UNA LLAMADA AL AMOR
Autor: Anthony de Mello
MEDITACIONES: DE LA 26 A LA 31
Meditación 26
"¿No era necesario que el
Cristo padeciera eso
y entrara así en su gloria?"
(Lc 24,26)
Piensa en algunos de los acontecimientos dolorosos de tu
vida. ¿Cuántos de ellos son hoy para ti motivo
de agradecimiento por haberte servido para cambiar y crecer?
Hay aquí implícita una verdad elemental de la
vida que la mayoría de las personas no llegan nunca
a descubrir. Los acontecimientos afortunados hacen la vida
más placentera, pero no son causa de autoconocimiento,
de crecimiento y de libertad. Este es un privilegio reservado
a aquellas cosas, personas y situaciones que nos ocasionan
algún dolor.
Todo acontecimiento doloroso encierra una semilla de crecimiento
y de liberación. A la luz de esta verdad, vuelve ahora
sobre tu vida y fíjate en tal o cual acontecimiento
por el que no te sientas especialmente agradecido, y trata
de descubrir el potencial de crecimiento que encierra y del
que no has tomado conciencia hasta ahora, por lo que no has
podido beneficiarte de él. Piensa también en
algún acontecimiento reciente que te haya ocasionado
dolor y sentimientos negativos. Cualquiera que haya sido la
cosa, persona o situación que te ha producido tales
sentimientos, ha sido "maestra" para ti porque te
ha revelado algo (o mucho) acerca de ti que probablemente
no sabías y te ha invitado y desafiado a descubrirte
y conocerte mejor y, consiguientemente, a crecer y acceder
a la vida y a la libertad.
Intenta ahora identificar el sentimiento negativo que ese
acontecimiento ha despertado en ti. Puede haber sido un sentimiento
de inquietud, de inseguridad, de envidia de ira, de culpa...
¿Qué te dice esa emoción acerca de ti
mismo, de tus valores, de tu manera de percibir el mundo y
la vida y, sobre todo, de tu "programación"
y tus condicionamientos? Si consigues descubrirlo, te librarás
de alguna ilusión o espejismo al que hasta ahora te
hablas aferrado, o dejarás de percibir alguna cosa
de manera deformada, o corregirás alguna falsa creencia,
o aprenderás a distanciarte de tu sufrimiento... con
tal de que comprendas que todo ello ha sido causado por tu
"programación", no por la propia realidad:
e inesperadamente comprobarás que te sientes plenamente
agradecido por esos sentimientos negativos y por la persona
o el acontecimiento que los ha originado.
Intenta ahora dar un paso más. Considera todo cuanto
piensas, sientes, dices y haces... y no te agrada: tus emociones
negativas, tus defectos, tus "handicaps", tus errores,
tus apegos, tus neurosis, tus dependencias... y tus pecados,
naturalmente. Puedes considerarlo todo ello como una parte
necesaria de tu desarrollo; como algo que te ofrece una promesa
de crecimiento y de gracia para ti y para otros y que no se
daría sin esa cosa concreta que tanto te desagrada.
Y si tú mismo has ocasionado dolor y sentimientos negativos
a otros, piensa que en ese momento has ejercido con ellos
la función de "maestro" y les has dado ocasión
de autoconocerse y de crecer. Puedes seguir considerándolo
hasta que lo veas todo ello como una "feliz culpa",
como un pecado necesario que es ocasión de un inmenso
bien para ti y para el mundo.
Si eres capaz de hacerlo, tu corazón se verá
inundado de paz, de agradecimiento, de amor y de aceptación
de todas y cada una de las realidades. Y habrás descubierto
qué es lo que la gente busca en todas partes sin jamás
encontrarlo: la fuente de la serenidad y de la alegría
que se esconde en cada corazón humano.
Meditación 27
"He venido a traer fuego a la tierra.
¡y cuánto desearla que ya estuviera ardiendo!"
(Lc 12,49)
Si quieres saber lo que significa ser feliz, observa una
flor, un pájaro, un niño...: ellos son imágenes
perfectas del reino, porque viven el eterno ahora, sin pasado
ni futuro. Por eso no conocen la culpa y la inquietud que
tanto atormentan a los seres humanos, están llenos
de la pura alegría de vivir y se deleitan, no tanto
en las personas o cosas, cuanto en la vida misma. Mientras
tu felicidad esté originada o sostenida por algo o
por alguien exterior a ti, seguirás en la región
de los muertos. El día en que seas feliz sin razón
alguna, el día en que goces con todo y con nada, ese
día sabrás que has descubierto ese país
de la alegría interminable que llamamos "el reino".
Encontrar el reino es lo más fácil del mundo,
pero también lo más difícil. Es fácil,
porque el reino está a tu alrededor y aun dentro mismo
de ti. y lo único que tienes que hacer es extender
tu mano y tomar posesión de él. Y es difícil,
porque, si deseas poseer el reino, no puedes poseer nada más.
