luterano y el nacido en Burgos católico. Pero
parece que todos, en la medida en que afirmen esa religiosidad,
tienden a aceptar la existencia de un poder cósmico,
con un dominio definitivo sobre las circunstancias de la vida
humana y con el que conviene estar "a bien", principalmente
porque su dominio alcanza incluso a conseguir la supervivencia
de los individuos después de la muerte.
La Iglesia como sistema de poder.
La diferencia en el caso del señor de Burgos, común
a todos los católicos, es que su religión es
institucional, es decir, está organizada como un grupo
al que se pertenece y en el que se acepta la existencia de
personas especializadas y legitimadas para definir criterios
y comportamientos y ejercer diversos controles sobre los miembros
de la institución.
Tal carácter institucional de la Iglesia católica,
fuente permanente de conflictos con otras organizaciones a
las que también pertenecen sus fieles, ha estado hasta
hoy visiblemente incorporado a la convivencia española,
hasta convertirse en nota constitucional de su régimen
civil. Porque la confesionalidad, en estos términos,
no es sino la obligación que asume el legislador civil
de aceptar como válidos los criterios del legislador
eclesiástico.
Y si esto no parece que tenga mayor importancia en los llamados
principios de la fe, que podrían pacíficamente
homologarse con las declaraciones programáticas, las
exposiciones de motivos que las leyes españolas suelen
contener, muy otro es el caso con los asuntos que los eclesiásticos
califican de "moral y costumbres", en los que también
reclaman competencia. A esta presencia de la institución
en los mecanismos gubernativos del país se añaden
el acusado color religioso del ritual social, las fiestas,
los símbolos, el lenguaje, etc., y la existencia de
lugares eclesiásticos, como las curias, las escuelas,
los establecimientos benéficos y tantos otros componentes
del patrimonio de la Iglesia donde sus dirigentes ejercen
diversos modos de gestión sobre personas y cosas.
Paralelamente, el mundo eclesiástico ha venido siendo
asimilado por las estructuras sociales del país, a
las que legitima "sacralizando" sus mecanismos y
sus realizaciones. La armoniosa trabazón de la organización
eclesiástica con la burguesía catalana y vizcaína,
o con la aristocracia campesina, deja paso a la actual penetración
de reivindicaciones laborales en los nuevos cauces apostólicos.
Con lo cual se justifica la sospecha de que la pretensión
principal de los eclesiásticos es ser tenidos en cuenta
y mantenerse socialmente relevantes en el entramado de la
convivencia.
Hace ya tiempo, un viejo profesor de Ciencia Política
de Wisconsin me confesó que él había
dejado de ser católico en los años 40, por dos
razones: por su repugnancia a aceptar juicios de valor en
cuestiones de doctrina política y por la posición
del Vaticano en la guerra civil española. La tradición
de separación de la Iglesia y el Estado, con la que
se han cancelado este tipo de alianzas en culturas distintas
a la nuestra, no puede aplicarse en España mientras
no evolucionen las legitimaciones políticas de nuestro
sistema.
Parece obvio que hoy se gobierna al país en razón
de una victoria militar producida hace más de treinta
años, sobre la que los eclesiásticos edificaron
una influencia cultural posterior tan importante por lo menos
como la conseguida por los banqueros en la recomposición
económica de la posguerra. Y mientras el régimen
no ha conseguido, y quizá no lo haya pretendido, modificar
sustantivamente la infraestructura capitalista en la que nos
alojamos, su caparazón ideológico sigue albergando,
entre otros componentes, a veces contradictorios, la "confesionalidad"
religiosa.
