EL OPUS DEI: UNA INTERPRETACIÓN
Autor: Alberto Moncada
CAPÍTULO I: EL OPUS DEI Y
LOS NEGOCIOS
MESES después de la ascensión al poder en España
de los primeros socios de Opus Dei fui convocado a una reducida
reunión interna. En ella uno de los más antiguos
sacerdotes, venido al efecto desde Roma, nos confió
un encargo que traía de parte del padre Escrivá.
Se trataba de explotar la posición clave de esos socios,
persuadiendo a ciertos comerciantes a que se aliasen con nosotros
para conseguir beneficios económicos derivados de negocios
relacionados con el Estado.
El planteamiento era similar al de tantos grupos que rodean,
o mejor acorralan, el poder público para explotarlo
en provecho propio. Se suele dar más en países
capitalistas donde las obras y servicios públicos,
administrados por el Estado, ponen en marcha gigantescas operaciones
mercantiles cuyo desarrollo depende de decisiones políticas.
Sobre ello hay ya una literatura crítica amplia especialmente
en relación con la alianza Ejército-Industria
pesada en Estados Unidos. Se trata de negocios en que el grado
de libre competencia es casi ínfimo, porque las decisiones
de la Administración condicionan mucho los planteamientos
empresariales.
En menor cuantía, naturalmente, nuestro país
no ha sido ajeno a estos tinglados, casi inevitables en semejante
contexto, y desde los affaires de las obras públicas
de la segunda mitad del XIX hasta los velados escándalos
del presente, el dinero ha producido favor político
y el favor político ha producido dinero.
El fallo del planteamiento en este caso fue no contar con
los citados socios, ya que ellos, al enfrentarse con asunto
tan poco digerible, lo desecharon explícitamente y
las operaciones, que parecía iban a ser muy sustanciosas,
lo fueron muy poco y duraron meses.
Los comerciantes las abandonaron al comprobar la ineficacia
de tal alianza, y los de la Obra a medida que las conciencias
eran éticamente más lúcidas.
Paralelamente se desencadenaba una estrategia consistente
en crear empresas mercantiles o apoderarse de otras existentes.
El asunto está mal contado en la mayoría de
los libros críticos por falta de datos ciertos y exceso
de imaginación.
Un escaso número de financieros, encariñados
con las personas o las actividades de la Obra, favorecieron
los planes de unos poco socios, algunos hombres fuera de serie,
y primero en España y después fuera de ella,
ayudaron al establecimiento de una red de empresas de la que
el Opus Dei ha sacado más quebraderos de cabeza que
beneficios materiales. Y menos espirituales. Tan es así
que desde Roma se intentó dar carpetazo al asunto cinco
o seis años después con notorio desconocimiento
de la realidad, porque los lazos de intereses son difíciles
de desatar de golpe.
Esas empresas necesitan hombres para trabajar, para los Consejos
de Administración, etc., y el Opus Dei no tenía
bastantes. Aparte de improvisar unos cuantos, que aprendieron
a base de fracasos, se fichaba a gente prometedora y cercana
o se aceptaba a los que aportaban los aliados.
Un amigo mío dice que estar cerca de la Obra entonces
era entrar en alguna de las empresas que se creaban a buen
ritmo. Si no entrabas a la primera, lo hacías a la
cuarta. Pero entrabas. Y cuando se mezclan ya intereses personales
es más difícil gobernar las empresas con criterios
extracomerciales e imponer decisiones que afectan al bolsillo
de los que no tienen más motivación para su
trabajo que la normal. Por eso, los lazos de intereses creados
entonces persisten ahora aunque de manera más profesionalizada,
como suelen decir los de la Obra.
Las sociedades eran de variada índole. Unas, mera
plataforma de actividades apostólicas, como las que
tienen en su propiedad los edificios para dar ejercicios espirituales,
albergar estudiantes, etc. Otras, en el mundo del libro, de
los periódicos, del cine, para la influencia doctrinal,
y otra, en fin, sedicentes lucrativas, para ganar dinero.
Esto de ganar dinero nunca ha sido fácil. Ni siquiera
en los más tristes momentos del mercado intervenido.
De modo que los pobres hombres a quienes tocaba administrar
las lucrativas se las veían y se las deseaban para
contentar el deseo insaciable de los dirigentes por obtener
beneficios inmediatos sin poder calmarlos con argumentos tan
sencillos como el de que toda inversión requiere un
tiempo para producir.
