EL OPUS DEI: UNA INTERPRETACIÓN
Autor: Alberto Moncada
CAPÍTULO IV: PROPÓSITOS
Y ACTIVIDADES DEL OPUS DEI
A. F., cuando era decano en Pamplona, solía decir
a su secretario que no rompiese el papel impreso por mucha
seguridad que tuviera acerca de que la última era la
forma definitiva de titular a la Universidad: Estudio General
de Navarra, Universidad Católica, Universidad de Navarra,
Universidad de la Iglesia con sede en Pamplona, etcétera.
El derecho de los grupos a darse un nombre, a definirse,
está condicionado, por lo menos, en virtud de dos circunstancias.
La primera es la propia manera de verse y decidir el futuro.
Así como hay gente que quisiera cambiar de nombre,
y hasta de apellidos, cuando el recibido de sus padres no
coincide con la personalidad que él se va forjando,
con frecuencia las asociaciones humanas, en el desarrollo
de su evolución interna, llevan al papel de sus estatutos
las transformaciones, los cambios en el modo de verse a sí
mismas y las consecuencias de las decisiones o los pactos
de las personas que constituyen el grupo. Siempre que tengan
suficiente libertad de acción. Porque esta es la segunda
circunstancia condicionante.
En una sociedad organizada legalmente, los grupos se adscriben
a categorías jurídicas, reflejo de las sociológicas
y que significan el cómo la sociedad en cuestión
ha decidido clasificar, proteger y encauzar las actividades
de sus ciudadanos. Cuando surgen fenómenos nuevos de
asociación, los mecanismos de poder de cada sociedad
los enjuicia, tratando de averiguar si corresponden a la fisonomía
cultural predominante o los encaja en un molde anterior, forzando
el molde o el fenómeno, o crea otro molde para que
las actividades recién nacidas no vivan en un vacío
legal. También puede prohibirlas, pero a un costoso
riesgo, si representan genuinamente una aspiración
suficientemente compartida.
Casi todos los grupos pretenden un cierto reconocimiento
externo, porque al menos la sociedad occidental tiende a rechazar
las asociaciones demasiado intimistas e informales tras una
larga historia de los perjuicios que tales planteamientos
producen en términos de indefensión de las personas
frente al grupo o por razones más globales.
El Opus Dei, en la concreción documental de sus propósitos
y actividades, ha evolucionado bastante en un plazo no muy
largo. Tanto en razón del cambio en los criterios del
padre Escrivá cuanto por su decisión de incorporarse
a la legalidad eclesiástica. De la interrelación
entre los actos propios y los de las potestades vaticanas
ha surgido toda una biografía-nomenclátor que
unas veces responde a la realidad de los propósitos
y otras es mera estrategia para afrontar los cambios operados
en la normativa de la Iglesia o en el ánimo de los
intérpretes de ella.
También, aunque en menor medida, hay una cierta influencia
de las legislaciones civiles de los países por donde
se va extendiendo.
1. Cristianizar a los intelectuales.
El primer propósito documentado fue difundir la vida
de perfección en el mundo, principalmente entre los
intelectuales.
Era una manera de declarar que las cumbres de la espiritualidad
cristiana no debían ser patrimonio de frailes y monjes,
sino que todo fiel cristiano tenía tanto derecho a
ellas como el que más. El acento elitista, nunca perdido
era estratégico. Se supone que ganados los líderes,
se ganan las masas.
Todo ello se insertaba en el cauce apostólico de la
Iglesia preconciliar y suponía indudablemente una notable
apertura. Apertura jurídica, porque la Iglesia católica
nunca ha prohibido a los simples fieles que recen mucho y
que sean tan santos cuanto deseen. Simplemente los ha ido
marginando de la estructura del poder que define y sanciona,
y no les ha dado demasiadas luces para averiguar cómo
conciliar una vida civil concreta con las cumbres de la perfección,
que bien pronto adoptó la forma de huida del mundo,
entendido como enemigo del alma. Aquí se insertaba,
bien pronto, otro de los peligrosos dualismos de la filosofía
occidental del que aún no hemos podido liberamos.
Los cristianos corrientes recibían una versión
aguada de las reglas de comportamiento que cristalizaron en
tantas constituciones y estatutos de las organizaciones religiosas.
El proceso de marginación social de los cristianos
selectos y el contrario de su vuelta al mundo ha sido descrito
por los especialistas desde muchos ángulos. Precisamente
la Obra se veía a sí misma como el último
eslabón del proceso.
