EL OPUS DEI: UNA INTERPRETACIÓN
Autor: Alberto Moncada
CAPÍTULO III: EL OPUS DEI
Y LA IGLESIA CATÓLICA
1. Dos actitudes ante la autoridad.
La interpretación del padre Escrivá sobre la
situación de la Iglesia, al menos la que llega a los
socios de la Obra por los canales oficiales, tiene la ventaja
de ser sencilla y clara. Se compone de dos afirmaciones rotundas.
La primera es que el diablo se ha introducido en la cabeza
de la Iglesia. La segunda, que conviene rezar porque las cosas
cambien y especialmente por el sucesor del Papa actual.
A veces llega también la imagen deseable de tal sucesor.
Tendría que ser un hombre enérgico, dispuesto
a sufrir mucho y que de una vez por todas estableciera los
límites entre ortodoxia y heterodoxia, expulsando del
pueblo de Dios a los equivocados y especialmente a los falsos
pastores que hoy desorientan al rebaño.
Hay que reconocer que la parcela del rebaño que él
custodia ha recibido el mensaje sin grandes aspavientos. Al
menos explícitos. Y significados socios, cuando se
atreven, dan esa misma interpretación a sus familiares
y amigos, provocando unas zapatiestas y conflictos de tal
magnitud que terminan por requerir los buenos oficios de los
dirigentes para aplacar los ánimos ofendidos.
La desconfianza que los gobernantes del Opus Dei sienten
hacia las personas que ejercen autoridad en la Iglesia es
sólo comparable al calor con que predican la adhesión
a los oficios que desempeñan. Y así hacen compatible
una crítica mordaz contra los eclesiásticos
que no son de su agrado con las más encendidas protestas
de amor y devoción al Vicario de Cristo, a la silla
de Pedro y a la jerarquía.
La actitud es muy semejante a la de cualquier grupo que pretenda
la conquista del poder aduciendo naturalmente que ellos lo
van a usar mejor que los actuales.
Sólo que el cinismo y la ingenuidad de tal planteamiento
han sido puestos en solfa por la humanidad desde hace mucho
más tiempo que el que lleva existiendo la Iglesia católica.
En términos de teología preconciliar, que es
la oficial de la Obra, semejante comportamiento es cualquier
cosa menos ortodoxo, pues los movimientos que lo han adoptado
han solido ser calificados de herejías.
El modelo canonizado de reformador ha ido más bien
por la línea de la persuasión, tratando de convencer
a las potestades pero sin dudar de su legítima autoridad
ni de que estaban tan iluminados por Dios por lo menos como
él mismo.
Han sido ejemplos de sufrimiento y esperanza, decían
en público lo que pensaban en privado y generalmente
tuvieron poco éxito. Yo pienso que esta actitud del
padre Escrivá se debe interpretar principalmente a
la luz de las vicisitudes de la aprobación del Opus
Dei.
2. Lucha por la institucionalidad canónica.
La historia de la batalla jurídica, como él
llama a sus negociaciones con el Vaticano, cuando sea escrita
por sus protagonistas, si ello sucede, promete ser muy interesante.
Como todo conflicto entre hombres que pretenden actuar de
intérpretes de la voluntad de Dios y el bien de la
Iglesia, en uno u otro lado.
Los retazos de ella accesibles a la gente común son
bastante fáciles de interpretar, especialmente en el
contexto de lo que ya es materia evidente de los pontificados
respectivos. El modelo de organización que el padre
Escrivá llevó a Roma para su aprobación,
avalado por los obispos que pudo persuadir en aquel tiempo,
era básicamente un privilegio en la entonces vigente
normativa de los estados de perfección. Aún
no había llegado la clarificación posterior
del apostolado de los laicos y el padre Escrivá pedía
sencillamente manos libres en la conducción de sus
leales y una cierta cantidad de las ventajas que en términos
de exenciones y beneficios habían conseguido antes
otras organizaciones religiosas.
La preocupación por la normativa, tan peculiar de
la curia de Pío XII, por el orden y concierto de las
instituciones, y el recelo evidente de los que veían
en la Obra una competencia a su anterior cuasimonopolio del
apostolado seglar, se concitaron para poner obstáculos
a la empresa. El asunto tuvo un primer final feliz, merced
a uno de tantos compromisos que registran los archivos vaticanos.