Es decir, debes acceder a lo más hondo de ti mismo
sin apoyarte en nada ni en nadie, arrebatando a todos y a
todo, para siempre, el poder de estremecerte, de emocionarte
o de darte una sensación de seguridad o de bienestar.
Para lo cual, lo primero que necesitas es ver con absoluta
claridad esta contundente verdad: contrariamente a lo que
tu cultura y tu religión te han enseñado, nada,
absolutamente nada, puede hacerte feliz. En el momento en
que consigas ver esto, dejarás de ir de una ocupación
a otra, de un amigo a otro, de un lugar a otro, de una técnica
espiritual a otra, de un gurú a otro... Ninguna de
esas cosas puede proporcionarte ni un solo minuto de felicidad.
Lo más que pueden ofrecerte es un estremecimiento pasajero,
un placer que al principio crece en intensidad, pero que se
convierte automáticamente en dolor en cuanto los pierdes,
y en hastío si se prolongan indefinidamente.
Piensa en las innumerables personas y cosas que tanto te
han entusiasmado en el pasado. ¿Qué ha sucedido?
En cada caso, han acabado produciéndote sufrimiento
o aburrimiento, ¿no es verdad? Es absolutamente esencial
que consigas ver esto, porque, mientras no lo hagas, no habrá
posibilidad alguna de que descubras el reino de la alegría.
La mayoría de las personas no están preparadas
para verlo en tanto no hayan padecido repetidas veces la desilusión
y la tristeza. Y, aun así, sólo una persona
entre un millón siente el deseo de ver. Los demás,
la inmensa mayoría, se limitan a seguir llamando patéticamente
a la puerta de otras criaturas, mendigando sin recato, implorando
afecto, aprobación, consejos, poder, honor, éxito...
Y es que se niegan obstinadamente a entender que la felicidad
no está en ella, cosas.
Si buscas dentro de tu corazón, descubrirás
algo que te permitirá entender: una chispa de desencanto
y descontento que, si se atiza, se convertirá en un
fuego devastador que consumirá todo el mundo ilusorio
en el que vives, desvelando así ante tus asombrados
ojos el reino en el que, sin sospecharlo siquiera, has estado
viviendo siempre. ¿Te has sentido alguna vez asqueado
de la vida, mortalmente aburrido de huir constantemente de
miedos y ansiedades, cansado de mendigar, harto de dejarte
arrastrar por tus apegos y tus "adicciones"? ¿Has
sentido alguna vez la absoluta falta de sentido de luchar
por conseguir un título, encontrar un trabajo y dedicarte
a experimentar el aburrimiento de la vida o, si eres una persona
que no puede parar quieta, vivir en una confusión emocional
originada por aquellas cosas que te afanas por conseguir?
Si lo has sentido -y difícilmente habrá un ser
humano que no lo haya hecho-, entonces la llama divina del
descontento ha prendido en tu corazón, y es el momento
de alimentarla, antes de que la apaguen los rutinarios quehaceres
de la vida. Es la ocasión que te depara el destino
para que, simplemente, encuentres el momento de escapar y
de examinar tu vida, permitiendo que la llama siga creciendo
mientras lo haces, negándote a permitir, en cambio,
que nada en el mundo te distraiga de esa tarea.
Es el momento de que comprendas que no hay absolutamente
nada ajeno a ti que pueda proporcionarte una alegría
duradera. Pero, en el instante mismo en que lo hagas, comprobarás
que en tu corazón nace un temor: el temor a que, si
das pábulo al descontento, éste se convierta
en una pasión devastadora que se apodere de ti y te
haga rebelarte contra todo cuanto tu cultura y tu religión
consideran estimable, contra toda una forma de pensar, sentir
y percibir el mundo que ellas (tu cultura y tu religión)
te han obligado a aceptar. Ese fuego devorador no se limitará
a poner en peligro tu nave, sino que la reducirá a
cenizas. De pronto te encontrarás viviendo en un mundo
del todo diferente, infinitamente alejado del mundo de las
personas que te rodean, porque todo cuanto los demás
estiman y por lo que claman sus corazones (honor, poder, aceptación,
aprobación, seguridad, riqueza...) es visto como la
hedionda, repugnante y nauseabunda basura que en realidad
es. Y todo aquello de lo que los demás huyen sin parar
ya no volverá a infundirte terror. Te has vuelto una
persona serena, intrépida y libre, porque has abandonado
tu mundo ilusorio y has entrado en el reino.