Durante la guerra civil española, el padre Escrivá
concluyó la redacción de Camino mientras alentaba
a los pocos muchachos, socios y amigos, que habían
seguido sus enseñanzas y convivido con él y
su familia en las sucesivas residencias de Madrid abiertas
antes del 36.
El talante espiritual de aquel grupo, anclado en las más
puras esencias del catolicismo español y enardecido
por una lucha cruenta contra los enemigos de la Patria y de
la fe, está perfectamente descrito en Camino, que sirve
de elemento interpretativo de los años inmediatamente
posteriores.
Concluida la contienda, comenzó la semilla a dar frutos
entre los jóvenes de clase media que vieron con buenos
ojos aquel horizonte de redención cósmica que
partía de una espiritualidad vibrante y rica y se encarnaba
en un joven sacerdote, más culto, más decidido
y más atractivo que la media de sus colegas.
El clima de laboriosidad, virtudes humanas y piedad de las
residencias era probablemente una pretensión de cristianización
del ambiente que el padre Escrivá advirtió en
la Institución Libre de Enseñanza, una de las
más simpáticas aventuras de modernidad de la
España anterior al conflicto armado, con tan mala fortuna
desbaratada por el régimen victorioso.
El acierto del padre Escrivá fue apostar a lo intelectual
frente a los excesos antiilustrados de la primera generación
de gobernantes, recogiendo así hombres de diversas
tendencias unidos por una común afición a la
ciencia y al estudio, todavía en el contexto de una
doctrina de fe indiscutida.
Sin embargo, cuanto más crecían las adhesiones,
más arreciaban las contradicciones. Desde casi todas
partes. Desde unas potestades civiles recelosas del misterio
del que se rodeaba la Obra. Desde los entonces vigentes esquemas
totalitario-patrióticos y sobre todo desde las esferas
religiosas incapaces de entender o de valorar la pretensión
renovadora del padre Escrivá.
Los argumentos canónicos o doctrinales de teólogos
y potestades se estrellaban ante el espectáculo de
observancia ejemplar, de fervor apostólico y de buenos
modales de aquellos muchachos. Al ataque contestaban con la
comprensión, a las bromas con la plegaria, y dominándolo
todo, un hombre piadoso, seguro de su misión y padre
solícito de los primeros centenares de socios y asociadas.
En el interior, una disciplina férrea, hecha de las
más duras abnegaciones del catolicismo contrarreformista,
que forjaba voluntades de acero para la extensión del
Reino de Dios. Las reglas, las normas, constituían
una verdadera superación de las constituciones más
observantes de la Iglesia católica, adaptadas inteligentemente
a las tareas de estudio y apostolado de los socios.
Con la seguridad de la propia sinceridad, el padre Escrivá
mandó, a mediados de los años 40, sus primeros
embajadores al Vaticano, coincidiendo con las también
primeras aventuras apostólicas fuera de España.
La confrontación más directa con otros modos
de pensar fue una dura prueba de toque para el padre Escrivá,
que mientras exhibía ante la Santa Sede el testimonio
compacto de sus hijos, comenzó a reajustar sus esquemas
mentales a los nuevos hechos que tanto en la Iglesia como
en la sociedad occidental empezaban a surgir.
Lo único que no podía variar era lo interno,
la observancia fiel de la piedad establecida y la lealtad
al gobierno de la Obra que reglamentaba y dirigía la
conducta de los socios hasta en los más mínimos
detalles.
El contacto con los afanes de la Iglesia en el mundo del
trabajo hizo retirar pronto de los estatutos la referencia
a destinatarios específicos. Ahora se trataba de llegar
a todo el mundo, o mejor, a los líderes de todos los
ambientes.
El contacto con un clero ya en fermento de rebelión
le hizo ampliar al sector sacerdotal sus afanes apostólicos
y ese fue quizá uno de sus movimientos más conflictivos,
porque misionar al clero en presencia de los ordinarios y
de las organizaciones religiosas que antes lo hacían
no podía traer más que dificultades.
La Obra adoptó, antes de la fórmula actual,
otras que permitían albergar esas novedades. Pero siempre
con problemas. La deseada libertad en verdad no se logró
nunca. La sociedad sacerdotal de la Santa Cruz fue una manera
de escapar a la competencia diocesana, en base al establecimiento
de una organización clerical exenta, cuyo apéndice
laico, el Opus Dei, era en realidad lo principal. Todo ello
fueron estrategias jurídicas, fintas legales que terminarían
atrapando el Opus Dei en la canonicidad nunca deseada.