Los Institutos seculares, singular pieza de heterogeneidades,
constituyeron el resultado del compromiso y fueron celebrados
por entonces, 1947, como el último eslabón del
proceso en la penetración evangélica de la sociedad.
En ellos se perfilaba un tipo peculiar de hombre de Iglesia
ni religioso-religioso ni seglar-seglar, por lo que hacía
a sus compromisos jurídicos y espirituales.
La satisfacción por esta primera legitimación
vaticana no duró mucho porque enseguida se dieron cuenta
los de la Obra de que, sin ostentar ellos el monopolio de
interpretación de la nueva ley, era inevitable que
surgieran grupos prestos a utilizar el nuevo ropaje para vestir
propósitos y finalidades bien variados y con frecuencia
diversos al del primer aprobado y puesto como ejemplo.
Prontamente desenganchó el padre Escrivá sus
corceles de carro tan conflictivo, retirándose a un
modelo más general, Asociación de fieles, que
si bien no daba explicación jurídica a todo
lo que en la Obra ya ocurría, tenía la ventaja
de definir poco.
Las negociaciones para conseguir una nueva autorización
quedaron sumergidas en la más vasta problemática
que el Concilio produjo con su énfasis en lo pastoral
y que está trastocando las reglas y constituciones
de una Iglesia que empieza a desconfiar de la ley como motor
o definidora de comportamientos.
Mientras tanto se sucedían las confrontaciones con
la jerarquía ordinaria. Con los que creían en
la legislación y entonces pedían mil explicaciones
a un interlocutor a quien tenían por Instituto secular.
Y con los que se atenían a los hechos y enjuiciaban
a la Obra por sus frutos.
Prevaliéndose de las nuevas modas sobre el apostolado
de los laicos, a quienes la Iglesia parece ahora respetar
más e incluso conceder voz y voto en temas antaño
intocables, el padre Escrivá, doliéndose de
los resultados de aquellos pactos inevitables, explica a quien
le quiere oír que todo en la Obra es informal, desorganizado
y libérrimo. Pero sus socios saben muy bien, porque
también lo repite en la intimidad, que las primeras
constituciones, santas, perpetuas e inviolables, no van a
variar esencialmente. Que sea lo esencial no se sabe muy bien,
pero sin duda tiene que ver con los compromisos y reglas vigentes
que terminan afectando a la vida civil de los miembros, de
una u otra manera. La aprobación de la Obra por el
Vaticano, que constituye desde hace muchos años objeto
de plegarias y esfuerzos, tiene hoy mal cariz. Por una de
esas concomitancias que la historia registra, algunos de los
actuales detentadores del poder en la Iglesia, aparte de estar
a kilómetros de la mente del padre Escrivá,
parece que tienden a mezclar en el mismo guiso ese tema y
las negociaciones concordatarias con España.
La razón es la presencia al otro lado de la mesa de
socios de la Obra, protagonistas del asunto en nombre del
Estado. Cómo se comunican entre sí ambas operaciones
es bien difícil de saber, pero unas y otras personas
no se recatan en enjuiciarse. Y no precisamente en términos
versallescos.
Junto a ello están las otras presiones. La indudable
aportación de la Obra al mundo de la enseñanza
y beneficencia católicas es un gran argumento en pro
de la aprobación. La imagen de unos hombres que se
unen para mangonear en sociedad y apoyar a un régimen
político discutido lo es en contra.
Sea de ello lo que fuere, hay una cosa muy conveniente. Si
es verdad que la Iglesia católica ya no se ve a sí
misma como un Estado que reglamenta la vida de sus súbditos
salvo en términos muy generales y pastorales, ¿por
qué no acceder a lo que solicita el padre Escrivá?
3. Fuerza actual de la Obra y relaciones con otros grupos.
La versión que circula es que pretende el establecimiento
de una diócesis personal para regir con potestad ordinaria
a los que acepten sus reglas de juego. Pues désele
el permiso en buena hora, que tampoco es para tanto.
Lo importante será comprobar cuántos católicos
querrían pertenecer a esa diócesis, porque si
son muchos, señal de que el catolicismo que la Obra
predica tiene capacidad de convocatoria. Y no parece que la
Iglesia esté hoy para muchas exclusiones, cuando además
de siempre ha predicado que en la casa de Dios hay muchas
moradas.