La presente tensión Iglesia-Estado es precisamente
una consecuencia de que, desde el lado de acá, se protesta
contra una variación de actitudes eclesiásticas
que ya no coinciden tanto con las existentes en aquellos tiempos
y que hicieron posible la redacción del Concordato
vigente. En ese contexto, la espiritualidad del Opus Dei representa
paradójicamente la sustancia del catolicismo español
del 18 de julio, la interpenetración de poder civil
y el religioso, débiles ante el entramado de los intereses
económicos capitalistas e incapaces de modificarlos,
no ya en los términos del socialismo que perdió
la guerra sino ni siquiera en los del sindicalismo fruto de
la victoria militar. Pero firmes en una interpretación
cultural homogénea del talante español y las
esencias patrias. Por eso, Escrivá siempre ha sido
partidario de una posición vigorosa del Estado español,
cuya religiosidad básica él considera la válida,
frente a las veleidades político-sociales de la Curia
romana.
El catolicismo barroco de monseñor Escrivá.
Es por ello interesante preguntarse por la razón de
la "cancelación" de los miembros de la Obra
en la última crisis gubernamental. Mi opinión
es que se trata de una íntima desconfianza, desde las
lealtades más radicales del franquismo, hacia quienes,
pese a su ejecutoria personal, tienen una cierta dependencia
del Vaticano, por muy conflictiva que sea la relación
entre Escrivá y la actual Curia.
Las gentes de la Obra, cuando han ejercido el poder político,
el cultural o el económico, han apostado por las operaciones
más modernas del capitalismo internacional, multinacionales
e integración en la Europa empresarial incluidas, al
tiempo que defendían y protagonizaban desde colegios,
cátedras, libros y revistas el catolicismo institucional
anterior al Vaticano II, tanto frente a la nueva hornada de
eclesiásticos como frente a los que civilmente preconizan
una modificación estructural de la convivencia española.
En este sentido creo que el Régimen, en sus más
estrictos componentes sociológicos, ha sido bien servido
por los hombres de la Obra y que el precio del servicio era
justamente mantener las ortodoxias religiosas y culturales
tradicionales, desempeñando en ellas el oficio de "censores".
El catolicismo barroco de Escrivá está claramente
veteado por esa familiaridad con la Providencia y esa conciencia
de cercanía a un Dios metido en los afanes humanos
que poco menos que le lleva a instalar a Jesucristo y a su
Madre en el quicio rector de la España del desarrollo
cuantitativo. Su fe es tan diamantina que grita frente al
altar cuando las cosas no le van bien y le pide a Jesucristo
que se anime y haga "una de las suyas" para enderezar
sus negociaciones vaticanas.
Mientras tanto, se alboroza con sus triunfadores -"A
ti, hijo, un beso por ser director general, y a ti dos, por
ser subsecretario"- en una especie de festival de potestades,
donde por una nueva escala de Jacob suben y bajan del cielo
ángeles custodios, ministros, gerentes de inmobiliarias
y vírgenes, celebrando una nueva teofanía de
éxitos. La mentalidad es la misma que la de una alta
jerarquía que, en el verano de 1972, decía públicamente
que el "franquismo" continuaría después
de Franco porque Dios así lo quiere.
Esta confusión entre mito y realidad tiene bastante
que ver con la permanente mezcla entre retórica y acción,
propia de la cultura mediterránea. Una de las dificultades
más importantes que tienen los observadores de otras
culturas para entender la nuestra es su incapacidad para comprender
la diferencia entre "hablar la vida" y "vivirla",
tan afincada entre los pueblos ribereños del Mare Nostrum.
Desde el "chauchau" de los azotes árabes,
pasando por la tertulia y el teatro popular, hasta los "parlamentarismos"
políticos, nuestras razas han sabido encontrar una
compensación dialogante, retórica a las duras
realidades de la vida, cuando sienten que uno no controla
su propio sino.
Se puede estar dominado por la pobreza, por la sumisión
a los más fuertes, a los más pragmáticos,
pero no se renuncia a la afirmación verbal de uno mismo
y de los valores que uno siente como válidos. Con frecuencia
ello está mezclado con legitimaciones religiosas, con
invocación a los dioses, a los poderes superiores cuyo
esquema de la realidad es, "tiene que ser" el nuestro.