Cuando esto era más advertible, los expertos de la
Obra desarrollaron la idea de perfección jurídica
en contraposición a la canónica, para explicar
lo que se pretendía con los institutos seculares.
Pero unos años más tarde ya nadie hacia caso
de esos matices. Ni los de la Obra, que apostaban al contenido
y no al continente. Ni los curiales, que iban asistiendo al
progresivo desmoronamiento del juridicismo religioso.
Sin embargo, el padre Escrivá, que a su formación
ascética unía la jurídica, no dejó
nunca de preocuparse por lo normativo. Y se estableció
una doble legalidad, que aún persiste. La interna,
hecha de las reglas que disciplinan el comportamiento de los
socios. Y la externa, que tiene una doble vertiente. Porque
una cosa es el Opus Dei constituido ante la Iglesia, con una
sistemática específica que las curias eclesiásticas
y la de la Obra aplican cuando les conviene, a veces en lucha
recíproca. Y otra es el conjunto de ambigüedades
y verbalismos con que el padre Escrivá explica la verdadera
naturaleza de la Asociación, la que describe más
como un movimiento que como una organización.
Y mientras tanto, ¿qué hacían los socios
además de rezar y recibir instrucciones de comportamiento?
2. Una juventud dominada por la entrega.
En una primera etapa, cuando la gran mayoría eran
jóvenes universitarios estudiaban y trataban de atraer
a sus compañeros a la Obra. "Para un apóstol
moderno, una hora de estudio es una hora de oración",
reza Camino. Estudiaban mucho. Más que la media de
sus compañeros. Una vida de piedad orientada hacia
el aprovechamiento del tiempo provocaba verdaderos maratones
de esfuerzo sólo interrumpidos por los rezos, las tertulias
apostólicas y las excursiones. Con frecuencia mal alimentados,
algunos en colisión con sus familias y todos haciendo
mortificaciones corporales extenuantes, aquellos muchachos
troquelaron sus ánimos de modo singular. Encendidos
por el vigor espiritual de su jefe, acometieron principalmente
el acceso a las cátedras universitarias, que ocupaban
fácilmente por su propia competencia y por las mutuas
ayudas. Los obstáculos que encontraron fueron aprovechados
para forjar una contraleyenda con la que rechazar las fundadas
acusaciones de complicidad.
Paralelamente, el padre Escrivá solicitaba los primeros
sacrificios a quienes, con potencial intelectual suficiente
para brillar en la Universidad, eran destinados a cargos internos,
al sacerdocio o a la expansión fuera de España.
Pero no había por entonces ninguna duda en la elección
del propio futuro. La vida entendida como misión era
fácilmente entregada a las estrategias apostólicas
del padre Escrivá.
Pronto comenzaron a aceptarse socios supernumerarios a los
cuales no se les pedía tanto y que, generalmente en
camino de matrimonio, participaban de los consejos espirituales,
ayudaban como podían y constituyeron más tarde
hogares de donde saldrían una gran parte de las vocaciones
de numerarios. El asunto de la fundación de la rama
femenina escapa a mi observación por falta de datos
fiables, pero con ellas, con las mujeres, se logró
el concierto y buen orden de las casas de la Obra y la extensión
de la influencia apostólica a zonas de piedad más
tradicional. Para ellas el mensaje era básicamente
doméstico. Las mujeres en casa, ocupándose del
hogar, que es lo suyo.
3. La hora de la responsabilidad personal.
El momento crítico fue cuando los socios tuvieron
que adoptar sus primeras decisiones profesionales. Es decir,
cuando ya no eran muchachos, estudiantes o profesores, sino
que empezaron a caminar por las avenidas del poder científico,
político o económico.
Hasta entonces, la pertenencia a la Obra era tan preponderante
en sus vidas que las restantes circunstancias de ella carecían
de autonomía sustancial y se dejaban instrumentar fácilmente
desde la entrega.
Eran temas menores: cómo tratar a la familia, a qué
oposiciones presentarse, cómo organizar los ocios,
etc., y recibían una iluminación fácil
e indiscutida desde el núcleo de la vocación.
Las cosas empezaron a complicarse cuando el trabajo ya no
era estudiar, sino desempeñar una profesión.