Al padre Escrivá, si en vez de mirar hacia la jerarquía
mirara más hacia su gente, no le importarían
mucho las aprobaciones. Otros fundadores, incluso en tiempos
más legalistas, se preocuparon menos por ellas. Y hoy,
los hombres que tienen fuerza para atraer en nombre de Dios,
sea cual sea el producto que ofrezcan bajo tal apelativo,
ven llenarse los estadios para escucharles sin necesidad de
muchas reglas. A más de uno he oído yo decir
que su mensaje era que cada cual fuera fiel a su conciencia
y con ello él, el predicador, se daría por satisfecho.
La Obra, en sus tiempos más juveniles y pioneros,
tenía el atractivo de lo espontáneo, incluso
de lo clandestino. Desde los ánimos apasionados del
catolicismo latino de posguerra, aquella era una aventura
totalitaria por la que valía la pena sacrificarlo todo
para dar cumplimiento a la gran utopía evangelizadora
del padre Escrivá.
Hoy, otros movimientos espontáneos del catolicismo
posconciliar, como las comunidades de base, ofrecen un espectáculo
muy parecido de entusiasmo y adhesión no formal. Como
tantos otros fenómenos de religiosidad que se constatan
en la mayoría de los países. Y para algunos
de la Obra que vivieron los primeros tiempos, resulta triste
que desde su organización, ya uncida por mil ataduras
a tanta estructura civil y religiosa, se critiquen y desautoricen
unos grupos que están ahora disfrutando de la misma
excitación de que ellos gozaron.
Mientras la Obra encuentra cauce en la normativa eclesiástica,
sus relaciones con las demás organizaciones y autoridades
religiosas no se puede decir que sean cordiales. Desde su
origen tuvo el movimiento un singular cariz excluyente, negándose
en cuanto tal a cooperar con otras familias eclesiásticas.
La Obra estableció una de esas organizaciones paralelas
que tanto irritan a los ordinarios no sólo porque escapan
de todo control sino porque duplican y triplican la labor
apostólica generalmente sobre vetas cristianas ya muy
explotadas. La acumulación de órdenes, congregaciones,
asociaciones que florecen en lugares donde la fe es consustancial
a la convivencia es desde luego un signo de vitalidad, pero
también uno de tantos obstáculos a la imagen
más universal de la Iglesia que quiere desprenderse
de ese carácter de ghetto que tanto le ha perjudicado.
La Obra cayó lógicamente en la misma fácil
tentación y, a lo largo de la geografía católica,
se disputa con otras organizaciones los favores de una clientela
que puede fácilmente identificarse mediante un uso
no muy costoso de procedimientos estadísticos. Las
otras grandes aventuras, la penetración en el mundo
intelectual, obrero, la evangelización de los viejos
y nuevos paganismos van siendo arrinconadas, no sólo
por falta de mensaje sino por una comodidad muy explicable.
Pero ello hace aún más desagradables las relaciones
intereclesiásticas.
El apostolado de la Obra es hoy en muchos aspectos una predicación
irritada contra los enemigos internos de la fe y un apostrofar
permanente de los otros modos de vivir el catolicismo. Su
persistente radicalización y su insistencia en detentar
la interpretación válida hacen incómoda
la coexistencia. De ahí que cada vez sean menos miembros
de la Obra los llamados a cooperar en la pastoral de conjunto
a lo que, por otra parte, explícitamente critican.
Lejos quedaron aquellos votos de fidelidad y servicio a la
Santa Sede. Lejos aquellas peticiones de cuidar de lo que
nadie quisiera, porque después de comprobar lo difícil
que es misionar tierras agrestes y pagar un duro precio en
hombres y en dinero, la Obra sirve a la Iglesia no como ésta
quiere sino como sus dirigentes lo entienden.
4. Cómo coexisten la fidelidad y lealtad a la persona
y a la institución.
No están los tiempos maduros para una encuesta sobre
la Obra a nivel eclesiástico. Pero sería interesante
averiguar qué opinan hoy sus organizaciones y sus hombres
acerca de un apostolado que se vuelve hacia sí y se
niega, una y otra vez, a participar de afanes comunes.