Ahora bien, no confundas este descontento divino con la desesperación
que a veces induce a la gente a la locura y al suicidio, en
cuyo caso no se trataría del impulso místico
hacia la vida, sino del impulso neurótico hacia la
autodestrucción. Ni lo confundas tampoco con el gimoteo
de quienes no hacen más que quejarse de todo: estas
personas no son místicos, sino pelmazos en constante
campaña en favor de una mejora de sus condiciones carcelarias,
cuando lo que necesitarían sería abrir las puertas
de su prisión y salir a la libertad.
La mayoría de las personas, cuando sienten en sus
corazones el aguijonazo de este descontento, o bien huyen
de él drogándose con la búsqueda febril
de trabajo, de compañía y de amistad, o bien
canalizan el descontento hacia una labor social o hacia la
literatura, la música o las llamadas tareas creativas,
y se contentan con la reforma, cuando lo que hace falta es
la rebelión. Estas personas, aunque tremendamente activas,
en realidad no están vivas en absoluto, sino muertas
y contentas de vivir en la región de los muertos. La
prueba de que tu descontento es divino la constituye el hecho
de que no haya en él el menor rastro de tristeza o
de amargura, sino que, por el contrario, y aun cuando pueda
brotar frecuentemente el miedo en tu corazón, el descontento
se vea siempre acompañado de alegría, de la
alegría del reino.
He aquí una parábola de dicho reino: el reino
se parece a un tesoro escondido en un campo y que es descubierto
por un hombre, el cual, loco de contento, va, vende cuanto
tiene y compra dicho campo. Si tú no has descubierto
aún el tesoro, no malgastes tu tiempo buscándolo,
porque puede ser descubierto, pero no puede ser buscado, dado
que no tienes la menor idea de en qué consiste dicho
tesoro. Lo único que conoces es la letal felicidad
de tu actual existencia. Consiguientemente, ¿qué
vas a buscar? ¿Y dónde? Mejor será que
busques en tu corazón la chispa del descontento y la
mantengas hasta que se convierta en un auténtico incendio
que reduzca a escombros tu mundo.
Jóvenes o viejos, la mayoría de nosotros estamos
descontentos, simplemente porque deseamos algo (más
conocimientos, un mejor trabajo, un coche más potente,
un salario más abundante...). Nuestro descontento se
basa en nuestro deseo de "más". Si la mayoría
de nosotros estamos descontentos, es únicamente porque
deseamos algo más. Pero no me estaba refiriendo a esta
clase de descontento. Evidentemente, el desear "más"
nos impide pensar con claridad; pero, si estamos descontentos,
no porque deseemos algo, sino porque no sabemos lo que deseamos;
si nos sentimos insatisfechos con nuestro trabajo, con la
necesidad de hacer dinero y lograr poder y posición,
con la tradición, con lo que tenemos y lo que podríamos
tener, si estamos insatisfechos, no con algo en particular,
sino con todo, entonces creo que descubriremos que nuestro
descontento nos proporciona claridad. Cuando no aceptamos
ni seguimos, sino que dudamos, investigamos e inquirimos.
Entonces se da una intuición o penetración que
da lugar a la creatividad y la alegría.
Por lo general, el descontento que experimentas se debe a
que no tienes suficiente de algo: estás insatisfecho
porque piensas que no tienes suficiente dinero, o poder, o
éxito, o fama, o virtud, o amor, o santidad... No es
éste el descontento que conduce a la alegría
del reino, porque su origen es la codicia y la ambición,
y su consecuencia el desasosiego y la frustración.
El día en que estés descontento, no porque desees
más de algo, sino porque no sabes qué es lo
que deseas; el día en que estés mortalmente
harto de todo cuanto has estado persiguiendo hasta entonces,
harto incluso de perseguirlo, ese día tu corazón
alcanzará una inmensa claridad, una intuición.
una perspicacia que, de un modo misterioso, te permitirá
deleitarte con todo y con nada.
Meditación 28
"Por eso os digo: no andéis
preocupados por vuestra vida...
Mirad las aves del cielo ... Fijaos en los lirios del campo..."
(Mi 6,25ss)
En un momento o en otro, todo el mundo experimenta sensaciones
de lo que conocemos con el nombre de "inseguridad".
Te sientes inseguro de la cantidad de dinero que tienes en
el banco, de la cantidad de amor que obtienes de tus amigos,
de la educación que has recibido... O tienes sentimientos
de inseguridad en relación a tu salud, a tu edad, a
tu apariencia física. Si te preguntaran: "¿Qué
es lo que te hace sentirte inseguro?", casi con toda
certeza darías una respuesta errónea. Tal vez
dirías: "Tengo un amigo que no me quiere lo suficiente",
o "no tengo la formación académica que
necesitarla", o algo por el estilo. En otras palabras,
aludirías a algún condicionante externo, sin
darte cuenta de que los sentimientos de inseguridad no se
deben a nada exterior a ti, sino únicamente a tu "programación"
emocional, a algo que tú te dices a ti mismo mentalmente.
