EL OPUS DEI: UNA INTERPRETACIÓN
Autor: Alberto Moncada
CAPÍTULO II: EL OPUS DEI
Y LA POLÍTICA
1. Los hechos.
"Nos han hecho ministros" Con estas palabras saludó
el padre Escrivá la llegada al poder de los primeros
socios. El posesivo podía sonar feo, pero en aquellos
momentos la gente de la Obra no estaba para pesimismos.
Una extraña euforia, no compartida por todos, comenzó
a apoderarse del clima interno. Ahora se vería el gran
servicio que iban a prestar a la sociedad los nuevos apóstoles.
Inmediatamente comenzó la formación de los
equipos auxiliares y hasta los más alejados de la política
se permitían recomendar a tal o cual socio para subsecretario
o para director general. También empezaron a sufrir
las conciencias porque los políticos no sabían
cómo resistir las presiones internas, administradas
por la vía del consejo que los socios se obligan a
recibir sobre los asuntos importantes de su profesión.
Quienes gobernaban la Obra no se daban cuenta de lo que se
les venía encima.
Los recién ascendidos llegaban al Gobierno precedidos
por una serie de realizaciones en el mundo intelectual y mercantil
y desde luego no desmerecían mucho del resto de los
promovidos desde otras plataformas. La historia de esa época
de la política española ha sido ya enjuiciada
desde muy diversos ángulos y con el tiempo irá
recibiendo una mayor clarificación.
Los políticos de la Obra tuvieron acceso preferencial
a las áreas económicas del Gobierno. Con anterioridad
algunos ejercieron una cierta influencia en la política
educativa y otros o los mismos participaron en los primeros
lances de la entente oficial con la monarquía de Estoril.
No puede decirse que todos ellos adoptaran entonces una estrategia
homogénea porque la propia biografía cuenta
mucho, pero de alguna manera patrocinaban una cierta aproximación
al futuro de España que tenía que ver con la
restauración monárquica como sucesión
del franquismo y la defensa de las esencias del 18 de julio
contra los primeros brotes de pluralismo ideológico.
Sin embargo, donde más se notó su gestión
fue en el apuntalamiento de la precaria situación económica
merced a un comienzo de liberalización del mercado
complementado con intentos, no tan felices, de reorganización
administrativa.
Desde aquella primera ocasión, y con continuidad hasta
hoy, las relaciones apostólicas dieron también
frutos políticos. Y no es que se tratara siempre de
una operación montada desde los mandos de la Obra.
Los socios elegían a sus colaboradores y promovían
nuevos valores entre sus amigos y conocidos y era casi inevitable
que las amistades nacidas al calor del apostolado no fueran
ocasión para otras alianzas, y al revés.
Había que pedir consejo y entonces entraba la burocracia
de la Obra, aunque no es nada seguro que el mecanismo funcionase
siempre así, porque la vida es a la vez más
rica y más compleja que los esquemas.
Lo cierto es que un socio del Opus Dei a quien le gustara
la vida pública encontraba fácil el acceso a
ella por aquellas épocas. Como fácil lo era
ser catedrático o empresario. Siempre que fuera mínimamente
presentable.
Tampoco puede decirse que no había socios en otros
grupos políticos españoles. Incluso algunos
de los citados formaban parte de ellos. Pero la ascensión
por esa vía era más complicada, en parte porque
sus líderes empezaron a sentir recelo y hostilidad
hacia esa nueva forma de acceso al poder que no podía
identificarse con ninguna de las dos o tres que el Jefe del
Estado usaba para reclutar a sus colaboradores.
Y gentes de la Obra, incluso y especialmente los no incorporados
a esa mecánica operativa, comenzaron a padecer en su
carne la animadversión que sus hermanos en el Instituto
provocaban en los centros de poder e influencia del país.