Y mientras ésta era contrastada por el mercado, caso
de los escasos comerciantes de por entonces, había
que seguir las reglas del juego de éste so pena de
perderlo. Y no es que no se presentaran conflictos entre la
actividad y la vocación. Sino que el comercio lucrativo
todavía no se veía tan importante como después
para los fines apostólicos. Y era más o menos
despreciado desde perspectivas más altas e intelectuales.
Los conflictos importantes vinieron desde otras zonas. Los
primeros fueron causados por el pluralismo ideológico.
Aunque mayoritariamente los socios se alineaban en una determinada
manera de enfocar la convivencia española, resultaba
difícil que algunas conciencias se prestaran a la estrategia
resultante. Por un instinto de libertad del que dieron, y
dan, buena prueba algunos socios, se creaba en ellos la semilla
de las primeras dudas doctrinales o al menos la intranquilidad
al tener que repartir puestos e influencias en razón
de afinidades de esa naturaleza. También hubo los primeros
choques internos, no en razón a cosas de la Obra, que
seguían indiscutidas, sino por los diferentes modos
de entender la actuación en los centros del Estado
de los que, según el padre Escrivá, había
que hacer plataforma y palanca de apostolado.
A los directores siempre les cogía de improviso ese
ejercicio vario de la libertad porque, preocupados ellos por
las cosas importantes, la formación de los jóvenes,
la expansión apostólica, el Vaticano, las primeras
obras necesitadas de financiación, etc., se sentían
incómodos al ejercer una competencia que el derecho
interno les atribuía pero para la que no tenían
ni más luces ni mejores datos que los protagonistas.
Las pertinaces llamadas a la unidad por encima de la diversidad,
a la concordia, no eran procedimiento apto para solventar
verdaderos conflictos de mentalidad o actuaciones, y aunque
en ocasiones se zanjaron algunos por la imposición
de un comportamiento al dictado, ello no resolvía nada
más que tranquilizar las conciencias de quienes estaban
entrenados a tranquilizarlas de esa manera.
Así empezó a forjarse esa extraña disociación
en el comportamiento de los miembros de la Obra que se traduce
en una verdadera negación de la unidad de vida que
caracteriza, en los documentos internos, la fisonomía
espiritual de los socios.
Por una parte, en virtud de una libertad cada vez menos condicionada,
el socio del Opus Dei no recibe indicación alguna acerca
,de su comportamiento exterior. O, mejor dicho, recibe una
mezcla de consejos generales, gramática parda y apelaciones
sentimentales que lo llevan a buscar por sí mismo estímulos
y luces para su empresa y la orientación moral consiguiente.
El núcleo de la dirección espiritual se refiere
a cómo debe rezar y mortificarse, a cómo debe
aceptar las verdades la de la fe, a cómo actuar en
la vida de familia y especialmente a cómo utilizar
para las actividades corporativas su tiempo, su dinero y su
influencia.
4. El encuentro con la realidad.
Podría decirse que la Obra carece de mensaje ético
específico y que cuando lo imparte no afecta demasiado
a las grandes opciones morales de nuestro tiempo. La justicia,
la paz, la sinceridad colectiva, la comprensión universal.
Y menos, a cómo ejercitarlas.
Cuanto más se abre la Iglesia católica a conectar
con esos temas, cuanto más predican sus pastores el
testimonio de un comportamiento ejemplar como la mejor manera
de entender el compromiso de la fe, más se refugia
el Opus Dei en un intimismo religioso, en una reducción
del Evangelio a la vida interior, sin provocar a sus socios
a una tarea de entendimiento y servicio de las necesidades
y aspiraciones concretas del momento presente. Las sugerencias
de los directivos, ahora ya obsesos por la defensa de un catolicismo
ultramontano, carecen del anterior atractivo de la entrega
individual a la extensión militante del Reino de los
cielos. Amparados ellos mismos por la libertad que conceden
a sus socios en todo lo que no sea vida interior, entendida
de forma cada vez más curiosa, no saben estimular el
compromiso temporal de sus súbditos más que
recomendando oración y mortificación.
Se diría que tratan de convertir en cartujos a quienes,
por oficio generalmente retribuido, se deben a las necesidades
de la sociedad. Con lo cual, ser del Opus Dei es una cosa
cada vez más difícil de entender, pues si se
trataba de estar presentes, como cristianos comprometidos,
en todas las encrucijadas de la tierra, ¿a qué
vienen tantos condicionantes y limitaciones, tantas prácticas
defensivas y tantas cautelas? Y sobre todo, ¿cuál
es el mensaje?