Si cambiaras tu "programa", tus sentimientos de
inseguridad se desvanecerían en un santiamén,
aun cuando todo lo existente en el mundo exterior a ti permaneciera
exactamente igual que antes. Hay personas que se sienten absolutamente
seguras sin tener un duro en el banco, mientras que otras
se sienten inseguras a pesar de tener millones. Lo importante
no es la cantidad de dinero, sino la "programación".
Hay personas que no tienen amigos y. sin embargo, se sienten
perfectamente seguras del amor de la gente; otras, en cambio,
se sienten inseguras aunque gocen de las más posesivas
y exclusivas relaciones del mundo. Una vez más, la
diferencia viene marcada por la "programación".
Si quieres hacer frente a tus sentimientos de inseguridad,
hay cuatro hechos que debes examinar y comprender:
Primero: es inútil que trates de mitigar tus sentimientos
de inseguridad intentando cambiar las cosas exteriores a ti.
Puede que tus esfuerzos se vean coronados por el éxito,
aunque no es eso lo más frecuente; puede que consigas
al menos algún alivio, pero éste no será
muy duradero. No merece la pena, por tanto, que gastes tus
energías y tu tiempo en mejorar tu apariencia física,
en hacer más dinero o en asegurarte del amor de tus
amigos.
Segundo (y éste es un hecho que te hará atacar
el problema donde realmente se encuentra: en tu interior):
hay personas que, a pesar de encontrarse en las mismísimas
condiciones en que tú te encuentras ahora, no sienten
la menor inseguridad. Esas personas existen, y seguramente
conoces a alguna. Consiguientemente, el problema no depende
de la realidad exterior a ti, sino de ti mismo, de tu "programación".
Tercero: debes comprender que esa "programación"
te ha sido impuesta por personas inseguras que, cuando aún
eras muy joven e impresionable. te enseñaron, con su
comportamiento y con sus reacciones de pánico, que
siempre que el mundo exterior no se ajuste a una determinada
norma, debes crear en tu interior una confusión emocional
llamada "inseguridad" y hacer cuanto esté
a tu alcance por reordenar dicho mundo exterior: hacer más
dinero, buscar más motivos de tranquilidad, aplacar
y agradar a las personas a las que has ofendido..., a fin
de que desaparezcan los sentimientos de inseguridad. El simple
hecho de caer en la cuenta de que no tienes que hacer semejante
cosa, de que el hacerlo no resuelve realmente nada, y de que
la confusión emocional se debe exclusivamente a ti
y a tu cultura, hará que te distancies del problema,
y obtendrás un considerable alivio.
Cuarto: siempre que te sientas inseguro acerca de lo que
puede depararte el futuro, limítate simplemente a recordar
que en los últimos seis o doce meses has estado igualmente
inseguro acerca de los acontecimientos que habrían
de producirse, y que cuando, finalmente, éstos se produjeron,
te las arreglaste para dominarlos de un modo u otro, gracias
a las energías y recursos que acumulaste en el momento,
y no gracias a toda tu anterior preocupación, que únicamente
sirvió para hacerte sufrir innecesariamente y para
debilitarte emocionalmente. Por consiguiente, intenta decirte
a ti mismo: "Si hay algo que pueda hacer ahora con respecto
a mi futuro, lo haré. Fuera de eso, me limitaré
a dejarle que siga su curso y me dedicaré a disfrutar
del momento presente, porque la experiencia me ha enseñado
que sólo puedo hacer frente a las cosas cuando éstas
se presentan, no antes de que ocurran, y que el presente me
proporciona siempre los recursos y la energía necesarios
para afrontarlas".
La desaparición definitiva de los sentimientos de
inseguridad sólo se producirá cuando hayas adquirido
esa bendita capacidad de las aves del cielo y de los lirios
del campo para vivir plenamente el presente, momento a momento,
porque el instante presente nunca es insufrible, por muy doloroso
que sea. Lo que sí es insufrible es lo que tú
piensas que va a suceder dentro de cinco horas o de cinco
días: e insufribles son también esas palabras
que no dejas de repetir en tu interior: "¡Es terrible!";
"¡Es insoportable!"; "¿Cuánto
tiempo va a durar esto?"... y cosas parecidas. Las aves
y las flores tienen la ventaja sobre los humanos de que no
tienen el concepto del futuro, ni palabras en sus mentes,
ni preocupación alguna por lo que sus semejantes piensen
de ellos. Por eso son imágenes perfectas del reino.
No te inquietes, pues, por el mañana. porque el mañana
ya cuida de sí. Cada día tiene su propia malicia.
Busca el reino por encima de cualquier otra cosa, y todo lo
demás se te dará por añadidura.