Casi a la vez, en virtud de una reducción equívoca
al común denominador más advertible, las empresas
propiamente apostólicas de la Obra y las auxiliares
recibieron idéntico trato adverso y así se añadieron
nuevos enemigos a la larga lista de quienes, principalmente
desde las esferas religiosas, veían con malos ojos
la expansión de la Asociación.
Ante tamaña perspectiva era muy difícil no
cerrar filas y este ha sido un comportamiento frecuente entre
aquellos socios de la Obra que no aciertan a interpretar las
intenciones de sus críticos. Porque, las más
de las veces, nadie está contra la labor religiosa
siempre que sea inequívoca. Pero vaya usted a aclarar
equívocos en un país donde las comunicaciones
subterráneas y las transferencias de influencia han
ligado tantas veces a instituciones religiosas, políticas
y económicas. Y este caso, obviamente, no fue excepción.
Con el transcurso del tiempo, el optimismo inicial cedió
paso al crudo realismo, cuando no al pesimismo y desaliento
de los socios dedicados a tareas estrictamente religiosas
o a su propia y legítima profesión dentro y
fuera de España.
Y comenzó una larga y ampliamente estéril campaña
de clarificación, cuyo balance no necesita comentarios.
Entre otras razones, porque la gente está deseando
pruebas y las que recibe no son satisfactorias.
Cuando se pretende invocar, en defensa de la libertad política
de los socios, las actitudes no gubernamentales de algunos
de ellos o los malos tratos que reciben desde el Gobierno,
nadie lo niega. Solamente que este hecho, fruto de la fragmentación
del poder y de la manera de actuar de los ministros cara a
El Pardo y a su propio futuro, no invalida la otra historia.
Más bien la hace más triste y no faltan las
averiguaciones y los rastreos de la biografía de los
victimados hasta encontrar algún hilo conductor que
lleva inexorablemente a esa intrincada madeja de intereses
y relaciones comunes. Como dice R. S.: "para que se entienda
la Obra, hay que acabar con el Opus". Hoy la cuestión
política española divide ásperamente
los hogares del Instituto. Y, desde luego, proporciona el
más jugoso de los temas de tertulia. Los directores
se las ven y se las desean para tratar de encontrar puntos
de solidaridad a una disensión tan acusada. Pero la
verdad es que fueron ellos los que la pusieron en marcha al
proclamar la libertad política. Cuantos socios se interesan
por los asuntos públicos, y son muchos, tienden a ejercitar
una relativa libertad de expresión en sus hogares,
y el resultado son más discusiones y más quebranto
de la unidad interior, que se ve amenazada por una de las
fuentes tradicionales de disensión familiar.
Y como es muy difícil dar consejos sobre materia tan
resbaladiza, la consigna de los dirigentes es tan pueril como
la de las madres de familia: discutir pero sin haceros daño.
Para terminar prohibiendo que estos temas se toquen en las
casas, con lo cual se hace más inalcanzable la fraternidad,
porque las personas no pueden ser amigas ni tener cosas en
común a menos que se comuniquen recíprocamente
sus puntos de vista, especialmente sobre los temas importantes
de la vida.
Situado hoy el grupo en cuestión muy cercano a la
fuente de decisiones más concluyente de la política
española, está pagando tributo a las habituales
servidumbres del poder y protagonizando, con mayor o menor
sinceridad, una actitud radicalizada que de rebote hace más
incómoda la posición interna de los restantes
socios de la Obra. Porque una cosa es discutir de política
y otra militar en distintos grupos y participar activamente
del juego. Indudablemente, ante los problemas con que hay
que encararse surge el recurso a lo más íntimo
de cada uno y a las personas que tienen que ver con ello,
la familia, el entorno inmediato. De modo que la posición
arbitral de los directores de la Obra no es precisamente digna
de envidia.