Porque en libros y prédicas podrán decir lo
que quieran, pero el comportamiento de los protagonistas es
de un conservador que asusta. En cierto sentido, ello tiene
que ver con la pobreza de la teología del trabajo confeccionado
por los pensadores de la Asociación. Su mensaje es
ver a Dios en el trabajo y hacerlo bien. Hasta aquí
correcto. Nada distinto de lo predicado en esencia por todas
las Iglesia y en especial por la calvinista. Pero ¿qué
trabajo?
Generalmente el que se acepta en unas estructuras que han
mutilado de sentido profundamente creador y gratificante a
la actividad humana. Escasas veces han sido los socios de
la Obra capaces de interpretar los anhelos de una civilización
de futuro que restituya a su verdadera dimensión el
quehacer de los hombres. Carentes de instrucciones concretas
y de verdadera iniciativa, los hombres del padre Escrivá
no han sabido encararse con las estructuras civiles que desean
evangelizar, apostando su vida si era preciso, para remediar
sus injusticias. Amigos casi siempre de la lenta evolución,
se han refugiado en el hacer bien la tarea, con orden, a veces
con caridad, pero sin cuestionar los fines con un comportamiento
comprometido. Se deleitan en la obra sin prestar atención
al operario. Y no es que falten atisbos de esas nuevas luces
en los escritos del padre Escrivá. Es que no han sido
trasladados a la vida. Y ahora se están neutralizando
por la presión de los otros afanes corporativos.
En realidad, la anterior consigna de penetrar las estructuras
se ha convertido en la de crear estructuras paralelas. Y con
esto entramos en las actividades propias de la Asociación.
Pero dejemos hablar a la historia.
5. Un ejemplo.
En 1967 se me propuso contribuir a la fundación en
Perú de una Universidad de la Obra. Supuestamente experto
en temas de administración y financiación universitaria
y con cierta experiencia en la de Pamplona, llegué
al Perú con un modelo de organización bajo el
brazo, cierta cantidad de dinero de mis negocios y un montón
de ilusiones y de ingenuidades. En aquel país la Obra
pensaba repetir la operación navarra y a ello se aprestaban
sus dirigentes, faltos de medios pero aficazmente espoleados
desde Roma.
La historia, rica en contenido y en actitudes humanas, daría
material para un libro interesante, pero a los efectos de
éste podría resumirse así. El entonces
gobierno parlamentario solicitaba la formación de profesionales
para el desarrollo. El pueblo necesitaba lo que vendría
después, y a medida que uno conectaba con la realidad
se iba desmoronando el modelo prefabricado. Se produjo entonces
el típico compromiso, hubo un voto de confianza gubernamental
a la seriedad de las personas e instituciones protagonistas
y la Universidad se puso en marcha rodeada del entusiasmo
sincero de tantos interesados. Las dificultades comenzaron
casi enseguida. A las dificultades naturales de una empresa
de este tipo, basada económicamente en la financiación
no estatal, se sumaron las de su establecimiento en un hemisferio
claramente conflictivo.
El espectáculo del subdesarrollo es realmente fascinante
y cuando se tienen los ojos abiertos se ven cosas que le hacen
a uno tambalearse en sus anteriores y pacíficos esquemas
de convivencia. Es sencillamente imposible desconocer desde
un centro de enseñanza superior las realidades del
fenómeno y aislarse en especulaciones y enseñanzas
sobre el sexo de los ángeles.
El efecto traumatizante de la experiencia se me debió
notar enseguida, porque en las reuniones de planteamiento
y estrategia mis diferencias de criterio con los dueños
del negocio eran cada vez más acusadas. Finalmente,
una cierta noche, tras unas palabras mías más
subidas de tono, el delegado del padre Escrivá en el
Perú me advirtió que yo, con esas ideas, no
sería nunca profesor en aquella Universidad. El efecto
desconsolador puede suponerse. Lo que importaba era la fidelidad
a la ortodoxia, de lo que se trataba era de montar un nuevo
establecimiento de indoctrinación y todo ello al precio
de los sacrificios y las abnegaciones de personas de muy variadas
ideas y cara a una clientela que no se puede decir que deseara
mayoritariamente ese tipo de producto. La cuestión
se zanjó con la eliminación, voluntaria pero
tortuosa, del rebelde.
6. La Obra y la enseñanza.
Y mientras hoy mantengo unas enriquecedoras y a veces difíciles
relaciones con el sistema educativo revolucionario actuante
en el país, la Universidad de la Obra, llena de gente
estupenda pero dirigida desde ópticas sobrepasadas,
no termina de adaptarse ni al país ni a la historia.