Meditación 29
"El que encuentre su vida, la perderá:
y el que pierda su vida por mí. !a encontrará"
(Mt 10.39)
¿Has pensado alguna vez que quienes más miedo
tienen a morir son los que más miedo tienen a vivir?
¿Que al pretender escapar a la muerte estamos huyendo
de la vida?
Imagínate a un hombre que viviera en un miserable
ático sin luz y sin apenas ventilación; imagínate
además que a ese hombre le da verdadero terror bajar
las escaleras, porque ha oído hablar de quienes han
rodado por ellas y se han roto el cuello, y que jamás
se le ocurriría cruzar la calle, porque le han dicho
que al intentar hacerlo han sido atropelladas centenares de
personas. Y, naturalmente, si no es capaz de cruzar una calle,
mucho menos podrá cruzar un océano, o un continente...
o pasar de un universo mental a otro. Lo que hace ese hombre
es aferrarse a su pequeño cuchitril, en un desesperado
intento de eludir la muerte, con lo que al mismo tiempo elude
también la vida.
¿Qué es la muerte? Una pérdida, una
desaparición, un marcharse, un decir adiós.
Cuando te aferras a algo, te niegas a marcharte, te niegas
a decir adiós, te resistes a la muerte. Y, aunque no
te des cuenta, te resistes también a la vida.
Porque la vida está en movimiento, y tú, en
cambio, estás fijo; la vida fluye, y tú, en
cambio, te has estancado; la vida es flexible y libre, y tú,
en cambio, estás rígido y paralizado. La vida
se lo lleva todo, y tú, en cambio, ansías estabilidad
y permanencia.
Por eso temes a la vida y temes a la muerte: porque te aferras.
Si no te aferraras a nada, si no temieras perder nada, entonces
serías libre para fluir como el torrente de la montaña,
siempre fresco, vivo y cambiante.
Hay personas que no pueden soportar la sola idea de perder
a un ser querido, y prefieren no pensar siquiera en ello;
o bien, les horroriza la simple posibilidad de poner en duda
y acabar perdiendo una creencia, una ideología o una
teoría que siempre han estimado; o están convencidas
de que jamás podrían vivir sin tal o cual persona,
lugar o cosa que tienen en gran aprecio.
¿Quieres conocer una forma de medir tu grado de rigidez
y de inercia? Observa la cantidad de dolor que experimentas
cuando pierdes a una persona, una cosa o una idea muy queridas
para ti. El dolor y la aflicción revelan tu apego a
ellas, ¿no es verdad? ¿Por qué te aflige
tanto la muerte de un ser querido o la pérdida de un
amigo? Porque nunca te paras a pensar en serio que todas las
cosas cambian, pasan y mueren.
Por eso la muerte, la pérdida y la separación
te pillan tan de sorpresa. Prefieres vivir en el pequeño
ático de tu ilusión, pretendiendo que las cosas
no cambien nunca y sigan siendo siempre las mismas. Por eso,
cuando la vida hace añicos violentamente tu ilusión,
experimentas tanto dolor. Para vivir debes mirar de frente
a la realidad; sólo así te liberarás
del temor a perder a las personas y adquirirás el gusto
por la novedad, el cambio y la incertidumbre; sólo
así se desvanecerá tu miedo a perder lo ya familiar
y conocido y esperarás y acogerás ilusionado
lo nuevo y desconocido. Si es la vida lo que ambicionas, he
aquí un ejercicio que tal vez te resulte doloroso,
pero que, si eres capaz de hacerlo, te proporcionará
el optimismo de la libertad:
Pregúntate si hay algo o alguien cuya pérdida
te causaría una gran aflicción. Puede que seas
de esas personas que no pueden soportar la mera idea de la
muerte o la pérdida de un ser querido. Si es así,
y en la medida en que lo sea, estás muerto. Lo que
hay que hacer es afrontar la muerte, la pérdida, la
separación de las cosas y personas queridas.
Considera, una por una, a esas personas y cosas e imagina
que han desaparecido de tu lado para siempre, y diles adiós
en tu corazón. Dale las gracias y dile adiós
a cada una de ellas.
Vas a sentir dolor, y vas a sentir también cómo
dejas de aferrarte a ello; a continuación brotará
en tu conciencia algo distinto: una soledad que crece cada
vez más, hasta convertirse en algo parecido a la infinita
inmensidad del cielo. Pues bien, en esa soledad está
la libertad. En esa soledad está la vida. En ese no-aferrarse
está la decisión de fluir libremente, de disfrutar,
gustar y saborear cada nuevo instante de la vida; una vida
que ahora es mucho más dulce, porque ha quedado libre
de la inquietud, la tensión y la inseguridad; libre
del temor a la pérdida y a la muerte que siempre acompaña
al deseo de permanecer y de aferrarse.