Y esta mezcla de retórica y mito, en contraposición
a la acción pragmática y utilitaria, es lo que
defiende a tantos mediterráneos de la desesperación
y la locura, en estos tiempos de cambio. Cuando nuestra cultura
recibe el impacto de los planteamientos racionales de la modernidad
fabricada por hombres del Norte, más fríos y
más lógicos, que ponen su esperanza en la capacidad
intelectual y en el análisis para entender y manipular
la realidad, el hombre del Mediterráneo suele aceptar
el nuevo esquema en beneficio de su bienestar, pero trata
de preservar la actitud retórica y mítica que
le tranquiliza. Se pueden aceptar las máquinas y las
comodidades, pero no el talante iconoclasta que las acompaña.
Un balance negativo para las iglesias institucionales.
Escrivá, y con él los que apostaron a una reafirmación
de "la España eterna" como consecuencia de
la victoria militar, han mantenido esa actitud bifronte hacia
las realidades del desarrollo industrial español. Pero
así como las objeciones a este desarrollo que hacen
los españoles socializantes son homologables con la
"protesta" internacional contra esa nueva etapa
del capitalismo, los hombres de la tradición sólo
se duelen de la erosión que produce a los "valores"
culturales y religiosos de la raza. Y mientras tanto, los
verdaderos protagonistas, los que manejan los mecanismos del
Estado industrial utilizando la fuerza de los unos para congelar
las aspiraciones de los otros, van acompasando nuestro desarrollo
a ese modelo estructural que contiene, como se comprueba en
tantas latitudes, el germen de su propia descomposición
y la paradoja de sus muchas contradicciones.
La interpretación religiosa de la realidad, para sociólogos
como Berger, retrocede y se convierte en subcultura marginal,
allí donde avanzan la industrialización y la
urbanización. La religión se convierte así
o en rito social, escasamente reflexivo, o en una reacción
emocional con la que se arguye vitalmente frente a la sequedad
metafísica de la racionalidad en la que la acción
humana va descabalgando a las "primeras causas"
y a los "dioses" gestores.
El balance es más negativo para las religiones institucionales
que pierden las potestades y las plataformas civiles. Es interesante
advertir la "invasión" ,por las religiones
orientales de los lugares centrales de la civilización
de consumo para desempeñar un cierto papel en las nuevas
actitudes intimistas del sentimiento religioso occidental.
La Iglesia curial contra la mística; una actitud
incongruente.
Al haber prevalecido en el cristianismo, y más aún
en el catolicismo, las ortodoxias y las potestades, el mundo
místico dejó de ser de interés para las
Curias y ahora está siendo "capitalizado"
por esos movimientos, más amigos de producir la pacificación
de los espíritus y el desarrollo de modelos muy variados
de contemplación y percepción extrasensorial,
que de regir y gobernar. En el núcleo de esos movimientos
se advierte, sin embargo, el mensaje de una cierta huida del
mundo, de un desentenderse de los retos de progreso material
y social que tiene la presente aventura humana. Pero al menos
existe una congruencia de actitudes, que no se dan en las
iglesias institucionales.
La idea de un Dios creador y gobernador que materializa su
dominación a través de vicarios terrenales conlleva,
en mi opinión, la fijación de un sistema cósmico
completo e inalterable. Es un escenario donde seres humanos,
biológicamente uniformes, repiten ad infinitum un mismo
papel, con los eclesiásticos de apuntadores, para permitir
que un número indeterminado de almas, cuantas más
mejor, purificadas por el dolor de la existencia terrestre,
consigan el acceso a otro escenario de dimensiones y circunstancias
desconocidas.
Esta perspectiva, que explica la devaluación con que
los eclesiásticos afrontan muchas veces las aventuras
humanas, "instrumentalizándolas" en beneficio
de la persistencia de tal mito, no tiene ya sitio en la cultura
contemporánea. Y menos administrada en términos
de infalibilidades, condenaciones e intromisiones.
El descrédito de la "Iglesia triunfante".