2. La política sacralizada y una utopía.
Y otra vez surge la pregunta: ¿Por qué el Opus
Dei hubo de sumergirse en la bronca lucha por la identidad
política de este país mediterráneo y
conflictivo? No es que hubiera en la Obra, como en la mente
del general De Gaulle, una cierta idea de España. Es
que aquí, como en el apartado anterior, las maneras
de entender la religión y la historia de los hombres
propias del grupo fundacional iban a desembocar fatalmente
en esta confusión.
Dos son, para mí, las explicaciones más claras
del fenómeno. Una hace referencia a esa teología
del orden anclada en la Iglesia católica preconciliar
y en otras confesiones no católicas.
La extensión del Reino de Dios, de forma militante
y aguerrida, requiere la colaboración de algún
tipo de brazo secular que imponga la sumisión de las
conciencias. Y una vez sometidas, se hace precisa una alianza
con las instituciones rectoras de la convivencia para hacer
prosperar pacíficamente ese orden ideal sin alteraciones
nacidas de otros modos de entender la fe o la sociedad. Los
préstamos y transferencias de ideas e influencias entre
una religión así institucionalizada y un sistema
de poder cualquiera y los conflictos consiguientes han sido
suficientemente descritos por los historiadores.
La Obra necesitaba, para la expansión de sus actividades,
ese tipo de apoyo, y los hábitos mentales de sus dirigentes,
tan aptos a asociar el Reino de Dios con la historia más
confesional del pueblo español, no podían dejar
de considerar las ventajas globales que para todo ello tendría
el acceso al poder de sus miembros.
Y cuando ya no hay orden ideal, porque a una concepción
estática sucede otra dinámica del acontecer
social o el magisterio más autorizado de la Iglesia
trata de dar por finiquitada la alianza entre el poder y el
altar, los católicos que creían en ella se enfadan.
O, como en el tenis, la jugada les coge a contra pie. No hay
nada más ridículo que el espectáculo
de esos políticos españoles, entre ellos algunos
de la Obra, que intentan negar al Papa y a los obispos competencia
para definir la estrategia de la Iglesia en materias sociales...
Se repite la historia de España.
La otra explicación es más increíble
pero no menos cierta. Los primeros documentos internos de
la Obra en su versión inicial describen con tonos majestuosos
la siembra fecunda de nuevos apóstoles que produciría
en la sociedad un fermento cristiano renovador en virtud de
su acceso a la política, a la enseñanza, al
comercio exterior. Era una hermosa utopía, llena de
referencias a la voluntad de Dios, que como tantas otras fue
desbaratada por los hechos. La idea era que cada socio iba
a estar tan asistido por la Providencia en sus empresas, que
bastaba con esperar al crecimiento cuantitativo de la Asociación
para que los males del mundo tuvieran un remedio mágico.
Pero la historia posterior vino a confirmar aquello de "llegaron
los sarracenos" ...
Los socios del Opus Dei no tenían ningún talismán
para arreglar el mundo, mucho menos ese trozo tan conflictivo
que es la Península Ibérica. Cada uno era hijo
de su historia, y llenos de buenas intenciones pero no muy
sobrados de experiencia, echaron su cuarto a espadas en la
ya confusa situación política nacional. Jugando
las cartas que entonces se repartían, no fueron ni
más listos, ni más prudentes, ni más
valientes que sus compañeros de armas. Y el affaire
Matesa vino a probar que también se equivocaban. Y,
cómo no, a introducir un nuevo motivo de disensión
interna porque también sobre él había
posiciones encontradas de los socios que no podían
ser limadas por los buenos oficios de los dirigentes en su
afán de templar unas gaitas que esta vez tenían
sones más dramáticos.
3. Libertad política de los socios.
Ante todo ello, y mientras las oficinas informativas seguían
repitiendo la misma cantinela de la libertad política,
se inició una nueva campaña destinada a convencer
a propios y extraños de que no sólo había
libertad sino que nunca hubo interferencias de las autoridades
de la Obra en las actividades políticas de sus socios.