La comunión con Roma es cada vez más un asunto
de corazones y de fe que de dependencia jurídica y
jerárquica. Así la sienten hasta los miembros
más rebeldes de la Iglesia que se niegan a deponer
sus opiniones y mantienen con Roma unos lazos que la Curia
se esfuerza no en romper sino en vigorizar.
Hay como un sentimiento de unidad en la dificultad y una
conciencia de que nada bueno surge de las excomuniones. Parece
como si el baremo de fidelidad al Evangelio volviera a ser
una comunión en la caridad, hecha de encuentros sinceros
entre hombres que, habiendo recibido el encargo de buscarlos
con los no católicos, sienten que la fórmula
es también aplicable dentro de casa. Esa perspectiva
no es del agrado del padre Escrivá, que sigue insistiendo
en la subordinación y la obediencia a Roma como síntomas
de fe genuina. Pero ¿a qué Roma? ¿A la
que existe hoy o a la que él idealiza?
El camino de integración que, dificultado por el sistema
burocrático, es un indudable mérito del actual
pontificado, no parece que pueda instrumentarse mediante ciegas
adhesiones. Exige a la vez más sacrificio y más
inteligencia e incluso el sacrificio de la inteligencia.
Parece como si la Iglesia volviera a esperar contra toda
esperanza, renunciando a una manera de entender su propia
verdad en sus más caros y tradicionales ropajes. El
nuevo encuentro con la modernidad supone decididamente un
engrandecimiento de las lealtades. Lealtad, sí, al
Magisterio, a una Revelación misteriosa y con frecuencia
incomprensible, pero no al precio de las otras lealtades.
A la propia conciencia, al raciocinio, a la solidaridad universal,
a la existencia humana y a la vida como los presupuestos más
válidos desde donde interpretar, con los ojos de nuestro
tiempo, las propias creencias religiosas. Todo eso, hecho
palabra y escritura en la voz de tantos hombres de Iglesia,
se le oculta al padre Escrivá.
El no puede dejar de ver a la Iglesia en el ejercicio de
potestades de dominación, porque en el fondo la evangelización
es para él una empresa, un ejército en marcha
con enemigos a los que combatir y que requiere, como condición
esencial, la subordinación del soldado. Las transferencias
entre el estilo militar y el apostolado son constantes en
quien vivió sus años jóvenes en medio
de una contienda que tuvo claros acentos religiosos.
Para él, ser cristiano es ser sobre todo beligerante
y luchar con uno mismo y con los demás por imponer
comportamientos y asegurarlos mediante lazos y vínculos.
Sus clamores por la libertad no son otra cosa que deseos de
tener las manos libres para someter luego a sus súbditos
a mil ataduras justificadas por la sumisión de la mente
y el corazón a un Dios, rey, legislador y capitán.
Y cuando la Jerarquía, de quien se dice hijo fiel,
desautoriza tal actitud, la califica de desleal al Dios que
ambos comparten.
El planteamiento recuerda el de aquel sacerdote americano
que por defender la tesis más literal de que fuera
de la Iglesia no hay salvación, se vio colocado fuera
de la Iglesia. Una concisa mirada a la historia de ésta
nos hace ver las mil torturas padecidas por quienes rechazaron
la adhesión simultánea a la fe y a la potestades
de dominación. El Vaticano ha ido cediendo muy lentamente
en esa estrategia de pretender someter los comportamientos
y las opiniones por la vía jurisdiccional. Lo ha hecho,
creo yo, aparte de por un progresivo convencimiento de su
inutilidad, como consecuencia de penetrar más profundamente
en lo esencial del mensaje que custodia. Y tras la larga historia
de una Iglesia que, además de confesar una fe y ayudar
a sus miembros a hacerlo, tenía montada toda una estructura
gubernativa para dominar a sus súbditos, tanto en el
fuero interno como en el externo, hoy esa misma Iglesia está
arrancándose dolorosamente sus más caros métodos
de compulsión, aquellos que habían sido instrumentados
como sacramentos.
5. Un hecho concreto.
Analicemos, por ejemplo, el matrimonio. La exégesis
prueba que ni el Antiguo ni el Nuevo Testamento establecieron
un modelo unívoco de pacto matrimonial obligatorio.