Basta asomarse a los presentes horizontes de la biología
molecular, de la física poseinsteiniana, de la astronomía;
tomar nota de las actuales averiguaciones sobre la naturaleza
del cerebro y sus mecanismos; comprobar los diagnósticos
estadísticos sobre el comportamiento colectivo; en
una palabra, participar en los avances científicos,
para comprender que a un concepto estático e inmodificable
de la realidad corresponde otro dinámico y manipulable
en el que el hombre no se siente ya un ser "fatalizado"
sino un animal evolucionado que comienza a controlar sus circunstancias
y que, sobre todo, tiene la esperanza de que, milenios adelante,
el control será mayor y hasta puede producirse un salto
cualitativo en la especie que permitirá el acceso a
dimensiones de la realidad actualmente inasibles.
Frente a esta perspectiva, una nueva estrategia eclesiástica
es dolerse del deterioro ético que acompaña
a tal progreso y tratar de convertirse en conciencia moral
del mismo. Pero esta nueva afirmación de relevancia
tropieza también con obstáculos. Los principales
nacen de la falta de credibilidad de una Iglesia, históricamente
asociada con estructuras de dominación, que plantea
la moralidad en términos individuales, de motivaciones,
de reforma del corazón del hombre, al que tiene por
intrínsecamente pervertido. La ética moderna,
más optimista, recibiendo de las nuevas ciencias el
mensaje del condicionamiento biológico y social del
hombre, se preocupa más por identificar las estructuras
de la convivencia que favorecen la agresividad humana y trata
de cancelar cualquier tipo de moralidad abstracta.
La vía del Opus: hacia una subcultura marginal y hacia
el "culto de la personalidad".
Recuerdo muy bien a un joven "aprista" que me preguntaba
en Lima cómo era posible que la clientela de la Obra,
extraída básicamente de la burguesía
de las haciendas y las empresas del Perú prerrevolucionario,
fuese capaz de conciliar su vocación de perfección
cristiana con una cerrazón notoria ante las exigencias
éticas del subdesarrollo. Pero así como gentes
jóvenes del mundo eclesiástico, a riesgo de
una incómoda confrontación con sus autoridades,
están reflexionando y dialogando sobre esas contradicciones
del catolicismo, en el Opus Dei hay una renovada seguridad
en los viejos criterios que le lleva a desechar violentamente
cualquier género de autoanálisis y autocrítica.
Para ello se hace preciso construir una subcultura marginal
donde sólo se puede estar cómodo al precio de
la aceptación incondicional y de la negación
sistemática de toda duda. Hacer esto siendo ciudadanos
corrientes y estando expuestos a la "contaminación
ideológica" requiere un reforzamiento de la fe
en el jefe, que es justamente lo que se produce. Recuerdo
que R. C., la persona con la que más frecuentemente
discutía yo estos temas, en el curso de una conversación
me dijo que cuantas veces yo necesitara su apoyo y consuelo,
él estaba dispuesto a ocuparse de mí, pero que
si se trataba de poner en entredicho el mensaje de Escrivá,
me mandaría (sic) a hacer p...
Para terminar, creo que, con independencia de las lucubraciones
que aquí hago sobre los signos de los tiempos y que,
como cualquier dictamen, gustosamente someto a otro mejor
fundado, el tema de la Obra es interesante, desde mi actual
perspectiva, sólo en su sentido dramático. Como
novela de costumbres donde afloran los conflictos pasionales
en una de esas aventuras "totalizantes" a las que
los hombres apuestan con fuerza.
La estrategia de la muerte civil.
Me parece fascinante el espectáculo de personas que
se encierran en sí mismas y en sus soliloquios de grandeza
y lanzan sobre otros, incluso amigos y compañeros hasta
anteayer, las más feroces diatribas, tratando en ocasiones
de promover la "muerte" civil de los disidentes.
Las historias de tantas gentes que, a fuerza de recorrer un
camino de dolorosa "averiguación" personal,
han optado por romper con su pasado, son estremecedoras. Ante
su conducta, las autoridades religiosas -y las de la Obra
son coherentes con la tradición eclesiástica-
suelen plantear los problemas o en términos de debilidad
personal, de "no estar a la altura", o en términos
de deslealtad.