Y que, a veces, hay negocios en que se pierde. Algunos de
estos lances desembocaban en crisis de conciencia y abandono
de la Obra.
Hoy, casi todas esas empresas, las que sobreviven, han pasado
a grupos bancarios más o menos influidos por gentes
de la Obra o están siendo protagonizadas por aquellos
socios que las administran. Sin embargo, los problemas de
transferencia jurídica y económica son complicados
porque a cuestiones de mero interés se unen otras más
enrevesadas, como es la capacidad real de tener y poseer de
los socios numerarios en el contexto de la normativa de la
Obra, de lo que me ocuparé más adelante.
Al reflexionar sobre esta etapa, la pregunta es automática:
¿Y por qué todo ese esfuerzo mal planeado, cuyas
consecuencias negativas podían anticiparse, considerando
aventuras similares de otras organizaciones religiosas?
1. Por qué surgieron los negocios.
En primer lugar, hay que tener en cuenta que los protagonistas
eran bastante jóvenes, con poca experiencia. Y que
el mundo mercantil, con su toma y daca inexorable, favorece
escasamente la filantropía.
Como dice con cinismo un Manual americano: "Las empresas
deben librarse de los filántropos, porque su conducta
es imprevisible".
En segundo lugar, las máximas financieras del padre
Escrivá no difieren mucho de las consignas apostólicas:
"Se gasta lo que se deba, aunque se deba lo que se gaste",
"Dios más dos más dos". Pero con la
diferencia de que los Apóstoles no pretendían
montar un imperio comercial administrado por ejecutivos entrenados
a la americana, sino plantear espiritualmente una vida de
auténtico desprendimiento.
Tampoco es que inicialmente la Obra pretendiera crear una
red de empresas propias, sino que el horizonte de tareas y
actividades apostólicas, diseñadas con criterios
de catolicismo a lo Spellman, demandaba y demanda cantidades
fabulosas de dinero. Por una parte, había que albergar
y dar de comer a cientos de socios solteros con pocos ingresos.
Muchas veces el espectáculo de pobreza y falta de lo
elemental que ofrecían las casas de la Obra, sobre
todo fuera de España, estimulaba la compasión
no sólo de los ajenos sino de los comerciantes de la
Obra, que se veían así más espoleados
a sacrificar la legitimidad de sus operaciones por una causa
pía. Por otra parte, el padre Escrivá lanzó
a sus subordinados a una orgía tal de realizaciones
materiales que la tensión por conseguir dinero para
financiar actividades básicamente deficitarias producía
y produce crisis de conciencia y una deformación muy
acusada del trato con terceros que van aprendiendo a esconderse
de las incursiones mendicantes. Como en las Cruzadas, al grito
de Dios lo quiere, la exigencia a terceros para que cooperen
con haciendas y patrimonios ha sido una de las más
fundadas causas de esa bien ganada fama de atracadores que
tienen los socios del Opus Dei.
Lo malo es que en la Obra se cree de verdad que Dios lo quiere.
Como dice Friedman, en la economía capitalista debería
darse una ley según la cual cada uno es muy dueño
de hacer el bien a los demás siempre que sea con su
propio dinero.
Porque esta es la cuestión. La Obra ha nacido en una
sociedad capitalista, sus miembros han sido extraídos
mayoritariamente de la clase media y su formación los
llevó a ejercer un apostolado de inserción en
dicha sociedad y eventualmente de actividades benéficas
dentro de ella. No comprendieron que así se tendían
a sí mismos una peligrosa trampa.
La sociedad capitalista se rige por las leyes del interés
individual, la propiedad privada y el mercado, más
o menos impurificadas por la intervención gubernamental
y las presiones de los grupos de interés. Salvo que
se esté fuera de ella por la vía de la huida
del mundo o se aspire a transformarla revolucionariamente,
quién más, quién menos debe pagar tributo
al sistema, erosionando sus planes y a veces también
sus intenciones. Al plantear la Obra sus apostolados como
centros de formación de la juventud, por ejemplo, debía
plegarse a todas las reglas del juego en cuanto a adquisiciones,
permisos, etc. Es decir, debía conseguir dinero e influencias
dentro del sistema.