El mensaje bíblico iba poco a poco orientando por las
vías del amor y la fidelidad las uniones entre hombre
y mujer. El famoso tema de la indisolubilidad estaba planteado
en ese contexto. Por ello la Iglesia ha tenido que ir buscando
toda una serie de instrumentos legales para dar solución
a los conflictos matrimoniales. Esto le ha ocurrido, no cuando
predicaba el amor y la fidelidad, sino cuando se arrogaba
la potestad de definir y ejercitar una competencia procesal
sobre el contrato.
Y hoy, en el plano jurídico, por una parte se tiene
a sí misma por mero testigo del pacto y por otra canoniza
una determinada manera de contraerlo y sostiene su competencia
para interpretarlo y enjuiciar sus crisis. Mientras tanto,
todas las legislaciones civiles, menos tres, se han decidido
a establecer un modelo de contrato matrimonial y a no imponer
a sus ciudadanos la obligación de celebrar rito religioso
alguno. La razón de la regulación civil está
en la mínima uniformidad que es requerida por todo
ordenamiento para atribuir derechos y obligaciones a los pactos.
La jurisdicción civil, en ese sentido, declara más
que impone. Reconoce más que obliga. Y disuelve cuando
ya está disuelto el lazo consensualmente. Todo ello
en el marco del modelo ofrecido por la legislación,
que va variando con la evolución de los sistemas familiares
y morales. Al lado de la jurisdicción se generaliza
una asistencia a los matrimonios, por la vía del consejo
de psicólogos y otros profesionales, financiada y tutelada
por el Estado, en la que con frecuencia se insertan asesores
religiosos.
La Iglesia institucional va más lentamente. En términos
de organización, no de exhortaciones y deseos, continúa
con la competencia procesal y la ejerce con erosiones a la
fe y las conciencias de los interesados de una magnitud sólo
conocida por los familiarizados con los procedimientos de
separación o anulación. Convertidos estos últimos
en una fórmula de divorcio vincular, se hallan sujetos
a los problemas propios de personal, financiación y
estructura de la burocracia que los ejerce. Recientes disposiciones
tratan de abrir un camino que se presenta como el principio
del fin de otra de las potestades de dominación.
Y mientras disminuyen en la Iglesia, en la Obra se fortalecen.
Es interesante observar cómo la mezcla de la teología
y la filosofía medieval y del imperialismo político
siguen dando todavía, en pleno siglo XX, frutos vigorosos.
6. Digresión sobre lo esencial en la religión.
El hinduismo.
A veces me he preguntado qué Dios tengo yo en común
con unas personas que consideraban a la mujer como ocasión
de pecado, discutían sobre si los indios eran personas,
justificaban las penas civiles contra los herejes, decían
que la libertad de conciencia era un delirio de razón
injurioso para la Iglesia y lograban que un Concilio ecuménico
declarase imposible que se salvaran los cismáticos
y los paganos.
A una mente moderna tales planteamientos se le hacen, no
más o menos acertados, sino simplemente burdos y groseros,
inconciliables con la sensibilidad y las vivencias de nuestro
tiempo. Conectar una doctrina de fe, basada todavía
en asunciones e hipótesis de esa naturaleza con el
talante espiritual de esta época es sencillamente imposible.
Sin embargo, la cantidad de material de esa extracción
que, consciente o inconscientemente, se emplea todavía
para conseguir adhesiones en algunas zonas del catolicismo
es aún notable.
El modo con que se presiona para que la gente se porte bien
sigue descansando en una teología de penas y castigos,
que, con razón, parece desafortunada y egocéntrica
a tantas personas ajenas a la fe cristiana.
En esto, como en tantas cuestiones, se descubre una evolución
lenta en la comprensión que la humanidad alcanza sobre
sí misma y que se refleja en sus creencias. Por seguir
con el tema esbozado, y dentro sólo de la tradición
judeocristiana, cabría advertir tres etapas.
En la primera, documentada en el Antiguo Testamento, la fidelidad
a Dios, el buen comportamiento, era motivado con bienes terrenales,
más tierras, más ganados, larga vida, etcétera,
sin apenas referencias al más allá.
En la segunda, desde la venida de Jesucristo, el premio es
la gloria y así es posible entender y soportar una
vida de sufrimientos si luego, arriba, está la felicidad
para siempre, para siempre. hora, muy lentamente, se empiezan
a advertir tres tendencias. Por una parte, a terminar con
una contabilidad cara a Dios en cuya virtud nos pasamos la
vida en un permanente sobresalto sobre nuestro destino final.