Hay quien afirma que el Opus Dei se ha convertido en una
federación de centros educativos financiados con el
sacrificio de sus miembros solteros y al servicio de los pudientes
de la sociedad de consumo. Esto es sólo una parte de
la verdad. Porque existen también, y creo que en número
similar a los otros, centros instalados en zonas de pobreza.
Sin embargo, la imagen pública es la primera. Los
dirigentes, aprovechando el anhelo de educación y la
escasez universal de plazas escolares, abren y ven llenarse
centros Y más centros, creyendo lograr con ello un
propósito apostólico. El propósito es
claro y explícito. Se trata de utilizarlos para la
captación de socios y la confesionalidad de la enseñanza.
Pero los padres de familia y los consumidores directos buscan
eficiencia y ciencia secular.
Y aunque los socios y amigos de la Obra han sido los principales
usuarios y benefactores de su establecimiento y no hay por
tanto demasiada presión crítica, todo el sistema
puede saltar si los criterios socializantes, que siempre llegan
a la educación antes que a los otros sectores, se generalizan.
Con una evidente falta de sentido histórico, la Obra
apuesta en educación a la autonomía del sector
privado y a su regulación por mecanismos de mercado
subvencionado.
Autodeterminación, elección de clientela y
subvención estatal es su filosofía. Y con ello,
a constituir un nuevo ghetto educativo de los que tan arrepentida
se siente hoy la Iglesia católica.
Los gobiernos socialistas de países en vía
de desarrollo solicitan una y otra vez de los centros confesionales
que se conviertan en modelo de transferencia de inversión
cultural trasvasando a los menos favorecidos el dinero y las
facilidades que han sido usados para una educación
elitista. Y están logrando su empeño, con la
colaboración entusiasta de los profesores y con frecuencia
de las organizaciones religiosas, que vuelven así a
sus más puros afanes fundacionales.
Todo ello dificultado por las penurias económicas
que son esta vez compartidas por igual entre ricos y pobres.
La Obra, justamente alabada por sus esfuerzos en las zonas
de pobreza, tiene sin embargo ese prejuicio apostólico
en sus realizaciones y coopera al mantenimiento de las discriminaciones;
aunque sus miembros, los que trabajan en cada centro, reciban
con ilusión el reto de la igualdad de oportunidades
que les hace sufrir con paciencia la escasa remuneración.
Desde diversos ángulos, teólogos, filósofos
y sociólogos se esfuerzan por entender la finalidad
de las actividades de una institución que, en el marco
de la Iglesia y del pueblo español, da tanto que hablar.
Animados inicialmente de un afán sincero de entendimiento,
condicionado como es natural por la óptica de cada
uno, tropiezan enseguida con la intemperancia de los interesados
que sólo admiten plantear las cuestiones en su propio
terreno y generalmente desde la vertiente de las intenciones.
Son conocidos ya juicios profundos de teólogos responsables
y de cultivadores de las ciencias humanas que, por examinar
el fenómeno en un contexto más amplio y poniendo
de relieve sus interacciones doctrinales y sociales con otras
de naturaleza similar, sólo han recibido actitudes
desabridas, malas caras y a veces broncas. La finalidad de
las actividades en realidad sería... su incremento
ilimitado. La Obra rehuye una y otra vez, con la excusa de
la libertad individual, afrontar los retos que cada una de
sus actividades le plantea. En los centros de enseñanza
se tiende a neutralizar las cuestiones polémicas, olvidando
que también corporativamente es necesario tomar partido
cuando corporativamente se protagonizan opciones civiles.
Y a fuerza de no tomar partido, pues... se toma partido.
Con la ciencia teológica, con la espiritualidad pasa
igual. Los pensadores más atractivos de la Asociación
han sido expulsados o se han marchado. Los que se mantienen
es a costa de mil pactos o de la sumisión de la inteligencia.
Pena me dio, al hablar del asunto con uno de los más
prometedores cultivadores de esa ciencia, escuchar que había
dejado de interesarse por la teología. Su opción,
supongo, fue resuelta a favor de la lealtad a la institución
al precio de renunciar a pensar por cuenta propia.
Cabría decir que los directivos, contemplando el grueso
de su clientela, tienen miedo de albergar en la Obra a personas
que puedan causar escándalo. Pero el precio esta vez
es contentarse con una clientela de muy escaso peso específico
en el presente momento de la Iglesia.