Si se tiene dinero, nadie te pregunta nada cuando compras
o alquilas algo, generalmente basta enseñar el color
de tus billetes. Esa es una de las invectivas más frecuentes
de los socialistas contra la inmoralidad del capitalismo.
En la sociedad de consumo se puede comprar prácticamente
todo. Siempre que se tenga dinero. Incluso puede uno vivir,
de ahí el nombre, no haciendo otra cosa. Y nadie pide
explicaciones por ese comportamiento. Más bien, el
sistema productivo y fiscal lo agradece. Pero cuando no se
tiene, o no se tiene suficiente para lo que uno pretende,
las cosas se complican.
Si la Obra en aquel momento hubiera elegido la vía
que hoy predica más, es decir, el apostolado personal
dirigido, o sea, que cada miembro de la Obra convenza al mayor
número posible de personas de que hay que rezar y portarse
bien, no hubiera necesitado tanta infraestructura. Al fin
y al cabo los amigos se ven en el café o dondequiera
que se reúnen las personas. Pero no, se trataba de
tener plataformas.
Y cada plataforma cuesta un montón de sacrificios
y genera otro montón de servidumbres.
2. Necesidad de estructuras.
A este planteamiento se unió la idea, general a las
viejas concepciones apostólicas, de que hay que estar
presente en las estructuras temporales. De dos maneras se
puede estar. Hay una tercera que es el no aceptarlas y destruirlas
cuando son injustas, pero eso hubiera sido pedir demasiado.
Las dos convencionales son: primero, introducir gente en
las existentes para llevar a ellas la luz del Evangelio. Y
entonces te sometes a las reglas del juego y, tal como son
las cosas en el mundo occidental, tienes una eficacia relativa
para cumplir tus objetivos. O crear estructuras paralelas
donde tú pones las reglas.
El Opus Dei ha usado ambas, pero cada vez más la segunda.
Léanse centros de enseñanza, medios informativos,
etcétera.
En el asunto de las influencias pasa lo mismo. Cada socio
del Opus Dei colocado en un centro de poder es un potencial
benefactor para las actividades de la Obra. Dando créditos
o sugiriendo que se den, abriendo el paso a sus correligionarios,
protegiendo a los amigos. Todo ello se ha dado y se da, pero
cada vez más de forma desorganizada e incontrolada,
porque es inevitable que las personas no terminen utilizando
en su propio provecho o en el de sus familiares y amigos las
facilidades inicialmente destinadas a favorecer actividades
apostólicas.
Todavía no hay experiencia para averiguar cómo
se comporta el Opus Dei en países socialistas. El padre
Escrivá sostiene que no quiere mandar al martirio a
sus hijos y esa es una manera de enjuiciar tales países.
De muy otra forma enjuician el asunto bastantes católicos
polacos, checos o cubanos. Más bien, tras una inicial
confrontación, comienzan a aceptar los idearios del
socialismo y se esfuerzan por entender su cristianismo desde
ellos. La mayoría, por supuesto, no creen que la sociedad
capitalista sea mejor lugar para la fe católica. Y
van adquiriendo derechos de culto, asociación, etc.
Con mil malentendidos, fruto del pasado, pero en un camino
posibilista que parece tiene el apoyo de la Iglesia oficial.
La sedicente riqueza e influencia económica del Opus
Dei hay que entenderla, pues, así. Es un modesto flujo
de sueldos y rentas que puede disminuir, si varía la
normativa interna sobre propiedad y disposición de
bienes de los socios numerarios. Y una cierta afluencia de
ayudas. Todo ello mal administrado y totalmente insuficiente
para los gastos de presente y las previsiones de futuro de
la organización. Y mucho menos para seguir alimentando
la fiebre expansiva, en ladrillos y cemento, del padre Escrivá.
Las inversiones no resistirían un estudio de rentabilidad.
De modo que, siempre en términos de economía
capitalista, y salvo que existan fondos secretos, no sería
buen negocio adquirir acciones de la Asociación si
salieran al mercado de valores.
Sin embargo, la fuerza de esa dinámica imprime un
feo tinte de interés a muchas de las reglas, instrucciones
y actividades de los dirigentes, que no pueden dejar de ver,
en cada miembro o amigo, una vaca que ordeñar.
De ello tienen triste experiencia las familias de los socios,
con frecuencia expoliadas en el interés supremo de
la Obra, y los que han dejado la Asociación tras una
penosa negociación de supervivencia económica.
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