Por otra, el cielo y el infierno no se entienden ya como
conceptos estáticos, cuasi geográficos, adonde
uno va, sino como la consumación o frustración
misteriosas de todas las ansias de infinito y absoluto que
el hombre siente dentro de sí. Finalmente, se generaliza
el sentimiento de que el mejor premio o el mayor castigo al
comportamiento es la tranquilidad de la conciencia, el equilibrio
ético.
Ello está relacionado con la madurez individual, pues
sin salir de cualquier ciudad se pueden hoy encontrar personas
que funcionan con esos módulos, con mayor o menor énfasis
en uno u otro según las circunstancias. Hay gentes
que sólo se portan bien si se les promete y se les
da algo tangible. Otros, tantos católicos, que frenan
sus fechorías o se disparan hacia la abnegación
pensando en el más allá. Y, finalmente, otros
para quienes es un sufrimiento grande hacer un daño
consciente y son generosos y caritativos sencillamente porque
no pueden actuar de otra manera.
Reconozco que en este momento la filosofía hindú
me parece mucho más armonizable con el presente estado
de la ciencia que nuestra filosofía occidental. En
especial por la idea del mundo, de Dios y del hombre que presenta.
Es a la vez más realista y más optimista.
Su interpretación del acontecer histórico como
un juego divino, como un gimnasio moral donde la humanidad,
a fuerza de reencarnaciones, va identificándose con
el Absoluto es más atractiva y delicada que la nuestra.
Es una filosofía compasiva de la situación humana,
a la que contempla irguiéndose cada vez más
en una continua superación de sus limitaciones. Limitaciones
internas, fruto del lento caminar hacia el consciente. Y externas,
producto de la ignorancia y de los condicionamientos.
Nadie puede pretender, salvo los dogmáticos, que una
persona mal alimentada, escasamente ilustrada y sujeta a mil
opresiones, sepa comportarse de igual modo que quien, a fuerza
de depender cada vez menos de los condicionamientos, ha logrado
una libertad interior responsable.
Cualquier confesor católico, por mucho que a otra
cosa lo instiguen, sabe distinguir esos niveles subjetivos
de moralidad y se cuida muy bien de no imponer ideales inalcanzables
a quienes no hacen otra cosa que sobrevivir y luchar por la
vida. Con frecuencia he observado lo difícil que es
hablar de deberes a quienes están empeñados
en la conquista áspera de sus derechos. No hay peor
criminal que el acosado.
Frente a la mortificación del cuerpo, la filosofía
hindú y la ciencia moderna recetan su entendimiento
y su cuidado porque sostienen que de nada sirve una permanente
crispación de los instintos si no se les da una buena
razón para someterse al cerebro.
Después de un largo camino de experiencia, el hombre
maduro conquista el control armónico de su cuerpo y
la posibilidad de que las exigencias de éste no perturben
un profundo desarrollo de la actividad espiritual y un comportamiento
desinteresado y filantrópico. Las renuncias ascéticas,
que en vez de liberar y ordenar las energías vitales
las mutilan o entierran, se pagan luego en un deterioro progresivo
de la personalidad, como pueden testimoniar tantos psiquiatras.
Fruto de esa ascensión personal que postulan el hinduismo
y la ciencia contemporánea son todas las conquistas
de la civilización y la posibilidad de una convivencia
pacífica y justa que, para el hindú, está
todavía lejana.
Mientras tanto, Dios no es para ellos un sancionador ni un
recurso. Su renuncia expresa a la antropología para
entender a Dios les evita confusiones y no caen en fáciles
antropomorfismos que nosotros tanto usamos. A fuerza de hacerlo
se oyen cosas como la pretensión del movimiento de
liberación de la mujer que pregunta por qué
Dios es un El y no un Ella.
O aquel chiste anticlerical que sentencia que Dios es bueno
pero que podría ser mejor.
Los hindúes, al precio de renunciar al Dios bíblico,
compañero y amigo del hombre, redentor cercano y destinatario
de sus soliloquios, han logrado desterrar todo ateísmo
y llegar a la conclusión, a la que también llegó
el Areopagita, de que Dios no pertenece ni a la categoría
de la existencia ni a la de la no existencia. Que no es un
objeto más que añadir al inventario de las cosas,
sino más bien una fuerza vital inteligente presente
en todas ellas. Sus más importantes pensadores se asocian
con los místicos occidentales en declarar que apenas
saben nada sobre Dios, y que creen acercarse a El, en el silencio
y el desprendimiento, "estando ya la casa sosegada".