Recuerdo que me impresionó la violencia con que Escrivá
abominaba en mi presencia de un sacerdote secularizado, que
había ocupado una posición directiva en la Obra:
"¡Ya le he mandado por notario dos excomuniones!"
Dos cosas son particularmente ingratas: la pretensión
de que el sujeto "digiera" su maldad o su debilidad
para que quede claro de qué lado está el bien.
Y la estrategia de manipular para que la persona en cuestión
no pueda reconstruir su vida civil, negándole apoyo
o condicionándolo a un comportamiento conformista.
Hay docenas de anécdotas que pueden avalar esta afirmación,
pero cuyo relato es difícil cuando los propios protagonistas
no desean otra cosa más que hacer silencio sobre sus
desdichas. Con frecuencia, la complicidad de ciertos mecanismos
de poder en la sociedad española hacen más eficiente
la persecución y más desvaída la imputación
del daño.
Recados desde los mandos de la Obra para que los supernumerarios
o los amigos no den empleo a los sacerdotes secularizados,
presiones sobre la conciencia de los numerarios para que no
apoyen a sus antiguos camaradas, siguen estando vigentes.
Tales lances son probablemente inevitables en sociedades
jerárquicas donde las estructuras de poder pueden condonar
los ajustes de cuentas ajenas para hacer posible los propios.
Y revelan lo difícil que es someter a control público
el mecanismo de parcelación del poder en que consiste
tal tipo de sociedad, y lo sutilmente que se comunican entre
sí las diversas parcelas.
Información: traición.
Ha dicho un buen conocedor del tema que el silencio sobre
la Obra encubre en España otros silencios. Es probable
que la información sobre la Obra abra el camino a más
claridades. De todas maneras, yo soy algo escéptico
respecto al tema que me ocupa. Cuantas veces me han pedido
un relato cuantitativo, una narración "magnetofónica"
de los hechos y dichos de la gente de la Obra, he probado
su imposibilidad. Es muy difícil que las personas leales,
y que por ello son los custodios celosos de los papeles y
los relatos verídicos, no vean la operación
informativa como una forma de "traición".
Si a eso se suma el interés en olvidar, comprensible
y casi biológico, que tienen los que podrían
decir algo desde fuera, se explica la dificultad. La historia
de la Obra, según Escrivá, es "la historia
de las misericordias de Dios que un día habrá
que escribir de rodillas". De ese planteamiento al otro
va un buen trecho.
La ley de bronce del silencio.
Una de las condiciones que los dirigentes suelen poner a
los que se van es que no comuniquen a nadie sus experiencias
en la Obra. Parecería que se tratara de no compartir
la "receta" para conseguir algún tipo específico
de oración contemplativa, pero desgraciadamente no
hay tal. Lo que interesa es mantener bloqueada la historia
de una aventura humana, con sus luces y sombras, sus grandezas
y sus miserias, y todo ello con el fin de preservar la buena
imagen, tan necesaria para la continuidad de la empresa. En
términos personales, es como si a uno le expropiaran
un trozo de su biografía, negándole el derecho
a reflexionar en público sobre ella.
Y si se juega a la "entrega" se acepta. Por ello,
yo no solía hacer copia de los papeles en que manifestaba
mis ideas. Muchos de ellos siguen en poder de la organización,
pese a mi insistencia en reclamarlos. Me gustaría poder
releer lo que escribía a los veinte o los treinta años,
por una natural curiosidad sobre mi propia andadura. En razón
a tales condicionantes, en estas páginas apenas he
contado sucesos. He llevado mi respeto a las personas hasta
omitir otros nombres, citando el único verdaderamente
importante. Y reconozco que no puedo avalar mi relato más
que solicitando un crédito a mi veracidad.
Estas y otras son las limitaciones de mi empeño. He
llegado hasta donde me ha parecido oportuno. Y me gustaría
poner aquí punto final a mi dedicación al tema.
Pero no sé si será posible, ya que el pasado
no sólo nos condiciona sino que nos persigue y se convierte
en presente tantas veces cuantas uno, en vez de asumirlo,
pretende desecharlo...
FIN DEL LIBRO
Alberto Moncada - 1974
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