Meditación 30
"La lámpara de tu cuerpo
es tu ojo;
si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará luminoso;
pero, si está enfermo, tu cuerpo estará a oscuras"
(Lc 11,34)
Pensamos que el mundo se salvaría si tan sólo
fuéramos capaces de generar mayores dosis de buena
voluntad y tolerancia. Lo cual es falso. Lo que puede salvar
al mundo no es la buena voluntad o la tolerancia, sino la
clarividencia. ¿De qué sirve que seas tolerante
con los demás si estás convencido de que eres
tú quien tiene razón y de que quienes no piensan
como tú están equivocados? Eso no es tolerancia,
sino condescendencia. Eso no lleva a la unión de los
corazones, sino a la división, porque tú te
colocas arriba y pones a los demás abajo: unas posiciones
que sólo pueden dar lugar a un sentido de superioridad
por tu parte y a un resentimiento por parte de tus semejantes,
originando con ello una mayor intolerancia.
La verdadera tolerancia brota únicamente de una viva
conciencia de la profunda ignorancia que a todos nos aqueja
en relación con la verdad. Porque la verdad es, esencialmente,
misterio. La mente puede sentirla, pero no comprenderla, y
menos aún formularla. Nuestras creencias pueden vislumbrarla,
pero no expresarla con palabras. A pesar de lo cual, la gente
habla con entusiasmo del valor del diálogo, el cual,
en el peor de los casos, es un intento camuflado de convencer
al otro de la rectitud de tu propia postura, y en la mejor
de las hipótesis te impedirá parecerte a la
rana en su charca, que piensa que ésta (la charca)
es el único mundo que existe.
¿Qué ocurre cuando se reúnen ranas de
diferentes charcas para dialogar acerca de sus convicciones
y experiencias? Ocurre que sus horizontes se ensanchan, hasta
el punto de admitir la existencia de otras charcas distintas
de la propia. Pero aún no tienen la menor sospecha
de que existe un océano de verdad que no puede ser
encerrado dentro de los límites de sus charcas conceptuales.
Y nuestras pobres ranas siguen divididas y hablando en términos
de tuyo y mío: tus experiencias, tus convicciones,
tu ideología... y las mías. El compartir fórmulas
no enriquece a quienes las comparten, porque las fórmulas,
al igual que los límites de las charcas, dividen; sólo
el océano ilimitado une. Ahora bien, para llegar a
ese océano de verdad que no conoce los límites
de las fórmulas, es esencial poseer el don de la clarividencia.
¿Qué es la clarividencia y cómo se obtiene?
Lo primero que debes saber es que la clarividencia no requiere
demasiados conocimientos. Es algo tan simple que está
al alcance de un niño de diez meses. No requiere conocimientos,
sino ignorancia; no requiere talento, sino valor. Lo comprenderás
si piensas en un niño en brazos de una vieja y fea
criada. El niño es demasiado joven para haber adquirido
los prejuicios de sus mayores. Por eso, cuando se encuentra
cálidamente instalado entre los brazos de esa mujer,
no está respondiendo a ningún tipo de "clichés"
mentales (clichés como "mujer blanca-mujer negra",
"fea-guapa", "vieja-joven", "madre-criada",
etc.) sino que está respondiendo a la realidad. Esa
mujer satisface la necesidad que el niño tiene de amor,
y es a esta realidad a la que el niño responde, no
al nombre, la apariencia, la religión o la raza de
la mujer. Todas estas cosas son para él absolutamente
irrelevantes. El niño carece todavía de creencias
y de prejuicios. Éste es el medio en el que puede darse
la clarividencia, y para obtenerla hay que olvidarse de todo
cuanto se ha aprendido y adquirir la mente del niño,
libre de esas experiencias pasadas y esa "programación"
que tanto oscurecen nuestra forma de ver la realidad.
Mira en tu interior, estudia tus reacciones frente a las
personas y las situaciones, y sentirás horror al descubrir
la cantidad de prejuicios que subyacen a tus reacciones. Casi
nunca respondes a la realidad concreta de la persona o cosa
que tienes delante. A lo que respondes es a una serie de principios,
ideologías y creencias económicas, políticas,
religiosas y psicológicas; a un montón de ideas
preconcebidas y de prejuicios, tanto positivos como negativos.
Considera, una por una, cada persona, cada cosa y cada situación,
y trata de averiguar cuál es tu predisposición
con respecto a cada una de ellas, separando la realidad respectiva
de tus percepciones y proyecciones programadas. Este ejercicio
te proporcionará una revelación tan divina como
cualquiera de las que pueda proporcionarte la Escritura.
Pero no son los prejuicios y las creencias los únicos
enemigos de la clarividencia. Hay otra pareja de enemigos
que llamamos "deseo" y "miedo". Para que
el pensamiento esté incontaminado de toda emoción,
y concretamente de deseo, de miedo y de egoísmo, se
requiere una ascesis verdaderamente aterradora. Las personas
creen equivocadamente que su pensamiento es producto de su
mente; en realidad es producto de su corazón, que primero
dicta una determinada conclusión y luego ordena a la
mente que elabore el razonamiento con que poder apoyarla.