Nada más contrario a esto que el catolicismo militante
y proselitista. Sin embargo, hasta que los estudios de interpretación
bíblica no avancen más, el mensaje cristiano
se encuentra subordinado a unas frases, a unas ideas cuya
ininterpretación elemental favorece la versión
preconciliar del catolicismo.
7. El inmovilismo no es el espíritu de la Iglesia.
En la Obra, el énfasis en las potestades es congruente
con todo lo demás. Por citar sólo dos casos,
me referiré a la liturgia y a la confesión.
Tras un período muy dogmático, la Iglesia ha
decidido no imponer a los fieles una determinada lengua para
hablar a Dios o de Dios. Tiende a vulgarizar las celebraciones
comunes, respetando la libertad de los cultivadores voluntarios
del latín.
El padre Escrivá, doliéndose del hecho, ha
impuesto el latín para las celebraciones en las casas
de la Obra, no ya de España sino de todo el mundo,
incluido el Japón. No concede opción a sus sacerdotes,
aunque no los puede obligar a seguir ese criterio cuando asisten
personas que no son de la Obra. Ello trae consigo el esfuerzo
suplementario de enseñar algo de latín a los
prosélitos y de mantenerlo, con lecciones de repaso,
en el resto de los socios. Al mismo tiempo, poco conforme
con los nuevos ritos, ha montado una paraliturgia, hecha sencillamente
del modelo anterior, también de obligado cumplimiento
interno en unos y otros actos de culto, logrando una separación
más entre los miembros del Opus Dei y los otros fieles
cristianos.
El asunto de la confesión merecería capítulo
aparte. La última gran operación constructora
de la Obra consiste en levantar un gigantesco santuario en
Torreciudad, Aragón. Se trata de conmemorar episodios
de la infancia del padre Escrivá y es a la vez una
reafirmación del culto a la Virgen y una apoteosis
de la confesión auricular.
Conocidas son las dificultades que los excesos en la devoción
católica a la Virgen producen en los encuentros ecuménicos.
Y de todos es advertida la evolución implícita
o explícita en la praxis de la penitencia. Pero al
padre Escrivá se le nota la estirpe, y si no quieres
caldo, taza y media, o también el sostenella y no enmendalla,
que tampoco es mal criterio.
Solicitando un nuevo sacrificio económico de los socios
de la Obra, levanta una gigantesca basílica y declara
que en ella habrá cientos de confesonarios. El éxito
se le podría augurar si dispusiera de cientos de buenos
psiquiatras y psicólogos que atendieran gratis allí
las neurosis y depresiones de la sociedad de consumo. Pero
no parece que disponga de ellos. Por otra parte, no creo que
la clientela de la Obra considere rentable llegarse hasta
Torreciudad para recibir una atención que puede lograr
en su ciudad. Pero a lo mejor el pueblo español decide
que ese es el mejor lugar para confesarse y lo llena. Todo
podría ocurrir.
Para mí el tema, aparte de los problemas de conciencia
que su financiación acarrea, es casi una provocación
injustificada, que crea una nueva confrontación entre
modos diverso de entender el catolicismo, con el matiz importante
e que el que interpreta Roma no es precisamente alentador
de tales operaciones.
A fuerza de creerse en posesión de la verdad, el padre
Escrivá ha terminado por construir un Símbolo
de la fe para uso interno que propone, con acentos dramáticos,
a sus leales. Se trata de un retorno a las fórmulas
tridentinas, rodeadas de un clamor por los viejos tiempos
de la fidelidad y una permanente censura a la modernidad.
Los documentos conciliares son citados cum granum salis y
algunas encíclicas implícitamente repudiadas.
Semejante actitud desemboca en una equívoca posición
de los predicadores de la Obra. Aquellos que se toman en serio
la teología no dejan de advertir y lamentar la discriminación
doctrinal que su líder les impone y que se traduce
en un repertorio de libros o autores prohibidos. La investigación
científica se hace así imposible, más
aún cuando es obligatoria la censura interna de los
escritos sobre estas disciplinas. En la predicación,
cuando se va más allá de la pura ascética,
hay el peligro de ser considerado peligroso y dejar de recibir
encargos para atender cursos de formación, ejercicios
espirituales, etc.