El padre Escrivá llegó a decir en una entrevista
que, si las hubiera habido, él se habría marchado
automáticamente de la organización. Semejante
afirmación llenó de estupor y justa indignación
a los que estaban en el secreto, ya que muchos recordaban
las soflamas contra los enemigos de la fe y de España
que los mayores de la Obra introducían como una asignatura
más en los cursos de formación interna. Y las
curiosas operaciones de apoyo al poder establecido que se
organizaban desde las casas de estudiantes de la Obra. Todavía
en 1970 el propio padre Escrivá se ufanaba en privado
de haber recomendado la candidatura de uno de los ministros.
Tratando de hacer adivinanzas, yo he llegado a la conclusión
personal de que sus simpatías políticas, relacionadas
con la mayor o menor expectativa de favor, han seguido la
misma trayectoria que la estrategia del general Franco confeccionada,
como es sabido, por el principal de los socios que actúan
en política. Muchos de los socios que piensan por sí
mismos y no se creen las versiones de sus directores, han
empezado a sospechar esa misma coincidencia y están
más que incómodos ante el desarrollo de los
acontecimientos. Cuando piden claridad en los hechos, se les
reenvía el terreno de las intenciones, con lo cual
terminan por no preguntar, añadiendo este a los otros
interrogantes que van erosionando la integridad de su vinculación
al Opus Dei.
Y como resultado adicional es prácticamente imposible
hoy reclutar adeptos para la Obra entre hombres con una ambición
política específica, ya que hasta los católicos
más piadosos desconfían de la oferta aparentemente
neutralizada que se les ofrece.
4. Técnica y política.
Y ¿tiene algo que ver el pertenecer a la Obra con
el talante político y las realizaciones de los llamados
tecnócratas? He aquí una buena pregunta. Yo
me la he hecho muchas veces y aún no estoy muy seguro
de mi respuesta. Por el terreno, tan tranquilizante por lo
usado, de referir los comportamientos de presente a la biografía
respectiva, resulta fácil etiquetar a las personas.
Pero luego viene la libertad y estropea cualquier esquema
cuando uno enjuicia a hombres que de verdad siguen el penoso
sendero de acomodar sus obras a su conciencia y no dejarse
manipular ésta.
Expertos hay en todos sitios. Y cada vez más. No hay
manera de vivir sin ellos. Pero así como ninguna mujer
de su casa resolvería sus problemas afectivos convocando
una reunión de los fontaneros, carpinteros y demás
expertos que hacen su vida más cómoda, tampoco
parece que los países se decidan a entregar su futuro
sólo a los expertos del bienestar material. Más
bien estamos asistiendo, a escala mundial, a una recíproca
fertilización de expertos de muchísimas cosas,
que camina hacia síntesis cada vez más comprensivas
en el conocimiento y manipulación de la realidad.
Cuántos de sus consejos sean fiables e instrumentables,
qué dimensión ética prevalece en ellos
y cómo va a soldarse este nuevo tipo de poder con las
todavía vigentes potestades públicas, son los
nuevos interrogantes. Pero indudablemente por ahí van
las cosas, como se deduce de la simple lectura de los periódicos.
La crisis más enunciada entre las muchas que hoy se
advierten es la lentitud con que la tecnología de la
convivencia sigue los pasos a la de la manipulación
de la materia. Pero no parece que nadie aconseje, ni que vaya
a ocurrir, que se detenga el progreso de la segunda para acompasarlo
al de la primera. Más bien casi siempre resulta que
cada progreso técnico genera un cierto tipo de modificación
en el comportamiento colectivo, aceptado por unos y rechazado
por otros, a tenor de sus respectivas ideas. Hasta que vienen
las síntesis y otra vez vuelta a empezar.
Las descripciones de Drucker, por citar a uno solo de los
muchos occidentales que rastrean esa vinculación entre
desarrollo técnico y comportamiento colectivo, son
lo suficientemente interesantes para eximirme de hacer yo
otras, con menos conocimiento de causa y dedicación
al tema.