He aquí, pues, otra fuente de revelación divina.
Examina algunas de las conclusiones a las que has llegado
y comprueba cómo han sido adulteradas por tu egoísmo.
Esto vale para cualquier conclusión, a no ser que la
consideres provisional. Fíjate cuán estrechamente
te aferras a tus conclusiones relativas a las personas, por
ejemplo. ¿Acaso están esos juicios completamente
libres de toda emoción? Si así lo crees, es
muy probable que no te hayas fijado suficientemente.
Ésta es, precisamente, la principal causa de los desacuerdos
y las divisiones que se dan entre naciones y entre individuos.
Tus intereses no coinciden con los míos, y por eso
tu pensamiento y tus conclusiones tampoco concuerdan con los
míos. ¿Cuántas personas conoces cuya
manera de pensar, al menos en ocasiones, se oponga a sus intereses?
¿Cuántas veces has conseguido conseguido colocar
una barrera insalvable entre los pensamientos que ocupan tu
mente y los miedos y deseos que se agitan en tu corazón?
Cada vez que lo intentes, comprobarás que lo que la
clarividencia requiere no son conocimientos o informaciones.
Esto se adquiere fácilmente; no así el valor
para hacer frente con éxito al miedo y al deseo, porque,
en el momento en que desees o temas algo, tu corazón,
consciente o inconscientemente, se interpondrá y servirá
de obstáculo a tu pensamiento.
Ésta es una consideración para "gigantes"
espirituales que han logrado darse cuenta de que, para encontrar
la verdad, lo que necesitan no son formulaciones doctrinales,
sino un corazón capaz de renunciar a su "programación"
y a su egoísmo cada vez que el pensamiento se pone
en marcha; un corazón que no tenga nada que proteger
y nada que ambicionar y que, por consiguiente, deje a la mente
vagar sin trabas, libre y sin ningún temor, en busca
de la verdad; un corazón que esté siempre dispuesto
a aceptar nuevos datos y a cambiar de opinión. Un corazón
así acaba convirtiéndose en una lámpara
que disipa la oscuridad que envuelve el cuerpo entero de la
humanidad. Si todos los seres humanos estuvieran dotados de
un corazón semejante, ya no se verían a sí
mismos como "comunistas" o "capitalistas",
como "cristianos", "musulmanes" o "budistas",
sino que su propia clarividencia les haría ver que
todos sus pensamientos, conceptos y creencias son lámparas
apagadas, signos de su ignorancia. Y, al verlo, desaparecerían
los límites de sus respectivas charcas, y se verían
inundados por el océano que une a todos los seres humanos
en la verdad.
Meditación 31
"Por eso, estad también
vosotros preparados, porque
cuando menos lo esperéis vendrá el Hijo del
hombre"
(Mt 24,44)
Tarde o temprano brota en todo corazón humano el deseo
de santidad, de espiritualidad, de Dios, o como se quiera
llamar. Oímos a los místicos hablar de una divinidad
que les envuelve por todas partes, que está a nuestro
alcance y que, si fuéramos capaces de descubrirla,
podría hacer que nuestras vidas tuvieran sentido y
fueran ricas y hermosas. La gente tiene una vaga idea a este
respecto, y por ello lee libros y consulta a los gurus, tratando
de averiguar qué es lo que deben hacer para obtener
esa cosa tan esquiva que llamamos "santidad" o "espiritualidad".
Para lo cual prueban toda clase de métodos, técnicas,
ejercicios espirituales y fórmulas... y, al cabo de
años de inútiles esfuerzos, acaban desanimados
y confundidos y se preguntan en qué se habrán
equivocado. Y, por lo general, se culpan a sí mismos:
si hubieran practicado las técnicas con mayor regularidad,
si hubieran sido más fervorosos o más generosos...,
lo habrían logrado. ¿Lograr qué? De hecho,
no tienen muy claro en qué consiste esa santidad que
andan buscando, aunque sí saben, ciertamente, que sus
vidas siguen siendo un fracaso y que ellos siguen siendo unos
seres angustiados, inseguros, llenos de miedo, resentidos,
despiadados, avaros, ambiciosos y manipuladores. Por eso vuelven
a emprender, con renovado ímpetu, el esfuerzo y el
trabajo que creen imprescindibles para alcanzar su objetivo.