7. El prototipo y modelo.
¿Y cuál sería el horizonte que la Obra
presenta a sus socios y amigos? ¿Cuál la razón
de vivir que les da? En este momento el tema está oscurecido
por las colisiones y las actitudes beligerantes, pero se podría
decir que de lo que se trata es de incrementar cuantitativamente
la Asociación.
Los más inteligentes directivos, los mayores afanes
y las más fuertes presiones se invierten en el proselitismo.
Para que, una vez convertido en socio, se le diga al prosélito:
"Ahora a rezar, a mantener la fe y a atraer a otros,
y en tu vida, en tus ilusiones, en tu futuro no nos metemos."
Luego resulta que sí se meten. Porque indudablemente
las instrucciones de cómo comportarse y sobre todo
de cómo no comportarse en relación a los temas
mal llamados internos afectan constantemente las decisiones
más vitales de la persona.
Yo he llegado a la conclusión provisional de que el
Opus Dei, con un desconocimiento increíble de la condición
humana, pretende con los numerarios la creación de
unos tipos de superhombres que tienen que ser a la vez las
siguientes cosas: Contemplativos, es decir, hombres que orientan
su vida al cultivo de una serie de disposiciones mentales
y afectivas que por sí solas exigen completa dedicación
y, en especial, desentenderse de los afanes temporales en
las actuales condiciones socioeconómicas del mundo
occidental. Así lo prueba la praxis religiosa, tanto
en la Iglesia católica como en todos los credos conocidos
que presentan de vez en cuando unos cuantos ejemplares cualificados,
producto de un lento ejercicio de desprendimiento y concentración.
Buenos profesionales, con el mejor bagaje posible de conocimiento
y entrenamiento para desempeñar una ocupación
civil. Teólogos, con una profundidad no menor en lo
dogmático y demás disciplinas de la doctrina
católica. Gestores, capaces de hacer mil y un recados
en beneficio de la Asociación. Directores de almas,
cuidando cada uno de diez a doce personas que les confían
sus problemas.
Productores de dinero, añadiendo a la retribución
personal una actitud limosnera cuasi permanente. Este tipo
humano, que naturalmente no se da en la realidad, exigiría
más de veinticuatro horas hábiles al día
divididas entre el entrenamiento para hacer todas esas cosas
y el hacerlas efectivamente. Cuanto más, si algunas
son claramente contradictorias entre sí, tanto en el
entrenamiento exigido cuanto en las disposiciones interiores
para su realización.
En la vida real, y aunque presionados para realizar todo
ese programa, la gente se especializa y hace un poquito de
todo ello con algo preponderante. Sería muy interesante
un estudio que fuera algo así como perfiles humanos
de gente de la Obra, describiendo biográficamente cómo
han sido y son, cómo actúan, qué cosas
hacen y cómo las jerarquizan los dos centenares de
socios numerarios más o menos representativos que el
autor eligiera y se prestaran al estudio.
El ideal descrito de hombre polifacético se pretende
luego aplicarlo a las otras clases de socios y cooperadores
y el resultado es que el mensaje que la Obra lleva a la vida
de los que se acercan a ella es sin duda, como dice Camino,
el complicársela. Y para algunos, los que se toman
más en serio el mensaje, el desequilibrio y el envejecimiento
prematuro, exprimidos como un limón en servicio de
una causa tan asediante.
8. El modelo desconoce la realidad.
Esta singular utopía, administrada por una burocracia
cada vez más encerrada en sí misma, que dispara
hacia sus súbditos con implacable tenacidad toda suerte
de exigencias en nombre de la voluntad de Dios, desemboca
en una fragmentación tal de preocupaciones y solicitudes
que podría decirse que la emergencia es la ocupación
habitual de los dirigentes. La contradicción permanente
entre la pretendida libertad de los socios y las innumerables
demandas que desde los centros de gobierno se les plantean
crea un foso de desconfianza entre regidores y subditos, especialmente
cuando éstos han organizado ya su vida civil y temen
que alguna indicación superior pueda desbaratársela.
Puestos a organizar utopías, bien podría la
Obra asomarse a alguna de las aventuras más prometedoras
con las que la humanidad, y en especial la gente joven, está
ilusionándose. El denominador común vendría
a ser la liberación del hombre y hacia ello se camina
desde muchos frentes. La aventura del entendimiento del ser
humano, donde científicos de diversas disciplinas se
esfuerzan por lograr que el cerebro conozca y controle al
resto del cuerpo, liberando al hombre de las servidumbres
de su ignorancia sobre sí. Paralelamente, los esfuerzos
en pro de la salud, tanto física como mental.