Muy atractivas resultan también aquellas aproximaciones
que enjuician los datos desde una perspectiva superior, como
hace Garaudy en L'Alternative.
Por lo que se refiere al mundo occidental supuestamente más
desarrollado, la confrontación entre el capitalismo
y el socialismo parece estar llegando a un punto de diálogo,
muy propiciado por los progresos de la tecnología,
que en su simplismo derriba argumentaciones enteras a fuerza
de presentar proyectos realizables. La defensa ideológica
de la propiedad, una de las claves del arco del capitalismo,
está cediendo ante las exigencias prácticas.
Porque ¿cómo aceptarla en relación al
suelo urbano?
Hasta el republicano Nixon socializa la producción,
marcando guidelines y restricciones a los pactos sobre precios
y salarios, dejando todavía, y ese es el reproche marxista,
al libre juego de los egoísmos la apropiación
de los frutos y su consolidación institucional.
5. Socialismo, capitalismo y juventud ante la evolución.
Los defensores de la sociedad de autogestión pretenden
plantear la discusión en el terreno de los fines, sin
aceptar los hechos del pasado más que como proyectos
realizados frente a los que no lo fueron y se encaran igualmente
con las realizaciones socialistas y las capitalistas desde
una concepción antropológica audaz y optimista.
Las luces vienen esta vez del tercer mundo, especialmente
de América Latina y China continental, probando una
vez más que el hombre medio reflexiona más agudamente
cuando tiene que resolver problemas en el vacío de
la especulación. Y si Mao se pone a la cabeza de un
movimiento contra la burocratización de su propio sistema,
Paolo Freiré se niega a alfabetizar a los adultos de
los Andes sin que en esa operación cobren también
conciencia de la opresión que los esclaviza. Se trata,
dicen, de socializar a la vez el tener, el poder y el saber.
Se diría que el socialismo histórico se parece
a las religiones institucionadas en que ambos preconizan un
comportamiento ideal de los hombres. Estas lo fomentan con
excomuniones y apelaciones al más allá y aquél
con purgas y tanques.
Los capitalistas prefieren apostar a los comportamientos
más elementales de la naturaleza humana y saben muy
bien que el interés individual no les falla casi nunca.
Pero la ética es más discutible. Los países
llamados libres siguen siendo el lugar más cómodo
para dedicarse a cualquier actividad que se conforme con unas
ciertas reglas del juego.
Toda persona o grupo oprimido recibe una cierta liberación
allí donde no se le imponen demasiados moldes, y en
esos países se acomodan bien los revolucionarios frustrados
de todas las zonas conflictivas. Al fin y al cabo, la inviolabilidad
de las cuentas corrientes, la libertad de contratación
laboral y las escasas medidas de control del tráfico
de personas, ideas y bienes son todavía una buena retaguardia
para los reformistas.
Lo malo es cuando éstos contagian a los habitantes
de la Arcadia y lo peor cuando el contagio alcanza a sus hijos.
Porque las nuevas generaciones, en virtud de esa especie de
solidaridad instantánea con que hoy se comportan, son
los protagonistas de la revolución más áspera
que ha conocido la historia, asociándose con los habitantes
de zonas oprimidas para luchar contra el sistema de sus padres.
El tema está muy bien descrito en multitud de obras
y no pasa día sin que a él hagan referencia
los periódicos. Pero a los que tenemos más de
treinta años nos cuesta mucho entenderlo.
El éxito de políticos como Brandt se debe a
su capacidad de averiguación de los signos de los tiempos,
y mientras los jóvenes piden que la imaginación
ascienda al poder, los que están en él no pueden
dejar de contar con el resto de su clientela, y así
vamos adoptando, a trancas y barrancas, un camino medio entre
capitalismo y socialismo a la espera de lo que hagan los jóvenes
cuando nosotros ya no podamos impedirlo.