Así se va confeccionando una lista de predicadores
seguros que monopolizan las actividades apostólicas
y cuya palabra discurre por el estrecho sendero de una más
estrecha ortodoxia.
Asustados por la presente situación de discusión
abierta, ni más intensa ni más apasionada que
tantas otras que registra la historia eclesiástica,
los dirigentes de la Obra apuestan a lo seguro, que es una
manera de confesar un miedo a la libertad de pensamiento que
a estas alturas parecería ridículo si no fuera
trágico. Porque en aras de la seguridad se cercena
la libertad de las conciencias, refugiándose en la
triste muletilla de que yo no quiero condenarme. Y por no
querer condenarse, los sacerdotes de la Obra tienen que seguir
amenazando a sus feligreses con la ira divina en el famoso
tema del control de natalidad. Con una idea bien pobre del
Dios que predican, imponen carga tras carga sin la menor discriminación
a esos católicos que todavía no han entendido
la responsabilidad moral personal y serían capaces
de enfadarse con el Papa y borrarse de la Iglesia si un día
recibieran la noticia de que también puede utilizarse
la píldora.
Ese género de católicos, que tanta compasión
suscitan aunque en realidad cada vez hay menos, son precisamente
el producto de una manipulación de las conciencias
ejercida por confesores de escasa imaginación y sobra
de temor de Dios. Uno termina por aceptar la opinión
tan común de que hasta que no haya sacerdotes casados
no entenderá la Iglesia la naturaleza del matrimonio,
del sexo y de la paternidad. Y más profundamente. Que
como no llegue pronto a aceptar que los criterios de verdad
sólo muy escasamente pueden ser reconducidos a principios
de autoridad, la Iglesia tendrá muy poco que hacer
con las gentes educadas. Mientras el pueblo fiel era mayoritariamente
un pueblo iletrado, fue cómodo e incluso aceptable
que los que no pensaban trasladaran la responsabilidad del
propio pensar a quienes lo hacían y éstos, misteriosamente,
se creyeran investidos de un poder de lo alto para sustituir
la deliberación personal. A medida que la educación
progresa, resulta más difícil hacer dejación
del propio juicio por muy leal y unido que uno se sienta a
las personas que ejercen oficios directivos. Y ni siquiera
las sanciones ultraterrenas o las apelaciones más cariñosas
a la unidad pueden algo contra esa corriente de progreso individual.
Un alto funcionario de la Diputación navarra me hizo
observar, no hace mucho tiempo, que el descenso operado en
las vocaciones religiosas entre los niños de los pueblos
concidía cronológicamente con la extensión
de la protección escolar en forma de becas para estudios
civiles. Esto es tan obvio que solamente un fanático
puede interpretarlo como la alianza entre poderes satánicos
y la corrupta naturaleza humana para restar a Dios almas entregadas.
La participación de los socios de la Obra en las nuevas
aventuras del espíritu humano, que sólo pueden
ser iniciadas desde una libertad interior valiente y comprometida,
se hace prácticamente inconciliable con la lealtad
a la Obra. Y los dirigentes, creyendo defender los derechos
de Dios en la sociedad, curiosa frase, les ponen uno y mil
obstáculos que terminan por desanimar al más
animoso.
Mal destino el de quien confía demasiado en cualquier
organización para conseguir el despliegue de sus potencialidades
como hombre. Porque si todos hemos de aprender a lograrnos
en sociedad y a mantener ese difícil equilibrio entre
la paz interior, hecha de sosegamientos, y el diálogo
vital con la compleja realidad que nos rodea, el único
camino legítimo para ello es dar pasos conscientes
y voluntarios, sin trasladar a nadie la responsabilidad de
la propia andadura. Y cuando, por cualquier motivo, nos asociamos
se hace muy necesario el "chaveta". Cuidado con
lo que entregamos a cambio y a quién se lo entregamos.
Porque si lo hacemos a quienes no están demasiado interesados
en fomentar el desarrollo de nuestra personalidad, sino en
lograr que nos adaptemos a un modelo cualquiera de comportamiento,
la vida no será ya un alegre juego sino un permanente
conflicto de mal planteadas lealtades.
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