Nunca se han parado a considerar algo tan simple como es
el hecho de que sus esfuerzos no van a llevarles a ninguna
parte. Lo único que van a conseguir con sus esfuerzos
es empeorar las cosas, del mismo modo que empeoran las cosas
cuando se intenta apagar un fuego con más fuego. El
esfuerzo no produce el crecimiento; sea cual sea la forma
que adopte (la fuerza, la costumbre, una determinada técnica
o un determinado ejercicio espiritual), el esfuerzo no origina
el cambio. A lo más, conduce a la represión
y a encubrir el verdadero mal.
El esfuerzo sí puede modificar la conducta, pero no
cambia a la persona. Piensa en la mentalidad que subyace a
la pregunta "¿Qué debo hacer para alcanzar
la santidad?". Es algo así como preguntar: "¿Cuánto
dinero tengo que gastar para comprar tal cosa?, ¿qué
sacrificio debo hacer?, ¿a qué disciplina tengo
que someterme?, ¿qué clase de meditación
debo practicar para obtenerlo?... " Imagínate
a un hombre que deseara obtener el amor de una mujer y, para
ello, tratara de mejorar su apariencia, reconstruir su cuerpo,
cambiar su conducta y practicar técnicas de seducción...
De hecho, no vas a conseguir el amor de los demás
a base de practicar técnicas, sino a base de ser una
determinada clase de persona. Y esto no se logra con esfuerzos
ni con técnicas de ningún tipo. Lo mismo sucede
con la espiritualidad y la santidad. No dependen de lo que
hagas (no se trata de una mercancía que pueda comprarse
ni de un premio que pueda ganarse); dependen de lo que seas.
La santidad no es un logro, es una Gracia. Una Gracia llamada
conciencia, visión, observación, comprensión...
Sólo con que encendieras la luz de la conciencia y
te observaras a ti mismo y cuanto te rodea a lo largo del
día; sólo con que te vieras reflejado en el
espejo de la conciencia del mismo modo que ves tu rostro reflejado
en un espejo de cristal, es decir, con fidelidad y claridad,
tal como eres, sin la menor distorsión ni el menor
añadido, y observaras dicho reflejo sin emitir juicio
ni condena de ningún tipo, experimentarías los
maravillosos cambios de toda clase que se producen en ti.
Lo que ocurre es que no puedes controlar dichos cambios, ni
eres capaz de planificarlos de antemano ni de decidir cómo
y cuándo tienen que producirse. Es esta clase de conciencia
que no emite juicios la única capaz de sanarte, de
cambiarte y de hacerte crecer. Pero lo hace a su manera y
a su tiempo.
¿De qué debes ser consciente concretamente?
De tus reacciones y de tus relaciones. Cada vez que estás
en presencia de una persona (la que sea y en la situación
en que sea), tienes toda clase de reacciones, positivas y
negativas. Estudia esas reacciones, observa cuáles
son exactamente y de dónde provienen, sin reconvención
o culpabilización de ningún tipo, incluso sin
deseo alguno, y, sobre todo, sin tratar de cambiarlas. Eso
es todo lo que hace falta para que brote la santidad.
Pero ¿no constituye la conciencia en sí misma
un esfuerzo? No, si la has percibido aunque no sea más
que una vez. Porque entonces comprenderás que la conciencia
es un placer: el placer de un niño que sale asombrado
a descubrir el mundo; porque, incluso cuando la conciencia
te hace descubrir en ti cosas que te desagradan, siempre ocasiona
liberación y gozo. Y entonces sabrás que la
vida inconsciente no merece ser vivida, porque está
excesivamente llena de oscuridad y de dolor.
Si al principio sientes pereza en practicar la conciencia,
no te violentes. Sería un esfuerzo más. Limítate
a ser consciente de tu pereza, sin juzgar ni condenar. Comprenderás
entonces que la conciencia requiere el mismo esfuerzo que
el que tiene que realizar un enamorado para acudir junto a
su amada, o un hambriento para comer, o un montañero
para escalar la montaña de sus sueños; tal vez
haya que emplear mucha energía, tal vez sea incluso
penoso, pero no es cuestión de esfuerzo; ¡es
hasta divertido! En otras palabras, la conciencia es una actividad
fácil.
Pero ¿te va a proporcionar la conciencia la santidad
que tanto anhelas? Sí y no. De hecho, nunca lo sabrás,
porque la verdadera santidad, la que no se obtiene a base
de técnicas, de esfuerzos y de represión, es
absolutamente espontánea. Jamás vas a tener
la menor conciencia de que se da en ti. Por lo demás,
no debes preocuparte, porque la misma ambición de ser
santo se desvanecerá en cuanto vivas, momento a momento,
una vida plena, feliz y transparente gracias a la conciencia.
Te basta con estar vigilante y despierto, porque así
tus ojos verán al Salvador. No te hace falta absolutamente
nada más: ni la seguridad, ni el amor, ni el pertenecer
a alguien, ni la belleza, ni el poder, ni la santidad, ni
ninguna otra cosa tendrán ya importancia.
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