También en las iglesias ocurren estas cosas, pero
ya no dentro de un ámbito sacro, sino en fecunda interconexión
con el resto del acontecer. Poco distingue a los jóvenes
teólogos de los reformistas de su misma edad. La cantidad
de residuos que tienen las iglesias occidentales como fruto
de su amalgama con el sistema capitalista durante el largo
período de su vigencia están saltando precisamente
a impulsos de los renovadores jóvenes.
Porque ya es mala suerte que todavía partes importantes
de las iglesias oficiales sigan facilitando argumentos religiosos
a la ideologización de la propiedad privada cuando
en el origen de tantos de ellos había una línea
de ética comunitaria bien advertible.
6. ¿Los tecnócratas de la Obra ante el mismo
hecho?
Los tecnócratas españoles, y en concreto los
de la Obra, cooperan a la integración de España
en esos sistemas ya en evolución. Y como están
en evolución y nosotros vamos tan despacio, a lo mejor
no nos encontramos nunca. Los encontraríamos si junto
a la liberación externa se aceptara esa otra por la
que claman tantos, pero esto ya es meterme demasiado en un
terreno que tiene expertos más avisados que yo.
En realidad poco pueden hacer los citados tecnócratas,
dadas las coordenadas de nuestras alianzas. Y no les vamos
a pedir que se hagan socialistas así de golpe en presencia
de la trama de intereses heterogéneos que constituyen
el régimen actual. Más bien están ocupados
en dar respuestas inmediatas a ese deseo de bienestar de los
españoles que, como era de prever, no han puesto barreras
ascéticas a la civilización del consumo que
nos ha entrado por la puerta grande del turismo.
Por otra parte, el atractivo de los teóricos del capitalismo
es fascinante. Yo quedé casi triturado por dos horas
de conversación con Friedman, quien, hablando de la
reforma educativa española con los datos que yo le
daba, terminó su comentario diciendo: "Desengáñese
usted, que hasta que la educación no interese como
negocio a estos señores -señalando a un banquero
español que presenciaba la conversación-, no
tienen ustedes nada que hacer." A mí sólo
se me ocurría pensar en las desigualdades educativas
y el plazo que habría que esperar, con el sistema capitalista,
hasta medio lograr una cierta igualdad.
La obsesión por el crecimiento cuantitativo dentro
de esas coordenadas es sólo levemente modificada por
los temas de contaminación ambiental, y esto, a impulsos
de los expertos jóvenes que pierden una batalla tras
otra hasta ganar alguna. El tema de los fines, en un contexto
humanista, va para largo con los presentes protagonistas.
Como dice Galbraith, se comportan como si San Pedro repartiera
los puestos en el cielo a tenor de la contribución
individual al producto nacional bruto.
Por mucho que piensen y digan en privado otra cosa, nuestros
tecnócratas en ejercicio van por ahí y a lo
mejor no hay más remedio que caminar a ese ritmo sin
saltarse etapas. Pero eso no es ningún consuelo para
los menos favorecidos.
En la Obra no hay gentes importantes que actúen en
socialista. No puede haberlos porque sería pedirles
un sacrificio permanente de sus ideas y de sus conductas.
Y un choque, también permanente, en la vida de familia
a menos que se marginen de ella. Puede que haya obreros del
Opus Dei preparando el relevo, pero yo no los conozco. La
presencia del Opus Dei en ese medio está muy condicionada
por cómo los obreros ven la religión, y le es
difícil a la Obra atraerlos apostólicamente,
por muchas obras de educación y beneficencia que organice
en su favor. El mensaje implícito de ellas es paternalista
y, en el fondo, mantenedor del status quo. Yo diría
que se ganan adeptos en el obrero seducido por la sociedad
de consumo. Pero no entre sus hijos. Al menos adeptos permanentes.
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