La aventura de la convivencia pacífica, en la que
cientos de pensadores y políticos tratan de eliminar
las fronteras geográficas y mentales que dividen a
los hombres.
La aventura de la justicia, para remontar una civilización
basada en esa ciencia de lo sórdido, que es la economía
de la escasez, volviendo a descubrir que son decisiones humanas
y no leyes inflexibles las que rigen el progreso de la abundancia
y su ritmo. La aventura del saber generalizado y existencial,
rompiendo la secular separación entre conocimiento
y experiencia que ayuda a perpetuar el clasismo y las dualidades
de comportamiento.
En estas aventuras se enrolan también los hombres
que se dicen emisarios de Dios y servidores de su causa como
una segunda vocación de sus vidas o con la ilusión
de descubrir un nuevo sentido de lo sacro, de lo misterioso,
de lo inefable.
Porque, superados una vez más por los avances científicos,
los hombres religiosos aspiran esta vez no a condenarlos sino
a entenderlos y a tratar de hacerlos coherentes con la dimensión
humana más profunda que ellos creen saber interpretar.
Por el momento son dos las actitudes más generalizadas.
La de quienes, dándose principalmente a la contemplación
del misterio, sean monjes, filósofos o yoguis, aciertan
a crear a su alrededor un clima de absoluto que atrae a las
gentes ansiosas de asomarse a las profundidades más
radicales de la existencia. Y la de aquellos que hacen de
su vida un servicio verdaderamente desinteresado a las necesidades
humanas, en una dinámica permanente de fe, esperanza
y caridad.
La dureza de estas aventuras, que se plantean en colisión
con las vigentes ortodoxias científicas, políticas
y religiosas, provoca dos tipos de radicalizaciones de las
que también participan a veces los hombres de Iglesia.
La primera es la desesperanza y la huida hacia Arcadias imposibles.
Es el mundo del hippy, que habita en los arrabales de la sociedad
de consumo, se alimenta de sus desperdicios, y no quiere integrarse
en algo que le aburre o le asquea. Hay comunidades hippies
de todas clases; pero con frecuencia faltas de motivación
y liderazgo, muchas terminan en la evasión mental,
tomando drogas cada vez más fuertes.
La segunda radicalización es la revolución
violenta. Cansados de tratar de dialogar y exasperados por
la lentitud de unas estructuras perezosas en la autorreforma,
plantean la confrontación atacando los supuestos más
elementales de la convivencia.
Los oprimidos y los jóvenes se dan cita para mantener
asustada a una generación que cree estar asistiendo
al fin del mundo, cuando lo que está presenciando es
simplemente el comienzo de una época nueva.
9. Lo que pudo ser.
Jugando a los futuribles, yo creo que al Opus Dei se le hubieran
abierto dos claras posibilidades de actuación, germinales
en su horizonte fundacional. La primera podría haber
sido la atracción de personas a una verdadera dedicación
al estudio y a la exhortación, explotando los ricos
veneros de la espiritualidad cristiana. Podrían haber
sido comunidades proféticas, como tantas en la Iglesia,
tratando de obviar sus fallos. Estos fueron, en sustancia,
un progresivo divorcio de la realidad concreta y un refugio
en el reino del deber ser y de las abstracciones que les impidió
llegar profundamente a la vida.
Podrían haber sido también unas legiones de
hombres cultivados espiritualmente que se entregaran en las
profesiones civiles a una expresa dejación de derechos,
alimentando una permanente actitud de ejercicio de las bienaventuranzas.
Una auténtica radicalización del Evangelio,
sabiendo poner de verdad la otra mejilla y haciendo presentes
en el mundo las sublimes exigencias de una doctrina de comprensión,
tolerancia, fraternidad y amor.
Todo eso pudo haber sido, si no hubieran hecho tanto énfasis
en ser como los demás. Porque no se trataba de ser
como los demás. Sino de ayudar a los demás a
ser mejores a fuerza de predicarlo con el ejemplo de la abnegación
sencilla.
La influencia de un catolicismo militante y voluntarista,
la preocupación por la eficacia y la pretensión
de ser el nuevo resto de Israel, el único grupo fiel
a la voluntad de Dios, han llevado a la Obra a un callejón
sin salida del que es muy difícil salga salvo que se
produzca una auténtica, profunda y sincera autorreforma.
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